En el video en blanco y negro, los dos Mercedes se acercaban a la cámara de seguridad de la calle, y unos guardaespaldas —hombres robustos, aun más inflados por los chalecos antibalas que vestían bajo el traje— bajaban del automóvil de custodia y se desplegaban hasta la entrada del edificio, cubierta por un toldo. Sólo entonces el conductor rodeo el auto principal para abrir la puerta del lado de la acera.
En una esquina de la cinta Iba marcando el tiempo un reloj digital. 21:28. 21:29. 21:30. Al fin Pasha Ivanov salía del asiento de atrás. Parecía más despeinado que el Ivanov dinámico de la galería de fotos del departamento. Por la mañana Arkady había interrogado al chofer, que le había dicho que Ivanov no había pronunciado una sola palabra en todo el trayecto desde la oficina hasta el departamento, ni siquiera una llamada por el teléfono celular.
Algo distraía a Ivanov. Dos perros salchicha tironeaban de sus correas para olfatearle el portafolio. Aunque la cinta era muda, Arkady leyó los labios del millonario: «¿Cachorritos?», le preguntó al dueño. En cuanto pasaron los perros, Ivanov apretó el portafolio contra el pecho y entró en el edificio. Arkady pasó a la cinta del vestíbulo.
El vestíbulo de mármol tenía una iluminación tan fuerte que todos se veían con una especie de halo. El portero y el recepcionista vestían chaquetas con galones; abajo llevaban pistoleras, no demasiado evidentes. Una vez que activó el botón de llamada con una llave, el portero se quedó al lado de Ivanov mientras éste se llevaba un pañuelo a la nariz. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Arkady pasó a esa cinta. Ya había entrevistado al ascensorista, ex guardia del Kremlin, canoso pero duro como una bolsa de arena.
Arkady le preguntó si él e Ivanov habían hablado. El ascensorista dijo:
—Me entrené en las escaleras del Kremlin. Los hombres importantes no mantienen charlas intrascendentes.
En la cinta, Ivanov marcaba un código en el teclado y, mientras se abrían las puertas, se volvía hacia la cámara del ascensor. La lente ojo de pez le hacía la cara desproporcionadamente grande; los ojos, encima del pañuelo que sujetaba contra la nariz, se hundía en sombras. Tal vez tenía un resfrío de verano, como Timofeyev. Al final Ivanov cruzaba las puertas abiertas, y a Arkady le pareció un actor que se apresura a salir al escenario, de pronto vacilante, de pronto apresurado otra vez. En la cinta la hora era 21:33.
Arkady cambió otra vez a la cinta de la calle y la adelantó hasta las 21:47. La acera estaba despejada; los dos automóviles se hallaban todavía junto a la acera, y se filtraban las luces del tránsito.
A las 21:48 un borrón que venía de arriba cayó en la acera. Las puertas del auto de custodia se abrieron de golpe y los guardaespaldas se desparramaron formando un círculo defensivo alrededor de algo que podía haber sido una pila de trapos con piernas. Un hombre se precipitó al edificio, otro se arrodilló a palpar el cuello de Ivanov, mientras el conductor del sedán rodeaba el automóvil corriendo para abrir una puerta trasera. El hombre que tomaba el pulso a Ivanov —o su ausencia— meneó la cabeza mientras surgía a la vista el portero, abriendo los brazos en gesto de incredulidad.
Ésa era la película de Pasha Ivanov, una historia con principio y final, pero sin medio.
Arkady hizo retroceder la cinta y miró cuadro por cuadro. La parte superior del cuerpo de Ivanov caía desde lo alto de la pantalla; los hombros levantados soportaron el impacto más fuerte de la caída.
La cabeza se doblaba por la fuerza del golpe, ya cuando entraban las piernas en el cuadro.
El tronco y el resto del cuerpo se desplomaban en un círculo de polvo que estallaba desde la acera hacia arriba.
Pasha Ivanov se depositaba en el suelo mientras las puertas del auto de custodia se abrían de golpe y, en cámara lenta, los guardaespaldas se apiñaban alrededor del cuerpo.
Arkady observó para ver si alguno del equipo de seguridad, mientras estaban en el auto y antes de que Ivanov bajara del cielo, miraba hacia arriba; después estudió las imágenes en busca de algo parecido a un salero que cayera junto con Ivanov o se soltara cor la fuerza de la caída. Nada. Y luego miró si alguno de los guardias juntaba algo después. Ninguno. Permanecían todos en la acera, tan útiles como plantas en macetas.
El portero de turno seguía mirando hacia arriba, dijo:
—Yo estaba en las Fuerzas Especiales, así que he visto paracaídas que no se abrían y cuerpos que había que levantar del suelo con cuchara, ¿pero alguien que cayera del cielo, acá? ¡E Ivanov, nada menos! Buen tipo, debo decir un tipo generoso, Pero… ¿y si se hubiera caído sobre el portero? ¿No lo pensó? Ahora, cuando me pasa por encima una paloma, me agacho.
—¿Su nombre? —pregunto Arkady.
Kuznetsov, Grisha —todavía se le notaba la marca del ejército. —Cauteloso con las autoridades,
—¿Estaba de turno hace dos días?.
—En el turno de día. No estaba acá a la noche, cuando sucedió así que no sé qué podría decirle,
—Lléveme a recorrer el lugar, si es tan amable.
—¿Qué lugar?
—El edificio, desde el frente hasta el fondo.
—¿Por un suicidio? ¿Por qué?
—Detalles irritantes,
—Detalles irritantes —murmuró Grisha mientras pasaba el tránsito. Se encogió de hombros—, está bien.
El edificio contaba con poco personal los fines de semana, según dijo Grisha; sólo él, el recepcionista y el ascensorista. Los días laborables había otros dos hombres, encargados de reparaciones, que trabajaban en la puerta de servicio y el ascensor de servicio, o recogían la basura. También se encargaban de la limpieza, si los residentes lo pedían. Las cámaras de seguridad captaban la calle, el vestíbulo, el ascensor principal y el callejón de servicio. Al fondo del vestíbulo, Grisha marcó un código en un teclado situado junto a una puerta que tenía un cartel que decía: «SÓLO PARA EL PERSONAL». La puerta se abrió y Grisha condujo a Arkady hasta un sector que consistía en un vestuario, con armarios, fregadero, microondas; un baño; una sala de máquinas con caldera y termotanque; un taller de reparaciones donde dos hombres a los que Grisha identificó como Pedo A Y Pedo B enroscaban atentamente un caño; una zona de bauleras donde los residentes guardaban alfombras, esquís y cosas semejantes; y al final una playa de estacionamiento para vehículos de carga. Todas las puertas tenían un teclado y un código diferente.
Grisha dijo:
—Debería ir a Seguridad NoviRus. Es como un búnker subterráneo. Ahí tienen de todo: plano del edificio, códigos, lo que se le ocurra.
—Buena idea —Seguridad NoviRus era el último lugar al que quería ir Arkady—. ¿Puede abrir la playa?
Al abrir la puerta entró un raudal de luz, y Arkady se encontró frente a un ancho callejón de servicio, de amplitud suficiente para contener un camión de mudanzas. Había grandes tachos de basura a lo largo de la pared de ladrillos que constituía la parte posterior de otros edificios, más bajos, cuyo frente daba a la otra calle. No obstante, había cámaras de seguridad apuntadas desde la playa donde se hallaban Grisha y Arkady hacia el callejón, y desde los edificios nuevos de cada lado. Había también una motocicleta verde y negra, una Kawasaki, debajo de un cartel que prohibía estacionar allí. La moto, semejante a una mantis religiosa, parecía veloz.
El portero arrugó la cara de tal manera que Arkady le preguntó:
—¿Suya?
—Estacionar por acá es una lata, ¡y con Pedo A y Pedo B, peor! —Grisha señaló con la cabeza hacia donde estaban los hombres—. A veces puedo encontrar un espacio y a veces no, pero no me dejan usar la playa —agregó. Mientras iban hacia la moto, Arkady reparó en un cartel de cartón sujeto al asiento: «NO TOQUE ESTA MOTO. LO ESTOY OBSERVANDO». Grisha le pidió prestado un bolígrafo y subrayó «observando»—. Así está mejor.
—Buena máquina.
—Antes tenía una Uralmoto —dijo Grisha, para hacerle saber lo lejos que había llegado en el mundo.
Arkady vio una puerta para peatones junto a la playa. Cada entrada tenía un teclado propio.
—¿La gente estaciona acá?
—Mierda, no. Los Pedos también se meten con ellos.
—¿En domingo, cuando los mecánicos no trabajan?
—¿Cuando estamos cortos de personal? Mire, no podemos dejar nuestro puesto cada vez que un coche se detiene en el callejón. Les damos diez minutos, y después los echamos.
—¿Pasó eso este domingo?
—¿Cuando saltó Ivanov? Yo no estoy por la noche.
—Entiendo, pero durante su turno, ¿el recepcionista notó algo fuera de lo común en el callejón?
Grisha se tomó un momento para pensar.
—No. Además, los domingos la parte de atrás está herméticamente cerrada. Se necesitaría una bomba para entrar.
—O un código.
—Pero aun así lo vería la cámara. Lo notaríamos.
—Por supuesto. ¿Usted estaba adelante?
—Bajo el toldo, sí.
—¿Entraba y salía gente?
—Residentes e invitados.
—¿Alguien llevaba sal?
—¿Cuánta sal?
—Bolsas y bolsas.
—No.
—¿Ivanov no llevaba sal a su casa día tras día? ¿No caía sal de su portafolio?
—No.
—¿Ninguna entrega de comestibles y sal?
—No.
—La sal la tengo yo en el cerebro, ¿no?
—Sí —respondió Grisha, despacio.
—Creo que debería hacer algo al respecto.
El Arbat era un paseo de músicos que tocaban al aire libre, dibujantes de bocetos y puestos de souvenirs que vendían collares de ámbar, muñecas campesinas, afiches retro de Lenin. El consultorio de la doctora Novotny quedaba encima de un cibercafé. La médica le dijo a Arkady que estaba a punto de jubilarse, gracias al dinero que ganaría al vender la propiedad a los constructores que planeaban abrir allí un restaurante griego. A Arkady le gustaba el consultorio tal como era, una sala adormilada con sillas de tapizado recargado y láminas de Kandinsky, fuertes manchones de color que podían ser molinos de viento, pájaros, vacas. Novotny era una mujer enérgica, de setenta años; su rostro, una máscara de líneas alrededor de unos ojos oscuros y brillantes.
—Vi por primera vez a Pasha Ivanov hace alrededor de un año, en la primera semana de mayo. Parecía un caso típico de nuestros nuevos empresarios. Dinámicos, inteligentes, adaptables; los menos indicados para buscar psicoterapia. Les gusta enviar a sus esposas o amantes; entre las mujeres es algo popular, como el shui, pero rara vez vienen los hombres. De hecho, faltó a sus primeras cuatro sesiones, aunque insistió en pagarlas.
—¿Por qué la eligió a usted?
—Porque soy una buena profesional.
—Ah —a Arkady le gustaban las mujeres que iban directo al grano.
—Ivanov dijo que le costaba dormir, que es siempre el modo como empiezan. Dicen que quieren una píldora que los ayude a dormir, pero lo que quieren es que les prescriba algo para levantarles el ánimo, cosa que estoy dispuesta a hacer sólo si forma parte de una terapia más amplia. Nos encontrábamos una vez por semana. Era un hombre entretenido, que sabía expresarse muy bien y tenía una enorme confianza en sí mismo. Al mismo tiempo, era muy reservado en ciertos aspectos, como en lo relativo a sus tratos comerciales y, por desgracia, también en lo relativo a la causa, cualquiera haya sido, de su…
—¿Depresión o miedo? —preguntó Arkady.
—Ambos, si necesita expresarlo de esa manera. Estaba deprimido, y tenía miedo.
—¿Mencionó enemigos?
—No por nombre. Dijo que lo perseguían fantasmas —Novotny abrió una caja de cigarros, tomó uno, le quitó el celofán y se enrolló la banda en un dedo—. No le estoy diciendo que él creía en fantasmas.
—¿No?
—No. Lo que le digo es que tenía un pasado oscuro. Los hombres como él llegan adonde llegan porque hacen muchas cosas extraordinarias, algunas de las cuales quizá más tarde lamenten.
Arkady describió la escena que encontró en el departamento de Ivanov. La doctora le dijo que el espejo roto por cierto podría haber sido una expresión de autoaborrecimiento, y saltar de una ventana era una manera de escapar.
—Sin embargo, para los hombres los dos motivos de suicidios más habituales son financieros y emocionales, que a menudo evidencian en una libido atrofiada. Ivanov tenía dinero, y una relación sexual sana con su amiga Rina.
—Usaba Viagra —comentó Arkady.
—Rina es mucho mas joven.
—¿Y su salud física?
—Para un hombre de su edad, era buena.
—¿No mencionó una infección o un resfrío?
—No.
—¿Surgió alguna vez el tema de la sal?
—No.
—El piso de su vestidor estaba cubierto de sal.
—Eso sí que es interesante.
—Pero usted dice que hace poco falto a unas sesiones.
—Durante todo un mes, y antes de eso otras, esporádicamente.
—¿Mencionó algún atentado contra su vida?
Novotny hizo girar la banda de papel del cigarro alrededor del dedo.
—No en tantas palabras. Dijo que tenía que ganar la delantera.
—¿A los fantasmas, o a alguien real?
—Los fantasmas pueden ser muy reales. En el caso de Ivanov, sin embargo, creo que lo perseguían tanto fantasmas como alguien real.
—¿Usted cree que era un suicida?
—Sí. Pero al mismo tiempo era un sobreviviente.
—Teniendo todo en cuenta, ¿usted cree que se mató?
—Podría ser. ¿Fue así? El investigador es usted —adoptó una expresión ceñuda pero comprensiva—. Lo lamento, ojalá pudiera ayudarlo más. ¿Quiere un cigarro? Es cubano.
—No, gracias. ¿Usted fuma?
—Cuando era niña, todas las mujeres interesantes y modernas fumaban cigarros. Una cosa más, investigador. Tuve la impresión de que los accesos de depresión de Ivanov eran de naturaleza cíclica. Siempre en la primavera, siempre a principios de mayo. Es más: Justo después del Día de los Trabajadores. Pero debo confesarle que el Día de los Trabajadores siempre me ha deprimido mucho también a mí.
No fue fácil encontrar un restaurante común entre los pubs irlandeses y los bares sushi del centro de Moscú, pero Víctor lo logró. Arkady y él comieron fideos con grasa en una cafetería al paso, a la vuelta de la esquina del cuartel general de la milicia en la calle Petrovka, que ya no era Petrovka desde que el alcalde había rebautizado media ciudad, pero que todos los moscovitas seguían llamando Petrovka. Victor saco de su portafolio las fotos de la morgue, tomas de Ivanov de frente, dorso y lateral, y las desparramó entre los platos. Un lado de la cara de Ivanov estaba blanco; el otro negro.
Víctor dijo:
—La doctora Toptunova me explicó que no hace autopsias de suicidas. Le pregunté: «¿Y su curiosidad, su orgullo profesional? ¿Y si hubo veneno o drogas psicotrópicas?». Me contestó que tendría que hacer biopsias, análisis, desperdiciar los preciosos recursos del Estado. Arreglamos en cincuenta dólares. Supongo que Hoffman nos servirá para eso.
—Toptunova es una carnicera —en realidad Arkady no quería mirar las fotos.
—Uno no se encuentra a Luis Pasteur haciendo autopsias para la milicia. Gracias a Dios que ella opera a muertos… De cualquier modo, dice que Ivanov se rompió el cuello. Maldita sea su madre, eso podría habérselo dicho yo. Y si no hubiera sido el cuello, habría sido el cráneo. En cuanto a drogas, estaba limpio, aunque ella cree que tenía úlceras, por el estado del estómago. Había una cosa rara. En el estómago: pan y sal.
—¿Sal?
—Mucha sal y el pan apenas suficiente para bajarla.
—¿La doctora no mencionó nada sobre la piel de Ivanov?
—¿Y qué había que mencionar? Era un solo magullón gigante. Volví a interrogar al portero y al recepcionista de la entrada. Los dos cuentan la misma historia: ningún problema, ninguna falla de seguridad. Después un tipo con unos perros salchicha trató de entablar conversación conmigo. Le mostré mi identificación para sacármelo de encima, y me dice: «Ah, ¿están haciendo otro control de seguridad?». Resulta que el domingo los encargados clausuraron el ascensor y fueron a todos los departamentos a ver quién estaba en el edificio. El tipo todavía seguía alterado. Sus perros no pudieron esperar y tuvieron un pequeño accidente.
—Lo que significa que sí hubo una falla de seguridad. ¿Cuando fue ese control?
Víctor consultó su libreta.
—A las dos de la mañana en el departamento de él. Vive en el noveno piso, y creo que de ahí fueron bajando.
—Buen trabajo —a Arkady no se le ocurría quién podría querer entablar conversación con Víctor, pero se imponían los aplausos.
—Otro tema —Víctor depositó en la mesa una de las fotos de dos baldes y unos trapos de piso—. Éstos los encontré en el vestíbulo del edificio que está frente al de Ivanov. Abandonados, pero tenían el nombre del servicio de limpieza, así que encontré al que los dejó. Vietnamitas. No vieron caer a Ivanov; cuando llegaron los coches de la milicia se escaparon, porque son ilegales.
Las tareas de baja categoría que los rusos no querían hacer las hacían los vietnamitas. Llegaban como «trabajadores invitados» y pasaban a la clandestinidad cuando expiraban sus visas. Su guardarropa era lo que llevaban puesto; su alojamiento, un albergue para obreros; su conexión familiar, el dinero que enviaban a su casa una vez por mes. Arkady comprendía a los trabajadores que se escurrían bajo la tienda dorada de los Estados Unidos, pero entrar a escondidas en la bolsa de comida para ratas que era Rusia constituía un gesto desesperado,
—Hay más —Víctor se limpió un fideo del pecho. Se había cambiado el suéter gris por uno color naranja. Se lamió los dedos, juntó las fotos y puso en su lugar una carpeta que decía: «ESTE MATERIAL NO DEBE RETIRARSE DE LA OFICINA»—. Los expedientes de los cuatro atentados contra la vida de Ivanov. Esto es jugoso. El primero es un tiroteo en la puerta, acá en Moscú, por parte de un inversor descontento, un maestro de escuela al que le birlaron los ahorros. El pobre infeliz yerra seis veces. Después intenta dispararse a la cabeza y vuelve a errar. Makhmud Nasir. Le dieron cuatro años; bastante bien. Acá está la dirección; ya volvió a la ciudad. Tal vez ahora use anteojos.
»El relato del segundo atentado es de oídas, pero todos juran que es cierto. Ivanov arregló de modo fraudulento una subasta de barcos en Archangel; los compró por nada y además dejó fuera de combate a unos cuantos tipos del lugar. Un competidor envía a un asesino contratado, que vuela el auto de Ivanov. Ivanov queda impresionado, encuentra al asesino y le paga el doble para que mate al hombre que lo envió, y poco después, supuestamente, un tipo se, cae al agua en Archangel y no vuelve a salir a la superficie.
Tercero: Ivanov toma el tren a Leningrado. Por qué el tren, no me lo preguntes. En el camino… ya sabes cómo son estas cosas… alguien bombea gas somnífero dentro del compartimento para robar a los pasajeros, casi todos turistas. Ivanov tiene el sueño liviano. Se despierta, ve que el tipo entra, y le dispara. Todos dijeron que fue una reacción exagerada, hasta que encontraron una navaja y la foto de Ivanov en la chaqueta del muerto. También tenía algunas acciones de Ivanov, sin valor.
»Cuarto, y éste es el mejor: Ivanov está en el sur de Francia con unos amigos. Todos andan de acá para allá en motos acuáticas, esas cosas que hacen los ricos. Hoffman sube a la moto acuática de Ivanov y se hunde. La moto se da vuelta, y adivina qué hay pegado en la parte de abajo: un pequeño dispositivo de plástico listo para explotar. La policía francesa tuvo que despejar el puerto. ¿Ves? Por esto tienen mala fama los turistas rusos».
—¿Quiénes eran los amigos de Ivanov? —preguntó Arkady.
—Leonid Maximov y Nikolai Kuzmitch, sus mejores amigos. Y es probable que uno de ellos haya intentado matarlo.
—¿Hubo investigación?
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Sabes qué probabilidades tenemos de siquiera saludar a uno de estos caballeros? De todas formas eso fue hace tres años, y desde entonces no ha ocurrido nada.
—¿Huellas digitales?
—Tenemos huellas de todos los vasos en que bebieron. Ivanov, Timofeyev, Zurin y la chica.
—¿Y el teléfono celular de Pasha? Siempre andaba con uno encima.
—No tenemos pruebas fehacientes.
—Encuentra el celular. El chofer dijo que Ivanov tenía uno.
—¿Mientras tú haces qué?
—Ha llegado el coronel Ozhogin.
—¿El coronel Ozhogin?
—Así es.
Víctor vio las cosas bajo una luz diferente.
—Buscaré el teléfono celular.
—El jefe de NoviRus quiere conferenciar.
—Quiere conferenciar, las pelotas. Si Ivanov no saltó, ¿cómo hace quedar eso a Ozhogin? ¿Alguna vez lo viste luchar? Lo vi en un torneo de todas las repúblicas: le rompió el brazo a su rival. El ruido se oyó desde la otra punta del salón. Ya sabes que, aunque encontráramos un teléfono celular, Ozhogin se lo llevaría. Ahora responde a Timofeyev. El rey a muerto, viva el rey – Víctor encendió un cigarrillo a manera de digestivo. —El asunto con los negocios, a mi juicio, es que un socio comercial reúne la combinación perfecta de motivo y oportunidad para un asesinato. Ah, tengo algo para ti— sacó una tarjeta telefónica de plástico.
—¿Para qué es? ¿Una llamada gratis? —Arkady sabía que Víctor tenía extrañas maneras de compartir una cuenta.
—No. Bueno, no sé, pero es muy útil para… —Víctor deslizó y movió la tarjeta entre dos dedos—. Cerraduras. No todas, pero igual es asombroso. Yo tengo una, y te conseguí otra para ti. Guárdala en la billetera.
—Casi como dinero.
A la mesa de aliado se sentaron dos jóvenes con unos platos de ravioles. Llevaban las típicas chaquetas y corbatas deshilachadas de los empleados de oficina. También tenían la cabeza rapada y los nudillos cubiertos de cicatrices típicos de los skinheads, lo que significaba que podrían ser esclavos oficinescos durante el día, pero por la noche llevaban una vida embriagadora de violencia al estilo de las tropas de asalto nazis y los hooligans británicos.
Uno echó a Arkady una mirada iracunda y le dijo:
—¿Qué miras? ¿Qué eres? ¿Un pervertido?
Víctor se entusiasmó.
—Pégale, Arkady. Vamos, pégale al matón. Yo te apoyo.
—No, gracias —respondió Arkady.
—Unas trompadas, una buena pelea —insistió Víctor—. Vamos, no puedes permitirle que te hable así. Estamos a una cuadra de la central; dalo vuelta.
—Si no lo hace es un marica —provocó el skinhead.
—Si no lo haces tú, lo haré yo —Víctor empezó a levantarse. Arkady le tiró de una manga para que volviera a sentarse.
—Déjalo.
—Te has ablandado, Arkady; has cambiado.
—Así lo espero.
Después de pedirle a Arkady que se sentara, Ozhogin dejó traslucir la tensión. Su oficina era minimalista: escritorio de vidrio, sillas de acero, tonos grises. En un rincón, un modelo de tamaño natural de un samurai con armadura laqueada, máscara y cuernos. El propio Ozhogin, aunque llevaba puesta una camisa a medida con corbata de seda, aún conservaba los hombros pesados y la cintura estrecha del luchador.
En realidad, el coronel Ozhogin tenía dos historiales. Primero había sido luchador en Georgia, y era el mejor en el arte de convertir a sus rivales en nudos georgianos. Segundo, había pertenecido a la KGB. La KGB podría haber sufrido una gran remodelación y un cambio de nombre, pero sus agentes habían prosperado, al mudarse como cuervos a nuevos árboles; casi no había en Moscú una empresa que no contara con un ex agente en su junta directiva. Al fin y al cabo, cuando se necesitaba alguien que dominara varios idiomas y se manejara con cierta sofisticación, ¿quién mejor?
El coronel deslizó sobre el escritorio un formulario y una tablilla con sujetapapeles.
—¿Qué es esto? —preguntó Arkady.
—Échele un vistazo.
El formulario era una solicitud de trabajo de NoviRus, con espacios para llenar con nombre, edad, sexo, estado civil, servicio militar, estudios, títulos universitarios. Solicitud para: banco, fondo de inversiones, agencia de Bolsa, gas, petróleo, medios, infantería de marina, recursos forestales, minerales, seguridad, traducción e interpretación. Al grupo interesaban en especial los postulantes que dominaran el inglés y manejaran con soltura MS Office y Excel, estuvieran familiarizados con Reuters, Bloomberg, RTS; tuvieran conocimientos de tecnología de la información; ostentaran títulos universitarios en ciencias, contabilidad, interpretación/traducción, leyes o aptitud para el combate; contar menos de treinta y cinco años constituía un punto a favor. Arkady debió admitir que él no se habría contratado. Devolvió el formulario.
—No, gracias.
—¿No quiere completarlo? Qué decepción.
—¿Por qué?
—Porque hay dos motivos posibles para que usted esté acá. Una buena razón sería que al fin ha decidido ingresar en el sector privado. Una no muy buena sería que no dejará en paz la muerte de Pasha Ivanov. ¿Por qué trata de convertir un suicidio en un homicidio?
—No es así. El fiscal Zurin me pidió que me encargara de esto para Hoffman, el estadounidense.
—A quien usted le metió la idea en la cabeza de que había algo que encontrar —Ozhogin calló un momento, con la evidente intención de elaborar el tema, tan delicado—. ¿Como cree usted que quedará Seguridad NoviRus si a la gente se le ocurre pensar que no podemos proteger al director de nuestra compañía?
—Si se quitó la vida, no se los puede culpar de nada.
—A menos que haya preguntas.
—Quisiera hablar con Timofeyev.
—Imposible.
—Ayudaría a…
—Imposible.
Junto a una laptop abierta se veía el único adorno del escritorio: un disco de metal que levitaba encima de otro disco, en una caja. Imanes. Con cada contundente palabra, el disco flotante temblaba.
Arkady comenzó:
—Zurin…
—¿El fiscal Zurin? ¿Sabe cómo empezó esto, de qué se trataba su investigación de NoviRus? Fue una estafa. Zurin solamente quería fastidiar bastante con el propósito de que le pagaran para irse, y ni siquiera con dinero. Quería integrar la junta de directores. Y estoy seguro de que será un excelente director. Pero fue extorsión, y usted formó parte de ella. ¿Qué pensaría la gente del honrado detective Renko, si se enterara de que usted ayudó a su jefe? ¿Qué sería entonces de su preciosa reputación?
—No sabía que tenía reputación.
—O algo por el estilo. Debería llenar la solicitud. ¿Sabe que más de cincuenta mil oficiales de la KGB y la milicia han pasado a trabajar en compañías de seguridad? Por eso Moscú está segura. ¿Quién queda en la milicia? La escoria. Hice investigar a su amigo Víctor. En sus antecedentes figura que en una operación de vigilancia estaba tan borracho que se durmió y se meó en los pantalones. Tal vez usted termine así.
Arkady miró por la ventana. Estaban en el decimoquinto piso del edificio NoviRus, con una vista de las torres de oficinas en construcción; el horizonte del futuro.
—Mire detrás de usted —dijo Ozhogin. Arkady se volvió a mirar la armadura del samuray y el casco con máscara y cuernos.
—¿Qué le parece que es?
—Un escarabajo gigante.
—Un guerrero samurai. Cuando Japón se abrió a Occidente y los samuráis fueron obligados a desbandarse, no desaparecieron. Se dedicaron a los negocios. No todos; algunos se hicieron poetas otros se hicieron borrachos, pero los inteligentes supieron cambiar al ritmo de la época —Ozhogin rodeó el escritorio y se sentó en una punta. Por muy acicalado que estuviera, el coronel todavía daba la impresión de poder partir uno o dos huesos—. Renko, ¿por casualidad vio The Washington Post de esta mañana?
—No, esta mañana no. Me lo perdí.
—Había una importante nota necrológica sobre Pasha Ivanov. El Post lo calificó de «figura eje» de los negocios rusos. ¿Ha pensado en el efecto que tendría un rumor de homicidio? No sólo perjudicaría a NoviRus; dañaría a todas las empresas y los bancos rusos que se han esforzado por escapar a la reputación de violencia de Moscú. Tomando en cuenta las consecuencias, creo que uno debe tener mucho cuidado de siquiera susurrar la palabra «homicidio». En especial cuando no existe ni la más leve prueba de que lo haya habido. ¿Salvo que usted tenga alguna prueba que quiera compartir conmigo?
—No.
—Ya me parecía. Y en cuanto a su investigación financiera de NoviRus, ¿el hecho de que Zurin lo eligiera a usted como investigador no le sugiere que no se proponía realizar una investigación en serio?
—Se me ocurrió.
—Es ridículo. Un par de inservibles detectives de homicidios contra un ejército de genios de las finanzas.
—No suena justo.
—Ahora que Pasha ha muerto, es hora de terminar con eso. Llámelo empate, si quiere. Pasha Ivanov tuvo un fin lamentable. ¿Por qué? No sé. Es una gran pérdida. Sin embargo, en ningún momento pidió que se reforzaran las medidas de seguridad. Yo entrevisté al personal del edificio. No hubo ninguna falla —Ozhogin se inclinó, acercándose más a Arkady, un martillo apuntando al clavo, pensó el investigador—. Si no hubo ninguna falla de seguridad, entonces no hay nada que investigar. ¿Le queda bien claro?
—Había sal…
—Ya oí lo de la sal. ¿Qué clase de ataque es ése? La sal es señal de una crisis nerviosa, pura y simple.
—Salvo que hubiera una brecha de seguridad.
—Acabo de decirle que no la hubo.
—Para eso están las investigaciones.
—¿Está diciendo que hubo una falla de seguridad?
—Es posible. Ivanov murió en circunstancias extrañas.
Ozhogin se le acercó más.
—¿Está sugiriendo que Seguridad NoviRus fue, de alguna manera, responsable de la muerte de Ivanov?
Arkady eligió con cuidado las palabras.
—La seguridad del edificio no era tan sofisticada. Ni tarjetas magnéticas ni identificación por voz o la palma de la mano; sólo códigos, nada que ver con la seguridad de estas oficinas. Y personal reducido los domingos.
—Porque Ivanov se mudó a un departamento destinado a su amiga Rina. Lo diseñó ella. Él no quiso hacer ningún cambio. Aun así, dotó al edificio de nuestros hombres, puso discretos teclados numéricos, conectó las cámaras de vigilancia con nuestros monitores de acá, en Seguridad NoviRus y, a cualquier hora que estuviera en su casa, apostaba un equipo de seguridad en el frente. Nosotros no podíamos hacer nada más. Por otra parte, Pasha jamás mencionó ninguna amenaza.
—Eso es lo que investigaremos.
Ozhogin juntó las cejas, perplejo. Había apretado la cabeza de su rival contra el piso, pero el combate seguía.
—No, ahora van a parar.
—Cancelarlo depende de Hoffman.
—Hará lo que usted le diga. Dígale que está satisfecho.
—Falta algo.
—¿Qué?
—No sé.
—No sabe, no sabe —Ozhogin extendió la mano y le dio un golpecito al disco, para que se agitara en el aire—. ¿Quién es el niño?
—¿Qué niño?
—El que usted llevó al parque.
—Me está vigilando.
Ozhogin parecía entristecido al ver tanta ingenuidad en un ruso. Dijo:
—Es hora de dejarlo ya, Renko. Dígale a su gordo amigo estadounidense que Pasha Ivanov se suicidó. Después, ¿por qué no vuelve y llena el formulario?
Arkady encontró a Rina en bata de baño, acurrucada en la sala de proyección de Ivanov, con una botella de vodka colgando de una mano y un cigarrillo en la otra. El cabello mojado se le pegaba a la cabeza, lo que le daba una apariencia más infantil que de costumbre. En la pantalla, Pasha subía en el ascensor, piso tras piso, con el portafolio apretado contra el pecho, un pañuelo contra la cara. Parecía exhausto, como si hubiera subido cien pisos a pie. Cuando se abrían las puertas, miraba de nuevo la cámara. El sistema tenía zoom. Rina congeló y amplió la cara de Pasha de modo que llenara la pantalla, con su cabello lacio, las mejillas de un blanco casi de tiza, los ojos negros enviando su mensaje oscuro.
—Eso fue para mí. Fue su adiós —Rina echó una mirada a Arkady—. Usted no me cree. Piensa que son estupideces románticas.
—Por lo menos la mitad de lo que creo son estupideces románticas, así que no soy el indicado para criticarla. ¿Algo más?
—Estaba enfermo. No sé de qué. No quería ir a ver a un médico —apagó el cigarrillo y se ajustó la bata—. Me dejó entrar el ascensorista. El otro detective salía cuando yo entraba; se lo veía complacido.
—Una imagen truculenta.
—Me enteré de que Bobby lo contrató a usted.
—Ofreció hacerlo.
—¿Usted no aceptó el dinero?
—No sabía el precio de mercado para un investigador.
—Usted no es como Pasha. Él sí lo habría sabido.
—Traté de encontrar a Timofeyev. No está disponible. Supongo que estará tomando las riendas de la empresa, asumiendo el mando.
—Él tampoco es como Pasha. Como usted sabe, en Rusia los negocios son muy sociales. Pasha hacía sus mejores negocios en clubes y bares. Tenía la personalidad perfecta para eso. A la gente le gustaba estar con él. Era divertido y generoso. Timofeyev es un zoquete. Extraño a Pasha.
Arkady se sentó junto a ella y le quitó el vodka.
—¿Usted diseñó este departamento para él?
—Lo diseñé para los dos, pero de repente Pasha dijo que no debía quedarme.
—¿Usted nunca llegó a mudarse?
—Últimamente Pasha ni siquiera me dejaba entrar. Al principio pensé que había otra mujer. Pero él no quería a nadie acá. Ni a Bobby, a nadie —Rina se enjugo los ojos—. Se puso paranoico. Lamento ser tan estúpida.
—Ni un poquito.
La bata volvió a abrirse y ella volvió a cerrársela.
—Usted me gusta, inspector. No mira. Tiene modales.
Arkady tenía modales, pero también tenía conciencia de lo floja que estaba la bata.
—¿Supo usted de algún reciente revés comercial? ¿Algún asunto financiero que pudiera haberlo preocupado?
—Pasha vivía haciendo negocios. Y no le importaba perder dinero de vez en cuando. Decía que era el precio de la buena educación.
—¿Alguna otra cosa médica? ¿Depresión?
—Durante el último mes no tuvimos relaciones sexuales, si eso cuenta. No sé por qué. Él dejó, simplemente —apagó un cigarrillo y encendió otro, de Arkady—. Tal vez usted se esté preguntando cómo pudimos conocernos una nadie como yo y un hombre rico y famoso como Pasha. ¿Qué se imagina?
—Usted es diseñadora de interiores. Supongo que habrá diseñado algo para él, además del departamento.
—No sea tonto. Yo era prostituta. Estudiante de diseño y prostituta, una persona de muchos talentos. Un día estaba en el bar del hotel Savoy. Es un lugar lujoso, y hay que saber conducirse; una no puede quedarse sentada ahí como una prostituta. Fingía conversar por el celular cuando Pasha se me acercó y me pidió mi número, así yo podía hablar con alguien de verdad. Después, desde la otra punta de la barra, me llamó. Pensé: «Qué judío grandote y feo». Y lo era, ¿sabe? Pero tenía tanta energía, tanto encanto… Conocía a todos, sabía cosas. Me preguntó qué me interesaba; lo de siempre, bah, pero él escuchaba de veras, e incluso sabía de diseño. Después me preguntó cuánto le debía a mi chulo… mi alcahuete… y dijo que saldaría la deuda, me pondría un departamento y me pagaría los estudios de diseño. Lo decía en serio. Le pregunté por qué, y me respondió que porque veía que yo era una buena persona. ¿Usted haría eso? ¿Se arriesgaría así por alguien?
—No creo.
—Bueno, así era Pasha —aspiró una larga bocanada de cigarrillo
—¿Cuántos años tiene?,
—Veinte.
—Y conoció a Pasha…
—Hace tres años. Cuando estábamos hablando por teléfono en el bar, le pregunté si prefería una pelirroja, porque en ese caso yo podía teñirme el pelo. Me contestó que la vida era demasiado corta y que yo debía ser lo que era.
Cuanto más miraba Arkady la pantalla, la vacilación de Pasha en el umbral de su departamento, menos le parecía un hombre atemorizado por una depresión. Parecía temer algo más sustancial, que lo esperaba.
—¿Pasha tenía enemigos?
—Por supuesto. Tal vez cientos, pero nada serio.
—¿Amenazas de muerte?
—No de parte de nadie por quien valiera la pena preocuparse.
—Hubo algunos atentados.
—Para eso está el coronel Ozhogin. Pero Pasha sí dijo algo: que una vez, hace mucho tiempo, había hecho algo muy malo y que yo no lo amaría si lo supiera. Ésa fue la vez que más borracho lo vi.
No quiso decirme de qué se trataba, y nunca volvió a mencionarlo.
—¿Quién lo sabía?
—Creo que Lev. Lo negó, pero yo me di cuenta. Era el secreto de los dos.
—¿Sería el modo como despojaban de su dinero a los inversores?
—No —la voz de Rina se tensó—. Algo espantoso. Pasha siempre empeoraba cerca del Día de los Trabajadores. O sea, ¿a quién le importa hoy el Día de los Trabajadores? —se secó los ojos con la manga—. ¿Por qué usted no cree que se haya suicidado?
—No creo ni una cosa ni la otra; simplemente no he encontrado una buena razón para que se matara. Es evidente que Ivanov no era un hombre que se asustara con facilidad.
—¿Ve? Hasta usted lo admiraba.
—¿Conoce a Leonid Maximov y Nikolai Kuzmitch?
—Por supuesto. Son dos de nuestros mejores amigos. Pasamos muy buenos momentos juntos.
—Son hombres ocupados, sin duda, pero ¿se le ocurre algún modo en que yo pueda hablar con ellos? Podría intentar por los canales oficiales, pero, para serle franco, ellos conocen más funcionarios que yo.
—No hay problema. Venga a la fiesta.
—¿Que fiesta?
—Todos los años Pasha daba una fiesta en la dacha. Es mañana. Irán todos.
—¿Pasha ha muerto, y aun así usted irá a la fiesta?
—Pasha fundó la sociedad benéfica Blue Sky para niños. Depende financieramente de la fiesta, así que todos saben que Pacha querría que rehiciera.
Arkady se había topado con Blue Sky durante la investigación. Sus gastos de funcionamiento eran bastante bajas en comparación con otras empresas de Ivanov, por lo que había dado por sentado que era un fraude,
—¿Cómo recauda dinero esa fiesta?
—Ya lo verá. Lo pondré en la lista, y mañana se encontrará con las personas más importantes de Moscú. Pero tendrá que adaptarse al ambiente.
—¿No tengo aspecto de millonario?
Ella cambió de posición, para verlo mejor.
—No, sin la menor duda tiene aspecto de investigador. No puedo permitirle que ande acechando por ahí; no sería conveniente para una fiesta. Aunque mucha gente llevará a sus hijos. ¿Puede llevar un niño? Debe de conocer alguno.
—Podría.
Arkady encendió la luz del sillón para que le escribiera la dirección y cómo llegar. Rina lo hizo con aplicación y en cuanto terminó apagó la luz.
—Creo que me quedaré un rato sola acá. ¿Cómo se llama…?
—Renko.
—No, su nombre.
—Arkady.
Lo repitió, como si lo probase y al fin lo encontrara aceptable. Cuando él se levantó para irse, Rina le rozó una mano.
—Arkady, me retracto. Sí me recuerda un poquito a Pasha.
—Gracias —repuso Arkady. No le preguntó si se refería al Pasha brillante y gregario o al Pasha tirado boca abajo en la vereda.
Arkady y Víctor cenaron tarde en la cafetería de un lavadero de automóviles de la carretera. A Arkady le gustaba ese lugar porque parecía una estación espacial de cromo y vidrio, con luces que pasaban volando como cometas. Servían comida rápida y la cerveza era alemana. Mientras tanto, intentaba algo que merecía la pena: lavar el automóvil de Víctor, un Lada de cuarenta años, con los cables sueltos y una radio conectada al tablero; lo reparaba él mismo con repuestos que encontraba en cualquier depósito de chatarra y que no robaría ningún ladrón decente. Entre las filas de Mercedes, Porsches y BMW que estaban lavando y lustrando, el Lada de Víctor resultaba de lo más singular.
Víctor bebió coñac armenio para mantener el nivel de azúcar en la sangre. Le gustaba esa cafetería porque era popular entre las diferentes mafias. Todos eran conocidos suyos, si no sus amigos, y le gustaba mantenerse al tanto de sus idas y venidas.
—He arrestado a tres generaciones de la misma familia. Abuelo, padre, hijo. Me siento el tío Víctor.
Llegaron dos Pathfinders negros idénticos, que regurgitaron grupos similares de pasajeros fornidos, vestidos con joggings. Se echaron unas miradas furibundas lo bastante prolongadas como para mantener la dignidad y luego entraron en el café.
Víctor comentó:
—Es terreno neutral, porque ninguno quiere que le rayen el auto. Así es la mentalidad de esta gente. La tuya, por otro lado, es más retorcida. ¿Hacer todo un caso de un suicidio clarísimo? No sé… Se supone que los investigadores deben quedarse sentados mientras sus detectives hacen el trabajo de verdad. Así duran más tiempo, además.
—Ya he durado demasiado.
—En apariencia. Bueno, alégrate; tengo un regalito para ti, algo que encontré bajo la cama de Ivanov —puso sobre la mesa un teléfono celular, un modelo japonés plegable.
—¿Por qué estabas bajo la cama?
—Hay que pensar como investigador. Todo el tiempo la gente pone cosas en el borde de la cama. Las cosas se caen, y la gente las patea debajo de la cama sin darse cuenta, en especial si tienen prisa o están preocupados.
—¿Cómo se perdieron esto los hombres de Ozhogin?
—Porque todo lo que querían estaba en la oficina.
Arkady sospechó que a Víctor sencillamente le gustaba mirar debajo de las camas.
—Gracias. ¿Ya lo has revisado?
—Le eché un vistazo. Vamos, ábrelo —Víctor se echó atrás en el asiento como si le hubiera regalado bombones.
La musiquita del teléfono celular no llamó la atención a los que se hallaban sentados a las otras mesas; en una cafetería de la era espacial, un teléfono celular era algo tan normal como un cuchillo o un tenedor. Arkady recorrió la lista de llamadas hasta las realizadas a Rina y Bobby Hoffman el domingo por la tarde; las recibidas eran de Hoffman, Rina y Timofeyev.
Un teléfono pequeño, y sin embargo tanta información: un mensaje de radio relativo a un barco petrolero de Ivanov hundido cerca de España. Y un calendario de reuniones, la mayoría de las más recientes con el fiscal Zurin, nada menos. En la agenda telefónica figuraban los números no sólo de Rina, Hoffman, Timofeyev y diferentes ejecutivos de NoviRus, sino también de periodistas y actores de teatro muy conocidos, de millonarios cuyos nombres Arkady reconoció de otras investigaciones, y, lo más interesante, de Zurin, senadores y ministros, y el mismísimo Kremlin. Un teléfono como aquél era una conexión directa a la red del poder.
Víctor copió los nombres en un anotador.
—En qué mundo vive esta gente… Acá hay un número que te da el clima en Saint-Tropez. Muy bueno —Víctor necesitó dos coñacs para terminar la lista. Alzó la vista y saludó con la cabeza a un grupo de gente agresiva de la mesa de al lado. En voz baja, dijo—: Los hermanos Medvedev. Arresté al padre y a la madre. Pero tengo que admitir que me siento cómodo con ellos. Son matones comunes, no hombres de negocios con fondos de inversión.
Arkady oprimió «Mensajes».
Había uno, a las 21:33, de un número de Moscú, y no parecía el de un hombre de negocios: «No sabes quién soy, pero intento hacerte un favor. Volveré a llamarte. Lo único que te diré ahora es que si metes la verga en la sopa de otro, te la van a cortar».
—Un hombre de pocas palabras. ¿Te suena? —Arkady le pasó el teléfono a Víctor.
El detective escuchó y meneó la cabeza.
—Un tipo duro. Del sur; te das cuenta por cómo pronuncia la «o». Pero no lo oigo muy bien, con toda esta gente que habla, y el ruido de vasos.
—Si alguien puede hacerlo…
Víctor volvió a escuchar, con el teléfono pegado a la oreja, hasta que sonrió como quien ha identificado un vino de entre un millón.
—Anton. Anton Obodovsky.
Arkady conocía a Anton. Se lo imaginó arrojando a alguien por una ventana.
Para Víctor, la tensión era demasiada.
—Voy a mear.
Arkady quedó sentado solo con su cerveza. Entró otro grupo con joggings, como si las calles estuvieran llenas de deportistas hoscos. La mirada de Arkady volvía una y otra vez al teléfono celular. Sería interesante saber si el aparato del que había llamado Antón estaba a quince minutos del departamento de Ivanov. Era un número de línea fija. Sabía que debía esperar a Víctor, pero el detective era capaz de demorar media hora sólo para evitar pagar la cuenta.
Arkady tomó el teléfono y oprimió «Responder el mensaje».
Diez timbrazos.
—Sala de custodia.
Arkady se enderezó en la silla.
—¿Sala de custodia? ¿De dónde?
—Cárcel de Butyrka. ¿Quién habla?
Cuando Víctor regresó, Arkady estaba afuera, en el Lada, al que el jabón no había conseguido mejorar. El viento doblaba los carteles de publicidad de la carretera y golpeaba los toldos. Cada automóvil que pasaba zumbando parecía sacudir el Lada.
Víctor se puso al volante.
—Te llevaré de vuelta hasta tu auto. ¿Pagaste todo? ¡Qué amigo!
—¿Sabes? Con el dinero que has ahorrado comiendo conmigo podrías comprarte un auto nuevo.
—Vamos, bien que lo valgo: te conseguí el teléfono celular y además comparto contigo mi reserva de conocimientos. Mi cabeza es una verdadera Biblioteca Lenin.
Con ratones y todo, pensó Arkady. Mientras Víctor salía a la carretera, le contó de la llamada a Anton, lo que divirtió muchísimo al detective.
—¡Butyrka! Eso sí que es una coartada.