8

Cada pasajero del tren de las seis de la tarde proveniente de la Estación de Energía Nuclear de Chernóbil comenzaba el Viaje colocando los pies y las manos en las placas de metal hasta que una luz verde señalaba que podía continuar hacia la plataforma. El tren en sí era un expreso que atravesaba territorio bielorruso sin parar, pasando los puestos de control de frontera. Era un lindo paseo a través de bosques de pinos en una noche de verano.

Los hombres viajaban en un extremo; las mujeres, en el otro. Los hombres jugaban a las cartas, bebían té que llevaban en termos o dormían envueltos en ropas arrugadas, mientras que las mujeres conversaban o tejían suéteres e iban meticulosamente bien vestidas, sin un solo cabello gris, al menos mientras creciera el henna en la tierra.

A mitad de camino el coche se calmó un poco. A mitad de camino, los ojos vagaban hacia las ventanillas, cada vez más parecidas a espejos. A mitad de camino, los pensamientos se volvían hacia el hogar, a lidiar con la cena, los hijos y las vidas privadas.

También Arkady cabeceaba al ritmo del tren. Un pensamiento se disolvía en otro.

Reconocía a Eva Kazka el mérito de llevar servicio médico, por mínimo que fuera, a la gente de las aldeas que nadie se atrevía a visitar. Pero frente a las ancianas había jugado con él como un ladrón ante un jurado. Eva tenía esa capacidad de hacer que una persona aspirara demasiado poco aire o hablara demasiado alto. Frente a una mujer así, un hombre podía hacer el ridículo y las mujeres de la aldea casi se habían reído observando el espectáculo. Ella las había llamado sobrevivientes. ¿Qué clase de apariencia presentaba él? ¿Un intrépido investigador que seguía pistas hasta el fin del mundo, o un hombre perdido al borde del camino? En un callejón sin salida, por lo menos. Una señal relampagueó junto a la ventanilla, y Arkady pensó en Pasha Ivanov volando por el aire. No lo aprobaba ni lo desaprobaba. El problema era que, una vez que una persona aterrizaba, otra persona tenía que limpiar la mugre.

¿Y qué había averiguado en su excursión con Alex? No mucho. Por otro lado, había visto al menos tres lobos detrás de los troncos blancos de los abedules, los ojos brillantes como pepitas de oro evaluando a los ciervos, y Alex y él eran casi lo mismo que los ciervos. Recordó cómo se le habían erizado los cabellos de la nuca. La palabra «predador» significaba mucho más cuando uno se vuelve una presa potencial. Rió para sus adentros al imaginarse en su motocicleta perseguido por lobos.

Slavutych había sido construida por gente evacuada de Pripyat. Era una ciudad sucesora, con plazas espaciosas y edificios municipales blancos que parecían bloques para armar infantiles —arcos, cubos, columnas— en escala gigante. Era una ciudad con servicios modernos. Una cancha de fútbol hundida, rodeada de bares espresso. El Palacio de Cultura ofrecía feng shui y origami. Todavía mejor, los edificios de departamentos en sí se habían diseñado con temas arquitectónicos típicos, como imaginativas molduras lituanas o el elaborado trabajo en ladrillo de Uzbeki.

Oleksander Katamay vivía en el quinto piso de un edificio «Uzbeki». Una joven con ropa de gimnasia y cabello muy rubio le abrió la puerta a Arkady y de inmediato lo hizo pasar a una sala de estar donde había una mesa de trabajo de taxidermista, con lámparas y una lupa de pie apuntada a una piel de tejón enrollada, con la cabeza adentro. Otro tejón, un poco más lejos, descansaba en un balde con líquido para disolver grasas. En unos estantes se veían bolsas de plástico con arcilla y papel maché y una colección de animales disecados: un lince con los colmillos al descubierto, un búho mirando por sobre el hombro, un zorro en actitud de escabullirse. En un armario de vidrio con una bandera soviética descansaba un par de rifles de caza: de poco calibre y un solo disparo, lustrados con tanto esmero como violines. Colgadas en las paredes había unas veinte fotos enmarcadas de hombres con casco estudiando planos, colocando pilastras o manipulando las palancas de una grúa, y en el medio o en el sitio principal de cada una se veía la misma figura alta y vigorosa de Oleksander Katamay. Arkady miró una fotografía de unos obreros frente a una planta de energía, y se dio cuenta de que era la primera foto que veía del Reactor Cuatro de Chernóbil intacto, una imponente pared blanca junto a su mellizo, el Reactor Tres. Los hombres de las fotos lucían tan relajados y confiados como si se hallaran en la proa de un potente barco.

Una voz profunda preguntó:

—¿Es el investigador? Ya voy.

Mientras esperaba, Arkady reparó en una placa enmarcada que mostraba medallas civiles: Veterano del Trabajo, Ganador de Competencia Socialista y Enaltecido Constructor de la Unión Soviética, más hileras de insignias militares. Arkady estaba junto a ellas cuando Oleksander Katamay entró en la habitación en una silla de ruedas. Aunque era un pensionado de casi ochenta años, todavía conservaba el pecho y los hombros de albañil, la cara ancha y una melena blanca. Estrechó la mano de Arkady con firmeza.

—¿De Moscú?

—Correcto.

—Pero Renko es un buen apellido ucraniano —Katamay se aproximó, como para espiar el alma de Arkady; luego giró en forma abrupta y gritó—: ¡Oksana! —volvió la mirada hacia Arkady y el trabajo de taxidermia en que se hallaba trabajando—. ¿Estaba admirando mi pasatiempo? ¿Vio las insignias? —Katamay fue hasta la placa de medallas y señaló una escrita en árabe—: «Amistad del pueblo afgano». La amistad de unos negros; supongo que eso vale la vida de mi hijo. ¡Oksana!

La mujer que había hecho entrar a Arkady en el departamento llevó una bandeja con vodka y pieckles, que depositó en una mesita baja. Pese a que tenía un aspecto descuidado, sus cabellos parecían una colmena dorada. Se sentó en el piso junto a la silla de ruedas de Katamay, mientras él se acercaba a un cenicero de pie que había del otro lado. Arkady se acomodó en una otomana y tuvo la sensación de hallarse en una escena a la vez posada y torpe. Era la mesa con los dos tejones, uno en remojo, otro afuera. Era Oksana. El pelo rígido era una peluca. Pero era más que eso.

Katamay señaló los animales embalsamados y preguntó a Arkady:

—¿Cuál le gusta más?

—Ah… Todos son muy naturales —lo mejor que se le ocurrió, considerando que su primer impulso había sido decir: «Tiene un gato muerto en el estante».

—El truco está en la flexibilidad.

—¿Flexibilidad?

—Sacar toda la carne y después afeitar el interior de la piel hasta que quede azul. El tiempo, la temperatura y el adhesivo adecuado también son importantes.

—Quería preguntarle por su nieto, Karel.

—Karel es un buen muchacho. Oksana, ¿tengo razón?

Oksana no respondió. Esperar de ella una expresión era como observar un estanque quieto.

Katamay llenó los vasos a medias con vodka y le pasó uno a Arkady.

—Por Karel —dijo el viejo—. Dondequiera que esté —echó la cabeza hacia atrás, tomó el vodka de un sólo sorbo y miró por el rabillo del ojo para asegurarse de que Arkady y Oksana hicieran lo mismo. Podría estar en silla de ruedas, pero seguía siendo el que mandaba. Arkady se preguntó cómo habría sido ser el jefe de construcción de un proyecto tan enorme y ahora verse limitado a un ambiente tan reducido. Katamay volvió a llenar los vasos—. Renko, ha venido a la parte indicada de Ucrania. La gente del oeste dice: «Al diablo con Rusia». Fingen que no saben hablar ruso. Se creen polacos. La gente del este, en cambio… nosotros recordamos —levantó el vaso—. Por…

Arkady lo interrumpió:

—Primero quisiera hacerle unas preguntas.

—Por los malditos rusos —dijo Katamay, y vació el vaso.

Arkady abrió la carpeta que llevaba y mostró una fotografía de un joven con rasgos inquietos, como a medio terminar: nariz corta, boca fina, una mirada que desafiaba la cámara.

—Ése es mi hermano —intervino Oksana.

—Karel Oleksandrovich Katamay, veintidós años, nacido en Pripyat, República Ucraniana. —Arkady pasó a los puntos sobresalientes—. Dos años de servicio en el ejército, entrenado como francotirador. ¿Tiene buena puntería?

—Sabe disparar y dejar algo que valga la pena embalsamar, si a eso le llama tener puntería —contestó Katamay.

—Degradado dos veces por abuso físico de reclutas nuevos.

—Ésas fueron novatadas. Es una tradición en el ejército.

Bastante cierto, pensó Arkady. Algunos muchachos sufrían tanto abuso que se ahorcaban. Karel seguramente se destacó entre los atormentadores.

—Una acción disciplinaria por robo.

–Sospecha de robo. Si hubieran podido probar algo, lo habrían mandado al calabozo. Tiene una faceta salvaje, pero es un buen muchacho. No habría podido ingresar en la milicia sin un expediente limpio.

—En la milicia, Karel con frecuencia llegaba tarde o faltaba a su puesto.

—A veces, porque iba a cazar para mí. Siempre aclaramos las cosas con su jefe.

—¿Que sería el capitán Marchenko?

—Sí.

—¿Cazando qué? ¿Otro zorro o lince? ¿Un lobo?

—Un lobo sería lo mejor —Katamay se frotó las manos de solo pensarlo—. ¿Sabe cuánto dinero daría un lobo bien embalsamado?

—El padre de Karel murió en Afganistán. ¿Quién le enseñó a Karel a cazar?

—Yo. Cuando todavía me funcionaban las piernas.

—¿Y la madre de Karel?

—¿Quién sabe? Se creyó toda la propaganda sobre el accidente. He hablado con los mejores científicos. En Chernóbil el problema no es la radiación, sino el miedo a la radiación. Tiene un nombre: radiofobia. La madre de Karel era radiofóbica. Así que se fue. La verdad del asunto es que esta gente tiene suerte. El Estado les construyó Pripyat y después Slavutych, les dio el mejor salario, las mejores condiciones para vivir, escuelas y remedios, pero los ucranianos son todos radiofóbicos. Bueno, la cuestión es que la madre de Karel desapareció hace años. Lo crié yo.

—¿Lo vistió, lo alimentó, lo mandó a la escuela?

—La escuela fue una pérdida de tiempo. Estaba destinado a ser cazador; adentro era un desperdicio.

—¿Cuándo perdió usted el uso de sus piernas?

—Hace dos años, pero fue consecuencia de una explosión. Estaba manejando una grúa para los bomberos cuando se cayó un pedazo de techo. Cayó como un meteoro y me aplastó la espalda. Al final la vértebra cedió. En la pared hay una nota; ahí puede leerlo todo.

—¿Karel ha estado alguna vez en Moscú?

—Ha estado en Kiev. Con eso basta.

—¿Usted no lo ha visto desde que él encontró ese cuerpo en la Zona?

—No.

—¿Ha tenido noticias de él?

Arkady notó que Oksana echaba una rápida mirada a otro pellejo, metido en un balde de líquido antigrasa que había en un rincón. A pesar de que no había visto a su nieto cazador ni hablado con él en meses, Katamay no parecía tener escasez de material fresco para su pasatiempo.

—Nada, ni una palabra —dijo el anciano.

—No parece preocupado.

—No ha hecho nada malo. Renunció a la milicia… ¿y qué? Karel ya no es un niño. Puede cuidarse solo.

—¿Alguna vez oyó hablar de dos físicos llamados Pasha Ivanovy Lev Timofeyev?

—No.

—¿Ellos nunca visitaron Chernóbil?

—¿Y cómo voy a saberlo?

Arkady pidió los nombres de familiares o amigos a quienes Karel pudiera haber visitado o contactado, y Katamay mandó a Oksana a hacer una lista. Mientras esperaban, la mirada del viejo volvió a las fotografías de la pared. Casi con certeza, una la habían tomado el día Internacional de la Mujer, porque se veía una versión más joven de Katamay, rodeado de mujeres con cascos. En otra foto caminaba al frente de unos técnicos con batas de laboratorio, que se esforzaban por mantenerse a la par.

—Debe de haber sido una gran responsabilidad ser jefe de construcción —comentó Arkady.

Katamay no dijo nada, mientras Oksana revolvía papeles en la habitación contigua. Después volvió a llenar su vaso.

—Es todo político, ¿sabe?, eso de cerrar los otros reactores. Totalmente innecesario. Los otros tres habrían podido seguir funcionando durante veinte años más, y hubiésemos podido construir el Cinco y el Seis, el Siete y el Ocho. Chernóbil fue y es el mejor lugar para una planta de energía de cualquier parte. Las organizaciones de beneficencia vinieron e inflaron las estadísticas. ¿Qué es más fácil? ¿Sacarle el jugo a la ayuda extranjera o dirigir una planta de energía? Así que pasamos de ser una potencia mundial a un país de tercera clase. ¿Sabe cuántos murieron a causa de Chernóbil, las cifras reales? Cuarenta y uno. No millones, ni cientos de miles. Cuarenta y uno. Lo maravilloso que hemos descubierto es que el organismo humano puede vivir con niveles de radiación mucho más altos de lo que pensábamos antes. Pero ha cundido la radiofobia. Cuarenta y uno. Hay esa cantidad muriendo de cáncer en los hospitales de Kiev cada día de la semana, pero la gente no se va de Kiev —la mención del cáncer de pulmón impulsó a Katamay a buscar un cigarrillo—. Siempre están los que fomentan la histeria y socavan los esfuerzos de normalización, los mismos elementos siempre lucran con el caos. Salvo que antes podíamos controlarlos. Esta vez derrocaron a toda la Unión Soviética. Juntos éramos una potencia respetada; ahora somos un montón de mendigos. ¿Puedo mostrarle algo? Venga.

Katamay movió con energía su silla y se impulsó hasta la habitación de al lado, un estudio donde su nieta reunía nombres y números de teléfono sentada a un escritorio. Habían empujado contra la pared el escritorio y los demás muebles, para colocar una mesa de dibujo en la que había un modelo arquitectónico de la planta de energía de Chernóbil, con árboles verdes estilizados y un ancho río Pripyat cortado en plástico azul. Estaban allí los seis reactores, lo que sugería un momento en el tiempo —pasado, presente o futuro— que nunca existió. El panorama se completaba con torres de enfriamiento de cartón, salas de turbinas, almacenamiento de combustible, las cúpulas de los tanques de agua y un desfile de torres de transmisión. En los caminos de acceso había camiones en miniatura y figuras humanas en escala. Allí el accidente nunca había ocurrido. Allí la Unión Soviética estaba intacta.

Arkady se dio cuenta de que Oksana lo había seguido al salir del departamento. Vestía la ropa de gimnasia pero había cambiado la peluca por una gorra tejida, y se escabullía como un ratón de umbral en umbral. Arkady tenía una hora hasta tomar el tren siguiente. Se detuvo en un café llamado Colombino y tomó dos cafés en una mesa de afuera desde donde podía ver los charcos de luz que arrojaban los faroles de la plaza. Las estructuras de la civilización —municipalidad, estadio de fútbol, cine, supermercados— eran evidentes, pero no la actividad. Vio que Oksana le compraba una manzana a un granjero en la puerta del supermercado y luego comenzaba a comer mientras cruzaba la plaza y se hacía la sorprendida al encontrarlo.

—¿Estaba esperando a alguien? —la muchacha miró la segunda taza.

—La verdad, a ti.

Oksana miró con cautela alrededor. Se le sonrojaron las mejillas. Ahora que estaba cerca, se notaba que, debajo de la gorra, llevaba la cabeza afeitada.

—Debo de parecerle bastante ridícula.

—Para nada. Esperaba que vinieras.

La muchacha se acercó a la silla sin quitarle los ojos de encima. Arkady esperó hasta que se acomodara y luego empujó la segunda taza hacia ella. Permanecieron un minuto sentados en silencio. Compradores cargados de bolsas salían del supermercado y se tambaleaban de un lado a otro bajo las arcadas decoradas con símbolos de átomos pacíficos.

Oksana bebió un sorbo de café.

—Está frío.

—Lo lamento.

—No, me gusta el café frío. En general lo tomo frío después de servirle a mi abuelo.

—Tiene una personalidad fuerte.

—Es el jefe.

—¿Se lleva bien con Karel?

—Sí.

—¿Y tú?

—Karel es mi hermano menor.

—¿Lo has visto o has hablado con él?

Oksana le dirigió una amplia sonrisa.

—¿De veras le gustaron los animales embalsamados de mi abuelo?

—No soy un gran fanático de la taxidermia —«Tal vez por mi trabajo», pensó.

—Me di cuenta. «Parecen vivos». Como nosotros en Slavutych.

—¿Trabajas en la estación?

—Sí.

—¿Qué tiene de divertido?

—El sueldo es bueno, una bonificación del cincuenta por ciento por vivir acá y trabajar en Chernóbil. Lo llamábamos «dinero para el ataúd». Mi abuelo cobra una pensión extra por su incapacidad. Pero hay una trampa.

—Porque cuando terminen de limpiar Chernóbil tendrás que buscar otro empleo, en unos años.

—¿Al ritmo que vamos? Demoraremos cien años. No es ésa la trampa.

—¿Y cuál es?

—Redujeron nuestro sueldo en un setenta y cinco por ciento. Después del alquiler y los servicios y la escuela, terminamos pagando para trabajar en Chernóbil. Pero es un trabajo, y eso ya es algo en Ucrania. De todos modos, tampoco es ésa la trampa.

—¿Y cuál es?

Oksana se arregló la gorra de modo que las orejas le quedaron afuera.

—Qué tranquilo está todo, ¿no?

—Sí —Arkady vio a un cliente que salía de la iluminación del mercado, un par de colegialas con mochilas, un hombre con un cigarrillo colgando de la cara curtida, no más de diez personas en total, en la plaza y sus paseos.

—Todos se están yendo. Construyeron la ciudad para cincuenta mil personas, y ahora hay menos de veinte mil. Más de la mitad de la ciudad está vacía. La trampa es que la construyeron en terreno contaminado. El cesio de Chernóbil nos estaba esperando aquí. De Pripyat a Slavutych, no escapamos de nada —Oksana sonrió, como de un chiste siempre nuevo, y se bajó la gorra—. Uso la peluca porque a las mujeres de acá les disgusta verme afeitada. Pero cuando la tengo puesta me siento un poco como un animal embalsamado. ¿Usted qué piensa?

—La cabeza afeitada está muy de moda.

—¿Quiere ver? —se quitó la gorra y reveló un cráneo de redondez casi perfecta y tonos azulados. La desnudez daba a sus ojos un aspecto más grande y luminoso.

—Puede tocar —le tomó la mano y se la pasó por la cabeza, que al tacto parecía casi lustrada—. Ahora, ¿qué piensa?

—Suave.

—Sí —mientras volvía a ponerse la gorra, mostraba la sonrisa de alguien que ha divulgado un secreto.

—Extrañas Pripyat.

—Sí —recitó su antiguo domicilio: calle, cuadra, departamento—. Teníamos la mejor vista, justo sobre el agua. En el otoño mirábamos a los patos nadar por el río hacia el sur, y en la primavera hacia el norte.

—Oksana, ¿has visto a tu hermano?

—¿A quién?

—¿Has visto a Karel?

Sonó el teléfono celular de Arkady. Trató de ignorarlo, pero Oksana aprovechó la interrupción para beber el resto del café y levantarse de la silla.

—Debo irme. Tengo que cocinar para mi abuelo.

—Por favor. Será sólo un segundo —en el identificador de llamadas, un número local. Arkady atendió—. Hola.

Un hombre dijo:

—Habla tu amigo del hotel Pripyat.

El trapero de las herramientas de plomero y la parrilla en el colchón al que Arkady había perseguido por la escuela. Un ruso que hablaba ucraniano, de modo que sabía quién era Arkady. Una voz penetrante, ronca de muchos años de fumar. Ningún ruido de fondo identificable. Una línea fija, sin interferencias. Arkady miró a Oksana, que se alejaba paso a paso.

—Sí —dijo Arkady por teléfono.

—Usted quería hablar. ¿Está dispuesto a pagar?

—Correcto.

Mientras se escabullía hacia la plaza, Oksana susurró:

—Usted es muy amable, muy amable. Sólo… no se quede mucho tiempo.

—¿De qué quería hablar?

—Hace dos meses se encontró en una aldea, cerca de Chernóbil, el cuerpo de un empresario de Moscú. Estoy investigando el caso.

—¿Puede pagar en dólares estadounidenses?

—Sí.

—Entonces tiene suerte, porque puedo ayudarlo.

—¿Qué sabe?

—Más que usted, le aseguro, porque hace un mes que está acá y no sabe nada.

Cuanto más hablaban, más oía Arkady una «s» sibilante y la aspereza de un mentón sin afeitar. Lo bautizó el Plomero.

—¿Como qué?

—Como que su empresario era realmente rico, así que hay mucho dinero de par medio.

—Puede ser. ¿Usted qué sabe?

Arkady vio que Oksana pasaba corriendo por el supermercado y desaparecía a la vuelta de una esquina.

—Ah, no, por teléfono no —dijo el Plomero.

—Deberíamos encontramos —propuso Arkady—. Pero tiene que darme alguna idea de lo que sabe, así sé cuánto dinero llevar.

—Todo.

—Eso suena a nada —y tal era la impresión que tenía Arkady del Plomero. Un fanfarrón.

—Cien dólares.

—¿A cambio de qué?

El Plomero se apresuró.

—Lo llamaré a la mañana para decirle dónde nos encontraremos.

—Está bien —contestó Arkady, aunque el Plomero ya había cortado.

En el viaje de regreso, el tren llevaba a los pasajeros del turno de noche, todos hombres, la mayoría dormitando, el mentón sobre el pecho. ¿Qué había para ver? Las nubes oscurecían la luna y los vagones avanzaban por un terreno negro de granjas y aldeas evacuadas; sólo el traqueteo de los rieles indicaba el movimiento hacia adelante. Después, una luz se acercaría a la ventanilla como un rostro, y Arkady se despertaba del todo.

La muerte de Pasha era complicada, porque ya estaba muriendo. Tenía un dosímetro, sabía que se estaba muriendo, y de qué. Eso formaba parte de su sufrimiento. Arkady trató de imaginar la primera vez que Pasha tomó conciencia de lo que sucedía. Era un hombre social, de ésos que se quitan el saco y se arremangan para pasarlo bien, como había expresado Rina. ¿Cómo había empezado? En la nublada confusión de una fiesta, ¿alguien le había puesto un salero y un dosímetro en el bolsillo de la chaqueta? Deberían de haber apagado el sonido del medidor. Arkady imaginó la cara de Pasha cuando leyó el aparato, y la salida rápida y discreta, solo en el automóvil. Seguramente la dosis no fue muy alta; más bien como un primer sondeo de artillería. «Arrojamos el agua radiactiva al mismísimo río Moscú», había dicho Timofeyev, de modo que había un precedente para detener el automóvil y arrojar el salero por la ventanilla. Pero a partir de ese momento Ivanov era vulnerable. No había manera de detectar el cloruro de cesio sin un dosímetro, y la sal de su comida podía provenir de un salero de plástico de la fonda más baja o de uno de cristal del restaurante más elegante. ¿Cómo se atrevía a comer? ¿O a tener cualquier contacto con el mundo exterior, cuando un grano apenas visible podía llegar en una carta o pegarse a la ropa cuando alguien lo rozaba en la calle? Por último ¿qué habría hecho cuando encontró un reluciente montículo de sal en su vestidor? ¿Cómo encontrar un grano de veneno en un millón de granos puros?

Y así sucesivamente. También Timofeyev estaba sufriendo un ataque. Y asimismo, por mera proximidad, Rina. Tanto Ivanov como Timofeyev tenían una palidez de cesio. Sus narices sangrantes eran señales del deterioro de las plaquetas. No podían beber ni comer. Cada día se volvían más débiles y más aislados. Y en el refugio del departamento de Ivanov, en el vestidor de su dormitorio, estaba ese brillante piso de sal. Con un salero. No había ningún pimentero que hiciera juego, y Arkady conjeturó que el salero se hallaba encima del montículo como un pequeño faro, pulsando rayos gamma. Los suicidas mostraban una actitud típica: primero fatiga y después una energía maníaca. Aquí está la silla, ¿dónde está la cuerda? Aquí está la navaja, ¿dónde está la bañera?… ¿Cómo deshacerse de sal radiactiva? Cómela. Cómela con mucho pan. Bájala con agua mineral con gas. ¿Los chillidos del dosímetro? Apágalos. ¿Las hemorragias nasales? Enjúgalas, envuelve el dosímetro en el pañuelo y guárdalo en el cajón de las camisas. La prolijidad es importante, pero apresúrate. El impulso es importante. El estómago quiere arrojar lo que le diste de comer. Abre la ventana. Ahora toma el salero, sube alto, por encima del mundo, las cortinas ondeando, y fija la vista en el brillante horizonte. Morir es más fácil si ya estás muerto.