En un bar o en cualquier reunión donde haya circulado el alcohol, haz un comentario sobre lo mal que los presentes resisten la bebida. Cuando te pregunten en qué basas tu apreciación, di que te has dado cuenta de que a todos les tiembla imperceptiblemente el pulso y/o les falla el sentido de la vertical. Alguno protestará, y entonces le propones que se someta al «test del corcho»: llenas un vaso de agua casi hasta arriba, se lo das a tu víctima propiciatoria indicándole que lo sujete lo más vertical y firmemente que pueda. «Voy a poner un trocito de corcho sobre el agua —anuncias—; si mantienes el vaso quieto y vertical, el corcho se quedará en el centro; de lo contrario, se pegará a la pared del vaso».
Aunque tu víctima sea la mismísima Estatua de la Libertad en lo que a estabilidad física se refiere, el corcho se pegará al borde del vaso. Cuando todos hayan intentado en vano superar el test, llenas otro vaso de agua, pero esta vez hasta arriba (hasta el mismísimo borde), pones el corchito y superas el test sin problema, aunque seas el menos morigerado de los presentes o el Parkinson te amenace.
La explicación es bien sencilla: si el vaso no está lleno hasta arriba, la adherencia del agua con el cristal hace que la superficie líquida sea ligeramente cóncava, lo que obliga al corcho (que por flotación tiende a subir lo más posible) a ir siempre hacia los bordes. Por el contrario, cuando el vaso está completamente lleno, la tensión superficial del agua hace que su superficie sea convexa, por lo que ahora la parte más alta es el centro, y ahí se queda el corcho.