UNA MIRADA AL LEJANO ORIENTE

LAS PLÁTICAS DE BUDA

La oleada espiritual que cien años atrás llegó de la India y recorrió Europa, especialmente Alemania, es todavía hoy claramente perceptible; sea cual sea nuestra opinión sobre Tagore y Keyserling, la nostalgia de Europa por la cultura espiritual del antiguo Oriente es incuestionable.

Expresado psicológicamente: Europa está empezando a advertir en múltiples síntomas de decadencia que el exagerado doctrinarismo de su cultura espiritual (evidente sobre todo en las disciplinas científicas) necesita una corrección, una renovación procedente del polo opuesto. La nostalgia general no busca una nueva ética o un nuevo modo de pensar, sino un cultivo de aquellas funciones psíquicas a las que nuestra espiritualidad intelectual no rinde justicia. La nostalgia general no busca tanto a Buda o Lao-Tsé como al yoga. Hemos aprendido que el hombre puede cultivar su intelecto hasta un grado asombroso sin obtener con ello el dominio de su alma.

Los literatos alemanes se burlan a veces de las traducciones de Neumann a causa de su fidelidad a las repeticiones aparentemente interminables. Las prolongadas y monótonas consideraciones les recuerdan un rosario de preces uniformes. Esta crítica, por muy ingeniosa que sea, parte de un criterio incapaz de enjuiciar el tema. En realidad, las pláticas de Buda no son compendios de una doctrina, sino ejemplos de meditaciones, y es precisamente la meditación lo que podemos aprender en ellas. Es ociosa la pregunta si la meditación puede conducir a otros resultados más valiosos que el pensamiento científico. El objeto y el resultado de la meditación no es un reconocimiento en el sentido de nuestra espiritualidad occidental, sino una renuncia del estado consciente, una técnica cuyo más alto objetivo es una armonía pura, una colaboración regular y simultánea del pensamiento lógico y el intuitivo. No sabemos sí ese objetivo ideal será asequible, pues somos principiantes en esta técnica. Sin embargo, no existe camino más directo para practicarla que el estudio de las pláticas de Buda.

Hay muchos nerviosos profesores alemanes que temen algo así como una invasión budista, una desaparición del Occidente espiritual. Pero Occidente no perecerá, y Europa nunca será budista. El que lee a Buda y su lectura le convierte al budismo, habrá encontrado en ello un consuelo y elegido así una solución de emergencia en lugar del camino que tal vez Buda puede señalarnos.

La dama elegante que coloca junto al Buda de bronce de Ceilán o Siam los tres tomos de las pláticas de Buda, está tan lejos de encontrar ese camino como el asceta que, desengañado de la esterilidad cotidiana, se refugia en el opio de un budista dogmático. Cuando los occidentales hayamos aprendido a meditar, obtendremos unos resultados muy diferentes de los hindúes. No se convertirá en opio, sino en una conciencia más profunda de nosotros mismos, tal como fue planteada como la primera y más sagrada condición a los discípulos de los sabios griegos.

(1921)

Resultaría tan inútil hablar hoy sobre la «religión del futuro» como es inútil y provechoso que los hombres de la actualidad se comparen con los pocos grandes ideales del pasado. Esta comparación termina inevitablemente en un terrible fracaso. En cuanto nuestra época y nuestra civilización son comparadas con los tiempos de auténtica religiosidad, salen de ello lamentablemente malparadas. Sabemos mucho, y nuestra nostalgia es auténtica, como lo es también nuestra resolución de considerar insignificante lo que sabemos y empezar espiritualmente desde el principio. Pero carecemos de tradición, educación y técnica. Nuestros conocimientos sobre vida interior, dominio de los instintos y medios de cuidar el alma son casi nulos.

Éste es el punto que haríamos bien en aprender de los héroes de tiempos pasados, de Jesús y los santos cristianos, de los chinos, de Buda. La más mínima regle de la orden monástica más modesta de la Edad Media puede enseñarnos más —ya que en esto somos totalmente ignorantes— sobre el cultivo y el cuidado del alma que toda la pedagogía de nuestro tiempo.

A este respecto, las pláticas de Buda son un manantial de riqueza y profundidad incalculables. En cuanto dejamos de considerar las enseñanzas de Buda de un modo puramente intelectual, y nos contentamos con sentir cierta simpatía hacia las antiguas ideas orientales sobre la unidad; en cuanto permitimos a Buda que nos hable como persona, como imagen, como el Sagaz y el Iluminado, encontramos en él, casi independientemente del contenido filosófico y la raíz dogmática de su doctrina, uno de los más grandes modelos de la humanidad. Quien lee con atención sólo unas pocas de las innumerables pláticas de Buda, se siente pronto invadido por una armonía, una serenidad anímica, una sonrisa y una placidez, una firmeza inquebrantable, pero también una bondad inflexible, una benevolencia sin límites. Y para hallar los caminos y los medios de alcanzar esta bendita serenidad del alma, las pláticas están llenas de consejos, preceptos y advertencias.

El ideario de la doctrina budista constituye sólo la mitad de la obra de Buda; la otra mitad es su vida, sus experiencias vividas, su trabajo realizado, sus actos. En ella se practica y se enseña un cuidado del alma de cuya esmerada solicitud no tienen la menor idea los ignorantes que hablan del «quietismo» y las «fantasías hindúes» al referirse a Buda, negándole esa virtud cardinal de Occidente: la actividad. Por el contrario, en Buda y sus discípulos vemos la ejecución de un trabajo, la práctica de una disciplina y la persecución de un fin por las cuales incluso los auténticos héroes europeos deberían sentir respeto. Difícilmente podemos encontrar en Buda mucho sobre el «contenido» de aquella nueva religión o religiosidad que intuimos próxima o sólo deseamos, pues el «volumen» de su doctrina ya ha llegado a nosotros por caminos filosóficos, aunque solo sea un atajo no muy puro, a través de Schopenhauer. Además, en esta «nueva religión», el contenido de ideas sería menos importante que unos símbolos nuevos y vivos de religiones muy antiguas. Las religiones pueden, hasta cierto punto, pasar por nosotros sin dejar rastro. De nosotros depende cuidad la disposición y mantener encendidas las «lámparas».

Parte integrante de esta disposición ha de ser la capacidad de sentir respeto. Si concedemos a Buda el respeto debido a los santos, su voz la oiremos con agradecimiento. Verdaderamente no comprendo qué mal puede haber en ello; las advertencias contra el peligroso «Oriente» que con tanta frecuencia escuchamos, provienen todas de grupos partidista que desean proteger un dogma, una secta, una receta.

(1922)

EL HINDUISMO

Las religiones de carácter protestante-puritano tienen en su conjunto, según parece, una menor plasticidad y capacidad de adaptación que la católica. Por este mismo motivo, el budismo, después de sustituir durante siglos casi enteramente a la antigua religión brahmánica, desapareció hace mucho tiempo casi por completo reemplazado por el «hinduismo», es decir, la religión popular de antiguas raíces brahmánicas. El hinduismo no tiene dogmas y sería imposible definirlos, pues esta religión de la India, el pueblo más religioso del mundo, es de hecho de una plasticidad, de una capacidad de adaptación, de una flexibilidad y eterna floración que no tiene parangón en ninguna parte. Hay «hinduistas» que sólo veneran a un dios espiritual, y otros que adoran a multitud de dioses e ídolos; hinduistas que creen en espíritus y hechizos y practican el culto de tumbas y demonios, y otros cuyo credo está lleno de reminiscencias islámicas y cristianas.

El hinduismo no es un sistema, no se basa en conceptos determinados, no posee ningún canon dogmático, y, sin embargo, no ha desaparecido a pesar de los siglos, sino que con proteica creatividad ha contraído mil nuevos compromisos, hallado siempre nuevas formas y asimilando elementos extraños con infinita tolerancia y amplitud de criterio. Al igual que los dioses hindúes, de múltiples rostros y brazos, esta religión tiene miles de rostros, primitivos y refinados, infantiles y viriles, dulces y crueles.

Glasenapp[3] nos ofrece un examen asombrosamente rico de la historia y el contenido del hinduismo; no intenta definir lo indefinible, sino que reconoce la unidad misteriosa, invisible desde fuera, que alimenta y mantiene intacta a esta religión no es otra cosa que la propia estructura del alma hindú, y que los cimientos y el núcleo del hinduismo no están en ninguno de los muchos cultos, ni en los Vedas ni en el sacerdocio, sino en la vida hindú, en la vida práctica y cotidiana de los pueblos hindúes, con sus estratos sociales bien definidos, las llamadas castas.

Así como el budismo y las consideraciones de los Vedas son bien conocidos y casi populares entre nosotros, la religión principal de los hindúes, llamada hinduismo, es casi desconocida y soslayada tanto por eruditos como por religiosos. Es aquella religión cuyos ídolos de muchos brazos y cabezas de elefante impulsaron a Goethe, en un momento de mal humor y contra su profunda intuición, a pronunciarse contra ella, pero estos dioses e ídolos han vuelto; volvieron hace diez años por el camino del arte, pues de improviso Occidente se di cuenta de que si las mercancías japonesas eran buenas, las indias debían ser baratas, y así fue descubierto el arte hindú. Y ahora llega el mundo de los dioses hindúes, con sus ídolos de múltiples brazos, con sus diosas de senos pletóricos, con sus divinidades y santos esculpidos en piedra; llegan ininterrumpidamente, por el camino del coleccionista de piezas raras y objetos de arte, por el camino de la ciencia.

Hasta ahora, al pueblo más religiosamente genial de la tierra sólo lo veíamos a través de lentes filosóficas; y apenas conocíamos de él más que los sistemas y teorías de la antigua India que los interrogantes religiosos intentan solucionar intelectualmente. Hasta ahora no hemos empezado a adivinar toda la grandeza y magnificencia de esta religión del pueblo, el hinduismo, la religión más genial y de inigualable plasticidad.

El problema que menos comprende el occidental y cuya solución se le escapa, el hecho de que para los hindúes Dios sea a la vez trascendente e inmanente, es el auténtico corazón de la religión hindú. Para el hindú, tan genial por su sentimiento religioso como por su pensamiento abstracto, este problema no es tal; para él está claro desde el principio que la razón y la comprensión humana sólo pueden percibir las cosas del mundo, y que a lo divino únicamente podemos llegar a través de la entrega, la meditación, la veneración y la plegaria. Y así el hinduismo, que desde hace tres mil años es la religión principal de la India alberga en una paz paradisíaca las contradicciones más diversas, las formulaciones más opuestas, los dogmas más discrepantes, ritos, mitos, y cultos, lo más exquisito junto a lo más grosero, lo más espiritual junto a la más desnuda sensualidad, lo más bondadoso junto a lo más salvaje y cruel.

La verdad, lo eterno no está en estas manifestaciones, ni siquiera en las mejores y más nobles; la verdad está muy por encima de ellas. Por eso el brahmán puede estudiar teología, el voluptuoso puede amar al sensual Krishna, el ingenuo adorar una caricatura untada de estiércol de vaca, ante Dios todo es lo mismo, se trata sólo de una diversidad aparente, las contradicciones no lo son más que en apariencia.

(1923)

EL ESPÍRITU CHINO

El sabio chino más conocido desde la antigüedad es Confucio, y con razón, ya que, de todos los pensadores, él es quien ha ejercido mayor influencia sobre la vida y la historia de su país. Nos lo imaginamos, pues, con toda exactitud cuando pensamos en él como totalmente «chino», es decir, formal hasta la pedantería, pero no hacemos justicia a los chinos cuando, basándonos en este juicio, consideramos el espíritu chino en general rígido y poco filosófico en apariencia, opinión errónea contra la cual el propio Confucio ha dejado suficientes pruebas. Todavía es poco conocido el hecho de que en China ha habido grandes filósofos y moralistas cuya sabiduría no es menos valiosa para nosotros que la de los griegos, Buda y Jesús. En realidad, el más grande sabio de China no fue nunca verdaderamente popular en su propia patria, y siempre estuvo a la sombra de Confucio, contemporáneo suyo y algo más joven. Habló de Lao-Tsé, cuyas enseñanzas han llegado hasta nosotros contenidas en el libro Tao-te-king. Su doctrina de Tao, el origen de toda vida, podría resultarnos indiferente como sistema filosófico o ganar interesados adeptos, si no contuviera una ética tan grande, hermosa y de tan enorme fuerza personal, que su último adaptador alemán, un profesor de teología, coloca a Lao-Tsé a la misma altura que Jesús. Sobre nosotros los profanos, este chino no podrá ejercer una influencia tan poderosa, pues su obra se expresa en un lenguaje difícil y extraño cuya comprensión incluso superficial requiere mucha aplicación y un auténtico esfuerzo. No se trata aquí de una curiosidad, de una rareza literario-etimológica, sino de uno de los libros más serios y profundos de la antigüedad.

A Confucio podemos comprenderle en las Conversaciones. De los pensadores chinos posteriores disponemos en alemán de una selección muy original y por añadidura, muy clara: Reden und Gleichnisse des Tschuang-Tsé (Pláticas y alegorías de Chuang-Tsé).

Chuang-Tsé vivió trescientos años después de Lao-Tsé, y su relación con éste se ha comparado a la de Platón con Sócrates. No es de mi competencia juzgar los libros chinos no el trabajo de sus traductores; sólo quería explicar que a mí, que como profano del antiguo Oriente sólo conocía la filosofía budista y las relacionadas con el budismo, estos notables libros me han dado a conocer valores totalmente nuevos. El Asia oriental no ha poseído nunca, entre Buda y Cristo, una filosofía convertida en religión popular cuya activa y hermosa ética estuviera más cerca de la cristiana que la hindú-budista.

(1911)

CONFUCIO

La lectura[4] no es fácil, y muchas veces se tiene la sensación de respirar un aire extraño cuya composición es distinta del que necesitamos para vivir. Sin embargo, no me arrepiento de haber dedicado mi tiempo a estas «conversaciones». Aunque el espíritu chino nos cause la impresión de estar contemplando el producto de un lejano cuerpo celeste, es un ejercicio provechoso observarlo algo más que superficialmente. Es muy necesario para nosotros mirar nuestra propia civilización individualista, no como algo evidente, sino en comparación con su antípoda. Y al hacerlo, hay momentos en que al lector le asalta la singular idea de una posibilidad de síntesis entre ambos mundos. Porque en el fondo de ese gran desconocido que es Confucio descubrimos las mismas cualidades que conocemos desde hace mucho tiempo en los grandes hombres de la historia de Occidente. Cosas que al principio nos parecían grotescas equivocaciones las encontramos ahora naturales, y vemos atracción, e incluso belleza, en cosas que antes se nos antojaban de una tediosa aridez. Y nosotros, los individualistas, envidiamos a este mundo chino la seguridad y grandeza de su pedagogía y sistemática, con las cuales no podemos comparar nada nuestro como no sea nuestro arte y nuestra modestia tal vez mayor ante la naturaleza sobrehumana.

Pongo fin a mi profana recomendación de esta sabiduría oriental con algunas sentencias elegidas de las Conversaciones.

Conocer y ser conocido

No me preocupa que los hombres no me conozcan; me preocupa no conocer a los hombres.

La estrella polar

Quien sabe dominarse a sí mismo es como la estrella polar, que permanece en su sitio y todas las estrellas giran a su alrededor.

Grados de desarrollo del maestro

El maestro habló: «Tenía quince años y mi voluntad era alcanzar la sabiduría, a los treinta la alcancé, a los cuarenta ya no tenía ninguna duda, a los cincuenta conocí la ley de los cielos, a los sesenta mis oídos se abrieron, a los setenta pude seguir los deseos de mi corazón, sin exceder la medida».

(1909)

LAO-TSÉ

… Considerado de acuerdo con la idea que el europeo medio tiene de la filosofía china, es decir, superficialmente, Lao-Tsé, a causa de su vivacidad, no parece chino. El traductor lo compara directamente con Jesús, y en verdad no existe entre los pensadores más conocidos de Extremo Oriente ninguno cuyos ideales éticos estén más cerca de nosotros, los arios occidentales, que los de Lao-Tsé. Frente a la filosofía hindú, apartada del mundo y a menudo sutilmente abstraída, que tanto estudiamos en Occidente desde hace algún tiempo, esta sabiduría china se nos antoja muy sencilla y práctica, y sólo después de muchas torpes acrobacias mentales llegamos a la vergonzosa conclusión de que esos chinos antiguos conocieron mejor los valores elementales y trabajaron con mayor eficacia por el desarrollo de la humanidad que muchos occidentales abandonados por el instinto en su anárquica filosofía de especialistas. Como prueba incluimos el último fragmento del Tao-te-king, extraído de la traducción alemana de Richard Wilhelm:

Las palabras ciertas no son hermosas.

Las palabras hermosas no son ciertas.

La sensatez no persuade.

La persuasión no es sensata.

El sabio no es erudito.

El erudito no es sabio.

El llamado no acumula riquezas.

Cuanto más hace por los otros.

Tanto más posee.

Cuanto más da a los otros.

Tanto más tiene.

El sentido del cielo es bendecir sin perjudicar.

El sentido del llamado es obrar sin disputar.

(1910)

El filósofo chino Lao-Tsé, desconocido en Europa durante dos mil años, fue traducido a todas las lenguas europeas en los últimos quince años, y su libro el Tao-te-king se convirtió en el libro de moda. En Alemania fue Richard Wilhelm quien introdujo con sus traducciones la literatura clásica y la sabiduría de China en una extensión sin precedentes. Y mientras China está débil y políticamente dividida y las potencias occidentales la consideran un inmenso y rico territorio para ser explotado con todo cuidado, la antigua sabiduría china y el antiguo arte chino se introducen no sólo en los museos y bibliotecas de Occidente, sino también en los corazones de la juventud intelectual. En los últimos diez años, la juventud alemana de las universidades, recién llegada de la guerra, no ha sido influida con tanta fuerza por ningún otro genio como por Lao-Tsé, seguido de Dostoyevski. El hecho de que este movimiento tenga lugar en el seno de una minoría relativamente pequeña no le resta importancia: esta minoría es precisamente la más indicada para recibir el mensaje: la parte más dotada, consciente y responsable de la juventud estudiante.

Nuestros ideales occidentales modernos son tan opuestos a los chinos, que deberíamos alegrarnos de poseer unas antípodas tan firmes y admirable en la otra mitad del globo terrestre. Sería una insensatez desear que con el tiempo el mundo entero tuviese una civilización europea o una china; pero si deberíamos sentir hacia ese espíritu chino el respeto sin el cual nada puede aprenderse y asimilarse, e incluir en nuestras enseñanzas el Lejano Oriente como lo hacemos desde hace tiempo (¡recordemos solamente a Goethe!), con el Oriente del Asia occidental. Y cuando leamos las estimulantes e inteligentes «conversaciones» de Confucio, no debemos considerarlas como una curiosidad de tiempos remotos, sino pensar que su doctrina no sólo ha sostenido este gigantesco reino a lo largo de dos mil años, sino que aún hoy los descendientes de Confucio viven en China, llevan su nombre y le recuerdan con orgullo —a su lado, la nobleza más antigua y cultivada de Europa parece casi en pañales—. Lao-Tsé no ha de sustituir para nosotros el Nuevo Testamento, pero ha de enseñarnos que algo similar surgió bajo otro cielo y en tiempos aún más remotos, y esto debe fortalecer nuestra fu en que la humanidad, aunque esté dividida en razas y culturas dispares e incluso hostiles, constituye una unidad y tiene posibilidades, ideales y objetivos comunes.

Entre nosotros, pese a este joven entusiasmo por China, impera en casi todos los círculos la opinión de que el alma de los chinos es totalmente distinta a la nuestra. Sus virtudes, ante todo su inagotable paciencia y su silenciosa tenacidad, su naturaleza más pasiva, y sus vicios, sobre todo la famosa crueldad china, están infinitamente lejos de nosotros y nos resultan incomprensibles. En realidad, todo esto no son más que necios prejuicios. El chino puede ser cruel del mismo modo que puede serlo un occidental, y puede ser piadoso y altruista como los son a veces los europeos. Si buscamos en la historia ejemplos de crueldad china, debemos buscar igualmente relatos en que China y su heroísmo han de parecernos tan ejemplares como los relatos aprendidos en nuestras escuelas de las páginas de la Biblia o de los clásicos antiguos.

(1926)

I CHING

Hay libros, libros de santidad y sabiduría, en cuya compañía y atmósfera se puede vivir durante años; libros que es imposible leer como se leen otros libros. Hay partes de la Biblia que pertenecen a esta categoría; y el Tao-te-king. Es suficiente una sola frase de estos libros para sentirse colmado, para ocuparse y para reflexionar durante mucho tiempo. Estos libros se tiene al alcance de la mano o se llevan en el bolsillo cuando se va a pasear por el bosque, y nunca se leen durante media hora seguida, sino que cada vez se toma una sentencia, una línea para meditar sobre ella, para conocer un poco más —después de las futilidades del día, incluidas las otras lecturas— la escala de valores de los grandes y los santos.

Considero una dicha haber encontrado un libro equiparable a estos dos. Evidentemente, como los otros, es un libro muy antiguo, se remonta a miles de años, pero hasta ahora no se había intentado traducirlo al alemán Se titula I Ching, el libro de las transformaciones, y contienen la antigua sabiduría y magia de China, Se puede utilizar como libro de oráculos para hallar consejos en los momentos difíciles de la vida. Se puede utilizar para apreciarlo «sólo» a causa de su sabiduría. Hay en este libro, que nunca podré comprender más que intuitivamente y en momentos aislados, un sistema de símiles para todo el mundo, basado en ocho cualidades o imágenes; de ellas, las dos primeras son el cielo y la tierra, el padre y la madre, el fuerte y el dócil. Esas ocho cualidades son expresadas por sendos signos de gran sencillez, que se combinan entre sí y ofrecen sesenta y cuatro posibilidades, en las cuales se basa el oráculo. Se pregunta al oráculo y se obtiene más o menos esta respuesta: «Verdad Interior: cerdos y peces. ¡Salvación! Es necesario cruzar el gran río. Es preciso tener perseverancia». Entonces se puede meditar sobre ello; además dispone de comentarios.

Este libro de las transformaciones está desde medio año en mi dormitorio y nunca he leído más de una página seguida. Cuando miramos una de las combinaciones de signos nos sentimos invadidos por Ch’ien, el Creador, y por Sun, el Bondadoso, por lo que no es una lectura, ni tampoco meditación, sino una contemplación de agua corriente o nubes pasajeras. Todo cuanto podemos pensar o vivir está escrito aquí.

(1925)

El ZEN CHINO

1

El Zen chino, esta forma dedicada totalmente a la práctica, a la disciplina del alma, adaptación china del budismo hindú, está en su esencia en contraposición con el budismo de la India, y de hecho es contrario categóricamente a la literatura, la especulación, la dogmática y la escolástica. Podría decirse que el budismo hindú y el chino se relacionan del mismo modo que el sánscrito y la lengua china. El primero es un idioma indogermánico, producto de un pensamiento diferenciante, erudito y abstracto, y al mismo tiempo de una floreciente escolástica; el segundo es una lengua metafórica, flexible, que carece de la mayoría de nuestras sutilezas y complicaciones gramaticales, generosa y en modo alguno inequívoca, cuyas palabras son más bien imágenes o gestos que palabras tal como nosotros las concebimos. No obstante, el Zen también ha desarrollado una especia de literatura, y este año de 1960 ha tenido lugar el acontecimiento de la aparición en traducción alemana de uno de su más venerables libros (aunque sólo una tercera parte de él), que ha costado a su autor, Wilhelm Gundert, más de una docena de años el libro BI-YAEN-LU, Meister Yüan-Wu’s Niedersschrift von der smaragdenen Felswand (BI-YÄN-LU Composición del maestro Yüan-Wu sobre la roca de esmeralda), data de principios del siglo XII y es una colección de cien anécdotas y sentencias de eminentes maestros de Zen y de himnos en verso y comentarios acerca de ellos. De los 100 «ejemplos», la traducción de Gundert incluye los primeros treinta y tres.

Esta notabilísima obra es algo así como un resumen Zen-budista, pero no en el sentido de una dogmática, sino en el de un libro de ejercicios espirituales. Tras las sentencias de famosos maestros y patriarcas, se explica a los monjes y novicios el modo en que éste o aquel antecesor alcanzó el objetivo, es decir, la revelación, el conocimiento de la realidad, que no es presentada como algo estático, sino cómo el destello de una chispa entre dos polos, el polo sansara, que es todo el diverso mundo apa rente y sensorial, y el polo nirvana, el vado liberación absolutos. En la mayoría de estos ejemplos prácticos, el maestro formula una pregunta a un alumno, que el lector occidental puede compren, der a menudo, mientras que la respuesta del maestro nos sitúa ante un enigma, aparte de que, con frecuencia, no consiste en palabras, sino en un ademán o una acción, y esta acción es a veces una bofetada o un golpe de palo. Estos ejemplos, recopilados en el año 1100 de una tradición de varios siglos, siguen siendo, ochocientos años después, un manual clásico de los maestros de Zen. Ya es mucho que ahora podamos leerlos en alemán, pues cada ejemplo contiene el estímulo para una asombrosa abstracción.

No es un libro que se pueda «leer» sencillamente; es preciso tantear en su espesura centímetro a centímetro, retroceder muchas veces, y a cada retroceso el texto nos muestra de improviso un nuevo aspecto. Es una obra muy extraña, complicada y difícil de asimilar. Es una nuez de tres o cuatro cáscaras realmente duras. Ahora el contemporáneo medio y normal dirá tal vez que la India antigua, la China antigua, el nirvana y el Zen son cosas pasadas, y que ocuparse de ellas, traducir y estudiar esta obra de la Edad Media de Extremo Oriente no sirve de nada, es hacer arqueología histórica o jugar por puro romanticismo.

A esto se podría responder que aún hoy el Zen existe y se practica en Japón como entre nosotros el cristianismo, que la enseñanza del Shakiamuni en sus diversas formas orientales ha fascinado no solo a Shopenhauer y sus discípulos, sino que también ha cautivado el interés del Occidente actual, que las conferencias y libros de los budistas Zen actuales, en especial los de Suzuki, atraen la mayor atención tanto en Europa como en América, y que, por desgracia, ya existe algo parecido a una moda Zen.

(1960)

2

Josef Knecht a Carlo Ferromonte

Amigo, es muy hermoso, y en el fondo consolador, que todo cuanto en apariencia pertenece para siempre al pasado sea capaz de volver y comenzar una nueva vida. Hace poco me informaste de que recientemente muchos de tus colegas se dedican a lecturas budistas, y en especial a la literatura d el Zen, ya sea en su forma china o japonesa. Tú te inclinas, según parece, a considerarlo una simple moda y un pasatiempo; y en el fondo estás decidido a no dedicarle tu tiempo. Ya que me lo mencionas, te diré de buen grado mis ideas al respecto, pues esta «moda» también se deja sentir aquí en Waldzell, y me he propuesto refrescar algo, a través de la lectura, mis escasos conocimientos sobre la materia. Ante todo he releído hace poco composición sobre la roca de esmeralda del maestro chino Bi-Yän-Lu.

Conoces desde hace mucho tiempo mi afecto por los chinos. Este afecto no tiene nada que ver con el budismo ni con el Zen, lo ha inspirado siempre la antigua y magnífica china de los clásicos, que aún no conocía a Buda. El antiguo cancionero, el I Ching, los escritos de Kung Fu-Dsi y Lao-Dsi hasta Chuang-Dsi y los que tratan de ellos se cuentan, del mismo modo que Homero, Platón y Aristóteles, entre mis educadores; todos ellos me han ayudado a formarme a mí mismo y a formar mi idea acerca del hombre bueno, sabio y perfecto. La palabra y el concepto de Tao han sido y son para mí más valiosas que el nirvana, y lo mismo me ocurre con la pintura china: la tradicional, cuidada, parecida a la caligrafía me gusta más que el arte más poderoso, apasionado y de apariencia más genial de muchos pintores Zen. Muchas veces me ha parecido singular y también un poco desconcertante que un viajero que visite Oriente y convencido de la verdad de la sentencia «ex Oriente lux», llegara a la conclusión de que China heredó su más elevada riqueza espiritual de la India de Occidente. Ahora bien, todo esto son caprichos insignificantes que no deben tomarse más en serio que aquellos deseos pasajeros de un alto en la historia que de vez en cuando nos permitimos en nuestros ensueños, algo así como el deseo de que a Ghirlandaio, Piero della Francesca y Lippi no hubiera seguido un Miguel Angel, ni a Beethoven un Wagner, o que la religión de Occidente se hubiese detenido en el estado del cristianismo primitivo.

China tampoco se detuvo en la época de los antiguos emperadores, con Kung Fu o Lau Dan; al parecer, algunos siglos después de su primera y hermosa floración necesitó nuevamente una luz. Y la luz, tanto si nos gusta como si no, no vino con la mañana, sino con el patriarca «del lejano Occidente»; la doctrina de Buda llegó de la India, y al principio cautivó a sus discípulos con dogmática hindú, especulación hindú y escolástica hindú. Toda la enorme literatura de las escuelas budistas fue traducida y comentada, en los monasterios surgieron gigantescas bibliotecas, la luz de Occidente sobrepasó en fulgor a todas las antiguas estrellas locales. Así, durante mucho tiempo, el chino se convirtió, o pareció convertirse, en piadoso y asceta; el dragón estaba domesticado. Pero un día, todo cuanto absorbiera de extranjero y prodigioso se transformó, el dragón se despertó y comenzó el viejo y despiadado juego entre vencedor y vencido, entre padre e hijo, entre el Oeste docente y especulador y el Este arrollador y sereno. El espíritu de Buda adquirió un rostro nuevo, un rostro chino. Así veo yo, completamente como profano, la prehistoria del Zen.

Sin embargo, creo que te será más útil que te comunique un par de impresiones muy personales que se han grabado en mi mente con especial tenacidad después de estudiar la «composición» de Bi-Yän-Lu. Ignoro si debo recomendarte que te entregues tú también a esta lectura. El libro rebosa de encanto y a la vez de emoción, pero su esencia se oculta tras unas cáscaras muy gruesas y duras, y para un hombre como tú, que ve ante sí sus metas con mucha claridad, la vida es demasiado corta para dedicar días y semanas a descifrar tales jeroglíficos. Para mí es diferente, yo no estoy concentrado aún con tanta exactitud en tareas determinadas y puedo vagar con apetito de estudioso y conciencia limpia por las ilimitadas praderas de la historia del espíritu humano.

Como ya sabes, el núcleo de la famosa composición consiste en breves anécdotas (en el libro se llaman «ejemplos») que relatan en parte sentencias y en parte actos y prácticas pedagógicos de conocidos maestros del Zen de la antigüedad. Las sentencias —como lo fueron también para los chinos de siglo XI—, su sentido es más o menos descifrable con ayuda de los comentarios que las acompañan. Te daré dos ejemplos elegidos al azar:

Tsui-yän, al término de los ejercicios estivales aleccionó a sus oyentes con las siguientes palabras:

«Durante todo el verano, hermanos míos, os he hablado con amor una y otra vez. ¡Mirad si Tsui-yän aún conserva sus cejas!».

Bau-fu dijo: «Los hombres que se dedican al robo tienen el corazón vacío».

Tchang-tjing dijo: «¡Ya son maduros!».

Yün-men dijo: «¡Cierra!».

O éste:

Un monje preguntó a Hsiang-lin: «¿Cuál es el sentido de que el Patriarca llegase desde el remoto Oeste?». Hsiang-lin contestó: «Le cansó estar tanto tiempo sentado».

Como ves, se trata de algo parecido a una tabla de multiplicar de brujas. Detrás de todo ello se intuyen alusiones, significados e incluso conjuros, parecen fórmulas mágicas, pero no lo son, sino indicaciones de metas muy precisas, sólo que es necesario poseer la clave y para encontrarla no nos bastan los circunloquios y explicaciones de la Composición; para ello necesitamos un guía instruido en sinología y budismo.

Y, no obstante, algunas de las palabras de los maestros son sencillas y fáciles de comprender. Una de ellas, la primera del libro, me ha sobrecogido como una revelación; no creo que pueda olvidarla. Un emperador se encuentra con el antiguo patriarca Bodhidharma. Con la presunción e ignorancia del profano y hombre de mundo, le pregunta: «¿Cuál es el sentido más alto de la verdad sagrada?». El patriarca contesta: «La extensión abierta, nada sagrado». La sobria grandeza de esta contestación, Carlo me acarició como un aliento del espacio, sentí un embeleso y al mismo tiempo un pavor como en esos raros momentos de inmediata cognición o experiencia, que yo llamo «estar despierto» y sobre los cuales hablamos una vez con extraordinaria gravedad. La consecución de este despertar, este estado de identificación con el Todo, que no es cavilación, sino una realidad vivida con alma y cuerpo, esta fusión con la unidad es la meta a la que aspiran todos los discípulos del Zen.

Los caminos que conducen a esta meta son tantos como hombres hay en el mundo, y hay tantos guías como maestros del Zen. Puede decirse, de discípulos y maestros, que existen entre ellos todos los tipos y clases de hombres chinos. En las anécdotas, los tipos de discípulo no están dibujados con tanta precisión como los caracteres de los maestros, y peso a ello tengo la impresión de que el gran conjunto, al igual que nuestros cuentos, consigue dar más relieve a los modestos y sencillos que a los brillantes y polifacéticos. Pero entre los maestros los hay severos y los hay plácidos; elocuentes, y silenciosos; humildes, y activos, y también coléricos, belicosos y hasta violentos. No he encontrado una sentencia tan magnífica como aquélla de la «extensión abierta», pero sí gran número de incitaciones sin palabras, incitaciones por medio de una bofetada, un bastonazo, un golpe con el látigo de yak o una vela encendida y apagada inmediatamente de un soplo. Hubo además un maestro, uno de los silenciosos que a preguntas de tus discípulos no respondía con palabras, sino con el índice, que sabía levantar de modo tan expresivo que los discípulos, entrenados y maduros para comprenderlo, a la vista del dedo conocían lo inexpresable. Hay historias que al ser leídas por primera vez se resisten a comunicar algo; suenan como una charla o disputa en el lenguaje de algún hombre o animal totalmente desconocido, y al leerlas otra vez con más detenimiento se abren de repente puertas y ventanas hacia todos los puntos cardinales.

Como ya te he hablado de mi «despertar» personal, mucho antes de que los dos oyéramos mencionar el Zen, tengo que comunicarte algo más que atrae mi atención y me da que pensar acerca de los iluminados del budismo chino. Yo ya conozco la experiencia, pues he sentido varias veces «el relámpago de la revelación». No era algo desconocido entre nosotros: todos los místicos y muchos de sus discípulos, grandes y pequeños, lo han vivido; acuérdate de la primera revelación de Jakob Böhmes. Pero en estos chinos el despertar parece prolongarse durante toda la vida, por lo menos en los maestros, que convierten el relámpago en sol y retienen para siempre el instante. Aquí mi comprensión me falla, pues no soy capaz de imaginarme un estado de iluminación eterna, un éxtasis transformado en forma de vida duradera. Probablemente me introduzco en el mundo del Este con una actitud demasiado occidental. Sólo puedo imaginarme que quien ha despertado una vez puede repetir la experiencia con mayor facilidad que otros hombres y repetirla dos, tres, diez veces, y que, naturalmente, vuelve a sumirse en el sueño y la inconsciencia, pero nunca con tanta profundidad que no pueda despertarle la luz de un siguiente relámpago.

Para terminar quiero contarte otra notable y aleccionadora historia de Bi-Yän-Lu. En el siglo X vivió un maestro llamado Yün-men, acerca del cual se relatan muchas cosas asombrosas. Su residencia era la «Montaña del portal de nubes», en el sur de China, en la provincia de Kwang-tung. Una vez llegó allí desde muy lejos un peregrino, un hombre sencillo llamado Yüan. Hacía mucho tiempo que estaba de camino, y había recorrido media China y visitado muchos monasterios cuando llegó a la «Montaña del portal de nubes». Yün-men le acogió en su casa y le puso como fámulo a su servicio personal. Al parecer, el gran conocedor de hombres intuyó que el joven peregrino poseía valiosas fuerzas ocultas que el propio Bi-Yän-Lu ni siquiera sospechaba; porque tuvo una paciencia infinita con su torpeza en comprender las cosas. Ahora te oigo preguntar: «¿Cuánto duró su paciencia?». Yo te contesto: «Dieciocho años». Día tras día le llamaba una o más veces: «¡Sirviente Yüan!». Cada vez Yüan contestaba con humildad y sumisión: «Sí». Y el maestro le interrogaba cada vez: «Sí, dices tú. Pero ¿qué quieres significar con ello?». Inquieto y preocupado, el sirviente intentaba en cada ocasión explicarse y hablar con franqueza, pues con el tiempo llegó a advertir instintivamente que en la llamada y la brusca crítica a su respuesta había algún significado. Se esforzaba por justificar su «sí», a menudo con gran ansiedad; seguramente cavilaba durante toda la víspera sobre la respuesta que daría al maestro a la mañana siguiente. La pregunta de su amo acerca del significado de su «sí» fue una nuez que Yüan tuvo que cascar durante días, semanas y años: dieciocho años. Un día, en apariencia igual que todos, el fámulo volvió a oír a su maestro llamándole por su nombre, pero esta vez el «Yüan» sonó de modo muy distinto. ¡Era su nombre, era él, mismo, sólo él, a quien hablaban, mandaban, preferían, llamaban! Le sonó como un relámpago bajara del cielo, como un trueno que retumbase desde otro mundo: «¡Yüan!». El hechizo estaba roto, el velo, rasgado, Yüan podía ver y oír, contemplar el mundo en su verdadera forma y a sí mismo en él; y la luz se hizo para él. Esta vez no contestó «sí». Balbuceó quedamente: «He comprendido».

Es una historia maravillosa. Pero aún no ha terminado. El sirviente Yüan no sólo había sido llamado para la revelación, que acaso tuviese que esperar durante mucho tiempo. Estaba destinado a algo más, y parece ser que él lo intuyó y todavía lo intuyó mejor el maestro Yün-men, porque le retuvo tres años más en su compañía y le vigiló de manera especial. Entonces el antiguo sirviente, apto ya para ser maestro, se marchó, peregrinó a través de media China de regreso a su patria, asumió la dirección de un monasterio y trabajó en él bajo el nombre de Hsiang-lin durante cuarenta años. Muchos le consideraron el más grande de los discípulos de Yün-men. A los ochenta años o más, al presentir próximo su fin, se puso en camino para visitar al príncipe Sung, prefecto del distrito, que era admirador suyo y protector del monasterio, con objeto de darle las gracias y despedirse de él, pues, según dijo, había decidido reanudar su peregrinaje. Uno de los funcionarios del príncipe se burló de él, diciendo que el gran monje se había vuelto senil; ¿cómo podía un hombre frágil y tan anciano peregrinar de un lado a otro? Pero el príncipe defendió al maestro, no le juzgó, se despidió cortésmente de él y le acompañó hasta la puerta. El anciano regresó al monasterio, mandó llamar a todos sus monjes, tomó asiento y dijo a la silenciosa asamblea: «Este anciano monje… se dobla como una hoja después de cuarenta años». Y en seguida, plácidamente y sin dolor, inició su tránsito hacia la transformación.

Addio, Carlo.

Tuyo, J. K.

(1960)

3

Dos poemas

EL DEDO LEVANTADO

El maestro Djü-dchi, según nos relatan.

Era callado, dulce y tan modesto.

Que renunció a palabras y enseñanza.

Pues la palabra es ficticia, y el maestro.

Quería evitar la ficción a toda costa.

Muchos monjes, novicios y discípulos.

Solían hablar con ingenio y elocuencia.

Del bien supremo y el sentido del mundo.

Mientras él estaba en guardia silenciosa.

Vigilante de cualquier exceso.

Cuando tanto los fatuos como los graves.

Le preguntaban sobre el sentido.

De las Escrituras, del nombre de Buda.

De la revelación, del comienzo del mundo.

Y de su fin, él permanecía callado.

Señalando hacia arriba con un dedo.

Y la seña de este dedo silencioso.

Era más íntima y clara cada día:

Hablaba, elogiaba, instruía y daba.

Tan clara imagen del mundo y la verdad.

Que los discípulos, al verlo en alto.

Comprendían, temblaban y despertaban.

JOVEN NOVICIO EN EL MONASTERIO ZEN

Aunque todo sea engaño e ilusión.

Y nombrar a la verdad sea imposible.

La montaña me mira con tesón.

Dentellada y siempre reconocible.

Rosa encendida, cuervo y venado.

Polícromo mundo y azul del mar:

Concéntrate, y se habrán desintegrado.

Sin nombre ni estructura que ostentar.

Concéntrate y mira en tu interior,

¡Aprende a mirar, aprende a leer!

Concéntrate, y el mundo será fulgor.

Concéntrate, y el fulgor se hará Ser.

UNA MIRADA AL LEJANO ORIENTE

Cuando estuve en la India hace cincuenta años, el hombre blanco aún era en todo el Oriente el señor de los «indígenas» u «hombres de color». Entre los colonizadores y comerciantes europeos había muchos que se interesaban un poco por la arquitectura india o china, por el arte malayo del batik y por las lenguas, religiones y antiguas costumbres de aquéllos coleccionaban porcelana china o figuras javanesas de Wayang, y admiraban las bellezas naturales de aquellos lejanos países; también había entre los funcionarios coloniales de Java y Sumatra algunos antiguos fanáticos de Multatuli. Pero tampoco a ellos les fue posible salvar las barreras que, como blancos y señores, les separaban de los indígenas. Un pequeño incidente ocurrido en la época de mi visita a Sumatra ha quedado grabado en mi mente.

Pasamos un par de días en el bungalow de una sociedad mercantil, situado en la parte alta del bosque de Batang Hari. En el bungalow vivíamos los señores, cuatro europeos. En diseminadas chozas de juncos vivían los trabajadores forestales malayos, a los cuales se añadió nuestro cocinero chino. Una tarde apareció en nuestra casa el capataz de los trabajadores, un malayo de aspecto bello y triste de quien me hablan contado que era de estirpe noble, hijo de un caudillo. Me saludó con la frase de costumbre: «Tabeh tuan». (Te saludo, señor), a lo cual yo contesté con otro cortés «Tabeh tuan». Más tarde, cuando el capataz ya se había ido, el director de la firma me habló en privado para advertirme en tono de reproche que nunca debía llamar tuan (señor) a un malayo.

Los dos pueblos «de color» de los que más he aprendido y por los que siento el mayor respeto son los hindúes y los chinos. Ambos han desarrollado una cultura espiritual y artística que es superior a la nuestra en antigüedad e igual a ella en contenido y belleza.

La época de máxima floración del pensamiento hindú corresponde a la de la europea aproximadamente a los siglos entre Homero y Sócrates. Entonces, tanto en la India como en Grecia se alcanzaron las más altas cumbres del pensamiento sobre el mundo y el hombre y se desarrollaron magníficos sistemas de criterio y de credo que después no han sido fundamentalmente enriquecidos. Ello, por otra parte, no era necesario, pues aún hoy continúan en pleno vigor y ayudan a muchos millones de hombres a enfrentarse con la vida. Junto a la elevada filosofía de la antigua India —que en la osadía de su especulación y la sutileza de su lógica no es superada por ninguna filosofía occidental— existe una variadísima mitología, rica en profundidad y humor, un mundo popular de dioses y demonios, una cosmología de la más extraordinaria fuerza plástica, que subsiste con plena exuberancia de su poesía y estructura en la creencia popular. Pero de este mundo multicolor y tropical ha surgido también la venerable figura de Buda, tan grande por su doctrina de renunciación, y hoy día el budismo, tanto en su forma hindú original como en la forma posterior chino-japonesa del Zen, es considerado una religión de la más elevada moral y enorme fuerza de atracción no sólo en su patria asiática, sino en todo Occidente, América incluida. Desde hace doscientos años, el pensamiento occidental se halla bajo la influencia del espíritu hindú, que ha cautivado también a través de Schopenhauer a una élite de la intelectualidad alemana.

Mientras que el espíritu hindú es de carácter primordialmente espiritual y piadoso, el pensamiento chino va dirigido ante todo a la vida práctica, el Estado y la familia. El principal deseo de la mayoría de sabios chinos —como fue también el deseo de Hesíodo y Platón— consiste en ejercer una dirección buena y eficaz para el bien de todos. Las virtudes del autodominio, la cortesía, la paciencia y la serenidad son valoradas del mismo modo que en la Stoa occidental. Pero también hay pensadores metafísicos y elementales, ante todo Lao-Tsé y su poético discípulo Chuang-Tsé, y después de la introducción de la doctrina de Buda, China desarrolló de modo paulatino una forma altamente original y extremadamente activa del budismo, el Zen, que al igual que la forma hindú de la doctrina ejerce una sensible influencia en el Occidente actual. El hecho de que junto a la espiritualidad china existe un ar te no menos elevado y de similar evolución es conocido por todos.

La actual situación del mundo ha originado un cambio total de superficie. Apenas liberada de sus amos blancos, Asia se ve invadida por fuerzas muy dispares. Los chinos, que en un tiempo fueran el pueblo más pacífico y más contrario a la guerra y a las actividades militares, se han convertido en la nación más temida y despiadada. Han atacado y conquistado salvajemente el sagrado Tíbet, que con la India es el más piadoso de todos los pueblos, y amenazan de modo continuado a la India y países limítrofes. Sólo podemos constatarlo. Si comparamos la Francia o la Inglaterra política del siglo XVII con la actual, veremos que el aspecto político de una nación puede sufrir un cambio considerable en el transcurso de pocos siglos, sin que ello signifique un cambio en el carácter fundamental del pueblo. Hemos de desear que también el pueblo chino conserve a través de los años, y pese a este lamentable paréntesis, sus admirables características y facultades.

(1960)