La estación Ecológica Tres de Chernóbil era un vivero en decadencia. Una luz vaporosa penetraba un techo de plástico desgarrado, emparchado y vuelto a desgarrar. Sobre las mesas había hileras de plantas en macetas, padeciendo la música de una radio que colgaba de un poste. Hip-hop ucraniano. Inclinado sobre un microscopio, Vanko se movía siguiendo el ritmo.
Alex le explicó a Arkady:
—La verdad, el instrumento más importante para un ecologista es una pala. Vanko es muy bueno con la pala.
—¿Excavan en busca de qué?
—Los villanos habituales: cesio, plutonio, estroncio. Tomamos muestras del suelo y el agua, probamos qué hongo absorbe más radionucleidos, controlamos el ADN de los mamíferos. Estudiamos las mutaciones de Cletnrionomys glareolus, al que ya conocerás, y medimos los índices de cesio y estroncio en una gran variedad de mamíferos. Sacrificamos la menor cantidad de animales, pero debes ser «despiadado por el bien común», como decía mi padre —Alex lo llevó afuera—. Esto, sin embargo, es nuestro Jardín del Edén.
El Edén era un terreno de cinco por cinco metros de melones desparramados por la tierra, gordos tomates rojos y girasoles que llameaban al sol de la mañana. En una hilera crecían remolachas y en otra, repollos: un verdadero borsch vivo. En los rincones había unos cajones naranjas apoyados en palos.
Alex mostraba el orgullo de un jardinero.
—Hubo que sacar la capa superior del suelo. Este suelo nuevo es arenoso, pero creo que marcha bien.
—¿Aquélla es la tierra vieja? —Arkady señaló un cajón aislado de tierra negra, que descansaba a cincuenta metros. Estaba semicubierto con una lona impermeabilizada y rodeado de carteles de advertencia.
—Nuestra tierra particularmente sucia. Es peor que encontrar una aguja en un pajar. Una mota de cesio es demasiado pequeña para verla en un microscopio, así que excavamos y sacamos todo. Ah, otra visita.
Se había caído uno de los cajones naranjas. Cuando Alex levantó la trampa, rodó fuera una bola de púas de puntas blancas apareció una nariz puntiaguda y parpadearon dos ojitos redondos.
—Los erizos son muy dormilones, Renko. Incluso en cautiverio, no les gusta que los despierten con brusquedad.
El erizo se levantó, frunció el hocico y, con súbita atención, escarbó y sacó una lombriz. Un elástico tira y afloja terminó en una suerte de empate: el erizo se comió la mitad de la lombriz, y la otra mitad escapó. Más alerta, el erizo consideró ir para un lado, luego para el otro.
—En lo único que puede pensar es en un nido nuevo, con suaves y frescas hojas en descomposición. Déjame mostrarte algo
—Alex tendió la mano enguantada, levantó el erizo y lo colocó frente a Arkady.
—Estoy en su camino.
—Ésa es la idea.
El erizo avanzó hasta que se topó con Arkady. Le embistió el pie dos, tres, cuatro veces hasta que Arkady lo dejó pasar, con las púas erizadas: la salida de un héroe.
—No tenía miedo.
—No lo tiene. Ha habido generaciones de erizos desde el accidente, y ya no le tienen miedo a la gente —Alex se sacó los guantes para encender un cigarrillo—. No puedo decirte el placer que significa trabajar con animales que no tienen miedo. Esto es el paraíso.
Vaya paraíso, pensó Arkady. Lo único que separaba ese terreno del reactor eran cuatro kilómetros de bosque rojo. Incluso a esa distancia, el sarcófago del Reactor Cuatro y la chimenea a rayas rojas y blancas se cernían por encima de los árboles. Arkady había supuesto que el jardín era sólo un sitio de pruebas, pero no; Alex le dijo que Vanko vendía los productos.
—La gente se los come; es casi imposible impedírselo. Antes tenía un perro grande, un rottweiler, para que cuidara el lugar. Una noche yo estaba trabajando hasta tarde, y él estaba afuera, ladrando en la nieve. No paraba. Después paró. Diez minutos después salí con una lámpara, y vi un círculo de lobos comiéndose mi perro.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Los ahuyenté y disparé un par de tiros.
Un Moskvich con un silenciador roto pasó camino a Pripyat. Eva Kazka echó una mirada a Arkady y Alex sin aminorar la velocidad.
—La Madre Teresa —dijo Alex—. Santa patrona de las buenas obras inútiles. Ha ido a las aldeas a atender a los tullidos que no deberían de estar aquí.
Por el caño de escape del Moskvich salía un humo negro como un mal humor.
—Tú le gustas —continuó Alex.
—¿De veras? No me di cuenta.
—Mucho. Eres del tipo poético. Yo también, en otros tiempos. ¿Un cigarrillo? —abrió un paquete.
—Gracias.
—Antes de venir a la Zona había dejado de fumar. La Zona te hace apreciar las cosas de otro modo.
—Pero la radiactividad va menguando.
—Un poco. Ahora la mayor preocupación es el cesio. Busca los huesos; se dirige a la médula y detiene la producción de plaquetas. Y en los intestinos tenemos paredes sensibles a la radiación, que el cesio fríe. Eso, si todo marcha bien y el reactor no vuelve a explotar.
—¿Podría?
—Podría. En realidad nadie sabe qué pasa dentro del sarcófago, salvo que creemos que hay más de cien toneladas de combustible de uranio que se mantiene muy caliente.
—Pero el sarcófago impedirá cualquier nueva explosión, ¿no?
—No, el sarcófago no es más que un montón de chatarra, un cedazo. Cada vez que llueve, el sarcófago deja pasar el agua, y más agua radiactiva se junta a la del suelo, que se junta con la del río Pripyat, que se junta con la del río Dnieper, que es el agua que se toma en Kiev. Tal vez entonces la gente lo note —de la ropa camufiada, sacó dos botellitas de vodka, como las que se venden en las aerolíneas—. Ya sé que bebes.
—En general no a esta hora del día.
—Bueno, esto es la Zona —Alex desenroscó las tapas y las tiró—. ¡Salud!
Arkady vaciló, pero la buena educación era la buena educación, así que tomó la botella y se la bebió de un solo trago.
Alex se mostró complacido.
—Para mí, un cigarrillo y un poco de vodka le da otro valor a un día en la Zona.
Aunque Alex dijo: «La regla general para andar por la Zona es no salir del asfalto», parecía desdeñar la ruta. Su camino preferido atravesaba los montículos y hondonadas de una aldea enterrada, Conduciendo en una camioneta ligera, una Toyota que guiaba como si fuera un barco.
—Apaga tu dosímetro.
—¿Qué? —eso era lo último que Arkady tenía en mente.
—Si quieres la recorrida tendrás la recorrida, pero a mi manera. Apaga el dosímetro; no voy a oír ese cotorreo el día entero —Alex sonrió—. Vamos, tienes preguntas. ¿Cuáles son?
—Eras físico —dijo Arkady.
—La primera vez que vine a Chernóbil era físico. Después cambié a radioecología. Soy divorciado. Padres muertos. Partido político: anarquista. Deporte preferido: polo acuático, una forma de anarquía. No tengo animales. Salvo conducta revoltosa, no me han arrestado nunca. Estoy muy impresionado por haber llamado la atención de un investigador de Moscú, y debo confesar que tienes a mi asistente, Vanko, casi ensuciándose los pantalones por ese cazador furtivo que estás buscando. Cree que sospechas de él.
—No sé lo suficiente para sospechar de nadie.
—Eso es lo que le dije a Vanko. Ah, y debo agregar algo. Escritor preferido: Shakespeare.
—¿Por qué Shakespeare? —Arkady se agarró fuerte del vehículo al subir por una cuesta.
—Por Yorick, mi personaje favorito.
—¿El cráneo en Hamlet?
—Exacto. Sin parlamento pero con un maravilloso papel. «Ay, pobre Yorick, yo lo conocí bien… un hombre de gracia infinita…» ¿No es lo mejor que puedes decir de alguien? No me molestaría que me desenterraran cada cien años para que alguien pudiera decir: «Ay, pobre Alexander Gerasimov, lo conocí bien».
—¿Un hombre de gracia infinita?
—Hago lo que puedo —Alex aceleró como si cruzara un campo minado—. Pero Vanko y yo no sabemos mucho de cazadores furtivos. Sólo somos ecologistas. Revisamos nuestras trampas, ponemos identificaciones a algún que otro animal, tomamos muestras de sangre, extraemos algunas células de ADN. Rara vez matamos un animal, al menos mamíferos, y no hacemos asados en el bosque. Ni siquiera puedo decirte cuándo fue la última vez que me topé con un cazador furtivo o un ocupa.
—Pones trampas en la Zona, y los cazadores furtivos cazan en la Zona. Tal vez te encontraste con alguno.
—La verdad, no me acuerdo.
—Hablé con un cazador furtivo al que atraparon con su ballesta. Dijo que otro hombre a quien tomó por un cazador le había apuntado a la cabeza con un rifle y lo había echado de ahí. Lo describió como de unos dos metros de estatura, delgado, ojos grises, pelo oscuro, corto —era una descripción bastante aproximada de Alex Gerasimov. Arkady se echó atrás en el asiento para ver mejor el rifle que rebotaba en el asiento trasero de la camioneta—. Dijo que el rifle era un Protecta de doce milímetros con cargador.
—Un buen rifle multipropósito. Estos personajes usan ballestas para poder cazar sin hacer mucho ruido, pero no tienen la puntería que imaginan. En general yerran, el animal escapa y demora días de terrible sufrimiento en morir desangrado. Pero apuntar a la cabeza de alguien con un rifle… es demasiado. Ese cazador furtivo… ¿va a hacer juicio?
—¿Cómo podría, sin admitir que él mismo violó la ley?
—Un verdadero dilema. ¿Sabes, Renko? Comienzo a entender por qué Vanko te tiene miedo.
—En absoluto. Me gustó el paseo; a veces la actividad despierta un recuerdo. Quizás hoy abras una trampa y recuerdes que justo allí te encontraste con un hombre así y así.
—¿Te parece?
—O quizás una persona acudió a ti con un alce al que atropelló por accidente con el auto, para preguntarte si podía comerlo ya que el alce ya estaba muerto y era una pena desperdiciarlo.
—¿Eso crees? No quedaría mucho auto después de atropellar un alce.
—Sólo una posibilidad.
—Y no le aconsejaría a nadie que entrara en estos bosques.
Un muro de pinos herrumbrosos se extendía hasta donde Arkady alcanzaba a ver, de derecha a izquierda. Muertas, las ramas no tenían piñas ni ardillas; salvo el revoloteo de algún pájaro, los árboles estaban inmóviles como postes. «Ay, pobre Yorick, yo lo conocí bien». Arkady imaginó un cráneo en cada poste. Algo fantasmal giró frente a los árboles. Aleteó como un pañuelo y salió disparado.
—Una golondrina blanca —dijo Alex—. No verás muchas fuera de Chernóbil.
—¿Vienen cazadores furtivos acá?
—No, saben que no deben.
—¿Y nosotros?
—También, pero es irresistible, y lo hacemos de todos modos. Deberías verlo en invierno: el suelo cubierto de nieve, como un vientre salpicado de cicatrices misteriosas, y los árboles de rojo intenso, como sangre. La gente lo llama el bosque rojo o el bosque mágico. Suena a cuento de hadas, ¿no? Y no te preocupes; como dicen siempre las autoridades: «Se tomarán las medidas adecuadas; la situación está controlada».
Avanzaron por el borde del bosque rojo hasta un área replantada con pinos nuevos, donde Alex saltó de la camioneta y arrastró una rama hasta el vehículo.
—Mira qué atrofiada y deformada está la punta. Jamás crecerá hasta convertirse en árbol, sólo será un arbusto. Pero es un paso en la dirección correcta. La administración está complacida con nuestros pinos nuevos —Alex abrió los brazos y anunció—: En doscientos cincuenta años todo esto estará limpio. Salvo el plutonio, que a demorará dos mil quinientos años.
—Roguemos que así sea.
—Sí.
Aun así, Arkady sintió que respiraba con más facilidad cuando los pinos rojos cedieron paso a una mezcla de fresnos y abedules. En la base de un árbol, Alex apartó unas hierbas altas y negras para revelar un túnel que llevaba a una jaula con algo que a Arkady le pareció un ratón de campo que trataba de escurrirse.
–Cletlirionomys glareolus —explicó Alex—. Ratones campestres rojos. O tal vez superratones campestres. El índice de mutación entre nuestros amiguitos se ha acelerado por un factor de treinta. Una razón por la que los ratones campestres tienen un índice de mutación tan alto es que se reproducen muy rápido, y la radiación afecta a organismos en crecimiento mucho más que cuando son adultos. Una crisálida sufre el efecto de la radiación; una mariposa, no. Así que la pregunta es: ¿cómo afecta la radiación a este sujeto? —Alex abrió la tapa de la jaula para levantar al ratón por la cola—. La respuesta es que a él no le preocupan los radionucleidos. Le preocupan los búhos, los zorros, los halcones. Le preocupa encontrar comida y un nido abrigado. Piensa que la radiación es, por lejos, el factor menos importante para su supervivencia, y tiene razón.
—Y para ti, ¿cuál es el factor más importante para tu supervivencia? —preguntó Arkady.
—Permíteme contarte una historia. Mi padre era físico. Trabajaba en una de esas instalaciones secretas de los Urales donde se almacenaba combustible nuclear usado. El combustible usado sigue siendo peligroso. No se prestó la atención suficiente, y el combustible explotó; no fue una explosión nuclear, pero sí muy sucia y peligrosa. Todo se hizo en secreto, incluso la limpieza, que fue rápida y desprolija. Miles de soldados, bomberos, técnicos pisoteaban los desperdicios, incluidos los físicos dirigidos por mi padre. Después de ese accidente, lo llamé y le dije: «Papá, quiero que me digas la verdad. Tus colegas del accidente en los Urales, ¿cómo están?». Mi padre demoró un momento en responder: «Están todos muertos, hijo; todos. De vodka».
—De modo que tú bebes y fumas y andas por un bosque radiactivo.
Alex soltó al ratón dentro de la jaula y cambió la jaula ocupada por una vacía.
—Estadísticamente, admito que ninguna de ésas es una ocupación sana. Individualmente, las estadísticas no significan nada. Creo que lo más probable es que me mate alguna especie de halcón. Y creo, Renko, que tú te me pareces mucho. Creo que estás esperando tu propio halcón.
—Tal vez un erizo.
—No, créeme; sin la menor duda, un halcón. A partir de acá caminaremos un poco.
Alex llevaba el rifle, y Arkady una jaula con una puerta de sentido único, cebada con verduras. Paso a paso, el bosque que los rodeaba iba cambiando de árboles atrofiados a otros más altos, hayas y robles más robustos que producían cantos de pájaros y salpicones de luz.
Arkady preguntó:
—¿Llegaste a conocer en algún momento a Pasha Ivanov o a Nikolai Timofeyev?
—¿Sabes, Renko? Algunas personas se olvidan de sus problemas cuando entran en el bosque. Comulgan con la naturaleza. No nunca conocí a ninguno de los dos.
—Eras físico. Todos fueron al Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas.
—Eran mayores, estudiaron antes que yo. ¿Por qué tanto interés por los físicos?
—Este caso es más interesante que la disputa doméstica habitual. El cloruro de cesio no es un cuchillo de trinchar.
—Se puede conseguir cloruro de cesio en varios laboratorios. Considerando la salud económica del país, tal vez puedas persuadir a un científico de que utilice un poco para fines de terrorismo o asesinato. La gente roba ojivas, ¿no?
—Para transportar cloruro de cesio se necesitaría cierta habilidad profesional, ¿verdad?
—Cualquier técnico decente podría hacerlo. La planta de energía todavía emplea a cientos de técnicos para mantenimiento. Demasiados para que los interrogues.
—Si la persona que usó cesio en Moscú es la misma que mató a Timofeyev acá, ¿no te parece que eso limitaría la búsqueda?
—A esos cientos de técnicos.
—En realidad, no. Los técnicos viven a una hora de distancia. Viajan en tren hasta la planta, trabajan su turno y se van directamente a su casa. No andan merodeando por la Zona. No, la persona que le cortó la garganta a Timofeyev es parte del personal de seguridad, o un ocupa o un cazador furtivo.
—¿O un científico que vive en la Zona? —replicó Alex.
—Es una posibilidad, también.
De ésos no había muchos, pensó Arkady. No había ningún trabajo científico glorioso que hacer en Chernóbil. Todo se reducía a limpieza y observación.
—El cesio es una forma complicada de matar a alguien o volverlo loco —continuó Alex.
—Estoy de acuerdo —convino Arkady—. Y no vale la pena el esfuerzo, salvo que quieras transmitir un mensaje. El hecho de que ni Ivanov ni Timofeyev se quejaran a la milicia ni a su propio personal de seguridad, a pesar de que pendía una amenaza sobre su vida, sugiere que había algún tipo de mensaje.
—A Timofeyev le cortaron la garganta. ¿Dónde está el mensaje sutil?
—Tal vez estuviera en el lugar donde lo encontraron: en el umbral del cementerio de una aldea. O él manejó todo el camino desde Moscú sólo para ir a ese cementerio, o alguien se tomó mucho trabajo para ponerlo allí. ¿Quién reparó en que le habían cortado la garganta?
—Supongo que alguien que entró en el refrigerador. Puedo decirte que la gente estaba muy descontenta de que hubiera un cuerpo ahí dentro. Tuvieron que limpiar todo a fondo.
—¿Entonces por qué entrar en el refrigerador, salvo para mirar el cuerpo?
—Renko, hasta ahora nunca había observado que el trabajo de pesquisa tiene mucho de especulación sin fundamento.
—Bueno, ahora lo sabes.
Los árboles seguían tornándose más altos; las sombras, más profundas: las raíces, más antiguas y entrelazadas. Arkady caminaba entre frondas de helechos mientras imaginaba arañas, salamandras, serpientes que se escurrían más adelante, una sutil oleada de vida. Al fin Alex lo hizo detenerse al borde de una luz cegadora, un prado en forma de arco de margaritas abiertas y, aquí y allá, las banderas rojas de las amapolas. Alex le indicó con una seña que se agachara y no hablara; luego señaló la parte más alta del prado, donde dos ciervos les devolvían la mirada con ojos oscuros y líquidos. Arkady nunca había estado tan cerca de unos ciervos en estado salvaje. Uno era hembra; el otro tenía una ancha cornamenta, trofeo de algún cazador. La tensión de su mirada era diferente de la plácida observación de los ciervos de zoológico.
Alex susurró:
—Están gordos de pastar en los huertos.
—¿Todavía estamos en la Zona? —a Arkady le costaba creerlo.
—Sí. Lo que ves desde el camino es un espectáculo de horror: Pripyat, las aldeas enterradas, los bosques rojos. Pero gran parte de la Zona es como esto. Ahora ponte de pie, despacio.
Cuando Arkady lo hizo, los dos ciervos se quedaron inmóviles.
Se balanceaban de un modo particular, pero no cedieron terreno. Alex dijo:
—Como el erizo, están perdiendo el miedo.
—¿Son radiactivos?
—Por supuesto que son radiactivos; acá todo lo es. Todo lo que está en la tierra. Este campo es tan radiactivo como una playa de Río. En Río hay mucho sol. Es por eso que quería que apagaras tu contador Geiger: para que oyeras algo más que ese pequeño tictac. Usa tus ojos y tus oídos. ¿Qué oyes?
Durante un minuto Arkady no oyó nada más que el zumbido general de la vida silvestre o su mano al pegarse en el cuello para matar un bicho. Al concentrarse en los ciervos, sin embargo, empezó a captar su meditabundo masticar, el tránsito individual de las libélulas entre un fuego cruzado de insectos bajo la luz del sol, y, en el fondo, una ardilla rezongando desde un árbol.
—En la Zona hay ciervos, bisontes, águilas, cisnes —dijo Alex—. La Zona de Exclusión de Chernóbil es el mejor refugio de animales silvestres de Europa, porque las ciudades y las aldeas se han abandonado, como se han abandonado los campos y los caminos. Porque la actividad humana normal es peor para la naturaleza que el mayor accidente nuclear de la historia. Al próximo ecologista que encuentre que me diga cuánto desea salvar a los animales le diré que, si es sincero, debe rogar por que haya accidentes nucleares en todas partes. Y al próximo cazador furtivo que encuentre acá, le haré algo más que romperle su ballesta de juguete. Si llegas a encontrar cazadores furtivos, ¿les dirás eso, por favor? No te muevas. Quédate absolutamente quieto. Mira sobre tu hombro izquierdo, entre esos dos lindos abedules.
Arkady volvió la cabeza lo más despacio posible y vio una hilera de ojos amarillos detrás de los árboles. El aire se puso pesado. Los insectos volaban en espirales más lentas. Corría sudor por el cuello, el pecho y la columna vertebral de Arkady. Al momento siguiente los ciervos echaron a correr en una explosión de polvo y flores, atravesaron el campo en dos saltos y desaparecieron en el bosque. Arkady volvió a mirar hacia los abedules. Los lobos se habían ido de manera tan silenciosa que le pareció que los había imaginado.
Alex se descolgó el rifle del hombro y corrió hacia los abedules. De una rama más baja sacó un mechón de pelos grises, que colocó con cuidado en una bolsa de plástico. Después de guardar la bolsa en el bolsillo y darle una palmadita afectuosa, arrancó una tira de corteza del abedul, se la puso entre las palmas y soltó un silbido largo y penetrante.
—¡Sí! —exclamó—. ¡La vida es buena!
Eva Kazka había armado una mesita de juego y unas sillas plegables en medio de la única calle asfaltada de la aldea. Su chaqueta blanca indicaba que era médica; sus modales, sin embargo, recordaban los de un mecánico fatigado. Con respecto a su cabello negro, más que domarlo daba la impresión de que lo sometía irritada.
A cada lado de ese consultorio al aire libre, la aldea se desplomaba con resignación. Molduras de ventanas colgaban sueltas alrededor de vidrios rotos, el recuerdo de paredes azules y verdes se desvanecía bajo el avance negro del moho. Los patios y jardines estaban llenos de bicicletas, caballetes para aserrar y bañeras, recostados en hierbas altas y rodeadas de cercas de madera inclinadas en un colapso infinitamente lento. Aun así, más allá de la calle principal había, aquí y allá, casas repintadas, con las ventanas y los marcos intactos, con una niebla de humo de madera en la chimenea y una cabra recortando el césped.
Un puñado de mujeres de edad, en versiones de chal y chaqueta y botas de goma, esperaban sentadas en un banco mientras Eva miraba la garganta de una mujer menuda y redonda con dientes de acero.
—Alex Gerasimov está loco; es un hecho bien sabido —comentó Eva a Arkady—. Él y su preciosa naturaleza. Es un perfeccionista. Un hombre capaz de chocar una y otra vez contra un poste hasta lograr el choque perfecto. Cierre.
La vieja cerró la mandíbula con firmeza para dar a entender total cooperación. Arkady dudaba que, desde el chal bien atado alrededor de la cabeza hasta las botas que colgaban a cierta distancia del piso, midiera más de un metro y medio de estatura. Sus ojos eran brillantes y deslumbradores, de un verdadero azul ucraniano.
—María Fedorovna, tienes la presión sanguínea y el ritmo cardíaco de una mujer veinte años más joven. Sin embargo, me preocupa el pólipo que tienes en la garganta. Me gustaría sacártelo.
—Lo discutiré con Roman.
—Sí, ¿dónde está Roman Romanovich? Esperaba ver también a tu marido.
María miró hacia lo alto de la calle, donde se abrió una puerta para dejar pasar a un hombre encorvado, de gorra y suéter, que llevaba de una cuerda a una vaca blanca y negra. Arkady no sabía cuál de los dos tenía aspecto más agotado.
—Está ventilando a la vaca —explicó María.
La vaca caminaba atrás, cansada y obediente. Una vaca lechera era un bien muy precioso, tanto como para mostrarlo a las visitas pensó Arkady. Toda la atención se centraba en el animal y su pesado recorrido de un lado a otro de la calle. Sus pezuñas hacían un ruido de succión en la tierra mojada.
Los dedos de Eva juguetearon con una bufanda metida en el cuello de su chaqueta blanca. No era linda de una manera ortodoxa; el contraste de la piel tan blanca y el pelo negro era demasiado exótico, y sus ojos tenían, al menos para Arkady, una mirada implacable.
—¿Por acá no hay ninguna casa que puedas usar para tener un poco más de intimidad? —preguntó Arkady.
—¿Intimidad? Éste es el entretenimiento de esta gente, su televisión, y así pueden hablar de sus problemas médicos como expertos. Estas personas tienen setenta y ochenta años. No voy a operarlas de otra cosa que no sea una pierna rota. El Estado no tiene dinero, instrumentos ni sangre para desperdiciar en gente de su edad. Ni siquiera se espera que yo las atienda, y María nunca iría a la ciudad, por miedo a que no la dejaran volver acá.
—De todos modos, no debería estar acá —dijo Arkady—. Esto es la Zona.
Eva se volvió hacia las señoras sentadas en el banco.
—Sólo alguien de Moscú podría decir semejante estupidez —a juzgar por la expresión de las mujeres, parecía que estaban de acuerdo—. El Estado se hace el distraído en cuanto al retorno de la gente mayor. Ya no intenta detenerlos —le informó a Arkady—. Y ha dejado de enviar médicos para que los atiendan. Exige que vayan a una clínica.
Intervino María:
—A nuestra edad, si entras en el hospital, no sales.
Eva le preguntó a Arkady:
—¿Has visto esos programas de televisión en que llevan a unas bellezas a una isla tropical a ver si pueden sobrevivir? —señaló con la cabeza a María y sus amigas sentadas en el banco—. Éstas son las verdaderas sobrevivientes.
La médica las presentó: Olga tenía la cara arrugada y anteojos opacos; Nina se apoyaba en una muleta; Clara ostentaba los rasgos angulosos de una vikinga, con trenzas y todo. La líder era María.
—¿Investigador de qué? —preguntó la anciana.
Arkady respondió:
—A mediados de mayo, en la entrada del cementerio de la aldea, encontraron el cuerpo de un hombre. Tenía la esperanza de que alguna de ustedes hubiera visto u oído a alguien, o notado algo raro, o quizás un automóvil.
—Mayo estuvo lluvioso —dijo María.
—¿Fue de noche? —preguntó Oiga—. Si fue de noche y estaba lloviendo, ¿quién iba a salir?
—¿Alguna de ustedes tiene perros?
—Ningún perro —respondió Clara.
—A los perros se los comen los lobos —agregó Nina.
—Eso me han dicho. ¿Conocen a una familia Katamay? El hijo estaba en la milicia, acá.
Las mujeres negaron con la cabeza.
—¿El apellido Timofeyev les resulta conocido? —preguntó Arkady.
—No puedo creerlo —dijo Eva—. Actúas como un detective de verdad, como si estuvieras en Moscú. Esto es una aldea negra, y la gente de acá es como fantasma. ¿Alguien de Moscú murió acá? Que Dios lo ayude. Nosotros no le debemos nada a Moscú; ellos no han hecho nada por nosotros.
—¿El nombre de Pasha Ivanov les resulta conocido? —preguntó Arkady a las mujeres.
—Eres peor que Alex —continuó Eva—. No eres más que un burócrata con una lista de preguntas. A estas mujeres les han arrebatado todo su mundo. A sus hijos y nietos se les permite visitarlas un solo día por año. Los rusos prometieron dinero, remedios, médicos. ¿Y qué obtenemos? A Alex Gerasimov y a ti. Por lo menos él se dedica a la investigación científica. ¿Por qué te mandó Moscú?
—Para librarse de mí.
—Ya entiendo por qué. ¿Y qué has encontrado?
—No mucho.
—¿Cómo puede ser? Acá la tasa de mortalidad es el doble de lo normal. ¿Cuántas personas murieron por el accidente? Algunos dicen ochenta; algunos, ocho mil; otros, medio millón. ¿Sabías que el índice de cáncer en los alrededores de Chernóbil es sesenta y cinco veces más alto que lo normal? Ah, no quieres escucharlo. Es muy tedioso y deprimente.
¿Estaba compitiendo con ella en un torneo de miradas fijas? Algo así debía de ser el dilema del halconero: mantener en la muñeca a un ave de presa no del todo entrenada.
—Quería hacerte unas preguntas, quizás en otro lugar.
—No. A María y las demás mujeres les vendrá bien un poco de diversión. Nos concentraremos todas en el muerto ruso —Eva abrió un atado de cigarrillos y lo compartió con sus pacientes—. Te escucho.
—¿Tienes medicinas? —preguntó Arkady.
—Sí, tenemos algunos remedios; no muchos, pero algunos.
—¿Algunos hay que refrigerarlos?
—Sí.
—¿Y algunos deben congelarse?
—Uno o dos.
—¿Dónde?
Eva Kazka aspiró una honda bocanada de cigarrillo.
—En un refrigerador, es obvio.
—¿Tienes uno, O usas el de la cafetería?
—Debo reconocer que tienes una determinación que debe de serte muy útil en tu profesión.
—¿Guardas remedios en el refrigerador de la cafetería?
—Sí.
—¿Viste el cuerpo en el refrigerador?
—Veo muchos cuerpos. Tenemos más muertes que pájaros vivos. ¿Por qué no me preguntas eso?
—Tú viste el cuerpo de Lev Timofeyev.
—Y si lo vi, ¿qué? Por cierto que no sabía quién era.
—Y dejaste una nota en la que decía que no había muerto de un ataque cardíaco.
María y las mujeres sentadas en el banco miraban a Eva, a Arkady y de vuelta a Eva, como si hubiera un partido de tenis en la aldea. Oiga se quitó los anteojos y los limpió.
—Detalles.
—Había un cuerpo vestido con traje y envuelto en plástico —dijo Eva—. Nunca antes lo había visto. Eso es todo.
—¿La gente te dijo que había sufrido un ataque al corazón?
—No me acuerdo.
Arkady no dijo nada. A veces era mejor esperar, en especial con un público tan ansioso como María y sus amigas.
—Supongo que el personal de la cocina dijo que había tenido un ataque al corazón —intervino Eva.
—¿Quién firmó el certificado de defunción?
—Nadie. Nadie sabía quién era ni cómo murió ni cuánto hacía que había muerto.
—Pero tú eres bastante experta en eso. Me han dicho que pasaste un tiempo en Chechenia. Es algo poco común en una médica ucraniana: servir con el ejército ruso en el frente de batalla.
Los ojos de Eva se encendieron.
—Entendiste mal. Estuve con un grupo de médicos que documentaban las atrocidades rusas contra la población chechenia.
—¿Como gargantas cortadas?
—Exacto. El cuerpo que estaba en el refrigerador tenía la garganta cortada de un solo tajo, con un cuchillo largo y afilado, desde atrás. Por el ángulo del corte, le tiraron la cabeza hacia atrás y él estaba arrodillado o sentado, o el asesino medía por lo menos dos metros. Como le cortaron la tráquea, no pudo haber emitido ningún sonido antes de morir, y si lo mataron en el cementerio de acá nadie habrá oído nada.
—La descripción decía que había sido «atacado por lobos». ¿Se refería a la cara?
—Sucede. Es la Zona. Sea como fuere, no quiero verme envuelta en tu investigación.
—¿Estaba acostado sobre la espalda?
—No sé.
—Alguien a quien le cortaron la garganta desde atrás, ¿no es más probable que caiga para adelante?
—Supongo que sí. Lo único que vi fue el cuerpo en el refrigerador. Esto es como hablar con un monomaníaco. Lo único en que puedes concentrarte, en medio de esta enorme tragedia, en la que murieron miles de personas y otras tantas siguen sufriendo, es en un solo ruso muerto.
El viejo llevó la vaca en dirección a la mesa de juego. A pesar del calor, Roman Romanovich se había abrigado no con uno sino con dos suéteres. La cara rosada y bien alimentada, los cabellos blancos y la sonrisa ansiosa que dirigió a María al acercarse hacían pensar en un hombre que había aprendido tiempo atrás que bien valía la pena obedecer si se tenía una buena esposa.
Eva le preguntó a Arkady:
—¿Sabes cómo resolvió Rusia la crisis de leche radiactiva después del accidente? Mezclaron leche radiactiva con leche limpia. Después elevaron el nivel permisible de radiactividad en la leche a la norma de desperdicio nuclear, y de esa manera ahorraron al Estado casi dos mil millones de rublos. ¿No fue astuto?
Roman tiró de la manga de Arkady.
—¿Leche?
—Quiere saber si deseas comprarle leche —explicó Eva. Se retorció la bufanda con los dedos—. ¿Quieres leche de la vaca de Roman?
—¿De esta vaca?
—Sí. Completamente fresca.
—Después de ti.
Eva sonrió. A Roman le dijo:
—El investigador Renko le agradece, pero no puede aceptar. Es alérgico a la leche.
—Gracias —dijo Arkady.
—De nada —repuso Eva.
—Tiene que venir a cenar —acotó María—. Le daremos comida decente, no como la que sirven en la cafetería. Parece un buen hombre.
—No. Por desgracia, el investigador vuelve pronto a Moscú. Tal vez envíen remedios o dinero en su lugar, algo útil. Tal vez nos sorprendan.