Tras soltar un pequeño rollo sobre la sociedad de despilfarro y lamentar la cantidad de cosas útiles que tiramos por el simple capricho de cambiarlas por otras más nuevas, pones el ejemplo de las cerillas: «En las cerillas usadas —afirmas con convicción— queda suficiente fósforo activo como para usarlas por segunda vez, y, sin embargo, todo el mundo las tira tras un solo uso».
Alguno de los presentes (probablemente todos) pondrá en duda tu afirmación, directamente, se reirá de ella, risa que tú harás que se congele en sus labios por el expeditivo procedimiento de coger una cerilla usada y encenderla tranquilamente frotándola contra el rascador.
¿Cómo lo has hecho? Nada más sencillo: con un rotulador negro pintas la cabeza y parte de la madera de una cerilla sin usar, para que parezca carbonizada. Unos minutos antes de hacer el truco la dejas subrepticiamente en un cenicero, donde se confundirá con otras cerillas usadas y colillas. En el momento crucial la coges del cenicero (fijándose bien no es difícil distinguirla de las cerillas realmente usadas) y la enciendes para estupor de la concurrencia. Es preferible preparar varias cerillas trucadas, pero no conviene dejar más de una a la vez en el cenicero, para evitar comprobaciones después de la primera exhibición.