4

La prisión de la calle Butyrka era un edificio de cinco pisos, de ventanas de aluminio, persianas rotas y gardenias muertas, común en todo salvo en la fila de personas que serpenteaba a lo largo de la vereda: gitanos con chalinas de colores fuertes, chechenos de negro, y rusos con delgadas chaquetas de cuero, grupos hostiles entre sí pero semejantes en su actitud desamparada y los paquetes que, uno por uno, sometían con diligencia ante una puerta de acero para que se aceptara o no que los llevaran a las miles de almas ocultas del otro lado.

Arkady mostró su identificación en la entrada y por una puerta de barrotes pasó a las entrañas del edificio, un túnel donde unos guardias vestidos con ropa militar de fajina holgazaneaban con sus perros, ovejeros alemanes que miraban en forma constante a los hombres, a la espera de órdenes. Deja pasar a éste. A éste no. El fondo se abría a la luz matinal y —por entero oculta de la calle— a una fortaleza de cuento de hadas, de paredes y torres rojas, rodeada por un patio pintado a la cal; sólo faltaba un foso. No tanto un cuento de hadas; más bien una pesadilla. La cárcel de Butyrka fue construida en tiempos de Catalina la Grande, y desde entonces, durante doscientos años, todo gobernante de Rusia, todo zar, secretario y presidente del Partido la habían alimentado con enemigos del Estado. Un guardia, armado con un largo rifle de francotirador, observaba a Arkady desde una torre; bien podía haber sido un fusilero. Los platos de satélite alineados a lo largo de las almenas podrían haber sido cabezas empaladas. En la época de Stalin, camiones negros entregaban nuevas víctimas todas las noches a ese mismo patio y esas mismas paredes rojo sangre, y las preguntas sobre la salud, el paradero y el destino de alguien se respondían en susurros con una sola palabra: Butyrka.

Como Butyrka era una cárcel donde iban los acusados antes de ser sometidos a juicio, los investigadores constituían visitas normales, Arkady siguió a un guardia a través de un vestíbulo de recepción donde los recién llegados, muchachos pálidos como gallinas desplumadas, se desnudaban y se ponían la ropa de presidiarios que les arrojaban. Los ojos muy abiertos se fijaban en las antiguas celdas, semejantes a ataúdes, de profundidad apenas suficiente para sentarse, buen lugar para que un monje se mortificara y un excelente modo de presentar el horror de ser enterrado vivo.

Arkady subió por unas escaleras de mármol gastadas por el uso. Entre baranda y baranda se extendía una tela metálica, para desalentar los intentos de saltar y pasarse notas. En el segundo piso, la luz se arrastraba por unas ventanas bajas y daba la impresión de hundimiento o de párpados que se cerraban. El guardia condujo a Arkady a lo largo de una fila de puertas antiguas, de hierro negro, en cada una con un panel para pasar la comida y una mirilla para vigilar a los presos.

—Soy nuevo acá. Creo que es éste —dijo el guardia—. Creo.

Arkady levantó la tapa de la mirilla. Del otro de la puerta había cincuenta hombres en una celda construida para veinte. Drogadictos, rateros, ladronzuelos. Dormían por turnos a la sombra de una bombilla y una ventana con barrotes. No había circulación ni aire fresco; sólo el hedor del sudor, cuencas de cebada, cigarrillos y mierda en el único inodoro. Debido al calor que generaban, todos estaban desnudos hasta la cintura, los jóvenes virginalmente blancos, los veteranos azules de tatuajes. Toses tuberculosas y susurros circulaban por el aire. Unas cabezas se volvieron al levantarse la mirilla, pero la mayoría se limitó a aguardar. En Butyrka, muchos esperaban nueve meses antes de ver a un juez.

—¿No? ¿No es éste? —el guardia llevó a Arkady a la celda siguiente.

Arkady espió por la mirilla. Era del mismo tamaño que la otra pero con un solo ocupante, un fisicoculturista de pelo corto, rubio casi blanco, y camiseta negra muy ajustada. Se ejercitaba con unas bandas elásticas sujetas a una cucheta atornillada a la pared, y cada vez que inflaba un bíceps la cama chirriaba.

—Es éste —dijo Arkady.

Anton Obodovsky era una historia de éxito mafioso. Había sido profesor de deportes, boxeador mediocre en Ucrania y luego matón del jefe local. Sin embargo, Anton era ambicioso. En cuanto tuvo un arma se puso a robar automóviles. Después empezó a recibir pedidos de autos específicos, así que organizó un equipo de ladrones robaban coches en la calle en Alemania y los llevaban a través de Polonia hasta Moscú. Una vez en esta ciudad, se diversificó, ofrecía protección a pequeñas empresas y restaurantes de los que luego se apoderaba, vaciando las empresas y lavando el dinero a través de los restaurantes. El hombre vivía como un príncipe. Se levantaba a las once de la mañana y tomaba un licuado proteínico. Una hora en el gimnasio. Un poco de comunicación por teléfono y una visita a los talleres de reparación donde sus mecánicos desarmaban los automóviles. Compraba en negocios de ropa donde no le aceptaban el dinero, cenaba gratis en los restaurantes. Vestía de Armani negro, juergueaba con las prostitutas más hermosas, una de cada brazo, y jamás pagaba por sexo. Un anillo de brillantes con forma de herradura anunciaba que era un hombre de suerte. En cierto nivel de la sociedad, era como la realeza, y sin embargo —y sin embargo— estaba insatisfecho,

—Los verdaderos ladrones son los banqueros. La gente les lleva el dinero, ellos los joden y nadie les pone una mano encima. Cuando yo gano cien mil dólares, los banqueros y los políticos ganan cien millones. Soy un gusano comparado con ellos.

—Te está yendo bastante bien —contestó Arkady. La celda tenía televisor, pasacasetes y reproductor de CD. Bajo el catre inferior había una caja de Pizza Hut. En el de arriba, pilas de revistas de automovilismo, folletos de viaje, cintas de motivación.

—¿Cuánto hace que estás acá?

—Dos noches. Ojalá tuviéramos satélite. Las paredes de este lugar son tan gruesas que la recepción es una mierda.

—La vida es dura.

Anton miró a Arkady de arriba abajo.

—Mire su impermeable. ¿Lo usó para lustrar el auto? Debería venir a comprar conmigo alguna vez, Me siento mal de estar mejor vestido dentro de la cárcel que usted allá afuera.

—No puedo permitirme el lujo de ir a comprar contigo.

—Yo invito; puedo ser generoso. Todo lo que ve acá, lo pago. Todo es legal. Nos dejan tener cualquier cosa, menos alcohol, cigarrillos y teléfonos celulares —Anton tenía un aire inquieto que lo hacía pasearse de un lado a otro, como un tiburón. Podría darme tortícolis de sólo conversar con él, pensó Arkady.

—¿Y qué es lo peor, para ti?

—No bebo ni fumo, así que para mí son los teléfonos —nadie consumía teléfonos como la mafia; usaban celulares robados para evitar que los interceptaran, y los hombres cuidadosos como Antón cambiaban de aparato una vez por semana—. Te vuelves dependiente. Es como una maldición.

—Ha llevado al deceso de la palabra escrita. Se te ve en muy buena forma.

—Me ejercito. Ni drogas ni esteroides ni hormonas.

—¿Cigarrillo?

—No, gracias. Le acabo de decir: me mantengo fuerte y puro. No soy esclavo de nada. Es lastimoso ver fumar a un hombre como usted.

—Soy débil.

—Tiene que cuidarse, Renko. O cuidar a los demás. Piense en el humo.

—Está bien —Arkady guardó el atado. Detestaba que Anton se pusiera nervioso. En realidad había tres Antons. Estaba el Anton violento, que quebraba cuellos con la misma facilidad con que estrechaba manos; estaba el Anton hombre de negocios racional; y estaba el Anton cuyos ojos seguían un rumbo evasivo cuando se hablaba de cualquier tema personal. Sobre todo, Arkady no quería que se alterara el primer Anton.

—Pienso que a su edad no debería abusar de su cuerpo —siguió Anton.

—¿A mi edad?

—Mire, váyase a la mierda. Por lo que me importa.

—Así me gusta más.

Asomó una sonrisa en los labios del preso.

—Con usted puedo hablar. Nos comunicamos.

Arkady y Anton se comunicaban de veras. Los dos entendían que aquella celda de lujo sólo era posible a causa de un tardío esfuerzo de elevar la antigua cámara de horrores de Butyrka a los niveles carcelarios europeos modernos, y los dos entendían también que, obviamente, una celda así la ganaba el mejor postor. Los dos entendían, además, que, aunque la mafia gobernara las calles, en las cárceles seguía gobernando una subcasta de criminales geriátricos tatuados. Si metían a Anton en una celda común, sería como un tiburón en una pecera llena de pirañas.

Anton no podía quedarse sentado quieto sin crispar un pectoral aquí, un deltoides allá.

—Usted es un buen tipo, Renko. Tal vez no pensemos igual, pero usted siempre trata a la gente con respeto. ¿Habla inglés?

—Sí.

Anton tomó del catre un ejemplar de Architectural Digest y lo hojeó hasta llegar a una foto de una cabaña de estilo occidental, en un paisaje montañoso.

—Colorado. Hermosa naturaleza y, como inversión, relativamente barato. ¿Qué le parece?

—¿Sabes andar a caballo?

—¿Es necesario?

—Yo creo que sí.

—Puedo aprender… Le daré el dinero. En efectivo. Vaya y negocie, pague lo que le parezca justo. Podría ser una hermosa sociedad. Tiene cara de honrado.

—Aprecio el ofrecimiento. ¿Te enteraste de que Pasha Ivanov ha muerto?

—Vi la noticia por televisión. Saltó, ¿no? Diez pisos, qué manera de irse.

—¿Lo conocías?

—¿Yo, conocer a Ivanov? Es como conocer a Dios.

—Anoche le dejaste un mensaje en el celular; algo sobre cortarle la verga. Da la impresión de que lo conocías bastante bien. Hasta podría sonar a amenaza.

—Acá no se me permite tener teléfono; ¿cómo iba a llamar?

—Sobornaste a un guardia y llamaste desde la sala de custodia. Anton se puso de pie y lanzó unos puñetazos al aire, como si golpeara una bolsa de arena.

—Bueno, como suelen decir, en todos lados se cuecen habas —se detuvo y sacudió los brazos—. De todos modos, si llamé a Pasha Ivanov

—¿Para qué?

—Por negocios. Alguien ha estado robando los camiones de NoviRus y vaciando los tanques. Lo están haciendo en tu parte de Moscú… en tu sopa, por decirlo así.

Anton volvió a pasearse en círculos, arrojando trompadas, cruzados, ganchos. Retrocedía, se cubría, parecía eludir un golpe y luego avanzaba, moviendo los hombros y echando puñetazos mientras la celda se volvía cada vez más pequeña. Tal vez Anton no fuera un campeón, pero cuando estaba en movimiento ocupaba mucho espacio. Al final bajó los puños y soltó el aire.

—Tenía a un idiota a cargo de seguridad, un ex coronel de la KGB. Atraparon a uno de mis muchachos con uno de los camiones de ellos y le rompieron las piernas. Fue una reacción exagerada. Me puso en una situación difícil. Si no tomaba represalias, mis muchachos me romperían las piernas a mí. Pero no quiero una guerra. Estoy harto de eso. Así que, en cambio, quise ir directo a la cima, y además dejar en evidencia la seguridad de mierda del coronel al llamar a Pasha a su teléfono personal. Dije lo que dije. Fue una manera de empezar el diálogo; un poco cruda, tal vez, pero ésa era la intención. Tengo negocios de belleza, salones de bronceado, un restaurante. Soy un empresario respetable. Me habría encantado trabajar con Pasha Ivanov, aprender de él.

—¿Cuál era el favor? ¿Qué tenías para ofrecerle?

—Protección.

—Claro.

—De cualquier modo, nunca llegué a comunicarme con él, ni nunca lo vi cara a cara. Me parece que, cuando murió Pasha, yo estaba acá mismo, y esa llamada telefónica lo prueba.

—Qué suerte.

—Vivo como es debido —dijo Anton con pudor.

—¿Por qué te agarraron?

—Posesión de armas de fuego.

—¿Nada más?

Un cargo por armas de fuego no era nada. Puesto que Anton tenía siempre a su disposición un abogado, un juez y dinero para fianza, no había ningún buen motivo para que pasara una sola hora en la cárcel, a menos que estuviera esperando a que fuera a verlo un investigador torpe para que declarara en forma oficial que Anton Obodovsky era inocente. Arkady no quería provocar el lado peligro so de Anton, pero tampoco le gustaba que lo usaran.

Anton tomó del catre unos folletos de viaje.

—Eh, en cuanto salga me voy de vacaciones. ¿Adónde me sugiere que vaya? ¿Chipre? ¿Turquía? No tomo ni me drogo, lo que deja afuera muchos lugares. Quiero broncearme, pero me quemo con facilidad. ¿Qué le parece?

—¿Quieres comodidades? ¿Silencio? ¿Comida gourmet?

—Sí.

—¿Personal que atienda hasta el último de tus antojos?

—¡Eso!

—¿Por qué no te quedas en Butyrka?

Zhenya miraba fijo, como un prisionero esposado, aquella reunión que muchos habrían descripto como una excursión campestre. La población de Moscú se volcaba hacia las colinas bajas que rodeaban la ciudad, a dachas rústicas y playas abarrotadas y gigantescas tiendas de descuento, Y aunque la autopista tenía cuatro carriles los conductores, apretujándose, improvisaban seis.

Arkady no tenía claro qué buena causa se beneficiaba con el picnic de la organización de beneficencia Blue Sky de Pasha Ivanov, pero no quería perderse la oportunidad de conocer a los millonarios Nikolai Kuzmitch y Leonid Maximov. Siendo tan buenos amigos de Ivanov, sin duda iban a aparecer. Al fin y al cabo, estaban de vacaciones con él en Saint-Tropez cuando se descubrió el explosivo en la moto acuática del empresario. Al día siguiente toda aquella gente se dispersaría a los cuatro vientos en los jets de sus empresas, tras sus filas de abogados. Por eso Arkady había recurrido a Zhenya, como un disfraz. Trató de superar su culpa diciéndose que al niño le vendría bien tomar un poco de sol.

—Tal vez se pueda nadar. Te compré un traje de baño, por las dudas —le dijo Arkady, indicando una caja envuelta para regalo que descansaba a los pies del niño. Hasta ese momento Zhenya había ignorado el paquete; ahora empezó a aplastarlo con los talones. Arkady solía guardar una pistola en la guantera. Había tenido la previsión de quitarle el cargador, y se felicitó por ello—. O quizá seas un tipo de tierra firme.

Aun con los automóviles que cruzaban la línea divisoria y los que pasaban por la banquina, el tránsito avanzaba a paso de caracol.

—Antes era peor —comentó Arkady—. El costado del camino estaba repleto de automóviles descompuestos. Nadie que tuviera uno salía de su casa sin un destornillador y un martillo. No sabíamos de autos, pero sí de martillos —Zhenya dio una última patada salvaje a la caja—. Además, los parabrisas tenían tantas grietas que para ver había que sacar la cabeza por la ventanilla, como un perro. ¿Cuál es tu automóvil preferido? ¿Maserati? ¿Moskvich? —una larga pausa—. Mi padre me llevaba por esta misma ruta en un gran Zil. En aquel entonces había sólo dos carriles, y casi nada de tránsito. Durante el trayecto jugábamos al ajedrez, aunque yo nunca fui tan buen jugador como tú —pasó un Toyota con el asiento trasero lleno de niños que jugaban a piedra, papel o tijera como niños normales y felices. Zhenya era piedra—. ¿Te gustan los autos japoneses? Una vez estuve en Vladivostok y vi montones de autos rusos nuevos y brillantes, cargados para ir a Japón —en verdad cuando los coches llegaron a Japón los convirtieron en chatarra. Por lo menos los japoneses tenían la decencia de esperar a recibirlos para aplastarlos como latas de cerveza—. ¿Qué automóvil tenía tu padre?

Arkady esperaba que el niño mencionara una marca que pudiera rastrearse de algún modo, pero Zhenya se hundió dentro de su chaqueta y se bajó la gorra. A un costado de la carretera se extendía una serie de viejos tanques militares que formaban una suerte de monumento a los caídos que marcaba el punto más cercano de Moscú hasta donde habían logrado avanzar los alemanes durante la Gran Guerra Patriótica. Ahora se lo veía empequeñecido por el vasto hangar de un local de ventas de IKEA y desdibujado por los vehículos cargados de muebles de suaves colores suecos. Encima de una tienda de audio se balanceaban globos que anunciaban las marcas Panasonic, Sony, JVC. Negocios de artículos para jardín ofrecían fuentes para pájaros y gnomos de cerámica. A eso se parecía Zhenya, pensó Arkady: a un desdichado gnomo de jardín, con su gorra arrugada, su libro y su juego de ajedrez.

—Va a haber otros niños —prometió Arkady—. Juegos, música, comida.

Cada carta que jugaba Arkady era rematada por el desdén. Había visto padres y madres en ese mismo atolladero —en que cada sugerencia se recibía como un signo de idiotez y ninguna pregunta formulada en idioma ruso merecía respuesta—, y él, pese a compadecerlos, siempre soltaba un suspiro de alivio por no ser el adulto crucificado. De modo que ahora no sabía con certeza por qué un espécimen soltero como él tenía que sufrir semejante desprecio. A los sociólogos les preocupaba el menguante índice de natalidad de Rusia. Arkady pensó que, si se obligara a las parejas a pasar una hora en un auto con Zhenya, el índice de natalidad pasaría a ser inexistente.

—Será divertido —dijo.

Por fin Arkady llegó a un suburbio de clubes de entrenamiento físico, bares espresso, salones de bronceado. Allí las dachas no eran tradicionales cabañas de tejados caídos y jardines maltrechos, sino mansiones prefabricadas, con columnas griegas y piscinas y cámaras de seguridad. Donde el camino se estrechaba hasta convertirse en una senda rural, los guardias de seguridad de Ivanov le indicaron con señas que se dirigiera a la calzada, detrás de una fila de voluminosas camionetas 4 x 4. Arkady vestía el mismo impermeable gastado y Zhenya parecía un rehén, pero los guardias encontraron sus nombres en la lista. Y así como infiltrados, Arkady y Zhenya pasaron por una puerta de hierro hacia un parque de cien metros convertido en espacio sideral.

Ponis rosados y llamas celestes llevaban a los niñitos alrededor de una pista redonda. Un malabarista hacía complicadas pruebas con lunas. Un mago retorcía globos convirtiéndolos en perros marcianos. Unos pintores decoraban las caras infantiles con brillos y colores, mientras un venusiano, alargado por la débil gravedad de su planeta, caminaba sobre zancos. Niños pequeños jugaban bajo un astronauta inflado sujeto al suelo con cuerdas, y niños mayores hacían fila para jugar al tenis y el bádminton o mecerse en columpios bajos colgados de cables de bungee. La lista de invitados era espectacular: nadadores olímpicos de anchas espaldas, estrellas de cine con cabello cuidadosamente desarreglado, actores de televisión con dientes deslumbrantes, músicos de rock tras anteojos oscuros, escritores famosos con panzas llenas de vino que les desbordaban de la cintura de los jeans. El corazón del propio Arkady se saltó un latido al reconocer a unos ex cosmonautas, héroes de su juventud, obviamente contratados para ese día como mero espectáculo. Sin embargo, el espíritu dominante era Pasha Ivanov. Cerca de la puerta de entrada habían colocado una fotografía de él adornada con una guirnalda campestre de arvejillas y margaritas. Era un Ivanov optimista que hacía morisquetas entre dos payasos de circo, como si diera a sus invitados la orden de jugar, no llorar. Al parecer, le habían tomado la foto no mucho antes de su muerte, pero se lo veía tanto más joven, pícaro y alegre que en sus últimos días, que servía de advertencia para disfrutar cada momento de la vida. Los guardias de la puerta debían de haber telefoneado a alguien, porque Arkady sintió que una oleada de atención seguía su avance entre los asistentes a la fiesta y los custodios con teléfonos inalámbricos contra la oreja. Niños pegajosos de algodón de azúcar corrían de un lado a otro. Se congregaban hombres ante las parrillas que servían shashlik de esturión y carne vacuna frente a la dacha de Ivanov, diez veces más grande que lo normal pero al menos de diseño ruso, no un falso Partenón. Un disc-jockey pasaba música rusa moderna desde un escenario, mientras que un segundo era dominado por el karaoke. En diversas barras de bar se servía champaña, Johnny Walker, Courvoisier. Las esposas eran mujeres altas y delgadas, con ropa italiana y botas de cuero de cocodrilo o avestruz. Se ubicaban en mesas desde las cuales podían mirar tanto a sus hijos como a sus maridos y observar ansiosas a la generación más joven de mujeres aún más altas y delgadas que se filtraban entre la multitud. Timofeyev estaba en una fila de comida con el fiscal Zurin, que escrutaba expectante la muchedumbre como un periscopio. No era una señal positiva que mirara a todos lados menos hacia Arkady. A Timofeyev se lo veía pálido y sudoroso para ser un hombre que estaba a punto de heredar las riendas de toda la compañía NoviRus. Más adelante, Bobby Hoffman, ya pasado a la historia, estaba solo, comiendo de un plato demasiado cargado. Habían montado un casino al aire libre, e incluso desde la distancia Arkady reconoció a Nikolai Kuzmitch y Leonid Maximov. Eran bastante jóvenes; vestían con pudorosos jeans, sin negro mafia, sin oros ostentosos. Los crupieres parecían verdaderos, lo mismo que las fichas, pero Kuzmitch y Maximov se inclinaban sobre el paño como niños absortos en un juego.

Lo que distinguía a los «nuevos rusos» era la juventud y el cerebro. Una cantidad insólita de ellos habían sido protegidos y favoritos de prestigiosas academias víctimas de una súbita bancarrota, pero, en lugar de morirse de hambre entre las ruinas, reconstruyeron el mundo y se acomodaron en él como millonarios; cada uno era una biografía de genio y valor. Se veían a sí mismos como los inescrupulosos capitalistas del Salvaje Oeste estadounidense; ¿acaso alguien no había dicho que toda gran fortuna comenzó con un crimen? Rusia ya contaba más de treinta multimillonarios, más que cualquier otro país. Eso equivalía a muchos crímenes.

Kuzmitch, en sus tiempos de estudiante del Instituto de Metales Raros, había vendido titanio de un depósito no vigilado, y a partir de ese golpe se había labrado una carrera en la venta de níquel y estaño. A Maximov, matemático, le habían pedido que se encargara de supervisar un remate; el Ministerio de Productos Químicos Exóticos vendía un laboratorio, Y la puja prometía ser caótica. Maximov concibió una idea mejor: un remate en un lugar no revelado.

Los sorpresivos ganadores, Maximov y un primo que trabajaba en el ministerio, convirtieron el laboratorio en una destilería, comienzo de la fortuna de Maximov en el negocio del vodka y los automóviles importados.

El mejor ejemplo de todos era el de Pasha Ivanov, físico, favorito del Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas, que empezó sólo con un fondo falso para investigación y un buen día puso el ojo en Siberian Resources, una enorme empresa de madera, aserraderos y cien mil hectáreas de los mejores árboles de la Madre Rusia. Fue como si un pececito se tragara una ballena. Ivanov compró algunas deudas sin importancia de Siberian e hizo juicios en tribunales de poco movimiento y jueces corruptos. En Siberian Resources ni siquiera estaban enterados de los juicios, hasta que los derechos de propiedad pasaron a Ivanov. Pero la gerencia no se echó atrás. Contaban con sus propios jueces y tribunales y presentaron batalla hasta que Ivanov hizo un arreglo con la base local del ejército. A los oficiales y las tropas no se les pagaba desde hacía meses, de modo que Pasha Ivanov los contrató para irrumpir en el aserradero. Los tanques no llevaban armas, pero un tanque es un tanque, e Ivanov, al mando del primero, derribó las puertas.

Aquella fiesta representaba lo más cerca que Arkady había estado en su vida del círculo mágico de los superadinerados. Y se sentía fascinado a pesar de sí mismo. No obstante, Zhenya lo estaba pasando mal. Cuando Arkady vio a través de los ojos del niño, la fiesta perdió todo el color. Los demás niños eran mucho más ricos en dinero, teléfonos celulares, padres, confianza en sí mismos; un niño de un refugio era, por definición, un abandonado. La mascarada que había planeado Arkady se revelaba una prueba cruel y estúpida. Por muy rencoroso o poco comunicativo que fuera Zhenya, no se merecía aquello.

—¿Ya se van? —preguntó Timofeyev.

—Mi amigo no se siente bien —respondió Arkady, señalando con la cabeza a Zhenya.

—Qué pena ser tan joven y no gozar de buena salud – Timofeyev hizo un débil esfuerzo por sonreír. Aspiró por la nariz y apretó un pañuelo que tenía en la mano. Arkady le notó unos puntos marrones en la camisa. —Yo debería de haber iniciado una obra de beneficencia como ésta. Debería de haber hecho más. ¿Sabía que Pasha y yo nos criamos juntos? Fuimos a las mismas escuelas el mismo instituto científico. Pero nuestros gustos eran por completo diferentes. A mí nunca me atrajeron las mujeres. Más bien los deportes. Por ejemplo, Pasha tenía un salchicha, y yo, galgos rusos.

—¿Ya no?

—Lamentablemente, no, no podría… En la investigación dije que hicimos todo lo que pudimos, dada la información que teníamos.

—¿Qué investigación? —no se trataba de la de Arkady.

—Pasha decía que no era cuestión de culpabilidad o inocencia, que a veces la vida de un hombre no era más que una reacción en cadena.

—¿Culpabilidad por qué? —Arkady quería detalles específicos.

—¿Le parezco un monstruo?

—No —Arkady pensó que, aunque Lev Timofeyev hubiera contribuido a construir un gigante financiero mediante la corrupción y el robo, no era necesariamente un monstruo. Parecía un deportista otrora saludable que iba encogiéndose dentro de la ropa. Tal vez era dolor por la muerte de su mejor amigo, pero su palidez y sus mejillas hundidas sugerían a Arkady el florecimiento de una enfermedad y, quizá, del miedo. De los dos, Pasha había sido siempre el aventurero, aunque Arkady recordaba que Rina había mencionado algún crimen secreto en el pasado—. ¿Esto tiene que ver con Pasha?

—Tratábamos de ayudar. Cualquier que hubiera tenido la misma información habría sacado idéntica conclusión.

—¿Que era…?

—Todo estaba encaminado, las cosas estaban bajo control. Sinceramente creíamos que así era.

—¿Qué cosas? —Arkady no entendía nada. Timofeyev parecía haber tomado por un rumbo por completo diferente.

—Y pedimos disculpas en persona, cara a cara. ¿Quién lo habría hecho?

—No sé.

—¿Era una carta de amenaza? ¿La tiene usted?

Rina lo llamó desde el casino. Estaba espectacular, centelleante con un enterizo plateado que combinaba con el tema espacial de la jornada.

—Arkady, ¿no ha perdido a nadie?

Zhenya había desaparecido del lado de Arkady, para reaparecer junto a las mesas de juego. Había mesas de póquer y blackjack, era los amigos de Rina habían optado por la clásica ruleta, y allí estaba Zhenya, aferrando su libro y evaluando adusto cada apuesta a medida que las hacían. Arkady se excusó con Timofeyev pero le prometió volver.

—Quiero presentarle a mis amigos, Nikolai y Leo —le dijo Rina—. Son muy divertidos, y están perdiendo mucho dinero. Por lo menos, hasta que llegó su amiguito.

Nikolai Kuzmitch, que había acaparado el mercado del níquel, era un sujeto bajo y expeditivo, que colocaba apuestas en todo el paño. Leonid Maximov, el rey del vodka, era fornido y fumaba un cigarro. Jugaba de forma más pausada —matemático, después de todo—, con el simple sistema de progresión que había arruinado a Dostoievski: doblando y redoblando, en rojo, rojo, rojo, rojo, rojo. Si perdían diez o veinte mil dólares en una vuelta de la bolilla de la ruleta, era por caridad y ganaban respeto. De hecho, cuando se retiraban las fichas, perder se tornaba febrilmente competitivo, un signo de exuberancia… es decir, hasta que Zhenya se ubicó entre los dos millonarios. A cada generosa apuesta, Zhenya echaba a Kuzmitch esa clase de mirada de lástima que se dirige a un idiota, y cada trillado doble al rojo de Maximov provocaba en Zhenya un suspiro de desdén. Maximov movió sus fichas al negro, y Zhenya sonrió con suficiencia ante su inconstancia; Maximov volvió a ubicarlas en el negro, y Zhenya, sin cambiar de expresión, dio la sensación de revolear los ojos.

—Qué niñito perturbador, ¿no? —dijo Rina—. Casi ha paralizado el juego.

—Tiene ese poder —admitió Arkady. Notó que, mientras tanto, Timofeyev se había mezclado con la multitud.

Kuzmitch y Maximov dejaron la mesa disgustados; pero pusieron cara sonriente para Rina y dieron a Arkady una bienvenida profesional que indicaba que nada tenían que temer de él; hacía años que compraban y vendían investigadores.

Dijo Kuzmitch:

—Rina nos ha comentado que usted está ayudando a atar los cabos sueltos en el caso de Pasha. Qué bien. Queremos que la gente se tranquilice. Las empresas rusas están en una fase totalmente nueva. La época dura ya no va.

Maximov asintió. Arkady pensó en carnívoros jurando que dejarían de comer carnes rojas. No creía que pertenecieran a la mafia, aunque era de esperar que un hombre supiera defenderse y hasta poseyera un ejército privado si hacía falta. Pero habían pasado por esa fase, y ahora que cada uno poseía su fortuna, ambos abogaban con firmeza por la ley y el orden.

Arkady preguntó si Ivanov había mencionado alguna inquietud o amenaza o algún nombre nuevo, o si evitaba a alguien, o si hablaba de su salud. No, respondieron los dos, salvo que no se sentía bien en los últimos tiempos.

—¿Mencionó la sal?

—No.

Maximov se sacó el cigarro de la boca para decir:

—Cuando me enteré de lo de Pasha quedé destruido. Éramos competidores, pero nos respetábamos y nos caíamos bien.

Agregó Kuzmitch:

—Pregúntele a Rina. Pasha y yo peleábamos por negocios todo el día, y después nos divertíamos toda la noche como los mejores amigos.

—Hasta fuimos de vacaciones juntos —añadió Maximov.

—¿A Saint-Tropez, por ejemplo? —preguntó Arkady. ¿Con bomba y todo?, agregó para sí.

Los dos hombres dieron un respingo, como si les hubieran echado algo desagradable en la bebida. Arkady observó que llegaba el coronel Ozhogin y susurraba algo al oído del fiscal Zurin. Unos guardias empezaron a avanzar en dirección a la mesa de ruleta, y Arkady intuyó que su tiempo entre la elite era limitado. Kuzmitch comentó que iría unos días a Estambul, piloteando su avión. Lo acompañarían Maximov y unas seis o siete chicas simpáticas, y Arkady también podía ir. Las cosas podían arreglarse. Había una sugerencia implícita de que quizá fueran demasiadas chicas para sólo dos hombres. Rina, por supuesto, era más que bienvenida.

—Son como un club de muchachos —le comentó ella a Arkady—. Unos chiquillos glotones.

—¿Y Pasha?

—Presidente del club.

—Rina lo enderezó —dijo Kuzmitch.

—Si yo pudiera conocer a una mujer como Rina, también sentaría cabeza —afirmó Maximov—. Si sigo así, tanto vino, mujeres y música podrían resultarme fatales.

—¿Dónde estaban los dos cuando se enteraron de lo de Pasha? —preguntó Arkady.

—Yo estaba jugando squash. Mi entrenador se lo confirmará. Me senté en el piso de la cancha y lloré.

—Yo estaba en Hong Kong –dijo Kuzmitch. —Volví de inmediato, en avión. Me preocupaba por Rina.

—Todas estas preguntas… Fue suicidio, ¿no? —dijo Maximov.

—Es trágico, pero sí —Zurin había aparecido junto a la mesa. Sujetó a Zhenya con firmeza por un hombro—. Mi oficina se encargó del asunto, pero no hubo motivos para hacer una investigación. No fue más que un hecho trágico.

—¿Entonces por qué…? —Kuzmitch echó una mirada a Arkady.

—Meticulosidad. Aunque creo que puedo asegurarle que ya no habrá más preguntas. ¿Podrían disculpamos, por favor? Necesito hablar unas palabras con mi investigador.

—Estambul —le recordó Kuzmitch a Arkady.

—Dele un día de descanso a este hombre —dijo Maximov a Zurin—. Trabaja demasiado.

El fiscal se llevó a Arkady.

—¿Lo está pasando bien? ¿Cómo entró?

—Estoy invitado, con mi amigo —Arkady recuperó a Zhenya.

—¿Para hacer preguntas y difundir rumores?

—¿Sabe qué rumor oí yo?

—No tengo idea —Zurin seguía llevándose a Arkady y al niño.

—Oí que lo nombraron a usted director de la compañía. Que le encontraron un lugar en la junta directiva, y ahora usted se está ganando su sustento.

Zurin los alejó un poco más.

—Ahora sí que la ha embarrado. Ha ido demasiado lejos.

Los alcanzó Ozhogin, que agarró a Arkady por el hombro con un pulgar de acero que le llegó hasta el hueso.

—Renko, tendrá que aprender modales, si es que alguna vez quiere trabajar para Seguridad NoviRus —el coronel palmeó a Zhenya en la cabeza, y el niño apretó con fuerza la mano de Arkady.

—¿Cómo se atreve a venir acá? —exclamó Zurin.

—Usted me dijo que preguntara.

—Pero no en una reunión de beneficencia.

—¿Se acuerda del disco que Hoffman no quería darnos? —Ozhogin le hizo ver apenas un CD plateado.

—Ah, debe de ser ése —respondió Arkady—. ¿Hoy anda rompiendo piernas o brazos?

—Su investigación ha terminado —dijo Zurin—. Colarse en una fiesta arrastrando a un niño sin techo es algo inexcusable.

—¿Esto significa que me destinará a otra tarea?

—Esto significa una medida disciplinaria —contestó Zurin, cansado, como si dejara en el suelo una piedra muy pesada—. Significa que usted está acabado.

Así era como se sentía Arkady: acabado. También sentía que quizá se había extralimitado con Zurin. Hasta los vendidos tienen su orgullo.

Y se marchó con Zhenya, desandando camino, lejos del círculo de hombres importantes, pasando ante los cosmonautas, el algodón de azúcar y las parrillas humeantes, los rostros de la televisión y las llamas azules y los extraterrestres en zancos. De la cancha de tenis despegó un cohete, que se elevó alto en el cielo azul y estalló en una lluvia de flores de papel. Cuando descendió el último de los pétalos, Arkady y Zhenya habían salido por las grandes puertas. Mientras tanto, Bobby Hoffman esperaba en el auto de Arkady, con la nariz ensangrentada metida en un pañuelo, la cabeza echada hacia atrás para proteger la chaqueta que le había regalado Ivanov.

En el camino, Zhenya miraba a Arkady con ojos entornados. El investigador había descendido a una velocidad vertiginosa desde las alturas de la Nueva Rusia hasta una puerta por donde lo echaron a patadas. Un descenso tan veloz que hasta a Zhenya le llamó la atención.

—¿Qué va a pasar? —preguntó Hoffman.

—¿Quién sabe? Una carrera nueva. Estudié leyes en la Universidad de Moscú; tal vez pueda hacerme abogado. ¿Me ves como abogado?

—¡Ja! —Hoffman lo pensó un segundo—. Es raro, pero tienes algo que me recuerda a Pasha. No eres tan inteligente, bien lo sabe Dios, pero sí tienes una cualidad de él. Uno no podía darse cuenta de si las cosas le resultaban graciosas o tristes. Era como si pensara: «¿Ya mí qué?». Especialmente hacia el final.

Arkady preguntó a Zhenya:

—¿Eso está bien? ¿Tener las cualidades de un muerto? —el niño apretó los labios—. ¿Depende? Yo pienso lo mismo.

Zhenya no había comido. Se detuvieron en un puesto de pirozhki y encontraron, del otro lado, una casa inflada que representaba una cabaña fea, sostenida sobre unas patas de gallina. La rodeaba una cerca, también inflada, de huesos y cráneos, y en el techo estaba parada la bruja. Baba Vaga, con el mortero con que volaba. En el libro de cuentos de Zhenya, Baba Vaga se comía a los niños que se acercaban a su cabaña. Esta cabaña, en cambio, estaba llena de niños que saltaban en un piso trampolín cubierto con pelotas de espuma de goma de colores. Niños y niñas salían por una puerta y entraban corriendo por otra mientras arriba la bruja mecánica soltaba su espantosa risa cacareante. Zhenya dejó el juego de ajedrez y entró en la vivienda de la bruja, embelesado.

—Gracias por traerme —dijo Hoffman—. No conduzco en Rusia. Conducir acá es como dar vueltas sin fin al Arco de Triunfo.

—No sabría decirte. ¿Cómo está tu nariz?

—Me la golpeó Ozhogin. Ni siquiera fue un golpe. Me mostró el disco, levantó la mano y me reventó un vaso sanguíneo, sólo para humillarme.

—Es un día de narices ensangrentadas. A Timofeyev le pasaba lo mismo —ahora que lo pensaba, en los videotapes también Ivanov llevaba un pañuelo contra la nariz.

Hoffman se inclinó hacia adelante.

—¿Te comenté que le caes tan bien como yo?

—No sé por qué —la perspectiva de volver a encontrarse con Ozhogin le dio ganas de mejorar, levantar pesas, hacer ejercicio con regularidad. Encendió un cigarrillo—. ¿Dónde escondiste el disco?

—Sabía que Ozhogin buscaría en mi departamento, así que lo guardé en mi armario del gimnasio. Lo pegué con cinta en un lugar invisible. No sé cómo lo encontró.

—¿Vas muy seguido el gimnasio, Bobby?

—No. Sólo una vez cada… —Hoffman se encogió de hombros.

—Ahí tienes.

—Ah, y ahora que tienen el disco la oferta es: «Abandonas el país o vas a la cárcel». Los hice enojar. Que se vayan a la mierda. Volveré.

—¿Y Rina?

—Te diré algo de Rina —Bobby se sacó de la chaqueta unas migas de pirozhki—. Es una muchachita adorable, pero Pasha la dejó bien acomodada, y dentro de un año lo más importante de su vida serán los espectáculos de modas. Y dirigirá la fundación de Pasha, que la mantendrá ocupada. Todos ganan, menos tú y yo. Y yo voy a volver a la carga.

—O sea que quedo sólo yo.

—En el fondo de la cadena alimentaria. Te diré algo más: la empresa está muerta.

—¿NoviRus?

–Kaput. Lo único que la mantenía en pie era Pasha —Bobby se tocó la nariz con delicadeza—. Tal vez Timofeyev haya sido un buen científico en otros tiempos, pero para los negocios es un desastre. No tiene garra, ni imaginación. Nunca entendí por qué Pasha lo conservaba. Y ni hablar de que se está desmoronando ante la vista de todos. En seis meses, ¿sabes quién manejará NoviRus? Ozhogin. Es policía. Sólo que no puedes manejar un ente comercial tan complejo siendo policía; tienes que ser general. Kuzmitch y Maximov no ven la hora de sacarlo. Cuando hayan terminado con Ozhogin, de él no quedarán ni los huesos. Es la cadena alimentaria, Renko. Si entiendes la cadena alimentaria, entiendes el mundo.

Arkady contempló a Zhenya, que rebotaba en la cabaña inflable, entrando y saliendo de su campo visual. Le preguntó a Hoffman:

—¿Que sabes de Anton Obodovsky?

—¿Obodovsky? —Bobby levantó las cejas—. Un tipo duro, de la mafia local; robó unos camiones nuestros y vació unos tanques de combustible. Tiene pelotas, eso te lo concedo. Ozhogin me lo señaló en la calle, una vez. Obodovsky pone nervioso al coronel. Eso me gustó.

Cuando Zhenya emergió al fin de la casa inflada, emprendieron el viaje de regreso. Hoffman y Zhenya jugaban al ajedrez sin tablero, diciendo en voz alta sus jugadas: el niño anunciaba «E2 a E4» desde el asiento de atrás y enseguida Hoffman le contestaba «B7 a B6» desde el de adelante. Arkady pudo seguirlos en las diez primeras movidas, y después era como escuchar una conversación entre robots, de modo que se concentró en sus propias y reducidas perspectivas.

Era imposible que lo echaran por incompetencia. La incompetencia se había vuelto la norma bajo la vieja ley, cuando los fiscales no tenían que enfrentarse en los tribunales con ningún desafío de abogados trepadores y siempre había a mano pruebas y confesiones convenientes. Se permitía la bebida: a un investigador borracho acurrucado en el asiento trasero de un auto se lo trataba con la misma amabilidad que a una abuela achacosa. La corrupción, sin embargo, tenía sus bemoles. Aunque era tanto el combustible como el lubricante de la vida rusa, un investigador acusado de corrupción siempre provocaba la indignación pública. Había un cuadro, El paseo en trineo, en el que un conductor de troika arroja a una muchacha horrorizada a una manada de lobos que los persigue. Zurin era como ese conductor. Recopilaba los antecedentes de sus propios investigadores y cada vez que se le acercaba la prensa les arrojaba una víctima. Arkady no tenía motivo alguno para sentirse horrorizado o sorprendido.

Le preguntó a Hoffman:

—¿Timofeyev está resfriado, o suele sangrarle la nariz?

—Él dice que está resfriado.

—En la camisa tenía unas manchas que parecían sangre seca.

—Tal vez se manchó al sonarse la nariz.

—¿Pasha sufría hemorragias nasales?

—A veces —respondió Hoffman, todavía inmerso en la partida de ajedrez.

—¿Estaba resfriado?

—No.

—¿Tenía alguna alergia?

—No. G5 a F3.

—H4 a G3 —dijo Zhenya.

—¿Fue a ver un médico? —preguntó Arkady.

—No quería.

—¿Estaba paranoico?

—No sé. Nunca lo vi de ese modo. No era tan evidente, porque todavía estaba en la cima. G3 a H5.

—G3 a H2, jaque —dijo Zhenya.

—G1 a H2.

—C6 a H3, mate.

Hoffman levantó las manos como si diera vuelta el tablero.

—¡Mierda!

—El niño es bueno —comentó Arkady.

—¿Quién sabe, con estas distracciones?

Zhenya ganó dos partidas más antes de que llegaran al refugio para niños. Arkady lo acompañó hasta la puerta, y Zhenya entró sin mirar atrás, lo que era a un tiempo más y menos que desdén. Cuando Arkady volvió al auto, Hoffman cerraba su teléfono celular.

—Es judío —dijo Hoffman.

—El apellido es Lysenko. No es judío.

—Acabo de jugar al ajedrez con él. Es judío. ¿Puedes dejarme en la estación Mayakovski del subterráneo? Gracias.

—¿Te gusta Mayakovski?

—¿El poeta? Claro. «Mírame, mundo, y envídiame. ¡Tengo un pasaporte soviético!» A continuación se voló los sesos. ¿Cómo no me iba a gustar?

Mientras manejaba, Arkady miraba de reojo a Hoffman, que ya no era el despojo lloriqueante del día anterior. Ese Hoffman no podría haber jugado al ajedrez con nadie. Este Hoffman iba de la poesía a la ligera jactancia, sin demasiados detalles, sobre una variedad de chanchullos comerciales —empresas pantalla y remates secretos— que él e Ivanov habían perpetrado juntos.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Arkady.

—Bastante decepcionado.

—Te han humillado y despedido. Deberías estar furioso.

—Lo estoy.

—Y perdiste el disco.

—Ése era mi as en la manga.

—Lo estás llevando bien, considerando la situación.

—No puedo dejar de pensar en ese niño. Tal vez tú no lo valores, Renko, pero eso fue ajedrez en un muy alto nivel.

—Sin duda así sonaba. Guardar el disco, ocultar el disco, usarme a mí ya mi lastimosa investigación para dar la impresión de que el disco era importante, y por último dejar que Ozhogin lo encontrara en tu gimnasio, nada menos. ¿Qué pusiste en el disco? ¿Qué va a pasar en NoviRus cuando ese disco cumpla su función?

—No tengo idea de lo que estás hablando.

—Eres experto en computación. El disco es veneno.

El cielo se oscurecía tras los carteles iluminados que solían recitar: «¡El Partido es la vanguardia de los trabajadores!», y ahora mostraban publicidades de coñac añejado en barriles. Monedas de neón rodaban encima del toldo de un casino e iluminaban una hilera de Mercedes y camionetas 4 x 4.

—¿Cómo lo sabrás? —Hoffman se retorció en el asiento—. Me bajo. Acá está bien.

—No llegamos a la estación.

—Escucha, imbécil: te dije que esta esquina está bien.

Arkady detuvo el auto y Bobby se bajó. Arkady se estiró sobre el asiento y bajó el vidrio de la ventanilla.

—¿Ésta es tu despedida?

—Renko, ¿por qué no te vas a la mierda? No entenderías.

—Entiendo que me armaste un embrollo.

—Tú no entiendes.

Los conductores detenidos detrás de Arkady le gritaron para que siguiera andando. Rara vez se usaban las bocinas si se podía recurrir a las amenazas. Un viento perseguía pedazos de papel alrededor de la esquina.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—Que mataron a Pasha.

—¿Quiénes?

—No sé.

—¿Lo empujaron?

—No sé. ¿Qué importa? Ibas a abandonar.

—No hay nada que abandonar. No hay investigación.

—¿Sabes lo que decía Pasha? «Tod se entierra, pero nada queda enterrado el tiempo suficiente».

—¿Y eso significa…?

—Significa que acá están las malas noticias: Rina es puta, yo soy una mierda y tú eres un perdedor. Hasta ahí llegamos. Todo este lugar está jodido. Sí, te usé, ¿y qué? Todos usan a todos. Es lo que Pasha llamaba una reacción en cadena. ¿Qué esperas de mí?

—Ayuda.

—¿Como si siguieras en el caso? —Bobby alzó la vista al cielo nublado, a las monedas de oro del casino, a las puntas de sus zapatos—. A Pasha lo mataron; eso es todo lo que sé.

—¿Quiénes?

Bobby susurró:

—Guárdense su maldito país.

—¿Cómo…? —comenzó Arkady, pero el Mercedes color plomo de atrás avanzó un poco y abrió de golpe su puerta trasera.

Bobby Hoffman subió y la cerró, ocultándose tras el acero y el vidrio oscuro, aunque no antes de que Arkady viera un portafolio en el asiento. De modo que el automóvil no se hallaba allí por casualidad; su presencia estaba arreglada de antemano. De inmediato se alejó, mientras Arkady lo seguía en el Zhiguli. En tándem, los dos vehículos pasaron la estación Mayakovski y continuaron hacia el norte. ¿Adónde se dirigía? Ya estaba demasiado oscuro para dar una caminata soleada por la playa de Serebryaniy Bor, y era demasiado tarde para las carreras del hipódromo. Pero estaba el aeropuerto. De Sheremetyevo salían vuelos vespertinos hacia todas partes, y Hoffman había entrado y salido del aeropuerto lo bastante seguido como para sobornar a la mitad del personal. Conseguiría un pasaje a Egipto o la India o algún ex país soviético, a cualquier parte que no tuviera tratado de extradición con los Estados Unidos. Lo harían pasar con rapidez por seguridad, lo conducirían a la primera clase y le ofrecerían champaña. Bobby Hoffman, fugitivo veterano, volvía a ganarle de mano; una vez que hubiera atravesado seguridad, se hallaría fuera del alcance de Arkady.

Aunque Arkady no tenía autoridad alguna para impedir que Hoffman se fuera. Sólo quería preguntarle qué era lo que estaba enterrado. Y qué había querido decir cuando afirmó que a Pasha lo habían matado «de algún modo». ¿Lo habían empujado, o no? El chofer de Hoffman levantó una mano para colocar una luz azul sobre el techo del auto y se precipitó por el carril de máxima velocidad. Arkady colocó su propia luz policial y fue avanzando en zigzag de carril en carril para mantenerse cerca. Nadie aminoró la velocidad. Los conductores rusos juraban al nacer no aminorar jamás —pensó Arkady—, así como los pilotos rusos despegaban siempre, hiciera el clima que hiciere.

Pero los coches se vieron obligados a frenar y pasar como podían alrededor de una fogata encendida en medio de la ruta. Arkady pensó que se trataba de un accidente, hasta que vio unas figuras que bailaban en torno del fuego, ejecutando saludos a lo Hitler y destrozando con piedras y barras de acero los parabrisas y los faros delanteros de los coches que pasaban. Al acercarse no vio madera, sino un automóvil ennegrecido que se retorcía en las llamas y arrojaba el humo acre del plástico quemado. Cincuenta figuras, o más, sacudían un ómnibus. Por la puerta del vehículo bajó una mujer que salió corriendo a los gritos. Un Zaporozhets de tres ruedas, apenas más grande que una motocicleta, se metió por delante de Arkady y le embistió el guardabarros. Adentro iban un hombre y una mujer, quizás árabes. Cuatro sujetos con la cabeza afeitada y un estandarte blanco y rojo se aglomeraron alrededor del auto. El más corpulento lo levantó de modo que las ruedas de adelante quedaron girando en el aire, mientras otro, con la barra de hierro, rompía la ventanilla del lado del pasajero. Arkady alzó los ojos hacia las torres de iluminación del estadio de Dynamo, que resplandecían más adelante, y entendió lo que ocurría.

Dynamo estaba jugando contra Spartak. El club de fútbol Dynamo era patrocinado por la milicia, y Spartak era el favorito de grupos de skinheads como los Carniceros Locos y los Naranjas Mecánicas. Los skinheads apoyaban a su club pisoteando a los hinchas de Dynamo que encontraban por la calle. A veces iban un poco más lejos. El que aferraba el frente del Zaporozhets se había desgarrado la camisa para mostrar un ancho pecho tatuado con una cabeza de lobo, y sus brazos ostentaban esvásticas. Su amigo terminó de romper la ventanilla con la barra de metal y sacó a la mujer a la rastra, gritándole: «¡Saca tu culo negro de un auto ruso!». La mujer salió con una mejilla cortada y el pelo y el sari salpicado de vidrio. Arkady reconoció a la señora Rajapakse. Los otros dos skinheads golpeaban la ventanilla del señor Rajapakse con barras de acero.

Arkady no tuvo conciencia de cómo se bajó del Zhiguli. De pronto se encontró apuntando con un arma a la cabeza del skinhead que sujetaba el parachoques.

—Suelta el auto.

—¿Te gustan los negros? —el fortachón le escupió el impermeable.

Arkady le pateó la rodilla desde el costado. No supo si se rompió, pero cedió con un satisfactorio chasquido. Mientras el hombre daba contra el suelo aullando de dolor, Arkady se acercó al hincha de Spartak que aplastaba al señor Rajapakse contra el capó. Dado que los skinheads llenaban la calle y el cargador de la pistola de Arkady tenía sólo trece disparos, optó por una vía intermedia.

—Si tú… —había empezado a decir el hombre cuando Arkady le pegó con la pistola.

Mientras Arkady rodeaba el auto, los skinheads armados con barras despejaron un poco el lugar, para atacar. Eran tipos altos, con borceguíes y nudillos ensangrentados. Uno dijo:

—Tal vez agarres a uno, pero no nos agarrarás a los dos.

Arkady se dio cuenta de algo. No tenía ningún cargador en su pistola. Lo había quitado para el paseo con Zhenya. Y nunca llevaba uno encima.

—Entonces, ¿cuál de los dos será? —preguntó, y apuntó primero a uno y después al otro—. ¿Cuál es el que no tiene madre? —a veces las madres son monstruos, pero en general les importa si sus hijos mueren en la calle. Y los hijos lo saben. Al cabo de una larga pausa, las manos de los dos muchachos que aferraban las barras se aflojaron. Les asqueaba Arkady por haber usado una táctica tan baja, pero los dos retrocedieron y se marcharon, arrastrando a sus camaradas heridos.

Mientras tanto, la refriega se había generalizado. De varios camiones bajaban montones de milicianos y los skinheads destrozaban postes de ómnibus al desbandarse a la carrera. Los Rajapakse limpiaban los vidrios de los asientos de su auto. Arkady se ofreció a llevarlos a un hospital, pero casi lo atropellaron en su prisa por hacer un giro en U y abandonar el lugar.

Rajapakse gritó por la ventanilla rota:

—Gracias. Ahora váyase, por favor. Usted es loco, tan loco como ellos.

Sosteniendo en alto su identificación, Arkady fue hasta el auto quemado. Había víctimas de los skinheads tiradas en el camino y los costados, sollozando entre espejos laterales rotos, camisas desgarradas, zapatos. Llegó hasta una línea de barricadas que la milicia había erigido rápida y tardíamente en el terreno del estadio. No se veía a Hoffman por ninguna parte, pero por todos lados había pedazos de vidrio oscuro.

El ascensorista era el ex guardia del Kremlin al que Arkady ya había entrevistado. Mientras pasaban los pisos, miró a Arkady de arriba abajo.

—Necesita un código.

—Lo tengo —Arkady se puso unos guantes de látex.

El ascensorista se hizo a un lado, mostrando el entrenamiento de un viejo perro guardián. En el décimo piso todavía no sabía si sacar o no un teléfono celular del bolsillo.

—Primero debo llamar al coronel Ozhogin.

—Cuando llame, cuéntele al coronel de la falla de seguridad en el edificio el día en que murió Ivanov; cuéntele que usted clausuró el ascensor a las once de la mañana y revisó cada departamento, piso por piso. Explíquele por qué no informó de esa falla en aquel momento.

Con un leve gemido, el ascensor se detuvo en el décimo piso. El ascensorista se balanceó un instante, con expresión desdichada. Al fin dijo:

—En la época soviética teníamos guardias en todos los pisos. Ahora tenemos cámaras. No es lo mismo.

—¿Revisó el departamento de Ivanov?

—No tenía el código.

—Y no quiso llamar a Seguridad NoviRus y decirle por qué lo necesitaba.

—Revisamos el resto del edificio. No sé por qué el recepcionista estaba preocupada. Le parecía haber visto una sombra, algo. Le dije que si a él se le pasaba algo por alto, el hombre que vigilaba la pantalla en NoviRus lo vería. En mi opinión, no pasó nada. No hubo ninguna falla.

—Bien, ahora sabe el código. Después de que me deje entrar, puede hacer lo que quiera.

Se abrieron las puertas del ascensor y Arkady entró en el departamento de Ivanov por tercera vez. En cuanto las puertas se cerraron, presionó el botón del teclado del vestíbulo que impedía entrar a cualquier otro. Ahora el ascensorista podía llamar a quien quisiera, porque el departamento estaba, como había dicho Zurin, sellado para el resto del mundo.

Con sus paredes blancas y sus pisos de mármol, era un hermoso caparazón. Encendió las luces habitación por habitación y vio que otros visitantes lo habían precedido. Alguien había limpiado los rastros de la vigilia de Hoffman en el sofá, lavado la copa de coñac y acomodado los almohadones. La galería de fotos de Pasha Ivanov todavía adornaba la pared de la sala, aunque ahora parecía tristemente superflua. Las únicas fotos que faltaban eran las de Rina con Pasha que antes había en el dormitorio. Y sin duda Ozhogin había estado en la escena, porque la oficina se hallaba desnuda de todo aquello que, encriptado o no, pudiera contener algún dato de NoviRus: computadora, dispositivo para zip, libros, CD, carpetas, teléfono y contestador automático. En la sala de custodia habían desaparecido todos los videos y los discos. El botiquín del baño estaba vacío. Arkady apreció la meticulosidad profesional.

No sabía con exactitud qué buscaba, pero ésa era su última oportunidad de buscar algo. Recordó el elfo islandés, el diablillo que no era más que una cabeza y un pie, que sólo podía verse por el rabillo del ojo. Si se lo miraba directamente, desaparecía. Puesto que se habían llevado todos los elementos obvios, Arkady debería conformarse con revelaciones vislumbradas. O la sombra persistente de algo de lo que se habían llevado.

Por supuesto, el hogar de un «nuevo ruso» debía estar libre de sombras. Nada de historia, ni preguntas, ni incómodas legalidades, sólo un limpio salto al futuro. Abrió la ventana de la cual había caído Ivanov. Las cortinas flamearon hacia el lado de afuera. A Arkady se le aguaron los ojos por el frío del aire.

El coronel Ozhogin había sacado todo lo que guardaba alguna relación con asuntos de negocios; pero lo que Arkady había visto de la última noche de Pasha Ivanov entre los vivos no guardaba relación alguna con los negocios. NoviRus no estaba en absoluto al borde del colapso. Eso podía ocurrir pronto, estando Timofeyev al timón, pero hasta el último aliento de Ivanov, NoviRus era una empresa próspera y voraz, que engullía compañías a un ritmo imparable y se defendía por igual de los competidores gigantes y los predadores de poca monta. Tal vez un ninja había bajado del techo como una araña, o Anton se había escabullido por entre las rejas de Butyrka; en cualquiera de ambos casos, se tratada de un homicidio profesional que Arkady tenía pocas esperanzas realistas de resolver. Sin embargo, persistía en él la sensación de que Pasha Ivanov huía de algo más personal. Había impedido a todos la entrada en el departamento, incluida Rina. Arkady recordó cómo había llegado Ivanov su último día, con un pañuelo en una mano y en la otra un portafolio de aspecto liviano, como si no se hallara cargado de informes financieros. ¿Qué había en el portafolio cuando Arkady lo vio sobre la cama? Una bolsa de zapatos y un cargador de teléfono celular. ¿Acaso Ivanov, cuando se dirigía a la oficina de su departamento, se había enterado de alguna inversión desastrosa? En ese caso, Arkady imaginó a un Ivanov lloroso que bebía uno o dos whiskys antes de juntar coraje para abrir la ventana. Lo que recordaba del video, en cambio, era un Ivanov que se bajaba sin ganas del auto, entraba apresurado en el edificio, charlaba sobre perros con un vecino, subía en el ascensor con sombría determinación y echaba una mirada de despedida a la cámara de seguridad antes de bajar. ¿Corría a encontrarse con alguien? ¿Había tomado el bastón de esquí porque había oído a alguien? ¿Por qué una sola bolsa de zapatos? Porque no la estaba usando para guardar zapatos. Ivanov había ido al baño, tal vez, pero no había ingerido una cantidad suicida de pastillas. Era un hombre decidido, no de los que esperan con actitud pasiva un efecto sedante. Había hablado con la doctora Novotny lo suficiente como para preocuparla, y luego faltado a las últimas cuatro sesiones. Lo único que Arkady sabía realmente de la última noche de Ivanov era que había entrado en el departamento por la puerta y salido por la ventana, y que el piso de su vestidor estaba cubierto de sal. Y que habían encontrado sal en el estómago de Pasha. Pasha había comido sal.

Sonó el teléfono del dormitorio. Era el coronel Ozhogin.

—Renko, estoy yendo para allá. Quiero que salga ahora mismo del departamento de Ivanov Y baje al vestíbulo. Lo encontraré ahí.

—¿Por qué? Yo no trabajo para usted.

—Zurin lo despidió.

—¿Y?

—Renko…

Arkady cortó.

Ivanov había ido al dormitorio y dejado el portafolio sobre la cama. Dejó el teléfono celular al borde de la cama. Abrió el portafolio, tan concentrado en el contenido que no reparó en que había dejado caer el teléfono sobre la alfombra o lo había pateado bajo la cama, donde Víctor lo encontraría más tarde. ¿Qué sacó Ivanov de la bolsa para zapatos: un ladrillo, un arma, un lingote de oro?

Arkady repasó cada movimiento, tratando de seguir un rastro invisible. Pasha había abierto el vestidor y encontrado el piso cubierto de sal. ¿Sabía algo de una inminente escasez mundial de sal? Pasha había vuelto apresurado a su casa y comido sal, y lo único que llevaba consigo en su caída de diez pisos era un salero. Arkady dio vuelta la bolsa. Ni un grano de sal.

Lo que había en la bolsa, ¿estaba todavía en el departamento? Ivanov no lo había llevado consigo. Según recordaba Arkady, todos se concentraron en asuntos de la empresa, y la bolsa de zapatos no tenía el tamaño ni la forma para contener ni discos de computadora ni hojas de cálculo.

Volvió a sonar el teléfono. Ozhogin dijo:

—Renko, no corte…

Arkady cortó y dejó el tubo descolgado. El problema del coronel era que no tenía con qué amenazarlo. De haber sido Arkady un hombre de carrera promisoria, las amenazas habrían podido surtir efecto. Pero como ya casi con seguridad lo habían despedido de la oficina del fiscal, se sentía liberado.

Un paso atrás. A veces una persona pensaba demasiado. Arkady regresó a la cama, hizo la mímica de abrir el portafolio, sacar algo de la bolsa de zapatos e ir hacia el vestidor. Cuando éste se abrió, las luces echaron un resplandor lechoso sobre el montículo de sal que todavía cubría el piso. En la parte superior se veían las mismas señales de actividad que Arkady había visto antes: un hueco aquí, una huella allá. Ahora vio la confirmación en una mancha marrón de sangre que Ivanov había dejado al agacharse. Ivanov había sacado la cosa de la bolsa de zapatos, la había depositado en la sal y luego…: ¿qué? El salero podría haber encajado perfectamente en la depresión que había en medio de la sal. Arkady abrió un cajón de camisas de manga larga con monograma, en diversos tonos pastel. Las revisó, sin encontrar nada; cerró el cajón y oyó que algo se movía.

Abrió de nuevo el cajón y, en el fondo, debajo de las camisas, encontró un pañuelo ensangrentado que envolvía un dosímetro de radiación del tamaño de una calculadora. Tenía sal incrustada en la costura de la funda de plástico rojo. Tomó el dosímetro por una punta, para no dejar huellas, lo encendió y vio que en la pantalla digital los números volaban a 10.000 puntos por minuto. Arkady recordaba, del entrenamiento en el ejército, que una lectura promedio de radiactividad de fondo rondaba los 100 cpm. Cuanto más acercaba el medidor a la sal, más subía la lectura. A los 50.000 cpm los números se detuvieron.

Salió del vestidor. Le picaba la piel, se le había secado la boca. Recordó a Ivanov abrazando el portafolio en el ascensor, y su mirada a la cámara. Ahora comprendió esa vacilación. Pasha juntaba, coraje, ya en el umbral. Arkady encendió y apagó el medidor, lo encendió y lo apagó, hasta que volvió a cero. Recorrió el hermoso departamento blanco de Pasha. Los números cambiaban a cada paso mientras él caminaba como un ciego con su bastón entre unas llamas que sólo percibía mediante el medidor. El dormitorio ardía, la oficina ardía, la sala ardía, y en la ventana abierta las cortinas aspiradas por el viento nocturno flameaban y se agitaban señalando la salida más rápida de un incendio invisible.