25

La dirección de Harris Brown que obraba en mi poder indicaba una pequeña zona residencial de Colgate, consistente en una calle de casitas preciosas al borde mismo de los acantilados que daban al océano. Conté ocho viviendas en total en una calle sin asfaltar y flanqueada de eucaliptos. Paredes recubiertas de listones de madera, tejados a dos vertientes con una buhardilla en cada vertiente y porches totalmente cerrados en la fachada. Con una estructura semejante a la de las barracas, seguramente habían sido construidas hacía mucho para uso de los criados de alguna gran mansión que el paso del tiempo había borrado de la faz de la tierra. A diferencia de las restantes fachadas, pintadas de rosa y verde, la de Harris Brown era… bueno, eso precisamente, brown[4], y sin duda una manera coquetona de llamar la atención. No era fácil calcular si la casa había estado destartalada desde el principio o si su desolación general era consecuencia de la viudez del propietario. Puesto que creo en la discriminación sexual, me costaba creer que una mujer pudiera vivir en un lugar así sin mejorar su aspecto. Avancé hacia el porche.

La puerta de la calle estaba abierta, aunque cerrado el cancel de tela metálica y marco de madera. Habría podido abrir este con un cortaplumas, pero río quise hacerlo y di unos golpes en el marco. La radio de la cocina emitía música clásica a todo volumen. Distinguí parte de una repisa de mármol y las cortinas de cuadros blancos y pardos que colgaban sobre el fregadero. Percibí olor a pollo que se freía con grasa de panceta, produciendo silbidos y miniexplosiones que constituían un suculento contrapunto de la música. Si Harris Brown no acudía enseguida, me pondría a gimotear y a sacudir el cancel.

—¡Señor Brown! —llamé.

—¿Sí? —respondió el aludido. Se asomó por la puerta de la cocina con un trapo alrededor de la cintura y un tenedor gigante de dos dientes en la mano—. Aguarde un segundo. —Desapareció, por lo visto para regular la llama del quemador. Si me invitaba a pollo, le perdonaría cualquier cosa que hubiese hecho. Primero está el estómago, después, la justicia. Así hay que jerarquizar los fenómenos del mundo.

Seguramente puso una tapa encima de la sartén porque los aparatosos silbidos del pollo quedaron de pronto amortiguados. Fue a la pared del fondo, bajó el volumen de la radio y se dirigió a la puerta limpiándose las manos en el trapo. Como me tenía a contraluz, supuse que no distinguiría mis rasgos hasta que estuviera muy cerca. Me miró a través del cancel.

—Usted dirá, señora.

—Hola, ¿me recuerda? —dije. Sospechaba que había sido policía hasta el extremo de que nunca olvidaba una cara, pero creo que me reconoció aunque sin acabar de concretar el contexto. Lo que sin duda aumentaba la confusión era que últimamente habíamos hablado por teléfono. Si reconocía mi voz, no creo que la relacionase con la puta del balcón del hotel de Viento Negro, aunque le chisporrotearía desagradablemente en el fondo de la cabeza.

—Refrésqueme la memoria.

—Kinsey Millhone —dije—. Quedamos para comer.

—Aaaaah, claro, claro. Disculpe. Pase, pase —dijo. Quitó el gancho del cancel y lo abrió con expresión concentrada—. Nos habíamos visto ya, ¿no es cierto? Su cara me suena.

Me eché a reír de la misma vergüenza que me daba.

—Viento Negro. El balcón del hotel. Le dije que me enviaban los muchachos, pero era una trola como una casa. En realidad buscaba a Wendell, igual que usted.

—Madre mía —dijo, alejándose de la puerta—. Estoy friendo pollo. Será mejor que venga.

Solté el cancel para que se cerrase a mis espaldas e inspeccioné el salón mientras lo recorría. Linóleo guarro en el suelo, sillones paquidérmicos de los años treinta, estanterías atestadas de libros. No sólo desorden, sino también suciedad. No había cortinas ni lámparas de mesa, pero sí una chimenea que no funcionaba. Llegué a la cocina y me asomé.

—Parece que Wendell Jaffe ha desaparecido otra vez.

Harris Brown estaba ante la sartén medio tapada de la que brotaba un chorro de humo. Al lado de la sartén, en el borde de la encimera, había un plato hondo de vidrio lleno de pan rallado. Al trasladar los pedazos de pollo del plato de vidrio hasta la sartén, había dejado una serie de regueros blancos en la encimera. Si se le ocurría clavarme el tenedor que empuñaba, parecería como si me hubiese picado una serpiente.

—¿De verdad? No me había enterado. ¿Cómo ha sido?

Me quedé donde estaba, apoyada en la jamba de la puerta. La cocina era la única estancia que al parecer recibía de pleno la luz solar. También estaba más limpia que el resto de la casa. El fregadero estaba presentable. El frigorífico era mastodóntico, estaba viejo y amarilleaba, pero por lo menos no estaba salpicado de huellas dactilares. Los armarios estaban abiertos y dejaban al descubierto la vajilla heterogénea.

—No lo sé —dije—. Pensé que a lo mejor usted me lo podía decir. Habló con él el otro día.

—¿Quién dice eso?

—La novia de Wendell. Estaba presente cuando este le llamó a usted.

—La infame señora Huff —dijo.

—¿Cómo la localizó?

—Muy sencillo. Usted me reveló su nombre la primera vez que hablamos por teléfono.

—Es verdad. Apuesto a que le mencioné incluso que vivía en Perdido Keys. Lo había olvidado.

—Yo no olvido casi nada —dijo—, aunque empiezo a notarme los achaques de la edad.

Sentí cierta comezón por dentro. El individuo parecía demasiado indiferente.

—Hablé anoche con Carl. Me dijo que le había dado los cien billetes que le debía.

—Es verdad.

—¿Por qué discutió con Wendell?

Dio la vuelta a los pedazos de pollo, de color marrón caoba con un caparazón moteado de especias. Para mí ya estaban hechos, pero cuando los pinchó con el tenedor, los agujeros rezumaron un líquido sanguinolento. Redujo la llama y volvió a tapar la sartén.

—Me peleé con Wendell antes de recibir el dinero. Por eso abordé a Eckert y le dije que viniese a mi casa aquella noche.

—No entiendo la relación.

—Wendell me dice que la historia se ha acabado. Quiere limpiar su conciencia antes de ir a la cárcel. Total, un montón de sandeces. Yo no me lo creo. Wendell tiene intención de contar lo del dinero que él y Eckert han almacenado. De pronto me doy cuenta de que todo se va al garete. Estoy acabado. Cuando el juez dicte sentencia, yo no veré ni un centavo. De modo que me lanzo en picado sobre Eckert y le digo que venga a mi casa con el dinero en la mano.

—¿Por qué no había exigido usted antes el dinero?

—Porque creía que había desaparecido. Eckert afirmaba que los dos se habían quedado sin blanca. Cuando me enteré de que Wendell estaba vivo, me dije que ya estaba bien. Presioné a Eckert y confesó que habían guardado un poco. Wendell sólo se llevó consigo un millón más o menos cuando desapareció. Eckert escondía el resto. ¿Se lo imagina? Lo había tenido desde el principio, cogiendo sólo lo que necesitaba de tarde en tarde. Un tío listo, sí señor. Vivía como un infeliz para disimular.

—¿No era usted uno los demandantes?

—Pues claro, pero es un dinero que no puede recuperarse íntegramente. Sabe a lo que me refiero, ¿no? Con un poco de suerte, diez centavos por dólar. Primero hay que pasar por Hacienda y luego están los doscientos cincuenta inversores. Todos quieren sacar algo. Que Wendell devolviera el dinero me importaba una mierda, siempre y cuando yo recuperase antes el mío. Los demás que se vayan al infierno. Ese dinero es mío porque lo gané con el sudor de mi frente y me costó años reunirlo.

—¿Y cuál fue el trato? ¿Qué hizo usted a cambio?

—Nada. Ahí está la cosa. En cuanto tuve el dinero, me olvidé de que existía la parejita.

—Era lo único que le interesaba.

—Exactamente.

Cabeceé confusa.

—No lo entiendo. ¿Por qué tenía que darle Carl Eckert una cantidad tan elevada? Más aún: ¿por qué tenía que darle ni siquiera un centavo? ¿Hubo algún chantaje por medio?

—Desde luego que no, señora. Soy policía. Eckert no me dio un centavo. Me devolvió lo que era mío. Invertí cien billetes y él me los devolvió. Hasta el último centavo —dijo.

—¿Le dijo a Carl Eckert que Wendell quería poner el dinero en manos de la policía?

—Claro que lo hice. Wendell iba a presentarse en Jefatura aquella noche. Yo ya había avisado a Carl. Este tenía que pasar con el dinero el viernes por la mañana, o sea que lo tenía ya consigo. Y yo quería cerciorarme de que iba a recuperar el dinero antes de que el loco de Wendell abriera la bocaza. Pero qué majadero era, Señor, qué majadero.

—¿Por qué dice «era»?

—Porque ha vuelto a largarse, ¿no? Lo ha dicho usted misma.

—Puede que recuperar el dinero no fuera suficiente.

—¿Adónde quiere ir a parar?

Me encogí de hombros.

—Puede que deseara usted su muerte.

Se echó a reír.

—No exagere, oiga. ¿Por qué iba yo a desear su muerte?

—Según me han contado, por culpa de Wendell la relación con sus hijos y con su mujer se fue a pique. Y su mujer murió poco después.

—No me venga ahora con esas. Mi matrimonio era una auténtica basura desde el principio y mi mujer hacía años que estaba enferma. Lo que espantó a mis hijos fue perder el dinero. Pero desde que pasé a cada uno veinticinco de los grandes por debajo de la mesa, incluso me sonríen.

—Muy simpáticos.

—Por lo menos sé qué terreno piso —replicó con indiferencia.

—Lo que usted quiere decirme es que no lo mató.

—Lo que le digo es que no tenía necesidad de ello. Pensaba que lo haría Dana Jaffe cuando averiguase lo de la otra mujer. Que abandone a la familia tiene un pase, pero que encima esté por ahí con otra… eso es intolerable, vamos.

Puesto que mi casa está sólo a una manzana del mar, estacioné el coche enfrente y fui andando hasta el puerto. Estuve esperando un rato delante de la puerta cerrada que conducía a la dársena 1. Habría podido saltar la verja por la parte exterior, como había hecho al ir con Renata, pero había suficiente tráfico peatonal a aquella hora para suponer que aparecería alguien con un medio de acceso. El día se estaba poniendo feo. No creía que fuese a llover, pero las nubes eran de un gris que daba miedo y el aire del mar se había vuelto frío. Los veranos de Santa Teresa son un convite.

Por fin se acercó un ciudadano en pantalón corto y camiseta. Llevaba la tarjeta magnética en la mano y abrió la puerta. Incluso la sostuvo para dejarme pasar cuando me vio interesada por colarme.

—Gracias —dije, mientras echaba a andar a su lado por el camino—. ¿Conoce usted por casualidad a Carl Eckert? El propietario del barco robado el viernes por la mañana.

—Estoy enterado. Pues sí, conozco a Carl de vista. Creo que ha ido en busca de la goleta, ahora que lo menciona. Hace un par de horas lo vi salir con la lancha motora. —El individuo dobló por la segunda pasarela a la izquierda, hacia la fila de amarraderos que ostentaba la letra D. Yo continué hasta la letra J, que estaba a mano derecha. La plaza de Eckert estaba todavía vacía, naturalmente, y no había forma de adivinar a qué hora volvería.

Era casi la una y aún no había comido. Volví a casa y saqué del coche la máquina de escribir. Me preparé un emparedado de huevo duro cortado en rodajas sobre una capa de mahonesa Best Foods. Pan integral, sal por arrobas, un corte por la mitad. Las normas son las normas. Me relamí en silencio y me chupeteé los dedos mientras abría el estuche de la Smith-Corona. Comí sentada ante el escritorio y le di a las teclas entre bocado y bocado. Rellené una serie de fichas de cartulina de seis centímetros por tres en las que resumí todo lo que sabía del caso. Las clasifiqué por temas y las clavé con chinchetas en el tablón que colgaba en la pared, encima de la mesa. Encendí la lámpara. Abrí una Pepsi Light. Como si se tratase de las damas o el ajedrez, organicé de distintas maneras una serie específica de fichas. En realidad no tenía idea de lo que hacía, sólo mirar la información, ordenándola y reordenándola con la esperanza de que se manifestase por sí sola una clave.

Cuando volví a mirar el reloj eran las siete menos cuarto. Empecé a ponerme nerviosa. Mi intención inicial había sido estar un par de horas sentada para consumir el tiempo hasta que volviese Eckert. Me metí un puñado de dólares en el bolsillo de los tejanos y me puse una camiseta mientras cruzaba la puerta. Volví al puerto a paso ligero bajo esa luz crepuscular que crea el cielo encapotado. Me pegué a una señora que bajaba la rampa hacia la dársena 1. Me miró con desinterés mientras abría la puerta.

—Me he dejado la tarjeta —murmuré al colarme tras ella.

El Lord estaba en el amarradero, enfundado en lona azul. El camarote principal estaba vacío y no vi ni rastro de Eckert. Había una lancha hinchable bamboleándose en el agua y amarrada con una cuerda a la popa del barco. La observé durante un rato, calculando las posibilidades. Volví al club náutico, que estaba más iluminado que un campo de fútbol por la noche. Crucé las puertas de vidrio y subí las escaleras.

Lo vi en el comedor. Estaba sentado a la barra, vestía tejanos y chaqueta informal de algodón y tenía el pelo apelmazado a causa de la brisa marina a la que había estado expuesto durante horas. El comedor estaba lleno de gente encorbatada, los bebedores habían tomado la barra por asalto y en el aire flotaba una densa nube de humo de tabaco. El jefe de camareros advirtió mi presencia y fingió escandalizarse ante mi atuendo. Seguro que le había fastidiado que no le hubiese hecho una reverencia al pasar junto a él. Levanté la mano para saludar a las ventanas y sonreí como si hubiese reconocido a alguien. El jefe de camareros se volvió en aquella dirección. Para estar en la barra no se exigía etiqueta de ninguna clase y el sujeto lo sabía. La mitad de los que estaban allí llevaba anorak, pantalón, camiseta y zapatos náuticos.

Carl Eckert giró la cabeza y me vio cuando yo ya estaba a tres metros de él. Murmuró no sé qué al barman y cogió su vaso.

—Vamos a una mesa. Afuera habrá alguna libre. —Asentí y fui tras él, por el camino que iba abriendo entre la muchedumbre.

El ruido y la temperatura descendieron de golpe cuando la puerta se cerró detrás de nosotros. En la terraza no había más que un puñado de espíritus curtidos. Oscurecía a ojos vistas, aunque el sol, oculto por las nubes, no había acabado de ponerse. A nuestros pies, el océano se sacudía con inquietud, arrojando olas sobre la arena entre mugidos y silbidos incesantes. Me gustaba aquel olor, aunque el aire estaba cargado de humedad y de intenciones hostiles. Dos altos tubos de propano despedían un resplandor rosáceo y vertical sin caldear el ambiente. Nos sentamos junto a uno, a pesar de todo. Y en esto dice Carl:

—He pedido vino para usted. El camarero lo traerá enseguida.

—Gracias. He visto que ha recuperado la goleta. ¿Qué han encontrado? Sospecho que nada, pero nunca se sabe.

—Bueno, han encontrado rastros de sangre. Un par de manchas pequeñas en la borda, pero no saben si es sangre de Wendell.

—Ya. Podría ser de usted, ¿no?

—Ya sabe usted cómo es la policía, siempre evitando las conclusiones precipitadas. Por lo que sabemos, parece que es obra del mismo Wendell, que quiere despertar la sospecha de que ha habido juego sucio. ¿Ha visto a Renata? Acaba de marcharse.

Negué con la cabeza, no sin percatarme del hábil cambio de conversación.

—No sabía que se conociesen.

—No voy a decir que seamos amigos, pero la conocí hace años, cuando Wendell se enamoró de ella. Ya sabe lo que pasa cuando un amigo se lía con una mujer con la que uno no congenia. No me cabía en la cabeza que no pudiera llevarse bien con Dana.

—El matrimonio es un misterio —dije—. ¿Qué hacía aquí Renata?

—No lo sé. Parecía deprimida. Quería hablar sobre Wendell, pero se puso nerviosa y se fue.

—Creo que no acaba de encajarlo —dije—. ¿Y el dinero? ¿Ha desaparecido?

Se echó a reír emitiendo un sonido seco y monótono.

—¿A usted qué le parece? Al principio abrigaba la esperanza de que todavía estuviese en la goleta. Ni siquiera podía avisar a las autoridades. Ironías que tiene la vida.

—¿Cuándo fue la última vez que habló con Wendell?

—Creo que el miércoles. Iba a casa de Dana.

—Después lo vi en la de Michael. Salimos juntos, pero su coche no arrancaba. Estoy convencida de que lo estropearon adrede porque al mío le pasó más o menos lo mismo. Íbamos camino de su casa cuando se me paró el motor. Entonces empezaron a dispararnos.

La puerta se abrió a nuestras espaldas y durante dos segundos el ruido invadió la terraza. El camarero se acercó con un vaso de Chardonnay en una bandeja; traía también otro whisky con agua para Carl. Dejó las bebidas en la mesa junto con un cuenco de galletitas saladas. Eckert abonó el importe en metálico y dio de propina un par de billetes. El camarero le dio las gracias y se alejó. Cambié de conversación cuando se cerró la puerta.

—He hablado con Harris Brown.

—Bravo por usted. ¿Cómo está?

—Creo que estupendamente. Al principio me pareció un plausible candidato al papel de asesino de Wendell.

—Asesino. Claro, claro.

—Yo lo encuentro muy lógico —dije.

—¿Por qué? ¿No es más lógico pensar que ha vuelto a desaparecer? —dijo—. ¿O que se ha suicidado? Dios sabe que los habitantes de Santa Teresa no lo habrían recibido con los brazos abiertos. ¿Y si se ha dado muerte? ¿Se ha detenido a pensarlo?

—¿Y si se ha ido en una nave espacial? —repliqué.

—Déjese de bobadas. La historia empieza a ponerme enfermo. Ha sido un día muy largo. Estoy en la ruina. He perdido por lo menos un millón de dólares. No estoy para bromas, se lo aseguro.

—A lo mejor lo mató usted.

—¿Y por qué iba a matarlo? El muy cerdo se ha llevado mi dinero. Si está muerto, ¿cómo cree que voy a recuperarlo?

Me encogí de hombros.

—Primero y principal, no era su dinero. La mitad era de Wendell. Y respecto de que el dinero haya desaparecido, sólo tengo la palabra de usted. ¿Cómo sé que no lo sacó de la goleta y lo escondió por ahí? Ahora que Harris Brown está al tanto del asunto, a lo mejor le preocupa que pueda exigirle otro pellizco, aparte de los cien mil que ya le ha sacado.

—Tiene usted mi palabra. El dinero ha desaparecido —dijo.

—¿Y por qué habría de creer en su palabra? Ustedes se declararon en bancarrota cuando doscientas cincuenta personas les demandaron por no haber recuperado el dinero que habían invertido. Pero resulta que tenían el dinero escondido debajo del colchón mientras se hacían los muertos de hambre.

—Las apariencias engañan.

—De apariencias, nada. Es la verdad.

—Es imposible que usted crea que he tenido un motivo para matar a Wendell. Ni siquiera sabe si está muerto. Hay muchas probabilidades de que no lo esté.

—Ignoro las probabilidades en un sentido y en otro. Enfoquémoslo de la siguiente manera. Usted tenía el dinero. Wendell volvió para recuperar su parte. Había estado tanto tiempo en poder de usted que empezaba a creerse el único propietario. Wendell había estado «muerto» durante cinco años. ¿A quién le iba a importar si seguía «muerto» para siempre? Y encima le hacía un gran favor a Dana. Porque si se demostraba que Wendell estaba vivo, tendría que devolver el dinero del seguro.

—Oiga, hablé con él el miércoles y no volví a verlo.

—Nadie más volvió a verlo, salvo Renata —dije.

Se levantó de pronto y se dirigió a la puerta. Eché a andar tras él. Los del bar se volvieron mientras se abría paso a empujones conmigo a la zaga. Bajó las escaleras, dobló la esquina y cruzó la puerta de la calle. Por extraño que parezca, no estaba preocupada y me importaba muy poco que se me escapara de las manos. En el fondo de mi cabeza sentía agitarse algo, algo relacionado con la cronología, con Wendell y el encadenamiento de los hechos. La lancha bamboleándose en el agua, siguiendo al Lord como un patito de juguete. Aún no había puesto el dedo en la llaga, pero no tardaría en hacerlo.

Vi a Carl detenerse ante la puerta cerrada. Buscó en el bolsillo la tarjeta magnética y bajé la rampa al trote. Se volvió con la velocidad del rayo y alzó los ojos hacia el rompeolas. Le imité. Había una mujer en lo alto del pretil. Iba descalza, con gabardina y nos observaba. Las piernas desnudas y el óvalo pálido del rostro destacaban en la oscuridad. Renata.

—Espéreme —dije—. Quiero hablar con ella.

Eckert no me hizo el menor caso y abrió la puerta mientras yo volvía sobre mis pasos. El curvo pretil del rompeolas tendría medio metro de anchura, era de hormigón y llegaba hasta la cadera. El mar azota sin cesar esta barrera entre salpicaduras furiosas. Una cornisa de espuma corona intermitentemente el pretil y el recodo, que está señalizado mediante una fila de banderolas. El viento marino arrastra en esta dirección una nube interminable de finísimas gotas de agua y las salpicaduras del oleaje bañan el paseo que queda en el lado del puerto. Renata se había subido al pretil y avanzaba por el recodo bajo una lluvia marina. La gabardina se le estaba empapando: marrón oscuro en el costado del océano, pardo en el costado izquierdo, cuyo tejido estaba seco todavía. Podía sentir esa especie de llovizna en mi rostro.

—¡Renata!

No pareció oírme, aunque estaba sólo a cincuenta metros. El suelo estaba resbaladizo y tuve que mirar con cuidado dónde ponía los pies. Aceleré el paso y corrí al trote, saltando los charcos. La marea subía. Percibía los forcejeos del océano, inconmensurable masa negra que se perdía en la oscuridad. Las banderolas ondeaban con trallazos sonoros. Había farolas aquí y allá, pero la luz que emitían era más bien de adorno.

—¡Renata!

Se dio la vuelta y me vio. Redujo el paso, me esperó y reanudó la marcha. Iba unos centímetros por delante de mí. Ella por el pretil y yo por el paseo, de manera que tenía que andar con la cabeza vuelta y levantada. Advertí que lloraba y que las lágrimas le habían corrido el rímel. El pelo se le había reducido a un puñado de mechas chorreantes que le cubrían la cara y se le enroscaban en el cuello. Tiré del borde de la gabardina y se detuvo con los ojos puestos en mí.

—¿Dónde está Wendell? Dijiste que se había marchado el viernes por la mañana, pero eres la única que dice haberlo visto después del miércoles por la noche. —Necesitaba detalles. En el fondo no sabía cómo se las había ingeniado. Recordé lo cansada que parecía cuando se había presentado en mi despacho. Puede que hubiera estado en vela toda la noche. Puede que hubiera querido complicarme en su coartada—. ¿Lo mataste tú?

—Eso no le importa a nadie.

—Me gustaría saberlo. Es mi deber. La compañía me ha quitado el caso de las manos esta mañana y a la policía le da absolutamente igual. Vamos. Quedará entre nosotras. Soy la única que cree que está muerto y nadie querrá escucharme.

Tardé en oír la respuesta como si se hubiera formulado desde muy lejos.

—Sí.

—¿Lo mataste tú?

—Sí.

—¿Cómo?

—De un tiro. Fue rápido. —Estiró el índice para representar el cañón de una pistola y abrió fuego contra mí. Apenas hubo retroceso.

Subí al pretil para tener los ojos a la misma altura que los suyos. Lo prefería así. No me gustaba tener que hablar en voz alta. ¿Habría bebido? Percibí el olor del alcohol, aunque me encontraba de espaldas al viento.

—¿Fuiste tú quien nos disparó en la playa?

—Sí.

—Pero yo tenía tu revólver. Te lo quité en el barco.

Esbozó una sonrisa mustia.

—Tengo una colección entera para elegir. Dean había reunido seis u ocho. Los ladrones le producían manía persecutoria. La que utilicé contra Wendell era una pequeña semiautomática con silenciador. Un libro que cayese al suelo no haría menos ruido.

—¿Cuándo lo hiciste?

—Aquel mismo miércoles por la noche. Se dirigía a casa. Yo tenía el coche, llegué antes y le abrí la puerta. Estaba agotado y le dolían los pies. Le preparé un vodka con tónica y se lo llevé a la terraza. Se bebió medio vaso de un trago. Le puse la pistola en el cuello y apreté el gatillo. Apenas se movió y me apresuré a quitarle el vaso de la mano para que no se le derramase encima la bebida. Lo arrastré hasta el embarcadero y lo puse en la lancha. Lo cubrí con una lona impermeable, puse en marcha el motor y me adentré en el mar, lo suficiente para no llamar la atención.

—¿Y después?

—Cuando estuve a unos quinientos metros de la orilla, até al cadáver un viejo motor de veinticinco caballos del que de todos modos quería deshacerme. Le di un beso en la boca. Ya estaba frío y sabía a sal. Lo empujé por la borda y se hundió.

—Con la pistola.

—Sí. Puse el motor a toda velocidad y fui de Perdido a Santa Teresa, entré en la dársena, amarré la lancha al Lord y puse en marcha la goleta. Recorrí la costa y desplegué las velas. Volví a Perdido con la lancha mientras el Lord se adentraba en alta mar.

—Pero ¿por qué? ¿Qué te había hecho Wendell?

Volvió la cabeza y se quedó mirando el horizonte. Cuando se giró hacia mí, advertí su sonrisa.

—Viví y viajé con él durante cinco años —dijo—. Le di dinero, un pasaporte, cobijo, apoyo. ¿Y cómo me lo pagó? Volviendo con su familia, avergonzándose de mí hasta tal punto que ni siquiera quiso que sus hijos conocieran mi existencia. Había sufrido la crisis de los cuarentones; yo había sido su crisis. Cuando la venció, volvió con su mujer. Yo no podía permitirlo. Era demasiado humillante.

—Pero Dana no quería volver con él.

—Habría acabado por aceptar. Todas lo hacen. Dicen que no, pero cuando llega el momento son incapaces de resistirse. No creo que tengan la culpa. Todas se derriten por dentro cuando vuelve el maridito de rodillas. No importa lo que este haya hecho. Lo único que cuenta es que regresa y le dice que la quiere. —La sonrisa había desaparecido y se había puesto a llorar.

—¿A qué vienen esas lágrimas? Wendell no las merecía.

—Le echo de menos. Creía que no, pero así es. —Desanudó el cinturón de la gabardina y dejó que esta le resbalase por los hombros. No llevaba nada debajo, estaba completamente desnuda: delgada, blanca, temblorosa. Una flecha de carne.

—¡Renata, no!

Se dio la vuelta y se lanzó de cabeza al bullente océano. Me quité los zapatos, los tejanos y la camiseta. Hacía frío. Las salpicaduras del oleaje me habían empapado ya, pero titubeé durante unos segundos. A mis pies, a unos tres metros del rompeolas, los brazos blancos y delgados de Renata cortaban el agua con ritmo sistemático. No me apetecía en absoluto meterme en el agua. Era negra, profunda, fría y desagradable. Salté hacia delante, sintiéndome como un pájaro, preguntándome si habría alguna forma de flotar en el aire para siempre.

Me hundí en el agua. Fue como un traumatismo craneal, boqueé y oí que mi propia voz lanzaba exclamaciones cursis de sorpresa. El frío me cortaba la respiración. La presión del agua obligó a mis pulmones a reaccionar. Recuperé el aliento y empecé a moverme. Los ojos me escocían a causa de la sal, pero por lo menos distinguía las manos blancas de Renata, su cabeza oscilando en el agua a unos metros de mí. Soy una nadadora pasable, pero no resisto mucho. Cuando he de nadar un rato, por lo general tengo que cambiar de estilo: del crol paso a la braza de costado, de esta a la braza de pecho y a continuación descanso. El océano rugía, juguetón por naturaleza, inabarcable muerte líquida, frío como el sadismo e implacable.

—¡Renata, espera!

Miró atrás, sorprendida al parecer de que me hubiera atrevido a desafiar a las aguas. Creo que redujo la velocidad a modo de concesión y casi dejó que la alcanzara antes de acelerar y alejarse otra vez. Yo estaba ya muerta de cansancio. También ella parecía agotada y puede que por eso se detuviera de pronto para descansar. Flotamos juntas durante un momento, el agua nos subía y bajaba como si fuéramos un espectáculo estrafalario en un parque de atracciones.

Me sumergí, emergí con la cabeza por delante y me aparté el pelo de los ojos. Me soné la nariz, escupí agua salada. Si moría en salmuera, me transformaría en aceituna humana.

—¿Y el dinero?

Veía agitarse sus brazos y gracias al movimiento se mantenía casi en la superficie.

—No sé nada del dinero. Por eso me eché a reír cuando me lo contaste.

—Ha desaparecido. Alguien se lo ha llevado.

—¿Y a mí qué me importa, Kinsey? Wendell me enseñó muchas cosas. Detesto pronunciar frases hechas en estos momentos, pero con dinero no se compra la felicidad.

—Sí, bueno, pero te permite alquilarla durante una temporada.

No se molestó en reírme el chiste ni siquiera por educación. Era evidente que empezaban a faltarle las fuerzas, pero no tanto como a mí.

—¿Qué pasa cuando no puedes seguir nadando? —pregunté.

—He hecho averiguaciones al respecto. Ahogarse no es la peor forma de morir. Al principio hay un momento de pánico, pero después te sobreviene la euforia y te abandonas. Es como dormirse, sólo que con sensaciones agradables. Es por la falta de oxígeno. La palabra exacta es asfixia.

—No me fío de los testimonios —dije—. Proceden de gente que no ha muerto en realidad y en ese caso, ¿qué diantres sabe nadie? Además, no estoy preparada. Demasiados pecados sobre mi conciencia.

—No malgastes las fuerzas entonces. Yo quiero continuar —dijo y se alejó con la rapidez de un pez. Yo apenas podía moverme. El agua parecía un poco más caliente, pero el fenómeno no dejaba de preocuparme. ¿Sería la primera etapa, la ilusión preliminar que precede al brote alucinatorio completo? Seguí nadando tras ella. Renata era más resistente que yo. Practiqué todos los estilos que sabía, tratando de que no aumentara la distancia. Conté durante unos minutos. Uno, dos, inhalar. Uno, dos, exhalar.

—Renata, por el amor de Dios, vamos a descansar. —Me detuve deshecha y me puse de espaldas, mirando al cielo. Las nubes parecían más claras que la noche a nuestro alrededor. Casi como una concesión, redujo la velocidad otra vez y se mantuvo a flote en vertical moviendo sólo las piernas. En medio de la oscuridad, las olas eran una invitación inmisericorde. El frío inmovilizaba hasta los pensamientos—. Vuelve conmigo, por favor —dije. El pecho me ardía. A pesar de los jadeos, no me entraba suficiente aire en los pulmones—. No quiero morir, Renata.

—Eso es asunto tuyo.

Y se alejó nadando.

La voluntad me flaqueó en aquel punto. Los brazos me pesaban como el plomo. Pensé en alcanzarla, pero en realidad estaba a punto de desmayarme. Estaba helada y muerta de cansancio. Los brazos no podía ya ni moverlos y me quemaban de punta a punta a causa del agotamiento. Ni podía respirar siquiera. La coordinación me fallaba y cada vez que quería respirar, tragaba agua. Puede que en realidad estuviese llorando. No habría sabido decirlo. Me puse en posición vertical moviendo las piernas durante unos momentos. Me sentía como si hubiera estado nadando desde el origen del tiempo, pero cuando me volví a mirar las luces de la orilla, advertí que habíamos recorrido unos ochocientos metros nada más. Era incapaz de imaginar lo que sería nadar hasta el agotamiento definitivo, en la oscuridad, en el agua negra, hasta desfallecer. No podía salvarla. No había manera de darle alcance. Además, ¿qué haría si la alcanzaba? ¿Forcejear con ella hasta reducirla? No era probable. No practicaba tácticas de salvamento desde la época del bachillerato. Renata estaba decidida. Poco le importaría arrastrarme consigo hasta el fondo. Cuando una persona se mete la idea de morir entre ceja y ceja, no siempre sabe dar marcha atrás. Por lo menos me había enterado de lo que le había sucedido a Wendell y sabía también lo que le iba a suceder a ella. Tenía que detenerme. Me mantuve en posición vertical, agitando las piernas y ahorrando energía. No podía más. Ni siquiera tenía fuerzas para dedicarle a Renata una frase profunda o piadosa. No es que fuera a escucharme. Había elegido su camino, al igual que yo había elegido el mío. La oí nadar durante unos momentos y el chapoteo se perdió en la noche. Descansé un rato, me di la vuelta y me puse a nadar hacia la orilla.