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Me levanté a las seis de la mañana para correr por la playa. La mañana siguiente al día de mi llegada había hecho dos kilómetros de ida y otros dos de vuelta. Aquel día limité la carrera a trayectos de medio kilómetro para no perder de vista el hotel. No había perdido la esperanza de localizar a la pareja… en la terraza de la piscina o dando un paseo matutino por la playa. Era muy improbable, pero a pesar de todo me preocupaba la posibilidad de que se hubieran marchado durante la noche.

Después de correr subí a la habitación, me di una ducha rápida y me vestí. Puse una película en la cámara fotográfica, me la colgué del cuello y salí a la terraza del vestíbulo superior, donde servían ya el desayuno. Me senté cerca de la puerta y dejé la cámara en la silla de al lado. Sin quitar el ojo de las puertas del ascensor, pedí café, zumo y un tazón de cereales. Prolongué el desayuno todo lo que pude, pero ni Wendell ni la mujer hicieron acto de presencia. Extendí un cheque, cogí la cámara y bajé a la piscina. Ya había algunos huéspedes a la vista. Un grupito de jóvenes que oscilaban entre la niñez y la adolescencia jugaba a tirarse al agua a empujones y dos recién casados jugaban al ping-pong en el patio. Recorrí el hotel y volví al interior pasando por el bar del vestíbulo de la planta baja tras subir las escaleras. Mi nerviosismo iba en aumento.

De pronto la vi.

Estaba delante del ascensor con un par de periódicos en la mano. Al parecer no le habían contado que los ascensores del hotel funcionaban como les daba la gana. Aún no se había maquillado y llevaba el pelo negro revuelto y prácticamente sin peinar, como si acabara de levantarse. Calzaba sandalias de cuero de suela de goma y llevaba encima un albornoz playero sujeto a la cintura. Por debajo de las solapas de esta prenda entreví el azul marino de un traje de baño. Si iban a marcharse aquel día, no parecía muy lógico que vistiese como para ir a la piscina. Se me quedó mirando la cámara fotográfica, pero no me miró a los ojos.

Me puse detrás de ella con la vista clavada con fingida atención en el indicador luminoso que señalaba el ir y venir del ascensor entre el segundo piso y la planta baja. Se abrieron las puertas y salieron dos personas. Me rezagué con discreción para que entrase ella primero. Apretó el botón número tres y se volvió para mirarme con un signo de interrogación en los ojos.

—Perfecto —murmuré.

Me sonrió con superficialidad, pero sin intención de resultar simpática. Su rostro alargado parecía encogido y tenía unas ojeras que sugerían que no había dormido bien. Subimos en silencio y cuando se abrieron las puertas le hice un ademán de cortesía para indicarle que saliese ella primero.

Torció a la derecha y se dirigió a una habitación del extremo del pasillo, azotando las baldosas con las suelas de las sandalias. Me detuve fingiendo que buscaba las llaves en el bolsillo. Mi habitación estaba en el piso de abajo, pero la mujer no tenía por qué saberlo. No habría tenido que tomarme la molestia de fingir. Abrió la puerta de la habitación 312 y entró sin mirar atrás. Eran casi las diez y el carrito del servicio se encontraba a dos puertas de distancia. La puerta 316 estaba abierta, la habitación vacía, sin nadie que la ocupase.

Volví al ascensor y fui directamente a recepción, donde dije que quería cambiar de habitación. El empleado fue de lo más servicial seguramente porque el hotel estaba casi vacío. La habitación estaría lista al cabo de una hora, según dijo, pero acepté de buen grado la espera. Crucé el vestíbulo, fui a la tienda de regalos y compré el periódico de San Diego, que me empotré en la axila.

Subí a mi habitación, metí la ropa y la cámara fotográfica en el petate, recogí los artículos de aseo, los zapatos, la ropa interior sucia. Bajé al vestíbulo con el petate y me dispuse a esperar el momento de instalarme en la nueva habitación; no quería darle a Wendell la menor oportunidad de escapar. Cuando subí para ocupar la habitación 316 ya eran casi las once. Delante de la 312 había una bandeja de servicio con restos del desayuno. Inspeccioné las migas de tostada y las tazas de café. Les hacía falta fruta en la dieta diaria.

Dejé la puerta entornada mientras deshacía el petate. La nueva habitación estaba entre la de Wendell Jaffe y las salidas de emergencia, ya que tanto las escaleras como los ascensores quedaban a mi derecha, a varias puertas de distancia. Salí al balcón con la cámara y los vi salir por el sendero de la planta baja.

Alcé la cámara y seguí sus pasos por el visor con la esperanza de que entraran en el radio de acción del objetivo. Pasaron tras una borrosa pantalla de hibiscos amarillos. Los entreví instalándose en una mesa cercana y tomando asiento con la atención puesta en la comodidad. Cuando se hubieron acomodado y estirado en la tumbona respectiva con objeto de tomar el sol, los arbustos me lo ocultaban todo salvo los pies de Wendell.

Tras esperar un intervalo respetable, bajé y pasé casi todo el día a unos metros de la pareja. Habían llegado más turistas de rostro pálido que se dedicaban a trazar las fronteras de sus minirreinos entre el bar y la piscina. Ya había advertido que los huéspedes del hotel tendían al localismo, instalándose todos los días en las mismas tumbonas, recuperando taburetes de bar y mesas de restaurante para forjarse una rutina improvisada que reflejaba punto por punto el rosario de aburridas costumbres que practicaban en sus casas. Después de veinticuatro horas de observación estaba en condiciones de predecir cómo iban a organizar el resto de sus vacaciones. Sospechaba que regresarían con la impresión no poco desconcertante de que el viajecito al extranjero no les había procurado el descanso previsto.

Wendell y la mujer se habían instalado dos mesas más allá de la que habían ocupado la víspera. La presencia de otra pareja me indicó que no habían sido lo bastante rápidos para apoderarse del territorio que realmente querían. Wendell estaba otra vez enfrascado con dos periódicos, uno de San Diego, en inglés, y otro en español. Mi proximidad no les llamó la atención y me esforcé por no mirar a los ojos ni a Wendell ni a la mujer. Si me concentraba en algo que estaba en su ámbito, parecía que se daban cuenta y se retraían como formas exóticas de vida marina que se encogieran para protegerse.

Pidieron la comida junto a la piscina. Me fui al bar a picar patatas fritas mojadas en salsa, con la nariz enterrada en una revista pero con los ojos clavados en mi pareja. Tomé el sol y leí. De vez en cuando me acercaba al extremo de la piscina donde no cubría el agua y ponía los pies en remojo. A pesar de la asfixiante temperatura de julio el agua estaba fresquita, y cada vez que me metía hasta medio muslo se me cortaba la respiración y tenía que hacer un esfuerzo para no gritar. No relajé la vigilancia hasta que oí que Wendell hizo dos reservas para la excursión de pesca submarina del día siguiente por la tarde. Si hubiera sufrido de manía persecutoria, habría imaginado que la excursión era un pretexto para emprender otra huida, pero ¿de qué podía huir después del tiempo transcurrido? No habría sabido distinguirme del abominable hombre de las nieves y no le había dado motivo alguno para que sospechase que le conocía.

Para pasar el tiempo escribí una postal a Henry Pitts, el propietario de mi casa de Santa Teresa. Tiene ochenta y cuatro años y es un hombre adorable: alto, delgado y con unas piernas espléndidas. Es elegante y educado y con la cabeza más despierta que muchos que conozco y que aún no han llegado a los cincuenta. Últimamente había estado de morros porque su hermano William, que tenía ya ochenta y seis años, había tenido una aventura gerontófila con Rosie, la húngara que poseía la casa de comidas de nuestra calle. William había llegado de Michigan en diciembre del año anterior para quitarse de encima una depresión que le había sobrevenido a raíz de un ataque cardíaco. William era insoportable incluso en las mejores circunstancias, pero su «encuentro con la muerte», como él lo llamaba, había exacerbado sus peores cualidades. Por lo que sabía, los restantes hermanos de Henry (Lewis, que tenía ochenta y siete años, Charlie, que tenía noventa y uno, y Nell, que había cumplido noventa y cuatro en diciembre) habían celebrado una votación democrática y, sin que Henry lo supiera, le habían confiado la custodia de William.

La visita de William, planeada inicialmente para que durase dos semanas, se prolongaba ya siete meses y la proximidad personal se cobraba su precio. William, que era un hipocondríaco egocéntrico, cursi, temperamental y puritano, se había enamorado de mi amiga Rosie, que era a su vez marimandona, neurótica, coqueta, autoritaria, lenguaraz y agarrada como un piojo. Eran tal para cual. El amor les había vuelto más tiernos que un plato de natillas y aquello era más de lo que podía soportar Henry. A mí me parecía una historia fascinante, pero ¿qué sabía yo en el fondo?

Terminé la postal de Henry y escribí otra para Vera, intercalando algunas frases en español. El día parecía interminable, no había más que calor y mosquitos y los niños se desgañitaban en la piscina con regularidad ensordecedora. Wendell y la mujer parecían estar muy a gusto bronceándose al sol. ¿Sería porque nadie les había prevenido contra las arrugas, el cáncer de piel y las insolaciones? De vez en cuando me retiraba a la sombra, demasiado inquieta para concentrarme en el libro que estaba leyendo. Wendell, la verdad sea dicha, no se comportaba como un perseguido. Actuaba más bien como quien dispone de todo el tiempo del mundo. Puede que después de cinco años hubiera dejado de considerarse un fugitivo. Poco sospechaba que oficialmente estaba ya muerto.

A eso de las cinco se levantó el «viento negro» otra vez. Los periódicos de Wendell, que estaban en una mesilla lateral, se agitaron con sonoro murmullo y sus páginas se hincharon con un estampido seco, igual que la vela de un yate. Vi que la mujer alargaba la mano con gesto de fastidio y que se hacía con ellos con ayuda de la toalla y el sombrero de playa. Se calzó las sandalias y se puso a esperar a Wendell con impaciencia. Este se dio el último chapuzón en la piscina, seguramente para quitarse la crema protectora, antes de reunirse con su compañera. Recogí mis cosas y me fui antes que ellos, consciente de que no se demorarían. Aunque no quería perderlos de vista, no me pareció prudente adoptar una medida más directa. Habría podido presentarme y trabar una conversación en la que poco a poco habría sacado a colación el tema de sus circunstancias actuales. Pero me había dado cuenta de que evitaban escrupulosamente toda manifestación de cordialidad y comprendí que habrían rehuido cualquier acercamiento. Era mejor fingir un desinterés parecido que provocar sospechas.

Subí a la habitación, cerré la puerta a mis espaldas y pegué el ojo a la mirilla hasta que los vi pasar. Supuse que, al igual que los demás, permanecerían enclaustrados hasta que cesara el viento. Me di una ducha y me puse unos pantalones negros de algodón y la misma blusa negra de algodón que había llevado durante la travesía aérea. Me tendí en la cama y me esforcé por leer, amodorrándome a ratos hasta que los pasillos estuvieron en silencio y dejaron de llegar ruidos procedentes de la piscina. Oía estrellarse las ráfagas de viento arenoso contra el vidrio de la puerta de corredera. El aire acondicionado, que funcionaba con intermitencia en sus mejores momentos, arrancaba de pronto y se paraba al instante en un infructuoso intento de reducir el calor. A veces hacía un frío glacial. El resto del tiempo el aire de la habitación olía a rancio y se mantenía en un discreto nivel de tibieza. Era el típico hotel que suscita preocupaciones sobre la posible aparición de variedades desconocidas de la enfermedad del legionario.

Cuando desperté ya era de noche. Al principio no recordé dónde estaba y me costó orientarme. Encendí la luz y miré qué hora era, las siete y doce minutos. Ah, sí. Me acordé del caso Wendell y de que yo le seguía la pista. ¿Habría abandonado la pareja el hotel? Me levanté, fui descalza hasta la puerta y asomé la cabeza. El pasillo estaba muy iluminado, vacío en ambas direcciones. Me guardé la llave en el bolsillo y salí de la habitación. Eché a andar por el corredor y pasé ante la habitación 312 con la esperanza de que una ranura de luz al pie de la puerta me indicase que el cuarto seguía ocupado. No me enteré de nada porque nada vi y no quise arriesgarme a pegar la oreja a la cerradura.

Volví a mi habitación y me puse los zapatos. Fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes y me peiné. Cogí una deshilachada toalla del hotel, la saqué al balcón y la colgué en la barandilla, junto al lateral derecho. Dejé encendidas las luces, salí al pasillo y bajé con los prismáticos en la mano. Busqué en la cafetería, en el quiosco de prensa del vestíbulo y en el bar de la planta baja. No vi el menor rastro de Wendell ni de la mujer que le acompañaba. Ya en el camino de la entrada me di la vuelta, alcé los prismáticos y barrí con ellos la fachada del hotel. Vi la toalla, que parecía del tamaño de una sábana, colgada en el balcón de mi cuarto, en el tercer piso. Conté dos balcones hacia la izquierda. No vi signos de actividad, pero había luz en las dependencias de Wendell y la puerta de corredera parecía abierta. ¿Estarían fuera o durmiendo? Fui a la cabina del vestíbulo y llamé al 312. No contestó nadie. Regresé a mi habitación, me metí en el bolsillo del pantalón la llave, un bolígrafo, papel y mi linterna portátil. Apagué la luz.

Salí al balcón, apoyé los codos en la barandilla y me puse a contemplar la noche. Puse cara de meditación trascendental, como si estuviera en comunión íntima con la naturaleza, cuando en realidad trataba de dar con la forma de colarme en la habitación que estaba a dos balcones de distancia. No es que hubiera gente espiando. Los balcones iluminados no llegaban al cincuenta por ciento. Había algún que otro huésped acomodado en el balcón y de tarde en tarde brillaba la punta de un cigarrillo en medio de la oscuridad. Ya era noche cerrada y las dependencias del hotel estaban sumidas en sombras. Los caminos exteriores estaban flanqueados por farolas de pocos vatios. La piscina centelleaba como una piedra preciosa, aunque el sistema de filtración probablemente estaba ya en funcionamiento para eliminar el hollín. En el lado más alejado de la piscina acababa de dar comienzo una especie de acto social: música, rumor de conversaciones y aroma de carne asada. Seguro que si saltaba de un balcón a otro igual que una mona, nadie se daría cuenta.

Me incliné hacia delante todo lo que pude y miré a la derecha. La terraza contigua estaba a oscuras. La puerta de corredera estaba cerrada y las cortinas corridas. No había forma de saber si la habitación estaba ocupada, pero me dio la sensación de que no. No iba a tener más remedio que aventurarme. Pasé la pierna derecha por encima de la barandilla y encajé el pie entre los barrotes para afianzar la posición antes de mover la pierna derecha. Había cierta distancia entre un balcón y otro. Me sujeté a la barandilla e hice un amago experimental para comprobar si soportaba mi peso. Sabía que a mis pies se abría un abismo de tres plantas y noté en la boca del estómago la natural aversión que siento hacia las alturas. Si resbalaba, los arbustos de abajo probablemente no amortiguarían la caída. Me imaginé empalada por un arbolito de adorno. No me gustó la imagen: una investigadora privada, terca como una mula, atravesada por las ramas de un arbusto. Me sequé la palma en el pantalón y volví a estirarme. Introduje el pie izquierdo entre los barrotes del balcón contiguo. Hay cosas que es preferible hacer sin pensar.

Puse la mente en blanco y me lancé como un saco de patatas hacia el balcón de al lado. Crucé la terraza en silencio y repetí la operación al llegar al otro extremo, sólo que esta vez me detuve lo suficiente para asomar la cabeza y convencerme de que la habitación de Wendell estaba vacía. Las cortinas estaban descorridas y aunque la habitación propiamente dicha estaba a oscuras, advertí un rectángulo de luz que brotaba del cuarto de baño. Me estiré hasta la barandilla del enemigo y volví a comprobar la resistencia de los materiales antes de dar el salto.

Ya en el balcón de Wendell, me detuve a recuperar el aliento. La brisa me acarició la cara y el aire fresco hizo que me percatase de que sudaba a causa de la tensión. Me puse junto a la puerta de corredera y asomé la cabeza. La cama era de matrimonio, la colcha de algodón había sido apartada. Las sábanas estaban arrugadas y ostentaban la impronta del piscolabis sexual que precede a la cena. Percibí el persistente almizcle del perfume femenino, el olor húmedo del jabón donde se habían lavado después. Encendí la linterna de bolsillo para reforzar la luz que se filtraba del exterior. Fui a la puerta, eché la cadena de seguridad y pegué el ojo a la mirilla para escrutar el pasillo. Consulté la hora. Las ocho menos cuarto. Si la suerte estaba de mi parte, habrían tomado un taxi para ir a cenar al pueblo, tal como había hecho yo la noche anterior. Confiando en la providencia, encendí las luces principales de la habitación.

Lo primero que inspeccioné por encima fue el cuarto de baño, que era lo más próximo a la puerta. La mujer había llenado las repisas que flanqueaban el lavabo con toda suerte de cosméticos y objetos de aseo: champú, suavizante, desodorante, agua de colonia, crema para la cara, hidratante, tónico para la piel, base, colorete, polvos, sombra de ojos, rímel, cepillo para las pestañas, secador de pelo, laca, colutorio, cepillo de dientes, fijador, pasta de dientes, rizador de pestañas. ¿Cómo podía aquella mujer abandonar la habitación ni un minuto siquiera? Cuando acabara de «arreglarse» por la mañana ya tenía que ser hora de acostarse otra vez. Había lavado dos bragas de nailon, que había tendido en la barra de la ducha. Me la había imaginado con bragas y sostén negros y con encaje, pero las dos prendas tendidas eran de esas elásticas que tapan totalmente el ombligo, lencería tradicional. Seguramente llevaría sostén ortopédico.

Wendell había tenido que contentarse con la tapa de la taza del retrete, encima de la cual se encontraba su bolsa de aseo, cuero negro con un monograma dorado que decía DDH. Aquello despertó mi curiosidad. Dentro sólo había un cepillo de dientes, dentífrico, la maquinilla de afeitar y una cajita para las lentillas. Seguramente utilizaría el champú y el desodorante de la mujer. Volví a consultar la hora. Las siete y cincuenta y dos minutos. Pegué el ojo otra vez a la mirilla de la puerta. Aún no había moros en la costa. Se me había pasado la tensión y de pronto me di cuenta de que estaba disfrutando enormemente. Contuve una carcajada y di un par de pasos de baile. La situación me gustaba a rabiar. Era una fisgona de nacimiento. No hay nada más excitante que una noche de allanamiento de morada. Volví a la faena canturreando de alegría. Si no fuera porque me contrataban para hacer cumplir la ley, seguro que a estas alturas ya estaría en la cárcel.