6

Sentí el gusanillo a mediodía y fui al supermercado de la esquina, donde compré un bocadillo de ensaladilla rusa, una bolsa de patatas fritas y una Pepsi Light. Supongo que no era el mejor momento para obsesionarse por la nutrición y sus trampas. Volví al despacho y comí sentada ante el escritorio. De postre me tomé unas gotas para la tos con sabor a cereza.

El teniente Whiteside me llamó a las dos y treinta y cinco y se excusó por la tardanza.

—Dice el teniente Robb que tiene usted una pista sobre el paradero de nuestro viejo amigo Wendell Jaffe. ¿De qué se trata?

Por segunda vez aquel día hice una versión resumida de mi aventura en México. A juzgar por el silencio que siguió a mis últimas palabras, colegí que el teniente Whiteside estaba tomando notas.

—¿Sabe si utiliza algún nombre falso? —dijo.

—Si no me pide detalles, le confesaré que eché un vistazo a su pasaporte; se había expedido a nombre de Dean DeWitt Huff. Viaja con una mujer llamada Renata Huff, que probablemente es su compañera legal.

—¿Compañera legal?

—Por lo que sé, Jaffe no se ha divorciado. Su primera mujer consiguió que lo declarasen oficialmente muerto hace un par de meses. Un momento, un momento. ¿Pueden los muertos volver a casarse? No se me había ocurrido pensarlo. Cabe la posibilidad de que en el fondo no sea bígamo. En cualquier caso, a juzgar por los datos que vi, los pasaportes se tramitaron en Los Angeles. Puede que Jaffe esté ya en el país. ¿Se puede seguir el rastro de los nombres a través de la Jefatura Superior de allí?

—No es mala idea —concedió el teniente Whiteside—. Deletréeme el apellido, por favor. ¿Es H, o, u, g, h?

—H, u, f, f.

—Estoy tomando nota de todo —dijo—. Voy a llamar a Los Angeles a ver qué me cuentan en la oficina de pasaportes. También podemos avisar a los funcionarios de aduanas de San Diego y del Aeropuerto Internacional de Los Angeles para que estén alerta por si aparece nuestro hombre. Y avisaré también a San Francisco por si acaso.

—¿Quiere el número de los pasaportes?

—Claro, aunque sospecho que son falsos o falsificados. Si Jaffe va de aquí para allá clandestinamente, y todo parece indicar que lo hace, es posible que utilice una docena de identidades distintas. Hace mucho que está ausente y cabe la posibilidad de que haya preparado varias documentaciones por si las cosas se le ponen feas. Yo lo haría si estuviera en su pellejo.

—Suena lógico —dije—. No hago más que pensar que si Jaffe se ha puesto en contacto con alguien, ha tenido que ser con su antiguo socio, Carl Eckert.

—En efecto, es probable, pero no quisiera arriesgarme a predecir la clase de acogida que obtendría. Antes eran muy amigos, pero cuando Wendell desapareció por arte de magia, quien se quedó para pagar las consecuencias en solitario fue Eckert.

—Me han dicho que lo metieron en la cárcel.

—Sí señora, allí fue a parar. Por media docena de estafas y robo. A continuación, los inversores se le echaron encima y lo demandaron por estafa, incumplimiento de contrato y un montón de cosas más. No sirvió de nada. Por entonces se había declarado insolvente y los damnificados se quedaron sin nada que reclamar.

—¿Cuánto tiempo estuvo entre rejas?

—Dieciocho meses, pero no creo que la condena sirviera para pararle los pies a un ladrón de mala muerte como él. No sé quién me contó que lo había visto hace poco. He olvidado dónde, pero sigue en la ciudad.

—Tendré que localizarlo.

—No le será difícil —dijo—. Mientras tanto, ¿podría usted venir para dar las indicaciones pertinentes a nuestro dibujante, con objeto de confeccionar un retrato robot? Hace poco contratamos a un joven llamado Rupert Valbusa. Es un manitas con el dibujo.

—Naturalmente —dije—. Desde luego. —Pero por otra parte me puse a pensar en los inconvenientes resultantes de hacer público un retrato robot de Wendell Jaffe—. A La Fidelidad de California no le gustaría que nuestro hombre pusiera pies en polvorosa.

—Lo entiendo y, créame, a nosotros tampoco —dijo—. Conozco a muchas personas que sentirían un entusiasmo especial si lo viesen en la picota. ¿Tiene alguna foto suya reciente?

—Sólo las fotos en blanco y negro que me entregó Mac Voorhies, pero son de hace seis o siete años. ¿Y ustedes? ¿No tienen una ficha en alguna parte?

—No, pero sí una foto de la época de su desaparición. No creo que sea difícil envejecerle los rasgos. ¿Sabe qué clase de cirugía se ha hecho?

—Creo que le han puesto un injerto en la barbilla y en las mejillas y que le han rebajado la nariz. En las fotos que me dieron da la sensación de que tiene la nariz algo más ancha. Además, ahora tiene el pelo blanco como la nieve y ha engordado. Por lo demás, parece estar sano como un roble. No me gustaría tener un tropiezo con él.

—Le diré lo que vamos a hacer. Voy a darle el teléfono de Rupert y ya se apañarán entre los dos. No lo hemos contratado a jornada completa y sólo viene cuando lo necesitamos. En cuanto Rupert lo tenga listo, imprimiremos un cartel de SE BUSCA. Me pondré en contacto con la Comisaría del Sheriff del Condado de Perdido y con la oficina local del FBI para que repartan carteles por su cuenta.

—Tengo entendido que todavía está vigente cierta orden de búsqueda y captura.

—Sí señora. Lo comprobé antes de llamarla. Puede que los nacionales también lo estén buscando. A ver si hay suerte. —Me dio el teléfono de Rupert Valbusa y añadió—: Cuanto antes lo pongamos en circulación, mejor.

—Entiendo. Gracias.

Llamé a Rupert y se puso el contestador automático. Dejé mi nombre, mi teléfono y un mensaje que comprendía una sinopsis del caso. Sugerí un encuentro para primera hora de la mañana si su agenda laboral lo permitía y pedí confirmación telefónica. Cogí a continuación la guía telefónica y busqué el apellido Eckert. Había once y dos variantes, un Eckhardt y un Eckhart, que no me parecieron candidatos probables. Llamé a los trece ciudadanos, pero ninguno respondía al nombre de Carl.

Llamé a Información de Perdido/Olvidado. Sólo figuraba un Eckert entre los abonados, pero se llamaba Frances y me respondió con educada cautela cuando le dije que buscaba a Carl.

—Aquí no hay nadie que se llame así —dijo la mujer.

Noté que se me enderezaba una oreja tal como le sucede a los perros cuando captan una señal auditiva imperceptible para el oído humano. Porque la mujer no había dicho que no lo conociera.

—¿Es usted pariente de Carl Eckert, por casualidad?

Se produjo un momento de silencio.

—Es mi exmarido. ¿Puedo saber quién le busca?

—Claro. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada, de Santa Teresa, y busco la pista de algunos antiguos amigos de Wendell Jaffe.

—¿Wendell? Creí que había muerto.

—Parece que no. La verdad es que quiero contactar con los amigos y conocidos de antaño por si Wendell quisiera localizarlos. ¿Sigue Carl en la zona?

—Vive en Santa Teresa, en un barco.

—No me diga. ¿Están divorciados?

—Desde luego. Pedí el divorcio hace cuatro años, cuando empezó a cumplir condena. No me hacía ninguna gracia estar casada con un presidiario.

—No se lo reprocho.

—Tanto si me lo hubieran reprochado entonces como si no, me habría divorciado igualmente. Menudo canalla. Si habla con él, puede decírselo de mi parte. Ya no hay nada entre nosotros.

—¿No tendrá por casualidad algún teléfono donde localizarlo?

—Desde luego. Se lo doy a todo el mundo, sobre todo a sus acreedores. Es una satisfacción que me permito. Pero tendrá que localizarlo de día —añadió en son de advertencia—. No hay teléfono a bordo, pero suele estar allí hacia las seis de la tarde. Casi todas las noches cena en el club náutico y luego se va por ahí hasta medianoche.

—¿Qué aspecto tiene?

—Bueno, lo conoce todo el mundo. Cualquiera le dirá quién es y se lo señalará con el dedo. Entre en el club y pronuncie su nombre. No tiene pérdida.

—¿Me da el nombre de la embarcación y el número de amarradero, por si no estuviese en el club?

Me indicó la dársena y el número de amarradero.

—La embarcación es el Captain Stanley Lord, era de Wendell —dijo.

—¿En serio? ¿Cómo es que fue a parar a Carl?

—Prefiero que se lo cuente él —dijo y colgó.

Acabé un par de minucias pendientes y puse punto final a la jornada. Tenía el ánimo por los suelos y el antihistamínico que había tomado comenzaba a producirme somnolencia. Puesto que había poca cosa que hacer, decidí irme a casa. Recorrí andando las dos manzanas que había hasta el coche, enfilé por State Street y giré a la izquierda. Mi casa está a una manzana de la playa, en una sombreada travesía. Encontré sitio para aparcar al lado mismo, cerré con llave el VW y crucé la verja.

El espacio que ocupo actualmente había sido antaño un garaje monoplaza, se había transformado en estudio y rematado con un altillo-dormitorio al que se accedía mediante una escalera de caracol. Dispone de una cocina como la de los barcos, de una sala de estar que hace de habitación de los huéspedes cuando es necesario, y de un cuarto de baño inferior y otro superior; y todo estructurado y distribuido con eficaz sentido de la economía. El propietario del inmueble había reconstruido la planta a raíz de la explosión de una bomba que me habían puesto en mi casa hacía dos Navidades y había insuflado a la decoración interior un espíritu náutico. Había mucho bronce y mucha teca, ventanas en forma de portilla y armarios y accesorios empotrados por todas partes. Parece una casa de muñecas para adultos, cosa que me gusta porque en el fondo soy una cría.

Al doblar la esquina, camino del patio trasero, vi que estaba abierta la puerta posterior de la casa de Henry. Crucé el patio que une mi estudio con el edificio principal de la propiedad. Golpeé en el marco del cancel y me asomé a la cocina, que al parecer estaba vacía.

—¿Henry? ¿Estás ahí?

Por lo visto le había dado la vena culinaria porque percibí el aroma del sofrito de cebollas y ajo que, según parece, emplea como base de todo lo que prepara. Era una prueba contundente de que le había mejorado el ánimo. Hacía meses que no cocinaba, desde que había llegado William, entre otras cosas porque este era un melindroso a la hora de comer. Con la actitud más despectiva que pueda imaginarse, William era capaz de afirmar que tal o cual plato tenían una pizca de sal por encima de lo que podía tolerar su hipertensión o ese minúsculo hilillo de grasa que no podía ingerir desde que le habían extirpado la vesícula. Con sus intestinos remilgados y su estómago caprichoso, rechazaba todo lo que estuviera demasiado ácido o contuviese demasiadas especias. Además estaban sus alergias, su intolerancia a la leche, y el corazón, y la hernia, y su incontinencia ocasional, y su tendencia a acumular cálculos renales. Henry había acabado por comer a base de bocadillos y por dejar que William hiciera lo que le diese la gana.

William había optado por comer en el bar que su querida Rosie poseía y dirigía desde hacía años. Rosie, que no hacía el mínimo caso de los achaques de William, le obligaba a comer según su propio criterio gastroterapéutico. En su opinión, una copita de jerez cura todos los males conocidos. Sólo Dios sabe cómo habían sentado al aparato digestivo de William los fuertes platos que preparaba.

—¿Henry?

—Aquí —dijo Henry desde el dormitorio. Oí pasos, apareció por la esquina y se deshizo en sonrisas nada más verme.

—Hola, Kinsey. ¿Ya estás de vuelta? Pasa, pasa. Enseguida estoy contigo.

Desapareció. Me quedé en la cocina. Había sacado de la alacena el puchero grande de la sopa. Había un manojo de tallos de apio en el escurreplatos, dos latas grandes de tomate triturado en la encimera de mármol, una bolsa de maíz congelado y otra de judías pintas.

—Estoy preparando sopa de verduras —dijo en voz alta—. ¿Quieres cenar conmigo?

Le respondí también en voz alta para que pudiese oírme desde la otra habitación.

—Te diría que sí, pero tengo un resfriado contagioso. He vuelto fatal. Pero ¿qué haces ahí dentro?

Entró en la cocina con un montón de toallas de mano recién lavadas.

—Doblar la ropa limpia —dijo. Guardó en un cajón todas las toallas menos una para uso inmediato. Se detuvo y frunció el entrecejo—. ¿Qué te ha pasado en el codo?

Alcé el antebrazo para mirarme la piel. La loción bronceadora había adquirido un tono demasiado oscuro y tenía la región del codo como si me la hubieran untado con mercromina.

—Es el bronceador. Ya sabes que detesto tomar el sol. Tardará una semana en írseme. Espero. ¿Qué tal las cosas por aquí? Hacía meses que no te veía tan animado.

—Anda, toma asiento. ¿Te apetece un té?

Me senté en la mecedora.

—Es igual, gracias —dije—. Me quedaré sólo un minuto. He tomado un producto para la nariz y apenas me tengo en pie. Pensaba guardar cama el resto del día.

Henry cogió un abrelatas y se puso a abrir las de tomate picado, que vació en el puchero.

—No puedes ni imaginarte lo que ha pasado. William se ha ido a vivir con Rosie.

—¿Para siempre?

—Ojalá. He acabado por comprender que lo que haga con su vida no es asunto mío. Me obsesionaba la idea de salvarle. Todo me parecía fuera de lugar. Es la pareja más inverosímil que he visto en mi vida, pero ¿y qué? Que lo descubra por sí mismo. Tenerlo en casa me desquiciaba. Siempre hablando de muertes y enfermedades, de depresiones, palpitaciones y regímenes alimenticios. Dios mío. Que lo aguante ella, que se aguanten entre sí y que revienten de aburrimiento.

—Es la mejor actitud que podías adoptar. ¿Cuándo se ha mudado?

—Este fin de semana. Le ayudé a empaquetar las cosas. Incluso le ayudé a trasladarlas. Desde entonces vivo en la gloria. —Me sonrió mientras cogía el apio y separaba los tallos. Lavó tres, cogió un cuchillo del escurreplatos y se puso a trocearlos—. Vete a la cama, anda. Pareces agotada. Si vuelves a las seis, tendrás un plato de sopa esperándote.

—Prefiero quedarme con el vale y aprovechar otra ocasión —dije—. Con un poco de suerte, no despertaré hasta mañana por la mañana.

Entré en mi domicilio y subí tambaleándome hasta el dormitorio, donde me descalcé y me hundí en el edredón.

Treinta minutos más tarde sonaba el teléfono y me obligaba a salir del abismo del sueño farmacológico. Era Rupert Valbusa. Había tenido una breve charla con el teniente Whiteside, que le había convencido de la importancia de confeccionar el retrato robot. Iba a ausentarse de la ciudad durante cinco días, dentro de una hora estaría en su estudio, donde podía reunirme con él si yo estaba libre. Refunfuñé para mí, aunque en el fondo no tenía elección. Tomé nota de la dirección de su estudio, que no estaba lejos de mi casa, en una zona industrial y comercial contigua a la playa. Se trataba de un antiguo almacén situado en la parte sur de Anaconda Street que había sido transformado en un complejo de estudios que se alquilaban a pintores y escultores. Me puse los zapatos e hice un esfuerzo por adecentarme. Cogí las llaves del coche, una cazadora y las fotos de Wendell.

El aire estaba húmedo a causa de la brisa marina. Mientras conducía por Cabana Boulevard vi que el cielo nublado se agrietaba y dejaba ver manchas azules. Puede que a media tarde tuviéramos una hora de sol. Aparqué en una travesía flanqueada de árboles, cerré con llave el VW, rodeé el almacén por el lado norte y entré en el edificio por una puerta junto a cuyas jambas se alzaban dos impresionantes esculturas de metal. Los pasillos interiores habían sido pintados de blanco y adornados con cuadros de los pintores que habitaban el edificio en aquel momento. El vestíbulo tenía la misma altura que el edificio, que era de tres plantas, y el techo consistía en una serie de ventanas inclinadas por las que entraba la luz a raudales. Valbusa vivía en el último piso, es decir, el segundo. Subí los tres tramos de la escalera metálica que había al final del vestíbulo, produciendo en los peldaños vibraciones sordas que morían en las paredes de piedra artificial pintada. Cuando llegué al último descansillo, oí a lo lejos unos acordes de música country. Llamé a la puerta de Valbusa y apagaron la radio.

Rupert Valbusa era hispano, robusto y musculoso. Tenía el pecho cilíndrico, era ancho de espaldas y le eché unos treinta y cinco años. Tenía las cejas espesas y despeinadas, los ojos castaño oscuro y el pelo negro y espeso que le enmarcaba la cara. Nos presentamos, nos dimos la mano en la puerta y entré. Cuando se dio la vuelta vi que llevaba una coleta que le llegaba hasta media espalda. Vestía tejanos cortados a la altura de la rodilla, camiseta blanca y sandalias de cuero con suela de caucho. Tenía las piernas bien formadas y perfiladas por una película de vello negro y sedoso.

El estudio era grande y frío, con el suelo de cemento y mostradores anchos que recorrían todo el perímetro. Olía a arcilla húmeda y muchas superficies parecían cubiertas por el polvillo calcáreo de la porcelana seca. Había grandes bloques de arcilla blanda envueltos en plástico, un torno de alfarero manual, otro eléctrico, dos hornos y un sinfín de estanterías llenas de cerámica, cocida ya pero todavía sin esmaltar. En el extremo de un mostrador había una fotocopiadora, un contestador automático y un proyector de diapositivas. También vi dos cuadernos de dibujo con las esquinas muy manoseadas, jarras llenas de lápices y tiralíneas, carboncillos y pinceles. Sobre tres caballetes había sendas pinturas al óleo en distintas fases de terminación.

—¿Hay algo a lo que no te dediques?

—No es mío todo lo que hay aquí. Tengo un par de alumnos, aunque no me gusta dar clases. Parte de lo que ves es suyo. ¿No te dedicas a ningún arte?

—Me temo que no, pero envidio a los que lo hacen.

Se acercó al mostrador más próximo, de donde cogió un sobre de papel marrón en cuyo interior había una foto.

—El teniente Whiteside dice que te dé esto. Es la dirección de la mujer del individuo. —Me dio un pedazo de papel, que me guardé en el bolsillo.

—Gracias. Me ahorrará tiempo y trabajo.

—¿Es este el Fulano que te interesa? —Me alargó la foto, que era en blanco y negro y en la que sólo se veía una cabeza.

—Es él. Se llama Wendell Jaffe. Te he traído algunas fotos con enfoques diferentes.

Le di las fotos que me habían servido para identificar al sujeto y vi que Rupert las observaba con atención y las ordenaba de acuerdo con el método que mejor le conviniera.

—Un tipo bien parecido. ¿Qué ha hecho?

—Estaba con un socio en el negocio de las inmobiliarias, legal en parte, hasta que el suelo se resquebrajó bajo sus pies. Al final estafaron a los inversores con lo que se conoce normalmente como el timo de la pirámide, prometiendo pingües beneficios cuando lo que hacían era pagar a los antiguos inversores con el dinero que aportaban los recién llegados. Jaffe comprendió sin duda que el fin estaba cerca. Desapareció de su embarcación durante una excursión pesquera y nunca más volvió a saberse de él. Hasta hace poco. Su socio estuvo en la cárcel una temporada, pero ya está en libertad.

—La cosa me suena. Creo que Dispatch publicó un artículo sobre Jaffe hace un par de años.

—Es probable. Es uno de esos misterios sin resolver que seduce la imaginación popular. Se presumió suicidio, pero desde entonces ha habido muchas especulaciones.

Rupert observó las fotos. Vi que sus ojos seguían el perfil de la cara de Wendell, la línea del pelo, la distancia entre los ojos. Acercó la foto y la giró para que le diese de lleno la luz que entraba por la ventana.

—¿Qué estatura tiene?

—Alrededor de uno noventa. Probablemente pesa más de cien kilos. Tiene casi sesenta años, pero se conserva bien. Lo he visto en traje de baño. —Arqueé las cejas—. No está nada mal.

Rupert se acercó a la fotocopiadora e hizo dos reproducciones de la foto en un papel grueso y beige de textura granulada. Acercó un taburete a la ventana.

—Toma asiento —dijo, señalándome con la cabeza un grupo de taburetes de madera sin pintar.

Acerqué otro a la ventana, me senté a su lado y lo observé mientras seleccionaba cuatro lápices de la jarra. Abrió un cajón y sacó una caja de lápices de colores Prisma y otra caja de clarioncillos para pintar al pastel. Parecía abstraído y las preguntas que empezó a formularme tenían cierto aire ritual, como una forma de prepararse para el trabajo. Sirviéndose de un clip, sujetó la copia de la foto a la parte superior de un cartón.

—Comencemos por arriba. ¿Cómo tiene el pelo actualmente?

—Blanco. Antes lo tenía castaño. En las sienes le ralea más de lo que se advierte en la foto.

Cogió el lápiz blanco y cubrió con él el pelo oscuro. Wendell envejeció veinte años de pronto y la piel se le volvió morena. No pude por menos de sonreír.

—Muy bien —dije—. Creo que se ha recortado un poco la nariz. Aquí en el puente y también en las aletas. —Allí donde yo ponía el dedo sombreaba y perfilaba Rupert con delicados movimientos del clarioncillo o el lápiz, que manejaba con gran seguridad. La nariz del papel se volvió afilada y aristocrática.

Rupert se puso a hacer comentarios mientras trabajaba.

—Siempre me sorprenden las múltiples variaciones que pueden hacerse a partir de los componentes básicos del rostro humano. Es lógico, puesto que casi todos venimos al mundo con los mismos rasgos fundamentales, una nariz, una boca, dos ojos, dos orejas. Y no sólo somos diferentes los unos de los otros, sino que además nos reconocemos al primer vistazo. Para apreciar los detalles del proceso no hay como hacer retratos robot. —Rupert añadía años y peso con movimientos seguros mientras actualizaba una imagen que tenía más de un lustro de antigüedad. Se detuvo y señaló la cuenca del ojo—. ¿Y las ojeras? ¿Se ha hecho algún peeling?

—Creo que no.

—¿Se le ha aflojado la piel? ¿Tiene bolsas? Cinco años merecen unas cuantas arrugas, digo yo.

—Puede que algunas, pero no muchas. Tiene las mejillas más hundidas, casi chupadas —dije.

Hizo retoques durante unos momentos.

—¿Así?

Observé el dibujo.

—Se le parece muchísimo.

Cuando terminó tenía ante mí una reproducción casi idéntica al hombre que había visto en carne y hueso.

—Creo que has dado en el clavo. Se le parece mucho.

Echó sobre el papel una sustancia fijadora con un pulverizador.

—Haré una docena de copias y se las enviaré al teniente Whiteside —dijo—. ¿Cuántas quieres tú? ¿Otra docena?

—Sería estupendo.