1

Mandell Gruber era un hombre feliz y, ciertamente, a Hari Seldon se lo parecía. Seldon interrumpió su paseo matinal para observarle.

Gruber —de cincuenta años de edad— tenía un aspecto curtido gracias al trabajo en los jardines del Palacio Imperial, pero poseía un rostro jovial, pulcramente afeitado y coronado por un cráneo rosado que su escasa cabellera color arena sólo cubría en parte; estaba silbando para sí mismo mientras inspeccionaba las hojas de los arbustos en busca de alguna señal de insectos.

No era el jefe de jardineros, naturalmente. El jefe de jardineros del Palacio Imperial era un alto funcionario que poseía un suntuoso despacho en uno de los edificios del inmenso complejo imperial, y tenía a sus órdenes un auténtico ejército de hombres y mujeres. Habitualmente no inspeccionaba los jardines más de un par de veces al año.

Gruber no era más que otro miembro de su ejército. Seldon sabía que tenía la categoría de jardinero de primera clase, y que se la había ganado merecidamente después de treinta años de fieles servicios.

—Otro día maravilloso, Gruber —dijo Seldon desde el sendero de gravilla en el que se había detenido.

Gruber alzó la mirada y sus ojos chispearon.

—Sí, primer ministro, desde luego, y lo siento por los que están encerrados entre cuatro paredes.

—Como yo voy a estarlo dentro de unos momentos, ¿eh?

—Bueno, primer ministro, hay muy pocas cosas por las que se le pueda compadecer, pero si desaparece en uno de esos edificios en un día como este, los afortunados podemos sentir un poquito de pena por usted.

—Muchas gracias, Gruber, pero ya sabe que tenemos a cuarenta mil millones de trantorianos debajo de la cúpula. ¿Se siente apenado por todos y cada uno de ellos?

—Desde luego que sí. Doy gracias de no haber nacido en Trantor porque eso me permitió convertirme en jardinero. En este mundo somos muy pocos los que trabajamos al aire libre, pero aquí estoy yo…, uno de esos pocos afortunados.

—El clima no siempre es tan ideal como hoy.

—Cierto, y he aguantado los aguaceros y los vendavales, pero a pesar de eso si vas vestido adecuadamente… Mire. —Gruber alargó los brazos en un gesto tan amplio como su sonrisa, como si quisiera abarcar la enorme extensión de los jardines del palacio—. Tengo mis propios amigos. Los árboles, las praderas y todas las formas de vida animal están aquí para hacerme compañía, y hay muchas plantas a las que animar para que crezcan adoptando formas geométricas, incluso en invierno. ¿Se ha fijado alguna vez en la geometría de los jardines, primer ministro?

—La estoy viendo ahora mismo, ¿no?

—No, me refería sólo a los planos desplegados para apreciarla de veras…, le aseguro que es maravillosa. Fue planeada por Tapper Savand hace más de cien años, y ha cambiado muy poco desde entonces. Tapper era un gran horticultor, el más grande de todos…, y nació en mi planeta.

—Anacreonte, ¿verdad?

—Así es. Un mundo muy lejano, cercano al límite de la galaxia, donde todavía existen tierras vírgenes y donde la vida puede ser magnífica… Vine aquí cuando no era más que un mocoso y el actual jefe de jardineros se distinguía sirviendo al difunto emperador. Naturalmente, ahora hablan de rediseñar los jardines. —Gruber dejó escapar un suspiro y meneó la cabeza—. Eso sería un error. Tal y como están ahora son perfectos…, tienen la proporción adecuada y el equilibrio ideal, resultando agradables tanto al ojo como al espíritu. La verdad es que los jardines han sido rediseñados varias veces a lo largo de la historia. Los emperadores se cansan de lo viejo y lo sustituyen por lo nuevo, como si lo nuevo fuera siempre mejor… Nuestro actual emperador, que tenga larga vida, ha planeado la remodelación con el jefe de jardineros. Por lo menos eso afirman los rumores que corren entre los jardineros…

Gruber pronunció esas últimas palabras deprisa y en voz baja, como si le avergonzara difundir los cotilleos del palacio.

—Puede que aún tarde bastante en ocurrir.

—Espero que no, primer ministro. Si tiene ocasión de robar algún tiempo a ese trabajo tan pesado que debe de estar haciendo, le ruego que estudie el diseño de los jardines. Es de una rara belleza y, si dependiera de mí, no cambiaría de sitio una sola hoja…, ni una flor ni un conejo; no tocaría nada de entre todos estos centenares de kilómetros cuadrados.

Seldon sonrió.

—Veo que ama usted su trabajo, Gruber. No me sorprendería que algún día llegara a ser jefe de jardineros.

—Espero que el destino me libre de ello. El jefe de jardineros no respira aire fresco, no ve paisajes naturales y olvida todo cuanto ha aprendido de la Naturaleza. Vive ahí… —Gruber señaló despectivamente con un dedo—, y creo que sólo es capaz de distinguir un arbusto de un arroyo si algún subordinado le saca del edificio y coloca su mano encima de uno o la hunde en el otro.

Por un instante pareció como si Gruber se dispusiera a expulsar su desprecio con un escupitajo, pero no encontró ningún sitio sobre el que escupir.

Seldon dejó escapar una risita.

—Gruber, hablar con usted siempre relaja. Cuando me noto abrumado por los deberes del día, resulta muy agradable dedicar unos momentos a escuchar su filosofía.

—Ah, primer ministro, no soy un filósofo. Apenas he estudiado.

—No hace falta estudiar para ser filósofo. Basta con poseer una mente activa y tener experiencia de la vida. Cuidado, Gruber…, puede que decida ascenderle.

—Primer ministro, si me mantiene en mi puesto actual contará con toda mi gratitud.

Seldon se alejó con una sonrisa en los labios, que se desvaneció en cuanto volvió a pensar en sus problemas actuales. Diez años como primer ministro…, y si Gruber supiera lo harto que estaba de su cargo, no tendría compasión suficiente para apiadarse de él. Seldon se preguntó si Gruber sería capaz de entender que sus progresos en las técnicas psicohistóricas indicaban que se enfrentaba a un dilema irresoluble.

2

El paseo meditabundo que Seldon dio por los jardines fue un compendio de paz. Encontrarse en el centro de los dominios privados del Emperador hacía que le resultase muy difícil recordar que se hallaba en un mundo totalmente cubierto por una cúpula, a excepción de aquella zona. Recorriendo los jardines imaginaba que se hallaba en Helicón, su planeta natal, o en Anacreonte, el mundo del que procedía Gruber.

Naturalmente la sensación de paz era una ilusión. Los jardines estaban celosamente vigilados.

Mil años antes los jardines del palacio imperial —menos ostentoso y diferenciado del mundo que empezaba a construir las primeras cúpulas protectoras de algunas regiones—, estaban abiertos a todos los ciudadanos, y el mismísimo emperador recorría sus senderos sin protección alguna saludando a sus súbditos con una inclinación de cabeza.

Eso ya era imposible. La seguridad se había impuesto, y ningún ciudadano de Trantor podía entrar en el recinto. Pero eso no eliminaba el peligro, pues cuando surgía procedía de funcionarios imperiales descontentos y soldados corruptos que habían sido sobornados. Los jardines eran el lugar donde el emperador y los miembros de su corte corrían más peligro. ¿Qué habría ocurrido diez años antes, por ejemplo, si Dors Venabili no hubiese estado con Seldon?

Ocurrió durante su primer año como primer ministro y (después de suceder) Seldon supuso que era natural que su inesperado nombramiento como primer ministro hubiese creado celos y resentimientos. Otros hombres mejor cualificados que él —tanto en años de servicio como, sobre todo, a sus propios ojos—, podían enfurecerse cada vez que pensaban en cómo había llegado a ocupar el cargo. No sabían nada de la psicohistoria o de su importancia para el emperador, y la forma más sencilla de corregir aquel error era corromper a uno de los hombres que habían jurado proteger al primer ministro.

Dors debía de haberlo sospechado, o quizá fuera que la desaparición de Demerzel reforzó sus instrucciones de proteger a Seldon. Lo cierto es que durante sus primeros años en el cargo, Dors pasaba mucho más tiempo con él que ausente.

Al anochecer de un cálido día de verano, Dors captó el destello del sol, próximo al ocaso —un sol nunca visto bajo la cúpula de Trantor—, reflejándose en el metal de un desintegrador.

—¡Al suelo, Hari! —gritó de repente, y sus pies aplastaron los tallos de hierba mientras corría hacia el sargento—. Deme ese desintegrador, sargento —ordenó con voz tensa.

El aspirante a asesino quedó momentáneamente inmovilizado ante la inesperada visión de la mujer que corría hacia él, pero reaccionó rápidamente y alzó el desintegrador que había desenfundado.

Pero Dors ya estaba encima de él. Su mano se cerró sobre su muñeca derecha, presionándola poderosamente y obligándole a levantar el brazo.

—Suéltelo —dijo apretando los dientes.

El rostro del sargento se contorsionó mientras intentaba liberar el brazo.

—No lo intente, sargento —dijo Dors—. Mi rodilla está a cinco centímetros de su ingle y bastará con que parpadee para que sus genitales se conviertan en historia, así que no se mueva. Muy bien. Y ahora, abra la mano. Si no suelta el desintegrador ahora mismo le romperé el brazo.

Un jardinero corrió hacia ellos blandiendo un rastrillo. Dors le alejó con una seña. El sargento dejó caer el desintegrador.

Seldon ya estaba a su lado.

—Yo me encargaré de esto, Dors.

—No lo harás. Escóndete entre esos árboles y llévate el desintegrador. Puede que haya más personas metidas en esto…, y quizá estén preparados para actuar.

Dors no había aflojado la presión con que sujetaba la muñeca del sargento.

—Y ahora, sargento, quiero el nombre de la persona que le convenció para que atentara contra la vida del primer ministro…, y el de los otros conspiradores.

El sargento guardó silencio.

—No sea estúpido —dijo Dors—. ¡Hable! —Le retorció el brazo y el sargento cayó de rodillas. Dors le puso la suela de un zapato sobre el cuello—. Si cree que le conviene no hablar, puedo aplastarle la laringe y no volverá a hacerlo nunca. Ah, y antes me aseguraré de hacerle mucho daño… No le dejaré ni un hueso entero. Será mejor que hable.

El sargento habló.

—¿Cómo pudiste hacerlo, Dors? —le preguntó Seldon después—. Nunca creí que fueras capaz de semejante… violencia.

—No le hice mucho daño, Hari —respondió Dors con frialdad—. La amenaza fue suficiente y, en cualquier caso, tu seguridad era más importante que cualquier otra consideración.

—Tendrías que haber permitido que me encargara de él.

—¿Por qué? ¿Para no herir tu orgullo masculino? Para empezar, no habrías sido lo bastante rápido y, en segundo lugar, eres un hombre y lo que hubieras podido hacer era justo lo que se esperaba de ti. Yo soy una mujer, y la opinión general es que las mujeres no son tan agresivas como los hombres y que casi ninguna posee la fuerza necesaria para hacer lo que hice. El asunto se divulgará rápidamente y al final todo el mundo me tendrá pánico. Nadie se atreverá a intentar algo contra ti por miedo a mis represalias.

—Sí, por miedo a tus represalias y por miedo a la ejecución. Ya sabes que el sargento y sus cómplices van a ser ejecutados, ¿no?

Apenas acabó de pronunciar esas palabras una terrible angustia se extendió por el habitualmente tranquilo rostro de Dors, como si no soportara la idea de que el sargento, acusado de alta traición, fuera ejecutado, a pesar de que habría acabado con la vida de su querido Hari sin titubear.

—No es necesario ejecutar a los conspiradores —exclamó—. Basta con exiliarles.

—No, no bastaría —dijo Seldon—. Es demasiado tarde. Cleón no quiere oír hablar de nada que no sea la ejecución. Puedo repetirte lo que dijo…, si lo deseas.

—¿Quieres decir que ya ha tomado la decisión?

—La tomó de inmediato. Le dije que bastaba con el exilio o la cárcel, pero él dijo que no. «Cada vez que intento resolver un problema mediante una acción clara y decidida —dijo—, primero Demerzel y ahora tú, habláis de “despotismo” y “tiranía”, pero éste es mi palacio, y éstos son mis jardines y mis guardias. Mi seguridad depende de la lealtad de mi gente y de que este lugar esté lo más protegido posible. ¿Acaso crees que cualquier desviación de la lealtad absoluta puede ser respondida con algo que no sea la muerte instantánea? De lo contrario, ¿cómo podrías estar a salvo? ¿Cómo podría estar a salvo yo?» Le dije que sería necesario un juicio. «Por supuesto —replicó él—, habrá un juicio militar lo más rápido y breve posible, y no esperes ni un solo voto a favor de nada que no sea la ejecución. Me ocuparé personalmente de dejar bien claro cuál es mi voluntad…»

Dors parecía muy afectada.

—Te estás tomando todo esto con mucha calma. ¿Estás de acuerdo con el emperador?

Seldon vaciló, pero acabó asintiendo de mala gana.

—Sí.

—Porque el atentado se produjo contra tu vida. ¿Has renunciado a tus principios a cambio de la venganza?

—Vamos, Dors… No soy una persona vengativa, pero yo o incluso el emperador no fuimos los únicos en correr peligro. Si hay algo claro en la historia reciente del Imperio es que los emperadores se suceden. Lo que hay que proteger es la psicohistoria. Sin duda la psicohistoria acabará siendo desarrollada algún día, incluso suponiendo que me ocurra algo, pero el declive del Imperio es muy rápido y no podemos esperar…, yo soy la única persona que ha ido lo bastante lejos para desarrollar las técnicas necesarias a tiempo.

—Entonces deberías enseñar lo que sabes a otros —dijo Dors poniéndose muy seria.

—Lo estoy haciendo. Yugo Amaryl es un sucesor razonable y válido, y he reunido a un grupo de técnicos que algún día podrán ser muy útiles, pero no serán tan…

Seldon no terminó la frase.

—¿No serán tan buenos como tú…, tan sabios, tan capaces? ¿De veras lo crees?

—Pues da la casualidad de que eso es lo que pienso, sí —dijo Seldon—. Y da la casualidad de que soy humano. La psicohistoria es mía, y si me es posible conseguirlo quiero que se me atribuya el mérito de su desarrollo.

—Humano… —suspiró Dors, y meneó la cabeza casi con tristeza.

Las ejecuciones se llevaron a cabo. No se había visto una purga semejante desde hacía más de un siglo. Dos ministros, cinco funcionarios de rangos inferiores y cuatro soldados —incluyendo al infortunado sargento— fueron ejecutados. Los guardias que no superaron con éxito la investigación más rigurosa imaginable, perdieron sus puestos y fueron exilados a los mundos exteriores.

Desde entonces no se produjo rastro alguno de traición, y el celo con que se protegía al primer ministro llegó a ser tan conocido —además de la mujer aterradora que le vigilaba, a la que muchos llamaban la Mujer Tigre—, que ya no era necesario que Dors le acompañara a todas partes. Su invisible presencia era escudo suficiente, y el emperador Cleón disfrutó de casi diez años de seguridad y paz absolutas.

Entretanto, la psicohistoria estaba llegando al punto en el que podría ser usada para obtener algo parecido a predicciones, y cuando Seldon dejó de ser primer ministro, trasladándose al laboratorio para convertirse en psicohistoriador, era incómodamente consciente de las muchas probabilidades de que aquella era de paz estuviese aproximándose a su fin.

3

A pesar de ello, al entrar en el laboratorio no pudo evitar sentirse satisfecho.

¡Cómo habían cambiado las cosas!

Todo había empezado veinte años atrás con sus primeros tanteos en un ordenador heliconiano de escasa potencia. En ese instante tuvo el primer atisbo de lo que acabaría convirtiéndose en paracaótico.

Después llegaron los años en la Universidad de Streeling, en los que él y Yugo Amaryl trabajaron juntos intentando renormalizar las ecuaciones, librarse de las infinidades que tan molestas resultaban, y dar con un camino que les permitiera evitar los efectos caóticos. No habían avanzado mucho.

Finalmente, después de diez años en el cargo de primer ministro, tenía a su disposición una planta entera con los últimos modelos de ordenadores y un numeroso grupo de personas que trabajaban en una amplia variedad de problemas.

Ninguna de ellas —salvo Yugo y el mismo Seldon, naturalmente—, conocía nada más que el problema inmediato en el que trabajaban. Cada una se ocupaba de un pequeño promontorio de la gigantesca cordillera que era la psicohistoria, que sólo Seldon y Amaryl podían percibir como tal… En realidad, incluso ellos tenían una imagen borrosa de la psicohistoria, de aquella cordillera en la que sus cimas quedaban ocultas entre nubes y sus laderas veladas por la neblina.

Dors Venabili estaba en lo cierto, por supuesto. Tendría que iniciar a sus colaboradores en la totalidad del misterio. La técnica se estaba desarrollando y no tardaría en sobrepasar la capacidad de dos únicos hombres, además Seldon envejecía. Podía esperar unas décadas más de vida, pero estaba seguro de que los años de sus mayores logros ya habían quedado atrás.

Incluso Amaryl tendría treinta y nueve años dentro de un mes, y aunque seguía siendo joven, quizá podía afirmarse que como matemático había dejado de serlo. Su capacidad para producir nuevos enfoques de pensamiento tangencial también podía estar disminuyendo.

Amaryl le vio entrar y dirigirse hacia él. Seldon le contempló con cariño. Amaryl era tan dahlita como Raych, su hijo adoptivo, y a pesar de su físico musculoso y su escasa estatura, no lo aparentaba en lo más mínimo. Le faltaba el bigote, el acento y, al parecer, también le faltaba la consciencia de dahlita. Incluso se había mostrado impenetrable al atractivo de Jo-Jo Joranum, que tanto había afectado a los habitantes de Dahl.

Era como si Amaryl no reconociera la existencia del patriotismo sectorial, planetario y ni siquiera imperial. Pertenecía completa y exclusivamente a la psicohistoria.

Seldon se sintió como un inepto. Era plenamente consciente de que había pasado las dos primeras décadas de su existencia en Helicón, y cuando pensaba en sí mismo se consideraba heliconiano. Se preguntó si eso no acabaría por traicionarle tiñendo de prejuicios sus ideas sobre la psicohistoria. La situación ideal para utilizar la psicohistoria correctamente implicaba estar por encima de mundos y sectores, tratando únicamente con la Humanidad en su aspecto más abstracto y despersonalizado…, y eso era lo que Amaryl hacía.

«Yo no puedo hacerlo», admitió Seldon interiormente en medio de un suspiro.

—Supongo que estamos progresando, Hari —dijo Amaryl.

—¿Lo supones, Yugo? ¿Tan sólo lo supones?

—No quiero salir al espacio exterior sin llevar un traje puesto.

Amaryl pronunció aquellas palabras con la habitual seriedad de su rostro (Seldon conocía su escaso sentido del humor), mientras se dirigían al despacho de Seldon. Era pequeño, pero estaba perfectamente protegido.

Amaryl se sentó y cruzó las piernas.

—Tu último plan para esquivar el problema del caos puede que en parte funcione…, a cambio de perder precisión, naturalmente —dijo.

—Naturalmente. Ganamos algo en conjunto, y perdemos precisión en los detalles. El universo funciona así, pero tenemos que arreglárnoslas para engañarlo de alguna forma.

—Le hemos engañado un poco, pero es como mirar a través de un cristal opaco.

—Algo hemos avanzado desde esos años en que mirábamos a través de una plancha de plomo.

Amaryl murmuró algo ininteligible.

—Captamos atisbos de luz y oscuridad —dijo después.

—¡Explícate!

—No puedo hacerlo, pero cuento con el primer radiante, con el que me he matado a trabajar como un…, un…

—Prueba con «lamec». Es un animal, una bestia de carga que tenemos en Helicón. En Trantor no hay lamecs.

—Bueno, si el lamec se deja la piel en su trabajo, te aseguro que es lo que he estado haciendo con el primer radiante.

Pulsó la tecla de seguridad de su escritorio desactivando una cerradura, y un cajón se deslizó hacia afuera silenciosamente. Amaryl sacó de él un cubo oscuro y opaco que Seldon observó con gran interés. Seldon había ideado los circuitos del primer radiante, pero Amaryl lo había construido. Yugo Amaryl siempre había sido muy hábil con las manos, y el primer radiante era obra suya.

La habitación quedó sumida en la penumbra y las ecuaciones y las relaciones aparecieron en el aire. Los números se desplegaron por debajo de ellas y flotaron a un par de centímetros de la superficie del escritorio como si fuesen marionetas suspendidas de hilos invisibles.

—Maravilloso —dijo Seldon—. Si vivimos lo suficiente, algún día conseguiremos que el primer radiante produzca un río de símbolos matemáticos que contendrá el mapa de la historia pasada y futura. Lo usaremos para localizar las corrientes y los riachuelos, y encontrar formas de alterarlos para que sigan el curso que prefiramos en cada momento.

—Sí —replicó Amaryl tajantemente—, si conseguimos vivir con el conocimiento de que las acciones que llevemos a cabo pueden producir los peores resultados imaginables a pesar de obrar con la mejor de las intenciones.

—Créeme, Yugo, nunca me acuesto sin atormentarme pensando en ello, pero aún estamos lejos. Lo único que tenemos es esto…, y como tú has dicho, de momento equivale a ver manchas de luz y oscuridad a través de un cristal opaco.

—Cierto.

—¿Y qué crees haber visto, Yugo?

Seldon clavó los ojos en el rostro de Amaryl y se puso bastante serio. Estaba engordando, y empezaba a parecer un poco regordete. Pasaba demasiado tiempo inclinado sobre los ordenadores (especialmente sobre el primer radiante), y descuidaba la actividad física; aunque veía a alguna mujer de vez en cuando, Seldon sabía que nunca estuvo casado. ¡Un grave error! Incluso un adicto al trabajo debe robarle un poco de tiempo a su obsesión para satisfacer a una compañera o atender las necesidades de los niños.

Seldon pensó en su cuerpo, que aún seguía siendo delgado y ágil, y en los esfuerzos de Dors para mantenerle en tal estado.

—¿Qué veo? —murmuró Amaryl—. Veo que el Imperio tiene problemas.

—El Imperio siempre tiene problemas.

—Sí, pero esto es algo más preciso e importante. Existe la posibilidad de que tengamos problemas en el centro.

—¿En Trantor?

—Supongo, o en la periferia. Tal vez pasaremos por una situación bastante grave, quizá una guerra civil, o la independización del Imperio por parte de los alejados mundos exteriores.

—No creo que haga falta recurrir a la psicohistoria para predecir esas posibilidades.

—Lo interesante es que parece existir una exclusividad mutua. Una cosa o la otra, pero la probabilidad de que ocurran las dos es muy remota. ¡Aquí, mira! Está expresado en tus propios símbolos matemáticos… ¡Observa!

Permanecieron inclinados mucho rato sobre los datos que mostraba el primer radiante.

—No entiendo el porqué de esa exclusividad mutua —dijo Seldon por fin.

—Yo tampoco, Hari, pero ¿dónde está el valor de la psicohistoria si sólo nos muestra lo que queríamos ver? Esto nos está mostrando algo que de otra forma no veríamos. Lo que no nos indica es, primero, qué alternativa es la mejor, y, segundo, qué debemos hacer para asegurarnos de que ocurra sólo la mejor, disminuyendo o eliminando las posibilidades de la peor.

Seldon apretó los labios.

—Puedo decirte cuál de las dos alternativas es preferible —murmuró—. Dejemos que la periferia abandone el Imperio y conservemos Trantor.

—¿De verdad?

—No cabe duda. Debemos asegurar la estabilidad de Trantor aunque sólo sea porque vivimos aquí.

—Pero estoy seguro de que nuestra comodidad no puede ser el factor decisivo…

—No, pero la psicohistoria es vital. ¿De qué nos servirá mantener intacta la periferia si la situación en Trantor nos obliga a dejar de trabajar en la psicohistoria? No digo que nos maten, pero puede que nos resulte imposible seguir trabajando. Nuestro destino dependerá del desarrollo de la psicohistoria. En cuanto al Imperio, la secesión de la periferia sólo supondrá el comienzo de una desintegración que puede tardar mucho tiempo en llegar hasta el núcleo.

—Hari, aun suponiendo que tengas razón… ¿Qué podemos hacer para mantener la estabilidad en Trantor?

—Para empezar tendremos que pensar en el problema.

El silencio se adueñó de la habitación.

—Pensar no me tranquiliza demasiado —dijo Seldon por fin—. ¿Y si el Imperio ha estado siguiendo desde siempre una dirección equivocada? Pienso en eso cada vez que hablo con Gruber…

—¿Quién es Gruber?

—Mandell Gruber es un jardinero.

—Oh. ¿Es el que vino corriendo con el rastrillo en alto para salvarte cuando intentaron asesinarte?

—Sí. Siempre se lo he agradecido. Sólo tenía un rastrillo, y cabía la posibilidad de que se enfrentara a más conspiradores armados con desintegradores. Eso es auténtica lealtad, Yugo… En fin, hablar con él es como respirar una bocanada de aire limpio. No puedo pasarme la vida hablando con altos funcionarios de la corte y con psicohistoriadores.

—Muchas gracias.

—¡Vamos, vamos! Ya sabes lo que quiero decir… Gruber ama los espacios abiertos. Quiero sentir el viento, la lluvia, el aliento del frío y todas las cosas que la intemperie le depare. Algunas veces, yo también las echo de menos.

—Yo no. Creo que podría pasar el resto de mi vida sin salir de la cúpula.

—Naciste y creciste bajo la cúpula… Pero imagina que el Imperio estuviera formado por mundos sencillos no industrializados que subsistieran gracias a la ganadería y la agricultura, mundos poco poblados con muchos espacios desiertos. ¿No crees que todos viviríamos mejor?

—Creo que sería una existencia horrible.

—He encontrado algo de tiempo libre para hacer algunas investigaciones al respecto y me parece que es un caso de equilibrio inestable. Un mundo con poca población como el que describo, o empobrece hasta convertirse en un planeta moribundo con un nivel cultural primitivo…, o se industrializa. Cuando el desarrollo alcanza un punto determinado, se inclina hacia una dirección u otra, dándose la casualidad de que casi todos los mundos de la galaxia se han inclinado hacia la industrialización.

—Porque es preferible.

—Quizá, pero eso no puede seguir eternamente. Ahora asistimos a los resultados de ese exceso en una dirección. El Imperio no podrá subsistir por mucho tiempo porque se ha…, se ha recalentado. No se me ocurre otra palabra. No sabemos qué ocurrirá a continuación. Si conseguimos evitar la caída mediante la psicohistoria o, lo que es más probable, si conseguimos provocar una recuperación después de la caída, ¿será simplemente para asegurar otro cíclico período de recalentamiento? ¿Es el único futuro que tiene la Humanidad? ¿Está condenada a empujar el peñasco hasta lo alto de una colina, igual que Sísifo, sólo para verlo rodar por la ladera otra vez?

—¿Quién es Sísifo?

—Un personaje de un mito primitivo. Yugo, tienes que leer más.

Amaryl se encogió de hombros.

—¿Para enterarme de quién era Sísifo y de lo que le ocurrió? No es tan importante. Puede que la psicohistoria nos muestre el camino hacia una sociedad totalmente nueva, una sociedad tan estable y deseable que no se parezca en nada a todo cuanto hemos visto hasta el momento.

—Eso espero —suspiró Seldon—. Eso espero, pero aún no hay ninguna señal que lo indique. En un futuro próximo tendremos que hacer todo lo posible para librarnos de la periferia, y eso marcará el comienzo de la caída del Imperio Galáctico.

4

—Le dije que eso marcaría el comienzo de la caída del Imperio Galáctico —dijo Hari Seldon—. Y eso es lo que ocurrirá, Dors.

Dors le escuchaba con los labios apretados. Había aceptado su nombramiento como primer ministro tal y como lo aceptaba todo, con calma. Su única misión era protegerle a él y a su psicohistoria, pero Dors sabía muy bien que su nueva posición haría que le resultase más difícil. El mejor sistema de seguridad era pasar inadvertido, y mientras la Espacionave solar, símbolo del Imperio, iluminara a Seldon con su resplandor, todas las barreras físicas existentes resultarían insuficientes.

El lujo en el que vivían —la meticulosa protección contra los haces de espionaje que también les salvaguardaba de toda interferencia física; las ventajas que suponía para su propia investigación histórica el hecho de disponer de fondos casi ilimitados—, no la satisfacía. Dors habría cambiado todo aquello por su viejo apartamento de la Universidad de Streeling o, mejor aún, por un apartamento cualquiera en un sector donde nadie les conociese.

—Todo eso está muy bien, querido —dijo—, pero no es suficiente.

—¿A qué te refieres?

—La información que me estás dando… Dices que podríamos perder la periferia. ¿Cómo? ¿Por qué?

Seldon se permitió una sonrisa fugaz.

—Me gustaría saberlo, Dors, pero la psicohistoria aún no ha llegado a la fase necesaria para decírnoslo.

—Entonces dame tu opinión. ¿Crees que los gobernadores locales de los mundos más alejados sienten la ambición de autodeclararse independientes?

—Es un factor, desde luego. Como sabes, ha ocurrido en el pasado, pero nunca por mucho tiempo. Puede que esta vez sea permanente.

—¿Porque el Imperio es más débil?

—Sí, y porque el intercambio comercial se desarrolla con menos libertad que en el pasado, porque las comunicaciones son más inflexibles que antes y porque, de hecho, los gobernadores de la periferia se encuentran más cerca de la independencia de lo que jamás lo habían estado. Si uno de ellos se deja llevar por ciertas ambiciones…

—¿Puedes predecir quién será?

—Desde luego que no. Todo lo que podemos extraer de la psicohistoria en esta fase es la seguridad de que si aparece un gobernador extremadamente hábil y ambicioso, encontrará unas condiciones mucho más adecuadas para sus propósitos que en cualquier otro momento del pasado. También podrían ser otras cosas…, un gran desastre natural o una guerra civil entre dos coaliciones de mundos exteriores lejanos. Ninguno de esos acontecimientos puede predecirse con exactitud en estos momentos, pero sí podemos afirmar que cualquier acontecimiento de esa naturaleza que se produzca ahora tendrá consecuencias más serias de las que habría tenido hace un siglo.

—Pero si no sabes con exactitud qué ocurrirá en la periferia, ¿cómo puedes guiar las acciones con seguridad hacia la pérdida de la periferia en vez de a Trantor?

—Observando con mucha atención la situación en los dos mundos y tratando de estabilizar Trantor sin hacer nada por la periferia. No podemos esperar que la psicohistoria ordene los acontecimientos automáticamente a menos que nuestros conocimientos sobre su funcionamiento sean mucho mayores de lo que lo son en la actualidad, así que nos vemos obligados a utilizar continuamente los controles manuales. En días venideros la técnica será desarrollada y mejorada, y la necesidad de ejercer el control manual irá decreciendo paulatinamente.

—Pero eso ocurrirá en días venideros, ¿verdad? —dijo Dors.

—Sí, e incluso eso no es más que una esperanza.

—¿Y qué clase de inestabilidades amenazan a Trantor suponiendo que nos aferremos a la periferia?

—Las mismas de antes: factores económicos y sociales, desastres naturales, rivalidades entre altos funcionarios…, y algo más. Cuando hablé con Yugo le describí la situación del Imperio como si estuviera recalentado, y Trantor es la parte más recalentada de todo el Imperio. Parece como si todo se estuviera desmoronando. La infraestructura, el suministro de agua, la calefacción, la eliminación de desperdicios, los conductos de combustible, todo parece tener problemas que se salen de lo corriente, y me he dedicado a estudiarlo con una atención progresivamente mayor en los últimos tiempos.

—¿Y la muerte del emperador?

Seldon extendió las manos con las palmas hacia arriba.

—Es algo inevitable, pero Cleón goza de buena salud. Tiene la misma edad que yo, y aunque me gustaría ser más joven, no es demasiado viejo. Su hijo sería el peor sucesor imaginable, pero habrá un buen número de aspirantes…, más que suficiente para crear problemas y hacer que su muerte resulte traumática para el Imperio, pero quizá no acabe convirtiéndose en una catástrofe total en el sentido histórico de la expresión.

—Bien, entonces pensemos en su asesinato.

Seldon alzó la cabeza.

—No digas eso —murmuró nerviosamente—. Ya sé que estamos protegidos contra las escuchas, pero no utilices esa palabra.

—Hari, no seas tonto. Es la eventualidad que ha de ser tomada en consideración. Hubo un tiempo en el que los joranumitas podrían haber tomado el poder, de haberlo hecho el emperador habría sido eliminado de una forma o de otra…

—Probablemente no. Habría resultado más útil como figura decorativa, y en cualquier caso olvídalo. Joranum murió el año pasado en Nishaya, y tengo entendido que se convirtió en una ruina humana bastante patética.

—Tenía seguidores.

—Naturalmente. Todo el mundo tiene seguidores. Tus investigaciones históricas del reino de Trantor y los primeros tiempos del Imperio Galáctico… ¿No has encontrado ninguna referencia al Partido Globalista de Helicón?

—No, ni una sola. No quiero herir tus sentimientos, Hari, pero no recuerdo haber encontrado ningún acontecimiento histórico en el que Helicón desempeñara un papel relevante.

—No pasa nada, Dors. Feliz aquel mundo que no tiene historia, siempre lo he dicho… Bien, hace unos dos mil cuatrocientos años cierto número de heliconianos firmemente convencidos de que Helicón era el único planeta habitado del Universo se agruparon. Afirmaban que Helicón era el Universo y que aparte del propio Helicón sólo existía una sólida esfera tachonada de estrellas diminutas.

—¿Cómo podían creer en algo semejante? —preguntó Dors—. Supongo que formaban parte del Imperio, ¿no?

—Sí, pero los globalistas insistían en que todas las pruebas que apoyaban la existencia del Imperio eran una ilusión o un engaño deliberado, que los emisarios y funcionarios del Imperio eran heliconianos que interpretaban un papel por algún motivo desconocido. Estaban totalmente al margen de la lógica y los razonamientos.

—¿Y qué ocurrió?

—Supongo que resulta agradable creer que tu mundo es el mundo. En el momento de máxima influencia, los globalistas convencieron a un diez por ciento de la población del planeta de que se uniera a su movimiento. Sólo un diez por ciento, pero se trataba de una minoría de exaltados que hacía mucho más ruido que la mayoría de indiferentes, y estuvo a punto de adueñarse del poder.

—Pero no lo consiguieron, ¿verdad?

—No, no lo consiguieron. El Partido Globalista provocó una considerable disminución del comercio imperial y la economía heliconiana no tardó en sufrir un rápido declive. Cuando la creencia empezó a afectar al bolsillo del ciudadano corriente, perdió popularidad muy deprisa. La ascensión y caída del movimiento debió de sorprender a mucha gente, pero estoy seguro de que la psicohistoria habría demostrado que eran inevitables y que no era necesario perder el tiempo preocupándose por lo que pudiera ocurrir.

—Comprendo, pero… Hari, ¿por qué me has contado esta historia? Supongo que tiene alguna relación con lo que estábamos discutiendo antes, ¿no?

—La relación es que no importa lo ridículas que puedan llegar a ser ciertas creencias para una persona sensata: esos movimientos nunca llegan a morir del todo. En estos momentos…, en estos momentos todavía hay globalistas en Helicón. No muchos, pero de vez en cuando setenta u ochenta se reúnen en lo que llaman un congreso global y lo pasan en grande hablando del globalismo. Bueno, sólo han transcurrido diez años desde que el movimiento joranumita parecía una amenaza tan terrible para el futuro de este planeta, no me sorprendería que aún quedaran algunos restos dignos de consideración. Puede que dentro de mil años aún queden algunos restos del movimiento.

—¿Te parece posible que un resto pueda ser peligroso?

—Lo dudo. Lo que hacía tan peligroso el movimiento era el carisma de Jo-Jo…, y ha muerto. Ni siquiera tuvo una muerte heroica o más o menos notable. Era un hombre destrozado que se fue marchitando hasta morir en el exilio.

Dors se puso en pie y cruzó rápidamente la habitación balanceando los brazos y apretando los puños. Después volvió sobre sus pasos y se detuvo delante de Seldon, quien seguía inmóvil en su silla.

—Hari, voy a ser sincera contigo —dijo—. Si la psicohistoria indica que hay posibilidades de que Trantor sufra disturbios realmente serios y si aún hay joranumitas sueltos, es posible que sigan planeando matar al emperador.

Seldon dejó escapar una carcajada nerviosa.

—Te estás dejando asustar por sombras insustanciales, Dors. Relájate.

Seldon no tardó en descubrir que las palabras de Dors se habían quedado grabadas en su mente.

5

El sector de Wye tenía toda una tradición de oposición a la dinastía Entun de Cleón I, que llevaba dos siglos gobernando el Imperio. La oposición se remontaba a los tiempos en que algunos alcaldes de Wye ocuparon el trono imperial. La dinastía Wyan no duró demasiado, no pudo enorgullecerse de muchos éxitos, pero la población y los gobernantes de Wye no olvidaban que hubo un tiempo en el que —aunque sólo fuese de forma imperfecta y transitoria—, habían ostentado el poder supremo. Dieciocho años atrás, el breve período durante el que Rashelle se autoproclamó alcaldesa de Wye y desafió al Imperio, había servido para que tanto el orgullo como la frustración de Wye quedaran reforzados.

Todo eso hacía muy lógico y explicable que el grupito de conspiradores se sintiera tan a salvo en Wye como habría podido sentirse en cualquier otro lugar de Trantor.

Cinco conspiradores estaban sentados alrededor de una mesa en una habitación situada en una zona muy pobre del sector. La habitación apenas contenía muebles, pero estaba concienzudamente protegida contra toda clase de escuchas.

El hombre que parecía el líder estaba sentado en una silla un poco más sólida y de mejor calidad que las otras. Su rostro era delgado, tez amarillenta, y tenía una boca bastante grande con labios tan pálidos que resultaban casi invisibles. Su cabellera estaba salpicada por algunas canas, pero sus ojos ardían con una ira inextinguible.

Tenía la mirada fija en el conspirador sentado delante de él, un hombre de mayor edad, apariencia menos feroz y cabellera casi canosa cuyas gruesas mejillas tendían a temblar cada vez que hablaba.

—¿Y bien? —preguntó secamente el líder—. Está claro que no has hecho nada. ¡Explícanos por qué!

—Soy joranumita desde hace mucho tiempo, Namarti —replicó el otro—. ¿Por qué he de justificar mis acciones ante ti?

Gambol Deen Namarti, el hombre que había sido la mano derecha de Laskin «Jo-Jo» Joranum, le fulminó con la mirada.

—Hay muchas personas que son joranumitas desde hace mucho tiempo. Algunas son incompetentes, se han ablandado, otras han olvidado lo que significa ser joranumita. Ser joranumita desde hace mucho tiempo sólo quiere decir que eres un viejo estúpido.

El hombre de la cabellera canosa se reclinó en su silla.

—¿Estás diciendo que soy un viejo estúpido? ¿Yo, Kaspal Kaspalov? Ya estaba al lado de Jo-Jo cuando tú aún no te habías unido al partido, cuando eras un don nadie harapiento en busca de una causa.

—No estoy diciendo que seas un estúpido —replicó Namarti—. Me limito a decir que algunos veteranos joranumitas son estúpidos. Ahora tienes la ocasión de demostrar que no eres uno de ellos.

—Mi relación con Jo-Jo

—Olvida eso. ¡Jo-Jo está muerto!

—Creo que su espíritu sigue vivo.

—Si esa idea puede ayudarnos en nuestra lucha, entonces de acuerdo, su espíritu sigue vivo. Pero para otros, no para nosotros. Sabemos que cometió errores.

—¡No es cierto!

—No insistas en convertir en héroe a un hombre normal y corriente que cometió errores. Creyó que podría adueñarse del Imperio sólo con la fuerza de la retórica, con las palabras…

—La historia demuestra que las palabras han movido montañas en el pasado.

—Está claro que sus palabras no han movido ninguna montaña a causa de los errores. No supo esconder adecuadamente sus orígenes micogenitas. Peor aún, se dejó engañar y acusó al primer ministro Demerzel de ser un robot. Le advertí de que no lo hiciera, pero no quiso escucharme…, y eso acabó con él. Empecemos de nuevo, ¿de acuerdo? Sea cual sea el uso que hagamos del recuerdo de Joranum, no debemos dar la sensación de que nos fascina hasta el punto de paralizarnos.

Kaspalov no dijo nada. Las miradas de los otros tres conspiradores fueron de Namarti a Kaspalov y volvieron a posarse en él. Los tres parecían dispuestos a dejar que Namarti llevara el peso de la discusión.

—Cuando Joranum fue exilado a Nishaya el movimiento joranumita se desintegró y pareció desaparecer —dijo Namarti con voz áspera—, y no cabe duda de que habría desaparecido…, de no ser por mí. Lo fui reconstruyendo fragmento a fragmento hasta convertirlo en una organización que se extiende por todo Trantor, como supongo que ya sabes.

—Lo sé, Jefe —murmuró Kaspalov.

El que hubiera utilizado ese título dejaba bien claro que Kaspalov buscaba reconciliarse con Namarti.

Namarti se permitió una leve sonrisa. No insistía en el uso del título, pero le gustaba oírlo emplear.

—Formas parte de la organización y tienes unos deberes que cumplir —dijo.

Kaspalov se removió en su asiento. Estaba manteniendo una discusión interna consigo mismo.

—Jefe, has dicho que aconsejaste a Joranum que no debía acusar al primer ministro de ser un robot —dijo por fin—. Dijiste que no te hizo caso, pero por lo menos te permitió hablar. ¿Puedo gozar del mismo privilegio y señalar lo que creo que es un error con la seguridad de que me escucharás, como Joranum te escuchó, incluso si luego decides imitarle ignorando mis consejos?

—Pues claro que puedes hablar, Kaspalov. Estás aquí para eso. ¿Qué quieres decirme?

—Jefe, las nuevas tácticas que estamos empleando son un error. Crean problemas y causan daños.

—¡Naturalmente! Han sido concebidas precisamente para eso. —Namarti se removió en su asiento y logró controlar su ira haciendo un considerable esfuerzo de voluntad—. Joranum utilizó la persuasión sin ningún éxito. Nosotros derribaremos a Trantor mediante la acción.

—¿Por cuánto tiempo y a qué precio?

—Por todo el tiempo que sea necesario…, y pagando un precio muy pequeño. Una interrupción del suministro de energía, una cañería de agua que revienta, una obstrucción en el sistema de alcantarillado, una avería del aire acondicionado… Molestias y trastornos, todo se reduce a eso.

Kaspalov meneó la cabeza.

—Esas acciones tienen un efecto acumulativo.

—Por supuesto, Kaspalov, y nosotros queremos que el resentimiento y el malestar público también crezcan de forma acumulativa. Escucha, Kaspalov: el Imperio se encuentra en decadencia, y todo el mundo lo sabe…, por lo menos todas las personas inteligentes y capaces de pensar lo saben. La tecnología terminará por fallar incluso suponiendo que no hagamos nada. Lo único que estamos haciendo es acelerar el proceso.

—Es peligroso, Jefe. La infraestructura de Trantor es increíblemente complicada. Un empujón demasiado fuerte puede hacer que se desmorone y quede reducida a un montón de ruinas. Si tiramos del hilo equivocado Trantor puede derrumbarse como un castillo de naipes.

—Eso todavía no ha ocurrido.

—Puede que ocurra en el futuro. ¿Y si la gente descubre que somos los culpables? Nos harían pedazos… No habría necesidad de recurrir a las fuerzas de seguridad o al ejército. Las turbas nos aniquilarían.

—¿Y cómo sabrán que somos los culpables? El blanco natural para el resentimiento del pueblo será el gobierno y los consejeros del emperador. Nunca irán más allá.

—¿Cómo podremos seguir viviendo conociendo la realidad de los hechos?

El anciano pronunció esas palabras de forma casi inaudible y con gran emoción. Kaspalov alzó la cabeza y lanzó una mirada suplicante a su líder, el hombre al que había jurado lealtad y obediencia creyendo que seguiría enarbolando el estandarte de libertad transmitido por Jo-Jo Joranum; Kaspalov se preguntó si era así como Jo-Jo habría querido hacer realidad sus sueños.

Namarti chasqueó la lengua como un padre que reprueba las travesuras de su hijo.

—Kaspalov, espero que no sucumbas al sentimentalismo. Cuando logremos el poder recogeremos los fragmentos y lo reconstruiremos todo. Agruparemos al pueblo con las viejas ideas de Joranum sobre la participación popular en el gobierno y la promesa de que estará mejor representado, y cuando controlemos la situación crearemos un gobierno más eficiente y fuerte. Tendremos un Trantor mejor y un Imperio más sólido. Crearemos algún tipo de sistema parlamentario en el que los representantes de otros mundos puedan hablar hasta caer al suelo de puro agotamiento…, pero nosotros seremos gobernantes.

Kaspalov le miraba como si no supiera qué hacer.

Los labios de Namarti esbozaron una sonrisa desprovista de alegría.

—¿Lo entiendes? No podemos perder. Hasta ahora todo ha transcurrido a la perfección y seguirá así. El emperador no tiene ni idea de lo que está ocurriendo, y su primer ministro es un matemático. Cierto, acabó con Joranum, pero desde entonces no ha hecho nada.

—Cuenta con algo llamado…, llamado…

—Olvídalo. Joranum siempre le dio mucha importancia, pero formaba parte de sus orígenes micogenitas, al igual que su obsesión por los robots. Ese matemático no cuenta con nada que…

—Psicoanálisis histórico o algo parecido. En una ocasión le oí decir a Joranum que…

—He dicho que lo olvides. Limítate a cumplir con tu deber. Tienes a tu cargo la ventilación en el sector de Anemoria, ¿verdad? Muy bien. Haz que se estropee de la forma que mejor te parezca. Que se desconecte para que aumente la humedad, que produzca un olor desagradable…, lo que sea. Eso no matará a nadie, así que nada de sentimientos de culpabilidad y remordimientos. Lo único que harás será conseguir que la gente se sienta incómoda y que aumente el coeficiente general de disgusto e irritación. ¿Podemos confiar en ti?

—Pero lo que para un joven sólo sea una incomodidad irritante, puede ser algo más para los niños, las personas ancianas y los enfermos…

—¿Vas a seguir insistiendo en que nadie debe sufrir daño alguno?

Kaspalov farfulló algo ininteligible.

—Hacer lo que sea con la garantía absoluta de que nadie sufrirá ningún daño es imposible —dijo Namarti—. Tienes que hacer lo que se espera de ti. Si tu conciencia insiste en ello hazlo de forma que dañe al menor número de personas posible…, ¡pero hazlo!

—¡Espera! —exclamó Kaspalov—. Quiero añadir algo, Jefe.

—Pues entonces habla —replicó Namarti con voz cansada.

—Podemos pasar años manipulando la infraestructura, pero llegará un momento en el que deberás utilizar el sentimiento de insatisfacción general para adueñarte del poder. ¿Cómo pretendes conseguirlo?

—¿Quieres saber con toda exactitud lo que haremos?

—Sí. Cuanto más deprisa actuemos más limitados serán los daños y más eficiente será la operación quirúrgica.

—Aún no he decidido cuál será la naturaleza exacta de esa «operación quirúrgica» —dijo Namarti hablando muy despacio—, pero se hará. Hasta entonces, ¿cumplirás con tu deber?

Kaspalov asintió y puso cara de resignación.

—Sí, Jefe.

—Bien, pues entonces vete —dijo Namarti, y le despidió con un rápido gesto de la mano.

Kaspalov se puso en pie, giró sobre sí mismo y se fue. Namarti le vio marchar.

—No podemos confiar en Kaspalov —dijo volviéndose hacia el hombre que estaba sentado a su derecha—. Se ha pasado al enemigo y quiere conocer mis planes futuros para traicionarnos. Ocúpate de él.

El hombre sentado a su derecha asintió y los tres salieron de la habitación dejando solo a Namarti. Apagó los paneles luminosos de la pared, a excepción de uno cuadrado en el techo para no quedarse a oscuras.

«Todas las cadenas tienen un eslabón débil que ha de ser eliminado —pensó—. En el pasado así lo hemos hecho, y el resultado es que ahora contamos con una organización a la que nadie puede detener.»

Sonrió en la penumbra, y una mueca de alegría salvaje contorsionó su rostro. Después de todo, los tentáculos de la organización llegaban incluso al palacio. Todavía no eran muy fuertes y no se podía confiar del todo en ellos, pero estaban allí y pronto serían más sólidos.

6

Hacía muy buen tiempo, el calor y el sol reinaban sobre todo el complejo del Palacio Imperial y sus jardines.

No ocurría muy a menudo. Hari recordó que Dors le había explicado por qué se escogió aquella zona de inviernos fríos y lluvias frecuentes para edificar el palacio.

—No es que fuera realmente escogida —le dijo—. En los primeros tiempos del reino de Trantor era una propiedad de la familia Morovian. Cuando el reino se convirtió en Imperio había muchos lugares en los que el emperador podía vivir; fincas veraniegas, refugios invernales, residencias deportivas, casas en la playa… El planeta se fue cubriendo de cúpulas, y un emperador vino a vivir aquí y le gustó tanto que la zona permaneció sin proteger. El hecho de que fuese la única zona no cubierta por una cúpula acabó por convertirla en especial, cualidad que atrajo al siguiente emperador, y al que reinó después de él, y al que le sucedió, naciendo así una tradición.

Como le ocurría siempre que oía una historia de ese estilo, Seldon se preguntó cuál habría sido la respuesta de la psicohistoria. ¿Habría predicho que una zona permanecería descubierta, sin precisar cuál sería? De hecho, ¿habría podido llegar tan lejos? ¿O se habría equivocado prediciendo la existencia de varias zonas descubiertas o ninguna? ¿Cómo podía tomar en consideración la idiosincrasia de un emperador instituido azarosamente en el momento crucial, que había tomado una decisión puramente impulsiva y caprichosa? Ese camino llevaba al caos… y a la locura.

Cleón I disfrutaba del buen tiempo.

—Me hago viejo, Seldon —dijo—. No hace falta que lo diga, ¿verdad? Tú y yo tenemos la misma edad… No tener ganas de jugar al tenis o ir de pesca, a pesar de que han repoblado el lago, y conformarme con dar un lento paseo por los senderos debe de ser una señal de que estoy envejeciendo.

El emperador estaba comiendo unas nueces muy parecidas a los frutos que en Helicón eran conocidos como semillas de calabaza, pero estas nueces eran más grandes y tenían un sabor un poco menos delicado. Cleón las partía con los dientes, separaba la delgada cáscara del fruto y se lo metía en la boca.

A Seldon no le gustaban mucho, pero naturalmente, cuando el emperador le ofreció unas cuantas las aceptó y comió dos o tres.

El emperador ya tenía un montoncito de cáscaras en la mano, y miró distraídamente a su alrededor buscando algún recipiente en el que echarlas. No vio ninguno, pero se dio cuenta de que había un jardinero no muy lejos de allí. El jardinero estaba en posición de firmes, como exigía la presencia imperial, y tenía la cabeza respetuosamente inclinada.

—¡Jardinero! —dijo Cleón.

El jardinero fue rápidamente hacia ellos.

—¡Alteza!

—Tira estas cáscaras —dijo Cleón, y las depositó en la mano del jardinero.

—Sí, Alteza.

—Yo también tengo unas cuantas, Gruber —dijo Seldon.

—Sí, primer ministro —murmuró Gruber, y alargó la mano hacia él.

El jardinero se marchó a toda prisa y el emperador le observó alejarse con cierta curiosidad.

—¿Le conoces, Seldon?

—Sí, Alteza. Es un viejo amigo mío.

—¿Que el jardinero es un viejo amigo tuyo? ¿Quién es? ¿Un matemático que pasa por una mala época?

—No, Alteza. Quizá recordéis la historia. Ocurrió cuando… —Seldon carraspeó mientras intentaba dar con la forma más diplomática de recordarle el incidente al emperador—. Cuando el sargento amenazó mi vida poco después de que Vuestra Graciosa Majestad me nombrara primer ministro.

—El intento de asesinato. —Cleón alzó los ojos hacia el cielo como pidiéndole que le diera paciencia—. No sé por qué todo el mundo le tiene tanto miedo a esa palabra.

—Quizá porque la posibilidad de que le ocurra algo a nuestro emperador nos preocupa mucho más de lo que preocupa al mismo emperador —dijo Seldon sin perder la calma, sintiendo cierto desprecio hacia sí mismo al darse cuenta de la naturalidad con que salían los halagos de su boca.

Cleón sonrió irónicamente.

—Sí, lo imaginaba… ¿Y qué tiene que ver todo eso con Gruber? ¿Es así como se llama?

—Sí, Alteza, se llama Mandell Gruber. Si hacéis un pequeño esfuerzo memorístico seguro que recordaréis que un jardinero vino corriendo con un rastrillo en ristre para defenderme del sargento, que iba armado con un desintegrador.

—Ah, sí… ¿Y este hombre era aquel jardinero?

—Sí, Alteza, era él. Desde entonces le considero un amigo, y hablo con él prácticamente siempre que visito los jardines. Creo que siempre está un poco pendiente de mí, y que me considera algo así como su propiedad… Y, naturalmente, le estoy muy agradecido.

—Me parece muy lógico que lo estés. Ya que hablamos del tema, ¿qué tal se encuentra tu formidable esposa, la doctora Venabili? No la veo muy a menudo.

—Es historiadora, Alteza. Vive en el pasado.

—¿No te da un poco de miedo? Creo que yo se lo tendría. Me han contado cómo trató a aquel sargento. Cuando lo pienso casi siento pena por él…

—Mi bienestar la preocupa hasta el extremo de reaccionar ante las amenazas con auténtico salvajismo, Alteza, pero en los últimos tiempos no ha tenido ocasión de hacerlo. Todo ha estado muy tranquilo.

El emperador seguía mirando al jardinero, quien ya estaba bastante lejos y a punto de marcharse entre unos arbustos.

—¿Hemos recompensado a ese hombre?

—Sí, Alteza, me encargué personalmente de hacerlo. Tiene esposa y dos hijas, y me he ocupado de que cada una disponga de cierta cantidad apartada de créditos para la educación de los hijos que puedan tener.

—Magnífico, pero creo que necesita un ascenso. ¿Es buen jardinero?

—Excelente, Alteza.

—Malcomber, el jefe de jardineros…, no estoy muy seguro de recordar bien su nombre, pero creo que se llama Malcomber… Está envejeciendo, y puede que las responsabilidades del puesto empiecen a resultarle excesivas. Ya tiene más de setenta años. ¿Crees que Gruber podría sustituirle?

—Estoy seguro de que podría hacerlo, Alteza, pero su trabajo actual le gusta mucho. Le permite estar al aire libre haga el tiempo que haga.

—No parece que un trabajo así sea muy envidiable… Seguro que se acostumbrará a las labores administrativas, y necesito a alguien para llevar a cabo algunos cambios en los jardines. Hmmmm… Pensaré en ello. Tu amigo Gruber puede ser el hombre que necesito. Por cierto, Seldon, ¿a qué te referías con lo de que todo ha estado muy tranquilo últimamente?

—Alteza, sólo a que no ha habido ninguna señal de inquietud o discordia en la corte Imperial. La tendencia inevitable a las intrigas parece estar lo más cerca posible del mínimo.

—Seldon, si fueras emperador y tuvieras que enfrentarte a todos esos funcionarios y sus respectivas quejas no dirías eso. ¿Cómo puedes decir que todo está tranquilo cuando cada semana recibo informes de que se ha producido algún nuevo problema o avería en Trantor?

—Son cosas inevitables.

—No recuerdo que ocurrieran con tanta frecuencia en años anteriores.

—Quizá se deba a que no ocurrían con tanta frecuencia, Alteza. La infraestructura envejece, y llevar a cabo las reparaciones necesarias de forma lo suficientemente concienzuda exigiría tiempo, trabajo, y enormes gastos. Por otro lado, un aumento en los impuestos sería bastante mal visto en este momento.

—Siempre lo es. Tengo entendido que esas averías y problemas están causando considerables molestias a la población. Esto tiene que acabar, Seldon, y debes ocuparte de que acabe. ¿Qué dice la psicohistoria?

—Dice lo mismo que el sentido común, que todo envejece.

—Bueno, esta conversación amenaza con estropearme el día… Lo dejo en tus manos, Seldon.

—Sí, Alteza —dijo Seldon en voz baja.

El emperador se alejó y Seldon pensó que aquella conversación también había estropeado su día. El derrumbamiento del centro era la alternativa que no quería ver convertida en realidad. ¿Pero cómo podía impedir que ocurriera y desplazar la crisis a la periferia?

La psicohistoria no tenía ninguna respuesta.

7

Raych Seldon se sentía extraordinariamente satisfecho: era la primera cena familiar en varios meses con las dos personas a las que consideraba sus padres. Sabía que no lo eran en el sentido biológico de la palabra, pero no importaba. Siempre que les veía la sonrisa de Raych estaba impregnada de ternura y amor.

El ambiente no era tan acogedor como en los viejos tiempos de Streeling, cuando su hogar era pequeño e íntimo, y lo consideraba como una joya en el marco general de la universidad. Por desgracia, nada podía ocultar la lujosa grandeza de la suite palaciega del primer ministro.

A veces Raych se contemplaba en el espejo y pensaba en cómo había llegado hasta allí. No era alto —sólo medía 163 centímetros de estatura—, y era claramente más bajo que su padre o su madre. Su cuerpo, aunque achaparrado, era musculoso y no estaba gordo. Tenía los cabellos negros, y el típico bigote dahlita que mantenía lo más oscuro y frondoso posible.

En el espejo aún podía ver al muchacho harapiento que había sido, antes de que el cúmulo de circunstancias más improbable que se pudiera imaginar diera como resultado su encuentro con Hari y Dors. Por aquel entonces Seldon era mucho más joven, y su apariencia actual evidenciaba que Raych tenía casi la misma edad que Seldon cuando se conocieron. Lo asombroso era que Dors apenas había cambiado. Seguía siendo tan esbelta y ágil como el día en que Raych se encontró con ellos y les condujo hasta la madre Rittah en Billibotton; Raych, nacido para la pobreza y la miseria, era funcionario, un pequeño engranaje más del ministerio de población.

—¿Qué tal van las cosas en el ministerio, Raych? —preguntó Seldon—. ¿Algún progreso?

—Algunos, papá. Las leyes han sido promulgadas. Los tribunales han emitido sus veredictos, y se han pronunciado discursos; pero aun así resulta muy difícil cambiar a la gente. Puedes predicar la hermandad cuanto quieras, pero nadie se siente hermano de su prójimo. Lo que más me sulfura es que los dahlitas son tan tozudos como los demás. Reclaman que se les trate como iguales, pero en cuanto se les da una oportunidad, demuestran no tener el más mínimo deseo de tratar como iguales a los demás.

—Alterar las mentes y los corazones de las personas es prácticamente imposible, Raych —dijo Dors—. Creo que basta con intentar eliminar las peores injusticias.

—La gran dificultad estriba en que durante la mayor parte de la historia nadie se ha ocupado de este problema —dijo Seldon—. Se ha permitido que los seres humanos se entregaran al delicioso juego del yo-soy-mejor-que-tú y limpiar el estropicio no va a resultar nada fácil. Si permitimos que los acontecimientos sigan por su curso actual, empeorando progresivamente durante mil años, no podremos quejarnos si después se necesitan otros cien para conseguir que la situación mejore un poco.

—Papá, a veces creo que me diste este trabajo para castigarme —dijo Raych.

Seldon arqueó las cejas.

—¿Qué motivo podría tener para castigarte?

—Quizá querías castigarme porque me sentí atraído por el programa de igualdad entre sectores y mayor representación popular que defendía Joranum.

—No te culpo de ello. Son sugerencias muy atractivas, pero ya sabes que Joranum y los suyos sólo las usaban como forma de acumular poder. Después…

—Pero hiciste que le tendiera una trampa a pesar de que me sentía atraído por sus opiniones.

—Pedirte que lo hicieras no me resultó fácil —dijo Seldon.

—Y ahora pretendes que intente convertir en realidad el programa de Joranum sólo para demostrarme lo difícil que resulta esa tarea.

—¿Qué opinas, Dors? —preguntó Seldon volviéndose hacia Dors—. El chico me atribuye una especie de astucia indigna que nunca ha formado parte de mi personalidad.

—No estarás atribuyendo semejantes rasgos psicológicos a tu padre, ¿verdad? —dijo Dors, y el fantasma de una sonrisa aleteó en sus labios.

—No, la verdad es que no. En el curso ordinario de la vida no hay nadie que juegue más limpio que tú, papá, pero si tienes que hacerlo… Bueno, en ese caso sabes cómo hacer trampas con la baraja. ¿Acaso no es lo que esperas conseguir mediante la psicohistoria?

—De momento he conseguido muy pocas cosas con la psicohistoria —dijo Seldon con voz entristecida.

—Es una lástima. Sigo pensando que el problema de la intolerancia humana debe de tener una solución prehistórica.

—Quizá exista, pero si es así todavía no la he encontrado.

Cuando acabaron de cenar Seldon se volvió hacia su hijo.

—Bien, Raych, ahora tú y yo vamos a tener una pequeña charla.

—¿De veras? —exclamó Dors—. Supongo que eso quiere decir que no estoy invitada, ¿eh?

—Asuntos ministeriales, Dors.

—Tonterías ministeriales, Hari. Vas a pedirle al pobre chico que haga algo que yo no querría que hiciese.

—Te aseguro que no voy a pedirle nada que él no quiera hacer —replicó Seldon con firmeza.

—No te preocupes, mamá —dijo Raych—. Deja que papá y yo tengamos nuestra charla. Prometo que luego te lo contaré todo.

Dors puso los ojos en blanco.

—Alegaréis que eran «secretos de Estado», lo sé.

—De hecho, es justamente de lo que quiero charlar con Raych, y son secretos de primera magnitud —dijo Seldon—. Hablo en serio, Dors.

Dors se puso en pie y apretó los labios.

—No arrojes al chico a los lobos, Hari —dijo antes de salir de la habitación.

—Me temo que es exactamente lo que tendré que hacer, Raych —dijo Seldon en voz baja en cuanto Dors se hubo marchado—. Tendré que arrojarte a los lobos…

8

Estaban sentados uno frente al otro en el despacho privado de Seldon, su «lugar para pensar», como lo llamaba él. Allí había pasado un número incontable de horas luchando con las complejidades del gobierno imperial y trantoriano.

—¿Estás informado de las recientes averías en los servicios planetarios, Raych? —preguntó.

—Sí —dijo Raych—, pero recuerda que vivimos en un planeta bastante viejo, papá. Deberíamos evacuar a todo el mundo de aquí, extraer todos los sistemas del subsuelo, modificarlos con los últimos dispositivos regulados mediante ordenadores y hacer volver a la población…, o por lo menos a la mitad. Trantor estaría mucho mejor con sólo veinte mil millones de personas.

—¿Qué veinte mil millones escogerías? —preguntó Seldon sonriendo.

—Ojalá lo supiera —respondió Raych con expresión sombría—. El problema está en que no podemos poner el planeta patas arriba para cambiarlo todo y tenemos que conformarnos con ir haciendo remiendos.

—Sí, Raych, eso me temo, pero están ocurriendo algunas cosas bastante extrañas. Quiero que me eches una mano. Tengo ciertas ideas al respecto…

Sacó una esferita de su bolsillo.

—¿Qué es eso? —preguntó Raych.

—Es un mapa de Trantor meticulosamente programado. Raych, ¿querrías hacerme el favor de quitar todos estos trastos?

Seldon colocó la esfera en el centro de la mesa y puso su mano sobre un teclado incrustado en el brazo de su sillón. Pulsó un botón y las luces de la habitación se apagaron mientras la superficie de la mesa quedaba iluminada por una suave claridad de aproximadamente un centímetro de grosor. La esfera se acható, expandiéndose hasta los cantos del escritorio.

La luz se fue llenando de puntos oscuros que acabaron formando una forma definida.

—Es un mapa de Trantor —dijo Raych sorprendido unos treinta segundos después.

—Por supuesto. Es lo que te había dicho, ¿no? Pero no podrás comprarlo en ningún centro comercial de sector. Es uno de esos juguetitos con los que se distraen las fuerzas armadas. Podría presentar a Trantor como una esfera, pero una proyección plana mostrará de forma bastante más clara lo que quiero enseñarte.

—¿Qué quieres enseñarme, papá?

—Bueno, durante los últimos dos años ha habido muchas averías. El planeta es viejo, ciertamente, y tenemos que esperar que se produzcan averías, pero últimamente la frecuencia se ha incrementado y casi todas parecen responder a errores humanos.

—¿No te parece razonable?

—Sí, naturalmente… hasta cierto punto. Eso es cierto incluso en el caso de los terremotos.

—¿Terremotos? ¿En Trantor?

—Admito que Trantor es un planeta prácticamente asísmico…, lo cual es una suerte porque cubrir un mundo que va a temblar varias veces al año con una cúpula, no sería una idea muy práctica. Tu madre dice que una de las razones por las que Trantor se convirtió en capital imperial es que se trataba de un planeta geológicamente moribundo…, ésa es la poco «halagüeña» frase que utilizó. Pero que esté moribundo no implica que esté muerto. De vez en cuando sufre terremotos de pequeña intensidad, y durante los dos últimos años se han producido tres.

—No estaba enterado, papá.

—Muy pocas personas lo están. La cúpula no es una estructura de una sola pieza. Está compuesta por centenares de secciones, y cada una de ellas se puede alzar o entreabrir para descargar las tensiones en caso de terremoto. Cuando se produce un terremoto sólo dura de diez segundos a un minuto, y la abertura también dura muy poco. La cúpula se abre y se cierra tan deprisa que los trantorianos que están debajo ni siquiera se enteran. Son mucho más conscientes del ligero temblor y el tintineo de la cubertería que de la apertura y el cierre de la cúpula que tienen sobre sus cabezas y de la pequeña intrusión del clima exterior, sea cual sea en esos momentos.

—¿Eso es bueno, verdad?

—Debería serlo. Todo el proceso está controlado por ordenadores, naturalmente. El comienzo de un terremoto en cualquier punto del planeta activa los controles de apertura y cierre de esa sección de la cúpula, de forma que ésta se abre justo antes de que la vibración llegue a ser lo suficientemente importante para causar daños.

—Sigue pareciéndome un buen sistema.

—Pero en el caso de los tres terremotos de poca intensidad que se produjeron durante los dos últimos años, los controles de la cúpula fallaron repetidamente. La cúpula no llegó a abrirse y hubo que hacer reparaciones en cada caso. Requirieron algún tiempo y cierta cantidad de dinero, y entretanto, la eficiencia del control climático se alejó bastante del punto óptimo deseado. Bien, Raych, ¿qué posibilidades crees que hay de que el equipo fallara en las tres ocasiones?

—¿Pocas?

—Desde luego. Menos de una entre cien. Podemos suponer que alguien manipuló los controles antes de que se produjera el terremoto. Bien, aproximadamente una vez cada siglo se produce una filtración de magma, que resulta mucho más difícil de controlar…, no quiero pensar en los resultados si no se la detecta hasta que fuese demasiado tarde. Por suerte no ha ocurrido y no es probable que ocurra, pero quiero que pienses en lo que voy a decir. En este mapa se indica la localización de las averías que nos han creado problemas durante los dos últimos años, aparentemente atribuibles a un error humano, aunque ni en una sola ocasión hemos podido atribuirlas a una persona determinada.

—Eso se debe a que todo el mundo está muy ocupado cubriéndose las espaldas.

—Me temo que tienes razón. Es característico en todas las burocracias, y la de Trantor es la más numerosa que ha conocido la historia, pero volviendo a los sitios en los que se han producido las averías… ¿Qué opinas de esto?

El mapa se llenó de lucecitas rojas que parecían pústulas diminutas y que cubrían la superficie terrestre de Trantor.

—Bueno —dijo Raych cautelosamente—, parece que están repartidas de forma muy regular.

—Exacto…, y eso es lo que resulta tan interesante. Sería lógico esperar que las zonas más viejas de Trantor y las secciones de mayor tamaño tuviesen la infraestructura más anticuada y en peor estado, y que en ellas se produjera un aumento de acontecimientos que exigirían rápidas decisiones humanas y que, por tanto, crearían las condiciones de posibilidad de error humano. Voy a superponer sobre el mapa las secciones más antiguas de Trantor indicándolas con el color azul y te darás cuenta de que la frecuencia de averías no parece mayor en dichas zonas.

—¿Y bien?

—Raych, creo que significa que las averías están siendo provocadas deliberadamente y que son distribuidas para afectar al mayor número de personas posible, con el objeto de crear una insatisfacción general cada vez mayor.

—No me parece probable.

—¿No? Entonces fíjate en la distribución temporal de las averías.

Las zonas azules y los puntos rojos desaparecieron y, por unos momentos, el mapa de Trantor quedó en blanco hasta que las señales empezaron a aparecer y a desaparecer desordenadamente.

—Observa que tampoco hay agrupaciones temporales —dijo Seldon—. Se produce una avería, luego otra, otra y así sucesivamente… de forma casi tan regular como el tictac de un metrónomo.

—¿Crees que eso también es deliberado?

—Tiene que serlo. El causante de todo esto quiere obtener la mayor perturbación con el mínimo esfuerzo, por lo que provocar dos averías al mismo tiempo no serviría de nada ya que con una cancelaría parcialmente a la otra, tanto en las noticias como en la conciencia pública. Cada incidente debe quedar aislado de los demás para provocar la máxima agitación posible.

El mapa se apagó y las luces de la habitación volvieron a brillar. La esfera se encogió hasta recuperar su tamaño original y Seldon se la volvió a meter en el bolsillo.

—¿Quién puede ser el responsable? —preguntó Raych.

—Hace unos días recibí el informe de que se había producido un asesinato en el sector de Wye —dijo Seldon meditabundo.

—Eso no es nada raro —dijo Raych—. Wye es uno de los sectores realmente peligrosos de Trantor, pero aun así tiene que haber montones de crímenes al día.

—Centenares —dijo Seldon, y meneó la cabeza—. En algunos días especialmente violentos, el número de asesinatos acaecidos en todo Trantor se aproxima al millón, y lo habitual es que no haya muchas posibilidades de descubrir a todos los asesinos. Los muertos se limitan a entrar en las estadísticas, pero este crimen se salía de lo corriente. Se trataba de un hombre, y le habían acuchillado…, pero con muy poca habilidad. Cuando le encontraron aún estaba vivo, y tuvo tiempo de jadear una palabra antes de morir; esa palabra era «Jefe».

»Eso provocó cierta curiosidad y se le identificó. Trabajaba en Anemoria, y no sabemos qué estaba haciendo en Wye; pero un funcionario más diligente y concienzudo de lo habitual descubrió que era un veterano joranumita de los primeros tiempos de la organización. Se llamaba Kaspal Kaspalov, y se sabe que había sido uno de los hombres de confianza de Laskin Joranum. Ahora está muerto…, acuchillado.

Raych frunció el ceño.

—Papá, ¿sospechas que estamos ante otra conspiración joranumita? Ya no quedan muchos joranumitas.

—No hace mucho, tu madre me preguntó si creía que los joranumitas seguían actuando, y yo le dije que por rara e ilógica que sea cualquier creencia siempre conserva cierto número de seguidores, a veces durante siglos. Lo normal es que sean pocos…, pequeños grupos insignificantes a efectos prácticos. Pero… Supón que los joranumitas siguen disponiendo de una organización, que aún son relativamente fuertes, que son capaces de matar a un supuesto traidor… ¿Y si están causando todas estas averías como fase preliminar a la toma del poder?

—Es mucho suponer, papá.

—Ya lo sé, y puede que esté totalmente equivocado. El asesinato ocurrió en Wye, y da la casualidad de que las infraestructuras de Wye no han sufrido ninguna avería.

—¿Y eso qué demuestra?

—Podría demostrar que el centro de la conspiración se encuentra en Wye, que los conspiradores no quieren sufrir incomodidades y que las reservan para el resto de Trantor. También podría significar que todo esto no es obra de los joranumitas, sino de miembros de la familia Wyan que siguen soñando con volver a gobernar el Imperio.

—Oh, papá… Estás construyendo una teoría fantástica a partir de muy pocos datos.

—Lo sé. Pero supón que estamos ante otra conspiración joranumita. La mano derecha de Joranum era un hombre llamado Gambol Deen Namarti. No existe constancia de que haya muerto, tampoco de que se haya marchado de Trantor y no sabemos nada sobre su vida durante la última década, lo cual no resulta excesivamente sorprendente, claro. Después de todo, perder a una persona entre cuarenta mil millones resulta muy fácil… Hubo una época de mi vida en la que fue justo lo que intenté hacer. Naturalmente, Namarti puede haber muerto. Sería la explicación más sencilla, pero puede que no haya sido así.

—¿Qué vamos a hacer al respecto?

Seldon suspiró.

—El curso de acción más lógico sería acudir a las fuerzas de seguridad, pero no puedo hacerlo. No poseo la presencia de Demerzel. Él era capaz de intimidar a la gente para que hicieran lo que quería, pero yo soy incapaz de conseguirlo. Demerzel tenía una personalidad muy fuerte, y yo no soy más que un matemático. No tendría que ocupar el puesto de primer ministro. No estoy hecho para este cargo…, y no lo estaría desempeñando si no fuera porque el emperador está obsesionado con la psicohistoria y le tiene mucho más respeto del que realmente merece.

—Papá, ¿no te parece que estás siendo muy duro contigo mismo?

—Sí, supongo que sí. Pero me imagino acudiendo a las fuerzas de seguridad con todo lo que acabo de enseñarte en el mapa… —Señaló la vacía superficie del escritorio—. Me veo insistiendo en que existe una conspiración de naturaleza y consecuencias desconocidas, y en que corremos un gran peligro. Todos me escucharían con caras muy serias y en cuanto me hubiese marchado se echarían a reír, contarían chistes sobre «el matemático loco»…, y luego no harían nada.

—Bien, entonces… ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Raych volviendo al auténtico problema.

—Serás tú quien haga algo al respecto, Raych. Necesito más pruebas y quiero que las encuentres. Enviaría a tu madre, pero sé que no querrá separarse de mí por ninguna circunstancia, y en estos momentos no puedo abandonar el Palacio Imperial. Aparte de Dors y de mí mismo sólo confío en ti…, en realidad, confío más en ti que en Dors y en mí mismo. Aún eres joven y fuerte, eres un luchador de torsión heliconiana mucho mejor de lo que yo jamás llegué a ser, además de inteligente.

»Pero no quiero que pongas en peligro tu vida. Nada de heroísmos, nada de temeridades innecesarias, ¿comprendes? Si te ocurriera algo no podría mirar a tu madre a la cara… Limítate a descubrir lo que puedas. Quizá descubras que Namarti sigue vivo y en acción, o que ha muerto; quizá que los joranumitas siguen siendo un grupo activo, o agonizante; o quizá que la familia Wyan sigue actuando. Cualquiera de esas cosas resultaría interesante, pero no vital. Lo que quiero que descubras es si las averías sufridas por la infraestructura son provocadas por el hombre, como creo que ocurre, y lo más importante, en el caso de que sea así, qué otros planes tienen los conspiradores. Creo que deben haber planeado alguna acción más importante, y necesito saber en qué consistirá.

—¿Tienes alguna idea sobre cómo he de empezar a actuar? —preguntó Raych.

—Sí, Raych, la tengo. Quiero que acudas a la zona de Wye donde asesinaron a Kaspalov y, si puedes, que descubras si era un joranumita en activo y que intentes unirte a una célula joranumita.

—Quizá sea posible. Siempre puedo fingir que soy un viejo miembro del movimiento. Cuando Jo-Jo empezó yo era bastante joven, pero puedo decir que sus ideas me impresionaron profundamente. Eso se acerca bastante a la verdad, ¿no?

—Bueno… Sí, pero ese plan tiene un fallo importante. Podrías ser reconocido. Después de todo, eres el hijo del primer ministro, ¿no? Has aparecido en la holovisión de vez en cuando y te han hecho entrevistas en las que has expuesto tus opiniones sobre la igualdad entre sectores.

—Claro, pero…

—Nada de peros, Raych. Llevarás zapatos con suela gruesa para añadir tres centímetros a tu estatura y haremos que alguien te enseñe a modificar la forma de tus cejas, hacer que tu rostro resulte más rollizo y cambiar el timbre de tu voz.

Raych se encogió de hombros.

—Vamos a tomarnos muchas molestias para nada.

—Y —añadió Seldon con voz temblorosa—, te afeitarás el bigote.

Raych abrió mucho los ojos y tardó unos momentos en responder.

—¿Afeitarme el bigote? —murmuró por fin con una voz ronca.

—Tendrá que desaparecer. Sin el bigote nadie te reconocerá.

—Pero eso es imposible. No puedo hacerlo. Sería como cortarme el… Como la castración.

Seldon meneó la cabeza.

—No es más que una curiosidad cultural. Yugo Amaryl es tan dahlita como tú y no lleva bigote.

—Yugo está chiflado. Creo que sólo vive para sus matemáticas.

—Es un gran matemático y la ausencia de bigote no altera ese hecho. Además, no parece que afeitarse el bigote tenga nada que ver con la castración. Tu bigote volverá a crecer en dos semanas.

—¡Dos semanas! Necesitará dos años para estar tan…, tan…

Raych alzó una mano como si quisiera tapar su bigote y protegerlo.

—Raych, tienes que hacerlo —dijo Seldon de forma autoritaria—. Es un sacrificio necesario. Si actúas como espía con tu bigote podrías…, podrías salir malparado. No puedo correr ese riesgo.

—Antes prefiero la muerte —replicó apasionadamente Raych.

—No te pongas melodramático —dijo Seldon con voz severa—. No es cierto que prefieras morir y es algo que debes hacer. Pero… —y vaciló—. No le digas nada a tu madre. Yo me ocuparé de eso.

Raych contempló a su padre con una mezcla de enfado y frustración.

—Está bien, papá —dijo por fin en un tono casi desesperado.

—Haré que alguien se ocupe de supervisar tu disfraz y después irás a Wye en un reactor —dijo Seldon—. Anímate, Raych. Esto no es el fin del mundo…

Raych intentó sonreír y Seldon le vio marchar. La expresión de su rostro indicaba lo preocupado que estaba. Un bigote podía volver a crecer, pero perder a un hijo sería algo irreparable, y Seldon era muy consciente de que estaba enviando a Raych a una misión muy peligrosa.

9

Todos tenemos nuestras pequeñas ilusiones y Cleón —emperador de la galaxia, rey de Trantor y una larga lista de títulos que podían enumerarse en una interminable y sonora declamación ceremonial—, estaba convencido de que era una persona de gran espíritu democrático.

Cuando Demerzel (o, posteriormente, Seldon) le aconsejaban que no emprendiera determinada acción basándose en que sería considerada «tiránica» o «despótica», Cleón siempre se enfadaba.

Estaba seguro de que su carácter no contenía la más mínima inclinación a la tiranía o el despotismo. Quería actuar de forma decidida y tajante, nada más.

A menudo se refería con nostalgia a los tiempos en que los emperadores podían moverse libremente entre sus súbditos pero, naturalmente, la sucesión de golpes de Estado y asesinatos —consumados o no—, se había convertido en un lamentable hecho de la vida cotidiana, y el emperador se había visto obligado a renunciar al mundo.

Es muy dudoso que Cleón —quien nunca se había relacionado con la gente, salvo en condiciones muy restringidas y formales—, se hubiera sentido realmente a gusto en un encuentro improvisado con desconocidos, pero siempre imaginaba que disfrutaría mucho de él. Eso hizo que acogiera con nerviosa alegría la rara ocasión de hablar con un subordinado en los jardines, la posibilidad de sonreír y prescindir de la parafernalia del gobierno imperial durante unos minutos. Hacía que se sintiera muy democrático.

Por ejemplo, el jardinero del que le había hablado Seldon… Recompensarle por su lealtad y bravura, aunque fuese con tanto retraso, no sólo era lo correcto, sino que incluso podía considerarse un placer…, especialmente si lo hacía él mismo en vez de algún funcionario.

Cleón hizo los arreglos necesarios para hablar con el jardinero en la inmensa rosaleda, en plena floración. Cleón pensó que era el lugar perfecto pero, naturalmente, primero había que llevar al jardinero hasta su presencia. ¿El emperador esperando? No, eso era impensable. Ser democrático era una cosa, la molestia de tener que esperar era otra muy distinta.

El jardinero le esperaba entre los rosales. Tenía los ojos muy abiertos, y le temblaban los labios. Cleón pensó que cabía la posibilidad de que nadie le hubiese explicado la razón exacta de aquel encuentro. Bueno, le tranquilizaría de la forma más afable y paternal posible…, pero un instante después se dio cuenta de que no se acordaba de su nombre.

Cleón se volvió hacia uno de los funcionarios que le acompañaban.

—¿Cómo se llama el jardinero?

—Mandell Gruber, Alteza. Lleva treinta años siendo jardinero.

El emperador asintió.

—Ah, Gruber —dijo—. Me alegra mucho conocer a un jardinero tan hábil y diligente.

—Alteza… —farfulló Gruber mientras le castañeteaban los dientes—. No soy hombre de muchos talentos, pero siempre intento esforzarme al máximo en el servicio de Vuestra Majestad.

—Naturalmente, naturalmente —dijo el emperador.

Cleón se preguntó si el jardinero pensaría que estaba siendo sarcástico. Los hombres de clases inferiores no poseían los sentimientos y emociones delicadas que acompañaban a los buenos modales, y eso siempre dificultaba cualquier intento de comportarse democráticamente con ellos.

—Mi primer ministro me ha hablado de la lealtad con que acudiste en su ayuda en cierta ocasión, y de tu habilidad en el cuidado de los jardines —dijo Cleón—. El primer ministro también me ha contado que sois muy buenos amigos.

—Alteza, el primer ministro siempre es muy amable conmigo, pero sé cuál es mi sitio. Nunca le hablo a menos que él me dirija la palabra primero.

—Perfecto, Gruber. Eso demuestra que has sido bien educado, pero el primer ministro, al igual que yo mismo, es un hombre de impulsos democráticos y confía en su capacidad para juzgar a las personas.

Gruber le hizo una gran reverencia.

—Bien, Gruber —dijo el emperador—, como ya sabes el jefe de jardineros Malcomber es bastante anciano y desea retirarse. Las responsabilidades del puesto se están volviendo demasiado pesadas para él.

—Alteza, el jefe de jardineros es muy respetado por todos nosotros. Espero que pueda seguir en su cargo durante muchos años para que todos podamos acudir a él y beneficiarnos de su sabiduría y buen juicio.

—Muy bien dicho, Gruber —replicó el emperador con expresión distraída—, pero todo eso no es más que palabrería. El paso de los años no perdona, y Malcomber ya no posee la fortaleza física y agudeza mental necesarias para ocupar un puesto semejante. Él mismo ha solicitado abandonarlo antes de final de año y he accedido a sus deseos. Sólo falta encontrar un sustituto.

—Oh, Alteza, en este inmenso recinto hay cincuenta hombres y mujeres que podrían ocupar el cargo de jefe de jardineros.

—Sí, lo supongo —dijo el emperador—, pero te he escogido a ti.

El emperador obsequió al jardinero con una sonrisa benevolente. Éste era el momento que había esperado. Cleón estaba seguro de que Gruber caería de rodillas en un éxtasis de gratitud.

Pero no lo hizo, y el emperador frunció el ceño.

—Alteza, es un honor excesivo para mí —dijo Gruber.

—Tonterías —dijo Cleón, algo ofendido al ver que se cuestionaba su decisión—. Es hora de que se reconozcan tus virtudes. Ya no tendrás que soportar las inclemencias del tiempo durante todas las estaciones del año. Ocuparás el magnífico despacho del jefe de jardineros que haré redecorar para ti, y podrás traer a tu familia a sus aposentos… Tienes familia, ¿verdad, Gruber?

—Sí, Alteza, una esposa y dos hijas. Y un yerno.

—Estupendo. Estarás muy cómodo y disfrutarás de tu nueva existencia, Gruber. Trabajarás debajo de un techo a salvo de la intemperie, como corresponde a un auténtico trantoriano, Gruber.

—Alteza, os ruego que toméis en consideración el hecho de que nací y me crié en Anacreonte y…

—Ya lo he tomado en consideración, Gruber. Para el emperador todos los planetas son iguales. Es mi voluntad. El nuevo trabajo es justo lo que mereces.

El emperador asintió con la cabeza y se alejó. Cleón había quedado muy satisfecho con la última exhibición de benevolencia. Naturalmente, le habría gustado que el jardinero mostrara un poco más de gratitud y entusiasmo, pero por lo menos había resuelto el problema.

Ocuparse de aquel problema resultaba más sencillo que resolver el del deterioro de la infraestructura.

En un momento de cólera Cleón había propuesto ejecutar de inmediato al responsable de cada avería, siempre que fuese identificable.

—Unas cuantas ejecuciones y nos sorprenderemos de la atención y el cuidado que todos pondrán en el trabajo.

—Alteza —había dicho Seldon—, me temo que semejante conducta despótica no produciría el resultado que deseáis. Probablemente obligaría a los trabajadores a declararse en huelga, y si pretendierais su vuelta al trabajo mediante el uso de la fuerza, se produciría una insurrección; por otro lado, sería inútil sustituirles por soldados, porque no sabrían manejar la maquinaria, así que las averías se volverían mucho más frecuentes.

No era de extrañar que Cleón hubiera aprovechado la ocasión de nombrar un nuevo jefe de jardineros.

En cuanto a Gruber, contempló alejarse al emperador sintiendo un escalofrío del más puro horror imaginable. Le arrebatarían la libertad de los espacios abiertos condenándole a una prisión de cuatro paredes, pero… ¿Quién podía ir en contra de los deseos del emperador?

10

Raych se volvió con expresión sombría hacia el espejo que había en la habitación del hotel (no era ninguna maravilla, pero se suponía que Raych no tenía muchos créditos), y se contempló. Lo que veía no le gustaba nada. Su bigote había desaparecido; sus patillas habían perdido bastante longitud y le habían recortado la cabellera tanto atrás como a los lados.

Parecía…, parecía como si le hubiesen desplumado.

No, peor aún. Todos aquellos cambios faciales habían sustituido su cara por la de un bebé.

Estaba horroroso.

Hasta el momento no había hecho ningún progreso. Seldon le había entregado el informe sobre la muerte de Kaspal Kaspalov, redactado por las fuerzas de seguridad, y Raych lo había estudiado. No decía gran cosa, sólo que Kaspalov había sido asesinado y que los agentes de seguridad locales no habían descubierto nada importante en relación con el asesinato y, de todas formas, parecía evidente que para los agentes de seguridad de Wye el asesinato tenía muy poca o ninguna importancia.

Eso no resultaba sorprendente. Durante el último siglo el índice de criminalidad había subido considerablemente en muchos mundos, especialmente en el complejísimo mundo de Trantor, de manera que los agentes de seguridad no parecían hacer nada para resolver el problema. De hecho, la eficiencia y el número de las fuerzas de seguridad había disminuido considerablemente en todo el Imperio y (aunque eso resultaba difícil de demostrar) se habían vuelto bastante más corruptas que en el pasado. Los sueldos se negaban a subir tan deprisa como el coste de la vida, lo cual parecía convertir a la corrupción en un mal inevitable, para que los funcionarios siguieran siendo honrados había que pagarles bien, de lo contrario ellos mismos se encargarían de complementar sus inadecuados sueldos con otra clase de ingresos.

Seldon llevaba años predicando inútilmente esa doctrina. No había forma de aumentar los sueldos sin aumentar los impuestos, y la población no estaba dispuesta a aceptar un nuevo aumento. Al parecer prefería perder diez veces esa cifra de créditos pagando sobornos.

Seldon le dijo que todo aquello formaba parte del deterioro general de la sociedad imperial producido en los dos últimos siglos.

«Bien —se preguntó Raych—, ¿qué voy a hacer?» Estaba en el hotel donde había vivido Kaspalov los días inmediatamente anteriores al asesinato. En algún lugar del hotel podría haber alguien relacionado con el asesinato…, o que conociera a alguien que tuviera algo que ver con él.

Raych pensó que debía hacerse notar. Debía mostrar interés por la muerte de Kaspalov, y en cuanto llevara algún tiempo haciéndolo lo, alguien se interesaría por él y se pondría en contacto. Era peligroso, pero si conseguía dar la impresión de que era lo suficientemente inofensivo quizá no le atacarían de inmediato.

Bueno…

Raych miró la hora. El bar estaría lleno de personas que disfrutaban de un aperitivo antes de la cena. Raych pensó que haría lo mismo en espera de acontecimientos…, suponiendo que tuviese que ocurrir algo.

11

En algunos aspectos Wye podía ser francamente puritano. (En realidad era algo compartido por todos los sectores, dependiendo únicamente del distinto nivel de rigidez.) En Wye las bebidas eran no alcohólicas, pero las sustancias sintéticas habían sido diseñadas para producir otro tipo de estimulaciones. Raych no estaba acostumbrado a su sabor y descubrió que no le gustaban, así que bebería lentamente mientras observaba el entorno.

Una joven sentada a varias mesas de distancia se fijó en él, y Raych se dio cuenta de que le resultaba difícil apartar la mirada de ella. La joven era bastante atractiva, y al parecer el puritanismo no afectaba todas las costumbres de Wye.

Tras unos momentos, la joven le sonrió y se puso en pie. Fue hacia la mesa de Raych mientras él la observaba con expresión pensativa, lamentando no poder permitirse una aventura amorosa.

La joven se quedó inmóvil delante de su mesa, le miró y se deslizó ágilmente en la silla contigua.

—Hola —dijo—. No tienes cara de ser cliente habitual.

Raych sonrió.

—No lo soy. ¿Conoces a todos los habituales?

—Más o menos —dijo ella sin incomodarse—. Me llamo Manella. ¿Y tú?

Raych cada vez lamentaba más estar allí en misión secreta. Manella era más alta que él sin sus zapatos especiales —algo que Raych siempre había considerado muy atractivo—, tenía la tez blanca como la leche y una larga melena ondulada con reflejos rojizos. Su atuendo no era demasiado chillón y, de haberse esforzado, podría haber pasado por una mujer respetable de clase relativamente acomodada.

—Mi nombre no importa —dijo Raych—. No tengo muchos créditos.

—Oh. Qué lástima. —Manella torció el gesto—. ¿Y no puedes conseguir unos cuantos?

—Me encantaría. Necesito un trabajo. ¿Sabes de alguno?

—¿Qué clase de trabajo?

Raych se encogió de hombros.

—No tengo experiencia en nada que sea complicado, pero no soy orgulloso.

Manella le contempló con expresión pensativa.

—Voy a decirte algo, Sr. Sin Nombre. A veces no cobro ni un crédito.

Raych se quedó perplejo. Había tenido bastante éxito con las mujeres, pero siempre con su bigote…, ah, su bigote. ¿Qué podía haber visto aquella chica en su rostro de bebé?

—Bueno, yo también voy a decirte algo —replicó—. Un amigo mío estuvo viviendo aquí hace un par de semanas y no consigo encontrarle. Has dicho que conoces a todos los habituales, así que quizá le conozcas. Se llama Kaspalov. —Alzó un poco el tono de voz—. Kaspal Kaspalov.

Manella le lanzó una mirada totalmente inexpresiva y meneó la cabeza.

—No conozco a nadie con ese nombre.

—Lástima. Era joranumita, como yo. —Una nueva mirada inexpresiva—. ¿Sabes qué es un joranumita?

Manella meneó la cabeza.

—No. He oído esa palabra, pero no sé qué significa. ¿Es alguna clase de profesión?

Raych intentó disimular su desilusión.

—Resultaría demasiado largo de explicar —dijo.

La frase pareció una despedida, y tras unos momentos de incertidumbre, Manella se puso en pie y se alejó. No sonrió, y Raych estaba un tanto sorprendido de que se hubiera quedado tanto tiempo en su mesa.

(Bueno, Seldon siempre había insistido en que Raych poseía la capacidad de inspirar afecto…, pero Raych estaba seguro de que una chica que se ganaba la vida como Manella sería prácticamente inmune a su don. Para aquellas mujeres lo único importante eran los créditos.)

Siguió con la mirada a Manella sin darse cuenta, hasta que se detuvo en otra mesa ocupada por un hombre solo. Era de mediana edad, tenía el cabello de color amarillo y peinado hacia atrás. Se había afeitado meticulosamente pero su mentón era demasiado prominente y Raych pensó que no le habría quedado mal una barba.

Al parecer Manella no tuvo más suerte, y se alejó después de intercambiar unas cuantas palabras con él. Sin embargo, Raych estaba seguro de que Manella no debía de encontrarse con demasiados fracasos. Indudablemente era muy deseable.

Sin quererlo, se encontró pensando en qué habría ocurrido si hubiese podido…, y un instante después se dio cuenta de que ya no estaba solo en la mesa. Esta vez su compañía era masculina y, de hecho, era el hombre con el que acababa de hablar Manella. Raych había estado tan absorto en sus pensamientos que el hombre pudo acercarse a él sin ser visto y cogerle por sorpresa, lo que le asombró. No podía permitir aquel tipo de distracciones.

El hombre le contempló con cierto brillo de curiosidad en los ojos.

—Hace unos momentos estabas hablando con una amiga mía.

Raych tuvo que sonreír.

—Es una chica muy afable.

—Sí, lo es, y también es muy buena amiga mía. No pude evitar oír lo que le dijiste.

—No creo que dijera nada que no debiera haber dicho.

—Desde luego que no, pero dijiste que eras joranumita.

Raych sintió que el corazón le daba un vuelco. Bien, así que la revelación que le había hecho a Manella había dado en el blanco, después de todo… Para ella no había significado nada, pero para su «amigo» sí parecía tener algún significado.

¿Estaría en el buen camino…, o solamente se había metido en un lío?

12

Raych hizo cuanto pudo para evaluar a su nuevo acompañante sin permitir que su rostro perdiera la expresión de ingenuidad. El recién llegado tenía los ojos verdes, la mirada penetrante y despierta, y la mano derecha que había apoyado sobre la mesa estaba apretada amenazadoramente en forma de puño.

Raych le observó en silencio con los ojos muy abiertos y esperó.

—Dijiste que eras joranumita —repitió el hombre.

Raych intentó parecer inquieto. No le resultó demasiado difícil.

—Oiga, señor, ¿por qué le interesa tanto?

—Porque creo que no eres lo bastante mayor.

—Soy lo bastante mayor. Vi casi todos los discursos de Joranum en la holovisión.

—¿Puedes repetirlos?

Raych se encogió de hombros.

—No, pero capté la idea básica.

—No todo el mundo sería capaz de confesar que es joranumita tan abiertamente. Tienes que ser un joven muy valiente… A algunas personas no les gustan mucho los joranumitas, ¿sabes?

—Me han dicho que en Wye hay montones de ellos.

—Es posible. ¿Viniste aquí por eso?

—Estoy buscando trabajo. Pensé que otro joranumita quizá me ayudaría a encontrarlo.

—En Dahl también hay joranumitas. ¿De dónde eres?

Sin duda alguna había reconocido el acento de Raych. No había forma de ocultarlo.

—Nací en Millimaru —dijo Raych—, pero crecí en Dahl.

—¿Y qué hiciste allí?

—No gran cosa. Fui algún tiempo a la escuela.

—¿Y por qué eres joranumita?

Raych decidió que había llegado el momento de mostrar un poco de pasión. No podía haber vivido en un sector tan pobre e injustamente discriminado como Dahl sin tener razones obvias para ser joranumita.

—Porque creo que el gobierno imperial debería ser más representativo, con mayor participación popular y más igualdad entre los sectores y los mundos —dijo—. ¿Acaso hay alguien con cerebro y agallas que no piense así?

—¿Quieres que desaparezca la figura del emperador?

Raych tardó un poco en contestar. Lanzar discursos subversivos no le traería problemas, pero cualquier afirmación obviamente antiimperial significaba ir más allá de lo permitido.

—No he dicho eso —murmuró por fin—. No estoy en contra del emperador, pero gobernar todo un Imperio es excesivo para un hombre solo.

—No se trata de un hombre solo. Existe toda una burocracia imperial. ¿Qué opinas de Hari Seldon, el primer ministro?

—No tengo ninguna opinión. No sé nada de él.

—Lo único que sabes es que la gente tendría que estar más representada en el gobierno, ¿verdad?

Raych permitió que sus rasgos adoptaran una expresión confusa.

—Eso es lo que decía Jo-Jo Joranum. No sé cómo se llama… En una ocasión oí que alguien lo llamaba «democracia», pero no sé qué significa esa palabra.

—La democracia se ha intentado poner en práctica en algunos mundos. Algunos lo siguen intentando, pero que yo sepa esos mundos no están mejor gobernados que los demás. Así que eres un demócrata, ¿eh?

—¿Es así como lo llama? —Raych dejó que su cabeza se inclinara sobre su pecho como si estuviera sumido en una profunda meditación—. Me siento mejor diciendo que soy joranumita.

—Claro, como dahlita…

—Viví allí un tiempo, nada más.

—… estás a favor de la igualdad y ese tipo de cosas. Los dahlitas son un grupo oprimido, y es natural que piensen así.

—He oído comentar que en Wye hay mucha gente que piensa como Joranum, y ellos no están oprimidos.

—La razón es distinta. Los antiguos alcaldes de Wye siempre quisieron ser emperadores. ¿Lo sabías?

Raych meneó la cabeza.

—Hace dieciocho años la alcaldesa Rashelle estuvo a punto de conseguirlo —dijo el hombre—. Los habitantes de Wye son rebeldes, cierto, pero están más en contra de Cleón que a favor de Joranum.

—No sé nada de todo eso —dijo Raych—. No estoy en contra del emperador.

—Pero estás a favor de la representación popular, ¿verdad? ¿Crees que alguna clase de asamblea democrática podría gobernar el Imperio Galáctico sin quedar paralizada por el politiqueo y las continuas disputas entre las distintas facciones?

—Perdone, pero… —murmuró Raych—. No le he entendido.

—¿Crees que un gran número de personas podría tomar decisiones urgentes cuando se presentara una emergencia? ¿O crees que se limitarían a discutir sentados?

—No lo sé, pero no me parece justo que unas pocas personas decidan el destino de todos los mundos.

—¿Estás dispuesto a luchar por tus creencias o te conformas con hablar de ellas?

—Nadie me ha pedido que luche por ellas —dijo Raych.

—Imagínate que alguien lo hiciera. ¿Qué importancia le das a tus creencias democráticas…, o a tu filosofía joranumita?

—Lucharía por ellas…, si creyera que eso iba a servir de algo.

—Un chico valiente… Así que has venido a Wye para luchar por tus creencias, ¿eh?

—No —dijo Raych, como si se sintiera muy incómodo—. No puedo decir que haya venido aquí por eso… He venido a buscar trabajo, señor. Encontrar trabajo en estos tiempos resulta muy difícil, y apenas me quedan créditos. Hay que vivir, ¿no?

—Estoy de acuerdo. ¿Cómo te llamas?

La pregunta fue formulada de forma muy brusca, pero Raych estaba preparado para responder.

—Planchet, señor.

—¿Nombre o apellido?

—Que yo sepa es mi único nombre, señor.

—No tienes dinero y supongo que apenas tendrás educación, ¿no?

—Me temo que no.

—¿Tienes experiencia en alguna clase de trabajo especializado?

—No he trabajado mucho, pero estoy dispuesto a hacerlo.

—De acuerdo, Planchet, te explicaré lo que vamos a hacer… —El hombre sacó un pequeño triángulo blanco de su bolsillo y lo presionó para editar un mensaje en él. Después lo frotó con el pulgar congelando el mensaje—. Te diré adónde has de ir. Lleva esto contigo y quizá te conseguirá un trabajo.

Raych aceptó la tarjeta y la observó. Las señales parecían despedir un brillo fluorescente, pero no consiguió descifrarlas.

—¿Y si creen que la he robado? —preguntó lanzando una mirada recelosa al hombre.

—No se puede robar. Está marcada con mi signo, y ahora contiene tu nombre.

—¿Y si me preguntan quién es usted?

—No lo harán. Les dirás que andas buscando trabajo. Es una oportunidad, ¿eh? ¿Qué te parece? No te garantizo que salga bien, pero te ofrezco una oportunidad. —Le entregó otra tarjeta—. Éste es el sitio al que tienes que ir.

Raych sí pudo leer la segunda tarjeta.

—Gracias —farfulló.

El hombre movió la mano indicándole que ya podía marcharse. Raych se puso en pie y se fue…, y se preguntó en qué lío se estaría metiendo.

13

Arriba y abajo. Arriba y abajo. Arriba y abajo.

Gleb Andorin observaba a Gambol Deen Namarti, quien no paraba de recorrer la habitación. Sus emociones eran tan terriblemente intensas que le impedían permanecer sentado.

«No es el hombre más inteligente del Imperio y ni siquiera del movimiento —pensó Andorin—, no es el más astuto y, desde luego, no es el que piensa de forma más racional. Siempre hay que frenarle para que no vaya demasiado lejos, pero posee un ímpetu que los demás no tenemos. Nosotros seríamos capaces de abandonar y rendirnos, pero él jamás. Es de los que harían cualquier cosa por conseguir su objetivo… Bueno, puede que necesitemos a alguien así. Debemos contar con alguien así o nunca triunfaremos.»

De pronto, Namarti se detuvo como si hubiera sentido la presión de los ojos de Andorin clavados en su espalda.

—Si estás pensando en soltarme otro sermón sobre Kaspalov olvídalo —dijo girando sobre sí mismo.

Andorin se encogió levemente de hombros.

—¿Por qué he de molestarme en soltarte sermones? Ya está hecho. El daño, si es que lo hubo, también está hecho.

—¿Qué daño, Andorin? ¿De qué daño estás hablando? Si no lo hubiese hecho sí que habríamos sufrido un grave daño. Ese hombre estaba a punto de convertirse en un traidor. Un mes más y habría ido corriendo a…

—Lo sé. Estaba allí y escuché lo que dijo.

—Entonces comprenderás que no había alternativa. No había otra alternativa… No pensarás que disfruté matando a un viejo camarada, ¿verdad? No tuve elección.

—Muy bien. No tuviste elección.

Namarti reanudó su ir y venir por la habitación, pero se volvió de nuevo hacia Andorin pasados unos momentos.

—Andorin, ¿crees en los dioses?

Andorin le miró fijamente.

—¿En qué?

—En los dioses.

—No había oído nunca esa palabra. ¿Qué son?

—No es una palabra del idioma galáctico —dijo Namarti—. Influencias sobrenaturales… ¿Qué me dices de eso?

—Oh, influencias sobrenaturales… ¿Por qué no usaste esas palabras desde el principio? Por definición, algo es sobrenatural si existe fuera de las leyes de la Naturaleza y no hay nada que pueda existir fuera de esas leyes. ¿Te estás convirtiendo en un místico?

Andorin formuló la pregunta en el tono de quien está bromeando, pero la repentina preocupación que se apoderó de él hizo que entrecerrara los ojos.

Namarti le obligó a bajar la vista. Aquel par de ojos llameantes eran capaces de hacer bajar la vista a cualquiera.

—No digas estupideces. He estado leyendo algunas cosas sobre ellas. Trillones de personas creen en las influencias sobrenaturales.

—Ya lo sé —dijo Andorin—. Es algo que siempre ha ocurrido.

—La gente ha creído en ellas desde el comienzo de la historia. La palabra «dioses» es de origen desconocido. Al parecer es un residuo de algún lenguaje primigenio del que ya no queda otro rastro. ¿Sabes cuántas variedades de creencias en dioses existen?

—Yo diría que aproximadamente tantas como variedades de idiotas existen entre la población galáctica.

Namarti ignoró su observación.

—Algunas personas creen que la palabra se remonta a una época en la que toda la Humanidad vivía en un solo planeta.

—Lo cual ya es un concepto mitológico. Es una idea tan irracional y fantasiosa como la de las influencias sobrenaturales… Ese planeta en el que se originó la Humanidad no ha existido nunca.

—Tuvo que existir, Andorin —dijo Namarti con cierta irritación—. Los seres humanos no pueden haber evolucionado en distintos mundos para acabar formando una sola especie.

—Aun así, a efectos prácticos ese mundo original no existe. No se lo puede localizar ni tampoco definir, por lo que no se puede hablar de él de forma racional y lógica. A efectos prácticos no existe.

—Se supone que esos dioses protegen a la Humanidad y cuidan de ella o, por lo menos, que cuidan de esas partes de la Humanidad que saben cómo utilizarlos —dijo Namarti siguiendo con su línea de razonamiento—. Cuando existía un solo mundo tiene sentido suponer que los dioses estuvieran especialmente interesados en proteger ese planeta minúsculo con tan poca población, ¿no? Cuidarían de su mundo como si fuera un niño pequeño y ellos fuesen sus hermanos mayores…, o sus padres.

—Qué detalle por su parte… Me gustaría ver cómo se las arreglarían con todo el Imperio.

—¿Y si pudieran hacerlo? ¿Y si fuesen infinitos?

—¿Y si el Sol se helara? ¿De qué sirve recurrir a los «y si»?

—Me limito a especular, ¿entiendes? ¿Nunca has dejado que tu mente vagara libremente? ¿Es que necesitas atarlo todo con una correa?

—Creo que la correa sirve para evitar riesgos. Bien, jefe, ¿qué ha dicho tu mente después de vagabundear un rato?

Namarti fulminó con la mirada a su interlocutor como si sospechara que estaba siendo sarcástico, pero el rostro de Andorin seguía mostrándose tan afable y jovial como de costumbre.

—Lo que dice mi mente es que si los dioses existen deben de estar de nuestro lado —dijo Namarti.

—Maravilloso…, si fuese verdad. ¿Dónde están las pruebas?

—¿Las pruebas? Sin los dioses no sería más que una coincidencia, supongo, pero seguiría siendo una coincidencia muy útil.

Namarti bostezó y se sentó. Parecía exhausto.

«Bien —pensó Andorin—. Su mente por fin se ha agotado y puede que empiece a decir algo con un poco de sentido…»

—Todo el asunto del deterioro interno de la infraestructura… —dijo Namarti en un tono de voz mucho más bajo que el que había utilizado hasta entonces.

—Jefe, creo que Kaspalov tenía parte de razón en eso —le interrumpió Andorin—. Cuanto más tiempo sigamos provocando averías más posibilidades habrá de que las fuerzas imperiales descubran qué las está causando. Tarde o temprano, el programa acabará por estallarnos en la cara.

—Todavía no. De momento las explosiones sólo afectan al rostro imperial. Hay tanta inquietud en Trantor que puedo sentirla… —Alzó las manos y movió los dedos frotándolos unos con otros—. Sí, puedo sentirla, y casi hemos terminado con esta fase… Estamos listos para dar el próximo paso.

Los labios de Andorin formaron una sonrisa carente de alegría.

—No pido detalles, jefe. Kaspalov lo hizo y sabemos lo que le costó. No soy Kaspalov.

—Justamente el que no seas Kaspalov me permite revelártelos…, eso y el hecho de conocer algo que ignoraba entonces.

—Supongo que planeas una incursión en el mismísimo recinto imperial —dijo Andorin, sin creer del todo en lo que había dicho.

Namarti levantó la mirada.

—Por supuesto. ¿Qué otra cosa queda por hacer? Pero el problema es cómo lograr una penetración realmente efectiva… Tengo fuentes de información, pero no son más que espías. Necesitaré disponer de hombres de acción.

—Introducir hombres de acción en el lugar mejor protegido y vigilado de toda la galaxia no resultará fácil.

—Claro que no. Es lo que me ha causado un insoportable dolor de cabeza hasta ahora…, hasta que los dioses decidieron intervenir.

—Creo que no necesitamos embarcarnos en una discusión metafísica —dijo Andorin en el tono de voz más amable de que fue capaz (necesitaba toda su fuerza de voluntad para ocultar su disgusto)—. ¿Qué ha ocurrido… dejando a los dioses a un lado?

—He sido informado de que el emperador Cleón I, Su Graciosa Majestad Por Siempre Amada y Alabada, ha decidido nombrar un nuevo jefe de jardineros. Será el primer cambio en el cargo desde hace casi un cuarto de siglo.

—¿Y qué si es así?

—¿No ves ningún significado en ello?

Andorin pensó durante unos momentos.

—Me temo que tus dioses no me han incluido entre sus favoritos. No alcanzo a ver ningún significado.

—Andorin, cuando nombras un nuevo jefe de jardineros la situación subsiguiente es la misma que se produce con un nuevo administrador de cualquier otro tipo…, la misma que si se tratara de un nuevo primer ministro o un nuevo emperador. El nuevo jefe de jardineros querrá cambiar de personal. Obligará a jubilarse a quienes considere ramas muertas y contratará centenares de jardineros más jóvenes.

—Es posible.

—Más aún, es seguro. Es exactamente lo que ocurrió cuando el actual jefe de jardineros ocupó el cargo, y lo mismo que ocurrió cuando se nombró a su predecesor y al que le precedió. Centenares de desconocidos de los mundos exteriores…

—¿Por qué de los mundos exteriores?

—Utiliza el cerebro…, si es que tienes algo digno de ser llamado así, Andorin. ¿Qué pueden saber los trantorianos de jardinería si toda su vida transcurre debajo de una cúpula cuidando macetas, zoos, cosechas de cereales y frutas cuidadosamente controladas? ¿Qué saben de la vida en los espacios abiertos?

—Ahhh… Ahora lo entiendo.

—Habrá una auténtica oleada de desconocidos. Supongo que serán meticulosamente investigados, pero no sometidos a un interrogatorio tan duro como el que sufrirían si fuesen trantorianos; estoy seguro de que eso significa que podremos infiltrar a algunos de nuestros hombres, provistos de documentos de identidad falsos, en el recinto imperial. Aunque algunos sean descubiertos, es posible que otros superen la investigación…, tienen que conseguirlo. Nuestros hombres entrarán en el recinto a pesar del dispositivo de seguridad superreforzado que se creó a raíz del fracasado golpe de estado contra el entonces recién nombrado primer ministro Seldon. —Namarti casi escupió el nombre, tal y como hacía siempre—. Por fin tendremos nuestra oportunidad…

Andorin se sintió mareado, como si hubiera caído en un torbellino que no paraba de dar vueltas.

—Quizá pueda parecer extraño que lo diga, jefe, pero puede que haya algo de verdad en todo ese asunto de los «dioses», porque hace tiempo que quería decirte algo que parece encajar a la perfección con tu plan.

Namarti le contempló con suspicacia y sus ojos recorrieron la habitación como si de pronto temiera por su seguridad. Eran temores infundados. La habitación se encontraba en el centro de un viejo complejo residencial, y estaba muy bien protegida. Nadie podía escuchar su conversación en aquella estancia imposible de localizar, y nadie hubiese podido atravesar las capas de protección que le proporcionaban miembros leales de la organización.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Namarti.

—He encontrado a un hombre que puede resultar útil. Es joven, y bastante ingenuo. Muy cordial es la clase de persona en la que tienes la sensación de que puedes confiar apenas le ves. Un rostro muy franco, ojos sinceros… Ha vivido en Dahl; es un entusiasta defensor de la igualdad; cree que Joranum es lo más grande que ha salido de Dahl después de los cocoteros, y estoy seguro de que no nos costará mucho convencerle de que haga cualquier cosa por la causa.

—¿Por la causa? —dijo Namarti. Las palabras de Andorin no habían conseguido disipar sus sospechas—. ¿Es uno de los nuestros?

—Bueno, la verdad es que no es de nada ni de nadie… Tiene algunas ideas bastante vagas en la cabeza, y cree que Joranum pretendía la igualdad entre los sectores.

—Sí, ése era el gran atractivo de su programa.

—Y también del nuestro, pero ese chico se lo ha creído. Habla de la igualdad y la participación popular en el gobierno. Incluso usó la palabra «democracia».

Namarti soltó una risita.

—En veinte mil años la democracia nunca se ha utilizado durante mucho tiempo sin que acabara cayéndose a pedazos.

—Sí, pero eso no es asunto nuestro. Es lo que impulsa a ese joven, jefe. Te aseguro que supe que habíamos encontrado nuestra herramienta apenas le vi, pero no tenía ni idea de cómo utilizarla. Ahora lo sé. Podemos introducirle en el recinto imperial haciéndole pasar por jardinero.

—¿Cómo? ¿Sabe algo de jardinería?

—No, estoy seguro de que no. Nunca ha tenido un empleo, salvo trabajos no especializados. Ahora está manejando un cargador y creo que tuvieron que enseñarle, pero bastará con que sepa cómo sostener unas tijeras de podar para que podamos introducirlo allí en calidad de ayudante de jardinero…, y entonces por fin lo tendremos.

—¿Qué tendremos?

—Tendremos a alguien que podrá aproximarse a quien queramos sin provocar la mínima sospecha, acercándose lo bastante para actuar. Insisto en que emite algo así como un aura de estupidez honorable, una especie de virtud atontada que inspira confianza.

—¿Y hará lo que le ordenamos?

—Todo lo que le ordenemos.

—¿Cómo conociste a esa persona?

—Bueno, no fui yo quien la localizó en primer lugar… Fue Manella.

—¿Quién?

—Manella, Manella Dubanqua.

—Oh, esa amiga tuya…

El rostro de Namarti se frunció en una mueca de evidente desaprobación.

—Es amiga de mucha gente —dijo Andorin con una sonrisa de tolerancia—. Ésa es una de las cosas que le convierten en alguien tan útil… Puede juzgar a un hombre al instante con muy pocos datos en los que basarse. Habló con ese joven porque se sintió atraída hacia él nada más verle, y te aseguro que Manella no es de las que se sienten atraídas con facilidad, por lo que puedes imaginar que se sale de lo corriente. Habló con el chico…, por cierto, se llama Planchet…, y luego me dijo: «Tengo a alguien de primera para ti, Gleb.» Si hay alguien que sepa juzgar a la gente es Manella, jefe, y confío en ella.

—¿Y qué crees que haría tu maravillosa herramienta moviéndose por los jardines imperiales, Andorin? —preguntó Namarti con una sonrisa astuta.

Andorin tragó una honda bocanada de aire.

—¿Qué va a hacer? Si lo preparamos todo nos librará de nuestro querido emperador Cleón, primero de ese nombre.

La ira se adueñó del rostro de Namarti.

—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Por qué acabar con Cleón? Es nuestro asidero para llegar al gobierno, la fachada detrás de la que podemos gobernar. Nuestro pasaporte a la legitimidad. ¿Es que no tienes ni un gramo de cerebro? Le necesitamos como figura decorativa. No interferirá en nuestras actividades y su presencia nos hará más fuertes.

El rostro de Andorin se había llenado de manchas rojas.

—Bueno, ¿en qué estás pensando entonces? —estalló por fin, incapaz de mantener su expresión habitual de buen humor—. ¿Qué estás planeando? Me estoy hartando de tener que adivinar lo que pasa por tu cabeza.

Namarti alzó una mano.

—De acuerdo, de acuerdo… Cálmate. No quería ofenderte, pero… Piénsalo un poco, ¿quieres? ¿Quién acabó con Joranum? ¿Quién destruyó nuestras esperanzas hace diez años? Ese matemático, el mismo que gobierna el Imperio gracias a esa estupidez llamada psicohistoria. Cleón no es nada. Es a Hari Seldon a quien debemos destruir. Las continuas averías han servido para ridiculizar a Hari Seldon. La gente le echa la culpa de las incomodidades que provocan. Todo se interpreta como resultado de su falta de eficiencia y su incapacidad. —Había gotitas de saliva en las comisuras de los labios de Namarti—. Cuando haya muerto, el grito de júbilo resonará por todo el Imperio y se oirá en todos los programas de holovisión durante horas. Ni siquiera importará que sepan quién lo hizo… —Alzó una mano y la dejó caer como si estuviera clavando un cuchillo en el corazón de alguien—. Seremos considerados los héroes del Imperio, sus salvadores… Y ahora, ¿crees que nuestro jovencito será capaz de matar a Hari Seldon?

Andorin había recuperado su sentido de la ecuanimidad…, al menos aparentemente.

—Estoy seguro de que podrá hacerlo —dijo, obligándose a usar un tono jovial—. Puede que sienta cierto respeto hacia Cleón. Ya sabes que el emperador está envuelto en una aureola mística… —Puso un leve énfasis en el «sabes», y Namarti frunció el ceño—. Seldon, en cambio… No, no siente el más mínimo respeto respecto de él.

En su fuero interno Andorin hervía de furia. Aquello no era lo que quería.

Estaba siendo traicionado.

14

Manella se apartó los cabellos de los ojos, alzó la mirada hacia Raych y le sonrió.

—Ya te dije que no te costaría ni un crédito.

Raych parpadeó y se rascó un hombro.

—Pero vas a pedirme algo, ¿verdad?

Manella se encogió de hombros y arqueó los labios en una picara sonrisa.

—¿Por qué debería hacerlo?

—¿Y por qué no?

—Porque de vez en cuando se me permite pasarlo bien.

—¿Conmigo?

—Aquí no parece haber nadie más.

Hubo un silencio bastante prolongado.

—Además, no tienes muchos créditos que gastar —dijo Manella de forma casi conciliadora—. ¿Qué tal va el trabajo?

—Es mejor que nada —dijo Raych—. Sí, es mucho mejor… ¿Le dijiste a ese tipo que me consiguiera un trabajo?

Manella meneó la cabeza lentamente.

—¿Te refieres a Gleb Andorin? No le pedí que hiciera nada. Me dijo que quizá pudieras interesarle, nada más.

—¿Crees que se enfadará porque tú y yo…?

—¿Por qué debería enfadarse? No es asunto suyo…, y tampoco es asunto tuyo.

—¿Qué hace? Quiero decir… ¿En qué trabaja?

—No creo que trabaje en nada. Es rico. Es pariente de los antiguos alcaldes.

—¿Los alcaldes de Wye?

—Exacto. No tiene en mucho aprecio al gobierno imperial, como todos los que están relacionados con los antiguos alcaldes. Dice que Cleón debería… —No llegó a completar la frase—. Estoy hablando demasiado —dijo unos momentos después—. No le repitas a nadie nada de lo que he dicho.

—¿Yo? No he oído que dijeras nada, y pienso seguir así todo lo que haga falta.

—Está bien.

—Pero ese tal Andorin… ¿Está relacionado con los joranumitas? ¿Es un tipo importante dentro de la organización?

—No tengo ni idea.

—¿Nunca habla de esos asuntos?

—Conmigo no.

—Vaya —dijo Raych, intentando disimular todo lo posible su disgusto.

Manella le observó con un brillo de astucia en los ojos.

—¿Por qué te interesa tanto?

—Quiero entrar en la organización. Creo que eso puede ayudarme a progresar. Un trabajo mejor, más créditos…, ya sabes de qué va el asunto.

—Puede que Andorin te ayude. No sé mucho sobre él, pero sí que le caes bien.

—¿Podrías hacer que le cayera aún mejor?

—Puedo intentarlo. No creo que haya ninguna razón por la que no puedas llegar a ser su amigo. Le gustas, ¿sabes? Le gustas más de lo que él me gusta a mí.

—Gracias, Manella. Tú también me gustas… Me gustas mucho.

Raych deslizó una mano por su costado y deseó con todas sus fuerzas poder concentrarse más en ella y menos en su misión.

15

—Gleb Andorin —dijo Hari Seldon con voz cansada mientras se frotaba los ojos.

—¿Quién es? —preguntó Dors Venabili.

Seguía estando tan gélida y malhumorada como lo había estado cada día desde la marcha de Raych.

—Hasta hace unos días jamás había oído hablar de él —dijo Seldon—. Ése es el gran problema al que te enfrentas cuando intentas gobernar un mundo con cuarenta mil millones de habitantes… Nunca oyes hablar de nadie salvo de las pocas personas que consiguen destacar lo suficiente para llamar la atención. Ningún banco de datos es lo bastante grande para impedir que Trantor siga siendo un planeta lleno de personas. Podemos usar los números de referencia y las estadísticas vitales para extraer la historia de alguien de los archivos, pero… ¿A quién escogemos? Suma a eso veinticinco millones de mundos exteriores, y lo realmente asombroso es que el Imperio Galáctico haya funcionado durante tantos milenios. Francamente, creo que si ha aguantado tanto tiempo es sólo porque en gran parte se controlaba a sí mismo…, y ahora se le está acabando la cuerda.

—Basta de filosofías, Hari —dijo Dors—. ¿Quién es el tal Andorin?

—Alguien sobre quien admito debería haber sabido unas cuantas cosas. Conseguí que el departamento de seguridad me proporcionara unos cuantos datos sobre él. Es miembro de la familia de los alcaldes de Wye, de hecho, es su miembro más prominente, y los de seguridad no han tenido más remedio que mantenerle relativamente vigilado. Creen que es ambicioso, pero parece que pierde demasiado tiempo en las mujeres y nunca ha intentado convertir en realidad sus ambiciones.

—¿Tiene algo que ver con los joranumitas?

Seldon movió la mano en un gesto de incertidumbre.

—Tengo la impresión de que el departamento de seguridad no sabe nada sobre los joranumitas. Eso quizá signifique que los joranumitas ya no existen o que carecen de importancia. También puede significar que el departamento de seguridad no está interesado en ellos, y no hay ninguna forma de obligarles a que se interesen. Puedo darme por satisfecho con que esos funcionarios me proporcionaran alguna información…, y eso que soy el primer ministro.

—Quizá no seas un primer ministro muy bueno —dijo Dors con frialdad.

—Eso es más que posible. Probablemente hace varias generaciones que el cargo no era ocupado por alguien menos dotado que yo, pero eso no tiene nada que ver con el departamento de seguridad. Es un brazo del gobierno totalmente independiente. Dudo que el mismísimo Cleón sepa gran cosa sobre él, aunque en teoría se supone que los funcionarios del departamento tienen que informarle a través de su director. Créeme, si supiéramos algo más sobre el departamento de seguridad intentaríamos introducir sus actividades en nuestras ecuaciones psicohistóricas.

—Por lo menos supongo que los funcionarios del departamento de seguridad estarán de nuestro lado, ¿no?

—Creo que sí, pero no me atrevería a jugarlo.

—¿Y por qué te interesa tanto ese como-se-llame?

—Gleb Andorin… Porque he recibido un mensaje de Raych.

Los ojos de Dors relampaguearon.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Está bien?

—Que yo sepa sí, pero espero que no intente enviar más mensajes. Si le sorprenden comunicándose conmigo dejará de estar bien. En fin, el caso es que ha establecido contacto con Andorin…

—¿Y también ha establecido contacto con los joranumitas?

—No lo creo. Parece improbable, sobre todo porque la conexión no tendría demasiado sentido. El movimiento joranumita está compuesto básicamente por gente de clases bajas…, es un movimiento proletario, por así decirlo, y Andorin es un aristócrata entre los aristócratas. ¿Qué podría impulsarle a unirse a los joranumitas?

—Si pertenece a la familia de los alcaldes de Wye quizá aspire a ocupar el trono imperial, ¿no te parece?

—Llevan generaciones detrás de ello. Supongo que te acuerdas de Rashelle, ¿no? Era la tía de Andorin.

—Entonces, ¿no crees posible que utilice a los joranumitas como trampolín?

—Podría ser, si Andorin desea contar con un trampolín creo que estaría metido en un juego muy peligroso. Si los joranumitas subsisten tendrán sus propios planes, y un hombre como Andorin quizá acabe por descubrir que se ha montado encima de un greti…

—¿Qué es un greti?

—Creo que era un animal muy feroz que ya se ha extinguido. Es un proverbio de Helicón… Si montas encima de un greti acabas descubriendo que no puedes bajar, porque si lo haces te devora.

Seldon permaneció en silencio durante unos momentos.

—Una cosa más… Raych parece haber trabado relación con una mujer que conoce a Andorin y cree que puede conseguir información importante a través de ella. Te estoy diciendo todo esto para que después no me acuses de haberte ocultado nada.

—¿Una mujer?

Dors frunció el ceño.

—Tengo entendido que se trata de una mujer que conoce a muchos hombres que pueden irse de la lengua si se encuentran en una situación íntima.

—Una de ésas… —Dors frunció aún más el ceño—. No me gusta nada la idea de que Raych…

—Vamos, vamos. Raych tiene treinta años y sin duda posee mucha experiencia. Creo que puedes confiar en que su sentido común sabrá protegerle de esa mujer…, o de cualquier otra. —Se volvió hacia Dors, y la expresión de cansancio y preocupación que había en su rostro no podía ser más clara—. ¿Crees que me gusta esto? ¿Crees que hay algo en toda esta situación que me guste?

Dors no supo qué responder.

16

Gambol Deen Namarti no se distinguía por su afabilidad y cortesía ni en sus mejores momentos, y la proximidad del clímax de una década de planes y conspiraciones hacía que estuviera de bastante mal humor.

—Has tardado mucho en llegar, Andorin —dijo con voz nerviosa mientras se ponía en pie.

Andorin se encogió de hombros.

—Pero ya estoy aquí.

—Y ese joven, esa herramienta tan notable de la que no has parado de hablarme… ¿Dónde está?

—Ya llegará.

—¿Por qué no está aquí?

Las facciones de Andorin parecieron relajarse, como si estuviera absorto en sus pensamientos o a punto de tomar una decisión.

—No quería traerle hasta no tener una idea clara de cuál es mi situación —dijo por fin con bastante brusquedad.

—¿Qué quieres decir?

—Es una frase muy sencilla y creo que no cuesta nada entenderla. ¿Cuánto tiempo llevas con el objetivo de acabar con Hari Seldon?

—¡Siempre ha sido mi objetivo, siempre! ¿Acaso resulta tan incomprensible? Tenemos derecho a vengarnos por lo que le hizo a Jo-Jo, y aun suponiendo que no fuera así, es el primer ministro y tenemos que eliminarle.

—Pero es Cleón quien ha de ser derrocado…, Cleón, ¿entiendes? Al menos debemos ocuparnos de él al mismo tiempo que de Seldon.

—¿Por qué te preocupas tanto por una mera figura decorativa?

—Vamos, no eres niño. Nunca he necesitado explicarte las razones de que me uniera a vuestra organización porque no eres idiota y ya las conoces. ¿Qué pueden importarme tus planes si no incluyen derrocar al actual ocupante del trono?

Namarti se rió.

—Claro… Ya hace tiempo que sé que me consideras tu forma de llegar hasta el trono imperial.

—¿Acaso esperabas otra cosa?

—En absoluto. Trazo los planes, corro los riesgos pertinentes, y cuando todo haya terminado tú te quedas con la recompensa. Tiene sentido, ¿verdad?

—Sí, tiene sentido porque la recompensa también será suya. ¿Acaso no te convertirás en primer ministro? ¿Acaso no podrás contar con el pleno apoyo de un nuevo emperador lleno de gratitud hacia ti? ¿Acaso no seré… —y el rostro de Namarti se contorsionó en una mueca irónica mientras escupía las palabras—, la nueva figura decorativa?

—¿Planeas convertirte en eso? ¿En una figura decorativa?

—Planeo convertirme en emperador. Te proporcioné fondos cuando no tenías ni un crédito. Te proporcioné hombres para crear una organización. Te proporcioné la respetabilidad necesaria para construir un movimiento a gran escala en Wye. Aún puedo retirarme llevándome todo lo que he aportado.

—No lo creo.

—¿Quieres correr el riesgo? Ah, y no creas que puedes hacer conmigo lo que hiciste con Kaspalov. Si me ocurre algo, Wye será inhabitable para ti y los tuyos…, descubrirás que ningún otro sector puede proporcionarte lo que necesitas.

Namarti suspiró.

—Entonces insistes en que hay que matar al emperador.

—No he dicho «matar», he dicho «derrocar». Dejo los detalles en tus manos.

La última frase fue acompañada por un gesto casi despectivo, un giro de la muñeca tan elegante e imperativo como si Andorin ya estuviera sentado en el trono.

—Y luego serás emperador, ¿no?

—Así es.

—No, no lo serás. Estarás muerto…, y no seré yo quien te mate. Andorin, permíteme que te dé una pequeña lección sobre las duras realidades de la vida. Si Cleón es asesinado se plantea el problema de la sucesión, y la guardia imperial intentará evitar la guerra civil ejecutando de inmediato a todos los miembros de la familia de los alcaldes de Wye que consiga encontrar…, y tú serás el primero. Por otra parte, si el primer ministro es el único en morir no correrás ningún peligro.

—¿Por qué?

—Porque un primer ministro no es más que eso. Los primeros ministros se suceden y ya está. Incluso podría ser que el mismo Cleón se hubiera hartado de él, ordenando que le asesinaran. Puedo asegurarte que nos ocuparemos de difundir esa clase de rumores… La guardia imperial vacilará y nos proporcionará la oportunidad de crear un nuevo gobierno. De hecho, es muy posible que ellos mismos agradezcan la desaparición de Seldon.

—Y cuando el nuevo gobierno controle el poder, ¿qué he de hacer? ¿Seguir esperando… eternamente?

—No. En cuanto sea primer ministro habrá formas de resolver el problema que plantea Cleón. Puede que incluso sea capaz de hacer algo con la guardia imperial, o con el departamento de seguridad, y acabe por utilizarlos, como mis instrumentos. Después encontraré alguna solución limpia y segura que me permita librarme de Cleón y sustituirle por ti.

—¿Y por qué deberías hacerlo? —estalló Andorin.

—¿Qué quieres decir con eso de por qué debería hacerlo? —preguntó Namarti.

—Sientes un odio personal hacia Seldon. En cuanto haya desaparecido, ¿por qué correr riesgos innecesarios al más alto nivel de estado? Harás las paces con Cleón y yo me veré en la obligación de retirarme a mi mansión (cada vez más ruinosa) para rumiar mis sueños imposibles. Incluso podrías eliminar todos los riesgos haciéndome matar.

—¡No! —exclamó Namarti—. Cleón nació para subir al trono. Es el último descendiente de un linaje de varias generaciones de emperadores…, la orgullosa dinastía Entun, recuérdalo. Sería terriblemente difícil de manejar. Tú, en cambio, llegarías al trono como representante de una nueva dinastía sin ningún lazo sólido con la tradición, porque supongo que admitirás que los anteriores emperadores de la familia Wyan no fueron nada distinguidos. Te sentarás en un trono tambaleante y necesitarás de alguien que te apoye…, y ese alguien seré yo. A su vez yo necesitaré de alguien que dependa por completo de mí y al que pueda manejar…, ese alguien serás . Vamos, Andorin, lo nuestro no es un matrimonio por amor de los que se marchitan en un año. Es un matrimonio de conveniencia, y puede durar todo el tiempo que vivamos. Confiemos el uno en el otro.

—Júrame que seré emperador.

—¿De qué serviría si no puedes confiar en mi palabra? Digamos que serías un emperador extraordinariamente útil y que me gustaría ver cómo sustituyes a Cleón en el trono tan pronto como pueda hacerse sin riesgos. Y ahora, preséntame al hombre que será la herramienta perfecta para nuestros propósitos.

—Muy bien, y recuerda lo que le hace ser distinto. Le he estudiado con mucha atención. Es un idealista no muy inteligente. Hará lo que se le ordene sin pensar en el peligro y sin hacerse demasiadas preguntas. Ah, y tiene algo que le hace parecer digno de confianza, por lo que su víctima confiará en él aunque lleve un desintegrador en la mano.

—Eso me resulta imposible de creer.

—Espera a conocerle —dijo Andorin.

17

Raych mantuvo la mirada baja. Un rápido vistazo a Namarti fue suficiente. Le había conocido diez años atrás, cuando Raych fue enviado para atraer a Jo-Jo Joranum a su destrucción, y una ojeada le bastó para reconocerle.

Namarti había cambiado muy poco en diez años. La ira y el odio seguían siendo las características dominantes que se podían captar al observarle —o, por lo menos, las que Raych podía ver, pues era consciente de que no podía ser considerado como un testigo imparcial—, y parecían haberle endurecido hasta otorgarle la rugosa permanencia del cuero. Su rostro estaba un poco más flaco y sus cabellos salpicados de canas, pero su boca de labios delgados seguía formando la misma línea tensa y sus oscuras pupilas brillaban con la misma peligrosidad de siempre.

Eso era suficiente, y Raych mantuvo apartada la mirada de su rostro. Tenía la sensación de que Namarti no era el tipo de persona al que le guste que le miren a la cara.

Namarti daba la impresión de devorar a Raych con los ojos, pero la mueca burlona que siempre parecía estar presente en su rostro no se había alterado.

Namarti se volvió hacia Andorin, quien había permanecido a un lado y les observaba con cierto nerviosismo.

—Así que éste es el hombre —dijo, como si la persona a la que hacían referencia sus palabras no estuviera presente.

Andorin asintió y sus labios se movieron articulando un silencioso «Sí, jefe».

—¿Cómo te llamas? —preguntó tajantemente Namarti volviéndose hacia Raych.

—Planchet, señor.

—¿Crees en nuestra causa?

—Sí, señor. —Raych habló despacio y con cautela obedeciendo las instrucciones que le había dado Andorin—. Soy un demócrata y deseo que haya una mayor participación del pueblo en el proceso gubernamental.

Los ojos de Namarti se movieron velozmente hacia Andorin.

—Veo que sabe soltar discursos.

Volvió a mirar a Raych.

—¿Estás dispuesto a correr riesgos por la causa?

—Cualquier riesgo, señor.

—¿Harás lo que se te ordene sin preguntar ni echarte atrás?

—Obedeceré las órdenes.

—¿Sabes algo de jardinería?

Raych vaciló unos momentos antes de responder.

—No, señor.

—Entonces eres trantoriano, ¿eh? ¿Naciste debajo de la cúpula?

—Nací en Millimaru, señor y me crié en Dahl.

—Muy bien —dijo Namarti, y se volvió hacia Andorin—. Llévale fuera y di a los hombres que se ocupen de él por un tiempo. Cuidarán bien de él. Después vuelve aquí. Quiero hablar contigo.

Cuando Andorin volvió, Namarti había sufrido un gran cambio. Sus ojos brillaban, y su boca estaba retorcida en una sonrisa salvaje.

—Andorin, los dioses de los que hablábamos el otro día están con nosotros hasta un punto inimaginable —dijo.

—Ya te dije que era el hombre adecuado para nuestros propósitos.

—Mucho más de lo que piensas. Naturalmente, ya sabes que Hari Seldon, nuestro reverenciado primer ministro, envió a su hijo o, mejor dicho, a su hijo adoptivo, para que entrara en contacto con Joranum y le tendiera la trampa, en la que acabó por caer, desoyendo mis consejos.

—Sí —dijo Andorin asintiendo cansinamente con la cabeza—, conozco la historia.

Habló en el tono de voz de quien la conocía muy bien.

—Sólo vi a ese muchacho en una ocasión, pero su imagen quedó grabada en mi cerebro. ¿Crees que diez años, unos tacones falsos y un bigote afeitado podrían engañarme? Tu Planchet es Raych, el hijo adoptivo de Hari Seldon.

Andorin palideció y contuvo el aliento durante un momento.

—Jefe, ¿estás seguro? —preguntó.

—Tan seguro como de que te tengo delante de mis ojos y de que has introducido a un enemigo en el seno de nuestra organización.

—No tenía ni idea…

—No te pongas nervioso —dijo Namarti—. Creo que es lo mejor que has hecho en toda tu vida de aristócrata ocioso. Has interpretado el papel que los dioses te habían asignado. De no haber sabido quién era Raych podría haber desempeñado la función para la que ha sido enviado: entrar en nuestra organización para espiarnos e informar de nuestros planes más secretos. Pero sé quién es, y las cosas no ocurrirán así. No, al contrario… Ahora lo tenemos todo.

Namarti se frotó las manos, puso cara de felicidad y, aunque despacio y con cierta dificultad, como si fuera consciente de lo poco que encajaba con su carácter y su imagen, sonrió…, y después se echó a reír.

18

—Supongo que ya no volveré a verte, Planchet —dijo Manella con expresión pensativa.

Raych se estaba secando después de haberse duchado.

—¿Por qué no?

—Gleb Andorin no quiere que lo haga.

—¿Por qué no?

Manella encogió sus hermosos hombros.

—Dice que tienes un trabajo muy importante que hacer y que ya no puedes perder el tiempo con tonterías. Quizá se refiere a que conseguirás un empleo mejor.

Raych se puso nervioso.

—¿Qué clase de trabajo? ¿No se refirió a nada en particular?

—No, pero dijo que pensaba ir al sector Imperial.

—¿De veras? ¿Te suele hacer ese tipo de confidencias?

—Vamos, Planchet, ya sabes cómo son estas cosas… Cuando estás en la cama con un hombre suele hablar mucho.

—Ya lo sé —dijo Raych, quien siempre tenía mucho cuidado de no hacerlo—. ¿Y qué más te ha contado?

—¿Por qué me lo preguntas? —Manella frunció levemente el ceño—. Él siempre me hace preguntas sobre ti. Me he dado cuenta de que eso es algo muy generalizado entre los hombres… Sienten curiosidad por lo que hacen los otros hombres. ¿Por qué crees que será?

—¿Qué le has contado de mí?

—Poca cosa. Que eres un tipo muy decente y nada más. Por supuesto, no le dije que me gustas más que él. Eso podría herir sus sentimientos…, y puede que yo también acabara herida.

Raych empezó a vestirse.

—Así que esto es el adiós, ¿eh?

—Supongo que sí, por lo menos durante un tiempo. Gleb puede cambiar de opinión. Me gustaría ir al sector Imperial, claro…, si quisiera llevarme con él. Nunca he estado allí.

Raych estuvo a punto de irse de la lengua, pero logró disimular su confusión tosiendo.

—Yo tampoco he estado allí nunca —dijo por fin.

—Allí están los edificios más grandes, los sitios más bonitos y los restaurantes más elegantes…, es donde vive la gente rica. Me gustaría conocer a algunas personas ricas…, aparte de Gleb, quiero decir.

—Supongo que una persona como yo no puede ofrecerte muchas cosas —dijo Raych.

—Oh, contigo no estoy mal. No puedes pasarte todo el tiempo pensando en los créditos, pero hay que pensar en ellos de vez en cuando…, especialmente ahora que Gleb se está empezando a cansar de mí.

Raych se sintió obligado a protestar.

—Nadie podría cansarse de ti —dijo, y un instante después se sintió aturdido al descubrir que era sincero.

—Eso es lo que siempre dicen los hombres —replicó Manella—, te sorprendería lo deprisa que pueden llegar a cansarse. En fin… Tú y yo lo hemos pasado muy bien, Planchet. Cuídate y… ¿Quién sabe? Quizá volvamos a vernos algún día.

Raych asintió y descubrió que no sabía qué decir. Las emociones que experimentaba en aquellos momentos no podían expresarse con palabras ni actos.

Desvió su mente hacia otras direcciones. Tenía que averiguar cuáles eran los planes de Namarti y los suyos. Si le alejaban de Manella tenía que ser porque la crisis estaba cerca, y la única pista de que disponía era aquella extraña pregunta sobre jardinería que le había formulado Namarti.

No podía transmitir más información a Seldon. Desde su entrevista con Namarti, le habían sometido a una estrecha vigilancia y todos los posibles canales de comunicación le estaban vedados, lo que seguramente era otra indicación de la inminente crisis.

Pero si descubría lo que estaba ocurriendo después de que el plan se hubiera llevado a la práctica, y si conseguía comunicar la noticia después de que ya hubiera dejado de serlo…, habría fracasado por completo.

19

Hari Seldon no tenía un buen día. No había recibido noticias de Raych desde su primer y último mensaje, y desconocía lo que estaba ocurriendo.

Prescindiendo de su preocupación natural por la seguridad de Raych (y Seldon estaba prácticamente seguro de que si hubiese ocurrido algo realmente malo ya se habría enterado), también estaba preocupado por lo que se pudiera estar tramando.

Tenía que ser algo sutil. Un ataque directo al Palacio Imperial estaba totalmente descartado, ya que el sistema de seguridad era demasiado eficiente.

Pero en tal caso…, ¿qué otra cosa suficientemente efectiva podían estar planeando?

El problema le mantenía despierto por la noche y le impedía concentrarse durante el día.

La luz de aviso empezó a parpadear.

—Primer ministro… Su cita de las dos, señor.

—¿A qué cita se refiere?

—Mandell Gruber, el jardinero. Posee la certificación necesaria de efecto.

Seldon se acordó.

—Sí, envíelo.

No era el momento más adecuado para ver a Gruber, pero Seldon había accedido en un momento de debilidad al percibir la inquietud del jardinero.

Un primer ministro no debería tener semejantes momentos de debilidad, pero Seldon había sido Seldon mucho tiempo antes de convertirse en primer ministro.

—Entre, Gruber —dijo amablemente.

Gruber se plantó delante de él e inclinó la cabeza en un movimiento mecánico mientras sus ojos se desplazaban velozmente en todas direcciones. Seldon estaba casi seguro de que el jardinero nunca había estado en ninguna habitación amueblada con tanta magnificencia, y sintió el perverso impulso de decir: «¿Te gusta? Bueno, pues hazme el favor de quedártela… No la quiero para nada.»

Pero no lo dijo.

—¿Qué ocurre, Gruber? ¿Por qué está tan abatido?

No hubo ninguna respuesta inmediata, y Gruber se limitó a mirarle con una sonrisa vacua en los labios.

—Siéntese, Gruber —dijo Seldon—. Ahí mismo, en esa silla.

—Oh, no, primer ministro. No sería correcto. La ensuciaría y…

—Si la ensucia no costará mucho limpiarla. Haga lo que le digo, vamos… ¡Bien! Y ahora, tómese un par de minutos de descanso y ponga algo de orden en sus pensamientos. Dígame lo que le ocurre cuando le parezca que está un poco más calmado.

Gruber guardó silencio durante unos momentos, y de repente las palabras empezaron a brotar a chorros de sus labios.

—Primer ministro, he de ser jefe de jardineros… El bendito emperador en persona me lo dijo.

—Sí, ya me he enterado, pero no será eso lo que le tiene tan preocupado, ¿verdad? Su nuevo puesto es algo por lo que hay que felicitarle, y le felicito. Puede que incluso haya contribuido un poquito a que lo consiga, Gruber. Nunca he olvidado el valor de que dio muestra cuando estuvieron a punto de asesinarme, y puede estar seguro de que le hablé de ello a Su Majestad Imperial. Es una recompensa adecuada, Gruber, y en cualquier caso se merece el ascenso: su historial pone de manifiesto que reúne todas las cualificaciones necesarias para ser jefe de jardineros. Bien, ahora que nos hemos ocupado de eso, cuénteme qué es lo que le preocupa.

—Primer ministro, lo que me preocupa es precisamente el puesto y el ascenso. No estoy cualificado, no podré enfrentarme a…

—Tenemos el convencimiento de que sí lo está.

Gruber se puso aún más nervioso.

—Tendré que estar sentado en un despacho, ¿no? No lo soportaría. No podría moverme al aire libre y trabajar con las plantas y los animales. Sería como si estuviera en una prisión, primer ministro.

Seldon abrió mucho los ojos.

—Nada de eso, Gruber. No tiene por qué permanecer en el despacho ni un segundo más de lo estrictamente necesario. Podría ir y venir por los jardines supervisándolo todo. Disfrutará del aire libre cuanto quiera, con la única diferencia de que se ahorrará el trabajo duro.

—Quiero trabajar duro, primer ministro, y no me dejarán salir del despacho. He visto lo que le ocurre al actual jefe de jardineros. Nunca podía salir de su despacho por mucho que lo deseara… Hay demasiado trabajo administrativo, demasiado papeleo. Si quiere enterarse de lo que ocurre tenemos que ir a su despacho para contárselo. Ve las plantas y los animales en la holovisión… —Gruber pronunció la palabra con un desprecio infinito—. ¡Como si se pudiera saber algo sobre las cosas vivas que crecen a través de las imágenes! Eso no es para mí, primer ministro.

—Vamos, Gruber, no se comporte como si fuera un niño… No está tan mal. Se acostumbrará al nuevo puesto. Se irá adaptando poco a poco.

Gruber meneó la cabeza.

—Para empezar, en cuanto haya tomado posesión tendré que ocuparme de todos los nuevos jardineros. Me enterrarán bajo una montaña de papeles… —murmuró—. No quiero ese puesto y no debo tenerlo, primer ministro —añadió con repentina energía.

—De acuerdo, Gruber, quizá no quiera el puesto, pero no es el único. Mire, puedo asegurarle que en estos momentos me encantaría no ser primer ministro. Este cargo me viene grande. De hecho, a veces pienso que hasta el mismo emperador está harto de soportar el peso de la túnica imperial… Todos estamos en esta galaxia para hacer nuestro trabajo, aunque no siempre resulte agradable.

—Lo comprendo, primer ministro, pero el emperador tiene que ser emperador porque nació para eso, y usted tiene que ser primer ministro porque no hay nadie más que pueda ocupar el puesto. Pero en mi caso… Estamos hablando de un jefe de jardineros, nada más. Aquí hay cincuenta jardineros que podrían hacer el trabajo tan bien como lo haría yo y a los que les encantaría ser nombrados. Me ha dicho que habló con el emperador y le contó cómo intenté ayudarle. ¿No podría volver a hablar con él y explicarle que si quiere recompensarme lo mejor que podría hacer es mantenerme en mi puesto?

Seldon se reclinó en su sillón.

—Gruber, yo haría eso por usted si pudiera —dijo con voz solemne—, pero debo explicarle algo con la única esperanza de que lo comprenda. En teoría el emperador es el gobernante absoluto del Imperio pero, de hecho, hay muy pocas cosas que pueda hacer. Actualmente mi control sobre el Imperio es mucho mayor que el que pueda ejercer él, y yo también puedo hacer muy poco. Hay miles de millones de personas en todos los niveles del gobierno, y todas toman decisiones, todas cometen errores, unas actúan de forma prudente y heroica y otras de forma estúpida y muy poco honrada. No hay forma alguna de controlarlas. ¿Me comprende, Gruber?

—Sí, pero ¿qué tiene que ver todo eso con mi caso?

—Mire, Gruber, sólo hay un lugar donde el emperador sea realmente el gobernante absoluto…, y ese lugar es el recinto imperial. Aquí su palabra es ley, y puede controlar al relativamente escaso número de funcionarios que hay por debajo. Pedirle que revoque una decisión tomada, en relación con el recinto del Palacio Imperial, supondría invadir la única zona que él considera inviolada e inviolable. Si le dijera «Majestad Imperial, cambie de parecer sobre Gruber», habría muchas más probabilidades de que decidiera relevarme de mis deberes que de que cambiase de parecer. Eso quizá fuese bueno para mí, pero no le ayudaría en nada, Gruber.

—¿Quiere decir que no hay forma de cambiar las cosas? —preguntó Gruber.

—Es exactamente lo que quiero decir. Pero no se preocupe, Gruber, le ayudaré en cuanto pueda. Lo siento, pero la verdad es que ya le he dedicado todo el tiempo del que disponía.

Gruber se puso en pie. Sus manos no paraban de estrujar y dar vueltas a su gorra verde de jardinero. Había más que una sospecha de lágrimas en sus ojos.

—Gracias, primer ministro. Sé que le gustaría poder ayudarme. Usted es…, un buen hombre, primer ministro.

Giró sobre sí mismo y se marchó casi llorando.

Seldon le vio marchar con expresión pensativa y acabó meneando la cabeza. Si multiplicara los problemas de Gruber por un cuatrillón, obtendría el equivalente a todos los problemas de las personas que vivían en los veinticinco millones de mundos imperiales, ¿cómo era posible que él, Seldon, diera con la forma de salvarlos a todos cuando era incapaz de resolver el problema de un solo hombres que había acudido a él para pedirle ayuda?

La psicohistoria no podía salvar a un individuo. ¿Podría salvar a un cuatrillón?

Seldon volvió a menear la cabeza, echó un vistazo a su agenda para averiguar la naturaleza y la hora de su próxima cita…, y de repente se exaltó.

—¡Traigan a mi despacho al jardinero que acaba de irse! —gritó salvajemente por el comunicador con una voz desprovista de su habitual control—. ¡Tráiganlo aquí ahora mismo!

20

—¿Qué es eso de los nuevos jardineros? —exclamó Seldon.

Esta vez no le pidió que se sentara.

Gruber parpadeó a toda prisa. Ser reclamado de forma tan inesperada al despacho le había dejado casi paralizado por el pánico.

—¿Nu-nuevos ja-jardineros? —tartamudeó.

—Dijo «todos los nuevos jardineros». Ésas fueron sus palabras. ¿A qué nuevos jardineros se refería?

Gruber estaba perplejo.

—Bueno, si va a haber un nuevo jefe de jardineros habrá nuevos jardineros. Es la costumbre.

—Nunca había oído hablar de eso.

—La última vez que hubo un cambio en el puesto de jefe de jardineros usted aún no era primer ministro. Es probable que ni siquiera estuviese en Trantor.

—Pero, ¿de qué está hablando?

—Bien… Los jardineros nunca son despedidos. Algunos mueren; otros acaban envejeciendo demasiado para el trabajo, así que se les da una pensión y se los remplaza, pero cuando el nuevo jefe de jardineros está preparado para empezar a desempeñar sus funciones, al menos la mitad del personal es viejo y ya ha dejado atrás sus mejores años laborales. Entonces se les asigna una pensión muy generosa y se los remplaza con nuevos jardineros.

—Porque hacen falta jardineros jóvenes.

—En parte sí, pero también porque a esas alturas lo normal es que haya nuevos planes para los jardines, y además se necesitan nuevas ideas. Hay casi quinientos kilómetros cuadrados de parques y jardines, lo normal es que se necesiten unos cuantos años para reorganizarlo todo y yo tendré que supervisar todo el trabajo. Por favor, primer ministro… —Gruber estaba jadeando—. Estoy seguro de que un hombre tan inteligente como usted podrá encontrar alguna forma de conseguir que el emperador cambie de opinión.

Seldon no prestaba atención, y las arrugas de su frente indicaban que estaba sumido en una profunda concentración.

—¿De dónde vienen los nuevos jardineros?

—Se hacen exámenes en todos los mundos… Siempre hay gente esperando la ocasión de sustituir a los viejos jardineros. Llegarán a centenares en una docena de remesas. Como mínimo necesitaré un año entero para…

—¿De dónde vienen? Vamos, vamos… ¿De dónde vienen?

—De cualquier mundo entre un millón. Se requiere una amplia gama de conocimientos sobre horticultura. Cualquier ciudadano del Imperio puede presentarse.

—¿De Trantor también?

—No, de Trantor no. En los jardines no hay nadie de Trantor. —Gruber adoptó un tono de voz despectivo—. Nadie que haya nacido en Trantor puede llegar a ser jardinero. Los parques que hay debajo de la cúpula no son jardines. No tienen más que macetas, y los animales están enjaulados. Los trantorianos son unos pobres desgraciados que no saben nada sobre el aire fresco, el agua en libertad y el auténtico equilibrio de la Naturaleza.

—De acuerdo, Gruber, voy a encargarle un trabajo. Quiero que me consiga los nombres de todos los nuevos jardineros que vayan llegando en las próximas semanas, y quiero que lo averigüe todo sobre ellos. Nombre, mundo, número de referencia, educación, experiencia…, todo, y lo quiero tener todo sobre mi escritorio lo más deprisa posible. Enviaré personal para que le ayude…, gente con máquinas, ¿comprende? ¿Qué clase de ordenador utiliza?

—Un modelo muy sencillo para los inventarios de las plantas, las especies animales y ese tipo de cosas.

—Muy bien. El personal que le enviaré será capaz de hacer todo aquello de lo que usted no pueda encargarse. No puedo explicarle lo importante que es todo esto, Gruber.

—Si he de hacerlo…

—Gruber, no es momento para dudas. Si me falla no se convertirá en jefe de jardineros: se le despedirá sin derecho a pensión.

Cuando se quedó solo, Seldon volvió a inclinarse sobre su comunicador.

—¡Cancele todas las citas para el resto de la tarde! —ladró.

Después dejó que su cuerpo se derrumbara en el sillón, sintiendo el peso de todos los días de su existencia, mientras notaba que su dolor de cabeza empeoraba. El sistema de seguridad se había desarrollado en torno al recinto del Palacio Imperial durante años que se convirtieron en décadas, volviéndose más sólido, robusto e impenetrable a medida que se le añadían nuevas partes y nuevos mecanismos de vigilancia…

Periódicamente se permitía que hordas de desconocidos accedieran al recinto, y lo más probable era que no se les exigiera más que ciertos conocimientos de jardinería.

La estupidez involucrada en todo aquello era tan colosal que resultaba imposible llegar a entenderla.

Pero Seldon lo había descubierto justo a tiempo.

¿O no? ¿Sería posible que en aquellos mismos instantes ya fuese demasiado tarde?

21

Gleb Andorin observaba a Namarti por entre sus párpados a medio cerrar. Namarti nunca le había gustado demasiado, pero había momentos en los que le gustaba todavía menos de lo habitual, y aquél era uno de ellos. Gleb era un Andorin, un Wyan de cuna real (lo cual era prácticamente lo mismo), un aspirante al trono… ¿Por qué tenía que colaborar con aquel don nadie, aquel psicópata seudoparanoico?

Andorin sabía por qué y tenía que aguantarse, incluso cuando Namarti se embarcaba en el relato de cómo había desarrollado el movimiento durante un período de diez años hasta alcanzar su perfección actual. ¿Se lo contaría a todo el mundo una y otra vez, o era únicamente Andorin el escogido para actuar de oyente?

El rostro de Namarti parecía arder con una alegría malévola, y su voz había adquirido una extraña tonalidad, como si estuviera recitando algo de memoria.

—Trabajé año tras año guiándome por los mismos criterios sin dejarme abatir por la desesperanza y la falta de resultados. Construí una organización, debilité la confianza en el gobierno, creé e intensifiqué la insatisfacción. Cuando se produjo la crisis bancaria y llegó la semana de la moratoria yo…

Namarti se calló de repente.

—Ya te he contado esta historia muchas veces y estás harto de escucharla, ¿verdad?

Los labios de Andorin temblaron y formaron una seca sonrisa que se esfumó en seguida. Namarti no era tan idiota como para ignorar lo insufriblemente pesado que llegaba a ser: sencillamente, no podía evitarlo.

—Me la has contado muchas veces —dijo Andorin.

Dejó que el resto de la pregunta quedara flotando en el aire sin responder. Después de todo, no podía estar más claro que la respuesta era afirmativa. No había necesidad de decirlo en voz alta y para que Namarti se enfrentara a ella.

Un ligero rubor tiñó el rostro de Namarti.

—Pero la creación de mi empresa podría haber seguido eternamente sin llegar a ninguna parte de no haber tenido la herramienta adecuada en mis manos —dijo—. Y la herramienta llegó a mí sin ningún esfuerzo por mi parte…

—Los dioses te trajeron a Planchet —dijo Andorin en un tono de voz cuidadosamente neutral.

—Así es. Un grupo de jardineros pronto entrará en el recinto del Palacio Imperial. —Namarti hizo una pausa y pareció saborear su pensamiento—. Hombres y mujeres, los suficientes para enmascarar al puñado de agentes que los acompañarán, entre los cuales estarás tú… y Planchet. Y lo que os convertirá en dos presencias inusuales es el hecho de que tanto tú como Planchet iréis armados con desintegradores.

—Supongo que nos detendrán en la puerta y nos someterán a un interrogatorio —dijo Andorin con deliberada malicia mientras mantenía su expresión afable y cortés—. Tratar de introducir un desintegrador en el recinto imperial…

—No seréis detenidos —añadió Namarti sin percatarse de la malicia impregnada en la voz de Andorin—. No seréis registrados. Se han hecho los arreglos necesarios. Seréis recibidos por algún funcionario del palacio, naturalmente… No tengo ni idea de quién es el que se encarga normalmente de eso, y por lo que sé, quizá sea el tercer ayudante del chambelán a cargo de las hojas y las hierbas, pero en este caso será el mismísimo Seldon. El gran matemático saldrá corriendo de su despacho para recibir a los nuevos jardineros y darles la bienvenida al recinto imperial.

—Supongo que estarás seguro.

—Por supuesto que sí. Todo está preparado. Aproximadamente en el último minuto Seldon se enterará de que su hijo se encuentra en el contingente de nuevos jardineros y no podrá contener el impulso de ir a verle. Y cuando Seldon aparezca, Planchet alzará su desintegrador. Nuestros agentes empezarán a gritar «¡Traición, traición!». Planchet aprovechará la confusión para matar a Seldon y después tú matarás a Planchet. Luego dejarás caer tu arma al suelo y te marcharás. Habrá personas que te ayudarán a desaparecer. Todo ha sido cuidadosamente preparado.

—¿Es absolutamente necesario matar a Planchet?

Namarti frunció el ceño.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Pones objeciones a un asesinato y en cambio a otro no? Cuando Planchet se recupere, ¿quieres que le cuente a las autoridades todo lo que sabe sobre nosotros? No olvides que en realidad Planchet es Raych Seldon. Parecerá como si los dos hubierais disparado al mismo tiempo…, o como si Seldon hubiera ordenado matar a su hijo en caso de algún movimiento hostil. Nos ocuparemos de que todo el aspecto familiar de la historia reciba la máxima publicidad. Eso hará que la gente recuerde los horribles tiempos de Manowell, el emperador sanguinario… La pura perversidad del acto repugnará a toda la población de Trantor, y si a ello añadimos la falta de eficiencia y las averías cuyas consecuencias han tenido que soportar, creará un clamor generalizado exigiendo un nuevo gobierno…, y nadie será capaz de negárselo, incluyendo al emperador. Y entonces intervendremos.

—¿Así de fácil?

—No, nada de «así de fácil». No vivo en un mundo de sueños. Es probable que se instituya un gobierno de transición, pero caerá. Nos ocuparemos de que fracase, abandonaremos la clandestinidad y ofreceremos nueva vida a los viejos argumentos joranumitas que los trantorianos nunca han olvidado. Con el tiempo, y no hará falta esperar mucho, seré primer ministro.

—¿Y yo?

—Con el tiempo serás emperador.

—Las posibilidades de que todo esto salga bien son muy escasas —dijo Andorin—. Se han hecho los arreglos para esto, se han hecho los arreglos para lo de más allá… Todo ha de encajar a la perfección o el plan fracasará. En algún lugar alguien cometerá un error. Es un riesgo inaceptable.

—¿Inaceptable? ¿Para quién? ¿Para ti?

—Desde luego. Esperas que Planchet mate a su padre, y luego esperas que yo mate a Planchet. ¿Por qué yo? ¿Acaso no dispones de herramientas menos valiosas que puedan correr el riesgo?

—Sí, pero escoger a otra persona aseguraría el fracaso. Aparte de ti, ¿se te ocurre alguien cuyo futuro dependa del éxito de esta misión hasta el punto de que no haya ninguna posibilidad de que se acobarde y decida huir en el último momento?

—El riesgo es enorme.

—¿No crees que merece la pena? La recompensa es el trono imperial.

—¿Y qué riesgo corres tú, jefe? Te quedarás aquí sentado cómodamente y esperarás a oír las noticias.

Namarti apretó los labios.

—¡Qué idiota eres, Andorin! ¡Menudo emperador vas a ser! ¿Crees que el hecho de estar aquí significa que no correré riesgo alguno? Si falla la jugada, si la conspiración fracasa, si algunos de los nuestros caen prisioneros, ¿crees que no contarán cuanto saben? Si te capturan, ¿te enfrentarás a la guardia imperial y soportarás su «cariñoso» tratamiento sin hablarles de mí?

»Con un intento de asesinato fallido a mis espaldas, ¿acaso crees que no registrarán todo Trantor hasta encontrarme? Y cuando lo hagan, ¿qué piensas que me harán? ¿Riesgo? Estar sentado aquí sin hacer nada significa que corro un riesgo mucho más serio que cualquiera de vosotros. En el fondo todo se reduce a esto, Andorin: ¿quieres ser emperador o no?

—Quiero ser emperador —dijo Andorin en voz muy baja.

Y el engranaje empezó a moverse.

22

Raych en seguida se percató de que estaba siendo tratado de forma especial. El grupo de jardineros se alojó en uno de los hoteles del sector imperial, aunque por supuesto no era de primera categoría.

Los jardineros eran un abigarrado conjunto de hombres y mujeres procedentes de cincuenta mundos distintos, pero Raych apenas tuvo ocasión de hablar con nadie. Andorin le mantenía discretamente alejado de los demás.

Raych se preguntó por qué. Aquello le deprimía. De hecho, se había sentido un poco deprimido desde que salieron de Wye. La depresión entorpecía sus procesos mentales y Raych intentaba combatirla inútilmente.

Andorin vestía ropas toscas y de poca calidad para parecer un trabajador manual. Interpretaría el papel de jardinero como forma de dirigir el «espectáculo», fuera cual fuese ese «espectáculo».

Raych no había averiguado nada sobre la naturaleza de dicho «espectáculo», y eso hacía que se sintiera un poco avergonzado de sí mismo. Le habían vigilado estrechamente impidiéndole toda comunicación con el exterior, por lo que ni siquiera había tenido ocasión de advertir a su padre. Quizás estarían haciendo lo mismo con todos los trantorianos infiltrados en el grupo para extremar las precauciones. Raych calculaba que quizás hubiese una docena de trantorianos y, naturalmente, tanto los hombres como las mujeres eran agentes de Namarti.

Lo que le sorprendía era el trato afectuoso de Andorin. Le monopolizaba, insistía en comer y cenar siempre con él y le trataba de una forma claramente distinta que a los demás.

¿Sería porque habían compartido a Manella? Raych no sabía lo suficiente sobre las costumbres del sector de Wye como para descartar la posibilidad de que fuese una sociedad con cierta tendencia a la poliandria. Si dos hombres compartían la misma mujer, ¿sería posible que eso creara un lazo fraternal entre ellos?

Raych nunca había oído hablar de algo semejante, pero era lo suficientemente instruido como para no suponer que estaba familiarizado con algo más que una minúscula fracción de las infinitas sutilezas de las sociedades galácticas…, e incluso de las trantorianas.

Pero sus pensamientos volvieron a centrarse en Manella, y así permanecieron durante un rato. La echaba mucho de menos, y Raych pensó que quizá fuera la causa de su depresión aunque, en realidad, lo que sentía mientras acababa de almorzar con Andorin era algo cercano a la desesperación…, a pesar de que no se le ocurría ninguna razón para ello.

¡Manella!

Le había manifestado sus deseos de visitar el sector imperial, y era de suponer que podría convencer a Andorin para que se plegara a sus caprichos. Raych estaba lo suficientemente desesperado para hacer una pregunta estúpida.

—Señor Andorin, no dejo de preguntarme si no habrá traído con usted a la señorita Dubanqua. Quiero decir si… ¿Ha venido al sector imperial? ¿Está aquí?

Andorin pareció quedar totalmente perplejo durante unos momentos y acabó dejando escapar una suave risita.

—¿Manella? ¿La has visto ocuparse de algún jardín o fingir que fuese capaz de hacerlo? No, no, Manella es una de esas mujeres que han sido creadas para alegrar nuestros momentos de reposo. Aparte de eso carece de otra función. ¿Por qué lo preguntas, Planchet?

Raych se encogió de hombros.

—No lo sé. Este lugar es bastante aburrido. Pensé que…

No completó la frase.

Andorin le observó atentamente.

—No serás de los que creen que ir con una mujer o con otra tiene importancia, ¿verdad? —dijo por fin—. Te aseguro que a ella tanto le da un hombre como otro. En cuanto esto haya acabado habrá otras mujeres…, montones de ellas.

—¿Y cuándo acabará todo esto?

—Pronto, y tú formarás parte de lo que ocurra de manera determinante.

Andorin entrecerró los ojos y contempló a Raych en silencio.

—¿En qué sentido? —preguntó Raych—. Creí que sólo sería un…, un jardinero.

Su voz sonaba un poco hueca, y Raych descubrió que era incapaz de mayor vitalidad.

—Serás algo más que eso, Planchet. Entrarás en el recinto imperial llevando un desintegrador.

—¿Un qué?

—Un desintegrador.

—Nunca he manejado un desintegrador. No he tocado uno en toda mi vida.

—No tiene ningún misterio. Lo levantas, lo apuntas, pulsas el botón y alguien muere.

—No puedo matar a nadie.

—Creí que eras uno de nosotros, que harías cualquier cosa por la causa.

—No me refería a… matar.

Era como si no pudiese pensar con claridad. ¿Por qué debía matar? ¿Qué era lo que habían planeado para él? ¿Cómo podría alertar a la guardia imperial antes de que se produjera el asesinato?

El rostro de Andorin se endureció de repente, y su expresión pasó en un instante del interés afable a la más inflexible decisión.

—Debes matar —dijo.

Raych usó todas sus reservas de voluntad.

—No. No voy a matar a nadie. Nada me hará cambiar de opinión.

—Planchet, harás lo que se te ordene —dijo Andorin.

—Un asesinato… No, eso no.

—Incluso un asesinato.

—¿Cómo va a obligarme?

—Me limitaré a ordenártelo.

Raych se sentía mareado. ¿Por qué estaba tan seguro de sí mismo Andorin?

—No —dijo, y meneó la cabeza.

—Planchet, te hemos estado alimentando desde que saliste de Wye —dijo Andorin—. Me aseguré de que comieras y cenaras conmigo. Supervisé tu dieta…, y dediqué una atención especial a la carne que acabas de comer.

Raych sintió que el horror se agitaba en su interior y lo entendió todo al instante.

—¡Desespero!

—Exacto —dijo Andorin—. Eres un chico muy listo, Planchet.

—Es ilegal.

—Sí, por supuesto. El asesinato también lo es.

Raych sabía algunas cosas sobre el desespero, una modificación química de un tranquilizante totalmente inofensivo…, pero la variedad modificada no producía calma sino desesperación. Había sido declarado ilegal porque era utilizado para controlar la mente, aunque había rumores insistentes de que la guardia imperial lo empleaba.

—Lo llaman desespero porque arrebata toda esperanza —dijo Andorin como si la mente de Raych fuera un libro abierto ante él—. Creo que estás sintiendo lo mismo que si hubieras perdido todas tus esperanzas, ¿no?

—Nunca —murmuró Raych.

—Admirable decisión, pero no podrás luchar contra la droga…, y cuanto más desesperado te sientas más efectiva resulta.

—No lo permitiré.

—Vamos, Planchet, piensa un poco… Namarti te reconoció incluso sin el bigote. Sabemos que eres Raych Seldon y voy a ordenarte que mates a tu padre.

—Antes te mataré a ti —murmuró Raych.

Se levantó de la silla. Matar a Andorin no debería de resultarle demasiado difícil. Quizá fuera más alto, pero era más delgado y evidentemente no era ningún atleta. Raych podía partirle en dos con un solo brazo…, pero apenas se hubo puesto en pie se tambaleó. Meneó la cabeza, pero su visión seguía borrosa.

Andorin también se puso en pie y retrocedió un poco. Había metido la mano derecha dentro de la manga izquierda, y cuando la sacó sus dedos sostenían un arma.

—He venido preparado —dijo con afabilidad—. Me han informado de tus proezas como luchador de torsión y te aseguro que no habrá ningún combate cuerpo a cuerpo.

Andorin bajó la visita y contempló su arma.

—Esto no es un desintegrador —dijo—. No puedo matarte antes de que hayas cumplido tu misión. Es un látigo neurónico…, y en cierto aspecto es mucho más temible. Apuntaré a tu hombro izquierdo y, créeme, el dolor será tan espantoso que ni el mayor estoico del mundo podría soportarlo.

Raych había estado avanzando lenta e implacablemente hacia Andorin, pero se detuvo de repente. Tenía doce años cuando conoció la mordedura del látigo neurónico durante una fracción de segundo. Quien la ha sentido no olvida el dolor por mucho tiempo que viva y por muy llena de incidentes que esté su existencia.

—Y además pondré el arma a plena potencia —dijo Andorin—, con lo que los nervios de tu antebrazo serán estimulados hasta sentir un dolor insoportable, y luego quedarán tan dañados que nunca más te servirán de nada. Nunca podrás volver a utilizar tu brazo izquierdo. Te dejaré intacto el derecho para que puedas manejar el desintegrador. Y ahora si te sientas y aceptas la situación, tal y como debes hacer, quizá conserves los dos brazos. Naturalmente, tendrás que seguir comiendo para aumentar tu nivel de desesperación. Tu situación irá empeorando.

Raych sintió cómo la desesperación provocada por la droga se adueñaba de él, y esa misma desesperación servía para intensificar los efectos. Estaba empezando a ver doble, y no se le ocurrió nada que decir.

Raych sólo sabía que tendría que hacer lo que Andorin le ordenase. Había jugado, y había perdido.

23

—¡No! —La negativa de Hari Seldon había sido casi violenta—. No te quiero aquí, Dors.

Dors Venabili le miró. Su rostro estaba tan decidido como el de Seldon.

—Entonces no permitiré que vayas, Hari.

—He de estar allí.

—Eso no es asunto tuyo. Los nuevos jardineros deben ser recibidos por el jefe de jardineros.

—Cierto, pero Gruber no puede hacerlo. Ese hombre está destrozado.

—Debe de tener algún ayudante, ¿no? O deja que lo haga el viejo jefe de jardineros. Seguirá ocupando el puesto hasta final de año.

—El viejo jefe de jardineros también está enfermo. Además… —Seldon vaciló—. Hay impostores infiltrados entre los jardineros. Trantorianos, ¿entiendes? Están aquí y no sabemos por qué. Tengo sus nombres.

—Pues entonces haz que los detengan a todos. Es muy sencillo. ¿Por qué lo estás haciendo tan complicado?

—Porque no sabemos por qué están aquí. Alguien está tramando algo. No sé qué pueden hacer doce jardineros, pero… No, deja que lo exprese de otra forma. Se me ocurre una docena de cosas que pueden hacer, pero no sé cuál de ellas planean. Te aseguro que los detendremos, pero debo averiguar algo más antes de hacerlo.

»Tenemos que saber lo suficiente para capturar a todos los implicados en la conspiración, desde la cima hasta el último eslabón, y debemos conocer suficientemente sus planes para imponer el castigo adecuado. No quiero detener a doce hombres y mujeres por lo que básicamente no es más que un delito menor. Alegarán desesperación, la necesidad de un empleo… Se quejarán de que no es justo que los trantorianos estén excluidos. Conseguirán las simpatías de todo el mundo y quedaremos como una pandilla de idiotas. Debemos darles la posibilidad de que actúen para que se les pueda acusar de algo más grave, y además…

Hubo un silencio bastante largo.

—Bien, ¿a qué te refieres con ese «además»? —preguntó Dors con voz iracunda.

—Uno de los doce es Raych con el sobrenombre de Planchet —dijo Seldon bajando el tono de voz.

—¿Qué?

—¿Por qué te sorprendes? Le envié a Wye para que se infiltrara en el movimiento joranumita y lo ha conseguido. Confío en él. Si está allí sabrá el motivo, habrá ideado algún plan de crearles dificultades, pero yo también quiero estar presente. Quiero verle. Quiero estar en situación de ayudarle si puedo.

—Si quieres ayudarle haz que se personen cincuenta guardias del Palacio imperial flanqueando a tus jardineros.

—No. Te repito que no sacaríamos nada de eso. La guardia imperial estará allí, pero no se la verá. Los jardineros deben creer que tienen vía libre para llevar a cabo sus planes, sean cuales sean. Antes de que lo logren, pero después de que hayan mostrado sus intenciones…, les capturaremos.

—Es muy arriesgado. Es arriesgado para Raych.

—No podemos evitar los riesgos, debemos enfrentarnos. Hay más cosas en juego que unas pocas vidas.

—Siempre he pensado que las personas que dicen ese tipo de cosas no tienen corazón.

—¿Crees que no tengo corazón? Aunque quedara destrozado tengo que seguir pensando en la psico…

—No lo digas.

Dors le dio la espalda y torció el gesto como si sintiera un dolor muy agudo.

—Lo comprendo —dijo Seldon—, pero no debes estar allí. Tu presencia resultaría tan fuera de lugar que los conspiradores sospecharían que sabemos demasiado y no actuarían. No quiero que hagan eso. —Se quedó callado durante unos momentos y cuando volvió a hablar usó un tono de voz más bajo y suave—. Dors, dices que tu trabajo es protegerme, incluso por encima de Raych, y lo sabes. No insistiría en ello, pero protegerme significa proteger la psicohistoria y a toda la especie humana. Eso debe tener preferencia. La parte de la psicohistoria que he desarrollado hasta ahora me indica que yo debo proteger el centro a toda costa, y eso es lo que intento. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo —dijo Dors, y le dio la espalda.

«Y espero estar haciendo lo correcto», pensó Seldon.

Si estaba equivocado Dors jamás se lo perdonaría, y lo peor era que él tampoco podría perdonarse a sí mismo…, con psicohistoria o sin ella.

24

Estaban desplegados en una formación impecable. Tenían los pies separados y las manos detrás de la espalda, y todos lucían un flamante y holgado uniforme verde de jardinero provisto de grandes bolsillos. Había muy pocas diferencias concernientes al sexo, y sólo se podía adivinar que algunas de las siluetas menos altas eran mujeres. Las capuchas cubrían su cabellera, pero se suponía que quien aspirase a cuidar los jardines del emperador debía llevar el cabello muy corto, y no podía haber ni rastro de vello facial.

Nadie sabía muy bien el motivo. La palabra «tradición» era utilizada para justificar multitud de cosas, algunas útiles y otras estúpidas.

Mandell Gruber estaba frente a la primera fila flanqueado por dos ayudantes. Gruber temblaba, y sus ojos estaban muy abiertos y algo vidriosos.

Hari Seldon apretó los labios. Bastaría con que Gruber pronunciara la frase «Los jardineros del emperador os saludan a todos», y después de eso Seldon se encargaría de lo demás.

Sus ojos recorrieron el grupo y localizaron a Raych.

Sintió que el corazón le daba un vuelco. El nuevo Raych sin bigote estaba en la primera fila, miraba fijamente hacia delante y su postura resultaba un poco más rígida que la de los demás. Sus ojos no se movieron para encontrarse con los de Seldon, y no mostró la más mínima señal de haberle reconocido.

«Perfecto —pensó Seldon—. Se supone que no me conoce, y no ha hecho nada que pueda delatarle.»

Gruber murmuró una bienvenida casi inaudible y Seldon se apresuró a intervenir.

Caminó con paso firme y sereno hacia Gruber y hasta situarse a su lado.

—Gracias, jardinero de primera clase —dijo—. Hombres y mujeres que cuidaréis de los jardines del emperador, vais a encargaros de una tarea muy importante. Seréis responsables de mantener sana y hermosa la única extensión de terreno descubierto que hay en Trantor, nuestro gran planeta, la capital del Imperio Galáctico. Cuidaréis de que aunque no dispongamos de los interminables panoramas que existen en los mundos sin cúpulas tengamos una pequeña joya que supere en esplendor a cuanto hay en el resto del Imperio.

»Estaréis a las órdenes de Mandell Gruber, quien no tardará en convertirse en jefe de jardineros. Él me informará cuando sea necesario, y yo informaré al emperador. Como comprenderéis, eso significa que sólo estaréis a tres niveles de la presencia imperial y que siempre os hallaréis bajo su benigna vigilancia. Estoy seguro de que ahora mismo nos está observando desde el pequeño palacio, su residencia personal, ese edificio que veis a vuestra derecha, el de la cúpula adornada con ópalos, y que se siente complacido por lo que ve.

»Naturalmente, antes de que empecéis a trabajar pasaréis por un cursillo de adiestramiento para familiarizaros con los jardines y sus necesidades. Tendréis que…

Seldon se había desplazado cautelosamente hasta quedar delante de Raych, quien seguía inmóvil y sin pestañear.

Intentó que su expresión no pareciese excesivamente benévola…, y un instante después frunció ligeramente el ceño. La persona que estaba detrás de Raych le resultaba familiar. Si Seldon no hubiera estudiado su holograma quizá no la hubiese reconocido, pero… Parecía Gleb Andorin de Wye. Era el hombre para el que Raych había trabajado en Wye, ¿no? ¿Qué estaba haciendo allí?

Andorin debió de percatarse de que Seldon le estaba observando, pues murmuró algo con los labios entrecerrados y el brazo derecho de Raych se apartó de su espalda, se movió hacia adelante y sacó un desintegrador del espacioso bolsillo de su chaqueta. Andorin le imitó.

Seldon quedó tan perplejo que se sintió casi incapaz de reaccionar. ¿Cómo era posible que los guardias hubieran permitido que se introdujeran desintegradores en el recinto imperial? Estaba tan confuso que apenas oyó los gritos de «¡Traición!» y el repentino ruido de gritos y carreras.

Lo único en lo que podía pensar era en el desintegrador con el que le apuntaba Raych, en que su hijo le miraba sin dar ninguna señal de reconocerle. El horror se adueñó de su mente cuando comprendió que Raych iba a disparar, y que se hallaba a escasos segundos de la muerte.

25

A pesar de su nombre el desintegrador no produce un auténtico proceso de desintegración. Lo que hace es vaporizar el contenido de una cavidad corporal causando una implosión acompañada de un débil sonido que recuerda a un suspiro. El resultado es un cuerpo u objeto aparentemente desintegrado por dentro.

Hari Seldon no esperaba escuchar aquel sonido. Lo único que esperaba era morir, por lo que se sorprendió al oír aquella especie de suspiro inconfundible. Parpadeó rápidamente mientras bajaba la mirada para contemplarse, y se quedó tan atónito que sintió cómo se le aflojaba la mandíbula.

«¿Estaba vivo?», se preguntó.

Raych seguía delante de él con los ojos vidriosos y el desintegrador apuntándole. Permanecía totalmente inmóvil, como si su acción anterior hubiera sido causada por un poder misterioso que le había otorgado movimiento y que se había esfumado de repente.

Detrás de él yacía el cuerpo de Andorin en un charco de sangre, y junto a él había un jardinero que blandía un desintegrador. La capucha se había deslizado hacia atrás, y mostraba el rostro de una mujer que se había cortado los cabellos recientemente.

La mujer desvió la cabeza lo justo para mirar a Seldon.

—Su hijo me conoce con el nombre de Manella Dubanqua —dijo—. Soy una agente del departamento de seguridad. ¿Quiere que le dé mi número de referencia, primer ministro?

—No —dijo Seldon con un hilo de voz. La guardia imperial se estaba reuniendo en el lugar de los hechos—. ¡Mi hijo! ¿Qué le ocurre a mi hijo?

—Creo que le han drogado con desespero —dijo Manella—. Los efectos se disiparán en cuanto haya pasado algún tiempo. —Extendió un brazo y cogió el desintegrador que Raych sostenía en la mano—. Siento no haber actuado antes. Tuve que esperar a que hubiera un gesto claramente hostil, y cuando llegó estuvo a punto de pillarme desprevenida.

—Yo tuve el mismo problema. Debemos llevar a Raych al hospital de palacio.

Unos ruidos confusos brotaron de repente del pequeño palacio. Seldon pensó que era muy probable que el emperador hubiese observado la ceremonia, y en tal caso debía de estar muy furioso.

—Cuide de mi hijo, señorita Dubanqua —dijo—. He de ver al emperador.

Seldon cruzó el caos que se había adueñado de las grandes praderas corriendo de forma poco digna y entró en el pequeño palacio sin perder el tiempo en ceremonias. Cleón debía de estar tan enfadado que un motivo de irritación más no cambiaría las cosas.

Nada más entrar vio el cuerpo de Su Majestad Imperial Cleón I, convertido en un cadáver tan destrozado que resultaba prácticamente irreconocible. A su alrededor había un grupo de siluetas paralizadas por el estupor. Sus magníficos ropajes imperiales se habían convertido en un sudario. Mandell Gruber estaba acurrucado contra la pared, y sus ojos idiotizados no se apartaban de los rostros que le rodeaban.

Seldon pensó que no podría seguir sosteniéndose en pie ni un segundo más, pero se inclinó y cogió el desintegrador que yacía junto a los pies de Gruber. Estaba seguro de haberlo visto en la mano de Andorin.

—Gruber, ¿qué ha hecho? —le preguntó en voz baja.

Gruber se volvió hacia él.

—Todo el mundo gritaba —balbuceó—. «No lo sabrán nunca —pensé—. Nadie imaginará que yo he matado al emperador. Creerán que ha sido otra persona…» Pero después no pude echar a correr.

—Pero Gruber… ¿Por qué?

—Para no tener que ser jefe de jardineros.

Y se derrumbó.

Seldon contempló el cuerpo inconsciente de Gruber sin poder creer en lo que estaba viendo.

Todo había salido bien por el más minúsculo de los márgenes. Seguía con vida. Raych estaba vivo. Andorin había muerto, la conspiración joranumita había fracasado y pronto no quedaría ni un solo miembro de la organización en libertad.

El centro había resistido, tal y como había predicho la psicohistoria.

De repente un hombre había matado al emperador por una razón tan trivial que desafiaba toda pretensión de análisis.

«¿Y qué vamos a hacer ahora? —pensó Seldon con desesperación—. ¿Qué va a ocurrir?»