Tardé menos de diez minutos en llegar a mi casa. Me sentía totalmente despejada a causa del refrescante aire del mar. En vez de abrir la verja y entrar en el patio trasero, di media vuelta y fui calle abajo hasta el bar de Rosie, que estaba a media manzana de distancia.
Hace algún tiempo, el local de Rosie estaba siempre vacío y mal iluminado, tenía un aspecto más bien inhóspito y era probable que los de Sanidad lo inspeccionaran cada dos por tres. Solía citarme allí con los clientes porque tenía la seguridad de que nadie iba a molestarnos. Como vivo sola y carezco de compromisos, podía dejarme caer por el local cuando me diera la gana sin llamar la indeseada atención de ningún grosero. A Rosie le gusta burlarse y bromear acerca de mí, pero no permito que lo haga nadie más. Sin embargo, en fecha reciente los forofos del deporte habían descubierto el local y no dejaban de aparecer equipos de todas las clases y especies para tomarse unas copas, sobre todo cuando ganaban alguna competición y sentían la necesidad de celebrarlo. Rosie, que por otro lado puede ser lo más desagradable de este mundo, parece disfrutar con esta ebullición de testosterona e histeria. En un movimiento sin precedentes, había llegado incluso a aceptar la exhibición de todo el hardware deportivo en un estante detrás de la barra, que ahora es una especie de vitrina llena de alados ángeles de plata que sostienen un globo sobre la cabeza. Hoy tocaba el campeonato de bolos. Mañana, la final de segunda regional.
Como de costumbre, el local estaba hasta los topes y mi mesa favorita, situada al fondo, ocupada por una banda de gamberros. No vi rastro de Rosie, pero William estaba sentado en un taburete ante la barra y contemplaba el paisaje con cara de satisfacción absoluta. Todos los clientes parecían conocerle y había un circuito cerrado de bromas bienintencionadas que iban y venían.
Henry estaba sentado solo a una mesa y tenía la cabeza inclinada sobre un cuaderno en el que confeccionaba un crucigrama titulado: «Sé buen espía las veinticuatro horas del día». Llevaba trabajando casi una semana entera en aquel crucigrama cuyo asunto de fondo era el espionaje y para el que echaba mano de novelas y teleseries relacionadas con el tema. Henry publica con regularidad en las revistas de pasatiempos y crucigramas que se venden en la caja de los supermercados. Al margen de que le sirve para ganar un dinerillo extra, goza de cierta celebridad entre los aficionados a los crucigramas. Vestía pantalón ancho y camiseta deportiva blanca y tenía la cara surcada de arrugas de concentración. Me tomé la libertad de acercarme a su mesa, coger una silla y darle la vuelta de modo que el respaldo quedara delante. Me senté a horcajadas y apoyé los brazos en el travesaño superior del respaldo.
Me dirigió una mirada de crispación, pero se tranquilizó cuando vio de quién se trataba.
—Pensé que eras uno de «ellos».
Me volví para observar a la multitud.
—¿Qué habremos hecho para merecer esto? Hace un año nunca se veía un alma por aquí. Ahora es un parque zoológico. ¿Qué tal te va?
—Necesito una palabra de ocho letras que empiece por I. En principio puede terminar en lo que sea.
Me relampagueó una palabra en el interior de la cabeza y conté con los dedos.
—Impostor —dije.
Se me quedó mirando con cara inexpresiva mientras ponía en marcha la calculadora mental.
—No está mal. Me la quedo. Y ahora otra de cinco letras que…
—Un momento —le interrumpí—. Sabes que soy un desastre para esas cosas y que además me pongo en tensión. Una vez terminé uno por pura casualidad. Prefiero retirarme ahora que estoy en lo alto del podio.
Apartó el cuaderno de un manotazo y se puso el lápiz sobre la oreja izquierda.
—Tienes razón. Ya es hora de cerrar la tienda. ¿Qué quieres tomar? Yo invito.
—Nada, gracias. Tenía intención de pasármelo en grande, pero te haré compañía si no te molesta.
—Por ahora no. ¿Qué tal te ha ido con Dana Jaffe? ¿Sacaste algo en claro?
—La verdad es que no esperaba nada. Sólo quería conocerla. También tuve un encuentro con el antiguo socio de Wendell.
—¿Y qué te dijo?
Mientras le ponía al corriente de lo que había hablado con Dana Jaffe y Carl Eckert advertí que desviaba la vista hacia la cocina y no pude por menos de volverme de manera automática.
—Ver para creer —dije.
William salía de la cocina en aquel momento con una bandeja llena de comida, esfuerzo nada despreciable para un hombre que tenía ochenta y seis años. Como siempre, iba encorsetado en un traje con chaleco, camisa blanca almidonada y corbata de nudo contrahecho. Se parecía suficientemente a Henry para pasar por hermano gemelo suyo, aunque había dos años de diferencia entre ambos. William daba muestras de estar muy satisfecho, alegre y animado. Era la primera vez que detectaba aquellos síntomas en él. Siete meses antes, cuando se había instalado en casa de Henry, era un hombre obsesionado morbosamente por su estado y cada vez que abría la boca era para hacer alusiones incesantes a sus múltiples achaques e indisposiciones. Al salir del Medio Oeste había llevado consigo todas sus fichas médicas y no dejaba de medirse e inspeccionarse las constantes vitales y no tan vitales: latidos cardíacos, estado del tubo digestivo, alergias, sospechas sobre enfermedades no detectadas todavía. Uno de sus pasatiempos favoritos era asistir a todos los entierros de la ciudad, durante los que se condolía con los demás afligidos para cerciorarse de que no estaba muerto aún. Luego se había enamorado de Rosie y Rosie de él, el buen hombre había empezado a animarse y ahora trabajaba el día entero sin separarse prácticamente de su palomita. Intuyendo que le observábamos, sonrió de oreja a oreja con cara de felicidad. Dejó la bandeja en una mesa y se puso a repartir platos. Un cliente le hizo un comentario y William lanzó un graznido de placer.
—¿Por qué está tan contento?
—Ha pedido la mano de Rosie.
Me quedé mirando a Henry entre atónita y estupefacta.
—Bromeas. ¿De veras lo ha hecho? Dios mío, es increíble. Qué golpe, Señor, qué golpeeee.
—«Golpe» no es la palabra con que yo lo describiría. No es más que la consecuencia lógica de «vivir en pecado».
—Viven en pecado desde hace una semana. Ahora quiere convertirla en una mujer «decente», sea esto lo que fuere. A mí me parece encantador. —Le puse la mano en el brazo y le di una sacudida—. Pero a ti no te importa, ¿verdad que no, Henry? Quiero decir en el fondo.
—Te lo diré de otro modo. No me ha escandalizado tanto como esperaba. Me resigné a la posibilidad de que sucediese el día que se instaló en mi casa. Es un hombre demasiado convencional para comportarse como es debido.
—¿Y cuándo será el feliz acontecimiento?
—Ni idea. Aún no han fijado la fecha. Ha hecho la petición esta misma noche. Rosie no le ha dado aún el sí.
—Por tu forma de hablar, creía que ya lo había hecho.
—Pues no, pero no creo que rechace a un caballero del calibre de William.
Le di un manotazo en el dorso.
—Con franqueza, Henry. Eres un poco clasista.
Me miró con una sonrisa y arqueando las cejas que le coronaban los ojos azules.
—No soy un poco clasista, sino un clasista total. Anda, vamos, te acompaño a casa.
Nada más llegar me tomé unos cuantos productos para los variados síntomas del resfriado que me aquejaba, así como un chupito de NyQuil, que garantizaba una noche completa de sueño. Salté mareada del catre a las seis de la mañana, me puse ropa deportiva y me confeccioné una agenda mental mientras me cepillaba los dientes. Tenía aún el pecho congestionado, pero la nariz había dejado de moquear y cuando tosía ya no sonaba como si fueran a estallarme los pulmones. La piel se me había puesto ya algo más clara, del matiz dorado de los albaricoques, y probablemente recuperaría el tono habitual en un par de días. Nunca había añorado tanto mi palidez cotidiana.
Me abrigué para afrontar el frío matutino con una sudadera gris, casi del mismo color que el océano. La arena de la playa estaba blancuzca, moteada de espuma procedente de la bajamar. Las gaviotas, grises y blancas, se quedaban inmóviles y contemplaban las aguas como una ristra de adornos verbeneros. El cielo componía en el horizonte una fusión perfecta de color crema y plateado, y la bruma lo tapaba todo menos el oscuro perfil de las islas. Era temporada de huracanes en todos los rincones del Pacífico, pero hasta el momento no habíamos visto el menor indicio de oleaje tropical. El silencio era absoluto y sólo lo rompía el blando murmullo de las olas. No había ni un alma en los alrededores. La carrera de cinco kilómetros se convirtió en meditación, a solas con mi respiración dificultosa y la sensación de que los músculos de las piernas respondían a la velocidad exigida. Cuando volví, estaba preparada para afrontar el día.
Oí que sonaba el teléfono a través de la puerta de la calle. Entré a toda velocidad y descolgué al tercer timbrazo, sin aliento a causa del ejercicio. Era Mac.
—¿Te pasa algo? No sabía que madrugaras hasta tal extremo. —Enterré la cara en la camiseta para reprimir la tos.
—Anoche hubo reunión. Gordon Titus se ha enterado del asunto del tal Wendell Jaffe y quiere hablar contigo.
—¿Conmigo? —grazné.
Se echó a reír.
—No muerde.
—Porque nadie se le pone a tiro —dije—. No me aguanta y el sentimiento es recíproco. Me trata como si fuera…
—No empecemos.
—¡Iba a decir como si fuera una mierda!
—Bueno, bueno.
—Como la mierda que se caga por el culo —dije para redondear el pensamiento.
—Será mejor que te presentes aquí lo antes posible.
Invertí cinco segundos en hacerle muecas al auricular, la técnica adulta que empleo normalmente para tratar con el mundo. No corrí hacia la puerta, según me habían aconsejado. Antes me desvestí, me di una ducha caliente, me lavé el pelo a conciencia y me vestí. Comí algo mientras leía el periódico por encima. Lavé el plato y la cuchara, y saqué la bolsa de la basura, que dejé en el contenedor de la calle. Cuando hube agotado todas las formas posibles de soslayar lo insoslayable, cogí el bolso, un cuaderno y las llaves del coche, y crucé la verja. La operación me dio cien patadas en el estómago.
Las oficinas no habían cambiado gran cosa, pero advertí que por vez primera se había introducido el espíritu de la dejadez. La moqueta era de tejido sintético, pero el estilo se había seleccionado pensando en el uso, lo que quería decir que sus motas y dibujos imitaban la suciedad y que de aquel modo no se ensuciaba nunca. El espacio parecía un laberinto de «áreas de actividad», docenas de cubículos intercomunicados donde trabajaban los analistas y contratistas de seguros. El perímetro estaba compuesto por una cadena continua de despachos de paredes vítreas donde se apoltronaban los ejecutivos de la empresa. Las paredes necesitaban una mano de pintura y los marcos, zócalos y cenefas empezaban a desconcharse. Vera levantó los ojos de la mesa cuando pasé por su lado. Dada la situación espacial en que estaba, sólo yo pude ver sus morros hinchados, su bizqueo y el trozo de lengua que sacó para expresar el asco que sentía.
La reunión se celebró en el despacho de Titus. No le ponía el ojo encima desde la entrevista en que nos habíamos conocido. No sabía qué esperaba ni acababa de resolverme por una conducta o por otra. Simplificó las cosas acogiéndome con amabilidad, como si nos viésemos por vez primera y hasta entonces no hubiéramos cruzado ningún insulto. Fue una táctica feliz porque eliminó toda necesidad de defenderme o excusarme y me ahorró tener que aludir a nuestras relaciones en el pasado. Al cabo de sesenta segundos me consideré desconectada y comprendí que aquel hombre ya no tenía ningún poder sobre mí. Habíamos saldado las deudas por ambas partes y los dos habíamos acabado por salimos con la nuestra. Él había eliminado de la nómina de la empresa lo que denominaba «paja inútil» y yo volvía a insertarme en un entorno laboral que me gustaba.
En lo tocante a los restantes aspectos de la compañía, Mac Voorhies y Gordon Titus se parecían tanto como un huevo a una chincheta. El traje marrón de Mac estaba tan arrugado como una hoja en otoño y los dientes y el flequillo canoso le habían cambiado de color por culpa de las propiedades tintóreas de la nicotina. Gordon Titus llevaba una camisa y se había subido las mangas hasta el codo. Le habían planchado los pantalones grises con una raya más recta que la cuerda de un arco y el matiz de la prenda casaba a la perfección con el de su pelo prematuramente cano. Llevaba la corbata como si fuera un enérgico signo de admiración que subrayase sus métodos administrativos, que eran concisos y prácticos. A Mac ni se le habría ocurrido encender un cigarrillo delante de él.
Titus tomó asiento ante la mesa y abrió el expediente que tenía delante. Según tenía por costumbre, había resumido los datos fundamentales sobre Dana y Wendell Jaffe. Párrafos sangrados con exageración desfilaban escalonadamente por la página en un papel sembrado de agujeros allí donde su pluma había encontrado resistencia. Habló sin mirarme, con la cara tan vacía de expresión como la de un maniquí.
—Mac me ha puesto al corriente, no necesitamos repetir, pues, lo que ya sabemos —dijo—. ¿Cuál es la situación actual del caso?
Saqué el cuaderno de notas, lo abrí por una página en blanco y me puse a contar lo que sabía de la situación actual de Dana. Di el máximo de detalles y resumí el resto.
—Seguramente ha utilizado parte del importe de la póliza para financiar la casa de Michael; a esto habría que sumar otra cantidad importante para sufragar los gastos del abogado de Brian.
Titus tomaba notas.
—¿Ha hablado usted con los abogados de la empresa a propósito de nuestra posición en el asunto?
—¿Para qué? —intervino Mac—. ¿Y si Wendell preparó su propia muerte? ¿Cuál es su delito en ese caso? ¿Va contra la ley… eso que llamamos suicidio fingido? —Chascó los dedos para estimular la memoria.
—Yo he oído utilizar la palabra pseudocidio —dije.
—Pseudocidio, exacto. ¿Va contra la ley fingir la propia muerte? —preguntó.
—Sí, si se hace con intención de estafar a la compañía de seguros —dijo Titus con acritud.
En la cara de Mac se había dibujado una expresión de impaciencia.
—¿Dónde está la estafa? ¿De qué estafa hablamos? Hasta ahora, que nosotros sepamos, Wendell no ha cobrado un centavo.
Titus clavó los ojos en Mac.
—Tiene usted toda la razón. Para ser exactos, ni siquiera sabemos si era realmente Jaffe el ciudadano que suscribió la póliza. —Y a mí—: Quiero pruebas concretas, comprobación de identidad, huellas dactilares o lo que sea.
—Estoy en ello —dije con un tono que parecía a la vez titubeante y defensivo. Hice una anotación en una página en blanco para fingir diligencia. La nota decía: «Localizar Wendell». Como si hubiera esperado a que Titus me aclarase que aquel era el meollo del asunto—. ¿Qué hacemos mientras tanto? ¿Quiere que empapelemos a la señora Jaffe?
La irritación de Mac volvió a salir a la superficie. No sabía por qué estaba tan alterado.
—Maldita sea, ¿qué ha hecho esta mujer? Que sepamos, no ha cometido ningún delito. ¿Cómo podemos acusarla de gastar un dinero que ella cree legalmente suyo?
—¿Qué le hace pensar que no estaba informada desde el principio? —dijo Titus—. La información de que disponemos no contradice la posibilidad de que estuvieran compinchados.
—¿Con qué fin? —dije—. Durante cinco años ha vivido en la miseria, acumulando una deuda tras otra. Wendell, mientras tanto, en México y tomando el sol junto a la piscina en compañía de una amiguita. ¿Se puede demostrar que hay aquí conspiración? El dinero que esta mujer obtiene sólo le sirve para pagar a los acreedores.
—Eso es lo que ella dice —replicó Titus—. Además, no sabemos qué relación había entre ellos. Puede que el matrimonio estuviese en las últimas y lo del seguro fuese una forma de garantizar a la esposa la pensión conyugal.
—Parte de la pensión —dije.
Titus cargó contra mí.
—Como usted misma ha señalado, parece que la buena señora ha comprado una casa para uno de sus hijos y que ha contratado los servicios de un picapleitos para defender a otro que está metido en líos. La clave del asunto es que necesitamos hablar con Wendell Jaffe. ¿Qué propone usted para encontrarlo? —Formuló la pregunta con brusquedad, pero en su tono de voz había más curiosidad que desafío.
—Brian podría funcionar de cebo, y si Wendell es demasiado paranoico para visitarle en la cárcel, siempre cabe la posibilidad de que se ponga en comunicación con Dana. O con Michael, el hijo mayor, que tiene un hijo que Wendell no ha visto hasta ahora. O con Carl, su antiguo socio, que es otra posibilidad. —Todo sonaba muy artificial, pero ¿qué podía hacer? Pues fingir.
Mac se removió con nerviosismo.
—No puedes pasarte las veinticuatro horas del día vigilando a toda la banda. Aun en el caso de que contratáramos a otro profesional, son miles de dólares que se van por el desagüe y ¿a cambio de qué?
—Eso es verdad —dije—. ¿Alguna sugerencia?
Mac se cruzó de brazos y volvió a concentrarse en Titus.
—Hagamos lo que hagamos, la cuestión es que hay que darse prisa —dijo—. Mi mujer podría gastar medio millón de dólares en una semana.
Titus se puso en pie y cerró el expediente con un ademán brusco.
—Hablaré con el abogado de la empresa para ver si podemos conseguir una orden de embargo temporal. Si tenemos suerte, podremos inmovilizar las cuentas bancarias de la señora Jaffe e impedir que siga gastando el dinero.
—Sospecho que se va a poner muy contenta —dije.
—Gordon, ¿quiere usted que Kinsey haga algo concreto en el ínterin?
Titus me dedicó una sonrisa escalofriante.
—Estoy convencido de que se le ocurrirá alguna cosa. —Miró el reloj a modo de señal de que se levantaba la sesión.
Mac fue a su despacho, que estaba dos puertas más allá. No vi rastro de Vera. Estuve charlando un rato con Darcy Pascoe, la recepcionista de LFC, y volví al bufete de Lonnnie, donde me puse a trabajar. Tomé nota de los mensajes telefónicos, abrí el correo, me senté en la silla giratoria y giré durante un rato con la esperanza de que la inspiración me iluminase sobre lo que podía hacer a continuación. A falta de grandes ideas, probé la otra línea de acción que se me ocurría.
Llamé a Jefatura, al teniente Whiteside, para preguntarle si me podía dar el número de teléfono del teniente Harris Brown, que se había encargado en su día de investigar la desaparición de Jaffe. Jonah Robb me había dicho que Brown estaba retirado ya, pero podía tener información.
—¿Cree usted que querrá hablar conmigo? —pregunté.
—Lo ignoro por completo, pero además hay otra cosa —dijo—. Su teléfono no figura en la guía y no se lo puedo dar mientras él no me autorice. Lo llamaré en cuanto pueda. Si está de acuerdo, le diré que se ponga en contacto con usted.
—Estupendo. Se lo agradecería.
Colgué y tomé una resolución. Si no me llamaba en el plazo de dos días, lo llamaría yo. No estaba segura de si aquel hombre podía ayudarme, pero nunca se sabía. Hay policías veteranos a quienes nada gusta tanto como ponerse a recordar los viejos tiempos. Puede que tuviera algo que decir sobre los posibles escondrijos de Wendell. Pero ¿qué hacer mientras tanto? Fui a la fotocopiadora y saqué un montón de copias del retrato robot de Wendell. Había añadido mi nombre y mi teléfono en una casilla situada al pie del dibujo que indicaba mi interés por conocer el paradero de aquel hombre.
Llené el depósito y puse rumbo a Perdido. Pasé ante la casa de Dana, giré en redondo en el cruce y aparqué al otro lado de la calle. Comencé el interrogatorio puerta a puerta, yendo pacientemente de una casa a otra. Si no había nadie, dejaba una fotocopia en el cancel. En la acera de Dana vivían muchas parejas que al parecer trabajaban, porque las casas estaban a oscuras y no había vehículos en el sendero de entrada. Cada vez que encontraba a alguien en casa, la conversación parecía seguir una pauta preestablecida.
—Buenos días —decía, afanándome por endosar el mensaje antes de que me tomaran por una vendedora—, ¿podría usted ayudarme? Soy investigadora privada y busco a un hombre que puede que esté en este barrio. ¿Lo ha visto últimamente? —Enseñaba el retrato robot de Wendell Jaffe y me ponía a esperar sin muchas esperanzas mientras el vecino escrutaba los rasgos del buscado.
Se rascaban mentalmente la mandíbula.
—Pues no, ¿sabe, señora?, creo que no. ¿Qué ha hecho este individuo? No irá a decirme que es peligroso, ¿verdad?
—Se le busca para interrogarlo en un caso de estafa.
La mano detrás de la oreja.
—¿Dice que lleva gafas?
Yo alzaba, la voz.
—¿Recuerda a dos individuos que tenían una inmobiliaria hace unos años? La empresa se llamaba CSL Inversiones y fundaron una mutua…
—Sí, sí, vaya si me acuerdo. Uno se mató y el otro fue a la cárcel.
Y así una vez tras otra, sin que nadie aportara información nueva.
Tuve un poco de suerte seis casas más allá del domicilio de Dana, al otro lado de la calle. Era una vivienda idéntica a la suya, el mismo modelo, el mismo exterior, gris oscuro con las molduras blancas. El hombre que me abrió la puerta tendría sesenta y tantos años, llevaba pantalón corto, camisa de franela, calcetines negros y unos zapatos bicolores y de puntera calada que me desconcertaron. Tenía el pelo gris, todo de punta, y llevaba unas gafas de lentes semicirculares y sucias que le resbalaban sobre el puente de la nariz mientras me escrutaba con sus ojos azules. Las patillas blancas y anchas le cubrían la parte inferior de la cara, probablemente una excusa para no afeitarse más de dos veces a la semana. Era estrecho de hombros y adoptaba una postura algo encorvada, una extraña combinación de elegancia y derrotismo. Puede que los zapatos fuesen un recuerdo de la época en que trabajaba. Supuse que había sido agente de ventas o corredor de Bolsa, un individuo que se había pasado la vida con traje, corbata y chaleco.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó, pero más por sentido práctico que por espíritu de colaboración.
—¿Conoce usted a la señora Jaffe, que vive ahí, en la acera de enfrente?
—¿La que tiene un hijo que siempre anda metido en líos? Sí, conocemos a la familia —dijo con cautela—. ¿Qué ha hecho esta vez el chaval? Aunque casi sería preferible preguntar qué es lo que no ha hecho.
—Quien me interesa es su padre.
Silencio momentáneo.
—Creí que había muerto.
—Es lo que pensaba todo el mundo hasta ayer mismo. Tenemos razones para suponer que está vivo y posiblemente camino de California. Aquí tiene su retrato robot junto con el teléfono de mi despacho. Le agradecería que me llamara si lo ve por los alrededores. —Le alargué la fotocopia y la cogió.
—Es la monda, oiga. Esa familia siempre se las arregla para llamar la atención como sea —dijo. Vi que su mirada trazaba un triángulo entre el retrato robot, la casa de Dana y mi cara—. No es que me importe, pero ¿qué tiene usted que ver con los Jaffe? ¿Es de la familia?
—Soy investigadora privada y trabajo para la compañía con la que Wendell Jaffe suscribió un seguro de vida.
—Anda que no. —Ladeó la cabeza—. ¿Le importaría pasar un momento? Eso que cuenta usted parece interesante.