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La mujer era de las que deshacían todo el equipaje, sin duda minutos después de ocupar una habitación. Se había apoderado del lado derecho del tocador de doble hilera de cajones y había llenado hasta los topes todo el espacio disponible: las joyas y la ropa blanca en el cajón superior, junto con el pasaporte. Tomé nota del nombre, Renata Huff, del número de pasaporte, fecha y lugar de nacimiento, entidad que había tramitado el pasaporte y fecha de caducidad del documento. No quise seguir inspeccionando los efectos personales de la mujer y registré el cajón superior del lado de Wendell, donde encontré igualmente los documentos de identidad del individuo. Según el pasaporte, se hacía llamar Dean DeWitt Huff. Tomé nota de los datos que consignaba y volví a pegar el ojo a la mirilla de la puerta. El pasillo estaba vacío. Ya eran las ocho y dos minutos, hora de largarse. Cada minuto que pasara aumentaría el peligro, sobre todo porque ignoraba cuándo se habían marchado. No obstante, ya que estaba allí, me dije que bien valía la pena seguir husmeando a ver qué pasaba.

Volví sobre mis pasos y abrí los cajones restantes de manera sistemática, deslizando la mano por debajo y entre las prendas de vestir, que estaban ordenadas con toda pulcritud. La ropa y efectos personales de Wendell estaban aún en la maleta, que se encontraba abierta sobre una mesa pequeña. La registré deprisa y con todo el cuidado que pude, ya que no quería que se notara mi presencia. Alcé la cabeza ¿Había oído un ruido? De nuevo escruté por la mirilla de la puerta.

Wendell y la mujer acababan de salir del ascensor y avanzaban hacia mí. La mujer estaba visiblemente alterada, hablaba con voz chillona y se expresaba con gesticulación teatral. El hombre parecía enfadado, estaba más serio que un juez, apretaba los labios con determinación y se golpeaba la pierna con un periódico mientras andaba.

Una cosa que he aprendido en relación con el miedo es que desorienta el juicio y propicia los cálculos equivocados. Los acontecimientos se suceden en un caos perceptivo en el que el instinto de supervivencia (salir a toda prisa, en el presente caso) confunde todo lo demás. Cuando te das cuenta, estás en la otra boca del tubo de la crisis en peor estado que cuando entraste. Nada más verlos, me guardé en el bolsillo todo lo mío y quité la cadena de seguridad. Apagué la luz del cuarto de baño y la del dormitorio y me dirigí a toda velocidad hacia la puerta de corredera y el balcón. Una vez fuera, miré atrás para cerciorarme de que lo dejaba todo tal como lo había encontrado. ¡Mierda! Ellos habían dejado encendida la luz del cuarto de baño. Yo la había apagado. Como si tuviese rayos X en los ojos, vi cómo Wendell se acercaba a la puerta por el pasillo, con la llave preparada. En mi imaginación se movía mucho más aprisa que yo. Pensé con rapidez. Era demasiado tarde para rectificar. Puede que se hubieran olvidado de apagarla o que pensaran que la bombilla se había fundido.

Llegué al extremo del balcón, pasé la pierna derecha por encima de la barandilla, encajé el pie entre los barrotes, pasé la otra pierna. Me estiré hacia la barandilla del balcón contiguo y salvé la distancia en el preciso instante en que se encendía la luz de la habitación de Wendell. Ya notaba los efectos taquicárdicos de la adrenalina, pero por lo menos estaba a salvo en el balcón del vecino.

Sólo que el vecino había salido a fumar un cigarrillo.

No sé cuál de los dos se sorprendió más. Él, desde luego, se quedó estupefacto, porque yo sabía lo que yo hacía allí, pero él no. Además contaba con la ventaja adicional de que el miedo me había aguzado los sentidos y extremado la percepción de sus características. La verdad de aquel hombre irradió hacia mí igual que los mensajes subliminales que se introducen en los reportajes deportivos.

Era blanco.

Tenía el pelo ralo y sesenta y tantos años. El poco pelo que le quedaba era cano y lo llevaba peinado hacia atrás.

Llevaba gafas de montura de concha, de esas tan gruesas que parecen tener un sonotone en cada extremo.

Olía tanto a alcohol que por los poros parecía despedir chorros prácticamente visibles.

Tenía la presión sanguínea tan alta que la rubicunda cara le brillaba; y una nariz de boxeador tan rojiza que parecía un Santa Claus de supermercado.

Era más bajo que yo y en consecuencia no me pareció peligroso. Por el contrario, me miraba con tal desconcierto que estuve tentada de acariciarle la calva para que se tranquilizase.

Caí en la cuenta de que había visto un par de veces a aquel sujeto en el curso de mis peregrinaciones por el hotel en busca de Wendell y su acompañante. Le había visto las dos veces en el bar: la primera vez solo, con el brazo medio levantado y con la punta del cigarrillo oscilando en todas direcciones mientras orquestaba un largo monólogo; la segunda, en una reunión de picarones de su edad, todos gordos e hinchados, todos fumando puros y contándose los típicos chistes que provocan carcajadas alcohólico-escandalosas.

Tenía que tomar una decisión.

Me acerqué a él con desenvoltura. Alargué la mano, le quité las gafas con precaución, cerré las patillas y me las guardé en el bolsillo de la camisa.

—Hola, semental. ¿Cómo te encuentras? Tienes buen aspecto esta noche.

Alzó las manos en un impotente ademán de protesta. Me desabroché el puño derecho mientras lo miraba de arriba abajo con detenimiento.

—¿Quién eres? —preguntó.

Le sonreí y le parpadeé como una odalisca mientras me desabrochaba el puño izquierdo.

—Sorpresa, sorpresa. ¿Dónde te habías metido? Llevo buscándote desde las seis.

—¿Te conozco?

—Bueno, Jack, estoy segura de que acabarás conociéndome. Porque esta noche nos lo vamos a pasar de fábula.

Negó con la cabeza.

—Aquí tiene que haber un error. Yo no me llamo Jack.

—Todos los nombres se llaman Jack para mí —dije mientras me desabrochaba la blusa. Me la abrí y dejé al descubierto tentadores retazos de carne pura y casta. Por suerte me había puesto el único sostén que no tengo que sujetar con imperdibles. Y con aquella oscuridad, ¿cómo iba a saber que estaba ya descolorido de tanto lavarlo?

—¿Me devuelves las gafas? Sin ellas no te veo bien.

—¿De veras? Bueno, pues es una pena. Pero vamos a ver, cuéntame lo que tienes. ¿Miopía? ¿Hipermetropía? ¿Astigmatismo?

—Astigmatismo —dijo en son de excusa—. Además soy un poco miope y este ojo no me funciona. —Como si quisiera demostrármelo, la mirada de su único ojo sano se desvió hacia el exterior, siguiendo el vuelo de un insecto invisible.

—Bueno, no tienes por qué preocuparte. Estaré tan cerca de ti que me verás a la perfección. ¿Listo para la marcha?

—¿Marcha? —El ojo sano me enfocó directamente.

—Me han enviado los muchachos. Los tipos con los que te vas de copas. Dicen que hoy es tu cumpleaños y todos han querido contribuir para comprarte un regalo. Yo soy el regalo. ¿Verdad que eres Cáncer?

Había fruncido el ceño ligeramente y en los labios le bailoteaba una sonrisa que se iluminaba y se apagaba al instante. No acababa, de entender lo que sucedía, pero no quería ser grosero. Tampoco quería hacer el ridículo por si se trataba de una broma.

—Hoy no es mi cumpleaños.

En la habitación de al lado se encendían las luces una por una y alcancé a oír la voz de la mujer, que se elevaba con irritación y nerviosismo.

—Apuesto a que sí —dije. Me saqué los faldones de la blusa y me la quité como una profesional del strip-tease. Desde mi aparición no había dado ni una calada al cigarrillo. Se lo quité de la mano, lo arrojé al vacío, me acerqué al hombre y le apreté los labios como si fuese a darle un beso—. ¿Tienes algo que hacer esta noche?

Rio con nerviosismo.

—Creo que no —dijo, expulsando un aliento que apestaba a tabaco. Mmmmm, ooooh.

Lo besé en el hocico con algunas dosis de ese movimiento succionador de lengua y labios que todos hemos visto en las películas. No tenía por qué ser más erótico porque lo hiciesen otras personas.

Le cogí la mano y lo conduje al interior de la habitación, arrastrando la blusa como si fuese un boa de plumas. Wendell salió al balcón en el preciso instante en que yo cerraba la puerta de corredera.

—Relájate mientras me lavo. Luego volveré con jabón y agua caliente para lavarte a ti. ¿Te gustaría?

—¿Así, acostado?

—¿Siempre manifiestas tu entusiasmo con los zapatos puestos, corazón mío? Anda, quítate esos bermudas mientras piensas en lo que te espera. Yo voy al cuarto de baño a poner en su sitio lo que hay que poner y enseguida estoy contigo. Quiero encontrarte preparado, ¿me escuchas? Te voy a soplar la vela hasta que eche más llamaradas que un volcán.

Empezó a desatarse los cordones de un pesado zapato negro, pero acabó arrancándoselo del pie y tirándolo, tras lo cual se quitó a toda velocidad un calcetín negro de ejecutivo. Parecía un abuelito gordo, bajito y simpático. O un niño de cinco años, listo para colaborar si había caramelo a la vista. Oí chillar a Renata en la habitación de al lado. Luego, la voz de trueno de Wendell que articulaba palabras indescifrables.

Me despedí de mi amigo moviendo el meñique.

—Hasta lueguito —canturreé. Entré contoneándome en el cuarto de baño, dejé sus gafas junto a la bañera y abrí el grifo. El agua fría salió en forma de chorro ruidoso que eclipsó los sonidos restantes. Me puse la blusa, me dirigí a la puerta de la habitación y salí al pasillo, cerrando a mis espaldas con cuidado. El corazón me latía a cien por hora y noté en la carne desnuda la fría caricia del aire del pasillo. Me dirigí a toda velocidad a mi habitación, saqué la llave del bolsillo, la introduje en la cerradura, la giré, abrí la puerta y cerré a mis espaldas. Eché la cadena de seguridad y me quedé inmóvil durante unos momentos, con la espalda pegada a la puerta y el pulso acelerado mientras me abrochaba la blusa. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. No sé cómo lo harán las putas. Uf.

Fui al balcón y tiré de la puerta de corredera, que se cerró con un chasquido. Corrí las cortinas, volví a la puerta y observé a través de la mirilla. El viejo borrachín estaba en mitad del pasillo. Al igual que Mister Magoo, tenía los ojos exageradamente entornados (no había vuelto a ponerse las gafas) y miraba derecho al frente. Aún llevaba puestos los bermudas y un solo calcetín. Se quedó mirando mi puerta con curiosidad. De súbito me pregunté si estaría tan borracho como parecía a simple vista. Miró en derredor con disimulo, para cerciorarse de que nadie le veía, se acercó a la mirilla de mi puerta y pegó el ojo. Me aparté de manera instintiva y contuve el aliento. Sabía que no me podía ver. Desde su punto de observación tenía que ser como mirar por un telescopio por el extremo que no es.

Oí un golpecito tímido.

—Oye. ¿Estás ahí?

Volvió a pegar el ojo a la mirilla, taponando el angosto círculo de luz que llegaba del pasillo. Habría jurado que olía su aliento a través de la madera. Volví a ver luz a través de la mirilla, me acerqué con cautela y pegué el ojo para verle yo a él. Había retrocedido y miraba a ambos lados del pasillo con desconcierto. Se alejó hacia mi izquierda y al cabo de un momento oí que cerraba su habitación de un portazo.

Me acerqué de puntillas a la puerta de corredera, me pegué a la pared de la izquierda y me asomé. De pronto… muy furtivamente… la parte superior del cráneo del viejo apareció por el extremo del tabique que separaba ambos balcones y sus ojos escrutaron el interior de la habitación a oscuras.

—Yujuuu —murmuró con voz ronca—. Soy yo. ¿Empieza la marcha o qué?

El vecinito tenía la sangre realmente alterada. No tardaría en arañar el suelo y lanzar gruñidos.

Permanecí inmóvil y esperé a que se fuera. Se retiró al cabo de un momento. Diez segundos más tarde sonaba el teléfono, una llamada interior, habría apostado cualquier cosa. Dejé que sonara mientras me dirigía al cuarto de baño, donde me cepillé los dientes a oscuras. Volví al dormitorio, me quité la ropa y la dejé en la silla. No me atrevía a salir. No podía leer porque no quería arriesgarme a encender la luz. A todo esto, estaba con los nervios tan de punta que me daba la sensación de tener todo el pelo erizado. Por último me acerqué de puntillas al minibar y cogí dos frasquitos de ginebra y una lata de zumo de naranja. Me senté en la cama y estuve chupando ginebra hasta que me caí de sueño.

Cuando salí al pasillo por la mañana, en el tirador de la puerta del borracho habían colgado el letrero de NO MOLESTAR. La puerta de Wendell estaba abierta y la habitación vacía. Entre ambas puertas se encontraba el carrito del servicio. Me asomé y vi a la doncella fregando con paciencia el suelo de baldosas. Dejó el mocho contra la pared, junto a la puerta del cuarto de baño, cogió la papelera y salió al pasillo.

—¿Dónde están? —le pregunté en español, con la esperanza de que me entendiera.

Sin duda sabía demasiado de la vida para ponerse a conjugar participios de pasado y pluscuamperfectos. Y si no se hubiera concentrado en lo esencial, yo no habría entendido ni media palabra.

—Ido. Marchado. No aquí ya.

¿Permanente? ¿Completamente vamos? —chapurreé.

Yes, yes —dijo, asintiendo con vehemencia y repitiendo lo del principio.

—¿Le importa si echo un vistazo? —La verdad es que no esperé a que me diera permiso. La aparté con el brazo y entré en la habitación 312; miré en los cajones del tocador, en la mesilla de noche, en el escritorio, en el minibar. ¡Rediós! No me habían dejado nada. La doncella me miraba con curiosidad. Se encogió de hombros y entró en el cuarto de baño, debajo de cuya pila volvió a poner la papelera.

Grasias —le dije y salí de la habitación.

Al pasar junto al carrito de la limpieza, me fijé en la bolsa de plástico adosada a un extremo y que contenía la basura recién acumulada. La solté del gancho y me la llevé a la habitación, cerré la puerta nada más entrar. Fui a la cama y vacié el contenido sobre la colcha. No había nada interesante: periódicos de la víspera, Q-Tips, pañuelos de papel usados, un envase de laca vacío. Revolví todo aquello con no poco asco y con la esperanza de que aún surtieran efecto mis últimas inyecciones antitetánicas. Mientras recogía la basura a puñados y la volvía a meter en la bolsa me fijé en la primera plana de un periódico, que estaba dedicada a una ola de crímenes. Desplegué la página, la alisé y me quedé mirando los renglones escritos en español.

A quien vive en Santa Teresa le resulta imposible no aprender ciertas expresiones en este idioma, tanto si lo estudia como si no. Muchas palabras del español mexicano son adaptaciones del inglés y otras se escriben de modo muy parecido a vocablos ingleses que significan más o menos lo mismo. El reportaje que aparecía en la primera página de La Gaceta tenía que ver con un homicidio cometido en Estados Unidos. Lo leí en voz alta, de manera pausada como los párvulos, método que me ayudó a descifrar parte del significado. El cadáver de una mujer muerta había sido encontrado al norte de Los Angeles, en un tramo solitario de autopista. Cuatro jóvenes se habían fugado de un correccional del condado californiano de Perdido y se habían dirigido al sur por la costa. Por lo visto, habían hecho señas a la víctima y se habían apoderado de su vehículo después de matarla a tiros. Cuando se descubrió el cadáver, los fugitivos habían cruzado la frontera mexicana por Mexicali, donde habían vuelto a matar. Los federales habían salido en su persecución y en el curso de un feroz tiroteo habían muerto dos jóvenes y otro había quedado herido de gravedad. Había una morbosidad innecesaria en la foto en blanco y negro de la escena del tiroteo, donde podían apreciarse manchas de sangre en las sábanas que cubrían a los muertos. La cara de los cuatro delincuentes aparecía en una fila de lúgubres fotos tomadas de las fichas de la policía. Tres eran hispanos. El cuarto respondía al nombre de Brian Jaffe.

Reservé un pasaje para el primer avión que saliera.

Durante el vuelo se me hincharon las cavidades sinuosas y durante el descenso hacia Los Angeles creí que se me iban a romper los tímpanos. Llegué a Santa Teresa a las nueve con todos los síntomas de un resfriado a la antigua. Me picaba la garganta, me dolía la cabeza y tenía las fosas nasales como si hubiera sorbido por ellas una garrafa de agua de mar. No podía por menos de regocijarme, ya que podría tomar NyQuil en dosis nocturnas oficialmente autorizadas.

Nada más llegar a casa, cerré la puerta y subí la escalera de caracol con un montón de periódicos. Vacié el petate en el cesto de la ropa sucia, me desnudé y tiré al cesto la ropa del viaje. Me puse unos calcetines de deporte y el camisón de franela, me envolví en el edredón hecho a mano que la hermana de Henry me había regalado para mi cumpleaños y me enfrasqué en la lectura de las noticias relativas a la fuga carcelaria que traía el periódico de Santa Teresa. La noticia ya no era novedad y había pasado a la segunda sección, página tres. Volví a leerla, esta vez en inglés. Brian, hijo menor de Wendell Jaffe, y tres colegas se habían fugado espectacularmente en pleno día de un reformatorio de seguridad media denominado Connaught. Los fugados muertos habían sido identificados como Julio Rodríguez, de dieciséis años, y Ernesto Padilla, de quince. Ignoraba los tratados de extradición que estarían vigentes entre Estados Unidos y México, pero parecía que las autoridades mexicanas iban a devolver a Jaffe a su país de origen en cuanto se presentaran los ayudantes del sheriff. El cuarto fugado, un muchacho de catorce años, estaba hospitalizado en México con heridas de pronóstico reservado. El nombre del herido se ocultaba a causa de su minoría de edad. Recordé que el periódico en español lo había identificado como Ricardo Guevara. Las dos víctimas de los jóvenes eran estadounidenses y era muy probable que los federales se lavasen las manos. También era probable que un grueso fajo de billetes hubiera cambiado de dueño sin que nadie se enterase. Fueran cuales fuesen las circunstancias, los fugitivos podían considerarse afortunados por no haber sido encerrados de por vida en el sur. Según el periódico Brian Jaffe había cumplido los dieciocho años poco después de su detención, lo que significaba que en cuanto lo devolvieran a la Penitenciaría del Condado de Perdido sería confinado y acusado en calidad de adulto. Cogí unas tijeras, recorté todos los artículos y los guardé para llevármelos después al despacho.

Miré el reloj de la mesilla de noche. Sólo eran las diez menos cuarto. Cogí el teléfono y llamé a casa de Mac Voorhies.