Contados en Tiempo Galáctico Estándar —todo el mundo usaba el TGE para contar—, Wanda tenía ocho años, y era toda una pequeña dama de modales corteses y refinados. Tenía la cabellera lacia de un color castaño claro. Sus ojos eran azules, pero se estaban oscureciendo y quizás acabaría por tener los ojos castaños de su padre.
Wanda estaba sentada perdida en sus pensamientos. Sesenta…
Era el número que la preocupaba. El abuelo estaba a punto de celebrar su cumpleaños e iba a cumplir sesenta años, y sesenta era un número muy grande. Wanda estaba preocupada porque la noche anterior había tenido una pesadilla en la que aparecía el número sesenta.
Fue en busca de su madre. Tendría que preguntárselo.
Su madre no resultó muy difícil de encontrar. Estaba hablando con el abuelo, seguramente sobre el cumpleaños. Wanda vaciló. Preguntárselo delante del abuelo no estaría bien.
Su madre no tuvo ninguna dificultad para detectar la inquietud de Wanda.
—Un momento, Hari —dijo—. No sé qué le pasa a Wanda… ¿Qué tienes, querida?
Wanda tiró de su mano.
—Aquí no, madre. En privado.
Manella se volvió hacia Hari Seldon.
—¿Ves qué pronto empieza? Vidas privadas, problemas privados… Claro que sí, Wanda. ¿Quieres que vayamos a tu habitación?
—Sí, madre —dijo Wanda aliviada.
Madre e hija fueron a la habitación de la niña cogidas de la mano.
—Bien, Wanda, ¿cuál es el problema?
—Madre, el abuelo…
—¡El abuelo! Pero Wanda, el abuelo jamás haría nada que te pudiera disgustar.
—Bueno, pues lo está haciendo. —Los ojos de Wanda se llenaron de lágrimas—. ¿Se va a morir?
—¿Tu abuelo? ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza, Wanda?
—Va a cumplir sesenta años. Eso es ser muy viejo…
—No, no lo es. No es joven, pero tampoco es viejo. Las personas pueden vivir ochenta, noventa e incluso cien años, y tu abuelo está fuerte y sano. Vivirá mucho tiempo.
—¿Estás segura? —preguntó Wanda mientras suspiraba hondamente.
Manella cogió a su hija por los hombros y la miró a los ojos.
—Todos tenemos que morir algún día, Wanda. Ya te lo he explicado en alguna ocasión, pero a pesar de eso no nos preocupamos de ello hasta que el día está muy, muy cerca. —Le limpió los ojos con gran delicadeza—. El abuelo seguirá viviendo hasta que tú hayas crecido y tengas tus propios bebés, ya lo verás. Y ahora, ven conmigo. Quiero hablar con tu abuelo.
Wanda volvió a suspirar.
Cuando regresaron, Seldon se volvió hacia la niña y le lanzó una mirada llena de simpatía.
—¿Qué ocurre, Wanda? ¿Por qué estás triste?
Wanda meneó la cabeza.
Seldon volvió la cabeza hacia la madre.
—Bien, Manella, ¿qué ocurre?
Manella también meneó la cabeza.
—Tendrá que decírtelo ella misma.
Seldon se sentó y dio unas palmaditas sobre su regazo.
—Ven, Wanda. Siéntate aquí y cuéntame tus problemas.
La niña obedeció y se removió durante unos momentos hasta estar cómoda.
—Tengo miedo.
Seldon la rodeó con un brazo.
—Te aseguro que tu viejo abuelo es de lo más inofensivo.
Manella torció el gesto.
—No tendrías que haber usado esa palabra.
Seldon alzó los ojos hacia ella.
—¿Cuál? ¿Abuelo?
—No. Viejo.
Aquello pareció romper el dique, y Wanda se echó a llorar.
—Eres viejo, abuelo.
—Sí, supongo que sí. Tengo sesenta años. —Seldon se inclinó para acercar su rostro al de Wanda—. A mí tampoco me gusta demasiado, Wanda, por eso me alegro de que tú sólo tengas siete años y vayas a cumplir ocho.
—Tienes los cabellos blancos, abuelo.
—No siempre los tuve. Se me volvieron blancos hace poco.
—Los cabellos blancos quieren decir que te vas a morir, abuelo.
Seldon puso cara de sorpresa.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó volviéndose hacia Manella.
—No lo sé, Hari. Son ideas que se le han ocurrido de repente.
—Tuve una pesadilla —dijo Wanda.
Seldon carraspeó para aclararse la garganta.
—Todos tenemos pesadillas de vez en cuando, Wanda. Es bueno que las tengamos. Los sueños nos libran de los malos pensamientos, y cuando nos hemos librado de ellos nos sentimos mejor.
—Soñé que te morías, abuelo.
—Lo sé, lo sé… Se puede soñar con la muerte, pero eso no significa que el sueño tenga ninguna importancia. Mírame. ¿No ves lo vivo que estoy? Estoy contento…, mira, me río… ¿Tengo aspecto de estar muriendo? Venga, responde.
—N-no.
—Bueno, pues deja de preocuparte. Ahora sal a jugar y olvida todo esto. Celebraré mi cumpleaños y todo el mundo lo pasará en grande. Anda, querida, ve a jugar.
Wanda se marchó con cara de estar más tranquila, pero Seldon le hizo una seña a Manella pidiéndole que se quedara.
—¿De dónde crees que puede haber sacado semejante idea? —preguntó Seldon.
—Vamos, Hari… Tenía un gecko salvaniano que murió, ¿recuerdas? El padre de una amiguita suya murió en un accidente y ve muertes en la holovisión continuamente. Ningún niño puede estar lo bastante protegido como para ignorar que la muerte existe y, francamente, no me gustaría que mi hija estuviese tan protegida. La muerte forma parte esencial de la vida, y Wanda tiene que hacerse a la idea.
—No me refería a la muerte en general, Manella. Me refería a mi muerte en particular. ¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza?
Manella vaciló. Quería mucho a Hari Seldon. «¿Quién podría no quererle? —pensó—. ¿Cómo puedo decírselo?»
Pero… Tenía que decírselo, ¿no?
—Hari, tú mismo se la metiste en la cabeza —murmuró.
—¿Yo?
—Pues claro que sí. Llevas meses diciendo que vas a cumplir sesenta años y quejándote de que te haces viejo. Hemos organizado esta fiesta sólo para consolarte, ¿entiendes?
—Cumplir sesenta años no tiene nada de divertido —dijo Seldon con cierta indignación—. ¡Espera, espera! Ya lo descubrirás…
—Sí, ya lo descubriré…, siempre que tenga un poco de suerte. Algunas personas no llegan a los sesenta años. Bueno, da igual. Si siempre estás hablando de lo mismo, de que te estás haciendo viejo, es lógico que una niña tan impresionable como Wanda acabe asustándose.
Seldon suspiró y puso cara de sentirse bastante confuso.
—Lo siento, pero resulta bastante duro. Fíjate en mis manos… Se están cubriendo de manchas, y no tardarán en deformarse. Apenas puedo practicar la lucha de torsión. Creo que hasta un niño sería capaz de ponerme de rodillas…
—¿Y en qué te diferencia eso del resto de personas que tienen sesenta años? Por lo menos tu cerebro sigue funcionando tan bien como siempre. ¿Cuántas veces has dicho que eso es lo único que realmente importa?
—Ya lo sé, pero echo de menos mi cuerpo.
—Sobre todo porque Dors no parece envejecer ni un día, ¿verdad? —replicó Manella con una pizca de malicia.
—Bueno —murmuró Seldon con incomodidad—, sí, supongo que…
Desvió la mirada. Estaba claro que no quería hablar de aquello.
Manella contempló a su suegro con expresión pensativa. El problema estribaba en que Seldon no sabía nada de los niños…, ni de las personas en general. Manella apenas podía creer que hubiese servido al difunto emperador durante diez años y hubiera acabado entendiendo tan poco a la gente.
Naturalmente, Seldon estaba totalmente absorto en la psicohistoria, la creación de su ingenio que se ocupaba de cuatrillones de personas, lo que en última instancia significaba prescindir de la gente en tanto que individuos. ¿Cómo podía entender a los niños cuando no había tenido contacto con ninguno aparte de Raych, quien había entrado en su vida cuando ya tenía doce años de edad? Ahora tenía a Wanda, quien era un completo misterio para él…, y probablemente lo seguiría siendo.
Todos esos pensamientos estaban impregnados de amor y ternura. Manella sentía un deseo increíblemente intenso de proteger a Hari Seldon de un mundo que no comprendía. Era lo único que tenía en común con Dors Venabili y lo único que podía entender de su suegra: su deseo de proteger a Hari Seldon.
Manella había salvado la vida de Seldon hacía diez años. Dors, siempre tan extraña, consideró que aquello era una usurpación de su prerrogativa personal, y nunca se lo perdonó del todo.
Algo más tarde, Seldon había correspondido salvando a Manella de una muerte segura. Manella cerró los ojos y volvió a vivir la escena, viéndola con la misma claridad del presente.
Había transcurrido una horrible semana desde el asesinato de Cleón. Todo Trantor estaba sumido en el caos.
Hari Seldon seguía siendo primer ministro, pero evidentemente no tenía ningún poder. Hizo entrar a Manella Dubanqua en su despacho.
—Quería agradecerle que nos salvara la vida a Raych y a mí. Aún no he tenido ocasión de hacerlo. —Seldon suspiró—. De hecho, esta última semana apenas he podido hacer nada.
—¿Qué ha sido del jardinero que enloqueció? —preguntó Manella.
—¡Fue ejecutado inmediatamente! ¡Y sin juicio! Intenté salvarle haciéndoles ver que estaba loco, pero no sirvió de nada. Si hubiera hecho otra cosa, si hubiera cometido cualquier otro crimen… Bueno, entonces habrían admitido su locura y se le podría haber salvado. Le habrían encerrado o le habrían sometido a tratamiento, pero no habría muerto. Pero matar al emperador…
Seldon meneó la cabeza.
—¿Qué ocurrirá ahora, primer ministro? —preguntó Manella.
—Le diré lo que creo que va a ocurrir. La dinastía Entun está acabada. El hijo de Cleón no le sucederá. No creo que quiera hacerlo… Teme ser asesinado, y no se lo reprocho. Será mucho mejor que se retire a una de las propiedades familiares en algún mundo exterior y que lleve una existencia tranquila. Es miembro de la Casa Imperial, y sin duda se lo permitirán. Usted y yo quizá seamos menos afortunados.
Manella frunció el ceño.
—¿En qué aspecto, señor? —preguntó.
Seldon se aclaró la garganta.
—Se puede afirmar que Gleb Andorin dejó caer su desintegrador al suelo porque usted le mató, y eso permitió que Mandell Gruber lo cogiera y lo empleara para matar a Cleón. Así pues, una parte considerable de la responsabilidad del crimen recae sobre usted, e incluso puede llegar a decirse que todo había sido planeado de antemano.
—Pero eso es ridículo. Soy agente del departamento de seguridad y estaba cumpliendo con mi deber…, hice lo que se me ordenó.
Los labios de Seldon esbozaron una sonrisa infinitamente triste.
—Está utilizando argumentos racionales, y me temo que el ser racional no va a estar muy de moda durante una temporada. Dado que no existe ningún sucesor legítimo al trono imperial, lo que ocurrirá es… Bueno, que estamos condenados a tener un gobierno militar.
(En años posteriores, cuando Manella comprendió cómo funcionaba la psicohistoria se preguntó si Seldon había usado sus técnicas para averiguar lo que ocurriría, pues el gobierno militar pronto se convirtió en una realidad; pero por aquel entonces no hizo ninguna referencia a su todavía incipiente teoría.)
—Si se instaura un gobierno militar —prosiguió Seldon—, sus componentes tendrán que mostrarse muy firmes desde el principio. Tendrán que aplastar cualquier señal de discrepancia y tendrán que actuar de forma vigorosa y cruel, aunque eso signifique ir en contra de la cordura y la justicia. Señorita Dubanqua, si la acusan de haber tomado parte en una conspiración para matar al emperador será ejecutada no como un acto de justicia, sino para atemorizar a la población de Trantor.
»En realidad, quizá lleguen a afirmar que yo también tomé parte en la conspiración. Después de todo, fui a saludar a los nuevos jardineros a pesar de que no era yo quien debía recibirles. De no haberlo hecho no se habría producido ningún intento de asesinato, usted no habría actuado y el emperador seguiría vivo. ¿Ve qué bien encaja todo?
—No puedo creer que sean capaces de hacer algo semejante.
—Quizá no lo hagan. Les haré una oferta que quizá, y he dicho «quizá», no deseen rehusar.
—¿En qué consistirá esa oferta?
—Les ofreceré mi dimisión. ¿No quieren que sea primer ministro? De acuerdo, dejaré de ser primer ministro, pero no hay que olvidar que en la Corte Imperial hay gente que me apoya y, lo que es más importante, que en los mundos exteriores hay bastantes personas que me encuentran aceptable. Eso significa que si la guardia imperial me obliga a abandonar el cargo por la fuerza, aun suponiendo que no me ejecuten, tendrán ciertos problemas. Por otra parte, si dimito y hago público un comunicado afirmando estar convencido de que el gobierno militar es lo que Trantor y el Imperio necesitan en estos momentos, podría ayudarles. ¿Lo entiende?
Seldon se sumió en un silencio pensativo que duró unos momentos.
—Además, también tenemos el pequeño problema de la psicohistoria —dijo por fin.
(Fue la primera vez que Manella oyó esa palabra.)
—¿Qué es eso?
—Algo en lo que estoy trabajando. Cleón tenía gran fe en sus posibilidades, bastante más de la que tenía yo por aquel entonces, y en la corte hay muchas personas convencidas de que la psicohistoria es, o podría llegar a ser, una poderosa herramienta a utilizar en beneficio del gobierno…, fuera cual fuese ese gobierno.
»Que no sepan nada muy concreto sobre esa ciencia tampoco importa. De hecho, prefiero que sigan ignorando los detalles. La falta de conocimientos puede incrementar lo que podríamos llamar el aspecto supersticioso de la situación, en cuyo caso me permitirán seguir con mis investigaciones en calidad de ciudadano particular. Por lo menos, eso espero… Y así llegamos a usted.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Voy a pedir como parte del trato que se le permita presentar su dimisión al departamento de seguridad y que no se emprenda ninguna acción en su contra por los acontecimientos relacionados con el asesinato. Creo que podré conseguirlo.
—Pero está hablando de poner fin a mi carrera.
—Su carrera ya ha terminado pase lo que pase. Aun suponiendo que la guardia imperial no emita una orden de ejecución contra usted, ¿acaso supone que se le permitirá continuar trabajando como agente del departamento de seguridad?
—Pero… ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo me ganaré la vida?
—Yo me ocuparé de eso, señorita Dubanqua. Lo más probable es que regrese a la Universidad de Streeling después de que se me otorgue una beca de considerable cuantía para proseguir mis investigaciones sobre la psicohistoria, y estoy seguro de que podré encontrar un puesto para usted.
—¿Y por qué debería…? —preguntó Manella con los ojos muy abiertos.
—No puedo creer que lo pregunte —dijo Seldon—. Nos salvó la vida a Raych y a mí. ¿Acaso piensa que no le debo nada a cambio?
Todo ocurrió como había dicho. Seldon dimitió elegantemente del cargo que había desempeñado durante diez años, y el recién formado gobierno militar —una junta dirigida por algunos miembros de la guardia imperial y las fuerzas armadas—, le entregó una carta de agradecimiento por los servicios prestados. Volvió a la Universidad de Streeling y Manella Dubanqua, quien ya había dejado de ser agente del departamento de seguridad, acompañó a Seldon y a su familia.
Raych entró echándose el aliento sobre las manos.
—Estoy totalmente a favor de la variedad climatológica. Nadie quiere que la vida debajo de una cúpula sea siempre igual, ¿verdad? Pero creo que hoy se han excedido un poquito con el frío, y además han añadido viento. Me parece que ya va siendo hora de que alguien se queje al control meteorológico.
—No estoy seguro de que sea culpa del control meteorológico —dijo Seldon—. Cada vez resulta más difícil controlar las cosas en general.
—Ya lo sé. El deterioro…
Raych se alisó su frondoso bigote negro con el canto de una mano. Lo hacía muy a menudo, como si no acabara de olvidar los meses que pasó en Wye durante los que se había visto privado de él. También había añadido unos cuantos kilos a su barriga y, en conjunto, había adquirido un aspecto de clase media acomodada. Incluso su acento dahlita parecía menos marcado que antes.
—¿Qué tal está el que va a celebrar su cumpleaños? —preguntó quitándose la chaqueta.
—Aún no se ha hecho a la idea. Espera, espera, hijo mío… Uno de estos días celebrarás haber cumplido cuarenta años, y veremos si te hace mucha gracia.
—No tanta como cumplir los sesenta.
—Deja de bromear —dijo Manella, quien le había estado frotando las manos en un intento de calentarlas.
Seldon extendió las manos hacia delante.
—No estamos obrando bien, Raych. Tu esposa opina que toda esta cuestión de mi cumpleaños ha hecho que la pequeña Wanda se preocupe por la posibilidad de mi muerte.
—¿De veras? —dijo Raych—. Vaya, conque era eso… Fui a verla nada más llegar y antes de tener ocasión de pronunciar una palabra me dijo que había tenido una pesadilla. ¿Soñó que te morías?
—Parece que sí —dijo Seldon.
—Bueno, ya se le pasará. Todo el mundo tiene una pesadilla de vez en cuando, no hay forma de evitarlo.
—No creo que sea algo tan trivial como piensas —dijo Manella—. No para de pensar en ello, y no puede ser bueno. Voy a llegar al fondo de este asunto.
—Como quieras, Manella —se apresuró a decir Raych—. Eres mi querida esposa y lo que tú digas…, acerca de Wanda…, es verdad.
Volvió a alisarse el bigote.
¡Su querida esposa! Convertirla en su querida esposa no resultó nada fácil. Raych aún recordaba la actitud de su madre ante aquella posibilidad. Como para hablar de pesadillas… Durante bastante tiempo Raych sufrió pesadillas en las que volvía a enfrentarse con una enfurecida Dors Venabili.
El primer recuerdo nítido de Raych después de emerger del caos provocado por la dosis de desespero, era el de estar siendo afeitado.
Podía sentir el contacto de la vibronavaja a lo largo de su mejilla.
—No acerque eso a mi labio superior, barbero —dijo con un hilo de voz—. Quiero recuperar mi bigote.
El barbero —que ya había recibido instrucciones de Seldon—, alzó un espejo delante de su cara para tranquilizarle.
—Déjale trabajar, Raych —dijo Dors Venabili, que estaba sentada junto a la cabecera de su lecho—. No debes excitarte.
Los ojos de Raych se posaron en ella durante unos momentos, pero permaneció en silencio.
—¿Cómo te sientes, Raych? —preguntó Dors en cuanto el barbero se hubo marchado.
—Fatal —murmuró Raych—. Estoy tan deprimido que no sé si podré aguantarlo.
—Son los efectos residuales del desespero que te han administrado. Acabarán por desaparecer.
—No puedo creerlo. ¿Cuánto llevo así?
—Olvídalo. Hará falta tiempo. Te habían llenado de droga hasta las cejas.
Raych se removió nerviosamente y miró a su alrededor.
—Manella… ¿Ha venido a verme?
—¿Esa mujer? —Raych no tardaría en acostumbrarse a oír cómo Dors se refería a Manella en aquellos términos y en ese tono de voz—. No. Aún no estás en condiciones de recibir visitas.
Dors interpretó correctamente la expresión que apareció en el rostro de Raych.
—Yo soy una excepción porque soy tu madre, Raych —se apresuró a decir—. Y, de todas formas, ¿qué razón puedes tener para querer ver a esa mujer? No estás muy presentable.
—Tengo muchas razones para verla —murmuró Raych—. Quiero que se haga una idea de cómo soy en mis peores momentos. —Logró ponerse de lado—. Quiero dormir.
Dors Venabili meneó la cabeza.
—No sé qué vamos a hacer con Raych, Hari —le dijo a Seldon unas horas después—. No hay forma de razonar con él.
—No se encuentra bien, Dors —dijo Seldon—. Dale la oportunidad de recuperarse.
—No para de hablar de esa mujer…, esa como-se-llame.
—Se llama Manella Dubanqua. No es un nombre difícil de recordar.
—Creo que quiere estar con ella. Quiere vivir con ella…, casarse con ella.
Seldon se encogió de hombros.
—Raych ya tiene treinta años…, es lo bastante mayor para tomar sus propias decisiones.
—Creo que si somos sus padres tenemos derecho a opinar, ¿no?
Hari suspiró.
—Estoy seguro de que has opinado, Dors. Y estoy seguro de que después de haberte oído, Raych hará lo que le dé la gana.
—¿Es tu última palabra al respecto? ¿Piensas quedarte cruzado de brazos mientras él se dispone a casarse con esa mujer?
—¿Qué quieres que haga, Dors? Manella le salvó la vida. ¿Acaso esperas que lo olvide? Ah, y te recuerdo que también salvó mi vida.
Sus palabras parecieron servir de combustible a la ira de Dors.
—Y tú también salvaste la suya —dijo—. No le debes nada.
—No lo hice por…
—Pues claro que sí. Si no hubieras negociado tu dimisión y tu apoyo a cambio de su protección, esa pandilla de militares incompetentes que gobierna el Imperio la habría ejecutado.
—Te aseguro que no lo hice por saldar una deuda, pero aunque hubiera sido por eso Raych sí que está en deuda con ella, y… Dors, querida, si estuviera en tu lugar yo tendría mucho cuidado con los términos insultantes aplicados a nuestro actual gobierno. Nos esperan tiempos no tan tranquilos y agradables como los del gobierno de Cleón, y siempre habrá informadores dispuestos a repetir lo que te hayan oído decir.
—Me da igual. Esa mujer no me gusta. Supongo que eso sí puedo decirlo en voz alta, ¿no?
—Por supuesto que puedes, pero no va a servirte de nada.
Hari clavó los ojos en el suelo y pareció sumirse en sus pensamientos. Las pupilas negras de Dors, habitualmente insondables, despedían chispazos de ira. Hari alzó la mirada.
—Dors, me gustaría saber… ¿Por qué? ¿Por qué odias tanto a Manella? Nos salvó la vida. De no haber sido por la rapidez con que actuó, tanto Raych como yo estaríamos muertos.
—Sí, Hari —replicó secamente Dors—. Lo sé mejor que nadie, te lo aseguro. Y si no hubiese estado allí, yo no podría haber hecho absolutamente nada para impedir que te asesinaran. Supongo que crees que tendría que estarle agradecida, ¿no? Pero cada vez que miro a esa mujer me recuerda mi fracaso. Ya sé que esos sentimientos no son precisamente racionales…, es algo que no puedo explicar, así que no me pidas que cambie de opinión, Hari. No puede gustarme.
Pero al día siguiente Dors tuvo que dar su brazo a torcer.
—Su hijo desea ver a una mujer llamada Manella —le dijo el médico.
—No se encuentra en condiciones de recibir visitas —replicó fríamente Dors.
—Al contrario, está en condiciones de recibirlas. Está evolucionando muy bien. Además, insiste en verla y ha dejado muy claro que piensa insistir en ello. Creo que no sería prudente negarse a satisfacer su deseo.
Llevaron a Manella a su habitación, y Raych la saludó efusivamente mostrando la primera y todavía débil señal de felicidad desde su ingreso en el hospital.
Raych movió una mano en un inconfundible gesto de despedida dirigido a Dors, quien se marchó apretando los labios.
Llegó el día en que Raych le dio la terrible noticia.
—Ha dicho que sí, mamá.
—¿Esperas que me sorprenda? Qué estúpidos podéis llegar a ser los hombres… —replicó Dors—. Pues claro que ha dicho que sí. Ha caído en desgracia y la han echado del departamento de seguridad, tú eres lo único que tiene. Eres su única oportunidad de…
—Mamá, si lo que intentas es perderme te aseguro que como sigas así lo conseguirás —la interrumpió Raych—. No digas esas cosas.
—Sólo estoy pensando en tu bienestar.
—Yo me ocuparé de eso, gracias. No soy la solución de nadie, y te darás cuenta con sólo pensarlo. No soy ningún prodigio de hermosura, soy bajito, papá ya no es primer ministro y tengo un espantoso acento de clase baja. ¿Crees que hay algo en mí de lo que pueda sentirse orgullosa? Podría aspirar a alguien mucho mejor, pero me quiere a mí…, y permíteme que te diga que yo también la quiero.
—Pero sabes lo que es.
—Por supuesto que sé lo que es. Es una mujer que me ama y es la mujer a la que amo, eso es lo que es.
—Y antes de que te enamorases de ella, ¿qué era? Estás al corriente de una parte de lo que hizo mientras trabajaba en Wye como agente secreta…, tú fuiste uno de sus «trabajos». ¿Cuántos más hubo? ¿Serás capaz de vivir con su pasado y con todo lo que hizo en nombre del deber? Ahora puedes permitirte el lujo de ser idealista, pero algún día tendrás tu primera discusión con ella, o la segunda o la número diecinueve…, y entonces no podrás contenerte y la llamarás «Pu…».
—¡No digas eso! —gritó Raych con irritación—. Cuando nos peleemos usaré las palabras más irracionales, desagradables, poco consideradas e insultantes que se me ocurran, hay un millón de palabras que se pueden utilizar en una situación semejante, y a ella se le ocurrirán unas cuantas que utilizar conmigo. Pero después, siempre podremos pedirnos perdón.
—Eso es lo que crees, pero espera a que llegue el momento.
Raych se había puesto blanco.
—Mamá, llevas veinte años con papá —dijo—. Papá es un hombre al que resulta muy difícil llevar la contraria, pero ha habido ocasiones en las que habéis discutido. Os he oído. Durante esos veinte años, ¿te ha insultado utilizando alguna palabra que pudiera poner en entredicho tu papel como persona? Es más, ¿lo he hecho yo? ¿Puedes imaginarme haciendo algo semejante por muy enfadado que pueda llegar a estar?
Dors luchó consigo misma. Su rostro no mostraba las emociones como lo habría hecho el de Raych o el de Seldon, pero estaba claro que se había quedado sin habla durante unos instantes.
—De hecho —dijo Raych explotando su ventaja momentánea—, todo se reduce a que estás celosa porque Manella le salvó la vida a papá. No quieres que nadie ocupe tu puesto. Bueno, pues no tuviste la oportunidad de hacerlo… ¿Preferirías que Manella no hubiese disparado contra Andorin y que papá y yo hubiésemos muerto?
—Insistió en ir a recibir a los jardineros solo —dijo Dors con voz estrangulada por la emoción—. No me permitió acompañarle.
—Pero eso no fue culpa de Manella.
—¿Por eso quieres casarte con ella? ¿Por gratitud?
—No. Quiero casarme con ella porque la amo.
Raych acabó saliéndose con la suya, pero después de la ceremonia Manella se volvió hacia él.
—Puede que tu madre haya asistido a la boda porque tú insististe en ello, Raych, pero su rostro me recordaba a uno de esos nubarrones de tormenta que dejan sueltos de vez en cuando para que naveguen por debajo de la cúpula.
Raych se rió.
—Mi madre no tiene el tipo de facciones que te puede hacer pensar en un nubarrón de tormenta. Son imaginaciones tuyas.
—Nada de eso. ¿Cómo conseguiremos convencerla de que nos dé una oportunidad?
—Tendremos que armarnos de paciencia. Ya se irá acostumbrando.
Pero Dors Venabili no se acostumbró a la nueva situación.
Wanda nació dos años después de la boda. Manella y Raych no tuvieron nada que reprochar a la actitud de Dors hacia la niña, pero para la madre de Raych, la madre de Wanda siguió siendo «esa mujer».
Hari Seldon estaba luchando con la melancolía. Dors, Raych, Yugo y Manella se habían turnado para sermonearle, y todos habían colaborado en el esfuerzo común de asegurarle que los sesenta años no eran la ancianidad.
No lo entendían. Cuando se le presentó el primer atisbo de la psicohistoria Seldon tenía treinta años, treinta y dos cuando pronunció su famosa conferencia en la Convención Decenal, y a partir de aquel momento todo pareció ocurrirle a la vez. Después de su breve entrevista con Cleón tuvo que huir por todo Trantor y conoció a Demerzel, Dors, Yugo y Raych, por no mencionar a los habitantes de Micógeno, Dahl y Wye.
Tenía cuarenta años cuando fue nombrado primer ministro y cincuenta cuando presentó su dimisión. Ahora tenía sesenta años.
Había invertido treinta años en la psicohistoria. ¿Cuántos años más le exigiría? ¿Cuántos años más viviría? ¿Sería posible que acabara muriendo y dejara el proyecto de la psicohistoria inacabado después de todos sus esfuerzos?
Fue a ver a Yugo Amaryl. Durante los últimos años el proyecto de la psicohistoria no había parado de crecer y complicarse, y Amaryl y Seldon se habían distanciado un poco. Durante sus primeros años en Streeling todo se reducía a Seldon y Amaryl trabajando juntos, sin nadie más. Ahora…
Amaryl ya casi tenía cincuenta años, había dejado muy atrás su juventud, y parecía haber perdido su contagioso entusiasmo. Durante todos aquellos años no se había interesado por nada que no fuese la psicohistoria: esposa, compañera, aficiones, actividades secundarias…, todo aquello no figuraba en su vida.
Amaryl alzó la cabeza hacia Seldon y parpadeó. Seldon no pudo evitar percatarse de los cambios producidos en su apariencia. Una parte de ellos quizá se debieran a que Yugo se había arreglado los ojos. Veía perfectamente, pero los nuevos ojos tenían un aspecto vagamente artificial y tendía a parpadear muy despacio, dando la impresión de que estaba adormilado.
—¿Qué opinas, Yugo? —preguntó Seldon—. ¿Se ve alguna luz al final del túnel?
—¿Luz? Bien, de hecho… Sí —dijo Yugo—. Tamwile Elar, el nuevo… Ya le conoces, naturalmente.
—Oh, sí. Yo le contraté. Muy vigoroso y agresivo, ¿no? ¿Qué tal le van las cosas?
—Bueno, Hari, la verdad es que no me siento muy cómodo cuando estoy con él. Su risa ensordecedora me crispa los nervios, pero es muy brillante. El nuevo sistema de ecuaciones ha encajado a la perfección en el primer radiante y parece que puede permitirnos eludir el problema del caos.
—¿Sólo lo parece?
—Es demasiado pronto para pronunciarse, pero tengo muchas esperanzas. He llevado a cabo muchas pruebas que las habrían destrozado si no fuesen sólidas, y las nuevas ecuaciones han sobrevivido a todas. Estoy empezando a pensar en ellas como «las ecuaciones acaóticas».
—Supongo que no disponemos de ninguna demostración rigurosa referente a esas ecuaciones, ¿verdad? —preguntó Seldon.
—No, no disponemos de ninguna, aunque tengo a media docena de personas trabajando en ello…, Elar incluido, naturalmente. —Amaryl se volvió hacia su primer radiante, tan avanzado como el de Seldon, y contempló cómo las líneas luminosas de las ecuaciones se curvaban en el aire. Eran demasiado pequeñas y finas para poder leerlas sin la ayuda de un amplificador—. Añade las nuevas ecuaciones y quizá seamos capaces de empezar a emitir predicciones.
—Cada vez que estudio el primer radiante me asombro de lo útil que resulta el electroclarificador y de cómo consigue introducir los datos en las líneas y curvas del futuro —dijo Seldon con expresión pensativa—. También fue idea de Elar, ¿no?
—Sí. Fue ayudado por Cinda Monay, quien lo diseñó.
—Me alegra tener hombres y mujeres nuevos con mentes tan brillantes en el proyecto. Hace que me sienta ligeramente reconciliado con el futuro.
—¿Crees que alguien como Elar podrá estar al frente del proyecto algún día? —preguntó Amaryl sin dejar de estudiar el primer radiante.
—Quizá. Después de que tú y yo nos hayamos retirado…, o hayamos muerto.
Amaryl pareció relajarse y apagó el artefacto.
—Me gustaría dejar el trabajo terminado antes de retirarnos o de morir.
—A mí también, Yugo… A mí también.
—La psicohistoria ha sabido guiarnos bastante bien durante los últimos diez años.
Era cierto, pero Seldon sabía que aquello no podía considerarse un gran triunfo. No habían tenido grandes sorpresas, y todo se había desarrollado de forma relativamente tranquila.
La psicohistoria había predicho que el centro se mantendría estable después de la muerte de Cleón —aunque la predicción había sido muy confusa y poco precisa—, y así había ocurrido. La situación en Trantor era razonablemente tranquila. El centro se había mantenido estable incluso después de un asesinato y el final de una dinastía.
Y también había soportado las tensiones creadas por el gobierno militar. Dors tenía toda la razón del mundo cuando se refería a la junta como «esa pandilla de militares incompetentes», e incluso podría haber ido más lejos en sus acusaciones sin faltar a la verdad; pero los militares estaban manteniendo unido al Imperio y seguirían haciéndolo durante un tiempo…, quizás el suficiente para permitir que la psicohistoria jugara un papel activo en los acontecimientos posteriores.
Últimamente Yugo había especulado con la posibilidad de crear fundaciones —entidades separadas e independientes del Imperio—, que actuarían como semillas para los desarrollos futuros, en previsión de los tiempos difíciles que se aproximaban, y terminarían creando un Imperio nuevo y mejor. El mismo Seldon había investigado las consecuencias de ese curso de acción.
Pero no disponía del tiempo necesario, y tenía la sensación de que también le faltaba la juventud necesaria para ello (lo cual hacía que se sintiera un poco abatido). Su mente seguía siendo sólida y racional, pero ya no poseía la resistente agilidad y creatividad con que había contado cuando tenía treinta años. Seldon sabía que iría perdiendo facultades con el transcurso de cada año.
Quizá debería encomendar la tarea al joven y brillante Elar liberándole de cualquier otra responsabilidad. Seldon tenía que admitir que aquello no le convencía, y confesarlo hacía que se sintiera un poco avergonzado de sí mismo. No quería haber inventado la psicohistoria sólo para que un jovencito recién llegado pudiera surgir de la nada y cosechar los frutos de la fama. De hecho, y para expresarlo de la forma más sincera y que más incómoda le resultaba, Seldon tenía celos de Elar y era lo suficientemente consciente de ello para avergonzarse de esa emoción.
Pero a pesar de sus emociones menos racionales, tendría que depender de hombres más jóvenes por mucho que le incomodara. La psicohistoria ya no era el coto privado de Seldon y Amaryl. Su década como primer ministro la había convertido en un gran proyecto aprobado y subvencionado por el gobierno, y para sorpresa de Seldon, después de presentar su dimisión como primer ministro y volver a la Universidad de Streeling, el proyecto había seguido creciendo. Cada vez que pensaba en su largo y ampuloso nombre oficial —Proyecto de Psicohistoria Seldon de la Universidad de Streeling—, Hari torcía el gesto, pero la gran mayoría de personas se referían a él llamándolo sencillamente el Proyecto.
Al parecer la junta militar creía que el proyecto podía llegar a convertirse en un arma política, y mientras lo creyera podría seguir contando con subvenciones. Los créditos llegaban a raudales y, a cambio, había que redactar informes anuales que resultaban tan eruditos como incomprensibles. Sólo se informaba sobre los aspectos más secundarios del proyecto, e incluso en esos casos las matemáticas eran tan complejas que había muy pocas probabilidades de que pudieran ser entendidas por ningún miembro de la junta militar.
Cuando salió del despacho de su antiguo ayudante, Seldon tenía muy claro que Amaryl estaba más que satisfecho con los progresos de la psicohistoria, pero eso no impidió que volviera a sentir el peso impalpable de la depresión sobre él.
Decidió que todo era culpa de la inminente conmemoración de su cumpleaños. La fiesta había sido concebida como una ocasión de alegría y diversión, pero para Hari ni siquiera era un gesto de consuelo: sólo servía para que fuese todavía más consciente de su edad.
Además interfería en su rutina, y Hari era un animal de costumbres. Su despacho y varios despachos adyacentes habían sido vaciados, y ya llevaba varios días sin poder trabajar con normalidad. Suponía que los despachos serían convertidos en pequeños museos en su honor, y pasarían muchos días antes de que pudiera volver a trabajar. Amaryl era el único que se había negado tozudamente a marcharse, y había conservado su despacho intacto.
Seldon se preguntaba con bastante irritación a quién se le habría ocurrido todo aquello. No había sido Dors, naturalmente, ya que Dors le conocía demasiado bien; y tampoco podía ser cosa de Amaryl o de Raych, quienes ni siquiera se acordaban de sus propios cumpleaños. Había sospechado de Manella, e incluso había llegado a interrogarla abiertamente.
Manella admitió que estaba totalmente a favor de la celebración y que había dado órdenes para que se hicieran ciertos preparativos, pero dijo que la idea de una auténtica fiesta de cumpleaños había sido una sugerencia de Tamwile Elar.
«El joven brillante —pensó Seldon—. Parece que es brillante en todo lo que hace…»
Suspiró. Ah, cómo le gustaría que el cumpleaños ya hubiese quedado atrás…
Dors asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
—¿Puedo pasar?
—No, por supuesto que no. ¿Por qué creías que iba a permitirte entrar?
—No estás en el sitio habitual.
—Ya lo sé —dijo Seldon, y suspiró—. Me han expulsado del sitio habitual, es decir, de mi despacho, por culpa de la estúpida fiesta de cumpleaños. Ojalá ya hubiera acabado…
—¿Lo ves? Cuando a esa mujer se le mete una idea en la cabeza se adueña de su mente y va creciendo de forma implacable hasta acabar con el estallido original que crea un cosmos.
Seldon cambió de bando de inmediato.
—Vamos, vamos… Lo hace con la mejor intención del mundo, Dors.
—Líbrame de las buenas intenciones —dijo Dors—. Bien, de todas formas he venido aquí para hablar de otra cosa, algo que puede ser importante.
—Adelante. ¿De qué se trata?
—He estado hablando con Wanda sobre su sueño…
Dors vaciló.
Seldon emitió una especie de gorgoteo ahogado.
—No puedo creerlo —dijo después—. Tendrías que haber dejado que se le olvidara poco a poco.
—No, no lo creo. ¿Te tomaste la molestia de interrogarla sobre los detalles del sueño?
—¿Por qué debería hacerle pasar semejante mal rato a la pobre niña?
—Raych y Manella tampoco lo hicieron, así que tuve que encargarme yo.
—Pero… ¿Por qué torturarla haciéndole preguntas sobre eso?
—Porque tenía la sensación de que debía hacerlo —dijo Dors poniéndose muy seria—. En primer lugar, no tuvo el sueño en su cama.
—Bien, ¿y dónde estaba entonces?
—En tu despacho.
—¿Y qué estaba haciendo en mi despacho?
—Quería ver el sitio en el que se celebraría la fiesta y entró en tu despacho y, naturalmente, no había nada que ver porque lo han vaciado como parte de los preparativos para la fiesta. Pero tu sillón seguía estando allí. El sillón grande, ese del respaldo tan alto y los brazos enormes que está medio roto…, el que no quieres que sustituya por otro nuevo.
Hari suspiró como si se acordara de algo que ya habían discutido muchas veces y sobre lo que nunca habían conseguido ponerse de acuerdo.
—No está roto y no quiero un sillón nuevo. Sigue.
—Wanda se acurrucó en tu sillón y empezó a pensar que quizá no te harían una fiesta, y se fue poniendo triste. Me ha contado que después debió de quedarse dormida porque ya no recuerda nada con mucha claridad, salvo que en su sueño había dos hombres, no eran mujeres, de eso sí está segura, que estaban hablando.
—¿Y de qué hablaban?
—No lo recuerda con exactitud. Ya sabes lo difícil que resulta recordar los detalles en esa clase de circunstancias, pero dice que hablaban de la muerte y Wanda pensó que se referían a ti porque estás muy viejo. Ah, y recuerda haber oído dos palabras: «muerte» y «limonada».
—¿Qué?
—Muerte y limonada.
—¿Qué significa eso?
—No lo sé. La conversación se acabó, los hombres se marcharon y Wanda despertó en tu sillón temblando de frío y muy asustada…, y ha estado dándole vueltas a ese sueño desde entonces.
Seldon intentó sacar algo en claro de lo que acababa de contarle Dors, y no lo consiguió.
—Oye, querida —dijo por fin—, ¿qué importancia crees que hemos de darle al sueño de una niña?
—Hari, para empezar podemos preguntarnos si realmente se trataba de un sueño.
—¿Qué quieres decir?
—Wanda no ha dicho de forma inequívoca que fuese un sueño. Dice que «debió de quedarse dormida». Ésas fueron sus palabras exactas. No dijo que se hubiese quedado dormida, sino que debió de quedarse dormida.
—¿Y qué deduces de eso?
—Puede que se sumiera en una especie de sueño ligero en el que habría oído a dos hombres…, dos hombres de carne y hueso que estaban hablando.
—¿Hombres de carne y hueso que hablaban de acabar conmigo, de la muerte y de la limonada?
—Sí, algo así.
—Dors —dijo Seldon intentando no perder la calma—, ya sé que siempre imaginas peligros que me amenazan e intentas anticiparte a ellos, pero esto es demasiado. ¿Por qué iba alguien a querer matarme?
—Ya se ha intentado en dos ocasiones.
—Cierto, pero considera cuáles eran las circunstancias. El primer intento se produjo poco después de que Cleón me nombrara primer ministro. Naturalmente, eso era una ofensa para la vieja jerarquía establecida de la corte e hizo que fuera odiado. Algunas personas creyeron que la mejor forma de resolver el problema era librarse de mí. El segundo intento tuvo lugar cuando los joranumitas intentaban adueñarse del poder y creyeron que yo me interponía en su camino, a lo que hay que añadir el sueño vengativo que obsesionaba a Namarti.
»Por fortuna ninguno de los dos intentos de asesinato tuvo éxito, pero… ¿Por qué tendría que haber un tercero ahora? Ya no soy primer ministro, y hace diez años que abandoné el cargo. Soy un matemático prácticamente retirado que envejece lentamente, y estoy seguro de que nadie tiene nada que temer de mí. Los joranumitas han sido eliminados y Namarti fue ejecutado hace mucho tiempo. Nadie puede tener ningún motivo para querer matarme.
»Dors, tómate las cosas con más calma, ¿quieres? Cuando estás nerviosa por mí todo te inquieta, y eso hace que te pongas todavía más nerviosa y no quiero que ocurra.
Dors se puso en pie y se inclinó sobre el escritorio de Hari.
—Decir que no existe motivo alguno para matarte te resulta muy sencillo, pero en realidad no se necesita ningún motivo. Nuestro gobierno se ha vuelto totalmente irresponsable y si desean…
—¡Basta! —le ordenó Seldon en voz alta y firme—. Ni una palabra más, Dors —añadió un instante después en un tono de voz mucho más bajo—. No quiero oír ni una palabra en contra del gobierno. Eso podría crearnos justo el tipo de problema que crees nos amenaza.
—Estamos solos, Hari, y estoy hablando contigo.
—En estos momentos sí, pero si te acostumbras a decir ese tipo de imprudencias nunca se sabe cuándo se te puede escapar algo en presencia de otra persona…, alguien a quien le encantará informar de lo que has dicho. Tienes que aprender a abstenerte de hacer comentarios políticos, Dors: es necesario, ¿entiendes?
—Lo intentaré, Hari —dijo Dors, incapaz de ocultar totalmente su indignación.
Después giró sobre sus talones y se marchó.
Seldon la vio marchar. Dors había envejecido muy bien…, de hecho, había envejecido tan bien que a veces tenía la impresión de que no había envejecido lo más mínimo. Sólo era dos años más joven que Seldon, pero comparado con el cambio que se había producido en él durante los veintiocho años que llevaban juntos, se podía decir que Dors apenas había cambiado.
Tenía el cabello salpicado de canas, pero su brillo juvenil seguía siendo visible. Su tez se había vuelto un poco más cetrina, su voz era un poco más ronca y, naturalmente, vestía las ropas adecuadas para una mujer de mediana edad; pero sus movimientos seguían siendo tan ágiles y rápidos como siempre. Era como si no permitiera ninguna interferencia en su misión de proteger a Hari, en caso de emergencia.
Hari suspiró. Había momentos en los que ser protegido continuamente, a veces contra su voluntad, podía llegar a ser una carga muy pesada.
Manella fue a verle inmediatamente después de que Dors se marchara.
—Disculpa, Hari, pero… ¿Qué te ha dicho Dors? —Seldon volvió a alzar la mirada. Más interrupciones…
—No era nada importante. Vino a hablarme del sueño de Wanda.
Manella tensó los labios.
—Lo sabía. Wanda me dijo que Dors le había estado haciendo preguntas sobre su sueño. ¿Por qué no puede dejar en paz a la niña? Cualquiera diría que haber tenido una pesadilla es un delito…
—De hecho, quería hablarme de algo que formaba parte del sueño —dijo Seldon intentando calmarla—. No sé si Wanda te lo ha contado, pero al parecer durante el sueño oyó algo sobre la muerte y la limonada.
—¡Hmmmm! —Manella guardó silencio durante unos momentos—. Bueno, no creo que tenga demasiada importancia… Wanda adora la limonada, y espera que haya litros y más litros de limonada en la fiesta. Le prometí que le dejaría beber un poco de limonada con algunas gotas de esencia micogenita dentro y se muere de impaciencia por probarla.
—Así que si oyó algo vagamente parecido a la palabra «limonada» su mente debió de traducirlo inmediatamente por «limonada».
—Sí, ¿por qué no?
—Salvo que en ese caso… ¿Crees que fue lo que se dijo en realidad? Tuvo que oír algo para poder entenderlo mal, ¿no?
—No necesariamente. ¿Por qué le damos tanta importancia al sueño de una niña? Por favor, no quiero que nadie más vuelva a hablar del asunto con ella. La pone muy nerviosa.
—Estoy de acuerdo contigo. Me ocuparé de que Dors se olvide del tema…, por lo menos con Wanda.
—De acuerdo. No me importa que sea la abuela de Wanda, Hari. Después de todo yo soy su madre, y mis deseos tienen preferencia sobre los suyos.
—Tienes toda la razón —dijo Seldon en su tono de voz más conciliador, y la siguió con la mirada mientras Manella salía de la habitación.
Otro peso que soportar: la interminable competición existente entre aquellas dos mujeres.
Tamwile Elar tenía treinta y seis años y se había unido al Proyecto de Psicohistoria Seldon en calidad de matemático de primera clase hacía cuatro años. Era alto, y sus ojos solían brillar con una chispa de buen humor mezclada con una indudable confianza en sí mismo.
Tenía los cabellos castaños y un poco ondulados, lo cual resultaba aún más perceptible por el hecho de llevarlos bastante largos. Su carcajada era ruidosa y brusca, pero sus dotes matemáticas eran irreprochables.
Cuando fue reclutado, Elar trabajaba en la Universidad de Mandanov Oeste, y cada vez que recordaba la suspicacia con que le había tratado Yugo Amaryl al principio, Seldon no tenía más remedio que sonreír…, pero, naturalmente, Amaryl sospechaba de todo el mundo. Seldon estaba seguro de que en lo más hondo de su corazón Amaryl creía que la psicohistoria tendría que haber seguido siendo un coto privado para él y Hari.
Sin embargo, incluso Amaryl estaba dispuesto a admitir que la incorporación de Elar al proyecto había mejorado enormemente su situación y le había resuelto muchos problemas.
—Sus técnicas para evitar el choque con el caos son tan únicas como fascinantes. Ninguna otra persona del proyecto podría haber conseguido semejantes resultados, y estoy seguro de que a mí nunca se me habría ocurrido usar sus métodos. Y a ti tampoco se te ocurrió, Hari…
—Bueno, me estoy haciendo viejo —gruñó Seldon.
—Si no tuviera esa risa tan estrepitosa… —dijo Amaryl.
—Nadie escoge su forma de reír, Yugo.
Pero la verdad era que Seldon también tenía ciertos problemas para aceptar a Elar. El hecho de que nunca hubiera conseguido aproximarse a formular las «ecuaciones acaóticas» —como se las llamaba ahora—, resultaba casi humillante. No haber pensado en el principio que había permitido construir el electroclarificador no le molestaba, ya que después de todo ése no era su campo; pero las ecuaciones acaóticas… Sí, tendrían que habérsele ocurrido o, por lo menos, tendría que haberse aproximado.
Intentó razonar consigo mismo. Seldon había creado toda la base de la psicohistoria y las ecuaciones acaóticas eran un desarrollo natural de esa base. En cuanto a Elar, ¿podría haber hecho lo que Seldon hizo tres décadas atrás? Seldon estaba convencido de que le habría resultado imposible. ¿Acaso resultaba tan notable que Elar hubiera concebido el principio de la acaoticidad después de que Seldon le proporcionara la base?
Todo aquello era muy lógico y cierto, pero no impedía que Seldon se sintiera inquieto cada vez que estaba con Elar. No era nada grave, sólo un ligero nerviosismo, pero siempre que estaba con él tenía la sensación de asistir a un enfrentamiento entre la vejez cansada y la juventud exuberante e impulsiva.
En realidad, Elar nunca le había dado ningún motivo obvio para que fuese consciente de la diferencia de años que les separaba. Siempre le trataba con el máximo respeto, y nunca había hecho o dicho nada que pudiera interpretarse como una sugerencia de que Seldon ya había dejado atrás sus mejores años.
Elar estaba bastante interesado en la inminente celebración, e incluso —tal y como había descubierto Seldon—, fue el primero en sugerir que celebraran su cumpleaños. (¿Podía considerarse como una forma sutil de enfatizar la edad de Seldon? Descartó la posibilidad. Empezar a creer en ese tipo de cosas significaba que pronto conseguiría duplicar los prodigios de suspicacia propios de Dors.)
Elar fue hacia él.
—Maestro… —dijo.
Seldon torció el gesto, como hacía siempre. Prefería que los veteranos del proyecto le llamasen Hari, pero el tratamiento parecía algo tan insignificante que no merecía ni mencionarse.
—Maestro —repitió Elar—, se rumorea que el general Tennar quiere mantener una entrevista con usted.
—Sí. Es el nuevo jefe de la junta militar, y supongo que quiere verme para preguntarme qué es exactamente la psicohistoria y para qué sirve. Han estado formulándome la misma pregunta desde los tiempos de Cleón y Demerzel.
¡El nuevo jefe! La junta era como un caleidoscopio que cambiaba periódicamente: algunos miembros caían en desgracia y otros surgían de la nada.
—Pero tengo entendido que quiere verle ahora mismo…, durante las celebraciones del cumpleaños.
—No importa. Pueden celebrarlo sin mí.
—No, maestro, no podemos. Espero que no le importe, pero algunos de nosotros estuvimos hablando de ello y decidimos llamar al palacio para retrasar la entrevista una semana.
—¿Qué? —exclamó Seldon, y puso cara de irritación—. Me parece que se han excedido en sus atribuciones…, y además han corrido un grave riesgo.
—Todo salió bien. Accedieron a retrasar la entrevista y además va a necesitar ese tiempo.
—¿Por qué voy a necesitar una semana de tiempo?
Elar vaciló.
—Maestro, ¿puedo hablarle con franqueza?
—Pues claro que puede. ¿Cuándo he pedido que la gente me hablara de otra forma?
Elar se ruborizó ligeramente. Su blanca piel enrojeció un poco, pero cuando volvió a hablar su voz seguía siendo tan firme y serena como antes.
—Maestro, lo que voy a decirle no me resulta nada fácil. Usted es un genio de las matemáticas, y nadie que trabaje en el proyecto lo duda. Si le conocieran y si supieran algo de matemáticas ningún habitante del Imperio podría dudarlo, pero no todo el mundo puede ser un genio universal.
—Lo sé tan bien como usted, Elar.
—Sé que lo sabe. Pero temo que le falte la habilidad de manejar a la gente corriente…, concretamente a los estúpidos. Le falta cierta capacidad de fingir y actuar de forma sutil, y si trata con alguien que ocupa una posición de poder en el gobierno y que es un poco estúpido no le costaría demasiado poner en peligro el proyecto y, en realidad, incluso su propia vida, simplemente porque es demasiado sincero.
—¿A qué viene todo esto? ¿Es que de repente me he convertido en un niño? Hace mucho tiempo que trato con políticos. Quizá recuerde que fui primer ministro durante diez años.
—Perdóneme, maestro, pero no fue un primer ministro extraordinariamente efectivo. Trató con el primer ministro Demerzel, quien era muy inteligente, y con el emperador Cleón, una persona bastante afable. Ahora va a tratar con militares que no son ni inteligentes ni afables…, la situación es completamente distinta.
—He tratado con militares anteriormente y he sobrevivido.
—No ha tratado con el general Dugal Tennar. No se parece en nada a los militares con los que ha tenido tratos hasta ahora. Le conozco, maestro.
—¿Le conoce? ¿Ha hablado con él?
—No le conozco personalmente, pero nació en Mandanov, que como usted sabe es mi sector, y ya era un hombre poderoso antes de unirse a la junta y de ascender dentro de ella.
—¿Qué sabe de él?
—Sé que es ignorante, supersticioso y violento. No es alguien a quien usted pueda manejar con facilidad…, o sin correr riesgos. Puede utilizar esa semana para pensar en cómo manejarle.
Seldon se mordió el labio inferior. Había algo de verdad en lo que había dicho Elar, y Seldon tenía que admitir que, a pesar de tener sus propios planes, tratar de manipular a un idiota engreído y propenso a los estallidos de mal genio que controlaba fuerzas abrumadoras podía ser bastante difícil.
—Ya me las arreglaré —dijo por fin—. En cualquier caso la junta militar presenta una situación inestable en el Trantor actual. Ha aguantado bastante más tiempo de lo que parecía probable.
—¿Lo hemos comprobado? No sabía que hubiéramos tomado decisiones de estabilidad referentes a la junta.
—Sólo contamos con unos cuantos cálculos que Amaryl ha hecho a partir de sus ecuaciones acaóticas. —Seldon guardó silencio durante unos momentos—. Por cierto, he encontrado algunas referencias donde se las denomina Ecuaciones de Elar.
—No soy yo quien las ha hecho, maestro.
—Espero que no le importe, pero no quiero que vuelva a repetirse. Los elementos psicohistóricos han de ser descritos de una forma funcional, no personal. En cuanto empiezan a intervenir las individualidades no tardan en surgir las disensiones y los problemas.
—Lo entiendo y estoy totalmente de acuerdo con usted, maestro.
—De hecho —dijo Seldon sintiendo una leve punzada de culpabilidad—, siempre me ha parecido mal que hablemos de las Ecuaciones Básicas Seldon de la Psicohistoria. El problema estriba en que se las llama así desde hace tantos años que no resultaría práctico cambiarles el nombre.
—Maestro, si me permite decirlo, usted es un caso excepcional. Creo que nadie podría poner reparos a que se le atribuya todo el mérito de la ciencia de la psicohistoria…, pero si me lo permite querría volver a su entrevista con el general Tennar.
—Bien, ¿qué más tiene que decir sobre eso?
—No puedo evitar preguntarme si sería mejor que no le viera, que no hablase con él y que no tuviera ninguna clase de tratos con el general.
—¿Cómo voy a hacerlo si ha solicitado una entrevista conmigo?
—Quizá podría decir que está enfermo y enviar a alguien en su lugar.
—¿A quién?
Elar no dijo nada, pero su silencio no podía ser más elocuente.
—Supongo que a usted, ¿no?
—¿No cree que sería lo más adecuado? Soy ciudadano del mismo sector que el general, lo cual quizá tuviera algún peso. Usted es un hombre ocupado y algo mayor, y no les costaría mucho creer que no se encuentra demasiado bien de salud. Si voy en su lugar, y le ruego que disculpe lo que le voy a decir, maestro… Bien, quizá consiga manipularle mejor de lo que lo haría usted.
—Quiere decir que mentirá.
—Si llega a ser necesario…
—Correrá un gran riesgo.
—No demasiado grande. Dudo que ordene mi ejecución. Si acabo haciéndole perder la paciencia, cosa que puede ocurrir, podré alegar mi juventud y mi inexperiencia, o usted podrá alegarlas en mi nombre. En cualquier caso, si me meto en un lío el peligro será mucho menor que si fuese usted quien tuviera problemas con el general. Sólo pienso en el proyecto, que puede prescindir de mí mucho más fácilmente que de usted.
Seldon frunció el ceño.
—No pienso esconderme detrás de usted, Elar. Si ese hombre quiere verme me verá. Me niego a temblar de miedo y a pedirle que se enfrente al peligro por mí. ¿Qué cree que soy?
—Un hombre honrado y sincero…, cuando la situación actual exige un hombre sutil y que sepa mentir.
—Si no hay más remedio le aseguro que sabré serlo. Le ruego que no me subestime, Elar.
Elar se dio por vencido.
—Muy bien —dijo encogiéndose de hombros—. He hecho cuanto podía para intentar convencerle.
—De hecho, Elar, me gustaría que no hubiese retrasado la entrevista. Preferiría perderme el cumpleaños y ver al general antes que a la inversa. Todo este asunto de la celebración no ha sido idea mía —murmuró Seldon, y acabó lanzando un gruñido.
—Lo siento —dijo Elar.
—Bueno —añadió Seldon poniendo cara de resignación—, ya veremos qué ocurre.
Giró sobre sí mismo y se marchó. A veces deseaba con todas sus fuerzas que su palabra fuese ley y que todo el mundo cumpliese sus órdenes sin posibilidad de discusión, pero crear ese tipo de organización exigiría una cantidad de tiempo y de esfuerzos enorme, privándole de cualquier posibilidad de seguir trabajando personalmente en la psicohistoria…, y, aparte de eso, él no poseía el tipo de temperamento necesario para imponer aquella clase de disciplina.
Seldon lanzó un suspiro. Tendría que hablar con Amaryl.
Seldon entró en el despacho de Amaryl sin anunciarse.
—Yugo —dijo sin más preámbulos—, la entrevista con el general Tennar se ha retrasado.
Después tomó asiento y puso cara de estar bastante enfadado.
Como siempre, Amaryl necesitó unos momentos para apartar su mente del trabajo.
—¿Qué excusa te ha dado? —preguntó cuando por fin alzó la vista hacia Seldon.
—No ha sido cosa suya. Algunos de nuestros matemáticos se encargaron de retrasar la entrevista una semana para que no interfiriese la celebración del cumpleaños. Todo esto me resulta extremadamente irritante.
—¿Por qué le permitiste?
—No se lo permití. Actuaron por su cuenta y lo arreglaron todo ellos solitos. —Seldon se encogió de hombros—. Supongo que en cierta forma es culpa mía… Llevo tanto tiempo quejándome de que voy a cumplir sesenta años que todo el mundo cree que tiene que animarme con fiestas y conmemoraciones.
—Esa semana extra no nos vendrá mal, naturalmente —dijo Amaryl.
Seldon se irguió inclinándose hacia delante.
—¿Hay algún problema?
—No. No creo, pero examinarlo todo con más atención no nos hará ningún daño. Mira, Hari, es la primera vez en casi treinta años que la psicohistoria ha llegado al punto en el que realmente puede hacer una predicción. No es gran cosa, apenas un puñado de polvo en el inmenso continente de la humanidad, pero es lo mejor que hemos conseguido hasta el momento. Bien… Debemos explotarlo al máximo, averiguar cómo funciona y demostrarnos que la psicohistoria realmente es lo que creemos: una ciencia predictiva. Por tanto, creo que asegurarnos de que no se nos ha pasado nada por alto no puede hacernos ningún daño. Incluso una predicción tan insignificante como ésta resulta complicada, y agradezco disponer de otra semana de tiempo para estudiarla.
—De acuerdo, Yugo. Te consultaré sobre el asunto antes de ver al general para estar al corriente de cualquier modificación que deba hacerse en el último minuto. Mientras tanto no permitas que ninguna información concerniente a esto se filtre a los demás…, a nadie, ¿entendido? Si la cosa sale mal no quiero que el personal del proyecto se desanime. Tú y yo absorbemos el impacto del fracaso y seguiremos intentándolo.
Una de sus raras sonrisas iluminó el rostro de Amaryl.
—Tú y yo… ¿Te acuerdas de cuando todo se reducía a nosotros dos?
—Lo recuerdo muy bien, no creas que no echo de menos aquellos días. No teníamos mucho con qué trabajar…
—Ni siquiera disponíamos del primer radiante, y mucho menos del electroclarificador.
—Pero fueron días felices.
—Sí, fueron felices —dijo Amaryl, y asintió con la cabeza.
La universidad había cambiado, y Hari Seldon no podía evitar que le complaciera.
Las secciones centrales del complejo del proyecto se habían llenado repentinamente de colores y de luz, y los sistemas holográficos saturaban el aire con imágenes tridimensionales que mostraban a Seldon en lugares y tiempos distintos. Se podía ver a Dors Venabili sonriendo y un poco más joven, a un Raych adolescente sin experiencia de la vida, a Seldon y Amaryl inclinados sobre sus ordenadores con un aspecto increíblemente joven…, incluso había un fugaz atisbo de Eto Demerzel, y cada vez que lo distinguía, el corazón de Seldon anhelaba volver a ver a su viejo amigo y recuperar la seguridad que había sentido antes de que se marchara.
El emperador Cleón no aparecía en ninguna imagen holográfica, y no porque no existieran hologramas suyos, sino porque con la junta militar en el poder no resultaba prudente recordar a la gente cómo había sido el antiguo Imperio.
Las imágenes fluyeron y se fueron extendiendo de una habitación a otra, de un edificio a otro. Seldon no entendía cómo era posible, pero habían conseguido el tiempo necesario para convertir la universidad en una exhibición incomparable, algo que Seldon jamás había visto o creído posible. Incluso las cúpulas lumínicas se habían oscurecido para producir una noche artificial contra cuyo negro telón de fondo la universidad chispearía y reluciría durante tres días.
—¡Tres días! —exclamó Seldon, medio impresionado y horrorizado.
—Tres días —dijo Dors Venabili asintiendo con la cabeza—. La universidad se negó a tomar en consideración cualquier período de tiempo inferior.
—¡Los gastos y el trabajo que habrá requerido todo esto! —dijo Seldon frunciendo el ceño.
—Los gastos no son nada comparados con todo lo que has hecho por la universidad —dijo Dors—, y todo el trabajo ha sido llevado a cabo por voluntarios. Los estudiantes se ocuparon de todo.
Una imagen panorámica de la universidad apareció en el aire, y Seldon la contempló sintiendo cómo sus labios esbozaban poco a poco una sonrisa involuntaria.
—Estás complacido —dijo Dors—. Durante los últimos meses no has hecho más que quejarte y gruñir diciendo que no querías celebrar el hecho de ser un viejo…, y mírate ahora.
—Bueno, resulta halagador. No tenía ni idea de que hacían algo semejante.
—¿Por qué no? Eres toda una personalidad, Hari. El mundo entero…, no, todo el Imperio sabe quién eres.
—No es cierto —dijo Seldon negando vigorosamente con la cabeza—. No creo que haya ni una persona de cada mil millones que sepa algo de mí…, y sobre la psicohistoria menos aún. Fuera del proyecto nadie tiene la más mínima idea de cómo funciona la psicohistoria, y ni siquiera todos los que trabajan en él la tienen.
—No importa, Hari. Tú eres lo realmente importante. Incluso los cuatrillones de personas que no saben nada acerca de ti o de tu trabajo saben que Hari Seldon es el matemático más grande de todo el Imperio.
—Bueno —dijo Seldon mientras miraba a su alrededor—, no cabe duda de que en estos momentos he conseguido que tenga la sensación de serlo. Pero… ¡Tres días y tres noches! Todo el recinto quedará destrozado.
—No, nada de eso. Todos los archivos y bancos de datos han sido guardados. Los ordenadores y el resto del equipo están en un lugar seguro, y los estudiantes han organizado una fuerza de seguridad improvisada que evitará que nada resulte dañado.
—Te has ocupado de todo, ¿verdad, Dors? —dijo Seldon sonriéndole con ternura.
—Lo hemos hecho entre unos cuantos. No creas que todo ha sido cosa mía. Tamwile Llar, tu colega, ha trabajado con una dedicación increíble.
Seldon torció el gesto.
—¿Por qué has puesto esa cara en cuanto te he hablado de Elar? —preguntó Dors.
—Porque no para de llamarme «maestro» —dijo Seldon.
Dors meneó la cabeza.
—Vaya, es un crimen terrible.
Seldon no hizo caso de su comentario.
—Y es joven —dijo.
—Peor aún. Vamos, Hari, tendrás que aprender a ir envejeciendo con dignidad…, y para empezar tendrás que demostrar que lo estás pasando bien. Eso hará que los demás se sientan complacidos y disfruten más de la celebración…, porque supongo que es lo que quieres, ¿no? Venga, muévete. No te quedes aquí escondido conmigo. Saluda a todo el mundo. Sonríe. Pregúntales qué tal se encuentran. Ah, y recuerda que después del banquete tendrás que pronunciar un discurso.
—No me gustan los banquetes, y en cuanto a los discursos, me gustan todavía menos que los banquetes.
—Pues tendrás que pronunciar tu discurso te guste o no. ¡Y ahora muévete!
Seldon dejó escapar un suspiro melodramático e hizo lo que le ordenaba Dors. Cuando llegó al pasillo que daba acceso al gran salón, estaba realmente imponente. El voluminoso ropaje de primer ministro del pasado había desaparecido, así como las prendas de estilo heliconiano que tanto le gustaban en su juventud. Seldon llevaba un atuendo que indicaba claramente su elevada posición actual: pantalones rectos de corte impecable y raya perfectamente marcada y una túnica bordada con hilo de plata. A la altura de su corazón se leía la leyenda PROYECTO DE PSICOHISTORIA SELDON DE LA UNIVERSIDAD DE STREELING, brillando como un faro sobre el severo y elegante color gris titanio de su ropas. Los ojos de Seldon chispeaban en un rostro que ya estaba algo arrugado por la edad, y tanto sus arrugas como su cabellera blanca ponían de manifiesto sus sesenta años.
Entró en la habitación en la que se celebraba la fiesta infantil. La estancia había sido totalmente vaciada, y el mobiliario se reducía a mesas sostenidas por caballetes llenas de comida. Los niños corrieron hacia él apenas le vieron entrar —todos sabían que Seldon era la razón de aquel banquete—, y Seldon intentó esquivar sus deditos.
—Esperad, esperad, niños —dijo—. Vamos, retroceded un poco.
Sacó un pequeño robot de su bolsillo, controlado por ordenador, y lo puso en el suelo. En un Imperio sin robots, el artefacto resultaba tan sorprendente que Seldon estaba seguro de que fascinaría a los niños. Tenía la forma de un animalito peludo, pero también poseía la capacidad de cambiar de aspecto sin previo aviso (cada cambio fue recibido con un coro de carcajadas infantiles), y cuando lo hacía los sonidos que emitía y sus movimientos también cambiaban.
—Observadlo y jugad con él —dijo Seldon—, y procurad no romperlo. Después habrá uno para cada uno de vosotros.
Salió al pasillo que llevaba al gran salón y se dio cuenta de que Wanda le estaba siguiendo.
—Abuelo… —dijo la niña.
Bien, Wanda era una excepción, claro. Seldon se inclinó, la alzó por los aires, la hizo girar y volvió a dejarla en el suelo.
—¿Lo estás pasando bien, Wanda? —preguntó.
—Sí —dijo ella—, pero no entres en esa habitación.
—¿Por qué no, Wanda? Es mía. Es el despacho donde trabajo.
—Es donde tuve mi pesadilla.
—Lo sé, Wanda, pero eso ya se acabó, ¿verdad?
Seldon vaciló y acabó llevando a Wanda hacia una de las sillas que se alineaban a lo largo del pasillo. Se sentó en ella y colocó a la niña sobre su regazo.
—Wanda, ¿estás segura de que fue un sueño? —le preguntó.
—Creo que fue un sueño.
—¿Estabas dormida de verdad?
—Creo que lo estaba.
Hablar del sueño parecía hacer que la niña se sintiera incómoda, y Seldon decidió que sería mejor olvidar el asunto. Seguir interrogándola no serviría de nada.
—Bueno, fuera un sueño o no, había dos hombres hablando de muerte y limonada, ¿verdad? —dijo.
Wanda asintió de mala gana.
—¿Estás segura de que usaron la palabra «limonada»? —preguntó Seldon.
Wanda volvió a asentir.
—¿No podría ser que hubieran dicho otra cosa y que tú hubieses entendido que decían «limonada»?
—No, es lo que dijeron.
Seldon tuvo que contentarse con esa respuesta.
—De acuerdo, Wanda. Anda, ve a pasarlo bien y olvídate del sueño.
—Está bien, abuelo.
La niña pareció animarse en cuanto Seldon le dijo que se olvidara del sueño y volvió a la fiesta.
Seldon empezó a buscar a Manella. Necesitó muchísimo tiempo para encontrarla porque a cada paso que daba alguien le detenía, le saludaba e intercambiaba unas palabras con él.
Por fin, la vio a lo lejos y se abrió paso hacia ella con muchas dificultades, sin dejar de murmurar «Perdóneme», «Disculpe», «He de hablar con alguien que…» y «Lo siento».
—Manella —dijo, y tiró de ella hacia un rincón mientras repartía sonrisas mecánicas en todas direcciones.
—¿Sí, Hari? —preguntó ella—. ¿Algún problema?
—El sueño de Wanda…
—No me digas que sigue hablando de eso.
—Bueno, todavía la tiene un poco preocupada. Oye, vamos a servir limonada en la fiesta, ¿verdad?
—Por supuesto. A los niños les encanta. He puesto comprimidos de dos docenas de sabores micogenitas distintos en vasitos minúsculos de muchas formas y colores, y los niños se dedican a probarlos para averiguar cuál sabe mejor. Los adultos también han bebido, como yo. ¿Por qué no la pruebas, Hari? Está muy buena.
—Estoy pensando que… Si no fue un sueño, si la niña realmente oyó a dos hombres hablando de muerte y limonada…
Seldon se interrumpió como si le avergonzara seguir hablando.
—¿Estás pensando en que alguien puede haber envenenado la limonada? —preguntó Manella—. Eso es ridículo. A estas horas todos los niños que hay en la fiesta estarían enfermos o agonizantes.
—Ya lo sé —murmuró Seldon—, ya lo sé.
Dejó a Manella en el rincón y cuando pasó junto a Dors estuvo a punto de no verla, pero Dors le agarró por el codo.
—¿A qué viene esa cara? —le preguntó—. Pareces preocupado.
—He estado pensando en el sueño de Wanda. Ya sabes, muerte y limonada…
—Yo también, pero de momento no he conseguido sacar nada en claro.
—No puedo evitar pensar en la posibilidad de que hayan envenenado la limonada.
—Olvídala. Te aseguro que hasta el último fragmento de comida que ha entrado aquí ha sido sometido a un análisis molecular. Ya sé que pensarás que estás ante otra muestra de mi paranoia habitual, pero mi misión es protegerte y es lo que hago.
—Y todo está…
—Te garantizo que no hay ningún veneno.
Seldon sonrió.
—Bien, me tranquiliza mucho oír eso. No es que realmente creyera que…
—Esperemos que no —dijo Dors en un tono de voz bastante seco—. Lo que me preocupa mucho más que esa fantasía del veneno, es que he oído comentar que dentro de dos días verás a ese monstruo llamado Tennar.
—Dors, no le llames monstruo. Ten cuidado. Estamos rodeados de orejas y lenguas.
—Supongo que tienes razón —dijo Dors bajando inmediatamente el tono de voz—. Mira a tu alrededor. Todos esos rostros sonrientes y sin embargo… ¿Quién sabe cuál de nuestros «amigos» se encargará de informar al gran jefe y a sus esbirros cuando la velada haya terminado? ¡Ah, los humanos! Después de miles de siglos y siguen existiendo traiciones tan bajas y repugnantes… En fin, me parece terriblemente innecesario, pero sé el daño que pueden causar y por eso he de ir contigo, Hari.
—Imposible, Dors. Sólo serviría para complicarme las cosas. Iré solo y no tendré ningún problema.
—No tienes ni idea de cómo manejar al general.
Seldon se puso muy serio.
—¿Y tú sabrías cómo manejarlo? Me recuerdas a Elar. Él también está convencido de que soy un viejo chocho, y él también quiere acompañarme… o, mejor dicho, quiere ir en mi lugar. Me pregunto cuántas personas habrá en Trantor dispuestas a ocupar mi lugar —añadió Seldon en un tono sarcástico—. ¿Docenas? ¿Millones?
El Imperio Galáctico llevaba diez años sin emperador, pero en el recinto del Palacio Imperial no había ni la más mínima señal de ello. Milenios de costumbre hacían que la ausencia de un emperador careciese de significado.
Naturalmente, no había ninguna silueta vestida con el ropaje imperial que presidiera las ceremonias. Ninguna voz imperial daba órdenes; no había ningún deseo imperial que satisfacer de inmediato; no había complacencias o disgustos imperiales que dieran vida al Palacio ni enfermedades que lo sumieran en la melancolía. Los aposentos personales del pequeño palacio ocupados por el emperador estaban vacíos, y la familia imperial no existía.
Pero el ejército de jardineros seguía ocupándose del perfecto estado de los jardines. Miles de obreros y técnicos mantenían los edificios en condiciones impecables. La cama del emperador —en la que no dormía nadie—, era hecha cada día con sábanas limpias; las habitaciones eran limpiadas; todo funcionaba tal y como había funcionado siempre, y todo el personal imperial trabajaba tal y como siempre había trabajado, desde el nivel más alto hasta el más bajo de la jerarquía. Los funcionarios de rango más elevado daban órdenes como lo habrían hecho si el emperador hubiera vivido, y daban las órdenes que habría dado el emperador. En muchos casos —especialmente en los niveles más altos—, el personal no había cambiado desde la muerte de Cleón. El personal nuevo que había entrado en el recinto desde entonces, había sido meticulosamente adiestrado e instruido en las tradiciones a las que debía servir.
Era como si el Imperio estuviera tan acostumbrado a ser gobernado por un emperador que insistía en aquel «gobierno fantasma» para mantener su cohesión.
La junta lo sabía o, al menos, era vagamente consciente. En diez años, ninguno de los militares que se habían adueñado del Imperio se había trasladado al pequeño palacio para instalarse en los aposentos privados del emperador. Aquellos hombres no tenían sangre imperial ni derecho alguno a estar allí. Una población que soportaba la pérdida de la libertad no soportaría ninguna señal de irreverencia hacia el emperador…, vivo o muerto.
El general Tennar no se había mudado al hermoso edificio que había alojado a los emperadores de una docena de dinastías distintas durante tanto tiempo. Había establecido su hogar y su despacho en una de las estructuras construidas en la periferia del recinto imperial. Eran auténticos monstruos arquitectónicos, pero construidos como si fuesen fortalezas: eran lo bastante sólidos para resistir un asedio, y contaban con edificios adyacentes en los que se podía alojar a un gran contingente de guardias.
Tennar era un hombre corpulento y tenía bigote. No era el bigote vigoroso y desbordante de los dahlitas, sino un bigote cuidadosamente recortado y adaptado a los contornos del labio superior que dejaba una tira de piel entre el vello y la línea del labio. El bigote era pelirrojo, y Tennar tenía los ojos azules e inexpresivos. Probablemente había sido muy apuesto en sus días de juventud, pero en la actualidad su rostro estaba un poco hinchado y por sus ojos se desprendían mayoritariamente sentimientos de ira.
Estaba hablando con Hender Linn, y usaba el tono de irritación propio de quien se considera dueño y señor absoluto de millones de mundos y, sin embargo, no se atreve a hacerse llamar emperador.
—Puedo establecer mi propia dinastía. —Tennar miró a su alrededor y frunció el ceño—. Éste no es el lugar adecuado para el gobernante del Imperio.
—Lo que importa es gobernarlo —dijo Linn en voz baja y suave—. Es mejor gobernar desde un cuchitril que estar en un palacio y ser una figura decorativa.
—Creo que es preferible ser el que gobierna y estar en un palacio. ¿Por qué no va a ser posible?
Linn poseía el rango de coronel, pero nunca había participado en ninguna contienda. Sus funciones se limitaban a decir a Tennar lo que deseaba oír, y a transmitir sus órdenes sin alterarlas lo más mínimo. De vez en cuando —si le parecía que no era arriesgado—, intentaba convencer a Tennar de que obrara de forma más prudente.
Linn era conocido como «el lacayo de Tennar», y aunque lo sabía no le molestaba. Ser un lacayo le permitía estar a salvo, y no olvidaba la ruina de quienes habían sido demasiado orgullosos para servir como lacayos.
Naturalmente, quizá llegara un momento en que el mismísimo Tennar quedara enterrado en el cambiante paisaje de la junta, pero Linn tenía cierta tendencia a tomarse las cosas con filosofía y creía poder anticipar los hechos con el tiempo suficiente para salvarse…, o quizá no. Todo tenía un precio.
—No hay razón alguna por la que no pueda fundar una dinastía, general —dijo Linn—. Otros lo hicieron a lo largo de la historia imperial, pero requiere tiempo. Las personas se adaptan con mucha lentitud. Lo normal es que sólo el segundo o el tercer miembro de la dinastía sea plenamente aceptado como emperador.
—No lo creo. Me basta con anunciarme como nuevo emperador. ¿Quién se atreverá a enfrentarse conmigo? Tengo controlada la situación.
—Cierto, general. Su poder es total y absoluto tanto en Trantor como en la mayoría de los mundos exteriores, pero es posible que gran parte de la población de los mundos exteriores más alejados no…, todavía no acepte una nueva dinastía imperial.
—Mundos interiores o mundos exteriores, tanto da… La fuerza militar puede superar cualquier obstáculo. Es una vieja máxima imperial.
—Y muy cierta —dijo Linn—, pero actualmente muchas provincias poseen sus propias fuerzas armadas y quizá no las utilicen en su favor. Vivimos tiempos difíciles.
—Entonces me aconseja que obre con cautela.
—Siempre le aconsejo que obre con cautela, general.
—Algún día quizá me harte de oírlo.
Linn inclinó la cabeza.
—Sólo puedo aconsejarle lo que me parece bueno y útil para usted, general.
—Y supongo que por eso no para de molestarme hablándome del tal Hari Seldon.
—Es el mayor de los peligros que le amenazan, general.
—Eso es lo que me repite continuamente, pero no entiendo por qué cree que es peligroso. No es más que un profesor de universidad.
—Cierto, pero hubo un tiempo en el que fue primer ministro —dijo Linn.
—Ya lo sé, ¿y qué…? Eso ocurrió en la época de Cleón. ¿Qué ha hecho algo desde entonces? Vivimos tiempos difíciles, es cierto, y los gobernadores de las provincias están inquietos… ¿Cómo puede un profesor ser el mayor de los peligros que me amenazan?
—A veces suponer que un hombre discreto que pasa inadvertido es inofensivo puede ser un error —dijo Linn midiendo con mucho cuidado sus palabras (pues educar al general era algo que requería un inmenso cuidado)—. Para los que se han opuesto a él, Seldon ha sido cualquier cosa salvo inofensivo. Hace veinte años el movimiento joranumita estuvo a punto de acabar con Eto Demerzel, el poderoso primer ministro de Cleón.
Tennar asintió, pero su ligero fruncimiento de ceño delató el esfuerzo que hacía para acordarse de aquello.
—Fue Seldon quien destruyó a Joranum y quien sucedió a Demerzel en el cargo de primer ministro, pero el movimiento joranumita sobrevivió y también fue Seldon quien acabó por destruirlo, pero no antes de que el movimiento asesinara a Cleón.
—Pero Seldon sobrevivió, ¿no?
—Efectivamente, Seldon sobrevivió.
—Qué extraño… Permitir un asesinato imperial tendría que haber significado la muerte para un primer ministro.
—Así habría tenido que ser, pero la junta le permitió seguir con vida. Pareció lo más prudente.
—¿Por qué?
Linn suspiró para sus adentros.
—Hay algo llamado psicohistoria, general.
—No sé nada de eso —replicó secamente Tennar.
En realidad, tenía el vago recuerdo de que Linn había intentado hablarle de aquella extraña retahíla de sílabas en varias ocasiones. Tennar nunca quiso escucharle y Linn era lo bastante inteligente para comprender que no debía insistir. Tennar tampoco quería escucharle entonces, pero las palabras de Linn parecían estar impregnadas de una premura oculta, y Tennar pensó que quizás haría bien escuchándole.
—Casi nadie sabe nada de ella —dijo Linn—, pero unos cuantos…, eh…, intelectuales opinan que tiene cierto interés.
—¿Y qué es?
—Es un sistema matemático muy complicado.
Tennar meneó la cabeza.
—Haga el favor de no aburrirme con esas cosas. Puedo contar mis divisiones armadas, y ésas son todas las matemáticas que necesito.
—Se afirma que la psicohistoria posibilita la predicción del futuro —dijo Linn.
Los ojos del general se desorbitaron visiblemente.
—¿Quiere decir que el tal Seldon predice el futuro?
—No de la manera habitual. Se trata de una predicción científica.
—No lo creo.
—Resulta difícil de creer, pero Seldon se ha convertido en una especie de figura de culto en Trantor y en algunos de los mundos exteriores. En cuanto a la psicohistoria… Si se la pudiera utilizar para predecir el futuro o, al menos, si la gente lo creyera, podría ser una herramienta muy poderosa con la que apuntalar el régimen. Estoy seguro de que ya habrá pensado en ello, general… Bastaría con predecir que nuestro régimen perdurará y que traerá paz y prosperidad al Imperio, y si la gente lo cree, convertirá la predicción en una de esas profecías que aseguran su propio cumplimiento. Por otra parte, si Seldon deseara lo contrario podría predecir la guerra civil y la ruina. La gente también creería en esa predicción y eso desestabilizaría el régimen.
—Bien, coronel, en ese caso basta con que nos aseguremos de que la psicohistoria emitirá las predicciones que deseamos.
—Sería Seldon quien tendría que hacerlas y no es amigo del régimen. General, es de la máxima importancia que distingamos entre el proyecto psicohistórico de la Universidad de Streeling y Hari Seldon. La psicohistoria puede resultarnos extremadamente útil, pero sólo en el caso de que alguien que no sea Seldon esté al frente del proyecto.
—¿Hay otras personas capaces de ello?
—Oh, sí. Basta con librarse de Seldon.
—¿Y qué tiene eso de difícil? Una orden de ejecución y estará hecho.
—General, sería preferible que el gobierno no apareciera directamente implicado en el asunto.
—¡Explíquese!
—He hecho los arreglos necesarios para que tenga una entrevista con Seldon y, con su habitual perspicacia, pueda hacerse una idea de su personalidad. Después podrá juzgar si ciertas sugerencias que tengo en mente son dignas de ser llevadas a la práctica o no.
—¿Cuándo tendrá lugar esa entrevista?
—Tenía que celebrarse muy pronto, pero sus representantes del proyecto solicitaron un retraso de unos cuantos días porque estaban a punto de celebrar su cumpleaños…, al parecer acaba de cumplir sesenta años. Me pareció prudente acceder y retrasar la entrevista una semana.
—¿Por qué? —preguntó Tennar—. Ya sabe que odio todo cuanto pueda ser interpretado como una muestra de debilidad.
—Y tiene toda la razón, general, toda la razón… Sus instintos nunca se equivocan, pero me pareció que las necesidades del estado podían exigirnos esperar los acontecimientos de esa celebración, que se desarrolla en este mismo instante.
—¿Por qué?
—El conocimiento siempre resulta útil, sea de la clase que sea. ¿Desea ver algún aspecto de la celebración?
El rostro del general Tennar no perdió su expresión malhumorada.
—¿Es necesario?
—Creo que la encontrará interesante, general.
La reproducción era excelente tanto en imagen como en sonido, y durante un rato, la hilaridad de la celebración se adueñó de la estancia sombría y austera en la que se encontraba el general.
Linn iba comentando las imágenes y el sonido.
—La mayor parte de la celebración se desarrolla en el complejo del proyecto, pero el resto de la universidad también participa en ella. Dispondremos de una imagen aérea dentro de unos momentos y podremos ver que la celebración cubre un espacio muy grande. De hecho, y aunque en estos momentos no dispongo de datos, hay algunas zonas del planeta, varias universidades y centros de sector, básicamente, en las que se están desarrollando lo que podríamos llamar «celebraciones de simpatía» de una u otra clase. Las celebraciones aún no hay terminado, y como mínimo durarán un día más.
—¿Me está diciendo que esa celebración abarca todo Trantor?
—De forma específica sí. Afecta básicamente a las clases intelectuales, pero se ha extendido de manera sorprendente. Incluso es posible que haya llegado a algunos mundos aparte de Trantor.
—¿De dónde ha sacado esta reproducción?
Linn sonrió.
—Estamos al corriente de casi todo lo que ocurre en el proyecto. Tenemos fuentes de información en las que podemos confiar, y muy poco de lo que sucede se nos escapa.
—Bien, Linn, ¿cuáles son sus conclusiones acerca de todo esto?
—General, me parece…, y estoy seguro de que a usted también se lo parecerá…, que Hari Seldon es el foco de un culto a la personalidad. Se ha identificado a sí mismo con la psicohistoria hasta el punto de que si nos libráramos de él de una forma demasiado visible, destruiríamos toda la credibilidad de esa ciencia, lo cual no nos serviría de nada.
»Por otra parte, general, Seldon se está haciendo viejo y no resulta difícil imaginar que será sustituido por otro hombre, alguien a quien habríamos escogido y que simpatizara con nuestros grandes objetivos y esperanzas imperiales. Si Seldon pudiera ser eliminado de forma aparentemente natural…, bien, creo que es cuanto necesitamos, ¿no?
—¿Cree que debería verle? —preguntó el general.
—Sí. Eso le servirá para decidir qué clase de persona es y lo que debemos hacer con él. Pero hemos de ser cautelosos, ya que es un hombre muy popular.
—Ya he tratado con personas populares en otras ocasiones —dijo Tennar con expresión sombría.
—Sí —dijo Hari Seldon con voz cansada—, la celebración fue todo un éxito. Lo pasé estupendamente. No sé si podré esperar a cumplir los setenta para repetir la experiencia…, pero confieso que estoy agotado.
—Pues regálate una larga noche de sueño reconfortante, papá —dijo Raych y sonrió—. Es el remedio perfecto.
—No sé cómo voy a relajarme si he de ver a nuestro gran líder dentro de pocos días.
—No irás a verle solo —dijo secamente Dors Venabili.
Seldon frunció el ceño.
—Dors, otra vez no… He de verle a solas: es muy importante para mí, ¿entiendes?
—Si vas solo no estarás a salvo. ¿Recuerdas lo que ocurrió hace diez años cuando te negaste a permitir que estuviera contigo y fuiste a saludar a los jardineros?
—Me lo recuerdas dos veces por semana, Dors, así que no es posible que lo olvide; pero en este caso tengo intención de ir solo. ¿Qué crees que puede querer hacerme si acudo a él como un anciano totalmente inofensivo que sólo pretende averiguar lo que desea de mí?
—¿Qué supones que quiere? —preguntó Raych mientras se mordisqueaba un nudillo.
—Supongo que quiere lo mismo que siempre quiso Cleón. Descubriré que se ha enterado de que la psicohistoria puede predecir el futuro y querrá utilizarla para sus propios propósitos. Hace casi treinta años le dije a Cleón que la psicohistoria no estaba lo bastante desarrollada para ello, y seguí repitiéndoselo todo el tiempo que ocupé el cargo de primer ministro…, y ahora tendré que decirle lo mismo al general Tennar.
—¿Cómo sabes que te creerá? —preguntó Raych.
—Ya se me ocurrirá alguna forma de resultar convincente.
—No deseo que vayas a verle solo —dijo Dors.
—Tus deseos no influirán para nada en mi decisión, Dors. Tamwile Elar decidió intervenir en la conversación.
—Soy la única persona presente que no pertenece a la familia, y no sé cómo acogerían un comentario mío…
—Adelante —dijo Seldon—. No veo por qué tiene que quedarse sin hablar.
—Me gustaría sugerir un compromiso. Unos cuantos de nosotros podríamos ir con el maestro, y estoy pensando en un buen número de gente. Podemos ser su escolta triunfal, una especie de epílogo a la celebración del cumpleaños… No, un momento, no quiero decir que entremos todos en el despacho del general, y ni siquiera en el recinto del Palacio Imperial. Podemos ocupar habitaciones de hotel en el sector imperial junto al recinto, el Hotel Límite de la Cúpula sería el sitio ideal, y podríamos disfrutar de un día de vacaciones.
—Es justo lo que necesitaba —resopló Seldon—. Un día de vacaciones…
—No me refería a usted, maestro —se apresuró a decir Elar—. Usted acudirá a su entrevista con el general Tennar, pero nuestra presencia servirá para que los habitantes del sector imperial se hagan una idea de lo popular que es…, y puede que el general también se dé cuenta de ello. Saber que esperamos a que regrese quizá le impida mostrarse excesivamente desagradable.
Las palabras de Elar fueron seguidas por un silencio bastante largo.
—Me parece demasiado aparatoso —dijo Raych por fin—. No encaja con la imagen que el mundo tiene de papá.
Pero Dors no estaba de acuerdo.
—La imagen de Hari no me interesa en lo más mínimo, lo que me interesa es la seguridad de Hari. Ya que no podemos presentarnos ante el general o invadir el recinto imperial, congregarnos lo más cerca posible del general quizá sea una buena idea. Doctor Elar, le agradezco su excelente sugerencia.
—No quiero que se ponga en práctica —dijo Seldon.
—Pero yo sí —replicó Dors—, y si es lo más parecido a mi protección personal insistiré en que se haga.
—Visitar el Hotel Límite de la Cúpula podría resultar muy divertido —dijo Manella, que hasta aquel momento había estado escuchando sin hacer ningún comentario.
—No estoy pensando en la diversión —dijo Dors—, pero acepto tu voto a favor.
Y así se hizo. Al día siguiente veinte hombres y mujeres del nivel jerárquico más alto del Proyecto Psicohistoria, se presentaron en el Hotel Límite de la Cúpula y ocuparon habitaciones desde las que se dominaba el recinto del Palacio Imperial.
Esa misma tarde, un grupo de guardias armados se personó en el hotel para recoger a Hari Seldon y llevarlo a su presencia.
Dors Venabili desapareció casi al mismo tiempo, pero su ausencia tardó bastante en ser descubierta; cuando fue descubierta nadie tenía idea de qué había sido de ella, y la atmósfera de alegría y celebración no tardó en esfumarse para dejar paso a la aprensión.
Dors Venabili había vivido diez años en el recinto del Palacio Imperial. Como esposa del primer ministro tenía derecho a entrar en él, y podía ir libremente de la cúpula al terreno descubierto usando sus huellas dactilares como pase.
La confusión que siguió al asesinato de Cleón fue tan considerable que nadie pensó en privarla de su pase, y cuando Dors quiso ir de la cúpula al terreno descubierto por primera vez desde aquel día horrible, pudo hacerlo sin la más mínima dificultad.
Siempre supo que sólo podría entrar en el recinto una vez, pues cuando se descubriera lo ocurrido su pase sería cancelado, pero tenía que entrar en el recinto.
Cuando entró en la zona de terreno descubierto el cielo se oscureció de repente, y la temperatura bajó de forma bastante acusada. Durante el período nocturno el mundo que se extendía debajo de la cúpula estaba un poco más iluminado de lo que sería posible en una noche natural, y durante el período diurno la intensidad de la luz tampoco era tan elevada como en un día natural. Aparte de eso, la temperatura que había debajo de la cúpula siempre era un poco más suave que al aire libre.
La inmensa mayoría de trantorianos no lo sabía porque pasaban toda la vida debajo de la cúpula. Dors ya esperaba aquel cambio, y apenas la afectó.
Fue por el camino central que daba acceso a la zona donde se alzaba el hotel. Se encontraba muy bien iluminado, naturalmente, y eso hacía que la oscuridad del cielo careciera de importancia.
Dors sabía que no podría avanzar cien metros por el camino sin ser detenida, y dada la suspicacia casi paranoica de la junta militar, quizá sería detenida incluso antes de haber recorrido esa distancia. Su presencia sería detectada de inmediato.
Sus previsiones se cumplieron. Un vehículo terrestre de reducidas dimensiones fue hacia ella.
—¿Qué está haciendo aquí? —gritó un guardia asomando la cabeza por la ventanilla—. ¿Adónde va?
Dors ignoró la pregunta y siguió caminando.
—¡Alto! —gritó el guardia.
Después puso el freno de seguridad y bajó del vehículo, que era justamente lo que Dors quería.
El guardia sostenía un desintegrador en su mano: no estaba amenazándola con utilizarlo, y se limitaba a mostrarle que iba armado.
—Su número de referencia —dijo el guardia.
—Quiero su vehículo —dijo Dors.
—¿Qué? —El guardia empezó a enojarse—. Su número de referencia. ¡Inmediatamente!
Alzó el desintegrador para apuntarla.
—No necesita mi número de referencia para nada —dijo Dors en voz baja, y siguió avanzando hacia el guardia.
El guardia retrocedió un paso.
—Si no se detiene y me da su número de referencia dispararé.
—¡No! Arroje su desintegrador al suelo.
El guardia tensó los labios. Su dedo empezó a moverse hacia el botón de disparo, pero jamás logró alcanzarlo.
Nunca consiguió describir con precisión lo ocurrido. Lo único que pudo decir fue «¿Cómo iba a saber que era la Mujer Tigre? —(Y llegó un tiempo en el que acabó sintiéndose orgulloso de aquel encuentro)—. Se movió tan deprisa que apenas me di cuenta de lo que hizo o de lo que pasó. Estaba seguro de que era una loca. Iba a disparar…, y un instante después ya me había dominado.»
Dors tenía atrapado al guardia con una presión inquebrantable y le había obligado a levantar la mano que sostenía el desintegrador.
—Deje caer el arma de inmediato o le romperé el brazo —dijo. El guardia sentía una opresión terrible alrededor de su pecho. Apenas podía respirar. Comprendió que no tenía elección, y dejó caer el desintegrador.
Dors Venabili le soltó, pero antes de que el guardia tuviera tiempo de recobrarse, se vio apuntado por su propio desintegrador.
—Espero que no haya desactivado sus detectores —dijo Dors Venabili—. No se apresure a informar de lo que ha ocurrido. Será mejor que espere y decida qué es lo que va a contar a sus superiores. El hecho de que una mujer desarmada le haya quitado su desintegrador y su vehículo podría hacer que la junta considere que ha dejado de ser útil.
Dors puso en marcha el vehículo y siguió avanzando por el camino central. Diez años de estancia en el recinto habían servido para que supiera con toda exactitud hacia adónde se dirigía. El vehículo en el que iba —un vehículo terrestre oficial—, no era una presencia extraña y, por tanto, no sería interceptado en cada control; pero quería llegar lo antes posible a su destino y eso la obligaba a asumir el riesgo de la velocidad. Dors aceleró hasta que el vehículo alcanzó los doscientos kilómetros por hora.
La velocidad a la que se desplazaba acabó atrayendo la atención. Dors ignoró los gritos que surgieron de la radio exigiendo saber por qué iba tan deprisa, y antes de que transcurriera mucho tiempo, los detectores le indicaron que estaba siendo perseguida por otro vehículo terrestre.
Sabía que ya habrían advertido a los otros puestos de vigilancia, que otros vehículos terrestres la estarían esperando, pero había muy poco que pudiesen hacer salvo tratar de aniquilarla, una solución extrema que en principio nadie intentaría hasta disponer de más datos.
Cuando llegó al edificio que era su objetivo, vio dos vehículos terrestres esperándola. Bajó tranquilamente de su vehículo y fue hacia la entrada.
Dos hombres se apresuraron a interponerse en su camino. Sus expresiones indicaban con claridad lo mucho que les había sorprendido descubrir que el conductor no era un guardia, sino una mujer vestida con ropas de civil.
—¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué tanta prisa?
—Traigo un mensaje muy importante para el coronel Hender Linn —dijo Dors en voz baja y tranquila.
—¿De veras? —replicó ásperamente el guardia. Ahora había cuatro hombres interponiéndose entre ella y la entrada—. Tenga la bondad de darme su número de referencia.
—No me haga perder el tiempo —dijo Dors.
—He dicho que me dé su número de referencia.
—Me está haciendo perder el tiempo.
—¿Sabes a quién se parece? —exclamó de repente otro guardia—. Se parece mucho a la esposa del antiguo primer ministro, la doctora Venabili…, la mujer tigre.
Los cuatro guardias retrocedieron dando un tambaleante paso hacia atrás.
—Está arrestada —dijo uno de ellos.
—¿Sí? —dijo Dors—. Suponiendo que sea la Mujer Tigre, les advierto de que soy considerablemente más fuerte que cualquiera de ustedes y de que mis reflejos son considerablemente más rápidos. Permítanme sugerirles una forma de evitar problemas… Entremos en el edificio y veremos qué dice el coronel Linn.
—¡Está arrestada! —repitió el guardia, y cuatro desintegradores apuntaron a Dors.
—Bueno —dijo Dors—. Si insisten…
Se movió con increíble rapidez, y un instante después dos guardias yacían gimiendo en el suelo y Dors tenía un desintegrador en cada mano.
—He intentado no hacerles daño, pero es muy posible que les haya roto la muñeca —dijo Dors—. Ahora ya sólo quedan ustedes dos, y puedo disparar más deprisa de lo que puedan hacerlo ustedes. Si alguno de los dos hace el más leve movimiento tendré que romper la costumbre de toda una vida y matarle. Hacerlo no me gustará lo más mínimo, y les ruego que no me obliguen.
Los dos guardias no dijeron nada, y permanecieron completamente inmóviles.
—Les sugiero que me escolten hasta donde esté el coronel y que luego busquen ayuda médica para sus camaradas —dijo Dors.
La sugerencia no era necesaria. El coronel Linn acababa de salir de su despacho.
—¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Qué es…?
Dors se volvió hacia él.
—¡Ah! Permita que me presente. Soy la doctora Dors Venabili, la esposa del profesor Hari Seldon. He venido a verle por un asunto muy importante. Estos guardias intentaron detenerme y, como resultado, dos de ellos han quedado lesionados. Despídales y deje que hable con usted. Le aseguro que no quiero hacerle ningún daño.
Los ojos de Linn se clavaron en los cuatro guardias y acabaron por volver a posarse en Dors.
—¿No quiere hacerme ningún daño? —dijo con voz impasible—. Ya veo que cuatro guardias no han conseguido detenerla, pero puedo reunir cuatro mil en cuestión de segundos.
—Entonces llámeles —dijo Dors—. Por muy deprisa que vengan si decido matarle no llegarán a tiempo de salvarle, ¿verdad? Despida a sus guardias y hablemos como dos personas civilizadas.
Linn despidió a los guardias.
—Bien, doctora Venabili, entre y hablaremos —dijo—. Pero debo advertirle de que tengo muy buena memoria.
—Yo también —agregó Dors.
Y fueron hacia el despacho de Linn.
—Y ahora, doctora Venabili, explíqueme por qué está aquí —dijo Linn con la máxima cortesía imaginable.
La sonrisa de Dors no era amenazadora, pero tampoco resultaba del todo agradable.
—Para empezar —dijo—, he venido aquí para demostrarle que podía hacerlo.
—¿Ah?
—Sí. Mi esposo fue llevado a su entrevista con el general en un vehículo terrestre oficial con una escolta armada. Salí del hotel al mismo tiempo que él, a pie y desarmada, y aquí estoy… y creo que llegué antes que él. Tuve que superar el obstáculo de cinco guardias, si contamos al guardia de cuyo vehículo me apropié para llegar hasta usted. Cincuenta guardias tampoco habrían podido detenerme.
Linn asintió sin perder la calma.
—Tengo entendido que a veces se la llama la Mujer Tigre.
—Sí, se me ha llamado así. Bien, ahora que por fin he conseguido llegar hasta usted, mi tarea es asegurarme de que no le ocurra nada malo a mi esposo. Se está aventurando en la guarida del general, si me perdona el melodramatismo, y quiero que salga de ella sin ser amenazado y sin sufrir el más mínimo daño.
—En lo que a mí concierne, puedo asegurarle que su esposo no sufrirá ningún daño como resultado de esta entrevista, pero si tanto la preocupa… ¿Por qué venir a verme? ¿Por qué no presentarse directamente ante el general?
—Porque usted es el cerebro del equipo que forman.
Hubo un silencio no muy prolongado.
—Esa observación sería muy peligrosa…, si la oyera quien no debe —dijo Linn.
—Resultaría más peligrosa para usted que para mí, así que asegúrese de que no llega a oídos de nadie. Y ahora, si ha pensado que basta con tranquilizarme y darme algunas garantías para que me vaya, y si cree que en el caso de que mi marido sea retenido y condenado a muerte no podré hacer nada al respecto, debo decirle que comete un grave error.
Dors señaló los dos desintegradores que había dejado sobre la mesa delante de ella.
—Entré en el recinto sin nada. Cuando nos encontramos tenía dos desintegradores. De no haber llevado los desintegradores podría haber estado armada con cuchillos, arma en cuyo uso soy toda una experta. Y si no tuviera desintegradores ni cuchillos, seguiría siendo una adversaria formidable. Esta mesa es de metal, obviamente…, y es muy sólida.
—Lo es.
Dors alzó las manos y separó los dedos como para mostrar que no iba armada. Después las puso sobre la mesa y acarició la superficie con las palmas.
De pronto, Dors alzó un puño y lo dejó caer sobre la mesa, asestándole un golpe brutal acompañado de un ruido ensordecedor que recordaba a un choque entre metales. Después sonrió y levantó la mano.
—Ni un morado —dijo Dors—. No siento ningún dolor, pero fíjese en que la mesa se ha doblado ligeramente. Si ese mismo golpe, con idéntica fuerza, se produjera sobre la cabeza de un ser humano, el cráneo habría estallado. Nunca he hecho algo así y, en realidad, nunca he matado a un ser humano, aunque he tenido que lesionar a varios. Pero si el profesor Seldon sufre algún daño…
—Sigue amenazándome.
—Me limito a hacer una promesa. Si el profesor Seldon no sufre ningún daño no haré nada, coronel Linn. En caso contrario… Me veré obligada a matarle o a producirle lesiones muy graves, y también le prometo que haré lo mismo con el general Tennar.
—Por muy grande que sea su felina ferocidad no podrá vencer a todo un ejército —dijo Linn—. ¿Qué hará entonces?
—Las historias se difunden y exageran —dijo Dors—. La verdad es que no he utilizado mucho esa ferocidad, pero lo que se cuenta de mí es mucho más terrible que la verdad. Sus guardias dieron un paso atrás en cuanto me reconocieron, ellos mismos se encargarán de difundir la historia de cómo logré llegar hasta usted…, mejorándola bastante durante el proceso de difusión. Incluso un ejército podría vacilar antes de atacarme, coronel Linn, pero aun suponiendo que lo hiciese y que me destruyera tendría que enfrentarse a la indignación de la gente. La junta está manteniendo el orden, pero a duras penas, y usted no quiere que ocurra nada susceptible de crear disturbios, ¿verdad? Así pues, piense en lo sencilla que resulta la alternativa. Basta con que no hagan ningún daño al profesor Hari Seldon.
—No tenemos la más mínima intención de hacerle daño.
—Entonces, ¿cuál es la razón de que el general quiera entrevistarse con él?
—¿Qué tiene eso de misterioso? El general siente curiosidad hacia la psicohistoria. Los archivos del gobierno están a nuestra disposición. El difunto emperador Cleón estaba muy interesado en ella, y cuando su esposo era primer ministro, Demerzel también se interesó por la psicohistoria. ¿Por qué no debería interesarnos? De hecho, es lógico que nos interese todavía más de lo que les interesó a ellos.
—¿Por qué?
—Porque el tiempo ha ido transcurriendo. Según tengo entendido, la psicohistoria empezó siendo una idea en la mente del profesor Seldon. Ha estado trabajando en ella con creciente vigor, apoyado por un personal cada vez más numeroso, durante casi treinta años. Casi todos sus trabajos han sido apoyados y subvencionados por el gobierno, y podría decirse que en cierto aspecto sus descubrimientos y sus técnicas pertenecen al mismo. Tenemos intención de hacerle algunas preguntas sobre la psicohistoria porque, a estas alturas, debe de estar mucho más avanzada que en tiempos de Demerzel y Cleón, y esperamos que nos diga lo que queremos saber. Queremos algo más práctico que el espectáculo de las ecuaciones enroscándose en el aire. ¿Me entiende?
—Sí —dijo Dors, y frunció el ceño.
—Ah, y una cosa más… No crea que el peligro que amenaza a su esposo procede única y exclusivamente del gobierno y que cualquier daño que pueda sufrir significará que debe atacarnos inmediatamente. Me permito sugerirle que el profesor Seldon podría tener enemigos de naturaleza puramente particular. No es que lo sepa, pero estoy convencido de que es posible.
—No lo olvidaré, pero de momento quiero que se asegure de que podré acompañar a mi esposo durante su entrevista con el general. Quiero cerciorarme sin duda alguna de que no corre ningún peligro.
—Será difícil y exigirá algún tiempo. Interrumpir la conversación es prácticamente imposible, pero si quiere esperar a que haya terminado…
—Tómese su tiempo, pero haga lo necesario para que yo esté presente en la entrevista. No crea que podrá engañarme y seguir con vida.
El general Tennar observaba a Hari Seldon con los ojos ligeramente desorbitados mientras sus dedos tabaleaban suavemente sobre el escritorio que ocupaba.
—Treinta años —dijo—. Treinta años… ¿Y me está diciendo que sigue sin tener ningún resultado aparente?
—General, para ser preciso han sido veintiocho años.
Tennar ignoró el comentario de Seldon.
—Y todo a expensas del gobierno… Profesor, ¿sabe cuántos miles de millones de créditos han sido invertidos en su proyecto?
—No he llevado la cuenta, general, pero disponemos de archivos que podrían proporcionarme la respuesta a su pregunta en cuestión de segundos.
—Nosotros también los tenemos. Profesor, el gobierno no es una fuente interminable de fondos. Los viejos tiempos han quedado muy atrás. No compartimos la actitud despreocupada hacia las finanzas típica de Cleón. Subir los impuestos siempre resulta difícil e impopular, y necesitamos el dinero para muchas cosas. Le he hecho venir aquí con la esperanza de que su psicohistoria podría ayudarnos de alguna forma. Si no es así…, debo ser franco y decirle que tendremos que cerrar el grifo. Si puede proseguir sus investigaciones sin los fondos del gobierno hágalo, porque a menos que me enseñe algo que justifique los gastos, eso es justo lo que tendrá que hacer en el futuro.
—General, no puedo satisfacer esa demanda, pero si su respuesta consiste en retirar la ayuda gubernamental estará arrojando el futuro por la ventana. Deme tiempo y eventualmente…
—Varios gobiernos han oído ese «eventualmente» de sus labios durante décadas. Profesor, ¿no es cierto que su psicohistoria predice la debilidad de la junta, que mi poder es inestable y que se derrumbará en poco tiempo?
Seldon frunció el ceño.
—La técnica aún no está lo bastante desarrollada como para afirmar que eso es lo que dice la psicohistoria.
—Bien, pues yo le digo que la psicohistoria ha hecho esa predicción y que todas las personas que trabajan en su proyecto lo saben.
—No —dijo Seldon subiendo un poco el tono de voz—, nada de eso. Es posible que algunos hayan interpretado ciertas relaciones en ese sentido, pero otras relaciones podrían ser interpretadas como pruebas de su estabilidad. Ésa es la razón básica por la que debo continuar con mi trabajo. En estos momentos no resulta difícil utilizar datos incompletos y razonamientos imperfectos para llegar a cualquier tipo de conclusión deseada.
—Pero si decide presentar la conclusión de que el gobierno es inestable basándose en lo que dice la psicohistoria, aunque en realidad no sea así… ¿Acaso no hará que la inestabilidad empeore?
—Es muy posible que produjera ese efecto, general. Y si anunciáramos lo contrario podríamos reforzar la estabilidad del gobierno. Ya he mantenido esta misma discusión con el emperador Cleón muchas veces. La psicohistoria puede ser utilizada como herramienta para manipular las emociones de la gente y conseguir efectos a corto plazo, pero a largo plazo existen muchas probabilidades de que las predicciones resulten incompletas o claramente erróneas, en cuyo caso la psicohistoria perdería toda credibilidad y, a efectos prácticos, sería como si nunca hubiese existido.
—¡Basta! ¡Déjese de rodeos! ¿Qué cree que muestra la psicohistoria con referencia a mi gobierno?
—Creemos que muestra algunos elementos de inestabilidad, pero no estamos totalmente seguros de cómo aumentar o disminuir esa inestabilidad, y no podemos estarlo.
—En otras palabras, la psicohistoria se limita a decir lo que usted podría saber sin necesidad de usarla…, y el gobierno ha invertido una cifra inmensa de créditos en esa ciencia, ¿no?
—Llegará un momento en el que la psicohistoria nos dirá lo que nunca podríamos saber sin ella, y entonces recuperaremos la cuantía de la inversión multiplicada muchas veces.
—¿Y cuánto tardará en llegar ese momento?
—Espero que no demasiado. Durante los últimos años hemos estado haciendo progresos muy prometedores.
Tennar volvió a golpear la superficie del escritorio con las uñas.
—No es suficiente. Dígame algo que pueda ayudarme ahora, algo que yo pueda utilizar.
Seldon meditó durante unos momentos.
—Puedo prepararle un informe detallado, pero eso exigirá algún tiempo.
—Naturalmente. Días, meses, años…, y al final se las arreglará para que el informe nunca llegue a redactarse. ¿Acaso me toma por un imbécil?
—No, general, por supuesto que no; pero yo tampoco quiero que se me tome por imbécil. Puedo decirle algo de lo que me hago único responsable. Lo he descubierto en mi investigación psicohistórica, pero es posible que haya malinterpretado los datos. Pero ya que insiste…
—Insisto.
—Hace unos momentos habló de los impuestos, y dijo que subir los impuestos era difícil e impopular. Siempre lo es. Todos los gobiernos deben cumplir sus funciones acumulando riqueza de una forma u otra. Sólo existen dos formas de obtener los créditos necesarios: la primera es robar a un vecino, y la segunda persuadir a los ciudadanos de que se desprendan de esos créditos voluntariamente y sin resistirse.
»Hemos creado un Imperio Galáctico que lleva miles de años funcionando de forma razonablemente pacífica, por lo que no hay ninguna posibilidad de robar a un vecino, salvo como resultado de las rebeliones que se producen ocasionalmente y de su represión. Eso no ocurre con la frecuencia suficiente como para mantener a un gobierno en el poder, y si así fuese, el gobierno sería excesivamente inestable y, en cualquier caso, no duraría mucho tiempo.
Seldon tragó una honda bocanada de aire antes de seguir hablando.
—Así pues, la única forma de conseguir esos créditos es pedir a los ciudadanos que entreguen parte de su riqueza para que sea utilizada por el gobierno. El gobierno funcionará con eficacia, por lo que es de suponer que los ciudadanos gastarán mejor sus créditos de esta forma que guardándoselos mientras viven en un estado de anarquía peligroso y caótico donde todos luchan contra todos.
»Pero aunque la petición es razonable y los ciudadanos viven mejor pagando impuestos para mantener un gobierno estable y eficiente, siguen mostrándose reacios a ello. Para superar esta circunstancia los gobiernos deben dar una impresión de generosidad, de que sólo perciben los créditos necesarios y de que tienen en cuenta los derechos y beneficios de cada ciudadano. En otras palabras, deben reducir el porcentaje a pagar de los ingresos más bajos, deben permitir que se hagan deducciones de varias clases antes de que se calcule el impuesto total, etcétera.
»A medida que pasa el tiempo la situación impositiva se va volviendo más y más complicada porque no hay forma de evitar que los mundos, los sectores de cada mundo y las distintas divisiones económicas soliciten o exijan un tratamiento especial. Como resultado, la rama del gobierno encargada de recaudar los impuestos va aumentando en tamaño y complejidad y tiende a volverse incontrolable. El ciudadano medio no puede entender por qué se le hace pagar impuestos, y no entiende qué puede quedarse para él sin problemas y qué es lo que debe entregar. De hecho, lo habitual es que el gobierno y la rama que recauda los impuestos tampoco lo entiendan.
»Aparte de eso, una fracción cada vez más grande de los fondos recaudados debe ser invertida en el mantenimiento de la cada vez más compleja rama recaudadora —conservación de archivos, persecución de la delincuencia fiscal—, con lo que la cifra de créditos disponibles para propósitos útiles va disminuyendo a pesar de todo cuanto se pueda hacer para impedirlo.
»Al final la situación impositiva se vuelve insoportable y provoca descontento y deseos de rebelión. Los libros de historia suelen responsabilizar de ello a la codicia de los hombres de negocios, la corrupción política, la brutalidad de los guerreros o la ambición de los virreyes…, pero ellos sólo son los individuos que se aprovechan del exceso impositivo.
—¿Me está diciendo que nuestro sistema impositivo es excesivamente complicado? —preguntó el general con voz ronca.
—Si no lo fuese, al menos que yo sepa, sería el único ejemplo existente en la historia —dijo Seldon—. Si hay algo que la psicohistoria sostenga como inevitable es el exceso y el caos impositivo.
—¿Y qué podemos hacer al respecto?
—No puedo responder a esa pregunta, y por eso querría preparar un informe que, como usted ha dicho, quizá exija algún tiempo para ser redactado.
—Olvídese del informe. El sistema impositivo es excesivamente complicado, ¿no? ¿No es eso lo que me está diciendo?
—Es posible que lo sea —replicó cautelosamente Seldon.
—Y para corregir ese defecto hay que simplificar el sistema impositivo…, es decir, hay que hacerlo lo más sencillo posible.
—Tendría que estudiar…
—Tonterías. Lo opuesto de una gran complicación es una gran simplicidad. No necesito un informe para saberlo.
—Como usted diga, general —murmuró Seldon.
En aquel momento el general alzó la mirada como si acabara de recibir una llamada… y así era. Apretó los puños y una imagen en holovisión del coronel Linn y Dors Venabili apareció repentinamente en la habitación.
—¡Dors! —exclamó Seldon poniendo cara de perplejidad—. ¿Qué estás haciendo aquí?
El general no dijo nada, pero su frente se llenó de profundas arrugas.
El general había pasado mala noche, y la preocupación había hecho que el coronel tampoco durmiera bien. Estaban mirándose fijamente sin saber qué decir.
—Vuelva a explicarme lo que hizo esa mujer —dijo por fin el general.
Linn parecía llevar un enorme peso invisible sobre sus hombros.
—Es la Mujer Tigre. Así es como la llaman… No parece ser totalmente humana. Debe de ser una especie de superatleta entrenada hasta lo imposible con una increíble confianza en sí misma y… general, le aseguro que resulta aterradora.
—¿Le asustó? ¿Una mujer sola?
—Deje que le describa exactamente lo que hizo y que le cuente algunas cosas sobre ella. No sé qué hay de cierto en todas las historias que circulan, pero puedo asegurarle que lo que ocurrió ayer es verdad.
Volvió a contar la historia y el general le escuchó atentamente con las mejillas tensas.
—No me gusta —dijo por fin—. ¿Qué vamos a hacer?
—Creo que lo que debemos hacer está muy claro. Queremos disponer de la psicohistoria…
—Sí, eso es lo que queremos —dijo el general—. Seldon dijo algo sobre los impuestos que… Pero olvídelo. No estamos hablando de eso. Siga.
Linn estaba tan alterado que había permitido que su rostro adoptara una expresión levemente impaciente.
—Como he dicho, queremos disponer de la psicohistoria sin Seldon —prosiguió—. De todas formas Seldon es un hombre acabado. Cuanto más le estudio más veo a un viejo estudioso que está viviendo de sus logros pasados. Ha dispuesto de casi treinta años para desarrollar la psicohistoria y no lo ha conseguido. Sin él, y con otras personas al frente del proyecto, es posible que el desarrollo de la psicohistoria avance con más rapidez.
—Sí, estoy de acuerdo. Y respecto a la mujer…
—Bueno, no la habíamos tenido en cuenta porque siempre había procurado permanecer en un discreto segundo plano, pero ahora tengo la firme sospecha de que resultará muy difícil, y quizás imposible, eliminar a Seldon discretamente sin implicar al gobierno mientras esa mujer siga con vida.
—¿Realmente cree que esa mujer sería capaz de hacernos pedazos si estuviera convencida de que hemos hecho daño a su esposo? —preguntó el general, y su boca se frunció en una mueca despectiva.
—Sí, creo que lo haría y que además crearía una rebelión popular. Todo ocurriría exactamente como prometió.
—Se está convirtiendo en un cobarde, Linn.
—General, por favor… Estoy intentando ser prudente y seguir los dictados del sentido común. No me estoy echando atrás. Debemos ocuparnos de la mujer tigre. —Se quedó callado y pensó durante unos momentos—. De hecho, mis fuentes de información ya lo habían aconsejado, y admito que hasta el momento había prestado muy poca atención a este asunto.
—¿Y cómo cree que podemos librarnos de ella?
—No lo sé —dijo Linn—. Pero otra persona quizá podría hacerlo —añadió hablando muy despacio.
Seldon también había pasado mala noche, y el nuevo día no prometía ser mucho mejor. Hari casi nunca se enfadaba con Dors, pero esta vez estaba muy enfadado con ella.
—¡Qué temeridad, qué estupidez! —exclamó—. ¿No bastaba con que estuviéramos alojados en el hotel? Eso ya era más que suficiente para que un gobernante paranoico empezara a pensar en alguna clase de conspiración.
—¿Qué clase de conspiración podía haber, Hari? íbamos desarmados. Era un día festivo, el toque final a la celebración de tu cumpleaños. No suponíamos ninguna amenaza.
—Sí, pero después tú llevaste a cabo la invasión del recinto imperial. Fue imperdonable… Fuiste corriendo al palacio para interferir mi entrevista con el general, a pesar de que había dejado manifestado en varias ocasiones que no quería que estuvieses allí. Tenía mis propios planes, ¿sabes?
—Tus deseos, tus órdenes y tus planes son secundarios con respecto a tu seguridad —dijo Dors—. Era lo que más me preocupaba.
—No corría ningún peligro.
—No puedo permitirme el lujo de darlo por supuesto. Ya ha habido dos intentos de acabar con tu vida. ¿Qué te hace pensar que no habrá un tercero?
—Los dos intentos se llevaron a cabo cuando era primer ministro, y supongo que por aquel entonces era lo bastante importante para que intentaran asesinarme. ¿Quién puede querer matar a un viejo matemático?
—Eso es justamente lo que quiero averiguar y lo que debemos impedir —dijo Dors—. Tendré que empezar haciendo algunas preguntas en el proyecto.
—No. Lo único que conseguirás será poner nervioso al personal. Déjales en paz.
—No puedo consentirlo, Hari. Mi trabajo consiste en protegerte y llevo veintiocho años haciéndolo. No podrás impedir que siga cumpliéndolo.
Había algo en el brillo de su mirada que evidenciaba que fueran cuales fuesen los deseos o las órdenes de Seldon, Dors tenía intención de obrar como le viniera en gana.
La seguridad de Seldon estaba por encima de todo.
—Yugo, ¿puedo interrumpirte?
—Naturalmente, Dors —dijo Yugo Amaryl acompañando sus palabras con una gran sonrisa—. Tú nunca eres una interrupción. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Estoy intentando averiguar unas cuantas cosas, Yugo, y me preguntaba si querrías ayudarme.
—Lo haré si puedo.
—En el proyecto existe algo llamado primer radiante. He oído hablar de él de vez en cuando. Hari suele hablar con ese aparato, por lo que intuyo qué aspecto tiene cuando es activado, pero nunca lo he visto funcionar. Me gustaría verlo en acción.
Amaryl puso cara de sentirse incómodo.
—Bueno, la verdad es que el primer radiante es la parte más secreta y celosamente vigilada de todo el proyecto, y no figuras en la lista de personas que tienen acceso a él.
—Ya lo sé, pero hace veintiocho años que nos conocemos y…
—Y eres la esposa de Hari. Supongo que podemos permitirnos una pequeña excepción, ¿no? Sólo disponemos de dos primeros radiantes completos. Uno se encuentra en el despacho de Hari y el otro se encuentra aquí…, de hecho, está aquí mismo.
Dors clavó la mirada en el pequeño cubo negro que había encima del escritorio central. No parecía tener nada de particular.
—¿Es eso?
—Sí. Almacena las ecuaciones que describen el futuro.
—¿Cómo se puede acceder a esas ecuaciones?
Amaryl pulsó un botón. La habitación se oscureció de inmediato, y un instante después se llenó de un resplandor de muchos colores. Dors se encontró rodeada por flechas, símbolos, líneas y toda clase de signos matemáticos que parecían moverse en espiral, pero cada vez que dirigía la mirada hacia algún punto determinado tenía la impresión de que estaban inmóviles.
—Así que eso es el futuro, ¿eh? —dijo Dors.
—Podría serlo —dijo Amaryl, y desconectó el instrumento—. Lo puse a plena expansión para que pudieras ver los símbolos. Sin la expansión sólo se ven juegos de luces y sombras.
—¿Y el estudio de esas ecuaciones permite decidir lo que nos reserva el futuro?
—En teoría. —La habitación había vuelto a recobrar su aspecto habitual—. Pero hay dos dificultades.
—Oh, ¿sí? ¿Cuáles son?
—Para empezar, esas ecuaciones no han sido creadas directamente por una mente humana. Durante décadas, nos hemos limitado a programar ordenadores cada vez más poderosos; ellos han concebido y almacenado las ecuaciones pero, naturalmente, no sabemos si son válidas y si tienen algún significado. Todo depende de la validez y del significado que tuviera la programación inicial.
—Entonces, ¿podrían estar totalmente equivocadas?
—Podrían estarlo.
Amaryl se frotó los ojos, y Dors no pudo evitar pensar en que se le veía muy cansado, y en que daba la impresión de haber envejecido mucho durante los dos últimos años. Amaryl era casi una docena de años más joven que Hari, pero parecía mucho más anciano.
—Naturalmente —siguió diciendo Amaryl en un tono de voz bastante melancólico—, tenemos la esperanza de que no estén totalmente equivocadas, pero ahí es donde nos encontramos con la segunda dificultad. Hari y yo llevamos décadas poniéndolas a prueba y modificándolas, pero nunca podemos estar seguros de cuál es el significado de las ecuaciones. El ordenador las ha creado, por lo que cabe atribuirles algún significado, pero… ¿Cuál? Hay algunas partes que creemos haber descifrado. De hecho, ahora mismo estoy trabajando en lo que llamamos Sección A-23, un sistema de relaciones particularmente intrincado. Aún no hemos podido compararlo con nada existente en el universo real, pero cada año avanzamos un poquito más y confío en que la psicohistoria acabará siendo una técnica útil y digna de confianza que permita estudiar el futuro y alterarlo.
—¿Cuántas personas tienen acceso a los primeros radiantes?
—Todos los matemáticos del proyecto, pero no siempre que quieren. Hay que repartir el tiempo de uso y el primer radiante tiene que ser sintonizado para que muestre la porción de las ecuaciones que el matemático en cuestión desea estudiar. Cuando todo el mundo quiere utilizar el primer radiante al mismo tiempo, las cosas se complican un poco. En estos momentos no hay mucha demanda, posiblemente porque aún estamos recuperándonos de la celebración del cumpleaños de Hari.
—¿Existe algún plan para la construcción de mis primeros radiantes?
Amaryl sacó los labios hacia fuera.
—Sí y no. Disponer de otro radiante nos ayudaría mucho, pero alguien tendría que encargarse de él. No puede ser una posesión comunitaria, entiéndelo. Tamwile Elar… Creo que le conoces, ¿no?
—Sí, le conozco.
—Bien, pues le he sugerido a Hari que Elar quizá podría tener a su cargo ese tercer primer radiante. Sus ecuaciones acaóticas y el electroclarificador que inventó le convierten en el tercer hombre más importante del proyecto, después de Hari y de mí; pero Hari no acaba de decidirse.
—¿Por qué? ¿Lo sabes?
—Si Elar consigue un tercer primer radiante queda abiertamente reconocido como el tercer hombre del proyecto, pasando por encima de otros matemáticos mayores que él y que ocupan una posición más elevada dentro del proyecto. Podría haber ciertas dificultades políticas, por así decirlo… Creo que no podemos desperdiciar el tiempo preocupándonos por la política interna, pero Hari… Bueno, ya conoces a Hari.
—Sí, conozco a Hari. Supongo que te he dicho que Linn ha visto el primer radiante.
—¿Linn?
—El coronel Hender Linn, de la junta, el lacayo de Tennar.
—Lo dudo mucho, Dors.
—Ha hablado de ecuaciones que se mueven en espiral y acabo de ver cómo el primer radiante producía esas ecuaciones. Linn ha estado aquí y lo ha visto funcionar.
Amaryl meneó la cabeza.
—No puedo creer que nadie del proyecto haya dejado entrar a un miembro de la junta en el despacho de Hari…, o en el mío.
—De toda la gente que trabaja en el proyecto, ¿quién te parece que podría colaborar de esa manera con la junta?
—Nadie —dijo secamente Amaryl y en un tono absolutamente convencido—. Eso sería impensable… Es posible que Linn no haya visto el primer radiante y que tan sólo le hayan hablado de él.
—¿Quién podría haberle hablado del primer radiante?
Amaryl meditó durante unos momentos.
—Nadie —dijo.
—Bien, hace unos momentos hablaste de política interna en relación a la posibilidad de que Elar dispusiera de otro primer radiante. Supongo que en un proyecto en el que trabajan centenares de personas siempre hay pequeñas disensiones, fricciones y disputas personales.
—Oh, sí. El pobre Hari me habla de ellas de vez en cuando. Tiene que resolverlas de una forma o de otra, y no me cuesta imaginar los dolores de cabeza que deben darle.
—Esas disensiones… ¿Son lo bastante graves para interferir en la marcha del proyecto?
—Nunca han causado ninguna interferencia seria.
—¿Hay alguien especialmente problemático o que origine resentimientos? En otras palabras, ¿os desprenderíais de esa clase de gente a cambio de perder un 5 o un 6 por ciento del personal?
Amaryl enarcó las cejas.
—Parece una buena idea, pero no sé de quién podríamos librarnos. La verdad es que apenas participo en las minucias de la política interna… No hay forma de impedir que surjan esos problemas y, por mi parte, me limito a no tener nada que ver con ellos.
—Qué extraño —dijo Dora—. ¿No crees que de esa forma niegas toda credibilidad a la psicohistoria?
—¿En qué aspecto?
—¿Cómo puedes pretender que llegue el momento en el que predecir y encauzar el futuro si eres incapaz de analizar y corregir algo tan próximo e intrascendente como las fricciones personales que surgen en el mismísimo seno del proyecto que hace tal promesa?
Amaryl dejó escapar una risita. Era una reacción bastante inusual en él, pues no tenía mucho sentido del humor y casi nunca se reía.
—Lo siento, Dors, pero acabas de exponer el único problema para el que hemos hallado una solución…, o al menos eso creemos. Hace unos años el mismo Hari descubrió las ecuaciones que representaban las dificultades creadas por los problemas personales, y yo mismo les di el último retoque el año pasado.
»Descubrí que había formas de alterar las ecuaciones para provocar una reducción en las fricciones, pero en todos los casos la reducción producida en cierto punto aumentaba la fricción en otro. Nunca había un descenso o un incremento global en la fricción producida dentro de un grupo cerrado…, es decir, un grupo hermético que conserva sus miembros e impide la llegada de otros. Lo que demostré con la ayuda de las ecuaciones acaóticas de Elar era que eso seguía siendo cierto a pesar de cualquier acción concebible que se pudiera emprender. Hari lo llama “la ley de la conservación de los problemas personales”.
Así surgió la hipótesis de que la dinámica social posee leyes de conservación semejantes a las de la física y que, de hecho, esas leyes nos ofrecen las mejores herramientas posibles para enfrentarnos a los aspectos más problemáticos de la psicohistoria.
—Parece impresionante —dijo Dors—, pero ¿qué ocurrirá si al final descubres que no hay nada que hacer, que todo lo malo se conserva y que salvar al Imperio de la destrucción significa tan sólo propiciar otra clase de destrucción?
—Hay quien ha llegado a sugerir que así es, pero no lo creo.
—Muy bien, volvamos a la realidad. Esos problemas y fricciones dentro del proyecto… ¿Hay algo en ellos que pueda suponer una amenaza para Hari? Me refiero a la posibilidad de un daño físico…
—¿Un daño físico que amenace a Hari? Por supuesto que no. ¿Cómo puedes sugerir algo semejante?
—¿No podría haber alguien resentido con Hari por considerarle demasiado arrogante y poco considerado, alguien que creyera que sólo piensa en sí mismo y que está demasiado ansioso de atribuirse todo el mérito? O, aun prescindiendo de todo eso, ¿no puede haber alguien que esté resentido con él sencillamente porque lleva tanto tiempo dirigiendo el proyecto?
—Nunca he oído que nadie dijera algo semejante de Hari.
Dors no parecía totalmente satisfecha.
—Naturalmente, dudo mucho que alguien dijera ese tipo de cosas donde tú pudieras oírlas, Yugo; pero gracias por haber sido tan amable y permitir que te robara tanto tiempo.
Amaryl la siguió con la mirada hasta verla marchar. Se sentía vagamente inquieto, pero no tardó en volver a concentrarse en su trabajo y dejó de pensar en nada que no tuviera relación con él.
Una de las pocas formas de olvidar su trabajo durante un tiempo de las que disponía Hari Seldon, era visitar el apartamento de Raych, situado fuera del recinto universitario pero muy cerca de él. Hacerle una visita siempre daba como resultado invariable un inmenso sentimiento de amor hacia su hijo adoptivo. Había muchos motivos que lo justificaban. Raych había sido bueno, capaz y leal, y además tenía aquella extraña cualidad de inspirar confianza y afecto.
Hari se percató de ese don cuando Raych vivía en la calle y sólo tenía doce años. Raych se adueñó en seguida tanto de su corazón como del de Dors, y Seldon recordaba el efecto que su presencia había producido en Rashelle, la antigua alcaldesa de Wye. Hari recordaba que Joranum había confiado en Raych, lo cual le llevó a su destrucción. Raych incluso había conseguido conquistar el corazón de la hermosa Manella. No entendía del todo aquel don peculiar del que Raych estaba impregnado, pero cualquier tipo de contacto con su hijo adoptivo le resultaba muy agradable.
Entró en el apartamento anunciándose con su habitual «¿Va todo bien por aquí?».
Raych dejó a un lado el material holográfico con el que estaba trabajando y se puso en pie para saludarle.
—Todo va bien, papá.
—No oigo a Wanda.
—No me extraña, porque está fuera. Ha ido de compras con su madre.
Seldon tomó asiento y contempló con una expresión de optimismo el caótico montón de materiales de referencia.
—¿Qué tal va el libro?
—Estupendamente, pero yo no tanto. No sé si sobreviviré… —Raych suspiró—. Pero por fin creo que hemos conseguido acertar con Dahl. ¿Puedes creer que nadie ha escrito nunca un libro dedicado a ese sector?
Seldon siempre fue consciente de que el acento dahlita de Raych se acentuaba cada vez que hablaba del sector en el que había nacido.
—Bien, papá, ¿y tú qué tal estás? —preguntó Raych—. ¿Te alegras de que las celebraciones hayan terminado?
—Muchísimo. Odié cada minuto del tiempo que duraron.
—Pues nadie se dio cuenta.
—Mira, tenía que fingir un poco, ¿no? No quería aguar la fiesta a los demás.
—Supongo que cuando mamá te persiguió hasta el recinto imperial debiste de pasarlo bastante mal. Todas las personas a las que conozco han estado hablando de ello.
—Sí, no me gustó nada. Raych, tu madre es la persona más maravillosa del mundo, pero resulta muy difícil de manejar. Podría haber echado a perder mis planes.
—¿Y cuáles son esos planes, papá?
Seldon se reclinó en su asiento. Hablar con alguien en quien tenía absoluta confianza y que no sabía nada sobre la psicohistoria siempre era un gran placer. Había utilizado a Raych como oyente en más de una ocasión, y siempre había conseguido desarrollar y dar forma a sus ideas mucho más deprisa y con mejores resultados que si se hubiera limitado a reflexionar por su cuenta.
—¿Estamos protegidos contra posibles escuchas? —preguntó.
—Siempre lo estamos.
—Bien. Lo que hice fue conseguir que los pensamientos del general Tennar empezaran a seguir rumbos bastante peculiares.
—¿A qué rumbos te refieres?
—Bueno, le estuve hablando de los impuestos durante un buen rato y le hice ver que el esfuerzo de repartirlos equitativamente entre la población hacía que el sistema se fuera volviendo más complicado, costoso y difícil de manejar. La implicación obvia era que había que modificar el sistema impositivo.
—Eso parece tener bastante sentido.
—Hasta cierto punto sí, pero es posible que el resultado de nuestra pequeña charla haga que Tennar simplifique excesivamente las cosas. Verás, el sistema impositivo pierde efectividad en ambos extremos… Si lo complicas demasiado la gente no puede entenderlo y paga para tener una organización recaudadora demasiado grande y costosa. Por otro lado, si lo simplificas demasiado la gente considera que es injusto y se deja dominar por la amargura y el resentimiento. El impuesto más sencillo posible es aquel en el que cada individuo entrega la misma suma, pero la injusticia de tratar igual a los ricos y a los pobres resulta tan evidente que no se la puede pasar por alto.
—¿No se lo explicaste al general?
—No sé por qué, pero no llegué a tener la oportunidad de hacerlo.
—¿Crees que el general intentará aplicar ese tipo de impuesto?
—Sí, creo que empezará a hacer planes para establecerlo. Si lo hace la noticia se filtrará, lo cual bastará para provocar disturbios…, y es posible que eso ponga muy nervioso al gobierno.
—¿Lo hiciste a propósito, papá?
—Por supuesto.
Raych meneó la cabeza.
—No acabo de entenderte. En tu vida particular eres la persona más amable y bondadosa de todo el Imperio, pero eres capaz de crear deliberadamente una situación que acarreará disturbios, represión y muertes. Los daños materiales y humanos serán muy grandes, papá. ¿No has pensado en eso?
Seldon se reclinó en su asiento.
—No he pensado en otra cosa, Raych —dijo con voz entristecida—. Cuando empecé a trabajar en la psicohistoria me pareció que iba a ser una investigación de naturaleza puramente académica. Era algo que parecía tener todas las probabilidades de terminar en un callejón sin salida, y aunque no ocurriera así los resultados no tendrían ninguna aplicación práctica. Pero las décadas fueron transcurriendo y cada vez sabemos más, y así alcanzamos la necesidad de aplicar nuestros conocimientos a la realidad.
—¿Para que haya muertes?
—No…, para que mueran menos personas. Si nuestros análisis psicohistóricos actuales son correctos, la junta sólo sobrevivirá unos cuantos años más y el colapso puede producirse de varias formas. Todas ellas serán bastante horribles y sangrientas. Este método, en cambio… Bueno, el truco de los impuestos debería provocar la caída de la junta de forma mucho menos traumática que cualquier otra si, y lo repito, si nuestros análisis son correctos.
—Y si no lo son, ¿qué ocurrirá entonces?
—En ese caso no sabemos qué podría ocurrir. De cualquier forma, la psicohistoria tiene que llegar al punto en el que pueda ser utilizada, y llevamos años buscando algo cuyas consecuencias hayan sido investigadas lo suficiente para estar relativamente seguros de en qué consistirán y que puedan parecemos tolerables en comparación con las de las otras alternativas. En cierto modo, mi truco de los impuestos es el primer gran experimento psicohistórico.
—Debo admitir que tal y como lo explicas parece bastante sencillo.
—No lo es. No tienes idea de lo compleja que es la psicohistoria. Nada es sencillo. El impuesto fijo e igual para todos ha sido utilizado varias veces a lo largo de la historia. Nunca resulta popular, e invariablemente crea alguna clase de resistencia, pero casi nunca ha devenido en un cambio de gobierno por la fuerza. Después de todo, la capacidad de opresión gubernamental puede ser muy potente, y también es posible que la gente encuentre formas de expresar su oposición de manera pacífica y acabe consiguiendo que el gobierno se vuelva atrás. Si el resultado de poner en vigor ese tipo de impuesto fuera invariablemente fatal o, incluso, aunque sólo lo fuese algunas veces, ningún gobierno intentaría utilizarlo. Se ha intentado aplicarlo repetidamente sólo porque el resultado no es fatal, ¿comprendes? Pero la situación de Trantor se sale bastante de la normalidad. Existen ciertas inestabilidades que parecen bastante evidentes a través del análisis psicohistórico, e inducen a suponer que el resentimiento será particularmente intenso y la represión particularmente débil.
—Espero que todo salga bien, papá. —Raych no parecía muy convencido—. ¿Pero no crees que el general dirá que está siguiendo los consejos de la psicohistoria y te arrastrará en su caída?
—Supongo que ha grabado nuestra entrevista, pero si le da publicidad sólo podría de manifiesto mi inútil insistencia en que esperase a que yo hubiera analizado adecuadamente la situación y hubiese redactado un informe…
—¿Y qué piensa mamá de todo esto?
—No he hablado del asunto con ella —dijo Seldon—. Está muy ocupada con algo que no tiene nada que ver.
—¿De veras?
—Sí. Está intentando detectar una conspiración oculta en el proyecto…, ¡que pretende acabar conmigo! Supongo que cree que en el proyecto hay muchas personas a las que les gustaría librarse de mí. —Seldon suspiró—. Creo que yo soy una de ellas… Me encantaría dejar de ser director del proyecto y confiar las pesadas responsabilidades de la psicohistoria a otros.
—Lo que sigue preocupando a mamá es el sueño de Wanda —dijo Raych—. Ya sabes que mamá está obsesionada con protegerte. Apuesto a que incluso un sueño sobre tu muerte bastaría para hacerle creer que existe una conspiración para asesinarte.
—Bueno, confío en que no exista.
La idea bastó para que los dos hombres se echaran a reír.
El pequeño laboratorio de electroclarificación era mantenido a una temperatura levemente inferior a la normal, y Dors Venabili se preguntó distraídamente cuál podría ser la razón que lo hacía necesario. Dors estaba sentada esperando a que la única ocupante del laboratorio acabara de hacer lo que estaba haciendo.
Dors la observó con atención. Era delgada, y tenía los rasgos muy marcados. Sus labios delgados y su frente poco despejada hacían que no resultara muy atractiva, pero sus pupilas castaño oscuro estaban iluminadas por el brillo de la inteligencia. En la placa iluminada de su escritorio se leía CINDA MONAY.
La mujer acabó volviéndose hacia Dors.
—Le pido disculpas, doctora Venabili —dijo—, pero algunos experimentos no pueden ser interrumpidos ni siquiera cuando recibes la visita de la esposa del director del proyecto.
—Me habría desilusionado gravemente que descuidara su trabajo por mí. Me han hablado muy bien de usted.
—Siempre resulta agradable saberlo. ¿Quién me ha estado alabando?
—Bastantes personas —dijo Dors—. Tengo entendido que, dejando aparte a los matemáticos, usted es una de las colaboradoras más importantes del proyecto.
Monay torció el gesto.
—Existe cierta tendencia a dividir el mundo entre la aristocracia de las matemáticas y los demás. Siempre he creído que si soy importante, lo soy como colaboradora del proyecto. El hecho de que no sea matemática no supone ninguna diferencia.
—Sí, me parece que tiene toda la razón. ¿Cuánto tiempo lleva en el proyecto?
—Dos años y medio. Antes estudié la física de radiaciones en Streeling hasta que me gradué, y mientras estudiaba colaboré en el proyecto durante dos años en calidad de interina.
—Tengo entendido que ha hecho usted un buen trabajo dentro del proyecto.
—He sido ascendida dos veces, doctora Venabili.
—Doctora Monay, ¿ha tenido alguna clase de dificultades? Le aseguro que cuanto me diga será estrictamente confidencial.
—El trabajo resulta difícil, naturalmente, pero si me está preguntando por alguna dificultad de tipo social la respuesta es no…, por lo menos creo que no más de las previsibles en cualquier proyecto de naturaleza complicada con mucho personal.
—¿A qué se refiere…?
—Alguna que otra discusión. Todos somos humanos.
—¿Pero nada serio?
Monay meneó la cabeza.
—Nada serio.
—Doctora Monay —dijo Dors—, me han dicho que usted ha sido la responsable del desarrollo y la construcción de un aparato que juega un papel muy importante en la utilización del primer radiante. Creo que aumenta considerablemente la cantidad de información que se puede acumular dentro del primer radiante.
Una sonrisa iluminó el rostro de Monay.
—¿Está enterada de eso? Sí, el electroclarificador… Después de su desarrollo el profesor Seldon creó este pequeño laboratorio y me puso al frente de otras investigaciones que siguen la misma dirección.
—Me asombra que un avance tan importante no la impulsara hacia los niveles más altos de la jerarquía del proyecto.
—Oh, bueno… —dijo Monay, y pareció sentirse un poco incómoda—. No quiero atribuirme todo el mérito. La verdad es que mi trabajo se redujo a la faceta técnica. Me gusta pensar en que hice un trabajo técnico muy hábil y creativo, nada más.
—¿Y quién trabajó con usted?
—¿No lo sabe? Tamwile Elar. Concibió la teoría que hizo posible construir el aparato, y yo me encargué de su diseño y construcción.
—¿Quiere decir que él se atribuyó el mérito, doctora Monay?
—No, no, no debe pensar eso. El doctor Elar no es esa clase de hombre… Reconoció todo el mérito que me correspondía por parte del trabajo. De hecho, tuvo la idea de bautizar el aparato con nuestros nombres, pero no fue posible.
—¿Por qué no?
—Bueno… Es una regla impuesta por el profesor Seldon, ya sabe. Todos los aparatos y ecuaciones reciben nombres funcionales y no personales…, para evitar resentimientos, ¿comprende? El aparato es conocido como electroclarificador, pero cuando trabajamos juntos el doctor Elar se refiere a él con nuestros nombres y… En fin, doctora Venabili, puedo asegurarle que oírlos produce una sensación muy agradable. Puede que algún día todo el personal del proyecto los utilice. Espero que así sea.
—Yo también lo espero —dijo cortésmente Dors—. Oyéndola se diría que Elar es un hombre irreprochable.
—Lo es, lo es —se apresuró a decir Monay—. Colaborar con él es un auténtico placer. En estos momentos estoy trabajando en una nueva versión del aparato que tendrá más potencia y que, a decir verdad, no entiendo del todo… Bueno, no sé muy bien para qué lo van a utilizar, pero sigo atentamente sus instrucciones.
—¿Y está progresando?
—Desde luego. De hecho, ya he entregado un prototipo al doctor Elar, y piensa someterlo a varias pruebas muy pronto. Si el resultado es positivo podremos seguir adelante.
—Me alegro —dijo Dors—. ¿Qué cree que ocurriría si el profesor Seldon dimitiera como director del proyecto…, si se retirase?
Monay puso cara de sorpresa.
—¿Es que el profesor Seldon planea retirarse?
—No que yo sepa. Le estoy exponiendo un caso hipotético. Suponga que abandona el proyecto. ¿Quién cree que sería el sucesor más adecuado? Por lo que ha dicho hasta ahora me parece que votaría por el profesor Llar como nuevo director, ¿no?
—Sí, votaría por él —dijo Monay después de una vacilación casi imperceptible—. Es el más brillante, con diferencia, de todos los nuevos, y creo que, a pesar de su juventud, sería el mejor director del proyecto. Hay un número considerable de viejos fósiles…, bueno, ya sabe lo que quiero decir…, a los que les molestaría bastante ver a un joven recién llegado por encima de ellos.
—¿Está pensando en algún viejo fósil en particular? Recuerde que esta conversación es confidencial.
—Hay unos cuantos, pero pensaba especialmente en el doctor Amaryl. Parece que ha sido designado como heredero de Seldon, ¿no?
—Sí, comprendo lo que quiere decir. —Dors se puso en pie—. Bien, muchísimas gracias por su ayuda. Y ahora, dejaré que vuelva a su trabajo.
Salió del laboratorio pensando en el electroclarificador…, y en Amaryl.
—Vaya, Dors, otra vez aquí —dijo Yugo Amaryl.
—Lo siento, Yugo. Ya es la segunda vez que te molesto en lo que va de semana… No recibes muchas visitas, ¿verdad?
—No, procuro no animar demasiado a la gente a que me visite —dijo Amaryl—. Tienden a interrumpirme e interferir el curso de mis pensamientos…, tú no, Dors. Tú y Hari sois muy especiales. No pasa un día sin que recuerde lo que los dos habéis hecho por mí.
Dors movió una mano como dando a entender que no tenía importancia.
—Olvídalo, Yugo. Has ayudado muchísimo a Hari, y cualquier pequeño favor que pudiéramos haberte hecho lo has devuelto con creces hace mucho tiempo. ¿Qué tal va el proyecto? Hari nunca habla de él…, al menos a mí.
El rostro de Amaryl se tensó y todo su cuerpo pareció recibir una inyección de vitalidad.
—Va muy, muy bien. Hablar de él sin recurrir a las matemáticas resulta bastante difícil, pero los avances que hemos hecho en los dos últimos años son realmente asombrosos…, hemos progresado más que en todo el tiempo anterior. Es como si después de haber golpeado una pared durante casi una eternidad empezáramos a ver cómo se desmorona.
—Me han dicho que las nuevas ecuaciones concebidas por el doctor Elar os han ayudado mucho.
—¿Las ecuaciones acaóticas? Sí, enormemente.
—Y el electroclarificador también os ha ayudado, ¿no? Hablé con la mujer que lo diseñó.
—¿Hablaste con Cinda Monay?
—Sí, hablé con ella.
—Es una mujer muy inteligente. Somos muy afortunados al tenerla con nosotros.
—Dime, Yugo… Tú te pasas prácticamente todo el tiempo trabajando con el primer radiante, ¿no?
—Sí, puede decirse que casi siempre lo estoy estudiando.
—Y lo estudias mediante el electroclarificador.
—Desde luego.
—Yugo, ¿nunca has pensado en tomarte unas vacaciones?
Amaryl la contempló con los ojos muy abiertos y parpadeó lentamente.
—¿Unas vacaciones?
—Sí. Supongo que habrás oído esa palabra antes, ¿no? ¿Sabes qué son unas vacaciones?
—¿Por qué iba a tomarme unas vacaciones?
—Porque cada vez que te veo me parece que estás terriblemente cansado.
—Bueno, de vez en cuando me siento cansado, sí… Pero no quiero abandonar el trabajo.
—¿Te sientes más cansado ahora de lo que solías sentirte en el pasado?
—Un poco. Me hago viejo, Dors.
—Sólo tienes cuarenta y nueve años.
—Aun así soy más viejo de lo que he sido en toda mi vida.
—Bueno, olvidémoslo. Dime, Yugo, sólo para cambiar de tema… ¿Qué tal le van las cosas a Hari? Llevas tanto tiempo colaborando con él que nadie puede conocerle mejor que tú…, ni siquiera yo, por lo menos en lo que concierne a su trabajo.
—Muy bien, Dors. No he aceptado ningún cambio en él. Sigue teniendo el cerebro más brillante y rápido de todo el proyecto. La edad no está teniendo ningún efecto sobre él…, al menos por ahora.
—Me alegra oírlo. Me temo que su concepto de sí mismo no es tan bueno como el que tienes tú. No se está tomando demasiado bien el envejecer. Nos costó mucho convencerle de que celebrara su último cumpleaños… Por cierto, ¿asististe a la celebración? No te vi.
—Estuve allí durante un rato, pero… Ya sabes, esa clase de fiestas no son el tipo de situaciones en las que me sienta demasiado cómodo.
—¿Crees que Hari está perdiendo facultades? No me refiero a su brillantez mental, sino a sus capacidades físicas… En tu opinión, ¿está cansado…, quizá incluso demasiado cansado para soportar el peso de las responsabilidades?
Amaryl puso cara de perplejidad.
—Nunca se me había pasado por la cabeza. No puedo imaginarme a Hari cansado.
—Puede llegar a estarlo. Creo que de vez en cuando siente el impulso de abandonar su puesto y confiar el trabajo a un hombre más joven que él.
Amaryl se reclinó en su asiento y soltó el punzón gráfico con el que no había parado de juguetear desde que Dors entró en su despacho.
—¿Qué? ¡Eso es ridículo! ¡Es imposible!
—¿Estás seguro?
—Totalmente. Jamás consideraría la posibilidad de algo semejante sin comentarlo antes conmigo, y no lo ha hecho.
—Yugo, sé razonable… Hari está exhausto. Intenta evitar que se le note, pero lo está. ¿Qué ocurriría si decidiese retirarse? ¿Qué sería del proyecto? ¿Qué sería de la psicohistoria?
Amaryl entrecerró los ojos.
—Dors, ¿estás bromeando?
—No. Intento imaginar el futuro, nada más.
—Bueno, si Hari se retira yo ocuparé su puesto. Él y yo nos encargamos del proyecto durante años antes de que hubiera nadie más. Él y yo, nadie más… Nadie conoce el proyecto tan bien como nosotros. Dors, me asombra que no des por sentado que yo le sucederé.
—Ni yo ni nadie duda de que eres el sucesor lógico, pero ¿quieres serlo? —preguntó Dors—. Puede que lo sepas todo sobre la psicohistoria, pero… ¿Quieres verte involucrado en el aspecto político y en todas las complejidades cotidianas de un proyecto de tales dimensiones y abandonar gran parte de tu trabajo actual? De hecho, lo que está agotando a Hari es precisamente el intentar que todo siga funcionando como es debido, sin problemas. ¿Podrías enfrentarte a esa parte del trabajo?
—Sí, puedo hacerlo y no es algo que tenga intención de discutir. Dors… ¿Has venido aquí para darme la noticia de que Hari piensa echarme del proyecto?
—¡Desde luego que no! —exclamó Dors—. ¿Cómo puedes pensar eso de Hari? ¿Acaso le has visto alguna vez traicionar a un amigo?
—Bien, entonces… Olvidemos el tema. En serio, Dors, si no te importa hay muchas cosas de las que debo ocuparme.
Amaryl inclinó la cabeza y volvió a concentrarse en su trabajo.
—Por supuesto. Disculpa, no tenía intención de robarte tanto tiempo.
Dors salía del despacho con el ceño fruncido.
—Adelante, mamá —dijo Raych—. No hay peligro. Me las he arreglado para que Manella y Wanda salieran a dar un paseo.
Dors entró en el apartamento, miró a derecha e izquierda como solía hacer, y se instaló en el asiento más cercano.
—Gracias —dijo Dors.
Después permaneció inmóvil y en silencio durante unos momentos, y por su aspecto parecía soportar todo el peso del Imperio sobre sus hombros.
—Nunca he tenido ocasión de preguntarte qué ocurrió durante tu incursión en el recinto imperial —dijo Raych pasados unos instantes—. No todo el mundo tiene una madre capaz de hacer ese tipo de cosas…
—No vamos a hablar de eso, Raych.
—Bien, entonces… No eres la clase de persona cuya expresión revele lo que está pasando por su cabeza, pero pareces un poco abatida. ¿Por qué?
—Porque, como dices tú, me siento abatida. De hecho, estoy de mal humor porque tengo cosas terriblemente importantes en que pensar y hablar de ellas con tu padre no sirve de nada. Es el hombre más maravilloso del mundo, pero resulta muy difícil de manejar, ya lo sabes. No existe la más mínima posibilidad de que se interese por lo que se sale de lo corriente. Descarta todos mis temores por su vida calificándolos de irracionales…, y hace lo mismo con mis intentos subsiguientes de protegerle.
—Vamos, mamá, me parece que en lo que concierne a papá tus temores son realmente irracionales. Si hay algo terrible dando vueltas por tu cabeza probablemente no tiene ningún fundamento real.
—Muchas gracias. Hablas exactamente igual que él y oírte hace que me sienta totalmente frustrada.
—Bueno, entonces, desahógate, mamá. Cuéntame lo que merodea por tu cabeza…, desde el principio.
—Empieza con el sueño de Wanda.
—¡El sueño de Wanda! Mamá… Quizá sería mejor que lo dejaras estar. Sé que si empiezas así papá no querrá escuchar ni una palabra más. Quiero decir que… Oh, vamos. Una niña tiene un sueño y tú lo exageras desproporcionadamente. Es ridículo.
—No creo que fuese un sueño, Raych. Creo que lo que ella pensó que era un sueño fue una conversación entre dos personas de carne y hueso que hablaban de algo que ella relacionó con la muerte de su abuelo.
—Eso es una conjetura sin fundamento. ¿Qué posibilidades hay de que todo sea verdad?
—Supongamos que lo es. Las únicas palabras que se le quedaron grabadas en la memoria fueron «muerte» y «limonada». ¿Por qué iba a soñar algo así? Es mucho más probable que oyera algo y distorsionara las palabras que había oído, en cuyo caso… ¿Cuáles eran las palabras originales?
—No puedo responder a esa pregunta —dijo Raych, y su voz estaba impregnada de incredulidad.
Dors no la pasó por alto.
—Crees que todo esto son fantasías mías. Aun así, si por casualidad estoy en lo cierto puede que esté a punto de descubrir una conspiración contra Hari tramada en el mismísimo seno del proyecto.
—¿Hay conspiraciones en el proyecto? Eso me parece tan imposible como encontrar algo que tenga significado en un sueño.
—Todo proyecto de grandes dimensiones está lleno de iras, fricciones y envidias de todas clases.
—Claro, claro. Estamos hablando de palabras desagradables, muecas, risitas disimuladas y cotilleos; pero eso no tiene nada que ver con una conspiración…, y no tiene nada que ver con el hecho de que alguien quiera matar a papá.
—No es más que una diferencia de grado. Una diferencia pequeña…, quizá.
—Nunca conseguirás que papá lo crea y, si a eso vamos, nunca conseguirás que yo lo crea. —Raych cruzó la habitación caminando a toda prisa y volvió sobre sus pasos—. Así que has estado intentando descubrir lo que tú calificas de conspiración, ¿eh?
Dors asintió.
—Y has fracasado.
Dors asintió.
—Mamá, ¿no se te ha ocurrido pensar que quizá has fracasado porque no existe ninguna conspiración?
Dors meneó la cabeza.
—Hasta el momento no he conseguido nada, pero eso no afecta mi creencia de que existe una conspiración. Lo presiento.
Raych se rió.
—Mamá, todo eso parece muy corriente. Esperaba algo más de ti. Creía que iba a oír algo más impresionante que un «lo presiento».
—Hay una frase que podría ser distorsionada hasta convertirse en «limonada», y es «la ayuda de un profano»[1].
—¿Ayuda de un profano? ¿Qué es eso?
—Los matemáticos del proyecto llaman así a los que no son matemáticos.
—¿Y bien?
—Supongamos que alguien habló de «muerte mediante la ayuda de un profano» —dijo Dors con voz firme y tranquila—, refiriéndose a una forma de matar a Hari en la que una o más personas no expertas en matemáticas jugarían un papel esencial. Para Wanda la frase «la ayuda de un profano» era tan nueva como para ti, y dado lo mucho que le gusta la limonada, la distorsión no resulta tan extraña.
—¿Estás sugiriendo que había gente en el despacho particular de papá, nada menos que en su despacho de entre todos los sitios posibles que…? Por cierto, ¿de cuántas personas se trataba?
—Al describir su sueño Wanda dice que dos. Tengo la impresión de que una de esas dos personas era el coronel Hender Linn, un miembro de la junta, al que le estarían mostrando el primer radiante. Debió de haber una conversación en la que se discutió la eliminación de Hari.
—Mamá, tus conjeturas se van haciendo más descabelladas a cada momento. ¿El coronel Linn y otro hombre estaban en el despacho de papá planeando un asesinato sin saber que había una niña escondida en un sillón que les estaba oyendo? ¿Es eso lo que quieres hacerme creer?
—Más o menos.
—En ese caso, y si se habla de la ayuda de alguien que no es matemático, una de esas dos personas, y es de suponer que no se trate de Linn, ha de ser experta en matemáticas.
—Sí, eso parece.
—Me parece totalmente imposible. Pero aunque fuese cierto, ¿de qué matemático crees que podría tratarse? En el proyecto hay unos cincuenta como mínimo.
—No los he interrogado a todos, tan sólo a unos cuantos y también a unos cuantos «profanos», si quieres saberlo, pero no he dado con ninguna pista. Naturalmente, no puedo hacerles preguntas demasiado directas.
—En resumen, que ninguna de las personas con las que has hablado te ha proporcionado ninguna pista de que exista una conspiración peligrosa.
—No.
—No me sorprende. No lo han hecho porque…
—Ya sé qué vas a decir después del «porque», Raych. ¿Acaso crees que hay muchas probabilidades de que alguien se derrumbe y revele una conspiración sólo porque se le han hecho unas cuantas preguntas? No puedo sacarles información con métodos más contundentes. ¿Puedes imaginarte lo que diría tu padre si pusiera nervioso a uno de sus valiosísimos matemáticos? Raych… —murmuró Dors, y su tono de voz había cambiado bruscamente—. ¿Has hablado con Yugo Amaryl últimamente?
—No, últimamente no. Ya sabes que no es un hombre demasiado sociable. Si le quitaras la psicohistoria se encogería hasta quedar convertido en un montoncito de piel seca.
La imagen usada por Raych hizo que Dors torciese el gesto.
—He hablado con él dos veces recientemente, y me pareció que estaba un poco distante. No me refiero tan sólo a que estuviese cansado…, era como si el mundo no existiera para él.
—Sí, muy típico de Yugo.
—¿Ha empeorado últimamente?
Raych lo pensó durante unos momentos antes de responder.
—Quizá. Ya sabes que está envejeciendo. Todos envejecemos…, excepto tú, mamá.
—Raych, ¿te atreverías a decir que Yugo ha cruzado alguna especie de límite mental y se ha vuelto un poco inestable?
—¿Quién, Yugo? No tiene nada ni a nadie que pueda provocarle esa inestabilidad de la que hablas. Deja que siga trabajando en su psicohistoria y pasará el resto de su vida hablando en susurros consigo mismo sin molestar a nadie.
—No lo creo. Hay algo que le interesa…, y mucho. Está enormemente interesado en la sucesión.
—¿Qué sucesión?
—Le dije que algún día tu padre quizá quiera retirarse y descubrí que Yugo está totalmente decidido a ser su sucesor.
—No me sorprende. Supongo que todo el mundo está de acuerdo en que Yugo es el sucesor natural. Estoy seguro de que papá también opina lo mismo.
—Pero su reacción no me pareció del todo normal. Pensó que venía a darle la noticia de que Hari se había decantado por otro sucesor y que había decidido prescindir de él. ¿Puedes imaginar a alguien pensando eso de Hari?
—Resulta sorprendente… —Raych se interrumpió y contempló a su madre en silencio durante unos momentos—. Mamá, ¿te estás preparando para decirme que Yugo es el centro de esa conspiración de la que hablas? ¿Vas a decirme que quiere librarse de papá y ponerse al frente del proyecto?
—¿Te parece totalmente imposible?
—Sí, mamá, es total y absolutamente imposible. Si Yugo tiene algún problema, es el exceso de trabajo y nada más. Contemplar todas esas ecuaciones o lo que sean durante todo el día y la mitad de la noche volvería loco a cualquiera.
Dors se puso en pie con un movimiento algo torpe.
—Tienes razón.
—¿Qué ocurre? —preguntó Raych observándola con expresión sorprendida.
—Lo que has dicho… Ha hecho que se me ocurriera una idea totalmente nueva, y creo que puede ser crucial.
Giró sobre sí misma sin decir ni una palabra más y se fue.
El rostro de Dors Venabili estaba fruncido en una mueca de desaprobación.
—Llevas cuatro días en la Biblioteca Galáctica —le dijo a Hari Seldon—. No hay forma de ponerse en contacto contigo, y te las has vuelto a arreglar para que no te acompañara.
Marido y mujer contemplaban la imagen de su respectivo cónyuge en sus holopantallas. Hari acababa de volver de un viaje de investigación a la Biblioteca Galáctica del sector imperial, y había llamado a Dors desde su despacho del proyecto para comunicarle que había regresado a Streeling. «Dors es hermosa incluso cuando está enfadada», pensó Hari, y deseó alargar una mano y acariciarle la mejilla.
—Dors —dijo intentando que su voz sonara lo más conciliadora posible—, no fui solo. Iba acompañado de bastantes personas y la Biblioteca Galáctica es el sitio más seguro para los estudiosos, incluso en estos tiempos turbulentos. Creo que tendré que visitarla con frecuencia en el futuro.
—¿Y piensas seguir haciéndolo sin decírmelo?
—Dors, no puedo vivir rigiéndome por tu obsesión con la muerte, y tampoco quiero que eches a correr detrás mío y asustes a los bibliotecarios. No son los militares de la junta, ¿entiendes? Les necesito, y no quiero que se enfaden. Pero creo que yo…, que deberíamos alquilar un apartamento cerca de la Biblioteca Galáctica.
Dors se puso muy seria, meneó la cabeza y cambió de tema.
—¿Sabes que he hablado en dos ocasiones con Yugo en los últimos días?
—Bien, me alegra que lo hicieras. Necesita algo de contacto con el mundo exterior.
—Sí, desde luego, porque está claro que tiene algún problema grave. No es el Yugo al que hemos conocido durante todos estos años. Se ha vuelto elusivo, distante y, por extraño que parezca, que yo sepa sólo hay una cosa que le interese hasta el punto de apasionarle…, su decisión de sucederte en cuanto te retires.
—Eso sería natural…, si me sobrevive.
—¿No esperas que te sobreviva?
—Bueno, tiene once años menos que yo pero nunca se sabe qué puede ocurrir y…
—Lo que realmente quieres decir es que te has dado cuenta de que Yugo no se encuentra demasiado bien. Parece más viejo que tú y actúa como si lo fuese a pesar de ser más joven, y eso a partir de un cambio relativamente reciente. ¿Está enfermo?
—¿Físicamente? No lo creo. Se somete a sus exámenes periódicos, pero admito que parece agotado. He intentado persuadirle de que se tomara unos cuantos meses de vacaciones…, incluso un año sabático si así lo desea. Le he sugerido que se marche de Trantor para que esté lo más lejos posible del proyecto por una temporada. Getorin es un mundo turístico muy agradable que no está a demasiados años luz de aquí, y no hay ninguna razón económica por la que no pueda disfrutar de una estancia allí, pero…
Dors meneó la cabeza con impaciencia.
—Naturalmente, rechazó tu oferta. Le sugerí que se tomara unas vacaciones y actuó como si ni siquiera supiera cuál es el significado de esa palabra. Se negó tajantemente.
—Bien, ¿qué podemos hacer? —preguntó Seldon.
—Podemos pensar un poco —dijo Dors—. Yugo ha trabajado durante un cuarto de siglo en el proyecto, y hasta el momento no parecía haberle creado ningún problema de cansancio o salud, pero ahora se ha debilitado de repente. No puede ser cosa de la edad porque aún no ha cumplido cincuenta años.
—¿Estás intentando sugerir algo?
—Sí. ¿Cuánto hace que tú y Yugo usáis el electroclarificador en vuestros primeros radiantes?
—Unos dos años…, puede que un poco más.
—Supongo que el electroclarificador es empleado por cualquier persona que desee utilizar el primer radiante.
—Así es.
—Lo que significa que Yugo y tú sois quienes más lo utilizan, ¿no?
—Sí.
—¿Y Yugo lo utiliza más que tú?
—Sí. Yugo se ha concentrado al máximo en el primer radiante y sus ecuaciones. Yo, por desgracia, me veo obligado a invertir gran parte de mi tiempo en las tareas administrativas.
—¿Y qué efecto tiene el electroclarificador sobre el cuerpo humano?
Seldon puso cara de sorpresa.
—Que yo sepa, ninguno que deba tenerse en cuenta.
—En tal caso, Hari, a ver si consigues darme una explicación a esto… El electroclarificador ha sido utilizado durante más de dos años y en ese tiempo tú has cambiado de forma bastante perceptible: te cansas con más facilidad, estás irritable y a veces parece como si tuvieras que esforzarte por no perder el contacto con lo que te rodea. ¿A qué se debe todo eso?
—A que me estoy haciendo viejo, Dors.
—Tonterías. ¿Quién te ha dicho que los sesenta años equivalen a la senilidad? Estás utilizando tu edad como muleta y defensa, y quiero que dejes de hacerlo. Yugo es más joven, pero ha estado bastante más expuesto al electroclarificador que tú, y como resultado está más cansado, más alterable, y ha perdido el contacto con el mundo en un grado mucho mayor que tú; tampoco hay que olvidar su intensa obsesión, casi infantil, por sucederte. ¿No ves nada significativo en todo eso?
—La edad y el exceso de trabajo. Eso es significativo, ¿no?
—No. Es el electroclarificador: está teniendo un efecto a largo plazo sobre vosotros dos.
Seldon guardó silencio durante unos momentos antes de responder.
—No puedo demostrar que eso no es cierto, Dors, pero no veo cómo puede ser posible. El electroclarificador es un aparato que produce un campo electrónico muy inusual, pero se trata de un tipo de energía al que los seres humanos están expuestos continuamente. No puede causar esa clase de daños tan poco usuales en los que estás pensando…, y en cualquier caso no podemos renunciar a utilizarlo. El proyecto no puede seguir avanzando sin él.
—Hari, he de pedirte una cosa y tienes que cooperar conmigo. No salgas del recinto del proyecto sin decírmelo ni hagas nada que se aparte de lo acostumbrado. ¿Lo has entendido?
—Dors, ¿cómo puedo acceder a esa petición? Estás intentando ponerme una camisa de fuerza.
—Sólo será durante un tiempo. Unos cuantos días, una semana…
—¿Qué va a ocurrir en unos cuantos días o en una semana?
—Confía en mí —dijo Dors—. Yo me encargaré de todo.
Hari Seldon llamó suavemente con los nudillos usando un código muy antiguo y Yugo Amaryl alzó la mirada hacia él.
—Hari, cómo me alegra que hayas venido a verme…
—Tendría que hacerlo más a menudo. En los viejos tiempos siempre estábamos juntos. Ahora hay cientos de personas de las que preocuparse. Están por todas partes, y se interponen entre nosotros. ¿Te has enterado de la gran noticia?
—¿Qué gran noticia?
—La junta va a poner en vigor un impuesto fijo e igual para todos los individuos…, y la cuantía va a ser bastante elevada. TrantorVisión lo anunciará mañana. De momento el impuesto quedará limitado a Trantor, y los mundos exteriores tendrán que esperar. Resulta un poco decepcionante, ¿no? Albergaba la esperanza de que se pondría en vigor en todo el Imperio, pero al parecer subestimé la cautela del general.
—Trantor será suficiente —dijo Amaryl—. Los mundos exteriores comprenderán que les tocará el turno dentro de poco tiempo.
—Tendremos que esperar y ver qué ocurre.
—Lo que ocurrirá es que oiremos los gritos en cuanto el anuncio se haga público, y que los disturbios empezarán incluso antes de que el nuevo impuesto haya entrado en vigor.
—¿Estás seguro?
Amaryl activó su primer radiante y expandió la sección correspondiente.
—Míralo tú mismo, Hari. No creo que sea posible malinterpretar los datos y ésa es la predicción bajo las circunstancias actuales. Si no se convierte en realidad, quiero decir que todo lo que hemos averiguado sobre la psicohistoria estaba equivocado, y me niego a aceptarlo.
—Intentaré armarme de valor —dijo Seldon, y sonrió—. ¿Qué tal te has encontrado últimamente, Yugo? —le preguntó unos momentos después.
—Bastante bien. Razonablemente bien… Y, por cierto, ¿cómo estás tú? He oído rumores de que estabas pensando en presentar tu dimisión. Incluso Dors dijo algo al respecto.
—No hagas ningún caso de Dors. Últimamente dice cosas muy extrañas… Se le ha metido en la cabeza que hay no sé qué peligro oculto en el proyecto.
—Es mejor no preguntárselo. Sufre uno de sus ataques de obsesión precautoria y, como siempre, hace que se vuelva insoportable e imprevisible.
—¿Te das cuenta de las ventajas de vivir solo? —dijo Amaryl—. Hari, si dimites… ¿Cuáles son tus planes para el futuro? —preguntó después bajando la voz.
—Tú te pondrás al frente del proyecto —dijo Seldon—. ¿Qué otros planes puedo tener?
Y Amaryl sonrió.
Tamwile Elar estaba escuchando a Dors Venabili. Se encontraban en la pequeña sala de conferencias del edificio principal, y la confusión y la ira se iban adueñando del rostro de Elar.
—¡Imposible! —estalló por fin, y se frotó el mentón—. No pretendo ofenderla, doctora Venabili —dijo cautelosamente—, pero lo que sugiere es ridíc…, no puede ser verdad. No puedo creer que ninguna de las personas que trabajan en el proyecto psicohistoria albergue un resentimiento tan terrible como para justificar sus sospechas. Si esa persona existiera le aseguro que yo lo sabría, y le aseguro que no existe. No, francamente no lo creo posible.
—Yo sí lo creo posible —dijo Dors tozudamente—, y puedo encontrar pruebas en que apoyar mi creencia.
—No sé cómo decir esto sin ofenderla, doctora Venabili —murmuró Elar—, pero si una persona es lo bastante ingeniosa y está lo bastante decidida a demostrar algo, puede encontrar todas las pruebas que quiera…, o, por lo menos, algo que crea es una prueba.
—¿Cree que sufro de paranoia?
—Creo que su preocupación por el maestro, que comparto plenamente, ha hecho que…, bueno, digamos que está haciendo una montaña de un grano de arena.
Dors guardó silencio mientras consideraba lo que Elar acababa de decir.
—Por lo menos tiene razón en una cosa —dijo por fin—. Una persona lo suficientemente ingeniosa puede encontrar pruebas en cualquier sitio. Por ejemplo, yo puedo encontrar pruebas con las que apoyar una acusación contra usted.
Elar abrió mucho los ojos y puso cara de total perplejidad.
—¿Contra mí? Me gustaría saber de qué puede acusarme.
—Muy bien, lo sabrá. La fiesta de cumpleaños fue idea suya, ¿no?
—Sí, la idea fue mía pero estoy seguro de que otras personas también tuvieron la misma idea —dijo Elar—. El maestro no paraba de quejarse de que se estaba haciendo viejo, y parecía la forma más lógica de animarle.
—Estoy segura de que otras personas pudieron tener esa misma idea, pero fue usted quien la defendió hasta conseguir que mi nuera se entusiasmara con ella y acabara asumiéndola como propia. Se ocupó de todos los detalles y usted la persuadió de que era posible organizar una celebración a una escala realmente grande. ¿No fue así?
—No sé si ejercí alguna influencia sobre ella, pero aun suponiendo que lo hiciera, ¿qué hay de malo en eso?
—En sí mismo nada, pero al organizar una celebración tan larga, a tan gran escala y de la que se hizo tanta publicidad, ¿no estábamos advirtiendo a los suspicaces y un tanto inestable miembros de la junta de que Hari era demasiado popular y de que podía convertirse en un peligro para ello?
—Nadie puede creer que ése fuera mi objetivo.
—Me estoy limitando a indicar una posibilidad —dijo Dors—. Cuando planeó la celebración insistió en que la zona central del complejo debía ser evacuada…
—Temporalmente, y por razones obvias.
—… e insistió en que permaneciera desocupada por un tiempo. Durante ese tiempo nadie llevó a cabo ningún trabajo excepto Yugo Amaryl.
—Pensé que al maestro no le vendría mal disfrutar de unos días de reposo antes de la celebración. No encontrará nada reprochable en ello, ¿verdad?
—Pero eso significa que usted podía llevar a otras personas a cualquier despacho vacío y hablar con ellas en la más completa intimidad. Los despachos están protegidos contra toda clase de escuchas, naturalmente.
—Sí, hablé con bastante personas…, con su nuera y con los suministradores de las comidas y bebidas que se iban a consumir en la fiesta, entre otras. ¿No le parece que no había forma de evitarlo?
—¿Y si una de las personas con las que habló hubiera sido miembro de la junta?
Elar reaccionó como si Dors acabase de golpearle.
—Doctora Venabili, sus palabras me resultan muy dolorosas. ¿Por quién me ha tomado?
Dors no respondió directamente.
—Fue a hablar con el doctor Seldon sobre su inminente entrevista con el general e insistió de forma bastante apremiante en que le dejara ir en su lugar para enfrentarse a los riesgos que pudiera acarrear dicha entrevista —dijo—. El resultado, por supuesto, fue que el doctor Seldon insistió con vehemencia en ver personalmente al general, y se podría argumentar que eso era precisamente lo que usted pretendía.
Elar emitió una breve y nerviosa carcajada.
—Con el debido respeto, eso sí suena a delirio paranoico, doctora.
—Y después de la fiesta —siguió diciendo Dors—, ¿acaso no fue usted el primero en sugerir que un grupo de colaboradores del proyecto fuese al Hotel Límite de la Cúpula?
—Sí, y recuerdo que usted dijo que era una buena idea.
—¿No cree que esa sugerencia podía tener como objetivo poner nerviosa a la junta proporcionándole otro ejemplo de la popularidad de Hari? ¿Y no podría haber sido concebida para tentarme a entrar en el recinto imperial?
—¿Acaso podría haberla detenido? —replicó Elar, y la incredulidad fue sustituida por la ira—. Usted ya había tomado su propia decisión al respecto.
Dors no prestó ninguna atención a sus palabras.
—Y, naturalmente, tenía la esperanza de que al entrar en el recinto imperial causaría el alboroto suficiente para que la junta sintiera todavía más animadversión hacia Hari.
—Pero… ¿Por qué, doctora Venabili? ¿Por qué iba a hacer todo eso?
—Se podría responder que para librarse del doctor Seldon y sucederle como director del proyecto.
—¿Cómo puede pensar eso de mí? No puedo creer que esté hablando en serio. Está haciendo lo que dijo que haría al comienzo de la conversación, ¿no? Me está demostrando lo que puede hacerse cuando una mente ingeniosa está totalmente decidida a encontrar algo que pueda parecer una prueba…
—Pasemos a otro asunto. He dicho que usted podía utilizar los despachos vacíos para mantener conversaciones privadas y que podía haber estado allí con un miembro de la junta.
—Eso ni siquiera merece que lo niegue.
—Pero le oyeron. Una niña entró en el despacho, se encogió en un sillón donde no podía ser vista y oyó su conversación.
Elar frunció el ceño.
—¿Qué oyó?
—Dijo que había oído a dos hombres hablando de la muerte. No es más que una niña y no pudo repetir nada con detalle, pero hubo dos palabras que la impresionaron mucho y se le quedaron grabadas en la memoria: eran «muerte» y «limonada».
—Me parece que ahora está pasando de la fantasía a, si me disculpa, la locura. ¿Qué relación puede existir entre esas dos palabras, y qué tienen que ver conmigo?
—Al principio pensé en tomarlas de forma literal. La niña en cuestión adora la limonada y había mucha limonada en la fiesta, pero nadie la había envenenado.
—Bien, le agradezco que no lleve la locura demasiado lejos.
—Después comprendí que la niña había oído otra cosa, y que su imperfecto dominio del lenguaje y su afición a esa bebida la habían convertido en «limonada».
—¿Se ha inventado una distorsión? —resopló Elar.
—Por un tiempo pensé que en realidad lo que oyó quizá «la ayuda de un profano».
—¿Qué significa eso?
—Un asesinato llevado a cabo mediante profanos…, personas que no son expertas en matemáticas y…
Dors se interrumpió y frunció el ceño. Alzó una mano y se apretó el pecho.
—¿Le ocurre algo, doctora Venabili? —preguntó Elar con repentina preocupación.
—No —dijo Dors, y pareció recuperarse.
Durante unos momentos no dijo nada y Elar carraspeó.
—Doctora Venabili —dijo, y en su rostro ya no había señal alguna de que todo aquello le pareciera gracioso—, sus comentarios se están volviendo más ridículos a cada momento y…, en fin, no me importa que se ofenda, pero ya me he cansado de escucharlos. ¿No cree que deberíamos poner fin a esto?
—Ya casi hemos llegado al final, doctor Elar. Cierto, tal y como dice usted «la ayuda de un profano» es una frase que puede parecer bastante ridícula. Yo también había llegado a esa conclusión… Usted ha sido parcialmente responsable del desarrollo del electroclarificador, ¿verdad?
—Totalmente responsable —dijo Elar, y pareció erguirse orgullosamente.
—Oh, seguramente no del todo… Tengo entendido que fue diseñado por Cinda Monay.
—No es más que una diseñadora, y se limitó a seguir mis instrucciones.
—No es una experta, ¿eh? El electroclarificador fue construido con la ayuda de…
—Creo que no deseo volver a oír esa frase —dijo Elar en un tono de violencia reprimida con dificultad—. Se lo repito una vez más… ¿No cree que deberíamos poner fin a esto?
—Aunque ahora le niegue el mérito —siguió diciendo Dors como si no hubiera oído su petición—, cuando hablaba con ella se lo atribuía…, supongo que para asegurarse de que seguiría trabajando con el mismo entusiasmo que hasta entonces. Cinda Monay me dijo que le atribuyó el mérito y le estaba muy agradecida. Me dijo que incluso llegó a bautizar el aparato con su apellido y el de ella, aunque no es así como se le conoce oficialmente.
—Naturalmente que no. Se lo conoce como el electroclarificador.
—Y me contó que estaba trabajando en algunas mejoras para aumentar su potencia…, que usted disponía de un prototipo de la versión mejorada para poner a prueba.
—¿Qué tiene que ver todo esto con…?
—Desde que empezaron a utilizar el electroclarificador tanto el doctor Seldon como el doctor Amaryl han sufrido cierto deterioro físico y mental. Yugo, que lo utiliza con más frecuencia, también ha resultado más afectado.
—El electroclarificador no puede producir esa clase de daños.
Dors se llevó una mano a la frente y torció el gesto durante una fracción de segundo.
—Y ahora usted dispone de un electroclarificador más poderoso que podría ser más dañino y que sería capaz de matar deprisa en vez de lentamente.
—Eso es una estupidez.
—Pensemos en el nombre del aparato, un nombre que según la mujer que lo diseñó sólo es utilizado por usted. Supongo que lo llama Clarificador Elar-Monay, ¿no?
—No recuerdo haber utilizado nunca esas palabras —dijo Elar con voz temblorosa.
—Estoy segura de que las ha utilizado. Y el nuevo clarificador Elar-Monay de más potencia podría ser utilizado para matar sin que nadie fuese acusado de ello…, no sería más que un lamentable accidente provocado por un nuevo aparato que aún no habría terminado de pasar las pruebas necesarias. Sería la «muerte Elar-Monay», y una niña deformó esas palabras convirtiéndolas en «muerte» y «limonada»[2].
La mano de Dors se tensó sobre su costado.
—No se encuentra bien, doctora Venabili —dijo Elar en voz baja y suave.
—Me encuentro perfectamente. ¿Estoy equivocada?
—Mire, puede escoger la palabra que le dé la gana y deformarla hasta que se convierta en «limonada». Eso no tiene la más mínima importancia, ¿entiende? ¿Quién puede saber lo que oyó esa niña? Todo se reduce a si el electroclarificador es peligroso no. Lléveme ante un tribunal o póngame delante de un comité de investigación compuesto por científicos, convoque a todos los expertos que le apetezca para que comprueben los efectos del electroclarificador incluso de la nueva versión, sobre los seres humanos. Descubrirán que no tiene ningún efecto mensurable.
—No lo creo —murmuró Venabili.
Se había llevado las manos a la frente, había cerrado los ojos y se tambaleaba ligeramente de un lado a otro.
—Está claro que no se encuentra bien, doctora Venabili —dijo Elar—. Quizá signifique que me ha llegado el turno de hablar. ¿Puedo hacerlo?
Dors abrió los ojos, pero no dijo nada.
—Interpretaré su silencio como un asentimiento, doctora Venabili. ¿De qué me serviría librarme del doctor Seldon y el doctor Amaryl para convertirme en director del proyecto? Usted frustraría cualquier intento de asesinato que pudiera planearse, tal y como cree que está haciendo ahora. En la improbable eventualidad de que semejante proyecto pudiera verse coronado por el éxito y consiguiera librarme de esos dos grandes hombres, usted me haría pedazos después. Es una mujer muy poco corriente, doctora Venabili. Posee una fuerza y una rapidez de reflejos realmente increíbles, y mientras viva el maestro está a salvo.
—Sí —dijo Dors fulminándole con la mirada.
—Es justo lo que les dije a los miembros de la junta. ¿Por qué no van a consultar conmigo en todos los asuntos relacionados con el proyecto? Están muy interesados en la psicohistoria, y resulta lógico. Les costó mucho creer en lo que les conté sobre usted…, hasta que llevó a cabo su pequeña incursión en el recinto imperial. Puede estar segura de que eso les convenció, y aprobaron mi plan.
—Ah. Por fin hemos llegado a ese punto… —dijo Dors con un hilo de voz.
—Le he dicho que el electroclarificador no puede dañar a los seres humanos, y le repito que es así. Amaryl y su queridísimo Hari están envejeciendo a pesar de que usted se niegue a aceptarlo, nada más. ¿Y qué? Son total y absolutamente humanos. El campo electromagnético no tiene ningún efecto digno de mención sobre los materiales orgánicos. Naturalmente, puede producir efectos nocivos en una maquinaria electromagnética muy sensible, y si pudiéramos imaginar un ser humano compuesto de metal y sistemas electrónicos, podría producir un considerable efecto sobre él. Los habitantes de Micógeno han basado su religión sobre ellos y les llaman «robots». Si una de esas criaturas existiese, es de suponer que sería mucho más fuerte y rápida de reflejos que un ser humano corriente y que poseería propiedades que, de hecho, se parecerían mucho a las que usted posee, doctora Venabili. Y, desde luego, ese robot podría ser afectado, dañado e incluso destruido por un electroclarificador de gran potencia como el que tengo aquí y que ha estado funcionando a baja intensidad desde que empezó nuestra conversación. Ésa es la razón de que se encuentre mal, doctora Venabili…, estoy seguro de que por primera vez en toda su existencia.
Dors no dijo nada y se limitó a contemplarle en silencio. Después se fue dejando caer lentamente sobre una silla.
Elar sonrió.
—Naturalmente, una vez me haya librado de usted el obstáculo que representan el maestro y Amaryl será fácil de eliminar —siguió diciendo Elar—. De hecho, y en lo que respecta al maestro, es muy posible que sucumba al dolor de su pérdida y presente la dimisión; y en cuanto a Amaryl…, bueno, en el fondo es como un niño. Lo más probable es que no sea preciso matarles. Bien, doctora Venabili, ¿qué siente al ser desenmascarada después de tantos años? Debo admitir que ha sabido ocultar su verdadera naturaleza con suma habilidad. Resulta casi sorprendente que nadie haya descubierto la verdad hasta ahora pero, naturalmente, yo soy un matemático muy brillante…, soy un observador, un pensador, alguien acostumbrado a las deducciones. Ni siquiera yo habría dado con la verdad de no ser por su fanática devoción por el maestro y esas ocasionales exhibiciones de poderes sobrehumanos surgidas de la nada…, justo cuando el maestro estaba amenazado por algún peligro.
»Diga adiós, doctora Venabili. Ahora lo único que he de hacer es girar el dial hasta la posición de máxima potencia y usted será historia.
Dors pareció recuperarse un poco y se fue levantando lentamente.
—Puede que esté mejor protegida de lo que usted cree —murmuró.
Dejó escapar un gruñido y se lanzó sobre Elar.
Elar abrió mucho los ojos, chilló y retrocedió tambaleándose.
Y un instante después Dors estaba sobre él y su mano se movió a una velocidad increíble. El canto de la mano golpeó el cuello de Elar haciendo añicos las vértebras y destrozando la médula espina. Cuando cayó al suelo, Elar estaba muerto.
Dors se irguió con un considerable esfuerzo y fue con paso vacilante hacia la puerta. Tenía que encontrar a Hari. Hari tenía que saber lo que había ocurrido.
Hari Seldon se levantó de su asiento con una expresión horrorizada en el rostro. Nunca había visto a Dors en aquel estado. Su rostro estaba agitado, su cuerpo se inclinaba hacia un lado y se tambaleaba como si estuviese borracha.
—¡Dors! ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué pasa?
Corrió hacia ella y le rodeó la cintura con los brazos un instante antes de que su cuerpo se aflojara y se derrumbase sobre él. La levantó (pesaba más de lo que habría pesado una mujer corriente de su estatura, pero Seldon no se dio cuenta), y la depositó sobre el sofá.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
Dors se lo contó entre jadeos con voz quebradiza mientras Seldon le sostenía la cabeza e intentaba creer en lo que estaba pasando.
—Elar está muerto —dijo Dors—. Por fin he matado a un ser humano… Es la primera vez… Eso lo empeora todo.
—Dors, ¿has sufrido daños muy graves?
—Sí. Elar puso el aparato a la máxima potencia… cuando me lancé sobre él.
—Se te puede reparar.
—¿Cómo? En Trantor no hay… nadie que sepa… cómo hacerlo. Necesito a Daneel.
Daneel. Demerzel. Una parte muy profunda de Hari siempre lo había sabido. Su amigo —un robot—, le había proporcionado una protectora —otro robot—, para asegurarse de que la psicohistoria y las semillas de las fundaciones tendrían la posibilidad de seguir adelante. El único problema era que Hari se había enamorado de su protectora…, de un robot. Todo encajaba. Todas las dudas que le atormentaron se habían esfumado, y todas las preguntas habían sido respuestas…, y aunque no sabía por qué todo aquello había dejado de tener importancia. Lo único que le importaba era Dors.
—No podemos permitir que esto ocurra…
—Tiene que ocurrir. —Dors abrió los ojos y miró a Seldon—. Tiene que… Intenté salvarte, pero pasé por alto… un factor vital… ¿Quién te protegerá ahora?
Seldon no podía verla con claridad. Tenía algún problema en los ojos.
—No te preocupes por mí, Dors. Eres tú…, tú la que…
—No. Tú, Hari. Dile a Manella…, Manella… Dile que la perdono. Se portó mejor que yo. Explícaselo a Wanda. Tú y Raych… Cuidad el uno del otro.
—No, no, no —dijo Seldon meciéndose hacia atrás y hacia delante—. No puedes hacerlo… Aguanta, Dors. Resiste, por favor. Por favor, amor mío…
Dors movió débilmente la cabeza de un lado a otro y su sonrisa fue todavía más débil e imperceptible que el gesto.
—Adiós, Hari, amor mío. Recuerda siempre… todo lo que hiciste por mí.
—No hice nada por ti.
—Me amaste y tu amor me hizo… humana.
Sus ojos seguían abiertos, pero Dors había dejado de funcionar.
Yugo Amaryl entró corriendo en el despacho de Seldon.
—Hari, los disturbios han empezado más pronto de lo que esperábamos y son todavía más serios de…
Vio a Seldon y a Dors y se quedó inmóvil.
—¿Qué ha ocurrido? —murmuró.
Seldon alzó la mirada hacia él en una agonía de dolor.
—¡Disturbios! ¿Qué me importan ahora los disturbios? ¿Qué puede importarme cualquier cosa ahora?