Evgeny Lysenko, apodado Zhenya, de once años de edad, parecía un viejo esperando en una parada e ómnibus. Vestía la gruesa chaqueta a cuadros con gorra haciendo juego, que tenía puesta cuando la milicia lo había llevado al refugio para niños el invierno anterior. Las mangas le quedaban cada vez mas cortas, pero siempre que salía de paseo con Arkady se ponía las mismas prendas y llevaba el mismo juego de ajedrez y el mismo libro de cuentos que le habían dejado. Si no salía semana por medio, Zhenya se escapaba. Cómo había llegado a convertirse en una obligación para él era un misterio para Arkady. La primera vez, había acompañado a una amiga bienintencionada, periodista de televisión, una mujer buena que buscaba un niño al que proteger y salvar. Cuando llegó al refugio para la segunda excursión, sonó el teléfono celular. Era la periodista, para decirle que lo lamentaba pero que no podría ir; para ella, una tarde con Zhenya bastaba. Para entonces Zhenya ya casi había subido al automóvil, y Arkady sólo tenía dos opciones: saltar tras el volante y marcharse, o llevar a pasear al niño.
De cualquier modo, allí estaba Zhenya una vez más, vestido para invierno un día caluroso de verano, aferrando su libro de cuentos, mientras Olga Andreevna, la directora del refugio, lo colmaba de caricias.
—Alégrelo —le dijo a Arkady—. Es domingo. Todos los otros niños tienen alguna visita, y Zhenya debería recibir algo también. Cuéntele chistes. Anímese. Hágalo reír.
—Trataré de recordar unos chistes.
—Vayan a ver una película, o a patear una pelota. El niño necesita salir más, necesita relacionarse. Nosotros ofrecemos evaluación psiquiátrica, alimentación adecuada, clases de música, una escuela cercana. La mayoría de los niños progresan. Zhenya, no.
El refugio parecía ser un ambiente sano; un edificio de dos pisos pintado como un dibujo infantil, con pájaros, mariposas, arco iris y sol, y una huerta de verdad, rodeada de caléndulas. Era un modelo, un oasis en una ciudad donde había miles de niños sin hogar, que trabajaban empujando carros de mercado a la intemperie, o cosas peores. Arkady vio, en un patio de recreo, un círculo de niñas que servían té a sus muñecas. Se las veía felices.
Zhenya subió al auto, se puso el cinturón de seguridad y apretó contra sí su libro de cuentos y su juego de ajedrez. Miraba derecho hacia delante, como un soldado.
—Y bien, ¿qué harán, entonces? —preguntó Olga Andreevna a Arkady.
—Bueno, ya que somos unas almas tan alegres, podemos hacer cualquier cosa.
—¿Él le habla?
—Lee su libro.
—¿Pero habla con usted?
—No.
—¿Y cómo se comunican?
—Para serie franco, no lo sé.
Arkady tenía un Zhiguli 9, un automóvil resistente, no impactante pero construido para las calles rusas. Avanzaron a lo largo del paredón del río, pasando ante pescadores en busca de vida acuática urbana. Si se tomaba en cuenta la nube negra de escapes de camiones y el verde deprimido del río Moscú, en optimismo los pescadores resultaban difíciles de superar. Pasó a toda velocidad un BMW, seguido por un equipo de seguridad en una camioneta 4 x 4. En realidad, la ciudad estaba más segura que en años, y los autos de custodia servían sobre todo a los fines de la apariencia, como el séquito de un noble. Los empresarios más feroces ya se habían matado entre ellos, y la tregua entre las mafias parecía mantenerse. Por supuesto, los hombres prudentes adoptaban todas las formas de seguridad posibles. Los restaurantes, por ejemplo, tenían tantos guardias de seguridad privados como un representante de la mafia local en la puerta. Moscú había alcanzado un equilibrio, lo que tornaba el suicidio de Ivanov aún más difícil de entender.
Zhenya leía en voz alta su cuento preferido, sobre una niña abandonada por el padre y enviada por la madrastra a lo profundo del bosque para que la matara y la comiera una bruja, Baba Yaga.
—«Baba Yaga tenía una nariz larga y azul, y dientes de metal, y vivía en una choza con patas de gallina, que podía caminar por el bosque y detenerse donde Baba Yaga le ordenaba. Alrededor de la choza había una cerca adornada con calaveras. La mayoría de las víctimas moría de sólo ver a Baba Yaga. Los hombres más fuertes, los señores más adinerados, todos. La bruja hervía la carne hasta desprenderla de los huesos y cuando habla comido hasta el último bocado agregaba los cráneos a la espantosa cerca. Unos cuantos prisioneros vivían lo suficiente para escapar, pero Baba Vaga los perseguía volando en un mortero mágico».
Sin embargo, página tras página, mediante la bondad y el coraje, la niña lograba escapar y abrirse paso por el bosque hasta donde se encontraba su padre, que se deshacía de la madrastra malvada. Cuando Zhenya terminó de leer, echó un rápido vistazo a Arkady y se acomodó en el asiento; un ritual cumplido.
En la colina de los Gorriones, Arkady detuvo el auto frente a la Universidad de Moscú, uno de los rascacielos de Stalin, construido por presos en medio de tal fiebre de altos estudios y con tal costo de vidas que se decía que habían quedado cuerpos sepultados. Ése era un cuento de hadas que podía guardarse para sí, pensó Arkady.
—¿Te divertiste esta semana? —preguntó al niño.
Zhenya no dijo nada. Aun así, Arkady intentó una sonrisa. Al fin y al cabo, muchos niños del refugio habían sufrido abuso y abandono; no podía esperarse que fueran unos rayos de sol. A algunos los adoptaban y se marchaban del refugio. Zhenya, con su nariz afilada y su voto de silencio, no era un candidato probable.
Él mismo habría sido más difícil de complacer, pensó Arkady, si hubiera tenido en su infancia una mejor opinión de sí. Según recordaba, había sido un sujeto antipático, desprovisto de capacidad social y aislado por el aura de miedo que rodeaba a su padre, un oficial del ejército de lo más dispuesto a humillar a los adultos, y ni hablar a un niño. En cuanto Arkady llegaba al departamento en que vivían, sabía si el general ya estaba allí sólo por la quietud del aire. Hasta el vestíbulo parecía contener el aliento. De modo que ahora tenía poca experiencia personal en que basarse. Su padre jamás lo había llevado de paseo. A veces el sargento Belov, ayudante de su padre, lo llevaba al parque. Lo mejor eran los inviernos, cuando el sargento, caminando con pesadez y resoplando como un caballo, lo llevaba tirando de un trineo por la nieve. Si no, Arkady paseaba con su madre, que tendía a caminar adelante, una mujer delgada, con una trenza oscura, perdida en su mundo.
Zhenya siempre insistía en ir al parque Gorki. En cuanto compraban las entradas e ingresaban, Arkady se hacía a un lado mientras Zhenya recorría con lentitud la fuente de la plaza para mirar a la muchedumbre. Pelusas de semillas de álamo blanco flotaban en el aire y se juntaban alrededor de los puestos. Los cuervos patrullaban en busca de migas de sándwiches. El parque Gorki era oficialmente un parque de cultura, dedicado en especial a funciones de música clásica al aire libre y paseos entre los árboles. Con el tiempo, los grupos de rock acapararon el podio de la orquesta, y los paseos habían cedido lugar a los entretenimientos y los juegos. Como siempre, Zhenya regresó de la fuente desalentado.
—Disparémosle a algo —propuso Arkady. Eso solía animar a los varones.
Con cinco rublos compró cinco turnos para disparar con un rifle de aire comprimido a una hilera de latas de gaseosa. Arkady recordaba la época en que los blancos eran bombarderos estadounidenses colgados de cuerdas, algo a lo que valía la pena disparar. De allí se dirigieron a la casa del terror, donde avanzaron por una senda oscura entre gemidos aburridos y murciélagos oscilantes. A continuación venía una nave espacial de verdad, que realmente había orbitado alrededor de la Tierra; tenía asientos y se sacudía de un lado a otro para simular un descenso dificultoso.
Arkady preguntó:
—¿Qué crees, capitán? ¿Deberíamos regresar a la Tierra?
Zhenya se bajó de la silla y se marchó sin siquiera dirigirle una mirada.
Era un poco como acompañar a un sonámbulo. Arkady estaba allí, pero invisible, y Zhenya caminaba derecho, sin distraerse. Se detuvieron, como lo hacían en cada paseo, a mirar a los que practicaban salto bungee. Eran adolescentes, que se turnaban para saltar en el aire desde la plataforma —sacudiéndose, chillando de miedo—, arrojarse y volver subir de un tirón un instante antes de dar contra el suelo. Las chicas eran sensacionales, con el cabello que les ondeaba al bajar y caía con brusquedad cuando se interrumpía la caída. Arkady no pudo sino pensar en Ivanov y la diferencia entre la diversión de la casi —muerte y la muerte de verdad, la profunda diferencia entre ponerse de pie de un salto, entre risas, y quedar aplastado en la acera. Por su parte, a Zhenya no parecía importarle si los que saltaban morían o sobrevivían. Siempre se ubicaba en el mismo sitio y miraba con cautela a su alrededor. Después fue hacia la montaña rusa.
Hizo las vueltas en el mismo orden: una completa, un columpio gigante y un paseo en un bote de pedal alrededor de un lago artificial. Arkady y él se echaron atrás en los asientos y pedalearon, igual que las veces anteriores, mientras cisnes negros y cisnes blancos pasaban nadando cerca. Aunque era domingo, en el parque reinaba una atmósfera silenciosa. También pasaban patinadores que se deslizaban con pasos largos y fáciles. Por los altoparlantes se oía a los Beatles: «Yesterday». Zhenya parecía acalorado con su chaqueta y su gorra, pero Arkady sabía que no debla sugerirle que se las quitara.
Al ver unos abedules plateados Junto al agua, Arkady pregunto:
—¿Has venido alguna vez en invierno?
Habría dado lo mismo que Zhenya fuera sordo.
—¿Patinas sobre hielo? —preguntó Arkady.
Zhenya miró derecho hacia adelante.
—Patinar sobre hielo acá, en invierno, es maravilloso —afirmó Arkady—. Tal vez debiéramos hacerlo.
Zhenya ni parpadeó.
Arkady continuó:
—Lamento no saber desempeñarme mejor. Nunca fui bueno para los chistes, no consigo recordarlos, En la época soviética, cuando la situación era desesperada, teníamos muy buenos chistes.
Ya que en el refugio para niños daban comida nutritiva, Arkady colmó a Zhenya de golosinas y gaseosas, Comieron en una mesa al aire libre mientras jugaban al ajedrez con piezas gastadas por el uso, en un tablero arreglado más de una vez con cinta adhesiva. Zhenya no hablaba ni siquiera para decir: «¡Mate!». Se limitaba a derribar el rey de Arkady en el momento debido y volver a acomodar las piezas.
—¿Alguna vez has probado jugar al fútbol? —preguntó Arkady—. ¿O coleccionar estampillas? ¿Tienes una red para cazar mariposas?
Zhenya se concentraba en el tablero. La directora del refugio le había dicho a Arkady que el niño solucionaba en soledad problemas de ajedrez todas las noches hasta que apagaban las luces.
—Tal vez te preguntes cómo es que un investigador como yo esta libre en un día tan lindo. Es porque el fiscal, mi jefe, considera que necesito hacer otra cosa. Está clarísimo que necesito un cambio, porque no sé distinguir un suicidio cuando lo veo. Un investigador que no sepa distinguir un suicidio cuando lo ve necesita hacer otra cosa.
La jugada de Arkady, la retirada de un caballo a una posición inútil a un costado del tablero, hizo que Zhenya levantara la vista como para detectar una trampa. Nada de que preocuparse, pensó Arkady.
—¿Has oído nombrar a Pavel Ilych Ivanov? —preguntó—. ¿No? ¿Y a Pasha Ivanov? Un nombre más interesante. Pavel es anticuado, duro. Pasha es oriental, del Oriente, con turbante y espada. Mucho mejor que Pavel.
Zhenya se puso de pie para ver el tablero desde otro ángulo. Arkady se habría dado por vencido, pero sabía que a Zhenya le encantaba obtener una victoria totalmente aplastante.
Arkady dijo:
—Mira qué curioso: si estudias a alguien durante bastante tiempo, si dedicas suficiente esfuerzo a entenderlo, puede volverse parte de tu vida. No un amigo, sino una especie de conocido. Para expresarlo de otro modo, una sombra tiene que estar cerca, ¿no? Creí que estaba empezando a entender a Pasha, y entonces encontré sal. —Arkady buscó una reacción, en vano—. Sí, es para sorprenderse. Había mucha sal en el departamento. Eso no es un crimen, aunque podría ser un indicio. Hay quienes dicen que es de esperar de un hombre que iba a quitarse la vida: un vestidor lleno de sal. Quizá tengan razón. O no. Nosotros no investigamos los suicidios, pero ¿cómo sabes que es un suicidio si no investigas? Ésa es la cuestión.
Zhenya se comió rápidamente el caballo, revelando la debilidad del alfil de Arkady. Arkady movió el rey. Enseguida el alfil desapareció en la mano de Zhenya, y Arkady hizo avanzar otro cordero sacrificial.
—Pero el fiscal no quiere complicaciones, en especial de parte de un investigador difícil, una reliquia de la época soviética, un hombre cuesta abajo. Algunos hombres marchan seguros de una época histórica a la siguiente; otros van cuesta abajo. Me han dicho que disfrute de un descanso mientras las cosas se asientan, y por eso puedo pasar el día contigo —Zhenya empujó una torre grande como un camión por todo el largo del tablero, derribó el rey de Arkady y metió todas las piezas en la caja. No había escuchado una sola palabra.
La última etapa del paseo fue una vuelta en la rueda gigante, que seguía girando mientras Arkady y Zhenya entregaban sus entradas, subían a los asientos y trababan la barra sujetadora. Una revolución completa de la rueda, de cincuenta metros de diámetro, demoraba cinco minutos. Mientras se elevaba se podía contemplar una vista primero del parque de diversiones, luego de los gansos que levantaban vuelo desde el lago y los patinadores que se deslizaban por los senderos y al final, en el punto mas alto, a través de una bruma aérea de pelusas de álamo, un panorama de la gris Moscú diurna, un relámpago de oro de iglesia a iglesia y unos quejidos distantes de tránsito y construcción. Durante toda la vuelta, Zhenya estiraba el cuello para mirar a un lado y luego al otro, como si pudiera abarcar toda la población de la ciudad.
Arkady había intentado encontrar al padre de Zhenya, aunque el niño se negaba a darle el nombre de pila o colaborar para que un dibujante de la milicia hiciera un retrato aproximado. Sin embargo, Arkady había revisado los registros moscovitas de residencia, nacimiento y conscripción en busca de Lysenkos. Por si el padre fuera alcohólico, preguntó en sitios de rehabilitación. Como Zhenya jugaba tan bien, averiguó en clubes de ajedrez. Y, debido a que Zhenya era tan temeroso de la autoridad, Arkady revisó también en los registros de arrestos. Surgieron seis hombres posibles, pero todos estaban cumpliendo largos períodos en instituciones, en Chechenia o en prisión.
Cuando Zhenya y Arkady estaban en el punto más alto, la rueda se detuvo. El encargado, desde tierra, les gritó y les hizo una seña con la mano. Nada de qué preocuparse. A Zhenya le alegró tener más tiempo para observar con detenimiento la ciudad, mientras Arkady contemplaba las virtudes del retiro anticipado: la oportunidad de aprender nuevos idiomas, otros bailes, viajar a lugares exóticos. Sin la menor duda, el fiscal no lo tenía en alta estima Cuando se había estado en lo más alto de la rueda gigante de la vida, por decirlo así, cualquier otra cosa quedaba muy por debajo de las aspiraciones: Y allí se encontraba él, literalmente suspendido. Unas pelusas de álamo pasaron volando como la capa de mugre de un río.
La rueda comenzó a girar otra vez, y Arkady sonrió, para demostrar que no se había distraído.
—¿Sabes? En Islandia hay una especie de diablito, un duendecillo que no es más que una cabeza sobre un pie. Es muy juguetón, muy travieso, le gusta esconder cosas, como las llaves y los calcetines, y sólo puedes verlo por el rabillo del ojo; si lo miras de frente, desaparece. Tal vez ésa sea la mejor manera de ver a algunas personas.
Zhenya no dio muestras de haber oído una sola palabra, lo que constituía una declaración, en sí misma, de que Arkady no era más que un vehículo, un medio para un fin. Cuando llegaron al suelo, el niño bajó, listo para volver al refugio, y Arkady lo dejó ir adelante.
El truco, pensó Arkady, consistía en no esperar más que eso. Resultaba evidente que, en el pasado, Zhenya había ido al parque con el padre, y a esas alturas el investigador sabía con exactitud cómo solían pasar el día. La lógica infantil decía que, si el padre había ido allí antes, iría otra vez, e incluso se lo podía evocar mágicamente mediante una recreación de aquella jornada. Zhenya era un soldadito sombrío que defendía un último puesto de avanzada de la memoria, y cualquier palabra que intercambiara con Arkady enmudecería y desdibujaría aún más al padre. Una sonrisa podía ser algo tan malo como traficar con el enemigo.
A la salida del parque sonó el teléfono celular de Arkady. Era el fiscal Zurin.
—Renko, ¿qué le dijo a Hoffman anoche?
—¿Sobre qué?
—Ya lo sabe. ¿Dónde está?
—En el Parque de Cultura y Descanso. Estoy descansando —vio que Zhenya aprovechaba la oportunidad para dar una vuelta más a la fuente.
—¿Relajándose?
—Quisiera pensar que sí.
—Porque anoche estaba tan nervioso, tan lleno de… especulación, ¿no? Hoffman quiere verlo.
—¿Por qué?
—Anoche usted le dijo algo. Algo que no alcancé a oír, aunque nada de lo que le oí decir tenía ningún sentido. Jamás he visto un caso de suicidio más claro.
—Entonces ha determinado oficialmente que Ivanov se mató.
—¿Por qué no?
Arkady no contestó de inmediato.
—Si usted está satisfecho, no veo qué podría hacer yo.
—No sea evasivo, Renko. Fue usted el que destapó esta olla, y será usted el que la cierre. Hoffman quiere que ate los cabos sueltos. No entiendo por qué no se limita a volver a su país.
—Porque, según recuerdo, huyó de los Estados Unidos.
—Bueno, como un gesto de cortesía hacia él, y para terminar con este asunto, quiere que le respondan unas preguntas más. Ivanov era judío, ¿no? Es decir, la madre.
—¿Y?
—Nada, quiero decir que él y Hoffman eran del mismo palo.
Arkady esperó que dijera más, pero al parecer Zurin creyó haberse hecho entender.
—Recibo mis órdenes de usted, fiscal Zurin. ¿Cuáles son sus órdenes? —Arkady quería que aquello quedara claro.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro de la tarde.
—Primero haga salir a Hoffman del departamento. Después vaya a trabajar, mañana por la mañana.
—¿Por qué no esta noche?
—Por la mañana.
—Si hago salir a Hoffman del departamento, ¿cómo volveré a entrar?
—Ahora el ascensorista ya conoce el código. Es de la vieja guardia. Confiable.
—¿Y usted qué espera que haga yo?
—Lo que le pida Hoffman. Solucione este asunto de una vez por todas. No lo complique, no lo estire; sólo soluciónelo.
—¿Eso significa que lo termine o que lo resuelva?
—Usted sabe muy bien lo que significa.
—No lo sé. Estoy bastante involucrado —Zhenya iba terminando su nueva vuelta a la fuente.
—Vaya para allá ahora.
—Necesito un detective. Debería tener un compañero, pero me conformaré con Víctor Fedorov.
—¿Por qué él? Odia a los empresarios.
—Tal vez sea más difícil de comprar.
—Vaya de una vez.
—¿Me devolverán mis expedientes?
—No.
Zurin cortó. Quizás el fiscal se había mostrado un poco más terminante que de costumbre, pero, en general, la conversación había sido todo lo agradable que Arkady podría haber deseado.
Bobby Hoffman hizo pasar a Arkady y a Víctor al departamento de Ivanov y volvió a desplomarse en el sofá. A pesar del aire acondicionado, en la habitación flotaba el olor de la vigilia de toda la noche. Hoffman tenía el pelo enmarañado, los ojos empañados, y huellas de lágrimas se le entremezclaban en la barba rojiza un tanto crecida de las mandíbulas. Se le veía la ropa arrugada, aunque la chaqueta que le había regalado Pasha estaba doblada sobre la mesita baja, junto a una copa y dos botellas vacías de coñac. Dijo:
—No tengo el código del teclado, así que me quedé.
—¿Por qué? —preguntó Arkady.
—Para aclarar las cosas.
—Aclarémoslas, por favor.
Hoffman ladeó la cabeza y sonrió.
—Renko, en lo que hace a su investigación, quiero que sepa que usted no nos habría tocado, ni a Pasha ni a mí, ni en mil años. La Comisión estadounidense de Valores y Bolsa nunca pudo acusarme de nada.
—Usted huyó del país.
—¿Sabe lo que les digo siempre a los que se quejan? ¡Lea la letra pequeña, imbécil!
—¿La letra pequeña es la importante?
—Por eso es pequeña.
—Ajá. ¿Y esa letra pequeña podría decir: «Usted será el hombre más rico del mundo y vivir en un palacio con una mujer hermosa, pero un día caerá de la ventana de un décimo piso»? —replicó Arkady.
—Sí.
Hoffman se desinfló, y Arkady pensó que, pese a sus bravuconadas, sin la protección de Pasha Ivanov, Bobby Hoffman era un molusco sin caparazón, un tierno bocado estadounidense en el lecho del océano ruso.
—¿Por qué no se va de Moscú? —le preguntó Arkady—. Tome un millón de dólares de la empresa y váyase. Establézcase en Chipre o en Mónaco.
—Eso fue lo que me sugirió Timofeyev, salvo que la cifra que él dijo fue diez millones.
—Es mucho.
—Mire, las cuentas bancarias que abrimos Pasha y yo fuera del país ascienden a cerca de mil millones. No todo es dinero nuestro, por supuesto, pero eso sí que es mucho.
¿Mil millones de dólares? Arkady trató de no imaginar los ceros.
—Tiene razón.
Víctor tomó una silla y apoyó el portafolio. Echó al departamento la mirada fría de un bolchevique en el Palacio de Invierno. Del portafolio sacó un cenicero personal hecho con una lata de gaseosa vacía, aunque los agujeros de su suéter sugerían que apagaba sus cigarrillos directamente ahí. También había puesto, ligero de dedos, los vasos de la noche anterior en bolsas de plástico con etiquetas que decían: «Zurin», «Timofeyev» y «Rina Shevchenko», por las dudas.
Hoffman contempló las botellas vacías.
—Quedarse acá es como mirar una película y repasar todos los guiones posibles. Pasha saltando por la ventana, o arrastrado y arrojado, una y otra vez. Renko, usted es el experto: ¿Pasha fue asesinado?
—No tengo idea.
—Gracias, eso me sirve mucho. Anoche daba la impresión de tener sospechas.
—Pensé que la escena merecía más investigación.
—Porque en cuanto empezó a husmear encontró un vestidor lleno de sal. ¿De qué se trata eso?
—Esperaba que pudiera decírmelo usted. ¿Nunca antes había notado eso en Ivanov? ¿Una fijación con la sal?
—No. Lo único que sé es que no todo no era tan simple como dijeron el fiscal y Timofeyev. Usted tenía razón en cuanto a que Pasha había cambiado. No nos permitía entrar aquí. Surgieron todo tipo de rarezas. Usaba la ropa una vez y después la tiraba. No como cuando me regalo la chaqueta; tiraba la ropa en tachos de basura. Y salía con el auto por ahí, y de pronto cambiaba de ruta, como si estuviera huyendo.
—Como usted —intervino Víctor.
—Sólo que él no huyó lejos —replicó Arkady—. Se quedó en Moscú.
—¿Cómo podía irse? —contestó Hoffman—. Pasha siempre decía: «Los negocios son un asunto personal. Si muestras miedo, estás muerto». De todos modos, usted quería más tiempo para investigar. Muy bien, le compré un poco.
—¿Cómo lo logró?
—Puedes tutearme.
—¿Cómo lo lograste, Bobby?
—NoviRus tiene socios extranjeros. Le dije a Timofeyev que, a menos que tú estuvieras en el caso, les informaría que la causa de la muerte de Pasha no se resolvió por completo. A los socios extranjeros los pone nerviosos la violencia rusa. Yo siempre les digo que se exagera.
—Por supuesto.
—Nada puede estorbar un proyecto importante… ni el Juicio Final impediría un acuerdo petrolero… Pero puedo ganar tiempo durante uno o dos días hasta que se declare a la empresa «en buena salud».
—¿El detective y yo seremos los médicos encargados de decidir el buen estado de salud de esta empresa multimillonaria? Me siento halagado.
—Podría comenzar dándoles una bonificación de mil dólares. ¿No es suficiente? Diez mil dólares para los dos.
—No, gracias.
—¿No les gusta el dinero? ¿Qué son? ¿Comunistas? —la sonrisa de Hoffman quedó a mitad de camino entre el insulto y la simpatía.
—El problema es que no te creo. Los estadounidenses no aceptarán la palabra ni de un delincuente como tú ni de un investigador como yo. NoviRus tiene su propia fuerza de seguridad, que incluye a ex detectives. Ponlos a investigar. A ellos les pagan de veras.
—Les pagan para proteger la empresa —contestó Hoffman—. Ayer eso significaba proteger a Pasha; hoy, proteger a Timofeyev. De todas formas, está a cargo el coronel Ozhogin, que me odia.
—Si no le gustas a Ozhogin, te aconsejo que subas al próximo avión. Estoy seguro de que la violencia rusa se exagera, pero no le sirve a nadie que te quedes en Moscú.
Para cualquier hombre, la antipatía de Ozhogin constituía un buen motivo para marcharse a climas extranjeros, pensó Arkady.
Después de que hagas algunas preguntas. Nos perseguiste a Pasha y a mí durante meses. Ahora puedes perseguir a algún otro.
—No es tan simple, como dijiste tú.
—Lo único que pido es unas cuantas preguntas.
Arkady hizo una seña a Víctor, que abrió una carpeta de su portafolio Y dijo:
—¿Yo también puedo tutearte? —luego pronunció su nombre como si fuera un caramelo duro—: Bobby, habría algo más que una o dos preguntas. Tendríamos que hablar con todos os que vieron a Pasha anoche, su chofer y sus guardaespaldas, el personal del edificio. Además, tendríamos que ver las cintas de seguridad.
—A Ozhogin no le gustará.
Arkady se encogió de hombros.
—Si Ivanov no se suicidó, hubo una falla de seguridad.
—Para hacer un trabajo completo —continuó Víctor—, también deberíamos hablar con sus amigos.
—No estaban acá.
—Conocían a Ivanov. Sus amigos y la mujer con la que salía, como la que estaba acá anoche.
—Rina es una gran muchacha. Muy artística.
Víctor dirigió a Arkady una mirada significativa. En una oportunidad el detective había inventado una teoría llamada «Voltear a la viuda», para identificar a un probable asesino sobre la base de quién se ponía primero en la fila para consolar a una cónyuge doliente.
—Y a los enemigos.
—Todos tienen enemigos. Hasta George Washington tenía enemigos.
—No tantos como Pasha —replicó Arkady—. Hubo atentados anteriores contra su vida. Tendríamos que verificar quiénes estuvieron Involucrados y dónde están ahora. No es simple cuestión de un día más y unas cuantas preguntas.
Víctor echó una colilla en la lata de gaseosa.
—Lo que el investigador quiere saber es: si avanzamos, ¿vas a salir corriendo y dejarnos con os pantalones bajos y el trasero al aire?
—Si es así, el detective te recomienda que empieces a correr ya mismo —dijo Arkady—. Antes de que empecemos. Bobby se hundió más en el sofá.
—Me quedaré aquí.
—Si empezamos, esto es una posible escena de crimen, y lo primerísimo es sacarte de acá.
—Tenemos que hablar —le dijo Víctor a Arkady.
Los dos hombres se retiraron al pasillo blanco. Víctor encendió un cigarrillo y lo aspiró como si fuera oxígeno.
—Me estoy muriendo. Tengo problemas de corazón, de pulmones, de hígado. El drama es que me estoy muriendo demasiado lentamente. En otros tiempos mi pensión significaba algo. Ahora tengo que trabajar hasta que me lleven a la tumba. El otro día corrí. Me parecía oír campanas de iglesia. Era mi pecho. Están subiendo el precio del vodka y el tabaco. Ya no me molesto en comer. Quince marcas de pasta italiana, ¿pero quién puede pagarlas? Entonces, ¿de veras quiero pasar mis últimos días jugando al guardaespaldas de un mierda inútil como Bobby Hoffman? Porque eso es lo único para lo que nos quiere: como guardaespaldas. Y desaparecerá, desaparecerá en cuanto logre arrancarle más dinero a Timofeyev. Huirá cuando más lo necesitemos.
—Ya podría haber huido.
—Sólo está subiendo el precio.
—Dijiste que había buenas huellas en los vidrios. Tal vez haya más.
—Arkady, estas personas son diferentes. Cada uno sólo se preocupa por sí mismo. ¿Ivanov está muerto? Que Dios lo ayude.
—¿Entonces tú no crees que haya sido suicidio?
—¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Antes, los rusos mataban por mujeres o por poder: motivos de verdad. Ahora matan por dinero.
—El rublo no era dinero de verdad —comentó Arkady.
—Bueno, pero nos vamos, ¿no?
Cuando regresaron, Bobby Hoffman estaba hundido en el sofá. Podía leer el veredicto en sus ojos. Arkady se proponía darle la mala noticia y seguir con lo suyo, pero se demoró contemplando unas franjas de luz de sol que vibraban a lo largo de la habitación. Se podía discutir si una decoración en blanco era tímida o audaz, pensó Arkady, pero no se podía negar que Rina había hecho un trabajo profesional. Toda la habitación relucía, y el cromo del bar arrojaba un reflejo resplandeciente sobre las fotografías de Pasha Ivanov y su constelación de amigos famosos y poderosos. El mundo de Ivanov se hallaba tan lejos del ruso medio que las fotos bien podrían haberse tomado con un telescopio apuntado a las estrellas. Aquello era lo máximo que Arkady se había acercado a NoviRus. Estaba, por el momento, dentro del campamento enemigo.
Cuando llego al sofá, Hoffman tomo en sus manos rechonchas las del investigador.
—Sí, saqué un disco con datos confidenciales de la computadora de Pasha: empresas falsas, sobornos, coimas, cuentas bancarias. Iba a ser mi reaseguro, pero se lo daré a ustedes. Ése fue el trato que hice con Ozhogin y Zurin: el disco a cambio de unos días de ayuda de ustedes. No me pregunten dónde lo puse; está a salvo. Tenían razón: soy un corrupto. Qué gran noticia. ¿Saben por qué estoy haciendo esto? No podía volver a mi casa. No tenía fuerzas, y tampoco podía dormir, así que me senté acá. En plena noche oí un ruido, como de fricción. Creí que eran ratones, así que tomé una linterna y recorrí el departamento. Ningún ratón. Pero seguía oyéndolo. Al final bajé al vestíbulo para preguntarle al recepcionista. Pero no estaba en su escritorio. Estaba afuera, con el portero, con las rodillas y las manos en el piso, con cepillos y lejía, fregando la sangre de la acera. Sí, hicieron eso; no queda ni una manchita. Y eso era lo que oía diez pisos más arriba: cómo fregaban. Sé que es imposible, pero es lo que oí. Y pensé, Renko: «Hay un hijo de puta que debe de haber oído la friega. Ése es al que quiero».