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Moscú nadaba en colores. La iluminación brumosa de la Plaza Roja se mezclaba con el neón de los casinos de la Plaza de la Revolución. La luz se expandía, abriéndose paso desde el paseo subterráneo del Manezh. Varios reflectores coronaban las nuevas torres de vidrio y piedra pulida, cada una rematada con un capitel. Al alcalde le encantaban los capiteles. Las cúpulas doradas todavía imponían su presencia entre los jardines circulares, pero durante la noche las excavadoras rompían la ciudad vieja y abrían grandes pozos para levantar una Moscú moderna y vertical, más parecida a Houston o a Dubai. Era la Moscú que Pasha Ivanov había ayudado a crear, un paisaje cambiante de placas tectónicas, corrientes de lava y fatales pisadas en falso.

El investigador Arkady Renko se asomó por la ventana para ver, diez pisos más abajo, a Ivanov en la acera. Ivanov estaba muerto y su cuerpo, apenas ensangrentado, tenía las piernas y los brazos torcidos en ángulos raros. Había dos Mercedes negros estacionados contra la acera, el automóvil de Ivanov y la camioneta 4 x 4 de sus guardaespaldas. A veces le parecía a Arkady que a cada uno de los empresarios de éxito y de los matones de la mafia de Moscú le habían dado dos Mercedes negros como los de las SS nazis.

Además de los guardaespaldas del automóvil de custodia, el recepcionista y el ascensorista también estaban armados. Varias cámaras vigilaban el vestíbulo, el ascensor para huéspedes, la puerta de servicio y el frente del edificio. Ivanov llegó a las 21:28, subió directamente al departamento más seguro de Moscú, y a las 21:48 se arrojó a la acera. Arkady midió la distancia desde el edificio hasta donde yacía Ivanov. En general, las víctimas de homicidios caían más cerca, porque desperdiciaban toda su energía en tratar de salvarse. Los suicidas, más decididos, caían más lejos. Ivanov casi había llegado hasta la calle.

Detrás de Arkady, el fiscal Zurin les llevó bebidas a un vicepresidente de NoviRus llamado Timofeyev y a una rubia joven y elegante, vestida de negro, que estaban en la sala. Zurin era meticuloso como un maître d’hôtel; había sobrevivido a seis regímenes del Kremlin gracias a su habilidad para reconocer a los mejores clientes y resolver problemas. Timofeyev temblaba; la chica estaba ebria. Arkady pensó que la reunión se parecía un poco a una fiesta cuyo anfitrión, de manera súbita e inexplicable, se había lanzado por la ventana. Después de la conmoción, los invitados seguían divirtiéndose como si nada.

La excepción era Bobby Hoffman, el asistente estadounidense de Ivanov. Aunque valía millones de dólares, tenía los zapatos rotos, los dedos manchados de tinta y la chaqueta de gamuza tan gastada que brillaba. Arkady se preguntó cuánto tiempo más duraría Hoffman en NoviRus. ¿Asistente de un muerto? No parecía un futuro muy prometedor.

Hoffman se acercó a Arkady, junto a la ventana.

—¿Por qué le pusieron bolsas de plástico en las manos a Pasha?

—Estaba buscando señales de resistencia, tal vez cortes en los dedos.

—¿Resistencia? ¿Como en una lucha?

El fiscal Zurin se inclinó hacia adelante en el sofá.

—No habrá investigación. No investigamos los suicidios. En el departamento no hay señales de violencia. Ivanov subió solo. Y se fue solo. Eso, amigos míos, es suicidio ciento por ciento.

La muchacha parecía aturdida. Por la información sobre Pasha Ivanov, Arkady se había enterado de que Rina Shevchenko era su decoradora de interiores personal; tenía veintiún años y ese día vestía un traje de chaqueta y pantalón de cuero rojo y botas de tacos altos.

Timofeyev era conocido como un enérgico deportista, pero se había encogido tanto dentro del traje, que bien podría ser el padre de Arkady.

—Los suicidios son una tragedia personal. Ya es bastante terrible sufrir la muerte de un amigo. El coronel Ozhogin, jefe de seguridad de NoviRus, viene en avión para acá —dirigiéndose a Arkady, agregó—: Ozhogin no quiere que se haga nada hasta que llegue él.

Arkady respondió:

—No acostumbramos dejar un cadáver en la acera, como si fuera una alfombra, ni siquiera para el coronel.

—No le preste atención al investigador Renko —intervino Zurin—. Es el fanático de la oficina. Es como un perro de narcóticos: no deja bolsa sin olfatear.

Aquí no quedará mucho que olfatear, pensó Arkady. Habían contaminado por completo la escena del crimen. Por simple curiosidad, se preguntó si podría conservar intactas las huellas ensangrentadas que había en el alféizar.

Timofeyev se apretó la nariz con un pañuelo. Arkady vio unos puntos rojos.

—¿Hemorragia nasal? —pregunto Zurin.

—Resfrío de verano —respondió Timofeyev.

Frente al departamento de Ivanov había un oscuro edificio de oficinas. Del vestíbulo salió un hombre, que saludó con la mano a Arkady y le hizo una seña con el pulgar hacia abajo.

—¿Uno de sus hombres? —preguntó Hoffman.

—Un detective, por si alguien se quedó allá trabajando hasta tarde y vio algo.

—Pero usted no está investigando.

—Hago lo que mande el fiscal.

—Entonces usted cree que fue un suicidio.

—Preferimos los suicidios. No dan trabajo ni elevan el índice de delincuencia —a Arkady también se le pasó por la mente que los suicidios no ponían en evidencia la ineptitud de investigadores y milicianos, más competentes para diferenciar los borrachos muertos de los vivos, que para resolver asesinatos cometidos con poca o mucha premeditación.

—Sepan disculpar a Renko —dijo Zurin—. Cree que toda Moscú es una escena del crimen. El problema es que la prensa convertirá en una noticia sensacionalista la muerte de alguien tan eminente como Pasha Ivanov.

En ese caso, mejor el suicidio de un financista desequilibrado que un asesinato, pensó Arkady. Timofeyev podía lamentar el suicidio de su amigo, pero una investigación por asesinato pondría bajo sospecha a toda la empresa NoviRus, en especial desde la perspectiva de los socios e inversores extranjeros que ya sentían que hacer negocios en Rusia equivalía a sumergirse en aguas turbias. Puesto que Zurin había ordenado que Arkady realizara una investigación financiera de Ivanov, ese cambio de rumbo debía ejecutarse con rapidez. Así que no era un simple conserje, pensó Arkady, sino un hábil marinero que sabía en qué momento virar el barco.

—¿Quiénes tenían acceso al departamento? —preguntó Arkady.

—Pasha era el único autorizado en ese nivel. La seguridad era la mejor del mundo —afirmó Zurin.

—La mejor del mundo —convino Timofeyev.

Continuó Zurin:

—Cámaras de vigilancia cubren todo el edificio, tanto adentro como afuera, con monitores vigilados no sólo aquí, en el escritorio de la recepción, sino también, para mayor garantía, por los técnicos del cuartel general de Seguridad NoviRus. Los otros departamentos tienen llaves; Ivanov contaba con un teclado numérico provisto de un código que sólo él conocía. También tenía un botón de bloqueo junto al ascensor, para dejar afuera al mundo cuando él estaba adentro. Disponía de toda la seguridad necesaria.

En el vestíbulo, Arkady había visto los monitores dispuestos en un escritorio redondo de palisandro. Cada pantalla estaba dividida en cuatro. Además, la recepcionista tenía un teléfono blanco con dos líneas exteriores y un teléfono rojo con una línea directa a NoviRus.

—¿El personal del edificio no tiene el código de Ivanov? —preguntó Arkady.

—No. Sólo la oficina central, en NoviRus.

—¿Quién tenía acceso al código allá?

—Nadie. Estaba sellado, hasta esta noche.

Según el fiscal, Ivanov había ordenado que nadie entrara en el departamento salvo él: ni personal ni mucama ni plomero. Cualquiera que lo intentara aparecería en los monitores y grabado en cinta, y el personal no había visto nada. El propio Ivanov se ocupaba de limpiar. Le daba al hombre del ascensor la basura, la ropa para lavar, las prendas para la tintorería, la lista de compras de comida o lo que encontrara en el vestíbulo a su regreso. Zurin lo contaba como si fueran virtudes.

—Un excéntrico —comentó Arkady.

—Podía darse el lujo de ser excéntrico. Churchill se paseaba desnudo por su castillo.

—Pasha no estaba loco —dijo Rina.

—¿Y cómo estaba? —replicó Arkady—. ¿Cómo lo describiría usted?

—Había adelgazado. Decía que tenía una infección. Tal vez una mala reacción al tratamiento.

—Ojalá estuviera Ozhogin acá —se lamentó Timofeyev.

Arkady había visto la lustrosa tapa de una revista en la que se veía a Lev Timofeyev muy seguro de sí, navegando en un yate en el mar Negro, surcando las olas. ¿Donde esta ese Timofeyev?, se preguntó.

Una ambulancia se detuvo casi en silencio Junto a la acera. El detective cruzó la calle con una cámara y tomó varias fotos con flash de Ivanov mientras lo metían en la bolsa para cadáveres, y de la mancha en la acera. Había algo oculto bajo el cuerpo de Ivanov. Desde donde se hallaba Arkady, parecía un vaso. El detective tomó una foto también de eso.

Hoffman observaba tanto a Arkady como la escena que se desarrollaba abajo.

—¿Es cierto que usted ve a Moscú como la escena de un crimen?

—La fuerza de la costumbre.

La sala habría sido el sueño de un técnico forense: sofá y sillas de cuero blanco, piso de piedra caliza y paredes tapizadas en lino, mesa baja y cenicero de vidrio, todos materiales excelentes para encontrar pelos, lápiz labial, huellas digitales, las marcas de la vida. Habría resultado fácil espolvorear y buscar antes de que Zurin invitara alegremente a una multitud y arruinara esas pruebas. Porque con un suicida que se arroja por la ventana había dos preguntas: ¿estaba solo?, y ¿lo empujaron?

Dijo Timofeyev, sin dirigirse a nadie en particular:

—Pasha y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Estudiamos e investigamos juntos en el instituto cuando el país sufrió su colapso económico. Imagínense, el laboratorio físico más grande de Moscú, y trabajábamos sin sueldo. El director, el académico Gerasimov, apagaba la calefacción para ahorrar dinero, y por supuesto era invierno y las cañerías se congelaban. Teníamos mil litros de agua radiactiva que verter, así que la mandamos al río, en el centro de la ciudad —vació su vaso—. El director era un hombre brillante, pero a veces se perdía en una botella de alcohol. En esas ocasiones descansaba en Pasha y en mí. De cualquier modo, arrojó agua radiactiva en pleno Moscú, y nadie lo supo.

Estas palabras tomaron a Arkady por sorpresa. Por cierto, él no se había enterado.

Rina llevó el vaso de Timofeyev al bar, donde se detuvo junto a una galería de fotografías en las que Pasha Ivanov desbordaba vitalidad. No era un individuo atractivo, pero sí alto, y lleno de gestos grandilocuentes. En diferentes fotos, descendía por acantilados, caminaba por los Urales, atravesaba aguas blancas en un kayak. Abrazaba a Yeltsin y Clinton y Bush padre. Sonreía a Putin, que, como siempre, parecía estar chupando un limón. Acunaba a un perro salchicha miniatura como si fuera un bebé. Ivanov con tenores de ópera y astros de rock, e incluso haciendo una reverencia al patriarca ortodoxo o al papa romano, y en todas esas tomas reflejaba una confianza descarada en sí mismo. Otros «nuevos rusos» habían quedado a mitad de camino: muertos de un balazo, caídos en bancarrota o exiliados por el Estado. Pasha no sólo florecía, sino que era un hombre de espíritu cívico, y cuando los fondos de construcción para la iglesia del Redentor escasearon, proveyó las láminas de oro para la cúpula. La primera vez que Arkady abrió la carpeta con los antecedentes del millonario, le dijeron que, si alguien lo acusaba de violar la ley, Ivanov llamaba al Senado con su teléfono celular y hacía rescribir el código. Tratar de acusar a Ivanov era como intentar agarrar a una serpiente que no dejaba de cambiar piel tras piel, mientras le crecían patas. Pasha Ivanov era a la vez un hombre de su época y una etapa de la evolución.

Arkady observó un destello apenas perceptible en el alféizar, partículas dispersas de unos cristales tan comunes que no pudo resistir el impulso de presionar el dedo índice contra ellas para levantarlas y probarlas. Sal.

—Voy a echar un vistazo por ahí —anunció.

—Pero no está investigando —aclaró Hoffman.

—En absoluto.

—Una palabra a solas —le dijo Zurin. Lo llevó al vestíbulo—. Renko, tenemos iniciada una investigación a Ivanov y NoviRus, pero una causa por suicidio no le huele bien a nadie.

—Fue usted el que inició la investigación.

—Y la voy a cerrar. Lo último que quiero es que la gente piense que acosamos a Pasha Ivanov al extremo de llevarlo a la muerte, y que seguimos tras él cuando ya estaba en la tumba. Nos hace parecer vengativos, fanáticos, cosa que no somos —el fiscal buscó los ojos de Arkady—. Cuando haya dado su vistazo por ahí, vaya a su oficina y junte todos los archivos de Ivanov y NoviRus y déjelos en la mía. Hágalo esta noche. Y deje de usar esa frase «nuevo ruso» cuando se refiere al delito. Todos somos «nuevos rusos», ¿no?

—Lo intento.

El departamento de Ivanov ocupaba todo el décimo piso. No había muchas habitaciones, pero eran espaciosas y teman una vista panorámica de la ciudad que daba la ilusión de caminar en el aire. Arkady comenzó por un dormitorio tapizado con paneles de lino, y una alfombra persa en el piso. Las fotografías que había allí eran más personales: Ivanov esquiando con Rina, navegando con Rina, buceando con Rina. Ella tenía ojos enormes y protuberantes pómulos eslavos. En cada foto una brisa agitaba su cabello rubio; era de las que pueden atraer la atención de una brisa. Considerando la diferencia de edad entre ambos, para Ivanov la relación debía de haber sido un poco como tener de amante a una rubia de piernas largas, una Lolita. Eso era lo que Rina le evocaba a Arkady; ¡después de todo, Lolita era una creación rusa! Había una expresión casi paternal en la cara de Ivanov, y un sabor a caramelo en la sonrisa de Rina.

De la pared colgaba un desnudo rosa, un Modigliani. En la mesita de noche había un cenicero de vidrio Lalique y un reloj despertador Hermes; en el cajón, una pistola de 9 milímetros, una Viking con un cargador grueso de diecisiete disparos, pero sin el menor rastro de haberse usado alguna vez. Sobre la cama había un portafolio que contenía sólo una bolsa de zapatos Bally y un cargador de teléfono celular. En un estante para libros, una selección decorativa de tomos de gastada encuadernación en cuero —Pushkin, Rilke y Chejov— y una caja con un trío de relojes Patek, Cartier y Rolex; los sacudió con delicadeza para mantenerlos en funcionamiento, una gran necesidad para los muertos. La única nota discordante era la ropa sucia apilada en un rincón.

Entró en un cuarto de baño con piso de piedra caliza, artefactos enchapados en oro, bañera gigante, barras calefaccionadas para colgar batas grandes como para osos polares, y la comodidad de un teléfono. Un espejo para afeitarse aumentaba las arrugas de la cara de Arkady. Un botiquín contenía —además de los artículos de tocador habituales— frascos de Viagra, pastillas para dormir, Prozac. Arkady observó el nombre de una tal doctora Novotny en cada prescripción. No vio ningún antibiótico para una infección.

La cocina lucía nueva y olvidada. Relucientes electrodomésticos de acero, ollas enlozadas impecables y hornallas sin una sola mancha de salsa adherida. Un estante plateado sostenía botellas polvorientas de vinos caros, sin duda elegidos por un experto. Pero la máquina lavaplatos rebosaba de platos sucios, así como la cama estaba mal tendida y las toallas del baño colgaban torcidas: rastros de un hombre que se atiende solo. La heladera tamaño restaurante era como una bóveda fría y vacía, salvo unas botellas de agua mineral, unos pedazos de queso, galletas y media hogaza de pan en rebanadas. El vodka descansaba en el freezer. Pasha era un hombre ocupado, que salía todas las noches a cenas de negocios. Era, hasta hacía poco, un hombre famoso y sociable, no un rico recluido, de uñas y pelos largos. Habría querido mucho más que mostrar a sus amigos una brillante cocina ultramoderna y ofrecerles un Bordeaux decente o una copa de vodka helado. Sin embargo, no le había mostrado nada de todo aquello a nadie, durante meses. En el comedor, Arkady apoyó una mejilla contra la mesa de palisandro y la observó en todo su largo. Cubierta de polvo, pero ni un rasguño.

Con sólo girar un reóstato, la habitación siguiente se convirtió en un cine casero, con una pantalla plana de unos dos metros de ancho, bafles negro mate y ocho sillas giratorias de terciopelo rojo con lámparas individuales de pie flexible. Todos los «nuevos rusos» tenían cines caseros. Arkady recorrió la videoteca que abarcaba desde Eisenstein hasta Jackie Chan. No había ninguna cinta en la videocasetera, y nada en el frigobar, salvo botellas individuales de Moet.

Una habitación para ejercicio físico, con ventanas hasta el techo, piso acolchado, pesas y una máquina de gimnasia con aspecto de catapulta. Encima de la bicicleta fija colgaba un televisor.

Lo mejor era la oficina, una cabina de mando futurista, de vidrio y acero inoxidable. Todo estaba a mano: monitor e impresora en el escritorio, una computadora con la bandeja de CD abierta debajo, junto a una papelera vacía. Sobre una mesa había ejemplares de The Wall Street Journal y The Financial Times, doblados con tanta prolijidad como sábanas planchadas. En la pantalla del monitor se veía la página de CNN, cifras de mercado fluyendo bajo un hombre que murmuraba casi en silencio a medio mundo de distancia. Arkady sospechó que el sonido en sordina era el signo característico de un hombre solitario, la necesidad de oír otra voz en el departamento, aunque prohibiera la entrada a su amante y sus socios más cercanos. También tuvo la impresión de que aquello era lo más cerca que alguien de la fiscalía había llegado alguna vez a penetrar NoviRus. Qué pena que el hombre que lo hacía fuera él. A eso había llegado la vida de Arkady: sus habilidades habían quedado reducidas a averiguar que hombre habla intimidado a otro. Las sutilezas del robo corporativo eran nuevas para él, así que se detuvo frente a la computadora como un simio ante el fuego. Virtualmente a su alcance podían estar las respuestas que buscaba: los nombres de socios incógnitos en los ministerios que promovían y protegían a Ivanov y sus números de cuentas en bancos del exterior. No encontraría baúles de autos llenos de dólares; las cosas ya no funcionaban así. No había papeles; la información fluía por el aire. El dinero también fluía por el aire y desaparecía.

Víctor, el detective de la calle, lo resolvió al fin. Era un hombre que dormía poco y que siempre llevaba un suéter que apestaba a cigarrillo. Levantó una bolsa de papel que contenía un salero.

—Esto estaba en la vereda, debajo de Ivanov. Tal vez ya estaba ahí. ¿Por qué alguien saltaría por una ventana con un salero?

Bobby Hoffman pasó junto a Víctor.

—Renko, los mejores hackers del mundo son rusos. Encripté y programé el disco rígido de Pasha para que se autodestruyera a la primera señal de violación. O sea: no toque una puta tecla.

—¿Usted era el mago de la computación de Pasha, además de asesor de negocios? —preguntó Arkady.

—Hacía lo que Pasha me pedía.

Arkady dio un golpecito en la bandeja de CD. Se cerró. Hoffman agregó:

—También debería decirle que la computadora y todos los discos son propiedad de NoviRus. Está a un milímetro de meterse en propiedad ajena. Debería conocer las leyes.

—Señor Hoffman, no me hable de las leyes rusas. Usted era ladrón en Nueva York, y es ladrón acá.

—No; soy consultor.

—Lo que significa…

—Que soy el tipo que le dijo a Pasha que no se preocupara por usted. ¿Tiene estudios avanzados en negocios?

—No.

—¿En leyes?

—No.

—¿En contabilidad?

—No.

—Entonces, que tenga suerte. Los estadounidenses me persiguieron con un montón de abogados entusiastas recién graduados de Harvard. Veo que Pasha tenía mucho que temer —esto se parecía más a la actitud hostil que Arkady había esperado, pero Hoffman perdió ímpetu—. ¿Por qué no cree que haya sido suicidio? ¿Qué pasa?

—No dije que pasara nada.

—Algo lo está perturbando.

Arkady lo pensó.

—En los últimos tiempos su amigo no era el Pasha Ivanov de antes, ¿no?

—Pudo haber sido depresión.

—En los últimos tres meses se mudó dos veces. Las personas deprimidas no tienen energía para mudarse; se quedan quietas —la depresión era un tema del que Arkady sabía bastante—. A mí me suena a miedo.

—¿Miedo a qué?

—Usted estaba más cerca de él; debería saberlo mejor que yo. ¿Acá hay algo que parezca fuera de lugar?

—No sabría decirle. Pasha no nos dejaba pasar. Rina y yo no entrábamos en este departamento desde hacía un mes. Si usted estuviera investigando, ¿qué buscaría?

—No tengo idea.

Víctor palpó la manga de la chaqueta de Hoffman.

—Linda gamuza. Debe de haber costado una fortuna.

—Era de Pasha. Se la elogié una vez, cuando la llevaba puesta, y me obligó a aceptarla. Tenía muchas más… pero era generoso.

—¿Cuántas chaquetas más? —preguntó Arkady.

—Veinte, por lo menos.

—¿Y trajes y zapatos y zapatillas deportivas?

—Por supuesto.

—Vi ropa en un rincón del dormitorio. No vi armario.

—Se lo mostraré —dijo Rina. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba junto a Víctor? Arkady no sabía—. Yo diseñé el departamento, como ya sabe.

—Es un departamento muy lindo —comentó Arkady.

Rina lo estudió, como buscando rastros de condescendencia; luego se volvió y, vacilante, apoyando una mano en la pared, lo condujo hacia el dormitorio de Ivanov. Arkady no vio nada diferente hasta que Rina empujó un panel de la pared que con un clic se abrió y reveló un vestidor bañado en luz. A la izquierda colgaban trajes; a la derecha, pantalones y chaquetas, algunos nuevos, todavía colgados en las bolsas de negocios de elaborados nombres italianos. De un pie giratorio colgaban corbatas. Había cajoneras empotradas para las camisas y la ropa interior, y estantes para los zapatos. Las prendas iban desde cachemira fina hasta lino de sport, y todo lucía inmaculado, salvo un alto espejo de cuerpo entero, partido pero intacto. Un lecho de cristales centelleantes cubría el piso.

Llegó el fiscal Zurin.

—¿Y ahora qué pasa?

Arkady se lamió un dedo para levantar una partícula y se lo llevó a la lengua.

—Sal. Sal de mesa.

Habían volcado en el piso por lo menos cincuenta kilos de sal.

El montículo tenía una suave forma redondeada, en la que se dibujaban dos débiles impresiones.

—Un indicio de trastorno mental —anunció Zurin—. Para esto no existe ninguna explicación cuerda. Es obra de un hombre presa de desesperación suicida. ¿Algo más, Renko?

—Había sal en el alféizar.

—¿Más sal? Pobre hombre. Sabe Dios lo que se le pasaba por la cabeza.

—¿Usted qué cree? —preguntó Hoffman a Arkady.

—Suicidio —dijo Timofeyev desde el vestíbulo, la voz amortiguada por el pañuelo.

Habló Víctor:

—Con tal que Ivanov esté muerto. Mi madre puso todo su dinero en uno de sus fondos. Él prometió una ganancia del ciento por ciento en cien días. Mamá lo perdió todo, y a él lo votaron Nuevo ruso del Año. Si ahora estuviera acá, vivo, yo mismo lo estrangularía con sus propias tripas humeantes.

Con eso se arreglaba el asunto, pensó Arkady.

Cuando Arkady terminó de llevar una gran cantidad de archivos de NoviRus al despacho del fiscal y regresó a su casa, eran las dos de la mañana.

Su departamento no era una torre de vidrio que relucía en el horizonte, sino una pila de piedras cerca de los jardines circulares. Diferentes arquitectos soviéticos parecían haber trabajado Con anteojeras puestas para diseñar un edificio con arbotantes, columnas romanas y ventanas moriscas. Algunas secciones de la fachada se habían caído, y en algunas partes crecían hierbas y retoños de árboles sembrados por el viento, pero adentro los departamentos ofrecían cielos rasos altos y ventanas de bisagra. La vista del de Arkady no era de elegantes Mercedes que pasaban como deslizándose, sino de un fondo lleno de talleres de metales, cada uno asegurado por un candado protegido por la base de plástico de una botella de gaseosa.

Fuera cual fuere la hora, el señor y la señora Rajapakse, sus vecinos del otro lado del pasillo, llegaban con bizcochos, huevos duros y té. Eran profesores universitarios de Sri Lanka, una pareja baja, de tez oscura, de modales delicados.

—No es ninguna molestia —dijo Rajapakse—. Usted es nuestro mejor amigo en Moscú. ¿Sabe lo que dijo Gandhi cuando le preguntaron por la civilización occidental? Dijo que le parecía una buena idea. Usted es el único ruso civilizado que conocemos. Y como sabemos que no se cuida, debemos cuidarlo nosotros.

La señora Rajapakse llevaba un sari. Se desplazó por el departamento como una mariposa para atrapar una mosca y sacarla por la ventana.

—Mi esposa no le hace daño a nada —dijo el marido—. Acá, en Moscú, hay mucha violencia. Ella se preocupa por usted todo el tiempo. Es como una madre para usted.

Después de enviarlos de regreso a su casa, Arkady se sirvió medio vaso de vodka y brindó en silencio consigo mismo. Por un «antiguo ruso».