El capitán Marchenko conducía con un dedo y agitaba un micrófono de radio en la otra mano como un comandante de tanque.
—Esto es bueno. Demostraremos que en la Zona hay ley y orden. ¡Incluso acá! Estos buitres entran en las iglesias de la aldea y roban los íconos, o entran en las casas de gente sencilla y roban los íconos que tienen ahí. Bueno, ahora lo tenemos. Los campos están demasiado cenagosos para cruzarlos, y en este camino no hay mucho tránsito. ¡Ajá, allá está! ¡El buitre a la vista!
En el horizonte había un punto que al agrandarse se convirtió en una moto con sidecar; no era un vehículo potente, sino más bien del tipo que utilizaría un granjero para transportar gallinas. Iba pasando el cielo gris. Abetos rojos bordeaban el camino, y se veían indicadores que señalaban dónde se habían enterrado casas y graneros demasiado radiactivos para mudarlos o quemarlos.
El capitán Marchenko había aparecido en un automóvil de la milicia e invitado a Arkady a ayudarlo en la persecución de un ladrón que se había escapado de un puesto de control con un ícono en el sidecar de la motocicleta. Por los intercambios por radio, Arkady deducía que había otro auto apostado más adelante. Resultaba evidente que al capitán le causaba placer hacer de un investigador de Moscú un público cautivo.
—Quizá no tengamos investigadores como en Moscú, pero sabemos lo que hay que hacer.
—Estoy seguro de que Chernóbil tiene lo suyo.
—Ch’o’rnobil. La pronunciación ucraniana es Ch’o’rnohil.
Gran parte de la capa superior del suelo se hallaba cubierta de arena; hasta el bosque la tierra estaba aplanada con tractores de oruga, convertida en una rampa que hacía resbalar la moto de un lado al otro del camino, a no más de cien metros más adelante; y aunque el conductor se encorvaba, el auto iba acercándosele. Arkady alcanzaba a ver que la moto era pequeña, tal vez de 75 cm3, azul, con la patente tapada con cinta adhesiva.
—Son delincuentes, Renko. Así es como hay que tratarlos, no como haces tú, haciéndote amigo, dejando comida y dinero como si fuera el cumpleaños de alguien. ¿Crees que vas a encontrar informantes? ¿Crees que un ruso muerto es más importante que el mantenimiento del orden de todos los días? Tal vez el hombre fuera importante en Moscú, pero acá no era nadie. Llamaron de su oficina. Un tal coronel Ozhogin nos dijo que te mantuviéramos vigilado. Le dije que no estabas llegando a ninguna parte.
Para localizar al ocupante ilegal que buscaba, Arkady había confeccionado, a lo largo de tres semanas, un registro de los ocupantes ilegales de la Zona: lugareños viejos, ocupas, traperos, cazadores furtivos y ladrones. Los viejos estaban escondidos pero vivían en lugares fijos. Los traperos operaban con automóviles y camiones. Los cazadores furtivos eran, en general, empleados de restaurantes de Kiev o Minsk, que mataban venados y jabalíes. Los ladrones de íconos robaban y huían, por lo que resultaban más difíciles de atrapar.
Arkady preguntó:
—¿Entonces por qué vino Timofeyev? ¿Cuál era la conexión entre él y Chernóbil? ¿Cuál era la conexión entre él e Ivanov y Chernóbil? ¿Cuántos asesinatos tienen acá?
—Ninguno. Sólo tu Timofeyev, sólo un ruso. De lo contrario, yo tendría un expediente perfecto. Podría irme de aquí con un expediente limpio. ¿Cómo sabemos que lo mató alguien de acá? ¿Cómo sabemos siquiera que estuvo acá en otro momento de su vida?
—Preguntamos. Encontramos gente del lugar y le preguntamos, aunque te concedo que no es fácil cuando, oficialmente, acá no hay nadie.
—Así es la Zona.
A veces Arkady pensaba en la Zona como en la galería de espejos de un parque de diversiones. En la Zona las cosas eran diferentes. Dijo:
—Todavía me quedan dudas con respecto al cuerpo. Un tal oficial Katamay pasó el primer informe. No he podido entrevistarlo, porque abandonó la milicia. ¿Tienes alguna idea de dónde está?
—Intenta con los hermanos Woropay. Tenía relación con ellos.
—Los Woropay no son receptivos —los hermanos Woropay sabían que Arkady no tenía ninguna autoridad. Los dos se habían mostrado lerdos y taimados, lo miraban con los párpados pesados, sin decir nada—. Quisiera encontrar a Katamay, Y quisiera saber quién lo llevó hasta el cuerpo.
—¿Qué importa? El cuerpo era un desastre.
—¿En qué sentido?
—Lobos.
—¿Qué le hicieron los lobos, específicamente?
—Le comieron el ojo.
—¿Le comieron el ojo? —nadie había mencionado eso hasta el momento.
—El ojo izquierdo.
—¿Los lobos hacen eso?
—¿Por qué no? Y le mordisquearon un poco la cara. Por eso pasamos por alto la herida de cuchillo en la garganta.
—Cuando llegaron los lobos, él estaba muerto. No habrá sangrado tanto.
—No había mucha sangre. Ése fue uno de los motivos por los que pensamos en un ataque al corazón. Salvo el ojo y la nariz, tenía la cara limpia.
—¿Qué tenía en la nariz?
—Sangre.
—¿Y la ropa?
—Bastante limpia, considerando lo que estropearon la escena la lluvia y los lobos.
No mucho más que la milicia, pensó Arkady, pero se mordió la lengua.
—¿Quién examinó el cuerpo la segunda vez? ¿Quién se dio cuenta de que le habían cortado la garganta? No dejaron ningún nombre, ni un informe oficial; apenas una descripción de una sola línea acerca de la herida en el cuello.
—A mí también me gustaría ponerles las manos encima. Si no fuera porque alguien anduvo metiéndose en lo que no debía, el ruso todavía sería un ataque cardíaco, tú no estarías acá y mi expediente estaría limpio.
—Ése sí que es un enfoque nuevo del trabajo de la milicia. Si no tienen un pico clavado en la cabeza, le pones «paro cardíaco» —Arkady se proponía decirlo con tono ligero, pero Marchenko no pareció tomarlo así. Tal vez se había expresado mal, pensó Arkady—. De todos modos, el segundo examinador sabía lo que hacía. Sólo quisiera saber quién fue.
—Tú siempre quieres saber. El hombre de Moscú y sus mil preguntas.
—También quisiera echarle otro vistazo al auto de Timofeyev.
—¿Ves lo que te digo? No tengo tiempo ni personal para una investigación de homicidio. En especial de un muerto ruso. ¿Sabes cuál es la actitud oficial? «En la Zona no hay nada más que uranio usado, reactores inactivos y los imbéciles apostados ahí. Que se jodan. Que vivan de bayas». Tú mismo viste que todos esos otros investigadores no quisieron quedarse demasiado tiempo. Aun así nosotros seguimos desempeñando nuestras funciones, como ahora —Marchenko miró adelante con ojos entornados—. Ah, allá vamos.
Adelante, donde los abetos muertos dejaban lugar a unos campos sembrados de papas, se veía un Lada blanco de la milicia y a un par de oficiales que agitaban las manos para bloquear el paso. La tierra estaba mojada por la lluvia de la semana anterior: imposible escapar por allí. El conductor de la moto aminoró la velocidad para evaluar el bloqueo, aceleró, se inclinó hacia la izquierda y avanzó entrando y saliendo de la banquina derecha del camino con la misma limpieza como si arrancara una brizna de hierba.
Marchenko tomó la radio.
—Salgan del camino.
Los oficiales empujaban desesperadamente el Lada a la banquina cuando Marchenko pasó como una tromba. Arkady vio volar una gorra de los milicianos y se alegró de no haber dejado de fumar. Si iba a morir en la Zona, ¿por qué negarse un placer tan simple?
—¿Haces ejercicio? —preguntó Marchenko.
Arkady se agarró de una correa.
—No, la verdad no.
—En medio de Moscú, no debe de ser fácil. Puedes quedarte con Moscú. ¿Te gusta Ucrania?
—No he visto mucho, aparte de la Zona. Kiev es una hermosa ciudad —respondió Arkady, con diplomacia.
—¿Las muchachas ucranianas?
—Muy hermosas.
—Las más hermosas del mundo, dice la gente. Grandes ojos, grandes… —Marchenko se señaló el pecho—. Los judíos vienen una vez por año. Convencen a las chicas ucranianas para que vayan a los Estados Unidos a trabajar de mucamas, y las retienen allá, como esclavas y putas. Los italianos son igual de ruines.
—¿De veras? —la furia del capitán tenía cierta sinuosidad que resultaba inquietante a Arkady.
—Todos los días hay un ómnibus a Milán, lleno de chicas ucranianas que terminan como prostitutas.
—Pero no a Rusia —comento Arkady.
—No. ¿Quién iría a Rusia?
—Ni siquiera los ucranianos, al parecer.
El capitán cambió de posición y extrajo del bolsillo un cuchillo grande, en una funda de cuero.
—Vamos, sácalo.
Arkady abrió el cierre y extrajo una hoja pesada con un surco en el medio y punta de doble filo.
—Como una espada.
—Para los jabalíes. Eso no puedes hacerlo en Moscú, ¿no? —dijo Marchenko.
—¿Cazar con cuchillo?
—Si es que tienes agallas.
—Estoy seguro de no tener las agallas para atrapar a un jabalí y matarlo a cuchilladas.
—Sólo debes recordar que en esencia es un cerdo.
—¿Y después los comen?
—No. Son radiactivos. Es un deporte. Alguna vez lo probaremos, tú y yo.
La motocicleta viró con brusquedad hacia un camino lateral, pero Marchenko no se inmutó. El camino se zambullía en un Yodo negro de totoras desgreñadas y luego subía por un manzanar alfombrado de frutas en descomposición. Dos casuchas parecían elevarse del suelo; la moto pasó entre ellas, seguida por Marchenko, lo que le costó el espejo lateral. De pronto se encontraron en medio de una aldea que era un cenagal de casas tan arrasadas por los buscadores de leña, que tenían todas las ventanas y los techos torcidos. Había piletas de lavar en los terrenos delanteros y sillas en la calle, como si hubieran hecho un último desfile de salida de la ciudad y la gente se hubiera sentado a mirarlo. Arkady oyó que el dosímetro aumentaba el sonido. La motocicleta atravesó un granero y salió por la parte de atrás. Marchenko lo seguía a sólo diez metros de distancia, lo bastante cerca para que Arkady viera el manto de un ícono dentro del sidecar. El camino volvía a bajar hacia un grupo de sauces enfermizos, un arroyo y, elevándose al otro lado, un campo de trigo enmarañado por el viento y casi echado a perder. A la altura de los sauces el camino se estrechaba: el sitio perfecto para cortar el paso a la moto. Igual que en las películas, pensó Arkady cuando Marchenko viró y se detuvo, y la moto se deslizó entre los árboles perdiéndose de vista detrás de una pantalla de hojas.
—Podemos ir a pie —propuso—. Por un sendero como ése lo alcanzaremos.
El capitán meneó la cabeza y señaló un indicador de radiación que se oxidaba entre los árboles.
—Demasiado peligroso. Esto es lo más lejos que podemos ir.
Arkady se apeó. Los árboles no llegaban al arroyo. Aunque el pasto era alto la cuesta descendía y sus botas estaban pesadas de barro, Arkady se las ingenió para pasar. Marchenko le gritó que se detuviera. Vio que el ladrón emergía de entre los árboles. A pesar de que el hombre se había bajado a empujarla, la moto seguía firme en su lugar, escupiendo humo y salpicando barro. El conductor era bajo, vestía chaqueta y gorra de cuero y llevaba una bufanda que le tapaba la cara. El ícono, una Madona con una capucha estrellada, espiaba desde el sidecar. Arkady casi le había echado mano cuando la moto ganó tracción y avanzó tambaleándose por un camino con la hierba tan crecida que apenas se la veía entre la maleza. Arkady se había acercado lo suficiente para leer el logo en la tapa del motor. Suzuki. La moto avanzaba rebotando de surco en surco, mientras Arkady la seguía de cerca, a pie, y Marchenko pisándole los talones. Arkady tropezó con un cartel de radiación, y todavía se hallaba casi a su alcance cuando la moto aceleró y atravesó el lecho del arroyo, las ruedas arrojando piedras a su paso. Arkady estaba a punto de alcanzar el sidecar, pero la subida del arroyo al otro lado era más empinada, el trigo más resbaladizo y la moto tenía más espacio para maniobrar. Arkady trató de aferrar el guardabarros trasero y lo logró hasta que se soltó un foco y la moto se alejó un metro, luego cinco, luego diez. Desapareció mientras Arkady, de rodillas, se daba por vencido. Resoplando como una ballena, Marchenko llegó a su lado.
La ladera era una loma en cuya cima había una silueta de árboles secos, muertos donde se alzaban. El motociclista subió hasta allí, se detuvo y miró hacia atrás. Marchenko sacó su arma, una Walther pp, y apuntó. Hacía falta muy buena puntería a esa distancia, pensó Arkady. La pistola oscilaba con la respiración del capitán. El motociclista no se movió.
Al final Marchenko guardó el arma en la pistolera.
—Hemos pasado la frontera. La frontera es el arroyo. Estamos en Bielorrusia. No puedo disparar a gente que está en otros países. Sacúdete el trigo; es radiactivo. Todo es radiactivo.
Revoloteaban tábanos alrededor de los dos hombres mientras regresaban al auto. En lo que hacía a humillación, el día estaba bien completo, pensó Arkady. Por curiosidad, encendió el dosímetro cuando cruzaron el arroyo, pero enseguida apagó el airado sonido en cuanto lo oyó.
—¿Puedes llevarme de vuelta a Chernóbil? —preguntó. El capitán resbaló en el barro. Cuando se levantó, gritó—: Es Chernóbil. ¡En ucraniano es Chernóbil!
La habitación de Arkady en Chernóbil formaba parte de un complejo de un dormitorio de metal, encaramado en el borde de un estacionamiento. Tenía una cama y un acolchado, un escritorio bordeado de quemaduras de cigarrillo, una lámpara mortecina y una pila de carpetas.
El equipo de investigadores de Moscú no había perdido por completo el tiempo. Buscaban cualquier conexión posible entre Timofeyev, Ivanov y Chernóbil. Después de todo, antes de encontrar una segunda vocación en los negocios, los dos hombres habían sido físicos. Habían crecido en el mismo barrio de Moscú y se habían hecho buenos amigos desde niños: Ivanov, un líder natural, y Timofeyev, un ardiente seguidor; ambos, lo bastante talentosos en ciencias como para que los enviaran a escuelas especiales y al Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas bajo la tutela del director, el mismísimo académico Gerasimov. Para ellos, operar una planta de energía nuclear debía de haber sido tan aburrido como conducir un ómnibus. Hasta donde habían podido determinar los detectives, Ivanov y Timofeyev no tenían parientes ni amigos en Chernóbil. Ninguno de sus profesores o compañeros de estudios provenía de esa región. Nunca habían visitado Chernóbil antes del accidente. No había conexión alguna.
¿Quién tenía conexión con Chernóbil?
No el coronel Georgi Jovanovich Ozhogin, jefe de Seguridad NoviRus. Su expediente abundaba en elogios para su primera carrera como profesor de Deportes, y referencias adulatorias para su segunda carrera, como «agente desinteresado del Comité para la Seguridad del Estado». Los autores del informe no detallaban qué significaba esa actitud desinteresada, aparte de citar sus esfuerzos en pos de la «concordia internacional y la competencia atlética en Turquía Argelia y Francia». Edad: cincuenta y dos. Casado con: Sonya Andreevna Ozhogin. Hijos: George, de catorce años, y Vanessa, de doce. Arkady no había formado parte del equipo de investigación. De haber sido así, quizás hubiera alimentado la idea de que la única persona que tenía acceso a las residencias contaminadas era el jefe de Seguridad NoviRus. Sin embargo, el coronel se había ofrecido por propia voluntad a que lo interrogaran con el suero de la verdad y con hipnosis, y había pasado ambas pruebas. A partir de ese punto, los investigadores andaban en torno a Ozhogin en puntas de pie.
Los investigadores no habían sabido qué pensar de Rina Shevchenko. Pasha Ivanov había dado a su amante papeles excelentes pero por entero ficticios: certificado de nacimiento, antecedentes escolares, tarjeta del sindicato y permiso de residencia. Al mismo tiempo, los informes de la policía dejaban en claro que, cuando era menor de edad, Rina se había escapado de una granja cooperativa de las afueras de San Petersburgo, para mudarse ilegalmente a Moscú y sobrevivir como prostituta durante los primeros tiempos. Los investigadores se preguntaban si la protección de un benefactor tan poderoso se extendería tras su muerte. Siguiendo el consejo de abogados puestos a su disposición por sus dos amigos Kuzmitch y Maximov, Rina se negó a entrevistarse con los investigadores una segunda vez. ¿Le habrían preguntado por su apellido ucraniano? Había millones de rusos que tenían apellido ucraniano,… Arkady no conseguía imaginársela caminando por el departamento de Ivanov desparramado sal y cesio. La Rina que él había visto en el departamento era incapaz de hacer otra cosa que mirar un video de Pasha una y otra vez.
Los investigadores detestaron a Robert Aaron Hoffman. Edad: treinta y siete. Nacionalidad: estadounidense e israelí. Ocupación: consultor de negocios. La fotografía de la visa acentuaba sus ojos pequeños y sus carrillos redondos. Según el informe, Hoffman había robado un disco de computadora del departamento de Ivanov, y aunque el disco se recuperó había motivo para creer que había alterado el contenido para comprometer toda la red de computación de NoviRus. Hoffman podría haber robado también otros elementos del departamento. No obstante, lo único que Arkady le había visto tomar era una chaqueta de gamuza que le habían regalado. Y recordaba la vigilia ebria de Hoffman. ¿Un hombre que había desparramado cesio tóxico se quedaría a pasar la noche allí? Por otro lado, en junio del año anterior Hoffman había tomado un jet de NoviRus desde Moscú hasta Boryspil, el aeropuerto de Kiev, y un helicóptero desde Boryspil hasta Chernóbil para —en opinión de los investigadores— «encontrarse con otros judíos y posiblemente transferir diamantes». Aquella misma noche había regresado a Moscú. A veces Arkady evitaba sacar el tema de los judíos, porque gente que parecía de lo más decente y cuerda de pronto se ponía a despotricar sobre las conspiraciones judaicas. A Arkady el antisemitismo le resultaba deprimente y endémico, como la sarna o los piojos. El capitán Marchenko, no obstante, había dicho algo atendible: según los investigadores, los judíos solían visitar el cementerio judío de Chernóbil. Bobby Hoffman, que no le había dado a Arkady la impresión de ser muy religioso, había ido con ellos.
¿En quién más habían puesto su atención los investigadores?
El musculoso Anton Obodovsky resultó una decepción. Podría haber amenazado a Ivanov, pero se hallaba en la cárcel de Butyrka la noche del suicidio de Pasha, y en los casinos de Moscú, en forma muy pública, en el momento de la desaparición de Timofeyev.
El ascensorista del edificio de Pasha, el veterano del Kremlin, tenía acceso al décimo piso, pero no a los dos hogares anteriores de Ivanov, ni al de Timofeyev. Una revisión de su guardarropa y su departamento no arrojó el menor rastro de radiactividad.
El personal doméstico de Timofeyev estaba en tratamiento por exposición a materiales radiactivos. No tenían ninguna información que ofrecer, y su actitud parecía sincera.
Día tras día Moscú perdía interés. Al fin y al cabo, Ivanov era un suicida, medio loco por la radiación o no. A Timofeyev lo habían asesinado, pero no en Moscú, ni siquiera en Rusia. En breve, cualquier investigación de homicidio era responsabilidad de Ucrania, y la ayuda de Rusia se limitaba a un solo investigador. Era justo decir que ya no existía una verdadera investigación. De vez en cuando Arkady se sentía como un hombre sumergido bajo el agua que respira por un tubo, que en este caso era su teléfono celular. Durante un tiempo Victor siguió pistas en Moscú, como por ejemplo los laboratorios que producían cloruro de cesio. Si bien no existía un uso comercial para algo tan tóxico, los granos se utilizaban en investigación científica. Víctor rastreó laboratorios e investigadores hasta que dejó de atender las llamadas de Arkady. Arkady quedó solo. Mientras tanto las acciones de NoviRus caían y el mundo seguía andando.
Aunque la cafetería de Chernóbil ofrecía borsch, bollos, ensalada de tomate, carne y papas, budín, limonada y té, a Arkady le dio la sensación de que la delegación de los Amigos Británicos de la Ecología parecía insegura, temerosa de la comida. También parecían intimidados por las camareras, en constante movimiento y de labios muy pintados, que quizás en otros tiempos habían constituido un número de circo de hermanas trapecistas.
Alex se puso de pie e hizo de anfitrión.
—Damos la bienvenida a todos nuestros Amigos Británicos y, en particular, al profesor Jan Campbell, que se quedará con nosotros una semana —señaló a un hombre barbudo, de cabello rojizo, que tenía cara de haber sacado la pajilla más corta—. Profesor, ¿quisiera decir unas palabras?
—¿La comida se cultiva en el lugar?
—¿La comida se cultiva en el lugar? —repitió Alex. Saboreó la pregunta como el humo azul de su cigarrillo—. Aunque no estamos del todo dispuestos a rotularla «Producto de Chernóbil», sí, mucha de la comida se ha cultivado y cosechado en los alrededores —inhaló exageradamente—. Chernóbil no es la región de la Tierra Negra de Ucrania, famosa por su trigo. Tenemos un suelo más arenoso, bueno para papas y remolachas. Las verduras son locales; los limones de la limonada, no, y el té, creo, es de China. Bon. appétit.
Otra pregunta pasó por la mesa antes de que Alex pudiera sentarse.
—Ah, ¿si la comida es radiactiva? La respuesta depende de cuánta hambre se tenga. Por ejemplo, la copiosa comida compensa en parte el bajo sueldo del personal. Se les paga en calorías tanto como en efectivo. Las camareras son un poco mayores pero muy coquetas, casi un espectáculo en sí mismas. ¿La comida? La leche es peligrosa; el queso no, porque los radionucleidos quedan en el agua y la albúmina. Los mariscos son malos, y los hongos, muy, muy malos. ¿Hoy sirvieron hongos?
Mientras los Amigos miraban su almuerzo con expresión sombría, Alex se sentó y cortó vigorosamente su porción de carne. Vanko puso un plato de sopa delante de Arkady y se sentó.
—¿Entendiste algo? —le preguntó a Arkady.
—Bastante. ¿Alex está tratando de que lo despidan?
—No se atreverían —Vanko revolvió la sopa con lentitud—. Éste es el remedio de mi abuela para la resaca. Ni siquiera tienes que masticar.
—¿Por qué no se atreverían?
—Es demasiado famoso.
—Ah —de pronto Arkady se sintió ignorante.
—Él es Alex Gerasimov, hijo de Felix Gerasimov, el académico. Con Alex, los rusos costean los estudios; sin él, no.
—¿Por qué no se va?
—El trabajo es muy interesante. Dice que preferiría quedarse aunque le costara la cabeza. Anoche estuvo divertido. No deberías de haberte ido.
—Cerraron el café.
—La fiesta siguió. Era un cumpleaños. ¿Sabes quién puede tomar de veras?
—¿Quién puede tomar de veras? —viniendo de Vanko, sonaba a un elevado elogio.
—La doctora Kazka. Es dura. Estuvo en Chechenia, como voluntaria. Vio acción de verdad —Vanko mojó un pedazo de pan en la sopa. Alex parecía estar pasándolo en grande en la mesa larga, urgiendo a sus huéspedes a atacar la comida.
—Anoche dijiste algo de los cazadores furtivos —dijo Arkady.
—No, los mencionaste tú —replicó Vanko—. Creí que estabas buscando al ocupa que encontró a ese millonario de Moscú.
—Tal vez. La nota decía «ocupante ilegal», pero los ocupas tienden a quedarse en Pripyat. Les gustan los departamentos. Tengo la impresión de que las aldeas negras son más para los lugareños viejos.
Una ensalada que nadaba en aceite reemplazó la sopa de Vanko, que no volvió a levantar la cabeza hasta que se limpió del mentón el último pedazo de lechuga.
—Depende del ocupa.
—No creo que los ocupas pasen mucho tiempo en los cementerios. No hay donde dormir ni nada que robar.
—¿Vas a comer tus papas? Las cultivan acá.
—Sírvete —Arkady empujó el plato hacia Vanko—. Cuéntame de los cazadores furtivos.
Vanko hablaba entre bocado y bocado.
—Los buenos cazadores furtivos son locales. Tienen que conocer los lugares, o pueden meterse en sitios muy peligrosos. Cazan para agregar algo de carne a su dieta, o los llama algún restaurante para que un chef incluya carne de caza en el menú.
—Un restaurante de Kiev.
—Tal vez de Moscú. A los gourmets les encanta el jabalí. El problema es que a los jabalíes les encanta escarbar la tierra para comerse los hongos, grandes, gordos y radiactivos. Limítate a los cerdos que comen desperdicios, y no tendrás problemas.
—Lo tendré en cuenta. ¿Estudias a los jabalíes?
—Jabalíes, alces, ratones, cernícalos, bagres, mariscos, tomates y trigo, para nombrarte unos pocos.
—Debes de conocer a algunos cazadores furtivos —dijo Arkady.
—¿Por qué yo?
—Tú tiendes trampas.
—Por supuesto.
—Los cazadores furtivos también tienden trampas. Tal vez hasta te roban las tuyas de vez en cuando.
—Sí —Vanko siguió comiendo con más lentitud, a ritmo de rumiante.
—No quiero arrestar a nadie. Sólo quiero preguntar por Timofeyev: exactamente dónde lo encontraron, su posición y su estado, si su auto estaba cerca.
—Creía que habían encontrado el automóvil en el depósito de Bela. Un BMW.
—Timofeyev llegó ahí de alguna forma.
—El sendero que va al cementerio de la aldea es demasiado estrecho para un auto.
—¿Ves? Ése es justo el tipo de información que necesito.
Mientras tanto, Alex había vuelto a ponerse de pie.
—Por el vodka, la primera línea de defensa contra la radiación.
Todos bebieron por el vodka.
Pripyat era peor a la luz del día, cuando la brisa agitaba los árboles y daba una semblanza de animación. A Arkady casi le parecía ver las largas colas de gente y el modo como debían de haber mirado por sobre el hombro sus departamentos y sus posesiones, su ropa, sus televisores, alfombras orientales, el gato en la ventana. Las familias debían de haber tirado de los Jóvenes reacios a marcharse, y empujado a los ancianos confundidos, y protegido del sol los bebés. Los oídos debían de cerrarse a la pregunta: «¿Por qué?». La paciencia tiene que haber sido un valioso bien cuando los médicos entregaban tabletas a cada niño, demasiado tarde. Demasiado tarde porque, al principio, aunque todos veían el fuego en el Reactor Cuatro, a sólo dos kilómetros de distancia, la noticia oficial afirmaba que el núcleo radiactivo no había sufrido daños. Los niños iban a la escuela, aunque se sentían atraídos por el espectáculo de los helicópteros que volaban en círculos en torno a la negra torre de humo y fascinados con la espuma verde que cubría las calles. Los adultos reconocían en la espuma la protección de la planta contra una liberación accidental de materiales radiactivos. Los niños chapoteaban en la espuma, la pateaban, formaban bolas con ella. Los padres más desconfiados llamaban a amigos que vivían fuera de Pripyat para enterarse de noticias que pudieran haberse ocultado, pero no, les decían que en Kiev, en Minsk, en Moscú se hallaban en plena marcha los preparativos para el Día de los Trabajadores. Se confeccionaban disfraces y estandartes. No se había cancelado nada. Aun así, esas personas iban con binoculares a las terrazas de sus edificios de departamentos y miraban a los bomberos tender escaleras gigantes contra el reactor y sacar bloques de materiales indeterminados, y ningún bombero permanecía allí durante más de sesenta segundos. A nadie se le permitía salir de Pripyat salvo para combatir el fuego, y los que regresaban de la planta volvían mareados, con náuseas, misteriosamente bronceados. En las escuelas enviaban a los niños a sus casas con instrucciones de ducharse y pedirle a mamá que les lavara la ropa, aun cuando toda el agua de la ciudad se había desviado para tratar de apagar el incendio. Las noticias emitidas por Moscú decían que había ocurrido un incidente en Chernóbil, pero que se estaban tomando medidas y se estaba conteniendo el fuego. Por último, no permitían que nadie saliera de Pripyat. Tres días pasaron entre el accidente y la súbita evacuación de la ciudad. Mil cien ómnibus se llevaron a los cincuenta mil habitantes. Les dijeron que iban a un centro turístico y que llevaran ropa informal, documentos, fotos familiares. Cuando partieron los ómnibus, se desparramaron las fotos sueltas y los niños saludaban con la mano a los perros que corrían detrás.
De modo que todo movimiento de los árboles o la hierba alta creaba una falsa sensación de resurrección, hasta que Arkady notó la quietud en las puertas y ventanas y reconoció que el sonido que viajaba de cuadra en cuadra era el eco móvil de su motocicleta. A veces imaginaba a Pripyat no tanto como una ciudad bajo sitio sino como una tierra de nadie entre dos ejércitos, un escenario para francotiradores y patrullas. Desde la plaza central subió por una avenida hasta el estadio de la ciudad y luego por otra, entre postes de alumbrado decapitados, por una costra negra de caminos que iban agrietándose lentamente. Pripyat se deterioraba poco a poco, incluidos sus murales de Ciencia, Trabajo y Futuro, que se descascaraban en los frentes de los edificios.
Un movimiento en una ventana de una esquina hizo que Arkady dirigiera la moto hacia un edificio de departamentos, estacionara y subiera las escaleras hasta el tercer piso: una sala con tapices en la pared, una mecedora, una colección de licoreras. Un dormitorio con ropa apilada. La habitación de una niña pequeña pintada de rosa, con premios escolares y un par de patines para hielo que colgaban de la pared. En un cuarto de varón, un esqueleto armado dentro de un tanque de vidrio, bajo posters de Ferraris y Mercedes. Fotografías por todas partes, imágenes en color de la familia de paseo por Italia, y retratos más viejos, en blanco y negro, de una generación anterior de hombres de bigotes y mujeres con vestidos muy abotonados. Las fotos parecían pisoteadas, lo que sugería un violento desacuerdo, o dolor. Una muñeca que colgaba de una cuerda golpeteaba el marco de una ventana rota: el movimiento que había visto Arkady. Los traperos habían ido y venido, rompiendo las paredes para arrancar los cables eléctricos. Cada vez que salía de un departamento como ése, sentía que salía de una tumba, salvo que estaba en una ciudad de tumbas.
Volvió en la moto a la plaza principal ya la oficina donde había divisado al trapero la noche anterior. La maleta y la parrilla improvisada habían desaparecido. También la nota con el número de celular de Arkady y el signo dólar. No sabía si iba a obtener algo, pero hacía lo que podía, y en eso —tenía que admitir— Zurin había estado brillante. El fiscal sabía que otro individuo, más equilibrado, diría que, si el accidente nuclear de Chernóbil había causado cuarenta o un millón de muertes —según quién contara—, ¿a quién le importaría lo que le hubiera ocurrido a un solo hombre? ¿Y qué si Arkady encontraba una conexión entre Timofeyev y Chernóbil? Los rusos, bielorrusos, ucranianos, daneses, esquimales, italianos, mexicanos y africanos tocados por el veneno al diseminarse por el mundo no tenían ninguna conexión con Chernóbil, y ellos también morirían. Los primeros, los bomberos de Pripyat, que habían recibido radiación por dentro y por fuera, murieron en un día. El resto moriría indirectamente a lo largo de generaciones. En esa escala, ¿qué importaba Timofeyev o Ivanov? Sin embargo, Arkady no podía detenerse. De hecho, mientras andaba en motocicleta por las calles abandonadas de Pripyat, se sentía cada vez más como en su casa.
La estación de la milicia en Chernóbil era un edificio de ladrillos con un tilo que brotaba de una esquina como una pluma en un sombrero. Marchenko se reunió con Arkady en el estacionamiento donde había desaparecido el incautado BMW de Timofeyev.
El capitán llevaba ropa de camuflaje limpia y ostentaba una amarga satisfacción.
—¿Querías echar otro vistazo? Demasiado tarde. Bela se lo llevó a Kiev mientras tú y yo perseguíamos al ladrón de íconos. Así que alguien de mi propia estación le informó a Bela que yo me había ido —ladeó la cabeza—. Un idiota, obviamente. De todos modos, debo disculparme por mi enojo de esta mañana. Chernóbil, Chernóbil, ¿qué diferencia hay?
—No, tenías razón. Yo debería decir Chernóbil.
—Déjame darte un consejo. Di: «Adiós, Chernóbil».
—Pero se me ocurrió algo.
—A ti siempre se te ocurre algo.
—Cuando encontraste el auto de Timofeyev en el cementerio de vehículos, ¿no tenía llaves?
—No.
—¿Lo remolcaron hasta acá desde el cementerio de vehículos?
—Sí. Ya hablamos de esto.
—Recuérdamelo, por favor.
—Antes de remolcar el auto hasta acá, buscamos las llaves, buscamos sangre en los asientos, forzamos el baúl para buscar sangre o cualquier otro rastro. No encontramos nada.
—¿Nada que sugiriera que Timofeyev había sido asesinado en otra parte y llevado en el automóvil al cementerio?
—No.
—¿Tomaste moldes de cualquier marca de neumático que hubiera en el cementerio?
—No. De todos modos, nuestros automóviles pasaron por encima de cualquier huella que pudiera haber.
—Correcto.
—Es una aldea negra. Radiactiva. Todos se movían rápido y de a ratos llovía, no te olvides.
—¿Y había huellas de lobos? —a Arkady eso todavía le resultaba difícil de creer.
—Grandes como platos.
—¿Quién remolcó el auto?
—Nosotros.
—¿Quién manejaba?
—El oficial Katamay.
—¿Katamay es el oficial que encontró el cuerpo de Timofeyev y después desapareció?
—Sí.
—Hace muchas cosas por acá.
—Sabe manejarse. Es un joven del lugar.
—¿Y todavía sigue desaparecido?
—Sí. No es necesariamente un delito. Si abandona, abandona. Aunque nos gustaría tener el uniforme y el arma.
—Miré su expediente. Tuvo problemas disciplinarios. ¿Le preguntaste por la billetera y el reloj de Timofeyev?
—Por supuesto. Lo negó, y se dejó el asunto de lado. Tienes que conocer al abuelo para comprender.
—¿Es de por acá?
—De una familia de Pripyat. Mira, Renko, no somos detectives, y esto no es el mundo normal. Esto es la Zona. Estamos olvidados. El país se está derrumbando, así que trabajamos por la mitad del sueldo, y todos roban para llegar a fin de mes. ¿Qué falta? ¿Qué no falta? Remedios, morfina, un tanque de oxígeno: nada. ¿El ejército nos dio anteojos de visión nocturna? Nada. Yo estaba con Bela cuando descubrimos el BMW de Timofeyev, y recuerdo su mirada, como si fuera a matarme por ese auto. Si ése es el administrador del cementerio de vehículos, ¿qué clase de oficiales crees que voy a tener? Sé lo que hace; veo las chispas a la noche. Todos los demás sufren, y él está ganando una fortuna, pero no se me permite hacer el tipo de redada que me gustaría, porque tiene «techo», ¿entiendes? Alguien lo protege de arriba.
—No fue mi intención criticarte.
—No importa. Como dice mi esposa, cualquier persona inteligente roba. Los ladrones entienden. Casi todo el tiempo les pagan a los guardias de los puestos de control; esta mañana fue una excepción. En general van de una aldea negra a otra, y si nos acercamos mucho simplemente se zambullen en un sitio radiactivo en el que no podemos entrar. No vaya arriesgar la vida de mis hombres, ni siquiera del peor de ellos, y hay tal vez unos mil sitios muy radiactivos, mil agujeros negros para que se zambullan los ladrones y salgan quién sabe dónde. Si conoces a alguien que esté dispuesto a venir acá, pregúntale —mientras hablaban, la tarde se había vuelto crepúsculo. Marchenko encendió un cigarrillo y sonrió como el capitán feliz de un barco que se hunde—. Invita a todos tus amigos a Chernóbil.
Una vez que los ecologistas y los Amigos Británicos se fueron de la cafetería, Arkady cenó tranquilo y se fue a la cama con sus notas sobre el caso. Entonces llegó una llamada telefónica de Olga Andreevna, desde el refugio para niños, en Moscú.
—Lamento informarle que desde su partida hemos tenido problemas con Zhenya. Problemas de conducta, y se niega a comer o comunicarse con otros niños o con el personal. Dos veces lo sorprendimos saliendo del refugio de noche… algo muy peligroso para un niño de su edad. No puedo más que asociar esta intensificación de la disfunción social con su ausencia, y debo preguntarle cuándo planea volver.
—Ojalá pudiera decírselo. No lo sé —Arkady tendió automáticamente la mano hacia un cigarrillo, para ayudarse a pensar.
—Sería bueno que me dieran alguna referencia. Acá la situación se deteriora.
—¿Mi amigo Víctor ha visitado a Zhenya?
—Al parecer fueron a una cervecería con jardín. Su amigo Víctor se quedó dormido, y la milicia devolvió a Zhenya al refugio. ¿Cuándo vuelve usted?
—Estoy trabajando. No estoy de vacaciones.
—¿Puede venir el fin de semana próximo?
—No.
—¿Y el otro?
—No. No estoy a la vuelta de la esquina, y no soy el padre ni el tío. No soy responsable de Zhenya.
—Hable con él. Espere.
Se hizo silencio del otro lado de la línea. Arkady preguntó:
—Zhenya, ¿estás ahí? ¿Hay alguien ahí?
Se oyó a Oiga Andreevna:
—Háblele, él está aquí.
—¿De qué le hablo?
—De su trabajo. Cómo es el lugar donde está. Lo que se le pase por la cabeza.
Lo único que a Arkady se le pasaba por la cabeza era la imagen de Zhenya aferrando con aire hosco su juego de ajedrez y su libro de cuentos.
—Zhenya, habla el investigador Renko. Habla Arkady. Espero que estés bien. Parece que has estado causando problemas a la gente del refugio. Por favor, no lo hagas. ¿Has jugado al ajedrez?
Silencio. Esto parece una carta formal, pensó.
—El hombre con el que jugaste ajedrez en el auto dijo que eras muy bueno.
Quizás había un niño del otro lado, pensó Arkady. Quizás el teléfono colgaba en un pozo.
—Estoy en Ucrania, un lugar muy lejos de Moscú, pero volveré dentro de poco, y si te escapas del refugio no sabré dónde encontrarte.
¿De quién más le hablo? ¿De un hombre con la garganta cortada?, pensó. Arkady buscó otro tema.
—Acá es como Rusia, pero más salvaje, con más vegetación. No hay mucha gente, pero hay alces de verdad, y jabalíes. No he visto muchos lobos, pero tal vez los oiga. La gente dice que es un sonido que no olvidas; te hace pensar en una manada de lobos persiguiendo trineos por la nieve, ¿no? Mis padres y yo solíamos ir en auto a una dacha. Yo no jugaba al ajedrez como tú —Arkady recordó la pistola desarmada en sus manos y se preguntó cómo había llegado a ese tema—. Cuando llegábamos estaba oscuro. Un día, mientras estacionábamos delante de la casa, los oficiales más jóvenes que se habían adelantado saludaron a mi padre aullando como lobos y él los dirigió como un director de orquesta. Trató de enseñarme, pero nunca fui muy bueno para eso.