1

Hari Seldon entró en la Biblioteca Galáctica (cojeando un poco, cosa que le ocurría cada vez con más frecuencia) y se dirigió hacia las filas de pequeños vehículos que iban y venían por los interminables pasillos del complejo de edificios.

Se detuvo al ver a los tres hombre sentados en una de las estancias galactográficas. El galactógrafo mostraba una representación tridimensional de la galaxia y, naturalmente, de los mundos que orbitaban lentamente alrededor de un núcleo y de los que se movían en ángulo recto respecto a él.

Desde su posición, Seldon podía ver que la provincia de Anacreonte estaba indicada por una mancha roja. Anacreonte era una provincia fronteriza que se encontraba en el confín de la galaxia y abarcaba gran volumen de espacio, pero contenía muy pocas estrellas. Anacreonte no era notable ni por su riqueza ni por su cultura, pero sí por lo lejos que estaba de Trantor: había diez mil parsecs entre Trantor y Anacreonte.

Seldon se dejó llevar por un impulso repentino. Se instaló delante de una consola de ordenador cerca de los tres hombres y tecleó una búsqueda aleatoria que estaba seguro exigiría un período de tiempo bastante largo. El instinto le decía que un interés tan intenso en Anacreonte tenía que ser de naturaleza política, ya que su posición en la galaxia lo convertían en una de las posesiones más inestables del actual régimen imperial. Sus ojos permanecieron clavados en la pantalla, pero los oídos de Seldon estaban alerta para captar la conversación que se desarrollaba cerca de él. Oír discusiones políticas en la Bibliografía Galáctica no era nada corriente y, de hecho, se suponía que no debía haberlas.

Seldon no sabía nada de los tres hombres, lo cual no era demasiado sorprendente. La Biblioteca Galáctica tenía sus habituales, Seldon conocía de vista a la gran mayoría de ellos —e incluso había hablado con algunos—, pero estaba abierta a todos los ciudadanos. No se exigía ninguna cualificación especial: cualquier persona podía entrar y utilizar sus instalaciones. (Durante un período limitado de tiempo, naturalmente. Sólo unos cuantos privilegiados —como Seldon—, podían «instalarse» en la Biblioteca. Seldon tenía permiso para utilizar un despacho particular que podía cerrar con llave, y disponía de pleno acceso a los recursos de la Biblioteca.)

Uno de los hombres (Seldon había empezado a pensar en él como «Nariz Ganchuda», por razones obvias) estaba hablando en voz baja pero apremiante.

—Dejemos que se pierda —estaba diciendo—. Olvidémoslo. Tratar de retenerlo nos está costando una fortuna, y aunque lo consigamos sólo lo retendremos mientras sigan allí. No pueden quedarse eternamente, y apenas se marchen la situación volverá a ser la de antes.

Seldon sabía de qué estaban hablando. Tres días antes, TrantorVisión había dado la noticia de que el gobierno imperial había decidido hacer una demostración de fuerza para doblegar al más rebelde gobernador de Anacreonte. El oportuno análisis psicohistórico de Seldon revelaba que la demostración de fuerza no serviría de nada, pero cuando el gobierno se ponía nervioso casi nunca atendía a razones. Los labios de Seldon se tensaron en una hosca sonrisa en cuanto oyó que Nariz Ganchuda decía lo mismo que había dicho él…, y el joven no contaba con la ventaja del conocimiento psicohistórico.

—Si nos olvidamos de Anacreonte, ¿qué perdemos? —siguió diciendo Nariz Ganchuda—. Seguirá estando donde ha estado siempre, en el mismísimo confín de la galaxia. No puede hacer las maletas y largarse a Andrómeda, ¿verdad? Tendrá que seguir comerciando con nosotros y la vida continuará como siempre. ¿Qué importa que saluden al emperador o no? Nadie notará la diferencia.

—Pero todo esto no se produce en un vacío ideal —dijo el segundo hombre, al que Seldon había apodado Calvo por razones todavía más obvias—. Si perdemos Anacreonte también perderemos las otras provincias fronterizas. El Imperio se desintegrará.

—¿Y qué? —murmuró apasionadamente Nariz Ganchuda—. De todas formas el Imperio ya no puede funcionar de manera efectiva. Es demasiado grande. Que la frontera se largue y que cuide de sí misma…, si puede. Los mundos interiores estarán mucho mejor. La frontera no tiene por qué ser una propiedad política: económicamente hablando seguirá siendo nuestra.

—Ojalá tuvieras razón —dijo el tercer hombre (Mejillas Rojas)—, pero las cosas no ocurrirán así. Si las provincias fronterizas se independizan, lo primero que harán será tratar de incrementar su poder a expensas de sus vecinos. Habrá guerra y conflictos, y cada gobernador pensará que por fin ha llegado el momento de hacer realidad su sueño de ser emperador. Será como en los viejos tiempos anteriores al reino de Trantor…, una edad oscura que durará miles de años.

—Vamos, no creo que las cosas vayan a ir tan mal —dijo Calvo—. Puede que el Imperio se disgregue, pero recuperará la integridad perdida en cuanto la gente descubra que la disgregación sólo significa guerras y empobrecimiento general. Volverán la mirada hacia la época dorada del Imperio y todo irá bien. No somos bárbaros, ¿sabéis? Encontraremos una forma de salir adelante.

—Desde luego —dijo Nariz Ganchuda—. Tenemos que recordar que a lo largo de su historia el Imperio se ha enfrentado a una crisis detrás de otra y que siempre ha logrado superarlas.

Pero Mejillas Rojas meneó la cabeza.

—Esto es algo más que una crisis —dijo—, es mucho peor. El Imperio se ha estado deteriorando durante generaciones. Diez años de junta militar destrozaron la economía, y desde que se produjo su caída y la subida al trono del nuevo emperador, el Imperio se ha debilitado de tal forma que los gobernadores de la periferia no han tenido que fomentarlo. El Imperio se derrumbará sin necesidad de que muevan ni un dedo.

—Y la lealtad al emperador… —empezó a decir Nariz Ganchuda.

—¿Qué lealtad? —replicó Mejillas Rojas—. Cuando Cleón fue asesinado vivimos unos años sin tener emperador y a nadie pareció importarle mucho, y este nuevo emperador no es más que una figura decorativa. No puede hacer nada, nadie puede hacer nada… Esto no es una crisis, esto es el fin.

Los otros dos miraron a Mejillas Rojas y fruncieron el ceño.

—¡Estás realmente convencido! —exclamó Calvo—. ¿Crees que el gobierno imperial se quedará cruzado de brazos sin hacer nada y dejará que ocurra?

—¡Sí! No creen que vaya a ocurrir, igual que vosotros. No harán nada hasta que sea demasiado tarde.

—¿Y qué se supone que deberían hacer si creyeran que esto es el fin? —preguntó Calvo.

Mejillas Rojas clavó la mirada en el galactógrafo como si pudiera encontrar una respuesta en la representación tridimensional que ofrecía.

—No lo sé. Mirad, cuando yo muera, la situación aún no será demasiado mala. Después irá empeorando, pero no pienso obsesionarme pensando en ello. Que se preocupen otros… Yo me habré ido, y los buenos tiempos también…, puede que para siempre. Por cierto, no soy el único que piensa así. ¿Habéis oído hablar de alguien llamado Hari Seldon?

—Claro —se apresuró a decir Nariz Ganchuda—. Fue primer ministro durante el reinado de Cleón, ¿no?

—Sí —dijo Mejillas Rojas—. Es científico, y hace meses asistí a una conferencia suya. Me alegró saber que no soy el único que cree que el Imperio se está desmoronando. Seldon dijo…

—¿Dijo que todo se está yendo al cuerno y que se aproxima una edad oscura que no tendrá fin? —le interrumpió Calvo.

—Bueno…, no —replicó Mejillas Rojas—. Es un tipo muy cauteloso, ¿sabéis? Dijo que podría ocurrir, pero se equivoca. Ocurrirá.

Seldon ya había oído bastante. Fue cojeando hacia la mesa que ocupaban los tres hombres y puso una mano sobre el hombro de Mejillas Rojas.

—Señor —dijo—, ¿puedo hablar un momento con usted?

Mejillas Rojas dio un respingo y alzó la mirada.

—Eh, usted es el profesor Seldon, ¿no? —dijo.

—Siempre lo he sido —dijo Seldon, y le entregó una tarjeta de referencia con su fotografía—. Me gustaría que fuera a mi despacho de la biblioteca pasado mañana a las cuatro de la tarde. ¿Le será posible ir?

—Tengo que trabajar.

—Si no hay otra forma de arreglarlo diga que está enfermo. Es muy importante.

—Bueno, señor, no estoy seguro de si…

—Hágalo —dijo Seldon—. Si eso le crea alguna clase de problema yo me encargaré de resolverlo. Mientras tanto, caballeros, ¿les importa que estudie la simulación de la galaxia durante un momento? Hace mucho tiempo que no veo una.

Los tres asintieron en silencio, aparentemente muy impresionados ante la proximidad de alguien que había sido primer ministro. Los tres hombres fueron retrocediendo uno a uno para permitir que Seldon tuviera acceso a los controles del galactógrafo.

Seldon alargó un dedo hacia los controles y el color rojo que indicaba los contornos de la provincia de Anacreonte se esfumó. La galaxia recobró su apariencia original y volvió a convertirse en un torbellino de niebla cuya luminosidad aumentaba poco a poco hasta crear la esfera resplandeciente del centro, detrás del que se extendía el agujero negro de la galaxia.

Las estrellas no podían distinguirse a menos que se aumentara el tamaño de la simulación, pero en ese caso la pantalla sólo mostraría una parte de la galaxia y Seldon quería verla entera: quería echar un vistazo al Imperio que se estaba desvaneciendo.

Pulsó un botón y aparecieron una serie de puntos amarillos en la imagen galáctica. Los puntos amarillos representaban los veinticinco millones de planetas habitables. Podían distinguirse como puntos individuales perdidos entre la neblina que indicaba los confines de la galaxia, pero su número iba en aumento a medida que la mirada se dirigía hacia el centro. Alrededor del resplandor central había una franja ininterrumpida de color amarillo (que revelaría los puntitos de los que estaba compuesta si se ampliaba la imagen), pero el resplandor central seguía siendo blanco y estaba libre de puntos, naturalmente. Las turbulentas energías del núcleo no permitían la existencia de ningún planeta habitable.

A pesar de la gran densidad del color amarillo, Seldon sabía que ni una estrella de cada diez mil poseía un planeta habitable, y aquello seguía siendo un hecho innegable a pesar de las habilidades terraformadoras de remodelación planetaria adquiridas por la Humanidad. Por muchas remodelaciones que pudieran hacerse en la galaxia, la inmensa mayoría de los planetas jamás llegarían a ser transitables para un ser humano sin la protección de un traje espacial.

Seldon pulsó otro botón. Los puntos amarillos desaparecieron, pero una región diminuta se iluminó con un resplandor azul: Trantor y los mundos, que dependían directamente de él. Aquella región se encontraba lo más cerca posible del núcleo central sin entrar en contacto con sus energías letales, y era considerada como «el centro de la galaxia» a pesar de que en realidad no lo fuese. La imagen, como siempre, era impresionante, porque revelaba con toda claridad la pequeñez de Trantor, un lugar diminuto perdido en la colosal extensión de la galaxia y que, a pesar de ello, albergaba la mayor concentración de riqueza, cultura y autoridad gubernamental que la Humanidad había conocido en toda su historia.

Todo estaba condenado a la destrucción.

Fue como si los tres hombres pudieran leer su mente, o quizás interpretaron la expresión de su rostro.

—¿Es cierto que el Imperio será destruido? —preguntó Calvo en voz baja.

—Es posible —replicó Seldon en un tono de voz todavía más bajo—. Es posible… Todo es posible.

Seldon se puso en pie, les sonrió y se fue. Mientras lo hacía, su mente gritaba: «¡Ocurrirá! ¡Ocurrirá!»

2

Seldon se instaló en uno de los pequeños vehículos alineados junto a la estancia galactográfica y suspiró. Hubo un tiempo —tan sólo unos años atrás—, en el que disfrutaba caminando con paso seguro y rápido por los interminables pasillos de la biblioteca diciéndose que, a pesar de tener más de sesenta años, aún era capaz de hacerlo.

Pero ahora tenía setenta años y sus piernas se cansaban demasiado deprisa. No le quedaba más remedio que utilizar un vehículo. Hombres más jóvenes que él los utilizaban continuamente porque ahorraban tiempo y les evitaban tener que caminar, pero Seldon lo hacía porque no tenía más remedio, y ahí estaba la gran diferencia.

Tecleó el destino, pulsó un botón y el vehículo ascendió hasta quedar a unos cinco centímetros del suelo. Después empezó a avanzar sin ninguna clase de sacudidas y sin hacer ningún ruido, moviéndose un poco más deprisa que un ser humano que apretara el paso. Seldon se reclinó en el asiento y se dedicó a contemplar las paredes del pasillo, los otros vehículos y a la gente que iba a pie.

Se cruzó con unos cuantos bibliotecarios. Habían pasado muchos años, pero aún sonreía cada vez que veía a alguno. Eran el gremio más antiguo del Imperio y el que poseía las tradiciones más admiradas, se aferraban a costumbres que habían sido propias de siglos anteriores…, quizás incluso milenios.

Llevaban prendas blancas de una tela parecida a la seda, lo bastante holgadas para recordar una túnica con el cuello ceñido cuyos pliegues ondulantes caían hasta el suelo.

En lo referente a los hombres, Trantor, como todos los mundos, oscilaba entre el vello facial y el afeitado. Los habitantes de Trantor —o, por lo menos, los de la mayoría de sus sectores—, se afeitaban meticulosamente y hasta donde Seldon recordaba, siempre habían tenido ese aspecto, exceptuando anomalías como los bigotes de los dahlitas, exuberantes adornos faciales como el que lucía Raych, quien había nacido en Dahl.

Pero los bibliotecarios se aferraban a las barbas de un pasado muy lejano. Todos los bibliotecarios tenían una barba no muy larga y pulcramente recortada que iba de oreja a oreja pero dejaba desnudo el labio superior. Eso bastaba para identificarles y hacía que Seldon se sintiera un poco incómodo, era demasiado consciente de su ausencia de vello facial cuando estaba rodeado por un grupo de ellos.

En realidad, lo que más les identificaba era la gorra que llevaban. (Seldon pensaba que quizás incluso cuando dormían.) Era una gorra cuadrada compuesta de cuatro secciones unidas mediante un botón en la parte de arriba. La gama de colores era casi infinita, y al parecer cada color tenía su significado. Así, conociendo la historia y las tradiciones del gremio se podía averiguar el tiempo de servicio, los méritos y la especialidad de cada bibliotecario con sólo echar un vistazo a su gorra. Las gorras ayudaban a crear un orden jerárquico tan complejo y sutil como el de un gallinero. Un bibliotecario sólo tenía que fijarse en la gorra de otro para saber si debía mostrarse respetuoso (y hasta qué punto), o si podía tratarle de forma condescendiente (y hasta qué punto).

La Biblioteca Galáctica era el edificio más grande de Trantor y posiblemente de toda la galaxia —era incluso más grande que el Palacio Imperial—, y hubo un tiempo en el que brillaba y resplandecía como si alardeara de su tamaño y magnificencia; pero, al igual que el Imperio, su esplendor había ido palideciendo y marchitándose lentamente. Parecía una vieja solterona luciendo las joyas de su juventud sobre un cuerpo invadido por las arrugas y las manchas de la vejez.

El vehículo se detuvo delante del arco que daba acceso al despacho del jefe de bibliotecarios. Seldon bajó de él.

Las Zenow saludó a Seldon con una sonrisa.

—Bienvenido, amigo mío —dijo con su voz estridente de siempre.

Seldon había pensado en más de una ocasión que quizás hubiese sido tenor durante su juventud, pero nunca se había atrevido a preguntárselo. El jefe de bibliotecarios parecía encarnar el espíritu de la dignidad, y la pregunta quizás hubiese resultado ofensiva.

—Hola —dijo Seldon.

Zenow tenía una barba gris muy próxima a la blancura de las canas, y llevaba una gorra del blanco más impoluto imaginable. Seldon podía comprenderlo sin necesidad de ninguna explicación. Era un claro caso de ostentación a la inversa. La ausencia total de color representaba haber alcanzado la posición más alta concebible.

Zenow se frotó las manos en lo que parecía expresar una intensa alegría interior.

—Te he hecho venir porque tengo buenas noticias para ti, Hari. ¡Lo hemos encontrado!

—Supongo que te refieres a…

—A un mundo adecuado. Querías uno que estuviese muy lejos, y creo que hemos encontrado el mundo ideal. —Su sonrisa se hizo un poco más grande—. Ya sabes que puedes confiar en la biblioteca, Hari. Somos capaces de encontrar cualquier cosa…

—No lo dudaba, Las. Háblame de este mundo.

—Bueno, antes permite que te muestre su posición.

Una sección de pared se deslizó a un lado, la intensidad de las luces disminuyó y la galaxia apareció bajo la forma de una representación tridimensional que giraba lentamente. El rojo volvió a delinear la provincia de Anacreonte, de forma que Seldon casi habría podido jurar que el episodio con los tres hombres había sido un ensayo.

Un instante después vio aparecer un punto de un azul intenso en el extremo más alejado de la provincia.

—Ahí está —dijo Zenow—. Es un mundo ideal. Buen tamaño, abundancia de agua, excelente atmósfera con oxígeno y, naturalmente, vegetación. Ah, y grandes cantidades de vida marina… Está allí esperando a que llegue alguien. No hace falta llevar a cabo ninguna remodelación planetaria o terraformación…, o, por lo menos, ninguna que no pueda llevarse a cabo mientras está ocupado.

—¿Es un mundo por ocupar, Las? —preguntó Seldon.

—Totalmente. No hay nadie.

—Pero si es tan adecuado… ¿Por qué? Supongo que si dispones de todos los detalles sobre ese mundo es porque habrá sido explorado. ¿Por qué no fue colonizado?

—Fue explorado, pero sólo mediante sondas automatizadas. No hubo colonización…, presumiblemente porque está tan alejado. El planeta gira alrededor de una estrella que se encuentra más lejos del agujero negro central que de cualquier planeta habitado…, bastante más lejos. Supongo que queda demasiado lejos para cualquier aspirante a colonizador, pero no lo suficiente para ti. «Cuanto más alejado, mejor», dijiste.

—Sí —murmuró Seldon y asintió con la cabeza—, y sigo diciendo lo mismo. ¿Tiene nombre o sólo una combinación de letras y números?

—Lo creas o no tiene nombre. Los que enviaron las sondas lo llamaron Terminus, una palabra arcaica que significa «el final del trayecto»…, y eso es justamente lo que parece ser.

—¿Forma parte del territorio de la provincia de Anacreonte? —preguntó Seldon.

—En realidad no —dijo Zenow—. Si examinas con atención la línea y el sombreado rojo verás que el punto azul que representa a Terminus se encuentra fuera de esa zona…, unos cincuenta años luz fuera, para ser exactos. Terminus no pertenece a nadie y, de hecho, ni siquiera forma parte del Imperio.

—Entonces tienes razón, Las. La verdad es que parece el mundo ideal que he estado buscando.

—Por supuesto —dijo Zenow con expresión pensativa—, en cuanto ocupes Terminus supongo que el gobernador de Anacreonte afirmará que el planeta está bajo su jurisdicción.

—Es posible —dijo Seldon—, pero tendremos que enfrentarnos a ese problema cuando surja.

Zenow volvió a frotarse las manos.

—Qué idea tan gloriosa… Crear un proyecto de grandes dimensiones en un mundo absolutamente nuevo, lejano y totalmente aislado de tal manera que se pueda acumular una inmensa enciclopedia de todo el conocimiento humano que vaya aumentando año tras año y década tras década…, un compendio de todo lo que hay en la biblioteca. Si fuese un poco más joven me encantaría unirme a la expedición.

—Tienes casi veinte años menos que yo —dijo Seldon con tristeza.

«Casi todo el mundo es más joven que yo», pensó con una tristeza aún mayor de la que había en su voz.

—Ah, sí, me enteré de que acabas de cumplir setenta años —dijo Zenow—. Espero que hayas disfrutado de tu cumpleaños y que lo celebrarás como es debido.

Seldon se removió en su asiento.

—No celebro mis cumpleaños.

—Oh, pero antes lo hacías… Recuerdo que la celebración de tu sesenta aniversario fue muy espectacular.

Seldon sintió la punzada de dolor tan profundamente como si la pérdida del ser que más había querido en el mundo hubiera ocurrido el día anterior.

—Por favor, no hablemos de ello —dijo.

—Lo lamento —dijo Zenow con expresión compungida—. Hablemos de otra cosa… Bien, si Terminus es el mundo que andas buscando supongo que trabajarás todavía con más ahínco en los preparativos preliminares del Proyecto Enciclopedia. Como ya sabes, para la biblioteca será un placer ayudarte en todos los aspectos.

—Contaba con ello, Las, y nunca podré agradecéroslo lo suficiente. Sí, seguiremos trabajando…

Seldon se puso en pie. El dolor provocado por la referencia a la celebración de su sesenta aniversario había sido tan intenso que aún no era capaz de sonreír.

—Bien, tengo que volver a mi trabajo —dijo.

Y al marcharse, como le ocurría siempre, el engaño en el que se había embarcado hizo que sintiera un leve remordimiento de conciencia. Las Zenow no tenía la más mínima idea de cuáles eran las auténticas intenciones de Seldon.

3

Hari Seldon contempló la cómoda suite de la Biblioteca Galáctica que le había servido como despacho personal durante los últimos años. Al igual que el resto de la biblioteca, estaba impregnada por la indefinible atmósfera de cansancio y decadencia típica de algo que ha permanecido demasiado tiempo en el mismo sitio y, sin embargo, Seldon sabía que quizá siguiera en el mismo sitio durante siglos, y que prudentes trabajos de reconstrucción podían permitir que perdurase durante milenios.

¿Cómo había llegado allí?

Sintió la presencia del pasado en su mente y deslizó sus pensamientos a lo largo de la línea de su desarrollo vital. Estaba seguro de que todo aquello formaba parte de la vejez. El pasado estaba tan repleto y el futuro le reservaba tan pocas cosas que su mente prefería absorberse en la mucho menos arriesgada contemplación de lo que había ocurrido antes.

Pero no se podía obviar aquel cambio. La psicohistoria se había desarrollado durante más de treinta años en lo que podía considerarse una línea recta, un progreso terriblemente lento que avanzaba en la misma dirección…, pero de pronto, seis años atrás, la línea se había desviado en ángulo recto de forma totalmente inesperada.

Seldon sabía con toda exactitud cómo había ocurrido, cómo se produjo la concatenación de acontecimientos que lo había provocado.

Wanda tenía doce años y se sentía sola. Manella, su madre, había tenido otro bebé, una niñita llamada Bellis, y durante un tiempo sólo pensó en la recién llegada.

Raych, su padre, había terminado su libro sobre Dahl, el sector en el que había nacido. El libro tuvo cierto éxito, y Raych se convirtió en una celebridad menor. Se le invitó a dar conferencias sobre el tema, y Raych aceptó la oferta inmediatamente pues le apasionaba y, como le dijo a Seldon sonriendo: «Cuando hablo de Dahl no tengo que disimular mi acento dahlita. De hecho, el público espera oírlo.»

Como resultado de todo aquello Raych estuvo lejos durante un período de tiempo bastante largo, y cuando volvía a casa sólo quería ver al bebé.

En cuanto a Dors… Dors ya no estaba, y para Hari Seldon la herida nunca se cerraría y jamás dejaría de doler; había reaccionado de forma muy poco afortunada. El sueño de Wanda había puesto en marcha la sucesión de acontecimientos que terminaron con la pérdida de Dors.

Wanda no había tenido nada que ver con lo ocurrido, y Seldon lo sabía muy bien; pero a pesar de ello descubrió que la estaba rehuyendo, y tampoco supo ayudarla cuando se produjo la crisis desencadenada por el nacimiento del bebé.

Wanda, desconsolada, acudió a la única persona que siempre había parecido alegrarse de verla, la única persona con la que siempre había podido contar. Esa persona era Yugo Amaryl, cuyo papel en el desarrollo de la psicohistoria sólo era superado por el de Hari Seldon, y cuya devoción a esa ciencia era todavía más intensa y apasionada que la del mismísimo Seldon. Hari había tenido a Dors y Raych, pero la psicohistoria era toda la existencia de Yugo, quien no tenía esposa ni hijos. Cada vez que Wanda le visitaba algo se agitaba en el interior de Yugo. La reconocía como lo que era, una niña, y aunque sólo fuese por unos momentos, Yugo experimentaba una vaga sensación de pérdida que parecía aliviarse si demostraba afecto a la niña. Naturalmente, tendía a tratarla como si fuese un adulto en miniatura, pero a Wanda eso parecía gustarle.

Seis años atrás Wanda había entrado en el despacho de Yugo. Yugo alzó la cabeza y la contempló con sus ojos reconstruidos que le hacían parecer un búho y, como de costumbre, necesitó unos momentos para reconocerla.

—Vaya, pero si es mi querida amiga Wanda —dijo por fin—. Pero, ¿por qué estás tan triste? Una joven tan atractiva como tú nunca tendría que sentirse triste.

—Nadie me quiere —dijo Wanda sin controlar el temblor de su labio inferior.

—Oh, vamos, eso no es cierto.

—Sólo quieren al nuevo bebé. Ya no les importo.

—Yo te quiero, Wanda.

—Bueno, tío Yugo, pues entonces eres el único.

Wanda ya no podía instalarse en su regazo tal y como hacía cuando era más pequeña, pero apoyó la cabeza en su hombro y lloró.

Amaryl no tenía idea de qué podía hacer y sólo se le ocurrió abrazarla.

—No llores —dijo—. No llores.

Por pura simpatía y porque en su vida había tan pocas cosas que merecieran el llanto, descubrió que las lágrimas también se deslizaban por sus mejillas.

—Wanda —dijo con repentina energía—, ¿te gustaría ver algo bonito?

—¿El qué? —sollozó Wanda.

Para Amaryl, en la vida y el universo sólo había una cosa bonita.

—¿Has visto alguna vez el primer radiante? —preguntó.

—No. ¿Qué es?

—Es lo que tu abuelo y yo utilizamos para hacer nuestro trabajo. ¿Ves? Está aquí mismo.

Señaló el cubo negro que tenía encima del escritorio y Wanda lo contempló sin mucho entusiasmo.

—Eso no es bonito —dijo.

—Aún no —dijo Amaryl—, pero mira lo que ocurre cuando lo activo.

Activó el aparato. La habitación se oscureció y quedó repleta de puntos luminosos y destellos de colores distintos.

—¿Ves? Ahora podemos aumentarlo todo de forma que los puntos se convierten en símbolos matemáticos.

Y eso hicieron. Los datos parecieron salir disparados hacia ellos y el aire se llenó de símbolos de todas clases, letras, números, flechas y formas que Wanda jamás había visto antes.

—¿Verdad que es bonito? —preguntó Amaryl.

—Sí, lo es —dijo Wanda contemplando con mucha atención las ecuaciones que (ella no lo sabía) representaban posibles futuros—. Pero esa parte no me gusta. Creo que no queda bien.

Wanda señaló una ecuación multicolor que flotaba a su izquierda.

—¿No te gusta? ¿Por qué dices que no queda bien? —preguntó Amaryl frunciendo el ceño.

—Porque no es… bonita. Yo no la habría hecho así.

Amaryl carraspeó.

—Bueno, intentaré arreglarlo.

Se acercó un poco más a la ecuación y clavó su mirada de búho en ella.

—Tío Yugo, te agradezco mucho que me hayas enseñado esas luces tan bonitas —dijo Wanda—. Puede que algún día entienda lo que significan.

—No ha sido muy difícil —dijo Amaryl—. Espero que te sientas mejor.

—Un poco. Gracias.

Wanda salió del despacho después de dedicarle la más breve de las sonrisas.

Amaryl se quedó inmóvil sintiéndose un poco herido. No le gustaba oír ninguna clase de críticas a la representación producida por el primer radiante…, aunque provinieran de una niña de doce años que no sabía qué era ni para qué servía.

Y mientras contemplaba los símbolos no tenía la más mínima idea de que la revolución psicohistórica acababa de empezar.

4

Por la tarde Amaryl fue a la Universidad de Streeling y entró en el despacho de Hari Seldon. Era un hecho bastante inusual: se podía decir que Amaryl no salía de su despacho ni para charlar con un colega en el pasillo.

—Hari —dijo Amaryl frunciendo el ceño con cara de perplejidad—, ha ocurrido algo muy raro…, algo realmente peculiar.

Seldon contempló a Amaryl y sintió una pena terrible. Amaryl sólo tenía cincuenta y tres años, pero parecía mucho más anciano. Estaba inclinado, y tan delgado y consumido que casi daba la impresión de ser transparente. Se le obligó a someterse a varios exámenes médicos, y todos los doctores recomendaron que abandonara su trabajo durante un largo período de tiempo (algunos sugirieron que de forma permanente) y que descansara. Todos estaban de acuerdo en que sólo eso mejoraría su salud. De lo contrario… Seldon había meneado la cabeza. «Apártenle de su trabajo y morirá más pronto…, se sentirá mucho más desgraciado —había dicho—. No podemos hacer nada.»

Un instante después Seldon se dio cuenta de que estaba tan absorto en aquellos deprimentes pensamientos que no había oído lo que acababa de decir Yugo.

—Lo siento, Yugo —dijo—. Estoy un poco distraído. Vuelve a empezar, ¿quieres?

—Te estoy diciendo que ha ocurrido algo muy raro, algo realmente peculiar —repitió Yugo.

—¿De qué se trata, Yugo?

—Wanda vino a verme…, estaba muy triste y preocupada.

—¿Por qué?

—Parece que por el nuevo bebé.

—Oh, sí —dijo Hari, y en su voz había algo más que una huella de culpabilidad.

—Es lo que me dijo. Apoyó la cabeza en mi hombro y lloró…, la verdad es que yo también derramé unas cuantas lágrimas, Hari, y luego se me ocurrió que quizá podría animarla enseñándole el primer radiante y…

Amaryl vaciló como si quisiera escoger muy cuidadosamente sus próximas palabras.

—Sigue, Yugo. ¿Qué ocurrió?

—Bueno, estuvo contemplando las luces y los colores y yo amplié una parte…, la sección 42R54 para ser exactos. ¿Estás familiarizado con ella?

Seldon sonrió.

—No, Yugo, nunca he conseguido aprender las ecuaciones de memoria como tú.

—Bueno, pues deberías intentarlo —dijo Amaryl con severidad—. ¿Cómo puedes aspirar a hacer un buen trabajo si…? Da igual, olvídalo… Lo que estoy diciendo es que Wanda señaló una parte de la ecuación y dijo que no estaba bien. Dijo que no era bonita.

—¿Eso te parece raro? Todos tenemos nuestras pequeñas manías personales en cuanto a nuestras preferencias.

—Sí, por supuesto, pero luego pensé en lo que había dicho, le dediqué algún tiempo a esa ecuación, ¿sabes? y… Hari, había algo equivocado en ella. La programación era inexacta y esa parte, justo la que Wanda señaló, no era correcta…, y, realmente, no era bonita.

Seldon se irguió en su asiento y frunció el ceño.

—Yugo, vamos a ver si lo he entendido bien. Wanda señaló una ecuación aparentemente al azar, dijo que no estaba bien… ¿Y acertó?

—Sí. Señaló una ecuación, pero no al azar: no vaciló ni un instante.

—Pero eso es imposible.

—Pero ocurrió. Yo estaba allí.

—No estoy diciendo que no ocurriese. Me he limitado a decir que fue una increíble coincidencia.

—¿Lo fue? Con todos los conocimientos de psicohistoria que posees, ¿crees que sería capaz de echar un vistazo a un nuevo conjunto de ecuaciones y decirme que una parte está equivocada?

—Bueno, Yugo, entonces… ¿Cómo se te ocurrió ampliar esa parte de la ecuación? —preguntó Seldon—. ¿Qué te hizo escoger esa parte en concreto para aumentarla de tamaño?

Amaryl se encogió de hombros.

Eso sí fue una coincidencia…, si prefieres utilizar esa palabra. Me limité a juguetear con los controles.

—No pudo ser una coincidencia —murmuró Seldon.

Permaneció absorto en sus pensamientos durante unos momentos, y después formuló la pregunta que hizo avanzar la revolución psicohistórica iniciada por Wanda.

—Yugo, ¿sospechabas que esa ecuación pudiera estar equivocada? —le preguntó—. ¿Tenías alguna razón para creer que había algo erróneo en ella?

Amaryl jugueteó con el fajín de su unitraje y pareció sentirse un poco incómodo.

—Sí, creo que sí. Verás, yo…

—¿Crees que sí?

—Estoy seguro de que sí. Es una sección nueva, ¿sabes? Me pareció recordar que cuando la estaba incorporando al primer radiante mis dedos…, bueno, es posible que introdujese algún error en el programador. En aquel momento me pareció que la ecuación era correcta, pero supongo que mi subconsciente siguió dándole vueltas. Recuerdo haber pensado que no quedaba bien, pero tenía otras cosas que hacer y acabé por dejarlo estar. Pero cuando Wanda señaló precisamente la parte de la ecuación que me había estado preocupando decidí comprobarla, y de no haber sido por todo lo que acabo de explicar no le habría dado ninguna importancia a lo que dijo.

—Y ampliaste ese mismo fragmento de las ecuaciones para enseñárselo a Wanda. Como si tu subconsciente estuviera obsesionado por él…

Amaryl se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

—Y justo antes los dos estabais muy cerca. Os habíais abrazado y estabais llorando.

Amaryl volvió a encogerse de hombros, y pareció sentirse todavía más incómodo que hacía unos momentos.

—Creo que sé lo que ocurrió, Yugo —dijo Seldon—. Wanda te leyó la mente.

Amaryl se sobresaltó de forma tan visible como si acabaran de morderle.

—¡Eso es imposible!

—En una ocasión conocí a alguien que poseía unos poderes mentales muy extraños —dijo Seldon hablando muy despacio y con voz entristecida, y pensó en Eto Demerzel o Daneel, su nombre secreto—, sólo que él era más que humano. Pero su capacidad para leer las mentes, captar los pensamientos de los demás y persuadirles para que actuaran de una forma determinada…, no cabe duda de que era un don mental. Creo que Wanda quizá también posea ese don.

—No puedo creerlo —insistió Amaryl.

—Yo sí —dijo Seldon—, pero no sé qué hacer al respecto.

Empezaba a ser vagamente consciente del estallido lejano de una revolución en las investigaciones psicohistóricas, pero aún no podía oírlo con claridad.

5

—Papá, pareces cansado —dijo Raych con voz un poco preocupada.

—Sí, la verdad es que creo que lo estoy —dijo Seldon—. ¿Pero y tú? ¿Qué tal estás?

Raych tenía cuarenta y cuatro años y en su cabellera empezaban a verse unas cuantas canas, pero su bigote seguía siendo frondoso, oscuro y totalmente dahlita. Seldon se preguntó si se lo teñía, pero sabía que no era un tema sobre el que se pudiera hablar.

—¿Has acabado de dar conferencias por una temporada? —preguntó.

—Sí, aunque no por mucho tiempo. Me alegra estar en casa y ver al bebé, a Manella y a Wanda…, y a ti, papá.

—Gracias, pero tengo una noticia para ti, Raych. Se acabaron las conferencias. Voy a necesitarte aquí.

Raych frunció el ceño.

—¿Para qué?

Raych había sido enviado a dos misiones muy delicadas, pero aquello ocurrió durante los días de la amenaza joranumita y, por las últimas noticias, todo parecía estar en calma, especialmente después de la caída de la junta y la subida al trono de un emperador al que apenas se veía.

—Es por algo relacionado con Wanda —dijo Seldon.

—¿Wanda? ¿Qué le pasa a Wanda?

—No le pasa nada, pero tendremos que hacer un mapa completo de su genoma, así como del tuyo y el de Manella…, y dentro de algún tiempo también tendremos que hacer lo mismo con el bebé.

—¿Con Bellis? ¿Qué está ocurriendo?

Seldon vaciló.

—Raych, ya sabes que tu madre y yo siempre pensamos que había en ti algo que inspiraba afecto y confianza, algo que hacía que resultara muy fácil quererte…

—Sí, ya lo sé. Lo decías con bastante frecuencia siempre que intentabas conseguir que hiciera algo difícil, pero si he de serte sincero yo nunca lo he notado.

—No, pero yo y…, y Dors te quisimos nada más conocerte. —(Ya habían pasado cuatro años desde la destrucción de Dors, pero aún le costaba pronunciar su nombre)—. Rashelle de Wye, Jo-Jo Joranum, Manella… Les conquistaste a todos apenas te conocieron. ¿Cómo lo explicas?

—Yo diría que es una coincidencia o que sólo son imaginaciones tuyas.

—Raych, hace mucho tiempo conocí a alguien para quien manipular las mentes humanas era tan sencillo como hablar nos resulta a ti o a mí.

—¿Quién era?

—No puedo hablar de él, pero acepta mi palabra.

—Bueno… —dijo Raych con voz dubitativa.

—He estado en la Biblioteca Galáctica haciendo algunas investigaciones sobre esos temas. Existe una peculiar historia que tiene veinte mil años de antigüedad y, por tanto, se remonta a los nebulosos orígenes del viaje hiperespacial. La protagonista de esa historia era una joven no mucho mayor que Wanda capaz de comunicarse con todo un planeta que orbitaba un sol llamado Némesis.

—Debe ser un cuento de hadas, ¿no?

—Seguramente, y sólo se ha conservado una parte de la historia. Pero la similitud con Wanda es asombrosa.

—Papá, ¿qué estás planeando? —preguntó Raych.

—No estoy seguro, Raych. Necesito conocer el genoma de la niña y he de encontrar a más personas que sean como Wanda. Creo que no es frecuente, pero que de vez en cuando nacen bebés con ese tipo de habilidades mentales y que, por lo general, sólo sirven para crearles problemas aunque aprendan a ocultar su talento. A medida que van creciendo, sus capacidades van quedando enterradas en las profundidades de su mente en lo que podría llamarse un acto de autoconservación inconsciente. Estoy seguro de que en el Imperio, o incluso entre los cuarenta mil millones de trantorianos, tiene que haber más personas como Wanda, y si conociera el genoma que busco podría diseñar pruebas para las personas que pudieran tener esos poderes.

—¿Y qué harías con ellas si las encontraras, papá?

—Creo que son justo lo que necesito para seguir desarrollando la psicohistoria.

—¿Y Wanda es la primera persona de ese tipo que has encontrado y tienes intención de convertirla en una psicohistoriadora? —preguntó Raych.

—Quizá.

—Como Yugo… ¡Papá, no!

—¿Por qué no?

—Porque quiero que crezca como una chica normal y que se convierta en una mujer normal. No permitiré que la sientes delante del primer radiante y que la conviertas en un monumento viviente a las matemáticas psicohistóricas.

—Puede que eso no ocurra nunca, Raych, pero necesitamos conocer su genoma —dijo Seldon—. Ya sabes que desde hace varios miles de años se ha sugerido una y otra vez que el genoma de cada ser humano debería ser conocido y estar disponible. La única razón por la que no se ha convertido en una práctica corriente es que resultaría muy caro, pero nadie duda de su utilidad. Supongo que eres consciente de los beneficios que reportaría, ¿no? Aunque no descubramos nada más, sabremos qué tendencias a una amplia gama de trastornos fisiológicos presenta Wanda. Si dispusiéramos del genoma de Yugo estoy seguro de que ahora no se estaría muriendo. Por lo menos podemos llegar hasta aquí, ¿no?

—Bueno, papá… Quizá, pero no más lejos. Apostaría a que Manella se tomara todo esto mucho peor que yo.

—Muy bien —dijo Seldon—. Pero recuerda…, se acabaron las giras para dar conferencias. Necesito que estés en casa.

—Ya veremos —dijo Raych, y se fue.

Seldon se quedó sentado pensando en el dilema al que se enfrentaba. Eto Demerzel, la única persona capaz de manipular las mentes que había conocido, habría sabido qué hacer. Dors, con su conocimiento inhumano, quizá también lo habría sabido.

En cuanto a él, empezaba a tener la vaga imagen de una psicohistoria futura…, nada más.

6

Obtener el genoma completo de Wanda no era tarea fácil. Para empezar, el número de biofísicos capaces de estudiar el genoma era muy reducido, y solían estar muy ocupados.

Aparte de eso, Seldon tampoco podía despertar su interés revelándoles el motivo por el que necesitaba disponer del genoma. Seldon no habría sabido explicarlo, pero tenía la sensación de que la auténtica razón de su interés en los poderes mentales de Wanda se debía a un secreto ignorado por toda la galaxia.

Otra dificultad añadida estribaba en el enorme costo del proceso.

Seldon meneó la cabeza.

—¿Por qué es tan caro, doctora Endelecki? —le preguntó a Mian Endelecki, la biofísica a la que había acudido—. No soy experto en este campo, pero tengo entendido que todo el proceso se lleva a cabo mediante ordenadores y que en cuanto obtienen unas cuantas células de la piel, el genoma puede ser construido y analizado en pocos días.

—Cierto, pero manejar una molécula de ácido desoxirribonucleico desplegando miles de millones de nucleótidos y haciendo que cada purina y pirimidina esté en su sitio, es la parte menos complicada del proceso, profesor Seldon. Después hay que estudiar y comparar toda la información con el modelo promedio.

»Para empezar, piense que aunque contamos con trazados de genomas completos sólo representan una fracción asombrosamente pequeña del número total de genomas existente, por lo que en realidad no tenemos idea de cuál es el promedio.

—¿Por qué hay tan pocos genomas completos? —preguntó Seldon.

—Por varias razones, y una de ellas es lo caro que resulta el proceso. Muy pocas personas están dispuestas a gastar tantos créditos a menos que tengas motivos muy sólidos para pensar que algo anda mal en su genoma, y si carecen de esos motivos se muestran reacios a someterse al procedimiento porque temen descubrir que algo no funciona. Bien, ¿está seguro de que quiere disponer del genoma de su nieta?

—Sí, estoy seguro. Es muy, muy importante.

—¿Por qué? ¿Muestra signos de padecer alguna anomalía metabólica?

—No, nada de eso. Más bien lo contrario…, si supiera cuál es el antónimo de «anomalía» lo utilizaría. Creo que es una persona muy poco corriente, y quiero saber qué es lo que hace que sea así.

—¿En qué aspecto es poco corriente?

—Mentalmente, pero resulta imposible darle más detalles porque no lo entiendo del todo. Quizá logre entenderlo en cuanto disponga del genoma.

—¿Cuántos años tiene?

—Doce, y pronto cumplirá los trece.

—En ese caso necesitaré el permiso de sus padres.

Seldon carraspeó.

—Puede que resulte difícil de conseguir. Soy su abuelo. ¿No basta con mi permiso?

—A mí me basta, desde luego. Pero… Ya sabe, estamos hablando de la ley. No quiero perder mi licencia profesional.

Seldon tuvo que volver a hablar con Raych. Eso también resultó difícil, pues Raych reaccionó como la vez anterior. Tanto él como su esposa Manella querían que Wanda tuviera la existencia de una chica normal. ¿Qué ocurriría si su genoma resultaba ser anormal? ¿Se la llevarían para estudiarla y analizarla como si fuese un espécimen de laboratorio? Hari sentía una devoción fanática por su proyecto psicohistoria. ¿La obligaría a llevar una vida dedicada al trabajo y monótona, aislándola de todo contacto con otros jóvenes de su edad? Pero Seldon insistió.

—Raych, confía en mí. Jamás haría nada que pudiese dañar a Wanda, pero esto tiene que hacerse. Necesito conocer el genoma de Wanda. Si resulta ser tal y como sospecho que es, puede que estemos a punto de alterar el curso de la psicohistoria, ¡y del mismísimo futuro de la galaxia!

Raych acabó por dejarse convencer, y también se las arregló para obtener el consentimiento de Manella. Los tres llevaron a Wanda a la consulta de la doctora Endelecki.

Mian Endelecki les recibió en la puerta. Tenía la cabellera de un blanco casi resplandeciente, pero su rostro seguía siendo el de una mujer joven.

La doctora Endelecki observó durante unos momentos a la niña, que había entrado en la consulta con visible curiosidad y sin dar ninguna señal de aprensión o miedo. Después se volvió hacia ellos.

—Madre, padre y abuelo —dijo la doctora Endelecki sonriendo—. ¿He acertado?

—Ha dado en el blanco —respondió Seldon.

Raych parecía un poco abatido. Manella tenía el rostro hinchado y los ojos un poco enrojecidos, y parecía cansada.

—Wanda… —dijo la doctora—. Te llamas así, ¿no?

—Sí, señora —respondió Wanda con su límpida voz de niña.

—Voy a explicarte lo que haré contigo. Supongo que eres diestra, ¿no?

—Sí, señora.

—Muy bien. Rociaré con anestésico una pequeña zona de tu antebrazo izquierdo. Sentirás lo mismo que si te rozara una brisa fresca, nada más. Después te quitaré un poquito de piel raspando con un instrumento especial…, apenas nada, no te preocupes. No te dolerá, no habrá sangre y no te quedará ninguna señal. Sólo necesitaremos unos cuantos minutos. ¿Te parece bien?

—Claro —dijo Wanda.

Le alargó su brazo y la doctora Endelecki empezó a trabajar.

—Pondré la muestra de piel debajo del microscopio —dijo la doctora Endelecki cuando terminó—, escogeré una célula en buen estado y mi analizador de genes empezará a trabajar en ella. Detectará y marcará hasta el último nucleótido, pero hay miles de millones por lo que es probable que el proceso dure casi todo un día. Todo es automático, naturalmente, así que no estaré sentada junto al aparato observando cómo trabaja y no existe razón alguna para que ustedes lo hagan.

»En cuanto el genoma esté preparado hará falta un período de tiempo aún más largo para analizarlo. Si quieren un trabajo completo tendrán que esperar un par de semanas. Ésa es la razón de que el procedimiento resulte tan caro. El trabajo es duro y largo… Les llamaré cuando disponga de los resultados.

La doctora Endelecki giró sobre sí misma como despidiendo a la familia y empezó a manipular el aparato de metal reluciente que había encima de la mesa.

—Si descubre algo que se salga de lo corriente, ¿se pondrá en contacto conmigo de inmediato? —dijo Seldon—. Quiero decir que… Bueno, si encuentra algo en la primera hora de trabajo no espere a disponer del análisis completo. No me haga esperar.

—Las posibilidades de encontrar algo durante la primera hora de trabajo son muy escasas, profesor Seldon, pero le prometo que si lo creo oportuno me pondré en contacto con usted inmediatamente.

Manella agarró a Wanda del brazo y la sacó de la consulta con una expresión triunfal en el rostro. Raych la siguió arrastrando los pies, pero Seldon se quedó.

—Esto es más importante de lo que cree, doctora Endelecki —dijo.

La doctora Endelecki asintió.

—Profesor, sean cuales sean sus razones le aseguro que haré mi trabajo lo mejor posible.

Seldon apretó los labios y se marchó. No podía entender porqué había pensado que el genoma estaría listo en cinco minutos y que bastaría con otros cinco en echarle un vistazo para proporcionarle una respuesta. Tendría que esperar durante semanas sin tener idea de lo que podría encontrar la doctora Endelecki.

Apretó los dientes hasta hacerlos rechinar, y se preguntó si la segunda Fundación, el último fruto de su cerebro y el más preciado, llegaría a existir algún día o si sólo sería una ilusión que siempre permanecería fuera de su alcance.

7

Hari Seldon entró en la consulta de la doctora Endelecki. Sus labios estaban tensos y esbozaban una sonrisa nerviosa.

—Dijo un par de semanas, doctora —murmuró—. Ha pasado más de un mes.

La doctora Endelecki asintió.

—Lo lamento, profesor Seldon, pero quería un análisis completo y exacto, y es lo que he intentado conseguir.

—¿Y bien? —La expresión preocupada que había en el rostro de Seldon no había desaparecido—. ¿Qué ha descubierto?

—Aproximadamente un centenar de genes defectuosos.

—¿Qué? Genes defectuosos… Doctora, ¿habla en serio?

—Totalmente. ¿Por qué no iba a hacerlo? No existe ningún genoma en el que no haya como mínimo un centenar de genes defectuosos, y lo normal es que haya bastantes más. Vamos, vamos… Ya sabe, no es tan grave como parece.

—No, no sé nada al respecto. Usted es la experta, doctora, no yo.

La doctora Endelecki suspiró y se removió en su sillón.

—No sabe nada de genética, ¿verdad, profesor?

—No. Un hombre no puede dominar todas las ciencias.

—Tiene toda la razón. Yo no sé nada sobre… ¿Cómo la llama? No sé nada sobre su psicohistoria. —La doctora Endelecki se encogió de hombros—. Si quisiera explicarme cualquiera de sus aspectos se vería obligado a empezar desde el principio —siguió diciendo—, y es muy probable que ni siquiera así pudiera entenderle. En lo que respecta a la genética…

—¿Sí?

—Normalmente un gen imperfecto no tiene ninguna importancia. Algunos genes son tan imperfectos y tan necesarios que producen desórdenes terribles, pero son muy raros. La inmensa mayoría de los genes imperfectos se limitan a no funcionar con una precisión total. Son como ruedas que se apartan un poquito de la vertical… El vehículo que tenga esas ruedas vibrará un poco al avanzar, pero se moverá sin problemas.

—¿Y Wanda tiene ese tipo de genes imperfectos?

—Sí, más o menos. Después de todo, si todos los genes fueran perfectos todos tendríamos el mismo aspecto y nos comportaríamos de la misma forma. Lo que hace distintas a las personas es precisamente las diferencias entre los genes.

—Pero… ¿No empeorará al envejecer?

—Sí. Todos empeoramos a medida que vamos envejeciendo. Cuando entró en la consulta me di cuenta de que cojeaba. ¿Qué le ocurre?

—Tengo un poco de ciática —murmuró Seldon.

—¿La ha padecido durante toda su vida?

—Por supuesto que no.

—Bueno, algunos de sus genes han empeorado con el paso del tiempo y ahora cojea.

—¿Y qué le ocurrirá a Wanda con el tiempo?

—No lo sé. No puedo predecir el futuro, profesor; creo que eso le corresponde a usted. Pero si quiere que haga una conjetura yo diría que a Wanda no le ocurrirá nada que se salga de lo corriente…, al menos genéticamente hablando. Envejecerá y nada más.

—¿Está segura? —preguntó Seldon.

—Tendrá que aceptar mi palabra. Usted quería conocer el genoma de Wanda y corrió el riesgo de enterarse de cosas que quizás es mejor ignorar, pero según mi opinión no le va a ocurrir nada terrible.

—Los genes imperfectos… ¿Deberíamos hacer algo para repararlos? ¿Se puede hacer?

—No. En primer lugar, resultaría muy caro. En segundo lugar, hay muchas posibilidades de que la mejora no fuese permanente. Y, por último, la opinión pública está en contra de ello.

—¿Por qué?

—Porque está contra la ciencia en general. Usted debería saberlo tan bien como yo, profesor. Me temo que nos encontramos en una situación donde el misticismo se ha impuesto, especialmente desde la muerte de Cleón. La gente no cree en la mejora científica de los genes. Preferirían curar las enfermedades a través del tacto o mediante cualquier otro tipo de charlatanería. Francamente, me resulta muy difícil seguir con mi trabajo. Apenas consigo encontrar fondos.

Seldon asintió.

—Sé de qué está hablando. La psicohistoria lo explica pero, en realidad, no creía que la situación empeorase con tanta rapidez. He estado tan absorto en mi trabajo que apenas me he enterado de las dificultades surgidas a mi alrededor. —Suspiró—. Llevo treinta años viendo cómo el Imperio Galáctico se desmorona lentamente…, y ahora el desmoronamiento se está acelerando a cada momento que pasa, y no veo forma alguna de detenerlo a tiempo.

—¿Está intentando detenerlo? —preguntó la doctora Endelecki, y la idea pareció divertirla.

—Sí, lo estoy intentando.

—Que tenga suerte. Ah, lo de su ciática… Hace cincuenta años se podría haber curado, ¿sabe? Ahora no.

—¿Por qué no?

—Bueno, los instrumentos que se utilizaban para curar esa enfermedad han desaparecido y las personas que podían manejarlos están trabajando en otras cosas. La medicina ha entrado en decadencia.

—Junto con todo lo demás… —murmuró Seldon con expresión pensativa—. Pero volvamos a Wanda. Estoy convencido de que es una jovencita muy poco corriente y de que posee un cerebro bastante distinto al de la inmensa mayoría de seres humanos. ¿Qué le han dicho los genes acerca de su cerebro?

La doctora Endelecki se reclinó en su sillón.

—Profesor Seldon, ¿sabe cuántos genes están involucrados en las funciones cerebrales?

—No.

—Le recuerdo que de todos los aspectos del cuerpo humano las funciones cerebrales son las más complejas. De hecho, que sepamos en todo el universo no existe nada tan complicado como el cerebro humano, por lo que espero que no se sorprenda si le digo que las funciones cerebrales involucran a miles de genes y que cada uno de ellos juega un papel distinto.

—¿Miles?

—Exactamente. Y es imposible examinarlos a todos y averiguar si hay algo extraordinario. Aceptaré su palabra en lo que concierne a Wanda. Es una jovencita que se sale de lo corriente y que posee un cerebro muy poco común, pero no he visto nada en sus genes que pueda decirme algo sobre ese cerebro…, salvo, naturalmente, que es normal.

—¿Podría encontrar otras personas cuyos genes relacionados con el funcionamiento cerebral fueran como los de Wanda y que tuvieran la misma pauta cerebral?

—Lo dudo. Aun suponiendo que otro cerebro fuese muy parecido al de Wanda, seguirían existiendo enormes diferencias genéticas. Buscar similitudes no serviría de nada. Dígame, profesor… ¿Qué hay en Wanda que le hace pensar que su cerebro se sale de lo corriente?

Seldon meneó la cabeza.

—Lo siento. No puedo hablar de eso.

—En ese caso, estoy segura de que no podré ayudarle. ¿Cómo descubrió que en el cerebro de Wanda había algo inusual…, algo de lo que no puede hablar?

—Lo descubrí por casualidad —murmuró Seldon—. Por pura casualidad…

—En ese caso tendrá que utilizar el mismo método para encontrar otros cerebros como el suyo. No se puede hacer otra cosa.

El silencio se adueñó de la consulta.

—¿Puede decirme algo más? —preguntó Seldon por fin.

—Me temo que no, salvo que le enviaré mi factura.

Seldon se puso en pie con cierto esfuerzo. Su ciática le incordiaba de nuevo.

—Bien… Gracias, doctora. Envíeme su factura y se la abonaré.

Hari Seldon salió de la consulta de la doctora Endelecki y se preguntó qué haría a continuación.

8

Al igual que cualquier otro intelectual, Hari Seldon había utilizado los servicios de la Biblioteca Galáctica con toda libertad. La mayor parte de sus investigaciones se habían llevado a cabo mediante una conexión de larga distancia por ordenador, pero de vez en cuando visitaba la biblioteca, más por alejarse de las presiones del proyecto psicohistoria que por otra razón. Durante los dos últimos años —desde que había concebido el plan de encontrar a otros seres humanos con los mismos poderes que Wanda—, había contado con un despacho particular que le permitía acceder a cualquier archivo del gigantesco depósito de conocimientos de la biblioteca. Incluso había alquilado un pequeño apartamento en un sector adyacente para poder ir a pie cuando su compleja investigación le impedía volver al sector de Streeling.

Pero su plan había adquirido nuevas dimensiones, y necesitaba hablar con Las Zenow. Sería la primera vez que se encontraban cara a cara.

Conseguir una entrevista personal con el jefe de bibliotecarios de la Biblioteca Galáctica no resultaba fácil. Zenow tenía un alto concepto de la naturaleza y el valor de su puesto, y se decía que cuando el emperador deseaba consultar con el jefe de bibliotecarios incluso él tenía que acudir a la Biblioteca Galáctica y esperar que le tocara el turno.

Pero Seldon no tuvo ningún problema para conseguir la entrevista. Zenow le conocía bien, a pesar de que nunca había visto a Hari Seldon en persona.

—Es un honor, primer ministro —le saludó.

Seldon sonrió.

—Confío en que sabrá que hace dieciséis años que abandoné el cargo.

—El honor del tratamiento sigue siendo suyo, señor, y aparte de eso usted jugó un papel decisivo en los acontecimientos que acabaron librándonos del brutal gobierno de la junta. La junta violó en bastantes ocasiones la sagrada regla de neutralidad de la Biblioteca Galáctica.

(«Ah —pensó Seldon—, eso explica la rapidez con que ha accedido a concederme la entrevista…»)

—Meros rumores —dijo en voz alta.

—Bien, y ahora dígame qué puedo hacer por usted —dijo Zenow, quien no pudo resistir la tentación de echar un rápido vistazo a la cronobanda que llevaba en la muñeca.

—Jefe de bibliotecarios, he venido a pedirle algo que no le será fácil concederme —dijo Seldon—. Lo que quiero es más espacio en la biblioteca. Deseo obtener permiso para embarcarme en un largo y complicado programa de la máxima importancia imaginable.

Los rasgos de Las Zenow se tensaron en una expresión de inquietud.

—Me está pidiendo mucho. ¿Puede explicarme cuál es la importancia de todo esto?

—Sí. El Imperio se halla en proceso de desintegración.

Hubo un silencio bastante prolongado.

—He oído hablar de sus investigaciones psicohistóricas —dijo Zenow por fin—. Me han dicho que su nueva ciencia encierra la promesa de predecir el futuro. ¿Me está hablando de las predicciones psicohistóricas?

—No. Aún no he llegado al punto en el que la psicohistoria me permita hablar del futuro con certeza, pero no se necesita la psicohistoria para darse cuenta de que el Imperio se está desintegrando. Puede ver las evidencias con sus propios ojos.

Zenow suspiró.

—Mi trabajo ocupa todo mi tiempo, profesor Seldon. En lo que respecta a los asuntos sociales y políticos soy tan ignorante como un niño.

—Si lo desea puede consultar la información contenida en la biblioteca. Ni siquiera tiene que salir de aquí: este despacho está repleto de todos los datos concebibles llegados de todo el Imperio Galáctico.

—Me temo que soy el último en enterarse de ellos —dijo Zenow, y sonrió con tristeza—. Ya conoce el viejo proverbio: el hijo del zapatero no tiene zapatos… Pero tengo la impresión de que el Imperio se está recuperando. Volvemos a tener un emperador.

—Sólo de nombre, jefe de bibliotecarios. En la inmensa mayoría de provincias de la periferia el nombre del emperador es mencionado de vez en cuando por puro ritual, pero no juega ningún papel en lo que ocurre allí. Los mundos exteriores controlan sus propios programas y, lo que es más importante, controlan a las fuerzas armadas locales, y dichas fuerzas no están sometidas a la autoridad del emperador. Si éste intentara ejercer su autoridad en cualquier lugar de la galaxia ajeno a la zona de los mundos exteriores, fracasaría. Dudo mucho que transcurran más de veinte años antes de que algunos mundos exteriores se declaren independientes.

Zenow volvió a suspirar.

—Si está en lo cierto, nos encontramos en la peor época de cuantas ha visto el Imperio en su larga historia. Pero… ¿Qué relación tiene esto con su petición de más espacio y más personal en la biblioteca?

—Si el Imperio se desintegra es muy posible que la Biblioteca Galáctica no logre escapar a la carnicería general.

—Oh, pero tiene que hacerlo —se apresuró a decir Zenow—. Ya hemos pasado por malas épocas anteriormente y siempre ha estado muy claro que la Biblioteca Galáctica de Trantor es el depósito de todo el conocimiento humano y, como tal, debe permanecer intacta; y así seguirá siendo en el futuro.

—Quizá no. Usted mismo ha dicho que la junta violó su neutralidad.

—No de forma seria.

—La próxima vez quizá lo sea mucho más, y no podemos permitir que el depósito de todo el conocimiento humano sufra ningún daño.

—¿Y de qué forma contribuiría a evitarlo ese incremento de su presencia?

—No contribuirá a evitarlo, pero el proyecto en el que quiero embarcarme sí lo hará. Quiero crear una gran enciclopedia que contenga todo el conocimiento que la Humanidad necesitará para reconstruirse en caso de que ocurra lo peor…, una enciclopedia galáctica, si quiere llamarla así. No necesitaremos todos los datos que hay en la biblioteca, ya que una gran parte de ellos son triviales. Es muy posible que las bibliotecas provinciales dispersadas por la galaxia acaben siendo destruidas y, en cualquier caso, salvo los datos de naturaleza más local, el resto es obtenido mediante una conexión con los ordenadores de la Biblioteca Galáctica. Así pues, lo que pretendo es crear algo totalmente independiente y que contenga la información esencial que necesita la Humanidad de forma lo más concisa posible.

—¿Y si también es destruido?

—Albergo la esperanza de que no lo será. Tengo la intención de encontrar un mundo lejano situado en los confines de la galaxia al que me sea posible transferir mis enciclopedistas para que puedan trabajar en paz, pero hasta que dicho mundo haya sido encontrado quiero que el núcleo del grupo trabaje aquí y utilice las instalaciones de la biblioteca a fin de decidir qué datos serán necesarios para el proyecto.

Zenow torció el gesto.

—Le entiendo, profesor Seldon, pero no estoy seguro de que pueda hacerse.

—¿Por qué no, jefe de bibliotecarios?

—Porque ser jefe de bibliotecarios no me convierte en un monarca absoluto. Tengo que responder ante un consejo bastante numeroso que funciona como una especie de cuerpo legislativo, y le ruego que me crea cuando le aseguro que no puedo limitarme a ordenarle que dé luz verde a su Proyecto Enciclopedia.

—Me asombra.

—No se asombre. No soy un jefe de bibliotecarios demasiado popular. El consejo lleva años luchando por imponer el acceso limitado a la biblioteca, y yo me he resistido a sus esfuerzos. De hecho, el que le concediera el pequeño despacho del que disfruta en la actualidad irritó considerablemente al consejo…

—¿Acceso limitado?

—Exactamente. Su idea es que si alguien necesita información debe ponerse en comunicación con un bibliotecario, quien se encargaría de conseguir la información deseada por la persona. El consejo no desea que la gente entre en la biblioteca libremente y que maneje los ordenadores. Los miembros del consejo afirman que los gastos que supone mantener en buen estado los ordenadores y el resto de equipos de la biblioteca están empezando a ser prohibitivos.

—Pero eso es imposible. La tradición de que la Biblioteca Galáctica está abierta a todo el mundo tiene milenios de antigüedad…

—Cierto, pero durante los últimos años la biblioteca ha sufrido varios recortes presupuestarios y, sencillamente, ya no contamos con tanto dinero como en el pasado. Mantener en buenas condiciones nuestro equipo se está volviendo más difícil a cada día que pasa.

Seldon se frotó el mentón.

—Pero si les recortan el presupuesto supongo que tendrán que bajar los salarios y despedir personal… o, por lo menos, no contratar nuevo personal.

—Exacto.

—En ese caso, ¿cómo piensa enfrentarse al problema que supondrá aumentar los deberes de una fuerza laboral disminuida cuando se le pida que obtenga toda la información deseada por el público?

—La idea es que no proporcionaremos toda la información que se nos solicite, sino sólo aquellos datos que nosotros consideremos importantes.

—Entonces no sólo piensan abandonar el concepto de biblioteca popular sino también el de la biblioteca completa, ¿verdad?

—Me temo que así es.

—No puedo creer que un bibliotecario esté a favor de algo semejante.

—No conoce a Gennaro Mummery, profesor Seldon. —La expresión de Seldon indicó claramente que no le conocía, y Zenow se apresuró a seguir hablando—. Se está preguntando quién es, ¿verdad? Bien, es el líder de esa fracción del consejo que desea cerrar la biblioteca al público, y cada vez hay más miembros del consejo que se ponen de su lado. Si permitiese que usted y sus colegas entraran en la biblioteca como fuerza independiente cierto número de miembros del consejo que quizá no estén a favor de Mummery, pero que se oponen con todas sus fuerzas a que cualquier parte de la biblioteca esté controlada por cualquier persona que no pertenezca al gremio de bibliotecarios, quizá decidirían votar a favor de sus propuestas…, y en ese caso me vería obligado a presentar mi dimisión.

—Veamos, veamos —dijo Seldon con repentina energía—. Toda esa idea de cerrar la biblioteca al público, de volverla menos accesible, de negarse a proporcionar todos los datos que se soliciten y todo el problema de los recortes presupuestarios…, todo eso es un signo más del proceso de desintegración que está afectando al Imperio. ¿No está de acuerdo conmigo?

—Si lo expresa de esa manera quizá tenga razón.

—Deje que me presente delante del consejo. Deje que les explique que el futuro quizá no sea tan terrible como parece y lo que deseo hacer. Quizá pueda persuadirles tal y como tengo la esperanza de haberle persuadido a usted.

Zenow se lo pensó durante unos momentos.

—Estoy dispuesto a permitir que lo intente, pero debe saber de antemano que su plan quizá no funcione.

—Tengo que correr ese riesgo. Le ruego que haga lo que tenga que hacerse y que me comunique cuándo y dónde he de presentarme ante el consejo.

Seldon salió del despacho de Zenow sintiéndose bastante inquieto y preocupado. Todo lo que le había dicho al jefe de bibliotecarios era cierto…, y trivial. La auténtica razón por la que necesitaba utilizar la biblioteca no había salido a la luz en ningún momento de su conversación.

Y, en parte, eso se debía a que ni el mismo Seldon entendía muy bien el motivo.

9

Hari Seldon estaba sentado junto a la cabecera de Yugo Amaryl. Yugo agonizaba. Se encontraba más allá de la ayuda que pudieran prestarle los médicos aun suponiendo que hubiera consentido en utilizarla, y la había rechazado.

Sólo tenía cincuenta y cinco años. Seldon tenía sesenta y seis, y a pesar de eso y dejando aparte la ocasional punzada de dolor ciático —o lo que fuese—, que le hacía cojear un poco, disfrutaba de una salud excelente.

Amaryl abrió los ojos.

—¿Sigues ahí, Hari?

Seldon asintió.

—No te abandonaré.

—¿Hasta que muera?

—Sí —murmuró Seldon—. Yugo, ¿por qué has hecho esto? —le preguntó de repente con voz entristecida—. Si hubieras llevado una existencia más sana y racional habrías podido disfrutar de veinte o treinta años más de vida.

Los labios de Amaryl esbozaron una débil sonrisa.

—¿Una existencia más sana y racional? ¿Te refieres a haberme tomado unas vacaciones de vez en cuando, a haber visitado los planetas turísticos, a haberme divertido con nimiedades?

—Sí. Sí.

—En ese caso habría anhelado volver a mi trabajo o me habría acabado acostumbrando a desperdiciar el tiempo, y esos veinte o treinta años de vida adicional no me habrían servido de nada. Tú, por ejemplo…

—¿Qué quieres decir?

—Fuiste primer ministro de Cleón durante diez años. ¿Cuánto tiempo dedicaste a la ciencia mientras eras primer ministro?

—Dedicaba una cuarta parte de mi tiempo a la psicohistoria —dijo Seldon en voz baja.

—Exageras. De no haber sido por mí el desarrollo de la psicohistoria habría quedado totalmente paralizado.

Seldon asintió.

—Tienes razón, Yugo, y te lo agradezco.

—Y antes y después de eso, cuando invertías por lo menos la mitad de tu tiempo en las tareas administrativas… ¿Quién se encarga…, quién se encargaba del trabajo realmente importante? ¿Eh?

—Tú, Yugo.

—Por supuesto.

Amaryl volvió a cerrar los ojos.

—Pero siempre dijiste que si me sobrevivías te encargarías de esas tareas administrativas —dijo Seldon.

—¡No! Quería estar al frente del proyecto para seguir impulsándolo en la dirección por la que debía avanzar, pero habría delegado todas las tareas administrativas en otras personas.

La respiración de Amaryl se había vuelto agónica, pero se removió y abrió los ojos, y clavó la mirada en el rostro de Hari.

—¿Qué será de la psicohistoria cuando me haya ido? —preguntó—. ¿Has pensado en eso?

—Sí, he pensado en eso, y quiero hablar contigo de ello. Quizá te alegre… Yugo, creo que la psicohistoria está a punto de sufrir una auténtica revolución.

El fruncimiento de ceño de Amaryl fue casi imperceptible.

—¿A qué clase de revolución te refieres? No me gusta mucho cómo suena eso…

—Escúchame. Fue idea tuya, ¿sabes? Hace años me dijiste que deberíamos crear dos fundaciones independientes y aisladas la una de la otra, y que debíamos concebirlas de tal forma que sirvieran como núcleos para un eventual segundo Imperio Galáctico. ¿Lo recuerdas? Tú tuviste esa idea.

—Las ecuaciones psicohistóricas…

—Lo sé. Las ecuaciones lo sugirieron, y estoy trabajando en ello, Yugo. He conseguido que me permitan disponer de un despacho en la Biblioteca Galáctica, y…

—La Biblioteca Galáctica… —Amaryl frunció un poco más el ceño—. No me gustan. No son más que una pandilla de idiotas engreídos.

—Vamos, Yugo, Las Zenow, el jefe de bibliotecarios, no es mala persona.

—¿Conoces a un bibliotecario llamado Mummery…, Gennaro Mummery?

—No, pero he oído hablar de él.

—Es un hombre de lo más miserable y odioso… Recuerdo que en una ocasión discutimos porque él afirmaba que yo había archivado mal no sé qué dato. No era verdad, Hari, y acabé enfadándome mucho. De repente fue como si volviera a estar en Dahl… No sé si lo sabes, Hari, pero una de las características más curiosas de la cultura dahlita es que posee una auténtica letrina de invectivas e insultos. Utilicé unos cuantos con él y le dije que estaba interfiriendo en el desarrollo de la psicohistoria y que la historia le recordaría como un villano. Y no me limité a usar la palabra «villano». —Amaryl dejó escapar una risita muy débil—. Le dejé sin habla.

Seldon comprendió de repente cuál había sido el origen —por lo menos parcial— de la actual animosidad que sentía Mummery hacia quienes no eran bibliotecarios y, muy probablemente, hacia la psicohistoria, pero no dijo nada.

—Bueno, Yugo, lo importante es que tú querías que hubiese dos fundaciones para que si una fracasaba la otra siguiera adelante, pero hemos ido más allá de eso.

—¿De qué manera?

—¿Recuerdas que Wanda pudo leerte la mente hace dos años y vio que había un error en una sección de las ecuaciones del primer radiante?

—Sí, naturalmente.

—Bien, pues encontraremos a más personas como Wanda. Crearemos una fundación que consistirá básicamente en un grupo de científicos especializados en las disciplinas físicas que se encargarán de preservar el conocimiento de la Humanidad y servirán como núcleo del segundo Imperio; y habrá una segunda Fundación compuesta única y exclusivamente por psicohistoriadores, mentalistas, psicohistoriadores capaces de establecer contacto mental, que podrá seguir trabajando en la psicohistoria a través de un enfoque multimental, y así avanzará mucho más deprisa de lo que resultaría posible para cualquier grupo de pensadores individuales. Ese grupo tendrá la misión de hacer los ajustes más delicados a medida que vaya transcurriendo el tiempo, ¿comprendes? Siempre estarán en un segundo plano vigilando lo que ocurre… Serán los guardianes del Imperio.

—¡Maravilloso! —exclamó Amaryl con un hilo de voz—. ¡Maravilloso! ¿Ves cómo he sabido escoger el momento adecuado para morir? Ya no me queda nada que hacer.

—No digas eso, Yugo.

—Vamos, Hari, no te lo tomes así… Estoy tan cansado que ya no soy capaz de hacer nada. Gracias…, gracias por contarme lo… —Su voz se estaba debilitando—. Lo de la revolución… Me hace muy…, muy… feliz…, muy fe…

Fueron las últimas palabras de Yugo Amaryl.

Seldon se inclinó sobre la cama. Las lágrimas ardieron en sus ojos y se deslizaron a lo largo de sus mejillas.

Otro viejo amigo desaparecido. Demerzel, Cleón, Dors y ahora Yugo…, y cada desaparición le dejaba más vacío y aumentaba su soledad mientras envejecía.

La revolución que había permitido que Amaryl muriese feliz quizá nunca llegaría a convertirse en realidad. ¿Conseguiría utilizar la Biblioteca Galáctica? ¿Lograría encontrar a más personas como Wanda? Y, lo más importante, ¿cuánto tardaría en conseguirlo?

Seldon tenía sesenta y seis años. Si hubiera iniciado aquella revolución cuando llegó a Trantor, cuando sólo tenía treinta y dos años…

Ahora quizá fuese demasiado tarde.

10

Gennaro Mummery le estaba haciendo esperar. Era una descortesía estudiada, casi una insolencia, pero Hari Seldon no había perdido la calma.

Después de todo, Seldon necesitaba a Mummery y si se enfadaba con el bibliotecario sólo conseguiría causarse un grave perjuicio a sí mismo. De hecho, a Mummery le encantaría encontrarse con un Seldon muy irritado.

Seldon se controló, y esperó impasible hasta que Mummery acabó entrando en la habitación. Seldon le había visto antes, pero sólo de lejos. Era la primera vez en que estarían juntos a solas.

Mummery era bajito y rechoncho. Tenía el rostro redondo y lucía una corta barba oscura. Estaba sonriendo, pero Seldon sospechó que aquella sonrisa era un adorno que carecía de todo significado. La sonrisa revelaba unos dientes amarillentos y la inevitable gorra que lucía Mummery era de un color amarillo similar al de los dientes, y estaba adornada con una ondulante línea marrón.

Seldon sintió una repugnancia nauseabunda, y tuvo la impresión de que Mummery le habría caído mal aunque no tuviera ninguna razón para ello.

—Bien, profesor, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó Mummery sin ninguna clase de preliminares.

Echó un vistazo a la cronobanda que había en la pared, pero no ofreció ninguna disculpa por haber llegado con retraso.

—Señor, quiero pedirle que deje de oponerse a mi presencia en la Biblioteca Galáctica —dijo Seldon.

Mummery extendió las manos hacia él.

—Lleva dos años aquí. ¿De qué oposición me habla?

—Hasta la actualidad la fracción del consejo representada por usted y los que comparten sus opiniones no ha conseguido reunir el número de votos suficiente para imponerse al jefe de bibliotecarios, pero habrá otra reunión el mes próximo y Las Zenow me ha dicho que no está muy seguro de cuál será el resultado de la votación.

Mummery se encogió de hombros.

—Yo tampoco lo estoy. Su contrato de alquiler, si es que podemos llamarlo así, quizá sea renovado.

—Pero necesito algo más que eso, bibliotecario Mummery. Deseo traer aquí a algunos colegas. El proyecto en el que estoy embarcado, la creación del organismo que llevará a cabo los preparativos de lo que con el tiempo llegará a ser una enciclopedia muy especial, no es algo que pueda hacer solo.

—Estoy seguro de que sus colegas pueden trabajar donde les plazca. Trantor es un mundo muy grande.

—Tenemos que trabajar en la Biblioteca Galáctica. Soy viejo, señor, y tengo prisa.

—¿Quién puede detener el transcurso del tiempo? No creo que el consejo le permita traer aquí a sus colegas. Sería como introducir una cuña en la Biblioteca Galáctica, profesor. ¿Me comprende?

(«Sí, desde luego», pensó Seldon, pero no dijo nada.)

—No he podido impedirle que trabajara aquí, profesor…, por lo menos hasta el momento —dijo Mummery—. Pero creo que puedo impedir que sus colegas se instalen en la biblioteca.

Seldon comprendió que no estaba llegando a ninguna parte, y decidió ser un poco más franco de lo que había sido hasta entonces.

—Bibliotecario Mummery —dijo—, estoy seguro de que la animosidad que siente hacia mí no es de origen personal. Supongo que comprende la importancia del trabajo que estoy haciendo, ¿no?

—Se refiere a su psicohistoria, ¿verdad? Vamos… Lleva más de treinta años trabajando en ella. ¿Qué resultados ha obtenido?

—Precisamente se trata de eso. Puede que ahora obtenga algún resultado palpable.

—Pues entonces obténgalo en la Universidad de Streeling. ¿Por qué ha de obtenerlo en la Biblioteca Galáctica?

—Bibliotecario Mummery, escúcheme… Usted quiere cerrar la Biblioteca Galáctica al público. Quiere acabar con una larga tradición. ¿Tendrá el valor de hacerlo?

—No es valor lo que necesitamos, sino créditos. Supongo que el jefe de bibliotecarios le habrá contado nuestros problemas y habrá llorado sobre su hombro, ¿no? Reducciones presupuestarias, recortes salariales, ausencia del mantenimiento necesario… ¿Qué vamos a hacer? Tenemos que eliminar algunos de los servicios que prestamos y le aseguro que no podemos permitirnos el lujo de proporcionar despachos y equipo a usted y sus colegas.

—¿Han expuesto la situación al emperador?

—Vamos, profesor, está soñando… ¿Acaso no es verdad que su psicohistoria le ha dicho que el Imperio se está deteriorando? He oído cómo ciertas personas hablaban de usted llamándole «Cuervo» Seldon o algo parecido, y creo que eso es una referencia a un pájaro legendario de mal agüero, ¿no?

—Se aproximan malos tiempos, es cierto.

—¿Y cree que la Biblioteca Galáctica es inmune a esos malos tiempos? Profesor, la Biblioteca Galáctica es mi vida y quiero que siga existiendo, pero eso no será posible a menos que encontremos alguna forma de subsistir con nuestro menguante presupuesto. ¡Y usted viene aquí esperando encontrar una biblioteca abierta a todo el mundo de la que usted mismo pueda ser beneficiario especial! No, profesor, es imposible…, sencillamente imposible.

—¿Y si encuentro los créditos que necesita? —preguntó Seldon con creciente desesperación.

—Oh, claro. ¿Cómo?

—¿Y si hablo con el emperador? Hubo un tiempo en el que fui primer ministro. Accederá a verme y me escuchará.

—¿Y conseguirá fondos de él?

Mummery se rió.

—Si lo hago… Si consigo que les aumenten el presupuesto, ¿podré traer a mis colegas a la biblioteca?

—Consiga los créditos primero —dijo Mummery—, y ya veremos. Pero no creo que le sea posible.

Parecía estar muy seguro de sí mismo, y Seldon se preguntó si la Biblioteca Galáctica habría apelado ya muchas veces al emperador sin ningún éxito.

Y se preguntó si recurrir al emperador serviría de algo.

11

El emperador Agis XIV no tenía ningún derecho real a ostentar ese nombre. Lo había adoptado al subir al trono con el deliberado propósito de establecer una conexión entre su persona y los Agis que habían gobernado hacía dos mil años, casi todos ellos de forma muy competente (especialmente Agis IV, quien había ocupado el trono imperial durante cuarenta y dos años y había mantenido el orden en un imperio próspero, con mano firme pero sin recurrir a la tiranía.)

Agis XIV no se parecía a ninguno de los Agis anteriores, suponiendo que los registros holográficos tuvieran algún valor aunque, en realidad, Agis XIV tampoco se parecía mucho a la holografía oficial distribuida entre la población del Imperio.

De hecho, en cuanto Hari Seldon le vio pensó que a pesar de todos sus defectos y debilidades no cabía duda de que el emperador Cleón tenía una apariencia realmente imperial, y sintió una leve punzada de nostalgia.

Agis XIV no poseía esa apariencia. Seldon nunca le había visto de cerca, y acababa de descubrir que las escasas holografías que había visto se apartaban considerablemente de la realidad. «El holografista imperial conoce su trabajo y lo hace a la perfección», pensó Seldon con amargura.

Agis XIV era bajito, tenía un rostro poco atractivo y unos ojos ligeramente saltones sin el brillo de la inteligencia. Su única cualificación para ocupar el trono era la de ser pariente colateral de Cleón.

Pero, a decir verdad, había que reconocer que no intentaba interpretar el papel de emperador poderoso y temible. Todo el mundo sabía que prefería ser llamado «Ciudadano emperador» y que sólo el protocolo imperial y las furiosas protestas que ello había provocado en la guardia imperial le habían impedido salir de la cúpula y pasearse por Trantor. Al parecer, afirmaban los rumores, Agis deseaba estrechar la mano de los ciudadanos y escuchar personalmente sus quejas.

(«Eso es un punto a su favor —pensó Seldon—, aunque nunca haya conseguido hacerlo.»)

—Alteza, os agradezco que hayáis accedido a verme —murmuró Seldon haciendo una reverencia.

Agis XIV poseía una voz límpida y bastante atractiva que no encajaba en nada con su apariencia.

—Un ex primer ministro debe tener sus privilegios —dijo—, aunque admito que haber accedido a verle es algo que me permite estar orgulloso de mi asombroso valor.

Había bastante humor en sus palabras, y de repente Seldon comprendió que un hombre podía no parecer inteligente y, sin embargo, serlo.

—¿Valor, Alteza?

—Naturalmente. Le llaman «Cuervo» Seldon, ¿no?

—Alteza, el otro día oí ese apodo por primera vez.

—Al parecer es una referencia a su psicohistoria, la cual parece predecir la caída del Imperio.

—Se limita a apuntar una posibilidad, Alteza…

—Y por eso se le ha relacionado con ese pájaro mítico que trae malos augurios…, pero creo que usted mismo es el pájaro que trae malos augurios.

—Espero que no sea así, Alteza.

—Vamos, vamos… Todos sabemos qué ha ocurrido. Eto Demerzel, el primer ministro de Cleón, quedó muy impresionado por sus investigaciones y mire qué le ocurrió…, fue obligado a abandonar su cargo y tuvo que exilarse. El emperador Cleón también quedó muy impresionado por sus investigaciones y mire qué le ocurrió… Fue asesinado. La junta militar quedó muy impresionada por sus investigaciones y mire qué le ocurrió…, ha desaparecido como si jamás hubiese existido. Se afirma que incluso los joranumitas quedaron muy impresionados por sus investigaciones…, y fueron destruidos. Y ahora ha venido a verme, oh «Cuervo» Seldon. ¿Qué puedo esperar?

—Alteza…, nada malo.

—Supongo que no porque, a diferencia de todas esas personas que he mencionado, sus investigaciones no me impresionan lo más mínimo. Bien, y ahora dígame por qué está aquí.

Agis XIV escuchó atentamente y sin ninguna interrupción mientras Seldon le explicaba la importancia de crear un proyecto cuyo objetivo fuese el de preparar una enciclopedia que preservaría el conocimiento humano si ocurría lo peor.

—Sí, sí —dijo Agis XIV cuando Seldon acabó de hablar—. Así que está realmente convencido de que el Imperio caerá, ¿no?

—Es una posibilidad con la que hay que contar, Alteza, y no sería prudente no tenerla en cuenta. La verdad es que si me fuera posible desearía evitar que se convierta en realidad…, o al menos paliar los efectos negativos.

—«Cuervo» Seldon, si continúa metiendo la nariz en esos asuntos estoy convencido de que el Imperio acabará cayendo y de que nada podrá impedirlo.

—No es cierto, Alteza. Sólo deseo obtener el permiso para iniciar el trabajo.

—Oh, ya lo tiene, pero no consigo entender qué es lo que desea de mí. ¿Por qué me ha contado todo eso de la enciclopedia?

—Porque deseo trabajar en la Biblioteca Galáctica, Alteza, o, para ser más preciso, deseo que otras personas trabajen allí conmigo.

—Le aseguro que no me interpondré en su camino.

—No es suficiente, Alteza. Necesito vuestra ayuda.

—¿En qué aspecto, ex primer ministro?

—Fondos. La Biblioteca Galáctica debe ver aumentado su presupuesto o cerrará sus puertas al público y me expulsará.

—¡Créditos! —Una nota de asombro claramente perceptible apareció en la voz del emperador—. ¿Ha venido a pedirme créditos?

—Sí, Alteza.

Agis XIV se puso en pie dando muestras de cierta agitación. Seldon le imitó de inmediato, pero Agis movió una mano indicándole que volviera a sentarse.

—Siéntese. No me trate como si fuese un emperador. No soy un emperador. No quería serlo, pero me obligaron a aceptar el trono. Era lo más aproximado a un miembro de la familia imperial que había disponible, y no pararon hasta que me convencieron de que el Imperio necesitaba un emperador. Bien, ahora me tienen a mí y no les estoy sirviendo de mucho…

»¡Créditos! ¡Espera que disponga de créditos para usted! Habla de que el Imperio se está desintegrando… ¿Cómo cree que se produce esa desintegración? ¿Está pensando en la rebelión? ¿En la guerra civil? ¿En desórdenes aquí y allá?

»No. Piense en los créditos. ¿Acaso no sabe que no puedo recaudar impuestos en la mitad de las provincias del Imperio? Siguen formando parte del Imperio —“¡Viva el Imperio! ¡Honramos y respetamos al emperador!”—, pero no pagan ni un solo impuesto y no puedo obligarles porque no dispongo de la fuerza necesaria para ello. Y si no puedo obtener créditos de esas provincias supongo que en realidad no forman parte del Imperio, ¿verdad?

»¡Créditos! El Imperio padece un déficit crónico de proporciones espantosas. No puedo pagar nada… ¿Cree que dispongo de fondos suficientes para el mantenimiento del recinto imperial? A duras penas… Tengo que hacer ahorros. Me veo obligado a permitir que el palacio se vaya deteriorando. He de permitir que el número de cortesanos imperiales disminuya paulatinamente.

»Profesor Seldon, si quiere créditos he de decirle que no tengo nada que darle. ¿Dónde voy a encontrar fondos para la Biblioteca Galáctica? Tendrían que agradecerme que consiga darles algo cada año.

El emperador extendió las manos con las palmas hacia arriba como indicándole lo vacías que estaban las arcas imperiales.

Hari Seldon estaba atónito.

—Pero… —murmuró—. Alteza, aunque no dispongáis de esos fondos seguís teniendo el prestigio imperial. ¿No podéis ordenar a la Biblioteca Galáctica que permita conservar mi despacho y que acceda a que mis colegas me ayuden en ese trabajo de importancia vital?

Agis XIV volvió a sentarse como si el hablar de otro tema que no fueran los créditos le hubiese calmado al instante.

—Seldon, tiene que comprender que la Biblioteca Galáctica posee una larga tradición de independencia y que en cuanto concierne a su autogobierno no está sometida a la potestad del emperador. La biblioteca establece sus propias reglas internas y ha venido haciéndolo desde que Agis VI, el emperador de quien tomé mi nombre —y Agis XIV sonrió—, intentó controlar las nuevas funciones de la biblioteca. No lo consiguió, y si el gran Agis VI fracasó, ¿cree que yo triunfaría?

—Alteza, no os estoy pidiendo que utilicéis la fuerza. Me limito a pediros que expreséis un deseo de la forma más cortés posible. Estoy seguro de que si no afecta a ninguna función vital de la Biblioteca Galáctica el gremio de bibliotecarios estará dispuesto a demostrar su respeto al emperador cumpliendo sus deseos.

—Profesor Seldon, qué poco conoce a los bibliotecarios y a la Biblioteca Galáctica… Basta con que exprese un deseo, por cortés y tímida que sea esa expresión de mi voluntad, para que pueda tener la seguridad de que harán justo lo contrario. Son muy sensibles a la más mínima señal de control imperial.

—Entonces, ¿qué puedo hacer? —preguntó Seldon.

—Bueno, le diré lo que puede hacer… Acabo de tener una idea. Soy un ciudadano del Imperio y si lo deseo puedo visitar la biblioteca. Se encuentra dentro del recinto del palacio, por lo que visitarla no supondría ninguna violación del protocolo. Usted vendrá conmigo y haremos ostentación de lo bien que nos llevamos. No les pediré nada, pero si nos ven caminando cogidos del brazo quizá algunos de los miembros de su precioso consejo se sientan mejor dispuestos hacia usted de lo que se sentirían en otras circunstancias…, es todo lo que puedo hacer.

Seldon, profundamente desilusionado, se preguntó si bastaría con aquello.

12

—No sabía que tuviera una relación de amistad tan íntima con el emperador, profesor Seldon —dijo Las Zenow, y en su voz había una nueva nota de respeto.

—¿Por qué no iba a tenerla? Para ser emperador es un hombre de espíritu terriblemente democrático, y estaba interesado en mis experiencias como primer ministro durante el reinado de Cleón.

—Todos quedamos muy impresionados. Hacía muchos años que no veíamos a un emperador caminando por nuestros pasillos. Normalmente cuando el emperador necesita los servicios de la biblioteca…

—Ya me imagino qué ocurre. Lo pide y se le lleva inmediatamente como acto de cortesía hacia el emperador, ¿no?

—Hace mucho tiempo se sugirió que el emperador debería contar con un equipo propio en su palacio —dijo Zenow, quien parecía tener bastantes ganas de hablar—. Ese equipo computerizado habría estado unido al sistema de la biblioteca mediante una conexión directa, y el emperador no habría tenido que esperar ni un instante. Eso ocurrió en los viejos tiempos, cuando había abundancia de créditos, claro, pero… Bueno, el resultado de la votación fue negativo.

—¿De veras?

—Oh, sí. Casi todo el consejo opinó que eso haría que el emperador tuviese una relación excesivamente íntima con la biblioteca y que pondría en peligro nuestra independencia del gobierno.

—Y ese consejo que no quiere doblar la rodilla para honrar a un emperador, ¿accederá a tolerar mi presencia en la biblioteca?

—Por el momento…, sí. Existe la sensación, y he hecho cuanto he podido para reforzarla y extenderla, de que si no tratamos cortésmente a un amigo personal del emperador la posibilidad de un aumento presupuestario se esfumará del todo, así que…

—Así que los créditos hablan…, e incluso la tenue esperanza de conseguirlos puede hacer oír su voz, ¿no?

—Me temo que sí.

—¿Podré traer a mis colegas?

Zenow puso cara de sentirse bastante incómodo.

—Me temo que no. El emperador fue visto paseando con usted…, no con sus colegas. Lo siento, profesor.

Seldon se encogió de hombros y se dejó dominar por una profunda melancolía. De todas formas no disponía de ningún colega al que llevar a la Biblioteca Galáctica. Por algún tiempo había albergado la esperanza de encontrar a otras personas con poderes similares a los de Wanda, y había fracasado. Él también necesitaría fondos para poner en marcha las investigaciones…, y tampoco contaba con ellos.

13

Trantor, la ciudad-mundo capital del Imperio Galáctico, había cambiado considerablemente desde el día en el que Hari bajó del hipernavío que le había sacado de Helicón, su planeta natal, hacía treinta y ocho años. Hari se preguntó si no sería la neblina propia de la memoria de un anciano la que hacía que el Trantor de aquel entonces brillara con un resplandor tan intenso en el ojo de su mente; o quizás hubiera sido la exuberancia de la juventud. Después de todo, un joven llegado de un mundo exterior tan provinciano como Helicón no podía por menos que sentirse impresionado ante las torres resplandecientes, las cúpulas centelleantes y las abigarradas masas vestidas con ropajes multicolores que parecían ir y venir incesantemente por todo Trantor tanto de día como de noche.

«Y ahora —pensó Hari con tristeza—, las calles y avenidas están casi desiertas incluso a plena luz del día…» Pandillas de matones controlaban varias partes de la ciudad y competían unas con otras para aumentar sus respectivos territorios. El número de agentes de seguridad había disminuido, y los que quedaban sólo tenían tiempo para atender y procesar las quejas en la oficina central. Naturalmente cada vez que se recibía una llamada de emergencia se enviaba a un grupo de agentes, pero éstos llegaban a la escena del crimen después de que se hubiera cometido, y ni siquiera intentaban fingir que protegían a los ciudadanos de Trantor. Quien salía a la calle era consciente del riesgo que corría…, y el riesgo era muy grande. Pero Hari Seldon seguía corriendo ese riesgo en forma de un paseo diario, como si desafiara a las fuerzas que estaban destruyendo su amado Imperio invitándolas a que le destruyeran también.

Hari Seldon caminaba con su paso cojeante…, y pensaba.

Todo lo que intentaba parecía condenado al fracaso. Había sido incapaz de aislar la pauta genética que distinguía a Wanda de la inmensa mayoría de seres humanos, y sin eso era incapaz de encontrar a otras personas que fuesen como ella.

La capacidad telepática de Wanda había aumentando considerablemente durante los seis años transcurridos desde que había dado con el error en el primer radiante de Yugo Amaryl. Wanda era especial en más de un aspecto. Seldon tenía la impresión de que cuando se percató de que su extraño poder mental la distinguía de los demás, Wanda había tomado la decisión de entenderlo, de dominar su energía y controlarla. La adolescencia la había hecho madurar arrebatándole las risitas infantiles que tanto gustaban a Hari y, al mismo tiempo, su decisión de ayudarle en su trabajo con los poderes de su «don» había hecho que Wanda le resultara todavía más querida que antes. Hari Seldon le había contado sus planes de crear una segunda Fundación y Wanda se había comprometido a alcanzar ese objetivo con él.

Pero aquel día el estado anímico de Seldon no podía ser más sombrío. Estaba llegando a la conclusión de que la habilidad mental de Wanda no le serviría de nada. Créditos: todo se reducía a eso. Necesitaba créditos para seguir con su trabajo, créditos para encontrar a otras personas similares a Wanda, créditos para pagar a quienes trabajaban en el proyecto psicohistoria de Streeling, créditos para poner en marcha el importantísimo Proyecto Enciclopedia en la Biblioteca Galáctica…

¿Y ahora qué?

Siguió caminando con rumbo a la Biblioteca Galáctica. Habría llegado mucho más deprisa y más cómodamente tomando un gravitaxi, pero quería caminar…, con cojera o sin ella. Necesitaba tiempo para pensar.

Oyó un grito —«¡Ahí está!»—, pero no le prestó ninguna atención.

El grito se repitió.

—¡Ahí está! ¡Psicohistoria!

La palabra le obligó a alzar la mirada. Psicohistoria…

Estaba a punto de ser rodeado por un grupo de jóvenes.

Seldon reaccionó de forma automática pegando la espalda a la pared y alzando su bastón.

—¿Qué queréis?

Los jóvenes se rieron.

—Créditos, viejo. ¿Llevas algún crédito encima?

—Quizá, pero ¿por qué queréis que os los dé? Habéis gritado «¡Psicohistoria!» ¿Sabéis quién soy?

—Claro. Eres «Cuervo» Seldon —dijo el joven que parecía ser el líder y que daba la impresión de sentirse complacido y cómodo con la situación.

—Eres un chiflado —dijo otro joven.

—¿Qué vais a hacer si no os entrego ningún crédito?

—Te daremos una paliza y te los quitaremos —dijo el líder.

—¿Y si os los entrego?

—¡Te daremos la paliza de todas formas!

Hari Seldon alzó un poco más su bastón.

—No os acerquéis.

Ya había logrado contarles. Había ocho jóvenes.

Seldon descubrió que le costaba un poco respirar. En una ocasión él, Dors y Raych habían sido atacados por diez hombres y no habían tenido ninguna dificultad para vencerles. Por aquel entonces él tenía treinta y dos años y Dors… era Dors.

Ahora todo era distinto. Seldon agitó su bastón.

—Eh, el viejo va a atacarnos —dijo el líder de la pandilla—. ¿Qué vamos a hacer?

Seldon miró rápidamente a su alrededor. No había ningún agente de seguridad visible…, otra indicación del deterioro de la sociedad. De vez en cuando pasaba alguien, pero gritar pidiendo ayuda no serviría de nada. Los transeúntes apretaban el paso y daban un amplio rodeo. Nadie estaba dispuesto a correr el riesgo de acabar metido en un lío.

—El primero que se acerque conseguirá que le rompa la cabeza —dijo Seldon.

—Ah, ¿sí?

Y el líder se lanzó sobre él y agarró el bastón. Hubo un forcejeo tan rápido como violento y el bastón fue arrebatado de los dedos de Seldon. El líder de la pandilla lo arrojó a un lado.

—¿Y ahora qué, viejo?

Seldon se encogió sobre sí mismo. Lo único que podía hacer era esperar los golpes. Los jóvenes le rodearon. Todos parecían tener muchas ganas de darle un par de puñetazos. Seldon alzó los brazos intentando apartarles. Aún podía usar algunos trucos de la lucha de torsión, y si se hubiera enfrentado a uno o dos adversarios quizá habría conseguido retorcer su cuerpo para esquivar los golpes y replicar a ellos. Pero contra ocho…, no, contra ocho no podría hacer nada.

Pero a pesar de todo lo intentó. Se movió rápidamente a un lado para esquivar los puñetazos y su pierna derecha, la más afectada por la ciática, se dobló bajo su peso. Seldon cayó al suelo y comprendió que estaba totalmente indefenso.

De repente oyó una voz estentórea.

—¿Qué está pasando aquí? —gritó la voz—. ¡Atrás, matones! ¡Retroceded o acabo con vosotros!

—Vaya, otro viejo —dijo el líder de la pandilla.

—No soy tan viejo —dijo el recién llegado, y golpeó el rostro del líder con el canto de una mano.

—¡Raych, eres tú! —exclamó Seldon muy sorprendido.

La mano de Raych volvió a su posición original.

—No te metas en esto, papá —dijo Raych—. Limítate a levantarte y vete de aquí.

—Pagarás lo que has hecho —dijo el líder de la pandilla frotándose la mejilla—. Acabaremos contigo.

—No, no lo haréis —dijo Raych.

Y sacó de su bolsillo un cuchillo de manufactura dahlita que tenía una hoja muy larga y reluciente. Un segundo cuchillo siguió al primero, y un instante después Raych tenía un cuchillo en cada mano.

—¿Todavía llevas cuchillos, Raych? —preguntó Seldon con un hilo de voz.

—Siempre —dijo Raych—. Nada hará que deje de llevarlos encima.

—Yo te convenceré —dijo el líder, y sacó un desintegrador de su bolsillo.

Uno de los cuchillos de Raych voló por los aires más deprisa de lo que el ojo podía seguirlo y se hundió en la garganta del líder. El joven emitió un jadeo ahogado seguido de un gorgoteo y cayó al suelo. Siete pares de ojos se clavaron en él.

—Quiero recuperar mi cuchillo —dijo Raych yendo hacia él.

Extrajo el cuchillo de la garganta del pandillero y lo limpió en la pechera de su camisa. Al hacerlo puso un pie sobre la mano del joven, se inclinó y cogió su desintegrador.

Raych dejó caer el desintegrador dentro de uno de sus espaciosos bolsillos.

—Bien, hatajo de inútiles, no me gusta usar el desintegrador porque a veces fallo —dijo—, pero con un cuchillo no fallo jamás. ¡Jamás! Ese hombre está muerto. Aún quedáis siete en pie. ¿Tenéis intención de quedaros o pensáis iros?

—¡A por él! —gritó uno de ellos, mientras los otros jóvenes iniciaban un ataque en grupo.

Raych dio un paso atrás. Un cuchillo se movió a velocidad cegadora seguido del otro, y dos de los atracadores se detuvieron con un cuchillo en cada abdomen.

—Devolvedme mis cuchillos —dijo Raych.

Los extrajo tirando de ellos de tal forma que la herida se hizo todavía más grande, y los limpió.

—Esos dos siguen vivos, pero no por mucho tiempo. Eso deja a cinco de vosotros en pie. ¿Vais a atacarme o pensáis marcharos?

Los pandilleros giraron sobre sí mismos.

—¡Recoged a vuestro muerto y a vuestros agonizantes! —gritó Raych—. No los quiero para nada.

Los tres cuerpos fueron colocados a toda prisa sobre otras tantas espaldas y los cinco pandilleros huyeron a toda velocidad.

Raych se inclinó para recoger el bastón de Seldon.

—¿Puedes caminar, papá?

—No muy bien —dijo Seldon—. Me he torcido la pierna.

—Bueno, entonces entra en mi coche. ¿Qué hacías paseando por aquí?

—¿Por qué no iba a hacerlo? Nunca me ha ocurrido nada.

—Así que esperaste a que te ocurriese algo, ¿eh? Entra en mi coche y te llevaré a Streeling.

Raych programó los controles del vehículo sin decir nada.

—Es una lástima que no tuviéramos a Dors con nosotros —dijo después—. Mamá les habría atacado con las manos desnudas y habría matado a esos ocho granujas en cinco minutos.

Seldon sintió el escozor de las lágrimas en sus párpados.

—Ya lo sé, Raych, ya lo sé… ¿Crees que no la echo de menos cada día?

—Lo siento —murmuró Raych.

—¿Cómo supiste que tenía problemas? —preguntó Seldon.

—Wanda me lo dijo. Dijo que había gente malvada acechándote, me explicó dónde estaban y salí corriendo.

—¿Y no dudaste ni por un momento de lo que te dijo?

—En absoluto. Ahora sabemos lo suficiente sobre ella para estar seguros de que mantiene alguna clase de contacto mental con tu cerebro y con lo que te rodea.

—¿Te dijo cuántas personas acechaban?

—No. Se limitó a decir que eran bastantes.

—Y viniste solo, ¿eh, Raych?

—No tenía tiempo para reunir un grupo de rescate, papá…, y ha bastado conmigo, ¿no?

—Sí, desde luego. Gracias, Raych.

14

Habían vuelto a Streeling, y Seldon tenía la pierna estirada y apoyada sobre un cojín.

Raych le estaba contemplando con expresión sombría.

—Papá, a partir de ahora no volverás a ir por Trantor solo —dijo.

Seldon frunció el ceño.

—¿Por qué? ¿Porque he tenido un pequeño incidente?

—Fue un incidente bastante grave. Ya no puedes cuidar de ti mismo. Tienes setenta años y tu pierna derecha no te sostendrá en una emergencia. Y tienes enemigos…

—¡Enemigos!

—Sí, los tienes y tú lo sabes. Esas ratas de cloaca no andaban detrás del primero que pasara por allí. No buscaban un incauto al que desplumar. Te identificaron gritando «¡Psicohistoria!» y te llamaron chiflado. ¿Por qué crees que lo hicieron?

—No lo sé.

—No lo sabes porque vives en una especie de mundo privado, papá, y no tienes idea de lo que está ocurriendo en Trantor. ¿Crees que los trantorianos no saben que su mundo va cuesta abajo a toda velocidad? ¿Crees que no saben que tu psicohistoria lleva años prediciendo esto? ¿No se te ha ocurrido pensar que pueden echar la culpa del mensaje al mensajero? Si las cosas van mal, y están yendo muy mal, muchos pensarán que tú eres el responsable de ello.

—No puedo creerlo.

—¿Por qué crees que unos cuantos miembros del consejo de la Biblioteca Galáctica quieren echarte de allí? No quieren estar cerca cuando las turbas caigan sobre ti para lincharte, así que… Bueno, tienes que cuidarte. No puedes salir a la calle solo. Tendré que ir contigo o tendrás que ir acompañado por guardaespaldas. A partir de ahora harás lo que te he dicho, papá.

Seldon parecía terriblemente desdichado.

—Pero no será por mucho tiempo, papá —dijo Raych en un tono de voz menos adusto—. Tengo un nuevo trabajo.

Seldon alzó la mirada hacia él.

—Un nuevo trabajo… ¿Qué clase de trabajo?

—Daré clases en una universidad.

—¿En cuál?

—En Santanni.

Los labios de Seldon temblaron levemente.

—¡Santanni! Eso está a nueve mil parsecs de Trantor… Es un mundo provinciano que se encuentra al otro lado de la galaxia.

—Exactamente, y por eso quiero ir. He pasado toda mi vida en Trantor, papá, y estoy harto. En todo el Imperio no hay ningún mundo que se esté deteriorando de la forma en que lo está haciendo Trantor. Se ha convertido en una madriguera de criminales, y nadie nos protege de ellos. La economía va mal, la tecnología está fallando… Santanni, en cambio, es un mundo agradable sin problemas, y quiero estar allí para rehacer mi vida al lado de Manella, Wanda y Bellis. Todos iremos allí dentro de dos meses.

—¡Todos vosotros!

—Y tú también, papá, y tú también… No podemos dejarte solo en Trantor. Vendrás a Santanni con nosotros.

Seldon meneó la cabeza.

—Es imposible, Raych. Ya lo sabes.

—¿Por qué es imposible?

—Ya sabes por qué. El proyecto, mi psicohistoria… ¿Me estás pidiendo que abandone el trabajo al que he dedicado toda mi vida?

—¿Por qué no? Él te ha abandonado, ¿verdad?

—Te has vuelto loco.

—No, no me he vuelto loco. ¿Adónde te está llevando ese trabajo? No tienes créditos, y no hay forma alguna de que los consigas. En Trantor ya no queda nadie dispuesto a apoyarte.

—Durante casi cuarenta años…

—Sí, lo admito, pero después de todo ese tiempo… Bueno, papá, has fracasado. Fracasar no es ningún crimen. Lo has intentado con todas tus fuerzas y has conseguido llegar hasta cierto punto, pero has tropezado con una economía que se deteriora y un Imperio que se desmorona. Lo que has estado prediciendo desde hace tanto tiempo ha acabado deteniéndote, así que…

—No. No me detendré. No sé cómo, pero seguiré adelante de una forma o de otra.

—Voy a decirte lo que has de hacer, papá. Si realmente piensas ser tan tozudo, llévate la psicohistoria contigo. Vuelve a empezar en Santanni. Puede que allí haya los créditos o el entusiasmo suficiente para que lo consigas.

—¿Y los hombres y las mujeres que han colaborado tan fielmente conmigo?

—Oh, papá, no digas tonterías. Te han estado abandonando porque no puedes pagarles. Quédate aquí el resto de tu vida y acabarás solo. Oh, vamos, papá… ¿Acaso crees que me gusta tener que hablarte de esta manera? Si ahora te encuentras en esta situación es precisamente porque nadie ha querido…, porque nadie ha tenido el valor de hablarte así. Seamos sinceros el uno con el otro. Cuando caminas por las calles de Trantor y eres atacado sin que exista ninguna razón para ello, aparte de la de llamarte Hari Seldon, ¿no crees que ha llegado el momento de que oigas unas cuantas verdades?

—Olvídate de la verdad. No tengo intención de marcharme de Trantor.

Raych meneó la cabeza.

—Estaba seguro de que no querrías dar tu brazo a torcer, papá. Dispones de dos meses para cambiar de opinión. Piensa en ello. ¿Querrás hacerlo?

15

Hari Seldon llevaba mucho tiempo sin sonreír. Había dirigido el proyecto de la misma forma en que siempre lo había hecho: impulsando hacia delante el desarrollo de la psicohistoria, haciendo planes para la Fundación y estudiando el primer radiante.

Pero no sonreía. Lo único que hacía era obligarse a cumplir con su deber y trabajar sin ninguna sensación de que el éxito fuese inminente. Al contrario, todo parecía transmitirle la indefinible sensación de que el fracaso estaba próximo.

Seldon estaba sentado en su despacho de la Universidad de Streeling. Wanda entró en él y cuando alzó la mirada hacia ella, Seldon sintió como si le quitaran un peso de encima. Wanda siempre había sido especial. Seldon no habría podido decir con exactitud en qué momento él y los demás empezaron a aceptar sus afirmaciones con entusiasmo, porque parecía como si siempre hubiera sido así. De pequeña le había salvado la vida con dos palabras, «muerte» y «limonada», y durante toda su infancia siempre había parecido saber cosas de una manera misteriosa.

La doctora Endelecki había afirmado que el genoma de Wanda no podía ser más normal en todos los aspectos, pero Seldon seguía convencido de que su nieta tenía poderes mentales muy poco corrientes en los seres humanos, y también estaba seguro de que había otras personas como ella en la galaxia…, e incluso en Trantor. Si pudiera encontrar a esos mentalistas, ¡qué gran contribución serían capaces de hacer a la Fundación! El potencial de toda aquella grandeza se centraba en su hermosa nieta. Seldon contempló su silueta enmarcada en el umbral del despacho y pensó que se le rompería el corazón. Dentro de unos cuantos días Wanda se habría ido…

¿Cómo podría soportarlo? Era una joven tan hermosa… Tenía dieciocho años, una larga cabellera rubia y un rostro de rasgos un poco marcados pero con tendencia a la sonrisa. De hecho, en aquellos momentos estaba sonriendo. «¿Por qué no va a sonreír? —pensó Seldon—. Está a punto de partir hacia Santanni y una nueva existencia…»

—Bien, Wanda, ya sólo faltan unos cuantos días —dijo.

—No. No lo creo, abuelo.

Seldon la miró fijamente.

—¿Qué has dicho?

Wanda fue hacia él y le rodeó con los brazos.

—No iré a Santanni.

—¿Es que tu padre y tu madre han cambiado de opinión?

—No, ellos se irán.

—¿Y tú no? ¿Por qué? ¿Adónde irás?

—Me voy a quedar aquí, abuelo. Contigo… —Wanda le abrazó con más fuerza—. ¡Pobre abuelo!

—Pero no lo entiendo… ¿Por qué? ¿Te lo van a permitir?

—¿Te refieres a mamá y a papá? No, la verdad es que no cuento con su permiso… Fiemos discutido durante semanas, pero al final me he salido con la mía. ¿Por qué no, abuelo? Ellos se irán a Santanni y se tendrán el uno al otro…, y también tendrán a la pequeña Bellis. Pero si me voy con ellos y te dejo aquí yo no tendré a nadie. Creo que no podría soportarlo.

—Pero… ¿Cómo conseguiste que accedieran a dejarte quedar aquí?

—Bueno, ya sabes… Les «empujé» un poco.

—¿Qué quiere decir eso?

—Es algo que mi mente es capaz de hacer. Puedo ver lo que hay en tu mente y en las suyas, y a medida que pasa el tiempo puedo verlo con más claridad…, y puedo «empujarles» para que hagan lo que quiero.

—¿Cómo lo haces?

—No lo sé. Pero cuando llevo un tiempo haciéndolo se cansan de sentir esa especie de presión mental y dejan que haga lo que quiera, así que me quedaré contigo.

Seldon alzó la mirada hacia ella, y sus ojos estaban llenos de un amor que no sabía cómo expresar.

—Es maravilloso, Wanda. Pero Bellis…

—No te preocupes por Bellis. No tiene una mente como la mía.

—¿Estás segura?

Seldon se mordisqueó el labio inferior.

—Totalmente, y además mamá y papá también necesitan tener a alguien, ¿no?

Seldon quería dar rienda suelta a su alegría, pero no podía hacerlo de una forma tan abierta. Tenía que pensar en Raych y Manella. ¿Qué sería de ellos?

—Wanda, ¿y tus padres? —preguntó—. ¿Cómo puedes tratarles de forma tan despiadada?

—No soy despiadada. Ellos lo comprenden. Saben que he de estar contigo.

—¿Cómo lo conseguiste?

—Empujé y empujé —se limitó a decir Wanda—, y al final acabaron comprendiendo mis razones.

—Es increíble. ¿Puedes hacerlo?

—No resultó fácil.

—Y lo hiciste porque…

Seldon no llegó a completar la frase.

—Porque te quiero, naturalmente —dijo Wanda—. Y porque…

—¿Sí?

—He de aprender psicohistoria. Ya sé bastantes cosas sobre ella.

—¿Cómo?

—Por lo que he visto en tu mente y en las mentes de otras personas que trabajan en el proyecto, especialmente en la del tío Yugo antes de que muriese; pero de momento todo son fragmentos y cosas sueltas. Quiero estar en contacto con la verdadera psicohistoria. Abuelo, quiero tener mi propio primer radiante. —El rostro de Wanda se iluminó, y cuando siguió hablando las palabras que salieron velozmente de sus labios estaban impregnadas de una inmensa pasión—. Quiero estudiar la psicohistoria con el máximo detalle posible. Abuelo, eres muy viejo y estás muy cansado. Yo soy joven y estoy llena de entusiasmo. Quiero aprender cuanto pueda para poder seguir adelante cuando…

—Bueno, eso sería maravilloso… si pudieras hacerlo, pero los fondos se han terminado —dijo Seldon—. Te enseñaré cuanto pueda, pero… No podemos hacer nada.

—Ya veremos, abuelo. Ya veremos…

16

Raych, Manella y la pequeña Bellis estaban esperando en el espaciopuerto.

El hipernavío se estaba preparando para el despegue, y ya habían facturado el equipaje.

—Papá, ven con nosotros —dijo Raych.

Seldon meneó la cabeza.

—No puedo.

—Si cambias de parecer siempre tendremos un sitio para ti.

—Ya lo sé, Raych. Hemos estado juntos durante casi cuarenta años…, y han sido buenos años. Dors y yo fuimos muy afortunados al conocerte.

—Yo he sido el afortunado. —Los ojos de Raych se llenaron de lágrimas—. No creas que no me acuerdo de mamá cada día…

—Sí.

Seldon sintió una tristeza tan grande que tuvo que desviar la mirada. Wanda estaba jugando con Bellis, y unos instantes después oyeron sonar el timbre que indicaba que todos los pasajeros debían abordar el hipernavío.

Y así lo hicieron después de que Wanda abrazara sollozando a sus padres por última vez. Raych se volvió para saludar a Seldon con la mano e intentó que sus labios esbozaran una sonrisa torcida.

Seldon devolvió el saludo con una mano, y la otra se movió a tientas hasta acabar posándose sobre el hombro de Wanda.

Era la única que le quedaba. A lo largo de su vida Seldon había ido perdiendo una a una a sus amistades y a las personas que amaba. Demerzel se había marchado y no volvería nunca; el emperador Cleón, su amada Dors y su fiel amigo Yugo Amaryl se habían ido…, y ahora Raych, su único hijo, también.

Sólo le quedaba Wanda.

17

—Hace un atardecer precioso —dijo Hari Seldon—. Vivimos bajo una cúpula, y lo lógico sería pensar que podríamos disfrutar de este tiempo maravilloso cada atardecer, ¿no?

—Abuelo, si siempre hiciera un tiempo maravilloso nos acabaríamos hartando de él —dijo Wanda con indiferencia—. Un pequeño cambio de vez en cuando resulta beneficioso.

—Te lo resulta a ti porque eres joven, Wanda. Tienes muchos, muchos atardeceres por delante… Yo no. Quiero que haya más atardeceres hermosos.

—Vamos, abuelo, no eres viejo. Tu pierna está portándose bien y tu mente sigue tan lúcida como siempre. Lo , recuérdalo.

—Claro. Adelante, haz que me sienta mejor —replicó Seldon—. Quiero dar un paseo —añadió después con una leve expresión de incomodidad en el rostro—. Quiero salir de este apartamento minúsculo, dar un paseo hasta la biblioteca y disfrutar de este precioso atardecer.

—¿Y para qué quieres ir a la biblioteca?

—De momento para nada en concreto. Quiero dar ese paseo. Pero…

—Sí. ¿Pero…?

—Le prometí a Raych que no iría por Trantor sin un guardaespaldas.

—Raych no está aquí.

—Ya lo sé —murmuró Seldon—, pero una promesa es una promesa.

—Raych no dijo quién debía hacerte de guardaespaldas, ¿verdad? Vamos a dar un paseo y yo seré tu guardaespaldas.

—¿Tú?

Seldon sonrió.

—Sí, yo. Te ofrezco mis servicios como tal. Prepárate e iremos a dar un paseo.

El ofrecimiento divirtió a Seldon. La pierna apenas le dolía y pensó que podía prescindir del bastón pero, por otra parte, tenía un bastón nuevo cuya empuñadura había sido rellenada con plomo. Era más pesado y más resistente que su antiguo bastón, y si sólo iba a tener a Wanda de guardaespaldas pensó que quizá sería mejor llevárselo.

El paseo resultó delicioso, y Seldon se alegró enormemente de haber cedido a la tentación…, hasta que llegaron a cierto lugar.

Seldon alzó su bastón en un gesto de ira mezclada con resignación.

—¡Fíjate en eso! —exclamó.

Wanda alzó su mirada. La cúpula brillaba, tal y como hacía cada atardecer para crear la impresión del comienzo del ocaso. Después se oscurecía a medida que avanzaba la noche, naturalmente.

Pero Seldon estaba señalando una mancha de oscuridad que se extendía a lo largo de la cúpula. Un grupo de luces se había apagado.

—Cuando llegue a Trantor algo así habría sido impensable —dijo Seldon—. Siempre había operarios ocupándose de las luces. La ciudad funcionaba, pero ahora se desmorona en multitud de pequeños aspectos como ése y lo que más me irrita es que a nadie le importa. ¿Por qué no envían escritos al palacio imperial? ¿Por qué no se celebran reuniones indignadas? Es como si los habitantes de Trantor dieran por descontado que la ciudad tiene que desmoronarse y se enfadaran conmigo porque les hago ver que eso es justamente lo que está ocurriendo.

—Abuelo, hay dos hombres detrás nuestro —dijo Wanda en voz baja.

Se habían internado en las sombras que se extendían debajo de las luces averiadas.

—¿Están dando un paseo? —preguntó Seldon.

—No. —Wanda no les miró. No necesitaba hacerlo—. Vienen a por ti.

—¿Puedes detenerles… empujándoles?

—Lo estoy intentando, pero son dos y su decisión es muy fuerte. Es…, es como empujar una pared.

—¿A qué distancia están detrás de mí?

—A unos tres metros.

—¿Se están acercando?

—Sí, abuelo.

—Avísame cuando estén a un metro.

Seldon deslizó la mano a lo largo del bastón hasta sostenerlo por la punta dejando que la empuñadura rellena de plomo se balanceara libremente.

Ahora, abuelo —siseó Wanda.

Seldon giró sobre sí mismo blandiendo su bastón. La empuñadura chocó con el hombro de uno de sus perseguidores. El hombre lanzó un alarido, cayó y empezó a retorcerse sobre el pavimento.

—¿Dónde está el otro tipo? —preguntó Seldon.

—Ha huido.

Seldon contempló al hombre caído en el suelo y le puso un pie sobre el pecho.

—Regístrale los bolsillos, Wanda —dijo—. Alguien tiene que haberle pagado y me gustaría averiguar cuál es su archivo de crédito…, quizá pueda descubrir de dónde han salido. Mi intención era golpearle en la cabeza —añadió con voz pensativa.

—Le habrías matado, abuelo.

Seldon asintió.

—Es lo que pretendía. Tendría que estar avergonzado, ¿no? Por suerte fallé el golpe.

—¿Qué es todo esto? —preguntó una voz enronquecida. Una silueta de uniforme fue corriendo hacia ellos. Su rostro estaba cubierto de sudor—. ¡Usted, deme ese bastón!

—Agente… —dijo Seldon sin perder la calma.

—Luego podrá contarme su historia. Tenemos que llamar a una ambulancia para este pobre hombre.

¿Pobre hombre? —replicó Seldon con voz irritada—. Iba a atacarme. Actué en defensa propia.

—Vi cómo ocurría todo —dijo la agente de seguridad—. Este hombre no llegó a ponerle un dedo encima. Usted giró de repente y le golpeó sin que hubiese ninguna provocación previa. Eso no es defensa propia, es agresión premeditada.

—Agente, le digo que…

—No me diga nada. Podrá hablar ante el tribunal.

—Agente, si tuviera la bondad de escucharnos… —dijo Wanda en un tono de voz muy dulce.

—Váyase a casa, señorita —dijo la agente.

Wanda se irguió todo lo alta que era.

—No lo haré, agente. Iré donde vaya mi abuelo —dijo, y sus ojos echaban chispas.

—Bueno, pues acompáñenos —murmuró la agente.

18

Seldon estaba enfurecido.

—Nunca me habían detenido. Hace un par de meses ocho hombres me atacaron. Pude ahuyentarles con la ayuda de mi hijo, pero mientras ocurría todo eso, ¿había algún agente de seguridad? ¿Se paró alguien a ayudarme? No. En esta ocasión me encontraba mejor preparado y derribé al suelo a un hombre dispuesto a agredirme. ¿Había un agente de seguridad cerca? Desde luego que sí, y me arrestó sin perder ni un instante. También había espectadores, y les divirtió mucho ver a un anciano detenido por agresión premeditada. ¿En qué clase de mundo vivimos?

Civ Novker, el abogado de Seldon, dejó escapar un suspiro.

—Vivimos en un mundo corrompido —dijo—, pero no se preocupe. No le ocurrirá nada. Le sacaré bajo fianza y cuando haya pasado un tiempo tendrá que presentarse ante un jurado de conciudadanos para ser juzgado, y la peor sentencia que puede esperar es una recriminación del magistrado. Su edad y su reputación…

—Olvídese de mi reputación —dijo Seldon, quien seguía estando muy enfadado—. Soy psicohistoriador, y en el momento actual la psicohistoria no está demasiado bien vista. Les encantará meterme entre rejas.

—Nada de eso —dijo Novker—. Puede que existan algunos chiflados que le odian, pero yo me ocuparé de que no haya ninguno en el jurado.

—¿Es realmente necesario que mi abuelo pase por todo esto? —preguntó Wanda—. Hace mucho tiempo que dejó de ser joven. ¿No podríamos limitarnos a comparecer delante del magistrado y evitar las molestias de un juicio con jurado?

El abogado se volvió hacia ella.

—Puede hacerse…, si no está en su sano juicio, claro. Los magistrados son personas ávidas de poder a las que tanto les da encerrar a alguien en la cárcel durante un año como escucharle y creer en lo que dice. Nadie comparece delante de un magistrado.

—Creo que deberíamos hacerlo —dijo Wanda.

—Bueno, Wanda, yo creo que deberíamos escuchar a Civ… —empezó a decir Seldon, pero sintió como si algo girara a toda prisa dentro de su abdomen. Wanda acababa de «empujarle»—. Bueno, si insistes —murmuró.

—No puede insistir —dijo el abogado—. No lo permitiré.

—Mi abuelo es su cliente —dijo Wanda—. Si quiere que las cosas se hagan a su manera usted tiene que obedecerle.

—Puedo negarme a representarle.

—Bueno, pues entonces váyase —replicó secamente Wanda—, y nos enfrentaremos al magistrado solos.

Novker se lo pensó durante unos momentos.

—Muy bien —dijo por fin—. Si va a tomárselo de esa forma… He representado a Hari durante años y supongo que no puedo abandonarle ahora. Pero les advierto que hay bastantes posibilidades de que el magistrado le sentencie a pasar un tiempo en la cárcel, y tendré que esforzarme al máximo para conseguir que Hari no acabe entre rejas…, suponiendo que lo consiga, claro.

—Eso no me da miedo —dijo Wanda.

Seldon se mordió el labio y su abogado se volvió hacia él.

—¿Y usted, Hari? ¿Está dispuesto a permitir que su nieta lleve la voz cantante en este asunto?

Seldon lo pensó durante unos momentos.

—Sí —acabó admitiendo para gran sorpresa del abogado—. Sí, lo estoy.

19

El magistrado contempló a Seldon con cara de pocos amigos mientras éste explicaba lo ocurrido.

—¿Qué le hace pensar que el hombre al que golpeó tenía intención de atacarle? —preguntó el magistrado en cuanto Seldon terminó de hablar—. ¿Le golpeó? ¿Le amenazó? ¿Hizo algo que le impulsara a temer por su integridad física?

—Mi nieta se dio cuenta de que venía hacia nosotros y estaba totalmente segura de que planeaba atacarme.

—Convendrá conmigo en que no es suficiente, señor. ¿Hay algo más que pueda decirme antes de que emita sentencia?

—Bueno, espere un momento —dijo Seldon empezando a indignarse—. No vaya tan deprisa. Hace unas cuantas semanas fui atacado por ocho hombres a los que conseguí ahuyentar con la ayuda de mi hijo, así que tenía razones para suponer que volvería a ser atacado.

El magistrado examinó el fajo de papeles que tenía delante.

—Fue atacado por ocho hombres. ¿Informó de ello?

—No había agentes de seguridad cerca…, ni uno solo.

—Eso carece de toda relevancia. ¿Informó de ello?

—No, señor.

—¿Por qué no?

—Para empezar, porque temía verme involucrado en un procedimiento legal que duraría mucho tiempo. Habíamos repelido su ataque sin sufrir ningún daño físico, por lo que nos pareció que no había razón para buscarnos más problemas.

—¿Y cómo se las arreglaron usted y su hijo para ahuyentar a ocho hombres?

Seldon vaciló.

—Mi hijo está en Santanni y fuera de la jurisdicción trantoriana, por lo que puedo decirle que llevaba encima cuchillos dahlitas y que es experto en su uso. Mató a un hombre y dejó malheridos a otros dos. El resto huyeron llevándose al muerto y a los dos heridos.

—¿No informó de que un hombre había muerto y dos habían resultado heridos?

—No, señor, por la misma razón que le expuse antes. Además fue un caso evidente de defensa propia, pero si se logra encontrar al muerto o a los dos heridos tendrá la prueba de que fuimos atacados.

—¿Encontrar a un muerto y a dos heridos…, a tres trantorianos sin nombre y sin rostro? —replicó el magistrado—. ¿Está enterado de que en Trantor se descubren más de dos mil cadáveres al día…, contando sólo los que han muerto por herida de arma blanca? No podemos hacer nada a menos que se nos informe inmediatamente de ese tipo de acontecimientos. Su historia no puede tenerse en cuenta porque no existe prueba alguna que la apoye. Tenemos que limitarnos a lo que ocurrió hoy, un incidente que fue denunciado y presenciado por una agente de seguridad.

»Bien, examinemos la situación. ¿Por qué pensó que aquel hombre le atacaría? ¿Simplemente porque dio la casualidad de que usted pasaba por allí? ¿Porque es viejo y parecía estar indefenso? ¿Porque daba la impresión de que podía llevar encima una suma considerable de créditos? ¿Qué opina?

—Magistrado, opino que por ser quien soy.

El magistrado volvió a examinar el fajo de papeles.

—Usted es Hari Seldon, profesor y estudioso. ¿Por qué cree que eso provocaría que le agredieran?

—Por mis opiniones.

—Sus opiniones. Bien… —El magistrado empezó a cambiar de posición algunos papeles, pero se quedó inmóvil de repente. Después alzó la cabeza y observó a Seldon—. Espere un momento… Hari Seldon. —Su cambio de expresión indicó que sabía quién era—. Usted es el fanático de la psicohistoria, ¿no?

—Sí, magistrado.

—Lo siento. No sé nada sobre su psicohistoria salvo cómo se llama y el hecho de que usted va de un lado a otro prediciendo el fin del Imperio o algo parecido.

—Eso no es totalmente exacto, magistrado, pero mis opiniones se han vuelto impopulares porque están demostrando ser ciertas. Creo que ésa es la razón de que ciertas personas quieran agredirme o, más probablemente, de que hayan sido pagadas para hacerlo.

El magistrado contempló a Seldon por unos momentos y acabó llamando a la agente de seguridad que le había arrestado.

—¿Hizo alguna averiguación sobre el herido? ¿Tenía un historial delictivo?

La agente de seguridad carraspeó.

—Sí, magistrado. Ha sido arrestado en varias ocasiones. Agresión, atraco…

—Vaya, así que es un delincuente habitual, ¿eh? Y el profesor… ¿Tiene un historial?

—No, magistrado.

—Por lo tanto tenemos a un anciano inocente que se defiende de un conocido atracador…, y usted arresta al anciano inocente. Es lo que ocurrió, ¿no?

La agente de seguridad no dijo nada.

—Puede irse, profesor —dijo el magistrado.

—Gracias, señor. ¿Puedo recuperar mi bastón?

El magistrado se volvió hacia la agente y chasqueó los dedos. La agente le devolvió el bastón a Seldon.

—Una cosa más antes de que se vaya, profesor —dijo el magistrado—. Si vuelve a utilizar ese bastón será mejor que esté absolutamente seguro de que podrá demostrar que ha sido en defensa propia. De lo contrario…

—Sí, señor.

Hari Seldon salió del despacho del magistrado apoyándose pesadamente en su bastón, pero con la cabeza muy alta.

20

Wanda estaba sollozando desconsoladamente. Su rostro estaba mojado por las lágrimas. Tenía los ojos enrojecidos y se le habían hinchado las mejillas.

Hari Seldon estaba inclinado sobre ella dándole palmaditas en la espalda, y no sabía cómo consolarla.

—Abuelo, no sirvo de nada. Creí que podría manipular a la gente empujándola, pero sólo pude hacerlo cuando no les importaba demasiado que lo hiciese como en el caso de papá y mamá, c incluso entonces necesité mucho tiempo para convencerles. Hasta llegué a crear una especie de sistema de evaluación basado en una escala del cero a diez…, algo así como un indicador de la potencia del empujón mental. Pero confié demasiado en mí misma. Di por sentado que llegaba al diez o, por lo menos, al nueve, pero me doy cuenta de que como mucho rozo el siete.

El llanto de Wanda había cesado, y la joven se limitaba a sorber aire por la nariz de vez en cuando mientras Seldon le acariciaba la mano.

—Normalmente…, normalmente no hay problema. Si me concentro puedo captar los pensamientos de la gente y cuando quiero puedo empujarles. ¡Pero esos canallas…! Oh, sí, pude captar sus pensamientos pero no pude hacer absolutamente nada por ahuyentarles.

—Creo que te portaste estupendamente, Wanda.

—No lo hice. Tenía una fan-fantasía… —tartamudeó Wanda—. Imaginé que intentarían atacarte y que yo les daría un empujón tan poderoso que los haría salir despedidos. Sería la guardaespaldas perfecta, ¿entiendes? Por eso me ofrecí a ser tu guar-guardaespaldas…, pero fallé. Esos dos tipos aparecieron de repente y yo no pude hacer nada.

—Pero sí lo hiciste. Conseguiste que el primero vacilara, y eso me dio la ocasión de volverme y golpearle con el bastón.

—No, no. Yo no tuve nada que ver con eso. Lo único que pude hacer fue advertirte de que estaba allí y tú hiciste el resto.

—El segundo huyó.

—Porque casi dejaste sin sentido al primero. Yo no tuve nada que ver. —Wanda se sentía tan frustrada que volvió a prorrumpir en sollozos—. Y luego el magistrado… Me concentré mucho en el magistrado. Pensé que bastaría con empujarle para que te dejara marchar de inmediato.

—Puede decirse que prácticamente me soltó en seguida.

—No. Te lo hizo pasar bastante mal y sólo vio la luz cuando se enteró de quién eras. Yo tampoco tuve nada que ver. He fracasado en cada ocasión. Podría haberte metido en un lío tan terrible…

—No, Wanda, me niego a aceptar eso. Si tus empujones mentales no funcionaron como esperabas fue sólo porque te encontrabas en situación de emergencia. No fue culpa tuya, pero… Escucha, Wanda, tengo una idea.

Wanda captó la excitación que había en su voz y alzó la mirada.

—¿Qué clase de idea, abuelo?

—Bueno, Wanda, supongo que sabes que necesito conseguir créditos. La psicohistoria no puede seguir adelante sin ellos y no puedo soportar la idea de que quizá todo acabe en nada después de tantos años de esfuerzo.

—Yo tampoco puedo soportarlo. Pero, ¿cómo podemos conseguir los créditos?

—Bueno, volveré a solicitar una audiencia con el emperador. Ya le he visto una vez y es un buen hombre, me cae bien, aunque no puede decirse que nade en la abundancia. Pero si te llevo conmigo y le empujas con delicadeza quizá encuentre una fuente de créditos que me permita seguir trabajando por algún tiempo hasta que se me ocurra otra idea.

—Abuelo, ¿realmente crees que funcionará?

—Sin ti no, pero contigo… Quizá funcione. Vamos, ¿no te parece que vale la pena intentarlo?

Wanda sonrió.

—Sabes que siempre haré lo que me pidas, abuelo. Además, es nuestra única esperanza.

21

Ver al emperador no resultó difícil. Agis acogió a Hari Seldon con afabilidad y un brillo de optimismo en los ojos.

—Hola, viejo amigo —le saludó—. ¿Ha venido a traerme mala suerte?

—Espero que no —dijo Seldon.

Agis soltó los cierres de la aparatosa capa que llevaba, y la arrojó hacia un rincón de la habitación mientras lanzaba un gruñido de cansancio.

—Y quédate ahí —dijo.

Después miró a Seldon y meneó la cabeza.

—Odio esa cosa. Pesa más que el pecado y da un calor insoportable. Cuando la llevo puesta significa que tengo que soportar un sinfín de palabras carentes de significado y he de estar de pie como una estatua. Cleón nació para ello y tenía el aspecto adecuado para ese tipo de cosas. Pero yo no, y tampoco tengo el aspecto que se espera de un emperador, tan sólo la desgracia de ser tercer primo suyo por el lado materno y de que eso me cualifique como emperador. Me encantaría venderla por una suma muy pequeña. Hari, ¿le gustaría ser emperador?

—No, no, ni soñarlo —replicó Seldon, y se rió—. No os hagáis ilusiones.

—Pero dígame… ¿Quién es esta joven tan extraordinariamente hermosa que se ha traído con usted?

Wanda se ruborizó.

—No debe permitir que la haga sentirse incómoda, querida mía —dijo el emperador con voz jovial—. Una de las pocas prerrogativas que posee un emperador es el derecho a decir lo que le dé la gana. Nadie puede protestar o llevarle la contraria, y lo único que pueden decir es «Alteza»…, pero no quiero oír ningún «Alteza» saliendo de sus labios. Odio esa palabra. Llámeme Agis aunque no sea mi verdadero nombre. Es mi nombre imperial, y he de acostumbrarme a él. Bien… Cuénteme qué ha estado haciendo, Hari. ¿Qué le ha ocurrido desde que nos vimos por última vez?

—He sido atacado en dos ocasiones —dijo lacónicamente Seldon.

El emperador no parecía estar muy seguro de si Seldon bromeaba o hablaba en serio.

—¿En dos ocasiones? —preguntó—. ¿De veras?

Seldon le contó la historia de sus agresiones mientras el rostro del emperador se ensombrecía a medida que lo hacía.

—Supongo que no había ningún agente de seguridad cerca cuando esos ocho hombres le amenazaron…

—Ni uno.

El emperador se puso en pie y les hizo una seña para que siguieran sentados. Después empezó a ir y venir por la habitación como si pretendiera disipar parte de la ira que sentía mediante el ejercicio físico, y acabó volviéndose hacia Seldon.

—Durante miles de años, siempre que ocurría algo así la gente decía: «¿Por qué no recurrimos al emperador?», o «¿Por qué el emperador no hace algo?» —dijo—. Y, en última instancia, el emperador podía hacer algo y hacía algo aunque no siempre obrara de la forma más inteligente, pero yo… Hari, no puedo hacer nada. Absolutamente nada…

»Oh, claro, existe lo que se llama Comisión de Seguridad Pública, pero quienes la forman parecen más preocupados por mi seguridad que por la del público. Usted no es muy popular entre ellos, y me asombra que haya podido concederle esta audiencia…

»No puedo hacer nada acerca de nada. ¿Sabe qué le ha ocurrido a la posición del emperador desde la caída de la junta y la restauración del…, ¡ja!…, del poder imperial?

—Creo que sí.

—Apuesto a que no del todo. Ahora tenemos una democracia. ¿Sabe qué es la democracia?

—Desde luego que sí.

Agis frunció el ceño.

—Seguro que cree que es beneficiosa —dijo.

—Creo que puede serlo.

—Bueno, pues ahí lo tiene… No lo es. Ha puesto el Imperio patas arriba.

»Supongamos que quiero que haya más agentes de seguridad en las calles de Trantor. En los viejos tiempos cogería la hoja de papel que preparaba el secretario imperial y la firmaría con una floritura…, y habría más agentes de seguridad en las calles de Trantor.

»Ahora no puedo hacer nada de eso. He de exponer el asunto a la legislatura, y eso equivale a exponerlo ante más de setecientos hombres y mujeres que se echan a reír de forma incontrolable en cuanto se les presenta una sugerencia. En primer lugar, ¿de dónde saldrán los fondos? Por ejemplo, diez mil agentes de seguridad más en las calles supone tener que pagar diez mil salarios más. Después, suponiendo que se tomara esa decisión, ¿quién selecciona a los nuevos agentes de seguridad? ¿Quién los controla?

»Los miembros de la legislatura se gritan mutuamente, discuten, crean tempestades y al final… no se hace nada. Hari, ni siquiera pude resolver un problema tan pequeño como el de las luces averiadas de la cúpula. ¿Cuánto costará eso? ¿Quién se encargará de las reparaciones? Oh, las luces serán reparadas, pero es muy posible que se necesiten unos cuantos meses para ello. Eso es la democracia.

—Que yo recuerde el emperador Cleón siempre se estaba quejando de que no podía hacer lo que deseaba —dijo Seldon.

—El emperador Cleón tuvo dos primeros ministros de primera categoría, Demerzel y usted mismo —replicó con impaciencia Agis—, y ambos hicieron cuanto estaba en sus manos para impedir que Cleón cometiera alguna estupidez. Yo cuento con setecientos cincuenta primeros ministros y ni uno solo tiene un gramo de cerebro, pero… Bueno, Hari, supongo que no habrá venido para quejarse de esos ataques.

—No, no he venido por eso. He venido por algo mucho peor. Alteza… Agis, necesito créditos.

El emperador le miró fijamente.

—¿Después de todo lo que le he dicho, Hari? No tengo créditos que darle. Oh, sí, hay créditos para atender al mantenimiento del recinto, naturalmente, pero si quiero disponer de ellos he de enfrentarme a mis setecientos cincuenta legisladores. Si cree que puedo ir a verles y decirles «Quiero unos cuantos créditos para mi amigo Hari Seldon», si cree que conseguiré una cuarta parte de lo que les pida antes de que transcurra un período de tiempo inferior a los dos años, está loco porque no será así.

Agis se encogió de hombros.

—No me malinterprete, Hari —siguió diciendo en un tono de voz más bajo y suave—. Si pudiera me encantaría ayudarle…, sobre todo por su nieta. Cada vez que la miro tengo la sensación de que debería darle todos los créditos que quisiera…, pero no puede ser.

—Agis —dijo Seldon—, si no consigo fondos la psicohistoria desaparecerá… después de casi cuarenta años de esfuerzos.

—Esos cuarenta años de esfuerzos apenas han dado resultados. ¿Por qué preocuparse?

—Agis, ahora puedo hacer mucho más que en el pasado —dijo Seldon—. Me atacaron precisamente porque soy psicohistoriador. La gente me considera un profeta de la destrucción.

El emperador asintió.

—Trae mala suerte, «Cuervo» Seldon. Se lo dije hace tiempo.

Seldon se puso en pie con expresión abatida.

—Bien, entonces estoy acabado…

Wanda le imitó y se quedó inmóvil junto a Seldon. Su coronilla apenas llegaba al hombro de su abuelo. La joven clavó los ojos en el emperador.

—Espere, espere —dijo el emperador cuando Hari se daba la vuelta para marcharse—. Hace tiempo me aprendí de memoria unos versos…

«Desgraciada la tierra

presa de la codicia

que acumula la riqueza

y a los hombres destruye.»

—¿Qué significa eso? —preguntó Seldon con expresión abatida—. Que el Imperio se deteriora a cada momento que pasa y que está empezando a desmoronarse, pero eso no impide que algunos individuos se enriquezcan. ¿Por qué no acude a alguno de nuestros ricos empresarios? No tienen que enfrentarse a ningún legislador y, si lo desean, les basta con poner su firma en una transferencia de créditos.

Seldon le miró.

—Lo intentaré.

22

—Señor Bindris —dijo Seldon extendiendo su mano para estrechar la de su interlocutor—, me alegro mucho de verle y le agradezco que haya accedido a recibirme.

—¿Por qué no iba a hacerlo? —replicó Terep Bindris con jovialidad—. Le conozco bien…, o, mejor dicho, he oído hablar mucho de usted.

—Eso siempre resulta agradable. Bien, entonces supongo que habrá oído hablar de la psicohistoria, ¿no?

—Oh, sí. ¿Qué persona inteligente no ha oído hablar de la psicohistoria? Naturalmente, no he entendido nada de lo que he oído, pero… ¿Quién es la joven dama que le acompaña?

—Es Wanda, mi nieta.

—Una joven muy hermosa. —Bindris obsequió a Wanda con una gran sonrisa—. No sé porqué, pero tengo la sensación de que podría llegar a ser barro en sus manos.

—Creo que exagera, señor —dijo Wanda.

—No, no, de veras… Bien, y ahora tengan la bondad de sentarse y dígame qué puedo hacer por usted.

Movió un brazo en un amplio arco indicándoles que podían sentarse en dos elegantes sillones colocados delante de su escritorio. Los sillones —al igual que el escritorio, las imponentes puertas talladas que se habían abierto sigilosamente en cuanto recibieron la señal de su llegada y el reluciente suelo de obsidiana—, eran de la mejor calidad; y a pesar de que su entorno era impresionante —e imponente—, Bindris no compartía esas cualidades. Quien viera por primera vez a aquel hombre de apariencia cordial no habría encontrado nada en él que le indujese a pensar que estaba ante uno de los financieros más poderosos del Imperio.

—Señor, estamos aquí porque el emperador nos lo sugirió.

—¿El emperador?

—Sí. No podía ayudarnos, pero pensó que un hombre como usted quizá pudiese hacerlo. Se trata de un problema de créditos, naturalmente.

El rostro de Bindris se ensombreció un poco.

—¿Créditos? —dijo—. No le entiendo.

—Bien —dijo Seldon—, durante casi cuarenta años la psicohistoria ha contado con la ayuda del gobierno, pero los tiempos cambian y el Imperio también.

—Sí, lo sé.

—El emperador no dispone de los créditos que necesitamos, y aunque los tuviera no podría conseguir que la legislatura aprobara la concesión de esos fondos; por lo que me ha recomendado que hable con algún hombre de negocios porque, en primer lugar, ellos aún tienen créditos y, en segundo lugar, pueden limitarse a firmar una transferencia.

Hubo un silencio bastante prolongado.

—Me temo que el emperador no sabe nada de negocios —dijo Bindris por fin—. ¿Cuántos créditos quiere?

—Señor Bindris, estamos hablando de una tarea ingente. Voy a necesitar varios millones.

—¡Varios millones!

—Sí, señor.

Bindris frunció el ceño.

—¿Estamos hablando de un préstamo? ¿Cuándo espera poder devolverlo?

—Bueno, señor Bindris, si quiere que sea sincero no espero poder devolverlo. Busco que alguien me dé esos créditos sin pedir nada a cambio.

—Aun suponiendo que quisiera darle esos créditos, y permita que le diga que no sé por qué extraña razón siento un fuerte deseo de hacerlo, no podría. El emperador quizá tenga su legislatura, pero yo tengo mi consejo de dirección. No puedo hacer semejante donación sin el permiso del consejo de dirección, y nunca me lo darían.

—¿Por qué no? Su empresa es enormemente rica. Unos cuantos millones de créditos no significarían nada para usted.

—Eso suena muy bien —dijo Bindris—, pero me temo que la firma está sufriendo cierto declive. No es lo bastante serio como para crearnos problemas graves, pero sí lo suficiente como para que estemos un poco preocupados. Si el Imperio se encuentra en decadencia las partes que lo componen también lo están. Nuestra situación actual no nos permite regalar unos cuantos millones de créditos… Lo lamento sinceramente.

Seldon no dijo nada y Bindris pareció sentirse bastante incómodo.

—Mire, profesor Seldon —dijo meneando la cabeza—, le aseguro que me gustaría ayudarle, sobre todo por consideración a la joven dama que ha venido con usted, pero… No puede ser. Claro que no somos la única gran empresa de Trantor. Pruebe con otros, profesor. Quizá tenga más suerte.

—Bien, lo intentaremos —dijo Seldon poniéndose en pie con cierto esfuerzo.

23

Los ojos de Wanda estaban llenos de lágrimas, pero la emoción que las había provocado no era la pena sino la furia.

—Abuelo, no lo entiendo —dijo—. Sencillamente no lo entiendo… Hemos ido a cuatro empresas distintas, y en cada una nos trataron de forma más grosera y desagradable que en la anterior. En la cuarta prácticamente nos echaron a patadas, y después todo el mundo se ha negado a recibirnos.

—No es ningún misterio, Wanda —dijo Seldon con dulzura—. Cuando fuimos a ver a Bindris desconocía el motivo de nuestra visita y estuvo amable y educado hasta que le pedí unos cuantos millones de créditos, después de lo cual se mostró bastante menos amable. Supongo que la noticia se difundió hasta que todos los grandes empresarios se enteraron de lo que queríamos. A cada nueva visita nos trataban de forma más gélida hasta que por fin ya ni siquiera quieren recibirnos. ¿Por qué iban a hacerlo? No van a darnos los créditos que necesitamos, así que no hay razón para perder el tiempo con nosotros.

La ira de Wanda se centró en sí misma.

—¿Y qué hice yo? Quedarme sentada sin abrir la boca… No hice nada.

—Yo no diría eso —replicó Seldon—. Conseguiste afectar bastante a Bindris. Me pareció que realmente deseaba darme esos créditos y, en gran parte, debido a ti. Le empujaste, y conseguiste algo.

—No lo suficiente. Además lo único que parecía interesarle era que fuese bonita.

—No eres bonita —murmuró Seldon—. Eres hermosa. Muy, muy hermosa…

—Bien, abuelo, ¿qué vamos a hacer ahora? —preguntó Wanda—. La psicohistoria se desvanecerá después de todos estos años.

—Supongo que es algo que no puede evitarse —dijo Seldon—. He estado prediciendo el desmoronamiento del Imperio durante casi cuarenta años, y ahora que ha llegado, la psicohistoria se ve arrastrada en su caída.

—Pero la psicohistoria salvará al Imperio, al menos en parte.

—Sé que lo hará, pero no puedo obligarla.

—¿Vas a quedarte cruzado de brazos?

Seldon meneó la cabeza.

—Intentaré impedir que ocurra, pero debo admitir que no tengo idea de cómo conseguirlo.

—Voy a practicar —dijo Wanda—. Tiene que haber alguna forma de reforzar el poder de mi empujón mental para obligar a las personas a que hagan lo que quiero.

—Ojalá lo consiguieras.

—¿Qué vamos a hacer, abuelo?

—Bueno, no podemos hacer gran cosa. Hace dos días fui a ver al jefe de bibliotecarios y tropecé con tres hombres que estaban hablando de la psicohistoria en la biblioteca. No sé por qué, pero uno de ellos me causó gran impresión. Le pedí que viniera a verme y accedió. Le recibiré esta tarde en mi despacho.

—¿Quieres que trabaje para ti?

—Me gustaría…, si tuviera créditos con los que pagarle. Pero hablar con él no me hará ningún daño. Después de todo, ¿qué puedo perder?

24

El joven llegó a las 4 T.E.T. (Tiempo Estándar Trantoriano) en punto, y Seldon sonrió. Siempre había apreciado a las personas puntuales. Seldon puso las manos sobre el escritorio y se dispuso a levantarse, pero el joven le detuvo con un gesto.

—Por favor, profesor… —dijo—. Sé que le duele una pierna. No hace falta que se levante.

—Gracias, joven —dijo Seldon—, pero eso no significa que usted no pueda sentarse. Tenga la bondad de hacerlo.

El joven se quitó la chaqueta y se sentó.

—Debe perdonarme —dijo Seldon—. Cuando nos encontramos y concerté esta cita se me olvidó preguntarle cuál era su nombre. ¿Cómo se llama?

—Stettin Palver —dijo el joven.

—Ah. Palver. ¡Palver! Me resulta familiar…

—Debería resultárselo, profesor. Mi abuelo solía presumir de haberle conocido.

—Su abuelo… Naturalmente, Joramis Palver. Recuerdo que tenía dos años menos que yo. Intenté convencerle de que colaborara conmigo en mis investigaciones psicohistóricas, pero se negó. Dijo que jamás conseguiría aprender las matemáticas suficientes. ¡Lástima! Por cierto, ¿qué tal está Joramis?

—Me temo que Joramis ha tenido el destino de todos los ancianos —dijo Palver solemnemente—. Está muerto.

Seldon torció el gesto. Dos años más joven que él…, y estaba muerto. Habían sido muy amigos, pero la relación se había debilitado hasta el extremo de que Seldon no se había enterado de su muerte.

Seldon guardó silencio durante unos momentos.

—Lo lamento —murmuró por fin.

El joven se encogió de hombros.

—Tuvo una buena vida.

—Y usted, joven, ¿dónde ha estudiado?

—En la Universidad de Langano.

Seldon frunció el ceño.

—¿Langano? Corríjame si me equivoco, pero eso no está en Trantor, ¿verdad?

—No. Quise conocer otro mundo. Las universidades de Trantor, como usted sabe por experiencia, están atestadas. Quería encontrar un sitio donde pudiera estudiar en paz.

—¿Y qué estudió?

—Nada importante… Historia. No es el tipo de carrera universitaria que te permita obtener un buen empleo.

(Seldon volvió a torcer el gesto, y ahora de forma más visible que la anterior. Dors Venabili había sido historiadora.)

—Pero ha vuelto a Trantor —dijo Seldon—. ¿Por qué?

—Créditos. Empleos.

—¿Como historiador?

Palver se rió.

—Ni soñarlo. Manejo un artefacto que sirve para empujar y levantar paquetes. No es un empleo que encaje demasiado bien con la preparación que he recibido, pero…

Seldon contempló a Palver y sintió una leve punzada de envidia. Los contornos de los brazos y el pecho de Palver quedaban realzados por la delgada tela de su camisa. El joven poseía una excelente musculatura. Seldon nunca había sido tan musculoso.

—Supongo que cuando estaba en la universidad formó parte del equipo de boxeo, ¿no? —preguntó Seldon.

—¿Quién, yo? Jamás. Soy luchador de torsión.

—¡Un luchador de torsión! —exclamó Seldon animándose de repente—. ¿Es de Helicón?

—No hace falta haber nacido en Helicón para ser un buen luchador de torsión —dijo Palver en un tono algo despectivo.

«No, pero los mejores luchadores de torsión proceden de allí», pensó Seldon sin decirlo.

—Bueno —dijo—, su abuelo no quiso trabajar conmigo. ¿Y usted? ¿Quiere hacerlo?

—¿Psicohistoria?

—Cuando le vi por primera vez le oí conversar con esos dos hombres, y me pareció que hablaba de la psicohistoria de forma muy inteligente. ¿Quiere colaborar conmigo?

—Ya le he dicho que tengo un empleo, profesor.

—Empujar y levantar trastos. Vamos, vamos…

—Está bien pagado.

—Los créditos no lo son todo.

—No, pero son bastante importantes. Usted no podrá pagarme un sueldo muy elevado. Estoy seguro de que anda corto de créditos.

—¿Por qué dice eso?

—Supongo que es una conjetura, pero… ¿Me equivoco?

Seldon apretó los labios.

—No, no se equivoca y no puedo pagarle un sueldo muy elevado —dijo—. Supongo que esto pone punto final a nuestra pequeña charla.

—Espere, espere, espere. —Palver alzó las manos—. No tan deprisa, por favor… Sigamos hablando de la psicohistoria. Si trabajo para usted me enseñará psicohistoria, ¿no?

—Por supuesto.

—En ese caso los créditos no lo son todo. Haré un trato con usted. Usted me enseña todo lo que pueda sobre la psicohistoria y me paga lo que buenamente pueda, y ya me las arreglaré de alguna manera. ¿Qué le parece?

—Maravilloso —dijo Seldon con alegría—. Me parece estupendo. Y una cosa más.

—¿Oh?

—Sí. He sido atacado dos veces en pocas semanas. La primera vez mi hijo acudió en mi ayuda, pero se ha ido a Santanni. La segunda vez utilicé mi bastón de paseo…, tiene la empuñadura rellena de plomo, ¿sabe? Funcionó, pero tuve que comparecer ante un magistrado acusado de agresión premeditada y…

—¿Y por qué ha sufrido esos ataques? —le interrumpió Palver.

—No soy popular. Llevo predicando la caída del Imperio desde hace tanto tiempo que ahora que está próxima me echan la culpa.

—Comprendo. Bien… ¿Qué relación tiene todo eso con lo que ha dicho hace unos momentos?

—Quiero que sea mi guardaespaldas. Es joven, fuerte y, lo más importante, conoce la lucha de torsión. Es el hombre ideal.

—Supongo que sabré arreglármelas —dijo Palver, y sonrió.

25

—Fíjate en eso, Stettin —dijo Seldon mientras paseaban por uno de los sectores residenciales de Trantor próximos a Streeling. El anciano señaló los múltiples desperdicios lanzados desde los vehículos terrestres que circulaban o arrojados por peatones descuidados que cubrían la acera—. En los viejos tiempos —siguió diciendo Seldon—, nunca veías este tipo de basuras. Los agentes de seguridad tenían los ojos bien abiertos, y los equipos de mantenimiento municipales se ocupaban de la limpieza de las zonas públicas tanto de día como de noche; pero lo más importante es que a nadie se le habría ocurrido tirar la basura de esta forma. Trantor era nuestro hogar y estábamos orgullosos de él. Ahora… —Seldon meneó la cabeza en un gesto triste y resignado y suspiró—. Ahora es…

No llegó a completar la frase.

—¡Eh, joven! —le gritó a un chico de aspecto andrajoso que se había cruzado con ellos unos momentos antes. El joven masticaba una golosina que acababa de meterse en la boca, y había arrojado despreocupadamente el envoltorio al suelo sin mirar dónde caía.

—Recoja eso y échelo donde es debido —dijo severamente Seldon mientras el joven le contemplaba con expresión taciturna.

—Recógelo tú —gruñó el joven.

Después giro sobre sus talones y se alejó.

—Otro signo del desmoronamiento social que predice su psicohistoria, profesor Seldon —dijo Palver.

—Sí, Stettin. El Imperio se derrumba a nuestro alrededor y sus fragmentos van cayendo uno por uno… De hecho ya se ha roto, y no hay forma de invertir el proceso. La apatía, el deterioro y la codicia han jugado su papel en la destrucción de lo que antaño fue un magnífico Imperio. ¿Y que ocupará su lugar? Bueno…

La expresión del rostro de Palver hizo que Seldon se callara. El joven parecía estar escuchando con mucha atención…, pero no escuchaba la voz de Seldon. Tenía la cabeza inclinada a un lado y sus rasgos habían adoptado una expresión distante y absorta. Era como si Palver intentara captar un sonido inaudible para todos salvo para él.

Palver pareció volver a la realidad de repente. Lanzó una rápida mirada a su alrededor y cogió a Seldon de un brazo.

—Hari, deprisa, tenemos que salir de aquí. Se acercan…

La calma del atardecer se interrumpió por el seco chasquido de unos pasos que se aproximaban rápidamente. Seldon y Palver giraron sobre sí mismos, pero ya era demasiado tarde: el grupo de asaltantes se abalanzaba sobre ellos. Por suerte esta vez Hari Seldon estaba preparado. Alzó su bastón al instante y lo movió en un gran arco alrededor de él y de Palver. Los tres atacantes —dos chicos y una chica, tres jóvenes rufianes de las calles—, se echaron a reír.

—Así que no piensas ponernos las cosas fáciles, ¿eh, viejo? —resopló el chico que parecía ser el líder del trío—. Bueno, yo y mis amigos te dejaremos sin sentido en un par de segundos. Vamos a…

El líder cayó al suelo víctima de una patada de torsión impecablemente dirigida a su abdomen. El chico y la chica que seguían en pie se agazaparon rápidamente preparándose para el ataque, pero Palver fue más rápido y también les derribó sin darles tiempo para comprender qué les había ocurrido.

El incidente había terminado casi tan deprisa como había empezado. Seldon se había hecho a un lado, y se apoyaba pesadamente en su bastón mientras temblaba al pensar en lo cerca que habían estado de salir malparados. Palver, jadeando ligeramente a causa del esfuerzo, miró rápidamente a su alrededor. Sus tres agresores yacían inconscientes sobre la acera desierta bajo la cúpula que se iba oscureciendo.

—¡Venga, salgamos de aquí lo más deprisa posible! —volvió a apremiarle Palver, pero esta vez no era de los atacantes de quien huirían.

—Stettin, no podemos marcharnos —dijo Seldon, y movió una mano señalando a los inconscientes aspirantes a atracadores—. No son más que unos críos… Puede que estén muriendo. ¿Cómo podemos darles la espalda y marcharnos? Sería inhumano…, sí, sería inhumano, y la humanidad es justo lo que he intentado proteger durante todos estos años.

Seldon golpeó el suelo con la punta de su bastón como queriendo dar más énfasis a sus palabras, y una plena convicción brilló en sus ojos.

—Tonterías —replicó Palver—. Lo que es inhumano es el que atracadores como éstos puedan atacar a ciudadanos inocentes como usted. ¿Cree que habrían tenido algún miramiento? Le habrían clavado un cuchillo en las tripas para robarle hasta el último crédito sin dudarlo un instante…, ¡y luego le habrían dado unas cuantas patadas antes de salir huyendo! No tardarán en recobrar el conocimiento y se largarán para lamerse las heridas, o alguien les encontrará y llamará a la central de seguridad.

»Pero tiene que pensar en sí mismo, Hari. Después de lo ocurrido la última vez, si vuelven a relacionarle con otro incidente violento puede tener muchos problemas. Por favor, Hari… ¡Hemos de irnos lo más deprisa posible!

Palver le cogió del brazo y Seldon se dejó llevar después de lanzar una última mirada hacia atrás.

Los ecos de las pisadas de Seldon y Palver se debilitaron rápidamente hasta perderse en la lejanía, y una silueta emergió de detrás de los árboles que le habían servido como escondite.

—Bien, profesor, no creo que sea la persona más indicada para explicarme lo que está bien y lo que está mal —murmuró el joven de ojos taciturnos mientras dejaba escapar una risita.

Después giró sobre sus talones para avisar a los agentes de seguridad.

26

—¡Orden! ¡Quiero orden en la sala! —gritó la juez Tejan Popjens Lih.

La comparecencia pública del profesor «Cuervo» Seldon y su joven colaborador Stettin Palver había creado un gran revuelo entre la población de Trantor. Aquí estaba el hombre que había predicho la caída del Imperio, la decadencia de la civilización, que había pedido regresar a la época dorada de la cortesía y el orden…, y según un testigo ocular era el mismo hombre que había ordenado que tres jóvenes trantorianos recibieran una paliza brutal sin ninguna provocación aparente. Ah, sí, la comparecencia prometía ser realmente espectacular, y no cabía duda de que tendría como resultado un juicio todavía más espectacular.

La juez pulsó un botón disimulado en un panel de su estrado y el estrepitoso retumbar de un gong resonó en la atestada sala del tribunal.

—Quiero orden en la sala —repitió la juez contemplando a la multitud algo más callada—. Si es necesario ordenaré que despejen la sala. Es una advertencia, y no voy a repetirla.

Su túnica escarlata convertía a la juez en una presencia imponente. Lih había nacido en Listena, un mundo exterior, y su tez tenía un imperceptible matiz azulado que se oscurecía cuando se irritaba y se volvía prácticamente púrpura cuando estaba realmente enfadada. Se rumoreaba que a pesar de todos los años que llevaba ejerciendo la magistratura, de su reputación como mente judicial de primera categoría y de estar considerada como una de las intérpretes más efectivas de la ley imperial, Lih era un poco vanidosa y se enorgullecía de su impresionante aspecto y de la forma en que el rojo fuerte de su atuendo resaltaba el delicado tono turquesa de su piel.

Pero Lih también tenía la reputación de ser implacable con los que quebrantaban la ley imperial, y era uno de los pocos magistrados capaces de aplicar el código civil sin vacilar.

—He oído hablar de usted y de sus teorías sobre la inminente destrucción que nos amenaza, profesor Seldon, y he hablado con el magistrado que se ocupó hace poco de otro caso en el que estuvo involucrado, uno en el que golpeó a un hombre con su bastón relleno de plomo. En ese procedimiento legal también afirmó ser la víctima de la agresión. Creo que su razonamiento se originaba en un incidente anterior que no fue denunciado durante el cual afirma que usted y su hijo fueron atacados por ocho delincuentes. Bien, profesor Seldon, logró convencer a mi colega de haber actuado en defensa propia a pesar de que una testigo ocular declaró lo contrario. Esta vez tendrá que ser mucho más convincente, profesor.

Los tres delincuentes sentados en la mesa de la acusación que habían presentado los cargos contra Seldon y Palver soltaron una risita. Su aspecto actual era muy distinto al que presentaban la tarde en que se produjo el ataque. Los dos jóvenes vestían unitrajes limpios y holgados; la joven llevaba una túnica de corte impecable. Si no se les observaba (o escuchaba) con demasiada atención, se podía decir que ofrecían una imagen muy tranquilizadora de la juventud trantoriana.

Civ Novker, el abogado de Seldon (quien también representaba a Palver) fue hacia el estrado de la juez.

—Su Señoría, mi cliente es un miembro destacado de la comunidad trantoriana. Es un antiguo primer ministro de reputación estelar. Es amigo personal de Agis XIV, nuestro emperador. ¿Qué posible beneficio podría obtener el profesor Seldon atacando a jóvenes inocentes? Ha defendido con entusiasmo la creatividad intelectual de la juventud trantoriana. Su proyecto psicohistoria emplea a numerosos estudiantes voluntarios, y es un miembro apreciado y querido del claustro universitario de Streeling.

»Además… —Novker hizo una pausa y su mirada recorrió la atestada sala del tribunal, como diciendo: «Cuando oigáis lo que voy a decir os avergonzará haber dudado por un instante de las afirmaciones de mi cliente”—, el profesor Seldon es uno de los escasísimos individuos que colaboran con la prestigiosa Biblioteca Galáctica. Se le ha concedido acceso ilimitado a los servicios de la biblioteca para que trabaje en lo que él llama la enciclopedia galáctica, auténtico himno a la civilización imperial.

»Y ahora le pregunto: ¿cómo es posible que se dude de la palabra de este hombre en un asunto semejante?

Novker movió el brazo en un elegante arco que terminó señalando a Seldon, quien estaba sentado en la mesa de la defensa junto con Stettin Palver y parecía sentirse decididamente incómodo. Oír tantos elogios desacostumbrados (después de todo, en los últimos tiempos su nombre había provocado más risitas burlonas que discursos elogiosos) hizo enrojecerle las mejillas, y su mano temblaba levemente sobre el puño tallado de su fiel bastón.

La juez Lih contempló a Seldon. Su expresión dejaba claro que el discurso de Novker no la había impresionado lo más mínimo.

—Cierto, abogado. ¿Qué beneficio podía obtener con ello? Yo misma me he formulado esa pregunta. He pasado varias noches en vela devanándome los sesos para dar con una razón plausible. ¿Qué motivo podría tener un hombre de la talla del profesor Seldon para cometer una agresión sin ninguna provocación previa cuando él mismo es uno de los más ardientes críticos de lo que llama «derrumbe» de nuestro orden civil?

»Y de repente lo comprendí. Es posible que el profesor Seldon quiera demostrar a los mundos que sus lúgubres predicciones están a punto de hacerse realidad, ante la frustración de que nadie le crea. Después de todo, se trata de un hombre que ha dedicado toda su carrera a profetizar la caída del Imperio y la única prueba que tiene hasta el momento es unas cuantas bombillas fundidas en la cúpula, algún que otro problema en el sistema de transporte público, un recorte presupuestario aquí o allá…, nada espectacular. Pero un ataque, o dos, o tres…, eso sería más convincente.

Lih se echó hacia atrás y cruzó las manos delante de ella mientras ponía cara de satisfacción. Seldon se puso en pie apoyándose en la mesa para sostenerse. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para llegar al estrado, pero apartó con un gesto a su abogado mientras se enfrentaba a la mirada acerada de la juez.

—Su Señoría, permítame decir unas cuantas palabras en mi defensa.

—Naturalmente, profesor Seldon. Después de todo esto no es un juicio sino una audiencia en la que exponer alegaciones, hechos y teorías pertinentes al caso antes de decidir si se celebra un juicio. Me he limitado a expresar una teoría, y me interesa mucho oír lo que tenga que decir.

Seldon carraspeó antes de empezar a hablar.

—He consagrado mi vida al Imperio. He servido fielmente a mis emperadores. Mi ciencia, la psicohistoria, no es una pregonera del desastre, sino un instrumento que ha de ser usado como factor de rejuvenecimiento. La psicohistoria puede prepararnos para el curso que tome la civilización, sea el que sea. Si el Imperio sigue en declive, como creo que ocurrirá, la psicohistoria nos ayudará a colocar en su lugar los nuevos bloques que sostendrán una civilización nueva y mejor, basada en todo lo que hay de bueno en la antigua. Amo nuestros mundos, nuestras gentes, nuestro Imperio… ¿Por qué iba a contribuir a la falta de respeto a la ley que mina nuestra fuerza día a día?

»No puedo decir más. Tiene que creerme. Yo, un hombre de intelecto y de ecuaciones, un científico…, le hablo con el corazón en la mano.

Seldon giró sobre sí mismo y volvió lentamente a su asiento. Antes de sentarse junto a Palver sus ojos buscaron a Wanda, quien estaba sentada en la galería de los espectadores. Su nieta sonrió débilmente y le guiñó un ojo.

—Profesor Seldon, tanto si me habla con el corazón en la mano como si no, tendré que meditar mucho esta decisión. Hemos oído la declaración de sus acusadores; le hemos oído a usted y al señor Palver. Necesito otro testimonio. Quiero oír la declaración de Rial Nevas, quien se ha presentado como testigo ocular del incidente.

Nevas fue hacia el banquillo y Seldon y Palver intercambiaron una rápida mirada de alarma. Nevas era el joven al que Hari había recriminado su comportamiento unos instantes antes de que se produjese el ataque.

Lih ya había empezado a interrogarle.

—Señor Nevas, ¿quiere describirnos qué es lo que vio?

—Bueno —dijo Nevas clavando su mirada taciturna en Seldon—, yo iba dando un paseo pensando en mis cosas cuando vi a esos dos… —Se volvió y señaló a Seldon y Palver—. Iban por el otro lado de la acera y venían hacia mí, y luego vi a esos tres chicos. —Nevas volvió a señalar con el dedo, esta vez a los tres jóvenes sentados en la mesa de la acusación—. Los dos tipos caminaban detrás de ellos, pero no me vieron porque yo estaba al otro lado de la acera y, además, seguían atentamente a sus tres víctimas. Y de repente… ¡Bam! El viejo les atacó con su bastón, y el otro empezó a darles patadas, y antes de que me percatara de lo ocurrido los tres chicos ya estaban en el suelo. Después el viejo y su compinche se largaron como si tal cosa. No podía creerlo, de veras…

—¡Eso es mentira! —estalló Seldon—. ¡Joven, está jugando con nuestras vidas!

Nevas se limitó a contemplarle con expresión impasible.

—Juez —le imploró Seldon—, ¿no se da cuenta de que está mintiendo? Me acuerdo de él. Le reproché que echara un papel al suelo unos momentos antes de que fuésemos atacados. Le dije a Stettin que era otro ejemplo del declive de nuestra sociedad, de la apatía de los ciudadanos y el…

—Basta, profesor Seldon —ordenó la juez—. Otra interrupción como ésta y haré que le expulsen de la sala. Y ahora, señor Nevas… —dijo volviéndose hacia el testigo—. ¿Qué hizo usted mientras ocurría lo que acaba de describir?

—Yo… Eh… Me escondí detrás de unos árboles. Me escondí, sí. Temía que fueran a por mí, así que me escondí. Y cuando se fueron… Bueno, salí corriendo y avisé a los agentes de seguridad.

Nevas había empezado a sudar y deslizó un dedo bajo el ceñido cuello de su unitraje. Después se removió nerviosamente en la plataforma que servía como banquillo para seguir prestando testimonio. Era incómodamente consciente de los ojos de la multitud clavados en él. Intentó no mirar al público, pero cada vez que lo hacía se sentía atraído hacia el rostro de una hermosa joven rubia sentada en la primera fila que no apartaba los ojos de él. Era como si le estuviera haciendo una pregunta, como si le presionara para que la respondiera, como si quisiera obligarle a hablar…

—Señor Nevas, ¿qué tiene que decir sobre la alegación del profesor Seldon según la cual le vieron antes del ataque? ¿Es cierto que el profesor intercambió unas palabras con usted?

—Bueno… Eh, no… Verá, todo ocurrió tal y como he dicho… Yo estaba dando un paseo y…

Nevas volvió la cabeza hacia la mesa en la que estaba sentado Seldon. Seldon le contempló con gran tristeza, como si comprendiera que todo estaba perdido. Pero Stettin Palver, el compañero de Seldon, clavó la mirada en Nevas y las palabras que oyó hicieron que Nevas se sobresaltase y estuviera a punto de dar un salto. ¡Di la verdad! Sí, eso era lo que acababa de oír, y era como si Palver hubiese hablado sin mover los labios. Nevas estaba muy confuso. Volvió la cabeza hacia la chica rubia, y creyó oírla hablar —¡Di la verdad!—, pero sus labios tampoco se movieron.

—Señor Nevas… Señor Nevas… —La voz de la juez logró abrirse paso por entre el remolino de pensamientos confusos que giraban en la mente del joven—. Señor Nevas, si el profesor Seldon y el señor Palver venían hacia usted y estaban detrás de los tres demandantes, ¿cómo es que se fijó en Seldon y Palver antes que en ellos? Es lo que ha declarado, ¿no?

Nevas movió la cabeza de un lado a otro y su mirada desesperada recorrió toda la sala del tribunal. Era como si no pudiera escapar a aquellos ojos, y todos le gritaban ¡Di la verdad! Rial Nevas acabó volviéndose hacia Hari Seldon, dijo «¡Lo siento!» y aquel muchacho de catorce años asombró a todos los presentes echándose a llorar.

27

Hacía un día precioso, ni demasiado frío ni demasiado calor, ni demasiado soleado ni demasiado gris. El presupuesto para la conservación de los jardines había desaparecido unos años atrás, pero a pesar de ello las escasas y maltrechas plantas perennes que flanqueaban los peldaños hasta la entrada de la Biblioteca Galáctica, conseguían añadir una nota de alegría y colorido a la mañana. (La biblioteca había sido construida en el estilo clásico de la antigüedad, y contaba con una de las escalinatas más gigantescas que se podían encontrar en todo el Imperio, superada tan sólo por la del palacio imperial; pero la mayoría de visitantes preferían entrar en ella por el deslizador.) Seldon estaba de buen humor, y se sentía lleno de esperanza.

Desde que él y Stettin Palver habían sido absueltos de todas las acusaciones en su último caso de agresión, Hari Seldon tenía la sensación de ser un hombre nuevo. La experiencia había resultado dolorosa, pero su misma naturaleza pública había redundado en beneficio de la causa de Seldon. La juez Tejan Popjens Lih, considerada como una de las personalidades más influyentes de la magistratura trantoriana —si no la más influyente— se había mostrado muy contundente al expresar su opinión el día siguiente a la declaración emotiva que prestó Rial Nevas.

—Cuando llegamos a semejante encrucijada en nuestra sociedad «civilizada» —tronó la juez desde su estrado—, cuando un hombre de la talla y reputación del profesor Hari Seldon se ve obligado a soportar la humillación, los malos tratos y las mentiras de sus conciudadanos sólo por ser quien es y por lo que representa y defiende, no cabe duda de que podemos afirmar que el Imperio vive días muy oscuros. Admito que yo también me dejé engañar…, al principio. «¿Por qué no iba a emplear un truco semejante para tratar de demostrar sus predicciones?», razoné…, pero acabé dándome cuenta de que había cometido un lamentable error. —La frente de la juez se llenó de arrugas, y la piel de su cuello y de sus mejillas se fue volviendo de un color azul oscuro—. Atribuí al profesor Seldon motivos propios de nuestra actual sociedad, una sociedad donde hay muchas probabilidades de que la decencia, la honestidad y la buena voluntad sólo sirvan para que te maten, una sociedad en la que parece que es preciso recurrir a la deshonestidad y los engaños para sobrevivir.

»Cómo nos hemos apartado de nuestros principios fundacionales… Esta vez hemos tenido suerte, conciudadanos de Trantor. Estamos en deuda con el profesor Hari Seldon por habernos mostrado nuestra auténtica personalidad. Grabemos este ejemplo en lo más hondo de nuestros corazones y, a partir de ahora, tomemos la firme decisión de estar en guardia contra las fuerzas más viles de nuestra naturaleza humana.

Después de la comparecencia ante la juez Lih, el emperador envió un holodisco de felicitación a Seldon en el que expresaba la esperanza de que a partir de aquel momento le resultara más fácil encontrar nuevos fondos para su proyecto.

Seldon salió del deslizador. Estaba pensando en la situación actual de su proyecto psicohistoria. Las Zenow, su buen amigo y anterior jefe de bibliotecarios, ya se había jubilado. Mientras ocupó el cargo, Zenow defendió con todas sus fuerzas a Seldon y su trabajo, pero lo habitual era que el consejo de la biblioteca le dejase muy poca libertad de maniobra.

Pero Zenow había asegurado a Seldon que Tryma Acarnio, el nuevo y afable jefe de bibliotecarios, era tan progresista como él, y le había explicado que gozaba de gran popularidad entre casi todos los grupúsculos que formaban el consejo.

—Hari, amigo mío —le había dicho Zenow antes de abandonar Trantor para volver a Wencory, su mundo natal—, Acarnio es un buen hombre, una persona de gran intelecto y mente abierta. Estoy seguro de que hará cuanto pueda para ayudarte a ti y al proyecto. Le he entregado el archivo que contiene todos tus datos y los de la enciclopedia; sé que la contribución a la Humanidad que representa le interesará tanto como a mí. Cuídate, amigo mío… Siempre te recordaré con afecto.

Aquel día Hari Seldon tendría su primera entrevista oficial con el jefe de bibliotecarios. Las garantías que le había dado Las Zenow antes de que se despidieran le habían animado, y tenía muchas ganas de compartir sus planes para el futuro del proyecto y de la enciclopedia.

Tryma Acarnio se puso en pie apenas Seldon entró en el despacho del jefe de bibliotecarios. Ya había dejado su huella en la habitación: Zenow había llenado cada rincón con holodiscos y tridipublicaciones de los distintos sectores de Trantor, y cuando ocupaba el puesto un impresionante despliegue de visiglobos que representaban varios mundos del Imperio giraba en el aire. Acarnio había eliminado los montículos de datos e imágenes que a Zenow le gustaba tener al alcance de las manos. Una holopantalla de grandes dimensiones dominaba una pared, y Seldon supuso que Acarnio podría utilizarla para estar al corriente de cualquier publicación o emisión que le interesara.

Acarnio era bajito y corpulento, y tenía una perpetua expresión de distracción —producto de una corrección córnea llevada a cabo durante su infancia no muy acertada—, que disimulaba una inteligencia temible y una aguda consciencia de cuanto ocurría a su alrededor.

—Bien, bien, profesor Seldon… Entre y siéntese. —Acarnio le señaló una silla de respaldo recto colocada delante de su escritorio—. Creo que es una casualidad afortunada que solicitara esta entrevista, porque tenía intención de ponerme en contacto con usted tan pronto como me hubiera hecho una idea de mis nuevos deberes.

Seldon asintió. Que el nuevo jefe de bibliotecarios hubiese dado tanta prioridad a conocerle durante los ajetreados días de su toma de posesión le complacía.

—Pero en primer lugar, profesor, explíqueme por qué quería verme antes de que pasemos a ocuparnos de mis problemas, que es muy probable resulten bastante más prosaicos.

Seldon carraspeó y se inclinó hacia delante.

—Jefe de bibliotecarios, tengo la seguridad de que Las Zenow le ha hablado del trabajo que estoy haciendo aquí y de mi idea de crear una enciclopedia galáctica. Las estaba entusiasmado con el proyecto y me ayudó mucho. Me proporcionó un despacho privado y acceso ilimitado a los vastos recursos de la Biblioteca Galáctica. De hecho, fue él quien dio con lo que será el hogar del Proyecto Enciclopedia, un mundo exterior muy remoto llamado Terminus.

»Pero hay una cosa que Las no pudo proporcionarme. Si quiero evitar retrasos en el proyecto necesito espacio y acceso ilimitado a cierto número de mis colegas. Sólo recopilar la información que será transferida a Terminus antes de que iniciemos la auténtica labor de compilar la enciclopedia ya supondrá un trabajo enorme.

»Las no era muy popular entre los miembros del consejo, como supongo que sabrá, pero usted sí lo es. Bien, jefe de bibliotecarios, lo que le pido es lo siguiente: ¿se ocupará de que mis colegas consigan los mismos privilegios de que yo he disfrutado para que podamos continuar con nuestra obra más importante?

Hari se calló. Casi se había quedado sin aliento. Estaba seguro de que su discurso —que había repasado mentalmente una y otra vez la noche anterior—, produciría el efecto deseado y aguardó en silencio la respuesta que quería oír de Acarnio.

—Profesor Seldon… —dijo Acarnio, y la sonrisa de Seldon se desvaneció. La voz del jefe de bibliotecarios había adquirido un tono seco y cortante que Seldon no esperaba—. Mi estimado predecesor me ha explicado con exhaustivo detalle todo lo referente al trabajo que ha llevado a cabo en la biblioteca. Estaba entusiasmado con su investigación y se había comprometido con su idea de traer aquí a sus colegas. Yo también lo había hecho, profesor Seldon… —Acarnio hizo una pausa y Seldon se apresuró a levantar su mirada hacia él—, al principio. Estaba dispuesto a convocar una reunión especial del consejo para proponer que usted y sus enciclopedistas pudieran utilizar un conjunto de despachos. Pero ahora todo ha cambiado, profesor Seldon.

—¡Que ha cambiado! Pero… ¿Por qué?

—Profesor Seldon, acaba de aparecer como acusado en un caso de agresión que ha causado un gran revuelo.

—Pero fui absuelto —dijo Seldon—. El caso nunca llegó a ser juzgado.

—Aun así, profesor, su última exposición a los ojos del público le ha proporcionado una innegable…, no sé cómo expresarlo…, una aureola de mala reputación. Oh, sí, fue absuelto de todas las acusaciones, pero para conseguir dicha absolución fue preciso exhibir su nombre, su pasado, sus creencias y su trabajo ante los ojos de todos los mundos. Y a pesar de que una juez progresista que respeta y defiende la ley le ha declarado inocente, ¿qué hay de los millones y, quizá, miles de millones, de ciudadanos que no ven a un pionero de la psicohistoria que intenta preservar la gloria de su civilización, sino a un lunático delirante que profetiza el desmoronamiento y la ruina de un inmenso y poderoso Imperio?

»La mismísima naturaleza de su trabajo amenaza la textura del Imperio, y no me refiero al Imperio monolítico que no tiene nombre ni rostro… No, me estoy refiriendo al corazón y el alma del Imperio…, sus habitantes. Cuando les dice que el Imperio está en decadencia les hace responsables de eso, y les recuerda que ellos también están en decadencia…, y, mi querido profesor, el ciudadano corriente no puede enfrentarse a esa acusación.

»Seldon, le guste o no se ha convertido en un objeto de irrisión, un hazmerreír, un blanco al que ridiculizar.

—Discúlpeme, jefe de bibliotecarios, pero en ciertos círculos ya hace años que soy un hazmerreír.

—Sí, pero sólo en ciertos círculos, y este último incidente y su publicidad le han expuesto al ridículo no sólo en Trantor sino en todos los mundos. Profesor, si la Biblioteca Galáctica aprueba tácitamente su trabajo proporcionándole esos despachos, la biblioteca se convertirá en el hazmerreír de todos los mundos. No importa lo que yo pueda opinar personalmente de su teoría y su enciclopedia: soy el jefe de bibliotecarios de la Biblioteca Galáctica de Trantor, y debo pensar en la biblioteca antes que en ninguna otra cosa.

»Y ésa es la razón de que deba responder a su petición con una negativa.

Hari Seldon se echó atrás tan bruscamente como si acabara de ser golpeado.

—Aparte de eso —siguió diciendo Acarnio—, debo advertirle de que sus privilegios han sido suspendidos durante dos semanas…, y que la efectividad de dicha suspensión empieza ahora mismo. Profesor Seldon, el consejo celebrará una reunión especial, y dentro de dos semanas le notificaremos si hemos decidido poner fin a nuestra relación con usted o si deseamos que prosiga.

Acarnio se quedó callado durante unos momentos. Después puso la palma de las manos sobre la reluciente e impoluta superficie de su escritorio y se levantó.

—Eso es todo, profesor Seldon…, por ahora.

Hari Seldon también se puso en pie, pero sin la flexibilidad y la rapidez con que se había incorporado Tryma Acarnio.

—¿Se me permitirá dirigirme al consejo? —preguntó Seldon—. Quizá si pudiera explicarles la importancia vital de la psicohistoria y de la enciclopedia…

—Me temo que no será posible, profesor —dijo Acarnio en voz baja, y Seldon tuvo un fugaz atisbo del hombre del que le había hablado Las Zenow.

Pero el gélido burócrata volvió a ocultarle en seguida, y Acarnio le acompañó hasta la puerta.

—Dos semanas, profesor Seldon —dijo Acarnio mientras los paneles se deslizaban a un lado—. Hasta entonces.

Hari cruzó el umbral para dirigirse hacia el vehículo que le esperaba y los paneles volvieron a cerrarse tras él.

«¿Qué voy a hacer ahora? —se preguntó Seldon desconsoladamente—. ¿Será posible que esto signifique el fin de mi trabajo?»

28

—Wanda, querida, ¿qué es lo que te tiene tan atareada? —preguntó Hari Seldon al entrar en el despacho de la Universidad de Streeling que ocupaba su nieta.

La habitación había sido el despacho del brillante matemático Yugo Amaryl, cuya muerte había empobrecido considerablemente al proyecto psicohistoria. Afortunadamente durante los últimos años Wanda había asumido el papel de Yugo, y había seguido introduciendo mejoras y ajustes en el primer radiante.

—Estoy trabajando en una ecuación de la sección 33A2D17. Mira, he recalibrado esta parte… —Movió la mano señalando una mancha violeta que flotaba en el aire delante de sus ojos—. He utilizado el cociente habitual y… ¡Ahí! Justo lo que pensaba…, creo.

Wanda se echó atrás y se frotó los ojos.

—¿Qué es, Wanda? —Hari se acercó un poco más para estudiar la ecuación—. Vaya, esto parece la ecuación de Terminus y sin embargo… Wanda, es una inversión de la ecuación de Terminus, ¿no?

—Sí, abuelo. Verás, los números de la ecuación de Terminus no acaban de funcionar con precisión, y… Mira. —Wanda pulsó un botón disimulado en un panel de la pared y una segunda mancha, ésta de un rojo intenso, apareció al otro lado de la habitación. Seldon y Wanda fueron hacia ella para inspeccionarla—. ¿Ves lo bien que encaja todo ahora, abuelo? He necesitado semanas para conseguir que quedara así.

—¿Cómo lo has logrado? —preguntó Seldon admirando la estructura de la ecuación, su lógica y su elegancia.

—Al principio me concentré en ella desde aquí. Eliminé todo lo demás. Si quieres que Terminus funcione concéntrate en Terminus… Parece lógico, ¿verdad? Pero después comprendí que no podía limitarme a introducir esta ecuación en el primer radiante y esperar que encajara con fluidez como si no hubiera pasado nada. Colocar algo significa que habrá cambios de posición en otro sitio. Un peso necesita un contrapeso.

—Creo que el concepto al que te estás refiriendo es lo que los antiguos llamaban yin y yang.

—Sí, más o menos. Yin y yang… Bien, comprendí que para perfeccionar el yin de Terminus tenía que localizar su yang…, cosa que hice…, aquí. —Volvió a la mancha violeta, casi escondida en el otro semicírculo de la esfera del primer radiante—. Y en cuanto ajusté las cifras la ecuación de Terminus encontró el lugar adecuado. ¡Armonía!

Wanda parecía tan complacida consigo misma como si hubiera logrado resolver todos los problemas del Imperio.

—Resulta fascinante, Wanda. Luego tendrás que explicarme lo que crees que significa todo esto para el proyecto… Pero ahora tienes que acompañarme a la holopantalla. Hace unos minutos recibí un mensaje urgente de Santanni. Tu padre quiere que nos pongamos en comunicación con él inmediatamente.

La sonrisa de Wanda se desvaneció. Las recientes noticias de que había combates en Santanni le habían alarmado mucho. Los recortes presupuestarios del Imperio seguían produciéndose, y los ciudadanos más afectados siempre eran los de los mundos exteriores. Tenían acceso limitado a los mundos interiores, que eran más ricos y estaban más poblados, y cada vez les resultaba más difícil cambiar los productos de sus mundos por las importaciones que tanto necesitaban. Pocos hipernavíos imperiales visitaban Santanni y aquel planeta tan lejano se sentía aislado del resto del Imperio, con el resultado de que habían empezado a surgir focos de rebeldía.

—Abuelo, espero que todo vaya bien —dijo Wanda, y el tono de su voz revelaba el miedo que sentía.

—No te preocupes, querida. Si Raych ha podido enviarnos un mensaje deben de estar a salvo, ¿no?

Entraron en el despacho de Seldon y se colocaron delante de la holopantalla, que se activó al instante. Seldon tecleó un código en el panel que había junto a la pantalla y esperaron los escasos segundos necesarios para que se estableciera la conexión intergaláctica. La pantalla pareció retroceder lentamente hasta quedar incrustada en la pared como si fuera la entrada de un túnel, y la silueta familiar de un hombre de constitución muy robusta fue emergiendo poco a poco de ella. El sistema de conexión hizo los últimos ajustes, y los rasgos del hombre se volvieron más nítidos. La silueta cobró vida un instante después de que Wanda y Seldon distinguieran el frondoso bigote dahlita de Raych.

—¡Papá! ¡Wanda! —exclamó el holograma tridimensional de Raych proyectado hasta Trantor desde Santanni—. Escuchad, no dispongo de mucho tiempo… —Se encogió sobre sí mismo, como si le hubiese sobresaltado algún ruido muy fuerte—. Las cosas están bastante mal. El gobierno ha caído y un partido provisional se ha adueñado del poder, y ya podéis imaginar lo caótica que es la situación actual… Acabo de meter a Manella y Bellis en un hipernavío que va a Anacreonte. Les dije que se pusieran en contacto con vosotros desde allí. El nombre del navío es Arcadia VII.

»Tendrías que haber visto a Manella, papá. Tener que irse la puso tan furiosa que… En fin, la única forma de convencerla de que se marchara fue apelando a la seguridad de Bellis.

»Ya sé lo que estáis pensando. Pues claro que habría querido irme con ellas…, si hubiese podido, pero no había sitio suficiente. Tendrías que haber visto lo que me costó conseguirles pasajes a bordo del navío… —Raych sonrió con una de aquellas sonrisas torcidas que Wanda y Seldon tanto amaban, y siguió hablando—. Además ya que estoy aquí tengo que ayudar a proteger la universidad…, puede que formemos parte del sistema de universidades imperiales, pero somos una institución dedicada al aprendizaje y la construcción del futuro, no a su destrucción. Os aseguro que si uno de esos rebeldes fanáticos consigue acercarse a nuestros equipos…

—Raych —le interrumpió Hari—, ¿tan grave es la situación? ¿Vais a tener que combatir?

—Papá, ¿corres peligro? —preguntó Wanda.

Esperaron los segundos necesarios para que su mensaje recorriera los nueve mil parsecs de galaxia que les separaban de Raych.

—Yo… No he podido entender muy bien lo que decíais —replicó el holograma—. Sí, ha habido unos cuantos combates. La verdad es que casi resulta emocionante —dijo Raych, y volvió a sonreírles con su mueca de siempre—. Bueno, tengo que marcharme. Acordaos de averiguar qué ha sido del Arcadia VII con destino a Anacreonte. Volveré a ponerme en contacto con vosotros lo más pronto posible. Recordad que…

La conexión quedó interrumpida y el holograma se esfumó. El túnel en que se había convertido la holopantalla se derrumbó sobre sí mismo, y Seldon y Wanda se encontraron contemplando una pared desnuda.

—Abuelo, ¿qué crees que iba a decir? —preguntó Wanda volviéndose hacia Seldon.

—No tengo idea, querida. Pero hay algo que sí sé, y es que tu padre puede cuidar de sí mismo. ¡Compadezco a cualquier rebelde que se le acerque lo suficiente para recibir una de sus temibles patadas de torsión! Anda, volvamos a esa ecuación y dentro de unas cuantas horas intentaremos averiguar algo sobre el Arcadia VII

—Comandante, ¿tiene idea de qué ha sido de la nave?

Hari Seldon mantenía otra conversación intergaláctica, pero esta vez su interlocutor era un comandante de la Armada Imperial destinado a Anacreonte. Seldon había decidido usar la visipantalla, que permitía una comunicación mucho menos realista que la holopantalla pero facilitaba enormemente la conexión.

—Profesor, le repito que en nuestros registros no hay ninguna indicación de que un hipernavío haya solicitado permiso para entrar en la atmósfera de Anacreonte. Las comunicaciones con Santanni están interrumpidas desde hace varias horas, naturalmente, y durante la última semana no han sido más que esporádicas. Es posible que el hipernavío intentara ponerse en contacto con nosotros utilizando una frecuencia dependiente de Santanni y no pudiese establecer la comunicación, pero lo dudo.

»No, lo más probable es que el Arcadia VII haya decidido cambiar de destino… Voreg, quizás, o Sarip. ¿Ha probado con alguno de esos mundos, profesor?

—No —dijo Seldon con voz cansada—, pero no veo ninguna razón para que un navío que se dirigía a Anacreonte no vaya a Anacreonte. Comandante, es vital que averigüe dónde se encuentra ese navío.

—Naturalmente también es posible que el Arcadia VII no lo haya conseguido —conjeturó el comandante—. Quiero decir que quizá no haya podido salir del planeta… Los combates estaban siendo bastante encarnizados, y a esos rebeldes no les importa mucho a quién liquidan. Se limitan a apuntar sus láseres e imaginan que están disparando contra el emperador Agis. Profesor, le aseguro que la situación en la frontera no tiene nada que ver con lo que usted conoce…

—Mi nuera y mi nieta iban a bordo de ese navío, comandante —dijo Seldon con un hilo de voz.

—Oh, profesor, lo siento —dijo el comandante con expresión abatida—. Me pondré en contacto con usted apenas tenga alguna noticia de lo ocurrido.

Hari pulsó el botón que desconectaba la visipantalla. «Qué cansado estoy —pensó—. No me sorprende… Llevo casi cuarenta años sabiendo que ocurriría esto.»

Seldon dejó escapar una risita impregnada de amargura. El comandante quizás había creído impresionar a Seldon con esos vividos detalles de la vida «en la frontera», pero Seldon lo sabía todo sobre la frontera. La frontera era como una prenda de lana con un hilo suelto: bastaba con tirar del hilo para que todo se deshiciese, y la desintegración acabaría afectando al núcleo, al mismísimo Trantor.

Seldon oyó un zumbido apagado. Era la señal de la puerta.

—¿Sí?

—Abuelo —dijo Wanda entrando en el despacho—, estoy asustada.

—¿Por qué, querida? —preguntó Seldon con expresión preocupada.

Aún no quería decirle lo que había averiguado —lo que no había averiguado—, durante su conversación con el comandante de Anacreonte.

—Normalmente siento a papá, mamá y Bellis a pesar de que están muy lejos… Lo siento aquí dentro —dijo Wanda señalando su cabeza—, y aquí también —añadió poniéndose una mano sobre el corazón—. Pero estoy empezando a dejar de sentirles. Es como si se estuvieran apagando poco a poco igual que esas bombillas de la cúpula, y quiero detenerlo. Quiero tirar de ellos hasta conseguir que vuelvan, pero no puedo.

—Wanda, creo que todo esto es producto de la lógica preocupación que sientes por tu familia. Ya sabes que a cada momento hay algún disturbio o una rebelión en algún lugar del Imperio. Son como pequeñas erupciones que sirven para liberar vapor… Vamos, vamos, ya sabes que las posibilidades de que les ocurra algo son asombrosamente pequeñas, ¿no? Tu papá llamará cualquier día de éstos para decirnos que todo va bien; tu mamá y Bellis llegarán a Anacreonte en cualquier momento y disfrutarán de unas pequeñas vacaciones. Nosotros sí que somos dignos de compasión… ¡Estamos atrapados aquí con trabajo hasta las cejas! Anda, cariño, vete a la cama y procura pensar en cosas alegres. Te prometo que mañana la cúpula brillará con fuerza y todo tendrá mucho mejor aspecto.

—Está bien, abuelo —dijo Wanda, quien no parecía muy convencida—. Pero mañana… Si no hemos tenido noticias de ellos mañana… Tendremos que…, que…

—Wanda, ¿qué podemos hacer aparte de esperar? —preguntó Hari en voz baja y suave.

Wanda giró sobre sí misma y se fue con los hombros encorvados bajo el peso de las preocupaciones. Hari la vio marchar y, en cuanto se hubo ido, permitió que sus propias preocupaciones emergieran.

Habían pasado tres días desde la transmisión holográfica de Raych, y desde entonces… nada. Lo peor era que el comandante de Anacreonte acababa de decirle que no sabía nada sobre el Arcadia VII.

Hari había intentado comunicar con Santanni para hablar con Raych, pero todos los canales estaban cortados. Era como si Santanni —y el Arcadia VII— se hubieran desprendido del Imperio tan irrevocablemente como un pétalo de flor.

Seldon sabía qué debía hacer. El Imperio podía estar en declive, pero aún no había desaparecido y si sabía emplear adecuadamente su poder, aún resultaba impresionante. Seldon decidió ponerse en contacto con el emperador Agis XIV.

29

—¡Qué sorpresa! Amigo Hari… —El rostro de Agis sonreía a Seldon desde la holopantalla—. Me alegra tener noticias suyas, aunque normalmente hace más caso de los formalismos y pide una audiencia personal, ¿eh? Vamos, Hari, ha despertado mi curiosidad… ¿A qué viene tanta urgencia?

—Alteza —dijo Seldon—, mi hijo Raych, su esposa y su hija viven en Santanni.

—Ah… Santanni —dijo el emperador y su sonrisa se desvaneció—. En toda la historia del Imperio no ha habido un caso más claro de estupidez y…

—Alteza, por favor —le interrumpió Seldon, sorprendiendo tanto al emperador como a sí mismo con aquella flagrante infracción al protocolo imperial—. Mi hijo logró introducir a Manella y Bellis en el Arcadia VII, un hipernavío con destino a Anacreonte, pero tuvo que quedarse en Santanni. De eso ya hace tres días. El navío no ha llegado a Anacreonte, y mi hijo parece haber desaparecido. Mis llamadas a Santanni han sido inútiles, y las comunicaciones se han interrumpido hace poco.

»Alteza, os lo ruego… ¿Podéis ayudarme?

—Hari, como sabe todos los lazos oficiales entre Santanni y Trantor han sido cortados, pero aún tengo cierta influencia en algunas zonas de Santanni. Es decir, aún quedan algunas personas leales a mí que todavía no han sido descubiertas… No puedo establecer contacto directo con ninguno de mis agentes en ese mundo, pero puedo compartir con usted todos los informes que reciba de ellos. Son de naturaleza altamente confidencial, claro está, pero considerando su situación y nuestra relación, permitiré que tenga acceso a todos aquellos datos que puedan serle de interés.

»Espero recibir otro informe dentro de una hora. Si lo desea me pondré en contacto con usted en cuanto haya llegado. Haré que uno de mis secretarios repase todas las transmisiones que han llegado de Santanni durante los tres últimos días buscando cualquier referencia a Raych, Manella o Bellis Seldon.

—Gracias, Alteza. Os lo agradezco humildemente.

Hari Seldon inclinó la cabeza y la imagen del emperador desapareció de la holopantalla.

Sesenta minutos después Hari Seldon seguía sentado detrás de su escritorio esperando que el emperador se pusiera en contacto con él. La hora que acababa de transcurrir había sido una de las más horribles y difíciles de toda su existencia, sólo superada por las que siguieron a la destrucción de Dors.

Lo que le estaba destrozando era ignorar lo ocurrido. Había dedicado su vida al conocimiento del futuro y del presente, e ignorar qué había sido de las personas que más le importaban en el universo le resultaba insoportable.

La holopantalla emitió un leve zumbido y Hari pulsó un botón. El rostro de Agis apareció en la holopantalla.

—Hari… —dijo el emperador.

En cuanto captó la tristeza que impregnaba su voz Hari supo que el emperador iba a darle malas noticias.

—Mi hijo —dijo Hari.

—Sí —murmuró el emperador—. Raych ha muerto a primera hora de la mañana durante el bombardeo de la Universidad de Santanni. Mis fuentes de información me han dicho que Raych sabía que el ataque era inminente, pero se negó a abandonar su puesto. Entre los rebeldes hay muchos estudiantes, y Raych creía que si se enteraban de que estaba allí no… Pero el odio se impuso a la razón.

»La universidad es una universidad imperial, Hari. Los rebeldes están convencidos de que deben destruir todo lo que lleve la marca del Imperio antes de empezar la reconstrucción. ¡Estúpidos! ¿Por qué…?

Agis se interrumpió de repente como si acabara de comprender que a Seldon no le importaban en lo más mínimo los planes de los rebeldes o la Universidad de Santanni…, al menos en aquellos momentos.

—Hari, si le hace sentirse mejor recuerde que su hijo murió defendiendo el conocimiento. Raych no luchó y murió por el Imperio, sino por la Humanidad.

Seldon alzó la cabeza y sus ojos llenos de lágrimas se clavaron en la holopantalla.

—¿Y Manella y la pequeña Bellis? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Qué ha sido de ellos? ¿Habéis logrado averiguar algo sobre el Arcadia VII?

—Todas mis investigaciones han resultado infructuosas, Hari. El Arcadia VII salió de Santanni como le dijeron, pero parece haber desaparecido. Es posible que fuera secuestrado por rebeldes o quizás haya tenido que desviarse por alguna emergencia…, de momento no sabemos nada.

Seldon asintió.

—Gracias, Agis. Me habéis comunicado noticias trágicas, pero por lo menos ahora sé algo de lo ocurrido. No saber nada era mucho peor. Sois un verdadero amigo.

—Le dejo con esas noticias, amigo mío…, y con sus recuerdos —dijo el emperador.

Su imagen se desvaneció de la pantalla. Hari Seldon apoyó los brazos sobre el escritorio, inclinó la cabeza y lloró.

30

Wanda Seldon ajustó el cinturón de su unitraje y lo dejó un poco más apretado. Después cogió una azada y empezó a cortar los hierbajos que habían brotado en el pequeño jardín que había creado delante del Edificio Psicohistoria de Streeling. Wanda solía pasar la mayor parte de su tiempo trabajando con el primer radiante en su despacho. Su precisa elegancia estadística la aliviaba, y aquellas ecuaciones invariables parecían tranquilizarla al asegurarle que aún existía algo sólido en aquel Imperio enloquecido. Pero cuando los recuerdos de sus seres queridos —su padre, su madre y su hermana pequeña— se volvían imposibles de soportar, cuando ni siquiera sus investigaciones podían apartar su mente de las horribles pérdidas sufridas, Wanda siempre acababa por encontrarse en el jardín, hurgando en el suelo terraformado como si el insuflar vida a unas cuantas plantas pudiese disminuir su dolor mínimamente.

Había transcurrido un mes desde la muerte de su padre y la desaparición de Manella y Bellis. Wanda, que siempre había sido bastante delgada, no había parado de perder peso. Unos meses atrás, la pérdida repentina de su apetito habría preocupado terriblemente a Seldon, pero ahora estaba tan absorto en su pena que parecía no darse cuenta.

Hari y Wanda Seldon y los escasos colaboradores que seguían trabajando en el proyecto psicohistoria, habían sufrido un gran cambio. Hari parecía haberse rendido definitivamente. Pasaba la mayor parte del tiempo sentado en un sillón en el solario de Streeling, contemplando el recinto universitario y absorbiendo el calor emitido por las bombillas que brillaban sobre su cabeza. De vez en cuando los miembros del proyecto le decían a Wanda que su guardaespaldas, un hombre llamado Stettin Palver, había logrado convencerle de que diera un paseo por debajo de la cúpula o que había intentado arrastrarle a una discusión sobre la dirección que seguiría el proyecto en el futuro.

Wanda se había concentrado en el estudio de las fascinantes ecuaciones del primer radiante. Podía sentir cómo el futuro por el que su abuelo había luchado durante tanto tiempo al fin cobraba forma, y sabía que Seldon estaba en lo cierto. Los enciclopedistas serían la Fundación y debían instalarse en Terminus.

Y la sección 33A2D17… Siempre que la repasaba, Wanda podía ver en ella el germen de aquello a lo que Seldon llamaba la segunda Fundación o la Fundación secreta. Pero… ¿Cómo conseguir que llegara a convertirse en realidad? Sin el interés activo de Seldon, Wanda no sabía cómo seguir adelante, y el dolor provocado por la destrucción de su familia la había herido de forma tan profunda que no parecía tener la energía necesaria para dar con la solución.

Los miembros del proyecto, esa cincuentena escasa de hombres y mujeres lo bastante valerosos para quedarse, continuaban haciendo su trabajo lo mejor posible. La mayoría eran enciclopedistas dedicados a localizar los materiales de referencia que deberían copiar y catalogar para su eventual traslado a Terminus…, cuando consiguieran pleno acceso a la Biblioteca Galáctica suponiendo que lo consiguieran. De momento la fe era su único sostén. El profesor Seldon había perdido su despacho privado en la Biblioteca Galáctica, por lo que las perspectivas de que cualquier otro miembro del proyecto consiguiera acceder a los servicios de la biblioteca parecían muy débiles.

Aparte de los enciclopedistas, había unos cuantos matemáticos y analistas históricos. Los historiadores interpretaban los acontecimiento y las acciones humanas del pasado y el presente y entregaban sus descubrimientos a los matemáticos, quienes encajaban aquellas piezas en la gran ecuación psicohistórica. Era un trabajo tan largo como difícil.

Muchos miembros del proyecto se habían marchado. Las recompensas a su trabajo eran muy escasas —los psicohistoriadores eran el hazmerreír de Trantor y las limitaciones presupuestarias habían obligado a Seldon a recortar drásticamente los salarios—, pero hasta hacía muy poco, la presencia tranquilizadora de Hari Seldon había logrado imponerse a las progresivas dificultades con que se enfrentaba el proyecto. De hecho, todos sus miembros actuaban impulsados por el respeto y la devoción que sentían hacia el profesor Seldon.

«Y ahora —pensó Wanda Seldon con amargura—, ¿qué razón les queda para quedarse?» Lina suave brisa se apoderó de un mechón de sus rubios cabellos y lo hizo caer sobre sus ojos. Wanda lo apartó distraídamente y siguió luchando con los hierbajos.

—Señorita Seldon, ¿puede concederme unos momentos de su tiempo?

Wanda se volvió y alzó la mirada. Un joven —Wanda pensó que debería tener veintitantos años—, había llegado por el sendero de gravilla y se había detenido junto a ella. Nada más verle Wanda tuvo la sensación de que era fuerte y tremendamente inteligente. Su abuelo había sabido escoger bien. Wanda se incorporó para hablar con él.

—Le conozco. Es el guardaespaldas de mi abuelo, ¿verdad? Creo que se llama Stettin Palver, ¿no?

—Sí, señorita Seldon, así es —dijo Palver, y se le enrojecieron levemente las mejillas como si le complaciera que una chica tan hermosa se fijara en él—. Señorita Seldon, he venido a verla porque me gustaría hablar de su abuelo. Estoy muy preocupado por él. Tenemos que hacer algo.

—¿Qué podemos hacer, señor Palver? No se me ocurre nada. Desde que mi padre… —Wanda tragó saliva como si le costara hablar—. Desde que mi padre murió y mi madre y mi hermana desaparecieron, sólo sacarle de la cama por las mañanas es toda una batalla; y si he de serle sincera lo ocurrido también me ha afectado mucho. Lo comprende, ¿verdad?

Wanda le miró a los ojos y supo que Palver lo comprendía.

—Señorita Seldon, lamento terriblemente sus pérdidas —dijo Palver en voz baja—, pero usted y el profesor Seldon están vivos y deben seguir trabajando en la psicohistoria. El profesor parece haberse rendido. Tenía la esperanza de que quizá usted…, de que nosotros podríamos dar con algo que volviera a insuflarle esperanzas. Ya sabe, una razón para seguir adelante.

«Ah, señor Palver —pensó Wanda—, puede que el abuelo esté haciendo lo único que puede hacerse. Me pregunto si existe alguna razón para seguir adelante…», pero no lo dijo en voz alta.

—Lo siento, señor Palver —murmuró—, pero no se me ocurre nada. —Señaló el suelo con su azada—. Y ahora, como puede ver, debo seguir ocupándome de esas malas hierbas que parecen estar por todas partes.

—No creo que su abuelo esté haciendo todo lo posible —dijo Palver—. Creo que existe una razón para seguir adelante. Lo único que debemos hacer es encontrarla.

Las palabras de Palver afectaron a Wanda de tal forma que casi se tambaleó. ¿Cómo podía saber lo que pensaba? A menos que…

—Puede leer las mentes, ¿verdad? —preguntó Wanda conteniendo el aliento como si temiera oír la respuesta de Palver.

—Sí, puedo hacerlo —replicó el joven—. Creo que siempre he podido. Por lo menos no consigo recordar un momento en el que no pudiese hacerlo… La mitad de las veces ni siquiera soy consciente de ello. Sencillamente sé lo que la gente está pensando, o lo que ha pensado… A veces —siguió diciendo, animado por la comprensión que sentía emanar de Wanda—, recibo destellos de pensamientos procedentes de otra persona, pero eso siempre ocurre cuando hay mucha gente cerca y nunca he conseguido localizar de quién procedían. Pero sé que en Trantor hay otros como yo…, como nosotros.

Wanda le cogió de la mano. Su herramienta de jardinería había caído al suelo y había sido olvidada.

—¿Tiene alguna idea de lo que podría significar esto? ¿Sabe lo que podría significar para el abuelo, para la psicohistoria? Ninguno de nosotros puede hacer gran cosa sin ayuda, pero los dos juntos…

Wanda giró sobre sí misma y fue hacia el edificio psicohistoria dejando a Palver en el sendero de gravilla. Ya casi había llegado a la entrada cuando se detuvo y se volvió. «Venga, señor Palver —dijo Wanda sin abrir la boca—. Tenemos que contarle esto a mi abuelo.» «Sí —respondió mentalmente Palver yendo hacia ella—, supongo que deberíamos hacerlo…»

31

—Wanda, ¿estás intentando decirme que he buscado a alguien con tus poderes por todo Trantor y que ha estado aquí durante los últimos meses sin que tuviéramos idea de lo que podía hacer? —dijo Hari Seldon con incredulidad.

Había estado dormitando en el solario, y Wanda y Palver le habían despertado para darle sus asombrosas noticias.

—Sí, abuelo. Piensa en ello. Nunca había tenido ocasión de hablar con Stettin. La mayor parte del tiempo que has pasado con él estabais lejos del proyecto y yo pasaba casi todo mi tiempo encerrada en mi despacho con el primer radiante. ¿Cuándo podríamos habernos encontrado? De hecho, la única vez que se cruzaron nuestros caminos tuvo un resultado muy significativo.

—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Seldon mientras hurgaba en su memoria.

—Tu última comparecencia ante la ley…, la juez Lih —replicó Wanda sin perder un segundo—. ¿Te acuerdas del testigo que juró que tú y Stettin habíais atacado a esos tres atracadores? ¿Te acuerdas de que se derrumbó y confesó la verdad…, y que tan siquiera él parecía saber por qué lo hizo? Stettin y yo lo hemos comprendido. Los dos empujamos a Rial Nevas para que dijese la verdad. Cuando prestó testimonio estaba muy seguro de sí mismo, y creo que ni yo ni Palver podríamos haberlo conseguido si hubiésemos estado solos, pero juntos… —Wanda lanzó una mirada llena de timidez a Palver, quien permanecía inmóvil junto a ella—. ¡Juntos nuestro poder es impresionante!

Hari Seldon pensó en las implicaciones de todo aquello y abrió la boca como si se dispusiera a hablar, pero Wanda se le adelantó.

—De hecho —siguió diciendo—, pensamos pasar la tarde poniendo a prueba nuestras habilidades metálicas tanto juntos como por separado. Por lo poco que hemos descubierto hasta ahora parece que el poder de Stettin es un poquito más débil que el mío…, quizá llegue a un cinco en mi escala. Pero su cinco combinado con mi siete ¡nos proporciona un doce! Piensa en ello, abuelo… ¡Es impresionante!

—¿No lo entiende, profesor? —dijo Palver—. Wanda y yo somos lo que estaba buscando. Podemos ayudarle a convencer a los mundos de la validez de la psicohistoria, podemos ayudarle a encontrar a otras personas como nosotros y podemos conseguir que la psicohistoria vuelva a progresar.

Sus rostros estaban iluminados por el brillo de la juventud, el entusiasmo y el vigor físico, y Seldon se dio cuenta de que todo aquello era un bálsamo para su viejo corazón. Quizá no todo estuviese perdido… Había creído que no sobreviviría a aquella última tragedia, y casi estaba convencido de que la muerte de su hijo y la desaparición de la esposa y la hija de Raych acabarían con él, pero podía ver que Raych seguía viviendo en Wanda…, y ahora sabía que el futuro de la Fundación también vivía en Wanda y Stettin.

—Sí, sí —dijo Seldon asintiendo con la cabeza—. Vamos, ayudadme a levantarme… He de volver a mi despacho para planear cuál será nuestro próximo paso.

32

—Entre, profesor Seldon —dijo el jefe de bibliotecarios Tryma Acarnio con voz gélida.

Hari Seldon entró en el imponente despacho del jefe de bibliotecarios seguido de Wanda y Stettin.

—Gracias, jefe de bibliotecarios —dijo Seldon mientras se instalaba en un sillón y contemplaba a Acarnio, quien había vuelto a tomar asiento detrás de su enorme escritorio—. ¿Me permite presentarle a mi nieta Wanda y a mi amigo Stettin Palver? Wanda es una de las colaboradoras más valiosas del proyecto psicohistoria, y está especializada en matemáticas. Y Stettin…, bueno, Stettin, se está convirtiendo en un generalista psicohistórico de primera categoría…, cuando no está ocupado cumpliendo con sus deberes como mi guardaespaldas, naturalmente.

Seldon dejó escapar una risita bienhumorada.

—Sí, ya… Bien, profesor, todo eso me parece magnífico —dijo Acarnio, algo sorprendido ante el buen humor de Seldon. Esperaba que el profesor entraría casi arrastrándose y que se pondría de rodillas para suplicarle que la Biblioteca Galáctica le devolviera sus privilegios especiales—. Pero no entiendo por qué deseaba verme. Supongo que ha comprendido que nuestra posición no va a cambiar. No podemos permitir que la Biblioteca Galáctica mantenga ningún tipo de relación con alguien tan extremadamente impopular entre la población. Después de todo, somos una biblioteca pública y no podemos herir los sentimientos del público…

Acarnio se reclinó en su sillón, y pensó que lo que había dicho quizá haría que Seldon empezara a arrastrarse ante él.

—Soy consciente de que no he conseguido hacerle cambiar de opinión, pero pensé que si hablaba con un par de los miembros más jóvenes del proyecto, los psicohistoriadores del mañana, por así decirlo, quizá comprendería mejor que el proyecto y la enciclopedia en particular jugarán un papel vital en nuestro futuro. Por favor, le ruego que escuche lo que Wanda y Stettin tienen que decirle.

Acarnio contempló a los dos jóvenes que flanqueaban a Seldon. El jefe de bibliotecarios no parecía muy impresionado.

—Muy bien —dijo señalando la cronobanda mural—. Cinco minutos y ni un instante más. Tengo toda una biblioteca de la que ocuparme.

—Jefe de bibliotecarios —dijo Wanda—, tal y como estoy segura le habrá explicado mi abuelo, la psicohistoria es una herramienta de inmenso valor que debe usarse para la preservación de nuestra cultura. Sí, la preservación —repitió al ver que Acarnio había abierto un poco más los ojos después de oír esa palabra—. Se ha puesto un énfasis indebido en la destrucción del Imperio, y eso ha hecho que el auténtico valor de la psicohistoria fuese ignorado. La psicohistoria nos permite predecir el inevitable declive de nuestra civilización y, por tanto, también nos permite tomar medidas para preservarla. Eso es lo que pretendemos conseguir con la enciclopedia galáctica, y ésa es la razón de que necesitemos su ayuda y la de nuestra gran biblioteca.

Acarnio no pudo resistir la tentación de sonreír. No cabía duda de que la joven poseía un gran encanto personal. Parecía tan llena de entusiasmo, hablaba tan bien, era tan educada… Acarnio contempló a la joven sentada delante de él y se fijó en que su cabellera rubia estaba recogida hacia atrás en un peinado de académica bastante severo que no sólo no ocultaba el atractivo de sus rasgos sino que casi lo realzaba. Lo que estaba diciendo empezaba a tener sentido. Quizá Wanda Seldon tuviese razón…, quizá había enfocado el problema desde el ángulo equivocado. Si era un asunto de preservación en vez de destrucción

—Jefe de bibliotecarios —dijo Stettin Palver—, esta magnífica biblioteca tiene milenios de existencia. Representa el inmenso poder del Imperio de forma aún más noble e impresionante que el mismísimo Palacio Imperial. El palacio se limita a albergar al líder del Imperio, pero la biblioteca es el hogar de todos los conocimientos, la cultura y la historia del Imperio. Su valor es incalculable.

»¿No cree que preparar un homenaje a este inmenso depósito de sabiduría es tan justo como necesario? La enciclopedia galáctica será precisamente eso…, un gigantesco resumen de todo el conocimiento contenido entre estos muros. ¡Piense en ello!

Y de repente Acarnio creyó verlo con una increíble claridad. ¿Cómo podía haber permitido que el consejo (y, en especial, aquel enano mezquino llamado Gennaro Mummery) le convenciera de que debía rescindir los privilegios de Seldon? Las Zenow, una persona cuyo sentido común y buen juicio siempre había tenido en gran estima, había apoyado con entusiasmo la enciclopedia de Seldon.

Volvió a contemplar a las tres personas sentadas delante de él que aguardaban su decisión. Si los dos jóvenes sentados en su despacho eran una muestra representativa de la clase de personas que colaboraban con Seldon, el consejo tendría grandes dificultades para encontrar algún motivo de queja en los miembros del proyecto.

Acarnio se puso en pie y cruzó su despacho mientras fruncía el ceño como si estuviera moldeando sus pensamientos. Acabó cogiendo una esfera de cristal de un blanco lechoso que había encima de una mesita auxiliar y la sostuvo en la palma de su mano.

—Trantor —dijo Acarnio con voz pensativa—, sede del Imperio, centro de toda la galaxia… Si se piensa en ello resulta realmente asombroso. Quizá hemos juzgado al profesor Seldon con excesiva precipitación. Ahora que su proyecto de la enciclopedia galáctica me ha sido presentado bajo una nueva luz… —Acarnio miró a Wanda y Palver y asintió con la cabeza—, comprendo lo importante que es que se le permita seguir trabajando aquí. Y, naturalmente, comprendo que debemos permitir que sus colegas tengan acceso a los servicios de la Biblioteca Galáctica.

Seldon sonrió con gratitud y apretó suavemente la mano de Wanda.

—Hago esta recomendación no sólo para mayor gloria del Imperio —siguió diciendo Acarnio, quien aparentemente había empezado a dejarse entusiasmar por la idea (y por el sonido de su propia voz)—. Profesor Seldon, usted es un hombre famoso. Tanto da que la gente le considere un charlatán o un genio: todo el mundo parece tener una opinión sobre usted. Si un académico de su talla queda estrechamente relacionado con la Biblioteca Galáctica eso sólo puede aumentar nuestro prestigio en tanto que bastión de las ocupaciones intelectuales más elevadas. Su presencia continuada en la Biblioteca Galáctica puede ser utilizada para conseguir los fondos necesarios que nos permitan poner al día nuestros archivos, aumentar nuestro personal, mantener abiertas nuestras puertas al público más tiempo…

»Y la perspectiva de la enciclopedia galáctica en sí… ¡Qué proyecto tan monumental! Imagínese cuál será la reacción cuando el público se entere de que la Biblioteca Galáctica está involucrada en una empresa concebida para preservar y aumentar el esplendor de nuestra civilización, nuestra gloriosa historia, nuestros brillantes logros y nuestras soberbias culturas. Y pensar que yo, el jefe de bibliotecarios Tryma Acarnio, seré el responsable de que este gran proyecto se ponga en marcha…

Acarnio clavó los ojos en la esfera de cristal y se dejó absorber durante unos momentos por todas aquellas gloriosas fantasías.

—Sí, profesor Seldon —dijo en cuanto volvió a la realidad—, usted y sus colegas gozarán de todos los privilegios posibles…, y contarán con despachos en los que trabajar.

Acarnio colocó la esfera de cristal sobre su mesita y volvió a su escritorio envuelto en un susurro de telas.

—Naturalmente, puede que necesite algún tiempo para convencer al consejo, pero confío en que sabré manejarles. Déjemelo a mí.

Seldon, Wanda y Palver intercambiaron una rápida mirada de triunfo y alzaron las comisuras de sus labios en una discreta sonrisa. Tryma Acarnio movió una mano indicándoles que podían irse y así lo hicieron, dejando al jefe de bibliotecarios reclinado en su asiento soñando con la gloria y el honor que sus planes reportarían a la biblioteca.

—Ha sido asombroso —dijo Seldon cuando estuvieron dentro de su vehículo—. Si le hubierais visto durante nuestra última entrevista… Dijo que estaba «amenazando la textura del Imperio» o alguna estupidez semejante, y en cambio hoy después de unos minutos con vosotros…

—No resultó demasiado difícil, abuelo —dijo Wanda mientras pulsaba un botón y hacía que el vehículo se introdujera en el tráfico. Wanda había tecleado las coordenadas correspondientes a su destino en el panel, y el autopiloto tomó el control permitiéndole reclinarse en su asiento—. Es un hombre con un sentido muy agudo de su importancia personal. Bastó con que resaltáramos los aspectos positivos de la enciclopedia y su ego se encargó del resto.

—Estuvo perdido desde que Wanda y yo entramos en el despacho —dijo Palver desde el asiento de atrás—. Con los dos empujándole…, bueno, resultó sencillísimo.

Palver se inclinó hacia delante y dio un par de palmaditas afectuosas en el hombro de Wanda. La joven sonrió, alargó un brazo y le acarició la mano.

—Debo avisar a los enciclopedistas lo más pronto posible —dijo Seldon—. Quedan treinta y dos, pero son grandes trabajadores y sólo viven para el proyecto. Los instalaré en la biblioteca y después nos enfrentaremos al obstáculo siguiente…, los créditos. Puede que esta alianza con la biblioteca sea justo lo que necesite para convencer a la gente de que nos proporcione fondos. Volveré a solicitar una entrevista con Terep Bindris y os llevaré conmigo. Parecía bien dispuesto hacia mí…, por lo menos al principio. Pero ahora, ¿cómo podrá resistírsenos?

El vehículo acabó deteniéndose delante del edificio psicohistoria en Streeling. Los paneles laterales se deslizaron, pero Seldon no hizo el gesto de bajar sino que se volvió hacia Wanda.

—Wanda, ya sabes lo que tú y Stettin conseguisteis con Acarnio. Estoy seguro de que también lograréis sacar unos cuantos créditos a algunos benefactores financieros.

»Sé que no te gusta abandonar tu amado primer radiante, pero estas visitas os proporcionarán la ocasión de practicar, de perfeccionar vuestras habilidades y haceros una idea de lo que podéis conseguir.

—Está bien, abuelo, aunque estoy segura de que ahora que la biblioteca ha dado luz verde a tu proyecto descubrirás que la resistencia a tus peticiones ha disminuido mucho.

—Hay otra razón por la que creo que es importante que los dos estéis juntos. Stettin, creo que dijiste que en ciertas ocasiones habías «sentido» la presencia de otra mente como la tuya, pero que nunca habías logrado identificarla, ¿verdad?

—Sí —respondió Palver—. He captado algunos destellos, pero siempre que me llegaron estaba rodeado por una multitud; y en mis veinticuatro años de existencia sólo recuerdo haber captado esos destellos cuatro o cinco veces.

—Pero, Stettin —dijo Seldon con voz apremiante—, seguro de que cada destello indicaba la proximidad de una mente parecida a la tuya y a la de Wanda…, otro mentalista. Wanda nunca ha sentido esos destellos porque, francamente, ha llevado una vida muy recluida y las pocas ocasiones en que ha estado rodeada de una multitud supongo que no habría ningún mentalista cerca.

»Ésa es una razón para que os mováis por Trantor conmigo o sin mí, y quizá sea la más importante. Tenemos que encontrar más mentalistas. Vuestro poder combinado es capaz de manipular a una persona. ¡Un grupo de vosotros que empuje al unísono tendrá el poder suficiente para influir sobre todo el Imperio!

Hari Seldon puso los pies en el suelo y bajó del vehículo. Wanda y Palver le vieron alejarse cojeando por el camino que llevaba al edificio psicohistoria, y mientras le contemplaban aún no eran conscientes de la enorme responsabilidad que Seldon acababa de colocar sobre sus jóvenes hombros.

33

Aún faltaban horas para que anocheciera, y el sol de Trantor arrancaba destellos a la piel metálica que cubría el enorme planeta. Hari Seldon estaba en la plataforma de observación de la Universidad de Streeling e intentaba proteger sus ojos de aquel potente resplandor con una mano. Habían pasado años desde la última ocasión en que estuvo fuera de la cúpula, dejando aparte sus escasas visitas al Palacio y, aunque no sabía por qué, le parecía que esas visitas no contaban: en el recinto imperial siempre tenía la sensación de estar encerrado.

Seldon ya no iba a ninguna parte sin compañía. En primer lugar Palver pasaba la mayor parte de su tiempo con Wanda: trabajaba en el primer radiante, estaba absorto en la investigación mentálica y buscaba a otras personas que tuvieran poderes semejantes; a pesar de todo, Seldon podría haber encontrado otro joven —un estudiante de la universidad o un miembro del proyecto— para que desempeñara las funciones de guardaespaldas.

Pero Seldon sabía que ya no necesitaba un guardaespaldas. Después de aquella comparecencia ante la juez Lih y del restablecimiento de sus relaciones con la Biblioteca Galáctica, la comisión de seguridad pública había empezado a interesarse mucho por Seldon. Seldon sabía que le seguían, y había tenido varios atisbos de su «sombra» durante los últimos meses. Aparte de eso, no cabía duda de que tanto su hogar como su despacho habían sido provistos de sistemas de escucha, por lo que cada vez que mantenía una conversación delicada utilizaba un escudo estático.

Seldon no estaba muy seguro de qué pensaba la comisión de él, y quizá ni la mismísima comisión tuviera una opinión formada; pero tanto si le consideraba un chiflado como un profeta se había asegurado de saber dónde estaba Seldon en cada momento…, y eso significaba que hasta que la comisión cambiara de parecer Seldon no corría ningún peligro.

Una suave brisa hizo ondular la capa azul oscuro que Seldon había echado sobre su unitraje y agitó los escasos mechones de cabellos blancos que le quedaban en el cráneo. Seldon inclinó la cabeza hacia la barandilla y contempló la lisa manta de acero que se extendía por debajo de él. Sabía que debajo de aquella manta gruñía la maquinaria de un mundo enormemente complicado. Si la cúpula fuese transparente habría podido ver los vehículos que iban y venían de un lugar a otro, los gravitaxis que subían y bajaban por una compleja red de túneles intercomunicados, los hipernavíos espaciales que eran cargados y descargados de cereales, sustancias químicas y joyas que llegaban o partían hacia prácticamente todos los mundos del Imperio.

Debajo de aquella resplandeciente cubierta metálica se desarrollaban las vidas de cuarenta mil millones de personas acompañadas del dolor, la alegría y el drama inherente a la condición humana. Seldon siempre había amado la imagen ofrecida por aquel enorme panorama de logros humanos, y le destrozaba el corazón saber que bastarían unos cuantos siglos para que todo lo que estaba contemplando se convirtiera en ruinas. La gran cúpula se llenaría de agujeros y cicatrices que revelarían la destrucción de lo que había sido el centro vital de una floreciente civilización. Seldon meneó melancólicamente la cabeza, pues sabía que no había nada que pudiera hacer para evitar aquella tragedia; pero así como preveía la destrucción de la cúpula, también estaba seguro de que tras las últimas batallas del Imperio se abrirían paso nuevos brotes de vida y, aunque no supiese exactamente cómo se desarrollaría el proceso, estaba seguro de que Trantor emergería de sus ruinas para convertirse en un miembro del nuevo Imperio. El plan se ocuparía de que así ocurriese.

Seldon tomó asiento en uno de los bancos que había esparcidos por el perímetro de la plataforma. Sentía un doloroso palpitar en la pierna, y pensó que el esfuerzo de ir hasta allí había resultado excesivo, pero volver a contemplar Trantor, sentir la caricia del aire sobre su piel y ver la inmensidad del cielo sobre su cabeza eran recompensa más que suficiente.

Seldon pensó en Wanda. Veía muy poco a su nieta y, cuando lo hacía, Stettin Palver siempre estaba presente. Los tres meses transcurridos desde que se conocieron habían servido para volverse inseparables. Wanda le aseguraba que esa relación tan continuada era necesaria para el proyecto, pero Seldon sospechaba que en ella había algo más profundo que una simple devoción al trabajo.

Recordaba las señales delatoras de sus primeros tiempos con Dors, y era consciente de que esas mismas señales estaban presentes en la forma en que se miraban los dos jóvenes y en aquella intensidad que no era fruto exclusivo de la estimulación intelectual, sino también de la emocional.

Y, aparte de ello, sus mismas naturalezas hacían que Wanda y Palver pareciesen sentirse más cómodos el uno con el otro que en compañía de otras personas. De hecho, Seldon había descubierto que, cuando no había nadie cerca, Wanda y Palver ni siquiera se hablaban: sus capacidades mentálicas estaban lo suficientemente avanzadas para permitirles comunicarse sin necesidad de palabras.

Los otros miembros del proyecto no sabían nada sobre los talentos únicos que poseían. Seldon había pensado que era mejor mantener en secreto todo lo referente al trabajo mentálico que estaban haciendo, por lo menos hasta que el papel que jugarían en el proyecto hubiese quedado claramente definido. El plan estaba fijado con toda claridad…, pero sólo existía en la mente de Seldon. Cuando hubiera logrado encajar unas cuantas piezas más revelaría su plan a Wanda y Palver, y cuando fuese imprescindible hacerlo se lo revelaría a otro par de personas.

Seldon se puso en pie moviéndose lenta y torpemente. Tenía que estar en Streeling dentro de una hora para hablar con Wanda y Palver. La pareja de jóvenes le había dejado un mensaje en el que le anunciaban una gran sorpresa, y Seldon tenía la esperanza de que fuese otra pieza del rompecabezas. Echó un último vistazo a Trantor y antes de volverse para ir hacia el ascensor de repulsión gravítica sonrió y murmuró la palabra «Fundación».

34

Hari Seldon entró en su despacho, y vio que Wanda y Palver ya habían llegado y estaban sentados junto a la mesa de conferencias que había al otro extremo de la habitación. Entre los dos, como era habitual, reinaba un silencio absoluto.

Un instante después Seldon se dio cuenta de que no estaban solos. Qué extraño… Cuando se hallaban en compañía de otras personas Wanda y Palver solían hablar en voz alta por razones de cortesía, pero en aquellos momentos ninguno de los tres estaba hablando.

Seldon observó al desconocido. Era un hombre de aspecto un poco raro que tendría unos treinta y cinco años y la expresión distraída y absorta de alguien que ha pasado demasiado tiempo concentrado en sus estudios. Si no hubiera sido por la línea decidida y firme de su mandíbula, Seldon habría pensado que el desconocido era un hombre tímido y vacilante, pero estaba claro que habría sido un error. En el rostro de aquel hombre había fortaleza y también bondad. Seldon acabó por decidir que era el rostro de alguien en quien se podía confiar.

—Abuelo —dijo Wanda levantándose grácilmente de su silla.

Seldon contempló a su nieta, y sintió una débil punzada de dolor y preocupación. Había cambiado tanto en los meses transcurridos desde la pérdida de su familia… En el pasado, Wanda nunca parecía capaz de contener el impulso de sonreír y lanzar risitas; pero en los últimos tiempos su rostro sereno apenas se iluminaba de vez en cuando con una sonrisa beatífica, pero seguía siendo tan hermosa como siempre, y su intelecto era todavía más asombroso que su belleza.

—Wanda, Palver… —dijo Seldon. Besó a su nieta en la mejilla y dio una palmadita afectuosa en el hombro de Palver—. Hola —dijo volviéndose hacia el desconocido, quien también se había puesto en pie—. Soy Hari Seldon.

—Es un gran honor conocerle, profesor —dijo el hombre—. Me llamo Bor Alurin.

Alurin le ofreció una mano, el gesto de saludo más arcaico y formal de la sociedad trantoriana.

—Bor es psicólogo, Hari —dijo Palver—, y está muy interesado en tu trabajo.

—Y lo más importante es que Bor es uno de nosotros, abuelo —dijo Wanda.

—¿Uno de vosotros? —Los ojos de Seldon fueron de Wanda a Palver—. ¿Quieres decir…? —murmuró, y se le iluminaron las pupilas.

—Sí, abuelo. Ayer Stettin y yo estábamos paseando por el sector de Ery…, buscábamos a otros mentalistas, tal y como nos habías sugerido, y de repente… ¡Allí estaba él!

—Reconocimos las pautas mentales en seguida y empezamos a mirar a nuestro alrededor intentando establecer un contacto —dijo Palver relevando a Wanda en su relato—. Nos encontrábamos en una zona comercial cercana al espaciopuerto, y las aceras estaban repletas de turistas, comerciantes del exterior y gente que iba de compras. Parecía imposible encontrarle, pero Wanda se limitó a quedarse quieta y envió un mensaje mental. «Ven aquí», emitió…, y Bor surgió de entre la multitud. Vino hacia nosotros y los dos captamos su «¿Sí?» mental.

—Asombroso —dijo Seldon sonriendo a su nieta—. Y usted, doctor… ¿Doctor, verdad? Bien, doctor Alurin, ¿qué opina de todo esto?

—Bueno —dijo el psicólogo con expresión pensativa—, estoy muy complacido. Siempre tuve la vaga sensación de que era distinto a los demás y nunca supe muy bien por qué, y si puedo ayudarle en algo yo… —El psicólogo clavó la mirada en sus pies como si acabara de comprender que sus palabras podían sonar un poco presuntuosas—. Lo que quiero decir es que Wanda y Stettin me han dicho que quizá pueda contribuir de alguna manera al proyecto psicohistoria. Profesor, le aseguro que nada me complacería más.

—Sí, sí. Lo que le han dicho es verdad, doctor Alurin, y, de hecho, creo que puede hacer una gran contribución al proyecto…, si quiere colaborar conmigo. Naturalmente, tanto si se dedica a la enseñanza como al ejercicio privado de la profesión me temo que deberá abandonar sus actividades actuales… ¿Podrá hacerlo?

—Por supuesto que sí, profesor. Quizá necesite un poco de ayuda para convencer a mi esposa… —Alurin dejó escapar una leve risita y contempló con cierta timidez a sus tres interlocutores—. Es curioso, pero al final siempre acabo por convencerla, ¿sabe?

—Bien, entonces estamos de acuerdo —dijo Seldon—. Se unirá al proyecto psicohistoria. Doctor Alurin, le prometo que no lamentará haber tomado esta decisión.

—Wanda, Stettin, me habéis dado una noticia realmente maravillosa —dijo Seldon cuando Alurin ya se había marchado—. ¿Cuánto tiempo crees que tardaréis en encontrar más mentalistas?

—Abuelo, necesitamos más de un mes para localizar a Bor… No podemos predecir con qué frecuencia descubriremos otros mentalistas.

»A decir verdad todos estos “paseos” nos impiden trabajar en el primer radiante y también afectan bastante nuestra concentración. Ahora que puedo “hablar” con Stettin la comunicación verbal me resulta…, no sé muy bien cómo expresarlo…, demasiado tosca, demasiado ruidosa.

La sonrisa de Seldon se desvaneció. Era algo que ya se temía. La tolerancia a la vida «corriente» de Wanda y Palver había disminuido a medida que desarrollaban sus capacidades mentales, lo cual era lógico. Sus dotes de manipulación mentálica tenían que crear cierta distancia entre ellos y los seres humanos corrientes.

—Wanda, Stettin, creo que quizá haya llegado el momento de que os cuente algo más sobre la idea que Yugo Amaryl tuvo hace años y sobre el plan que he concebido como resultado de esa idea. No había querido hablaros con detalle de él hasta hoy porque las piezas del rompecabezas aún no habían encajado del todo, pero acaban de hacerlo.

»Como ya sabéis, Yugo creía que debíamos establecer dos fundaciones porque conformarse con una sola sería demasiado arriesgado. Fue una idea muy brillante, y es una pena que Yugo no haya vivido el tiempo suficiente para ver cómo se convertía en realidad. —Seldon permaneció en silencio durante unos momentos y dejó escapar un suspiro melancólico—. Pero me estoy apartando del tema… Hace seis años, cuando estuve seguro de que Wanda poseía capacidades mentálicas que le permitían entrar en contacto con las mentes de los demás, se me ocurrió que no sólo debería haber dos fundaciones sino que también deberían ser de naturaleza distinta. Una estaría compuesta por estudiosos de las ciencias físicas, y los enciclopedistas de Terminus serían su grupo pionero. La segunda Fundación estaría compuesta por auténticos psicohistoriadores…, por mentalistas como vosotros. Ésa es la razón de que haya insistido tanto en que encontrarais a más personas con poderes similares.

»Y, por último, una cosa más: la existencia de la segunda Fundación debe ser un secreto. Su poder residirá en su clandestinidad, en su omnipresencia y omnipotencia telepática.

»Hace unos años comprendí que necesitaría los servicios de un guardaespaldas y me di cuenta de que la segunda Fundación tendría que ser el guardaespaldas silencioso y secreto de la primera Fundación.

»La psicohistoria no es infalible…, pero sus predicciones tienen muchas probabilidades de convertirse en realidad. La Fundación tendrá muchos enemigos, especialmente durante su infancia…, tantos como los que tengo yo hoy.

»Wanda, tú y Palver sois los pioneros de la segunda Fundación, los guardianes de la Fundación de Terminus.

—Pero abuelo… ¿Cómo podemos cumplir esa misión? —preguntó Wanda—. Sólo somos dos…, bueno, tres si cuentas a Bor. Para proteger a toda la Fundación necesitaríamos…

—¿Centenares de mentalistas? ¿Millares? Encuentra a todos los que se precisen, nieta. Puedes hacerlo, y sabes cómo.

»Cuando me estaba contando cómo descubriste al doctor Alurin, Stettin dijo que te quedaste inmóvil y enviaste un mensaje a la presencia mentálica que habías captado, y que Alurin vino a ti. ¿No lo entiendes? Has estado yendo por todas partes para encontrar a otros como tú, pero eso es difícil y hay momentos en que te resulta casi doloroso. Acabo de comprender que tú y Stettin debéis permanecer en un lugar tranquilo y aislado desde el que actuaréis como núcleo de la segunda Fundación, y desde el que arrojaréis vuestras redes en el océano de la Humanidad.

—Abuelo, ¿qué estás diciendo? —murmuró Wanda. Se puso en pie y se arrodilló junto al asiento de Seldon—. ¿Quieres que me vaya?

—No, Wanda —replicó Seldon con la voz estrangulada por la emoción—. No quiero que te vayas, pero es la única forma de lograrlo. Tú y Stettin debéis aislaros de la tosca fisicidad de Trantor. A medida que vuestras capacidades mentálicas aumenten de potentes iréis atrayendo a otras personas con poderes mentálicos…, y la Fundación callada y secreta irá creciendo.

»Estaremos en contacto…, de vez en cuando, naturalmente. Y cada uno de nosotros tiene un primer radiante. Comprendes la verdad y la absoluta necesidad de lo que te estoy diciendo, ¿no? Dime que lo comprendes…

—Sí, abuelo, lo comprendo —replicó Wanda—. Y lo más importante de todo es que también siento la brillantez de esa idea. Puedes tener la seguridad de que no te fallaremos.

—Ya lo sé, querida —dijo Seldon con voz cansada.

¿Cómo podía hacer algo semejante…, cómo podía enviar a su amada nieta tan lejos de él? Wanda era el último eslabón que le unía a sus días más felices, a Dors, Yugo y Raych. Aparte de él, era la única Seldon que había en toda la galaxia.

—Te echaré muchísimo de menos, Wanda —dijo Seldon, y una lágrima se deslizó sobre la red de finas arrugas que cubría su mejilla.

—Pero abuelo, ¿adónde iremos? —preguntó Wanda mientras se ponía en pie e iba hacia Palver—. ¿Dónde está la segunda Fundación?

Seldon alzó la vista hacia ella.

—El primer radiante te lo dijo, Wanda —replicó.

Wanda contempló a Seldon con expresión de perplejidad mientras hurgaba en su memoria.

Seldon alargó un brazo y cogió la mano de su nieta.

—Entra en mi mente, querida. Está allí.

Las pupilas de Wanda se dilataron y su mente entró en contacto con la de Seldon.

—Lo veo —murmuró.

Sección 33A2D17: El Fin de las Estrellas.