5

Pripyat había sido una ciudad dedicada a las ciencias, construida para técnicos, con líneas rectas, que relucía a la luz de una luna ascendente. Desde el piso más alto de la oficina municipal, Arkady contemplaba una explanada central lo bastante ancha para contener la población de toda la ciudad el Día de los Trabajadores, el Día de la Revolución, el Día Internacional de la Mujer. Habría habido discursos, canciones y danzas nacionales, flores de celofán regaladas por niños prolijos y arreglados. Alrededor de la explanada se alzaban las amplias líneas horizontales de un hotel, restaurante y teatro. Bulevares de tres carriles se extendían hasta bloques de departamentos, parques arbolados, escuelas y, a apenas tres kilómetros de distancia, el eterno faro rojo del reactor.

Arkady volvió a hundirse en las sombras de la oficina. Nunca había considerado que su visión nocturna fuera particularmente buena, pero vio calendarios y papeles en el piso, tubos fluorescentes aplastados, archiveros boca abajo alrededor de un nido de mantas y el resplandor de botellas de vodka vacías. Un cartel colgado en la pared proclamaba algo perdido en letras descoloridas: «CONFIADO EN EL FUTURO» fue todo lo que pudo distinguir Arkady. Con ropa de fajina camuflada, él mismo resultaba bastante difícil de distinguir.

El susurro áspero de un fósforo al encenderse lo acercó a la ventana. No había visto dónde. Los edificios estaban vacíos; los faroles de la calle, rotos. Los bosques se acercaban cada vez más, y cuando el viento moría la ciudad quedaba en silencio, sin una sola luz, sin el paso de un auto o el sonido de una pisada. En toda la ciudad no había una sola intrusión humana, hasta que se movió la punta naranja de un cigarrillo, al otro lado de la explanada, dentro de la masa oscura del hotel.

En la escalera, Arkady tuvo que usar una linterna a causa de los despojos: estanterías, sillas, cortinas y botellas, siempre botellas, y todo cubierto por un residuo, semejante a tiza, de yeso desintegrado que formaba una suerte de estalactitas y estalagmitas, como en una caverna. Desde afuera, los edificios podían parecer intactos. Adentro, este parecía un blanco de artillería, con las paredes hechas pedazos, los caños rotos y los pisos levantados por el hielo.

En la planta baja Arkady apagó la luz y rodeó la plaza al trote. Las puertas de entrada del hotel estaban cerradas con cadenas. No importaba; entró por los agujeros que habían dejado los vidrios faltantes. Encendió la linterna, cruzó el vestíbulo y esquivó en el mayor silencio posible los carritos del servicio apilados en los escalones. En el cuarto piso las puertas se hallaban abiertas. Surgieron camas y cómodas. En una habitación el papel de las paredes se había despegado en enormes rollos; en otra, un inodoro color marfil yacía en la alfombra. Allí se percibía el olor ácido de un fuego sofocado. En una tercera habitación, la ventana estaba cubierta por una manta, que Arkady apartó para dejar entrar la luz de la luna. A un colchón de resortes le habían arrancado toda la tela y le habían puesto encima una taza de auto como improvisada parrilla, llena de carbones y agua, de los que se elevaba un humo fantasmal. Una maleta abierta mostraba un cepillo de dientes, cigarrillos, línea de pescar, una lata de carne y una botella de plástico de agua mineral, un cortacaños de plomero y una llave inglesa envuelta en trapos. Si el dueño hubiera podido resistirse a espiar asomando la cabeza por la manta en que se envolvía, Arkady jamás lo habría visto. Pero ahora lo divisó, andando por el borde de la explanada.

Arkady bajó las escaleras de a dos escalones por vez, pasó por encima de un escritorio dado vuelta, tropezó con el bulto granate de las cortinas del hotel. Por momentos se sentía como un buceador que se sumerge en las profundidades de un barco hundido, la vista y el oído agudizados por la luz tan débil. Cuando llegó a la planta baja oyó que una puerta se cerraba en el otro extremo de la explanada. La escuela.

Entre las dos puertas principales de la escuela colgaba un pizarrón en el que se leía: «29 DE ABRIL DE 1986». Arkady atravesó corriendo un guardarropa en el que había pintados una princesa y un hipopótamo a bordo de un barco. Las habitaciones de abajo eran para los niños de los primeros grados; se veían ejemplos de redacción en los pizarrones y coloridas ilustraciones de niños granjeros con vacas felices y sonrientes, entre ventanas destrozadas y escritorios volcados como barricadas. En el piso de arriba resonaron pisadas. Arkady subió las escaleras en medio de un despliegue de arte infantil. Fotos de alumnos sentados juiciosamente en una sala de música conducían a una sala de música de verdad, en la que había un piano desvencijado y sillas pequeñas en torno a tambores y marimbas rotos. A cada paso se levantaba polvo; Arkady lo tragaba cada vez que respiraba. En otra habitación yacían armazones de camas en ángulos raros, como si los hubieran sorprendido en una danza desaforada. Libros ilustrados abiertos: el tío Illich de visita en una aldea nevada, El lago de los cisnes, el Día de los Trabajadores en Moscú. Arkady oyó que se cerraba otra puerta. Bajó corriendo una segunda escalera hasta la otra salida de la escuela y aminoró el paso para eludir una pila de máscaras antigás para niños. Cajones tirados y volcados, como si les hubieran pasado por encima en medio del pánico. Las máscaras tenían forma de cabezas de oveja, con ojos redondos y tubos gomosos. Arkady se precipitó por la puerta, demasiado tarde. Recorrió la explanada con la linterna, sin ver nada.

Aunque era incorrecto pensar «nada» cuando el lugar estaba tan vivo en cesio, estroncio, plutonio O elfos de cien isótopos diferentes, no más grandes que un micropunto, ocultos aquí y allá. Un «punto caliente» —como llamaban a los lugares radiactivos— era simplemente eso: un punto. Muy cercano, muy peligroso. Un paso atrás significaba una gran diferencia. El problema del cesio, por ejemplo, era su tamaño microscópico —un excremento de mosca—, y que podía diluirse en agua y se adhería a cualquier cosa, en especial a las suelas de los zapatos. El pasto que crecía hasta la altura del pecho en las grietas de la calle también hizo subir el dosímetro. En el otro extremo de la explanada había un pequeño parque de diversiones, con tazas locas, autos chocado res y una rueda gigante que se elevaba contra la noche como una decoración echada a perder. Junto al borde de la pista de los autos chocadores, la lectura del dosímetro hizo cantar al aparato y saltar la aguja.

Arkady volvió al hotel, a la habitación con la parrilla en el colchón. Con una lata de carne sujetó una nota con su número de celular y el signo universal de los dólares.

Arkady había dejado una motocicleta en un campo de alisos. No sabía conducirla muy bien, pero una Uralmoto, al contrario de otras marcas mejores, soportaba bien el castigo. Fue coleando hasta la carretera y, con las luces apagadas, salió de la ciudad.

Esa parte de Ucrania era estepa, tierras llanas bordeadas de árboles, y la luna brillaba lo suficiente para mostrar los pinos a ambos lados del camino. Los árboles se habían vuelto rojos —muertos donde se alzaban— el día después del accidente. Salvo esa presencia, los campos se extendían lisos todo el camino hasta los reactores.

Allí la muerte había sido tan generosa que había un cementerio incluso para vehículos. Arkady se detuvo junto a una cerca de estacas de madera y alambre de púa y un portón suelto con las advertencias: «EXTREMO PELIGRO» Y «NO SAQUE NADA DE ESTE LUGAR». Desató la cuerda y entró con la moto.

Había miles de camiones alineados. Camiones pesados, camiones cisterna, remolcadores, camiones de plataforma, camiones de descontaminación, autobombas, ómnibus, casas rodantes, topadoras, removedoras de tierra, mezcladoras de cemento y fila tras fila de camiones del ejército y transporte de tropas. El lote era largo como una necrópolis egipcia, aunque estaba destinado a restos de maquinaria, no de seres humanos. A la luz del faro delantero de la motocicleta, semejaban un laberinto de metal. Un gigante abría los brazos en lo alto; Arkady se dio cuenta de que había pasado bajo los rotores de un helicóptero grúa. Había más helicópteros, en cada uno de los cuales se leía, marcado con pintura, su nivel individual de radiación. Allí, en el centro de ese lote, habían encontrado el BMW de Timofeyev, cubierto del polvo del largo viaje desde Moscú.

Una fuente de chispas condujo a Arkady hasta un par de traperos que estaban cortando un coche blindado con una soldadora por arco. Piezas de recambio radiactivas de ese sitio se vendían ilegalmente en negocios de automóviles de Kiev, Minsk, Moscú. Los hombres llevaban overoles y protectores para la boca y la nariz, pero a Arkady le resultaron conocidos: ellos le habían vendido la motocicleta. El gerente del lugar, Bela, un húngaro gordo, usaba un voluminoso pañuelo para limpiarse la frente del polvo que se levantaba de la tierra pelada. Su oficina era un remolque que se hallaba a pocos metros de distancia. El polvo se filtraba por las ventanillas y se depositaba en los mapas de su mesa de trabajo. Cada mapa correspondía a una sección del depósito, lo que permitía localizar todos los vehículos. Bela esquilmaba el lugar con gran criterio, para dar la impresión de que subsistía una hilera completa aquí, un auto entero allá. El remolque en sí no iba a ninguna parte; esas alturas era tan radiactivo como los vehículos que lo rodeaban. A Bela no le importaba ser el rey de un reino envenenado; con su comida enlatada, su agua embotellada, su televisor y su VCR, se consideraba herméticamente resguardado en el lugar que le interesaba. Saludó con la mano a Arkady, que pasó cerca, rodeó una montaña de neumáticos y salió por el portón.

En aquel paraje, los ojos siempre se volvían hacia los reactores. Cercas de cadenas y alambre de púa rodeaban lo que había sido un imponente proyecto de torres refrigeradoras, tanques de agua, almacenamiento de combustible, piletas de refrigeración, torres de transmisión. Allí cuatro reactores habían producido la mitad de la energía de Ucrania; ahora, en cambio, absorbían energía para permanecer encendidas. Tres reactores parecían fábricas sin ventanas. El Reactor Cuatro, sin embargo, estaba reforzado con contrafuertes y cubierto, a lo largo de diez pisos, con un revestimiento protector de plomo y acero llamado sarcófago, una tumba, pero que a Arkady le daba la impresión, en especial de noche, de ser la máscara de un gigante de acero enterrado hasta el cuello. San Petersburgo tenía su estatua del Jinete de Bronce. Chernóbil tenía el Reactor Cuatro. Si sus ojos se hubieran encendido y sus hombros hubieran comenzado a liberarse sacudiéndose la tierra, Arkady no se habría sorprendido mucho.

A diez kilómetros de la planta había un puesto de control, cuya puerta era una tosca barra con un bloque de hormigón como contrapeso. Como Arkady era ruso y los guardias eran ucranianos, levantaron la barra a desgano.

Pasando el puesto de control había una docena de «aldeas negras» y campos donde los espantapájaros habían sido sustituidos por carteles de advertencia con forma de diamante, sujetos a estacas altas. Arkady guió la moto por los surcos de un camino de tierra y anduvo a tumbos unos cien metros, entre una maraña de maleza y árboles, hasta un conjunto de casas de una planta. Se suponía que todas se habían evacuado, y la mayoría parecía desmoronada y vacía, pero otras, incluso a la luz de la luna, traicionaban una cierta actividad: una cerca remendada, un trineo para juntar leña, un hilo de humo en la chimenea. Una bufanda y una vela volvían roja o azul una ventana.

Arkady atravesó la aldea y subió por un sendero entre los árboles otros cien metros, hasta un claro rodeado por una cerca baja. Movió el faro y le saltó a la vista una cantidad de lápidas hechas con caños de hierro pintados de blanco y decorados con flores de plástico, improbables rosas y orquídeas. No se había permitido ningún entierro desde el accidente; el suelo era demasiado radiactivo como para removerlo. Era en la puerta del cementerio donde —una semana después del suicidio de Pasha Ivanov— habían encontrado muerto a Lev Timofeyev.

El informe inicial de la milicia era mínimo: ningún documento, ni dinero ni reloj de pulsera en el cuerpo, descubierto por un ocupante ilegal del lugar, no identificado; causa de la muerte: paro cardíaco. Días después se revisó la causa de la muerte, que pasó a ser un «tajo de cinco centímetros en el cuello con una hoja afilada sin dientes, que abrió la tráquea y la vena yugular». Luego la milicia explicó la confusión con una nota que decía que el cuerpo había sido atacado por lobos. Arkady se preguntó si la excusa no provenía de un siglo anterior.

Aguzó el oído al percibir el ruido apagado de un búho que levantaba vuelo y la suave explosión que delataba la probable muerte de un ratón. Se arremolinaban hojas alrededor de la moto. Todo Chernóbil retornaba a la naturaleza. Por momentos brotaba mientras él miraba.

Una manera de ver Chernóbil era como la diana de un blanco, con los reactores en el centro y círculos a diez y treinta kilómetros. La ciudad muerta de Pripyat se alzaba dentro del círculo interior, Y la vieja ciudad de Chernóbil, por la cual llevaban su nombre los reactores, quedaba en realidad más lejos, en el círculo exterior. Juntos, los dos círculos componían la Zona de Exclusión.

Puestos de control bloqueaban los caminos a diez y treinta kilómetros, y aunque las casas de Chernóbil estaban en apariencia abandonadas, se habían construido dormitorios comunes y alojamientos para las tropas de seguridad y había un café que albergaba la vida social de la Zona. El café daba la impresión de haber sido levantado en un fin de semana. Cabían veinte personas con comodidad, pero en su interior se apretujaban cincuenta; ¿qué había más reconfortante que la presión de otros cuerpos, qué más sabroso que el pescado seco y los caramelos, las nueces y las papas fritas? Arkady compró maníes y cerveza y se acomodó en un rincón a mirar a las parejas bailar al ritmo de algo que podía ser hip-hop o polca. Todos los hombres vestían ropa de camuflaje, que llamaban «camos», y todas las mujeres vestían ropa deportiva, salvo unas cuantas secretarias jóvenes que no podían soportar las prendas sin gracia, ni siquiera en medio del desastre. Una de las investigadoras celebraba un cumpleaños que exigía repetidos brindis con champaña y coñac. El humo de los cigarrillos era tan denso que Arkady se sentía como si estuviera en el fondo de una piscina.

Un investigador llamado Alex le llevó un coñac.

—¡Salud! ¿Cuánto hace que estás con nosotros, Renko?

—Gracias —Arkady vació el vaso de un sorbo.

—Muy bien. La gente que te rodea trata de emborracharse. No seas mojigato. ¿Cuánto hace?

—Tres semanas.

—Tres semanas, y ya eres tan poco amistoso. Es el cumpleaños de Eva, y debes darle un beso.

Eva Kazka era una joven de cabello negro que evocó a Arkady la imagen de un gato mojado. Hasta ella vestía «camas».

—Ya conozco a la doctora Kazka. Nos dimos la mano.

—¿Estuvo antipática? Si así fue, es porque tus colegas de Moscú fueron unos cretinos. Primero pisotearon todo, y después tenían miedo de pisar cualquier cosa. Cuando llegaste tú, las relaciones fraternales se habían ido por el inodoro —Alex era bajo y tenía una nariz larga de cínico. Se puso contento cuando entró un capitán que ostentaba el uniforme azul de la milicia, acompañado por dos cabos, de ropa camuflada y gorra tejida—. Tu club de admiradores. Les encanta cómo les ha complicado la vida. ¿A veces no te sientes como el hombre menos popular de la Zona?

—¿Lo soy?

—Por aclamación. Tienes que sacar la cabeza de tu investigación y disfrutar de la vida. Estés donde estés, ahí es donde estás, como dicen en California.

—Salvo que ellos sí están en California.

—Tienes razón. Mira al capitán Marchenko. Con su bigote y su uniforme, parece un actor abandonado en un teatro de provincia. El resto de la troupe siguió camino y no le dejó nada más que los trajes. Y a los cabos, los hermanos Woropay, Dymtrus y Taras, los veo como los muchachos que más probabilidades tienen de mantener relaciones carnales con animales de corral.

Arkady miró al otro lado de la habitación y debió admitir que el capitán tenía un perfil clásico. Los Woropay, caras pastosas cubiertas de acné tardío, y espaldas tan anchas que daban la impresión de haberse puesto la ropa con percha y todo. Se apartaron de Arkady para reírse con el capitán.

—¿Por qué Marchenko pasa el tiempo con ellos? —preguntó Arkady.

—Acá el deporte es el hockey. El capitán Marchenko tiene un equipo, y los Woropay son dos de sus estrellas. Acostúmbrate. La gente comenta que te han exiliado y que tu jefe de Moscú quiere mantenerte acá para siempre.

—Resolver el caso me ayudaría.

—Pero no lo resolverás. Espera, quiero que oigas esto.

En la otra mesa empezaron a cantarle una serenata a Eva Kazka, cuyo rostro adoptó una expresión de estupidez dichosa. A Arkady le habían descrito a los investigadores como la crème de la crème científica o como unos ineptos, pero todos habían coincidido en calificarlos de estúpidos, porque eran voluntarios: no tenían por qué estar allí. Alex regresó con sus amigos un breve instante, a aullar como un lobo y robar una botella de coñac antes de volver junto a Arkady.

—La gente te cree loco —dijo Alex—. Vas a Pripyat. Pripyat ya no le importa un cuerno a nadie. Andas por el bosque en una moto que brilla en la oscuridad. ¿Sabes algo de radiactividad?

—Repasé la moto con un dosímetro. Está limpia, y no brilla.

—Te lo diré de esta manera: nadie te la va a robar. Entonces, investigador Renko, ¿qué es lo que buscas en esta, la parte más asolada del planeta?

—Busco ocupantes ilegales. En particular, al que encontró a Timofeyev. Ya que no sé cómo se llama, estoy interrogando a todos los ilegales que puedo encontrar.

—No hablas en serio. ¿Hablas en serio? Estás loco. En el transcurso de un año tenemos de todo: cazadores furtivos, traperos que hurgan en la basura, ocupantes ilegales.

—El informe de la policía decía que el cuerpo fue encontrado por un ocupante ilegal local. Eso da a entender una suerte de permanencia, alguien que ya había sido visto antes por el oficial de la milicia.

—¿Qué clase de oficiales puedes encontrar en Chernóbil? Mira a los Woropay. Apenas si saben escribir su nombre, y ni hablar de un informe. ¿Eres casado? ¿Tienes hijos que te esperan en casa?

—No —Arkady pensó fugazmente en Zhenya, pero no se lo podía considerar un familiar. Para Zhenya, él no era más que un transporte al parque. Además, del niño se estaba encargando Víctor.

—Así que te han dado una tarea imposible en un páramo radiactivo. O eres un obsesivo-compulsivo, o un investigador muy concienzudo.

—Correcto, por primera vez.

—Beberemos por eso —Alex volvió a llenar los vasos de ambos—. ¿Sabes que el alcohol protege de la radiación? Quita el oxígeno que podría ionizarse. Por supuesto, la falta de oxígeno es todavía peor, pero todo ucraniano sabe que el alcohol hace bien. El vino tinto es lo mejor; después, el coñac, el vodka, etcétera.

—Pero tú eres ruso.

Alex se llevó un dedo a los labios.

—Shhh. Me aceptan provisionalmente como un loco. Además, los rusos también toman vodka como medida de precaución. La verdadera cuestión es: ¿tú también eres loco? Mis amigos y yo servimos a la ciencia. Acá hay cosas interesantes que aprender sobre los efectos de la radiación en la naturaleza, pero no creo que la muerte de un empresario de Moscú sea motivo suficiente para que valga la pena pasar un solo minuto acá, y mucho menos casi un mes.

Arkady se había dicho lo mismo muchas veces, en los días que había pasado registrando los departamentos de Pripyat o las casas escondidas en el bosque. No tenía respuesta. Tenía otras preguntas.

—¿Y la de quién sí? —preguntó.

—¿Qué quieres decir?

—¿La muerte de quién sí es motivo suficiente para que valga la pena venir acá? ¿Sólo la de gente buena? ¿Sólo la de santos? ¿Cómo decidimos qué asesinato vale la pena investigar? ¿Cómo decidimos qué asesinatos no investigar?

—¿Vas a atrapar a todos los asesinos?

—No. Casi a ninguno, en realidad.

Alex lo miró con ojos de profunda tristeza.

—Eres totalmente lunático. Me llenas de asombro. Y no lo digo a la ligera.

—Alex, ¿vas a bailar conmigo o no? —Eva Kazka le tiró de un brazo—. Por los viejos tiempos.

Arkady los envidió. La escena tenía un aire desesperado. En general, las tropas no ganaban en salud al ser destinadas a Chernóbil. Ucrania era aún más pobre que Rusia, y el pago extra por trabajar en zona peligrosa significaba poco si llegaba siempre tarde o no llegaba nunca, pero, considerando las circunstancias, casi no existía mejor manera de gastarlo que emborrachándose. Había varios equipos que realizaban diversos estudios; los hombres llevaban el cabello largo, las mujeres lo tenían despeinado, y unos y otros compartían el espíritu científico en un asteroide que se precipitaba hacia la Tierra. El trabajo tenía sus desventajas, pero sin duda parecía único.

Kazka apoyó la cabeza en el hombro de Alex mientras bailaban una pieza lenta. Aunque se decía que las ucranianas eran hermosas de un modo conmovedor y dulce, Kazka daba la impresión de que iba a arrancarle la cabeza de un mordisco a cualquiera que la halagara. Era demasiado pálida, demasiado morena, demasiado. La manera como se movían ella y Alex sugería que había habido entre ambos una relación pasada, una tregua momentánea en una guerra. Arkady se sorprendió de estar especulando a ese respecto y lo tomó como una consecuencia de su aislamiento social.

¿Por qué estaba en Chernóbil? ¿A causa de Timofeyev? ¿A causa de Ivanov? Al final se había convencido del suicidio de Pasha.

Suicidio de naturaleza agravada. Un equipo de técnicos detectores de radiación, vestidos con trajes de plomo, había descubierto que la pila de sal del vestidor de Ivanov estaba mínimamente contaminado con cesio-137 en forma de sal, tal vez un grano en un millón, pero con eso bastaba. Una aguja en un pajar. En su apariencia, el cloruro de sodio y el cloruro de cesio eran indistinguibles. En cuanto al efecto, ya era otra historia. Manipular un gramo de cesio-137 puro durante tres segundos podía resultar fatal, y aunque un grano de cloruro de cesio era una versión más pequeña y atenuada, no por ello dejaba de ser peligroso. El estómago de Pasha tenía tanta radiactividad que la segunda autopsia debió interrumpirse y tuvieron que evacuar la morgue. Lo enterraron en un ataúd revestido en plomo. El salero que Víctor había encontrado en la acera bajo el cuerpo de Ivanov era el elemento más radiactivo de todos, una bomba de rayos gamma tan fuertes que volvieron gris el vidrio, por fortuna, habían guardado el salero en una sala de pruebas desocupada, de la cual fue retirado con una pinza y colocado en un recipiente de plomo de diez centímetros de espesor. Arkady y el equipo fueron a las residencias que Pasha había abandonado en forma tan abrupta y encontraron que su mansión y su casa estaban contaminadas en la misma y mortal medida. ¿Ivanov lo sabía? Había ordenado vaciar la casa y la finca, no dejaba entrar a nadie en su departamento y llevaba encima un dosímetro. Sí, sabía. Arkady pensó en la sal que se había lamido de los dedos en el departamento y sintió un escalofrío.

En el palacio prerrevolucionario de Timofeyev ocurría lo mismo. Él no había prohibido la entrada a las visitas, porque no tenía la fuerza de carácter de Pasha, pero los vestíbulos y habitaciones de su vivienda de lujo componían un laberinto radiactivo. No eran de sorprender el nerviosismo y la pérdida de peso del hombre. Después de recorrer con dosímetros el palacio de Timofeyev, Arkady y Víctor tomaron la precaución de ir a ver al médico de la milicia, que les dio tabletas de yodo y les aseguró que no se habían expuesto a más radiación que un pasajero de línea que vuela de San Petersburgo a San Francisco, aunque quizá quisieran ducharse, tirar la ropa que llevaban puesta y prepararse para sufrir náuseas, caída del cabello y, en especial, hemorragias nasales, porque el cesio afectaba la médula ósea, donde se formaban las plaquetas. Víctor preguntó qué hacer con las hemorragias nasales. El médico respondió que llevaran pañuelo.

¿Ivanov y Timofeyev habían vivido con esa angustia? ¿Por qué ninguno había informado a la milicia que alguien trataba de matarlos? ¿Por qué no habían alertado a Seguridad NoviRus? Por último, ¿por qué Timofeyev había conducido mil kilómetros desde Moscú hasta Chernóbil? Si era para salvar su vida, no le había servido.

La investigación en torno al cuerpo de Timofeyev, una vez encontrado en el cementerio del pueblo, había sido una farsa. Como el terreno era radiactivo —se suponía que los familiares debían visitar las tumbas una sola vez por año—, lo primero que hicieron los jóvenes de la milicia fue arrastrar a Timofeyev a una distancia prudente, donde lo dieron vuelta de un lado para el otro. Puesto que faltaban la billetera y el reloj de pulsera del muerto, no tenían idea de su identidad o importancia. A causa de la lluvia, querían arrojar el cadáver a una camioneta e irse. Conjeturaban que era un hombre de negocios que tendría un tío o una tía enterrados allí; que había hecho una visita clandestina, había sufrido un ataque cardíaco y caído en el lugar. Nadie preguntó dónde se hallaba su automóvil o si sus zapatos estaban sucios de barro por haber ido a pie. En Chernóbil no había detectives ni patólogos, y Kiev no mostró interés alguno en una muerte por causas naturales ocurrida en la provincia. Metieron a Timofeyev en un refrigerador, y la idea de que fuera ruso, no ucraniano, no se le había pasado por la cabeza a nadie hasta que, dos días después, encontraron en la playa de camiones un BMW con placa rusa. Para entonces, alguien que había visto a Timofeyev en el refrigerador tuvo el tino de observar que le habían cortado la garganta.

En Moscú se produjo gran revuelo. El fiscal Zurin viajó en persona a Chernóbil con diez investigadores —entre los que no se contaba Arkady— que se unieron a sus pares de Kiev para descubrir la verdad. No descubrieron nada. En el cementerio, la escena del hecho había sido alterada primero por lobos y luego por la apresurada remoción del cuerpo de Timofeyev. Si había habido sangre en la tierra, la lavó la lluvia, de modo que resultaba imposible saber si le habían cortado la garganta allí. No tomaron fotografías del cadáver in situ. El cuerpo en sí, declarado demasiado radiactivo para realizarle la autopsia e incluso para quemarlo, fue encerrado en un ataúd sellado. El oficial de la milicia que hizo el informe inicial había desaparecido, presumiblemente con la billetera y el reloj de Timofeyev. Cuanto más tiempo se quedaban los investigadores de Moscú y Kiev, más los inquietaba el hecho de ir y venir de una aldea radiactiva a otra. Los viejos que habían vuelto en forma subrepticia a sus casas sabían que no debían estar allí, y puesto que, si se topaban con algún oficial, sin duda les darían un pasaje de ida en ómnibus a algún sótano deprimente de la ciudad, se escondían como conejos, buscaban refugio en otras cabañas de otras «aldeas negras». Así, al cabo de unas semanas los investigadores tiraron la toalla y se marcharon, con mucho menos fanfarria que al llegar. Otro fiscal quizás hubiera admitido la derrota, pero Zurin mostró su brillantez, su capacidad para sobrevivir a cualquier calamidad. Salvó la situación enviando a Arkady como voluntario a la milicia de Chernóbil, una decisión que, en una sola jugada, significaba cooperación entre países fraternos, satisfacía la exigencia de una investigación más profunda y, de paso, ponía una cómoda distancia entre el fiscal y su investigador más difícil. Al mismo tiempo, Zurin tornaba virtualmente imposible que Arkady alcanzara el éxito en su cometido. Solo, sin detectives ni acceso a ningún amigo de Timofeyev, o a algún sacerdote comprensivo o alguna masajista a la que Timofeyev hubiera podido confesar sus angustias, exiliado tan lejos de Moscú como Plutón del Sol, Arkady perseguía fantasmas. Ante la prestidigitación de Zurin, Arkady quedó deslumbrado.

—¡Renko! ¡Último baile! —Alex lo sacó del rincón y lo empujó a los brazos de un fornido investigador científico—. ¡No seas tan aburrido! Vanko necesita un compañero.

Con su palidez y su cabello fibroso, Vanko más parecía un monje loco que un ecologista.

—¿Eres gay? —le preguntó el hombre—. Yo no bailo con gays.

Pero un hetero es permisible, dadas las circunstancias.

—Está bien.

—No bailas tan mal. Todos decían que te irías en una semana, como los demás. Pero te quedaste; tengo que respetarte por eso. ¿Quieres llevar tú?

—Como quieras.

—Acá no importa. Éste es el café del fin del mundo. Si quieres saber cómo será el fin del mundo, aquí lo tienes. No es tan malo.