La total transformación de la superficie de la Tierra en cuestión de pocos decenios, los inauditos cambios sufridos por las ciudades y paisajes del mundo a causa de la industrialización, se corresponden con una revolución similar en las almas y en el pensamiento de los hombres. Los años posteriores a la guerra mundial aceleraron esta evolución, de modo que puede anunciarse sin exageración la muerte y desaparición de la cultura en que fuimos educados los hombres ya maduros y que de niños nos parecía eterna e indestructible. Aún suponiendo que el hombre no hubiese cambiado (lo cual es tan imposible para él en el transcurso de dos generaciones como para cualquier especie animal), los ideales y ficciones, los deseos y sueños, las mitologías y teorías que dominan nuestra vida espiritual sí han sufrido un cambio completo. Lo insustituible se ha perdido para siempre, y se sueña en cosas inauditas para reemplazarlo. Ante todo, parte del mundo civilizado ha perdido los dos cimientos básicos de la vida: cultura y moralidad. En nuestra vida falta la moral, un convenio tradicional, consagrado y tácito sobre lo que debe ser la convivencia entre los hombres.
Un corto viaje es suficiente para observar un ejemplo vivo de la decadencia de la moral. Dondequiera que la industrialización esté en sus comienzos y la tradición campesina y provinciana sea más fuerte que las nuevas formas de vida y de trabajo, la influencia y el poder de las Iglesias son considerablemente mayores, y en todos estos lugares aún podemos encontrar más o menos modificado lo que anteriormente se llamaba moral. En tales ambientes «atrasados» aún se conservan las formas de trato, de saludo, de convivencia, de categorías sociales, de fiestas y de juegos que la vida moderna ha perdido hace tiempo. Como triste sustitución de las costumbres perdidas, el hombre medio moderno tiene la moda. La moda le proporciona, al renovarse con cada estación, las normas indispensables para la vida social, los bailes, expresiones, consignas y melodías de actualidad, lo cual es mejor que nada, aunque sean valores pasajeros. Ya no hay juegos populares, solo las distracciones de la moda de cada estación. Tampoco hay canciones populares, solo los éxitos musicales del momento.
Mientras que para las formas externas de la vida las costumbres significan una agradable y cómoda guía a través de su tradición y sus convencionalismos, la religión y la filosofía atienden a las necesidades humanas más profundas. El hombre no necesita solamente ser guiado en sus costumbres, modo de vestir, deportes y conversación por medio de una fórmula aceptada o algún ideal —aunque sólo sea el efímero ideal de la moda—. En el fondo de su ser siente también la necesidad de dar un sentido a sus actos e impulsos, a su vida y a su muerte. Esta necesidad religiosa o metafísica tan antigua e importante como la necesidad de comer, de amar y de cobijarse, se ve satisfecha, en tiempos de paz y culturalmente asegurados, por las Iglesias y los sistemas de los principales pensadores. En épocas como la actual existe una impaciencia y un desengaño generales tanto en lo referente a las enseñanzas religiosas tradicionales como a las filosofías de los científicos; es asombrosamente grande la demanda de nuevas fórmulas, nuevos significados, nuevos símbolos, nuevas argumentaciones. La vida espiritual de nuestro tiempo se desarrolla bajo este signo: debilitamiento de los sistemas establecidos, búsqueda desesperada de nuevos sentidos de la vida humana, aparición de numerosos profetas, sociedades y sectas, y proliferación de las más absurdas supersticiones. Porque incluso el hombre materialista y superficial y poco dado a pensar siente la primitiva necesidad de conocer el sentido de la vida, y cuando no lo consigue, la moral decae y la vida privada se sume en el más salvaje egoísmo y terror ante la muerte. Todos estos signos de la época son evidentes, para quien quiera verlos, en todos los sanatorios, manicomios y en el material recogido a diario por cualquier psicoanalista.
Pero nuestra vida es una sucesión interminable de altibajos, de fracasos y resurgimientos, de decadencia y resurrección, y a las sombrías y lamentables épocas de decadencia de nuestra civilización suceden otros signos que indican un nuevo despertar de la necesidad metafísica, una nueva espiritualidad y un esfuerzo apasionado por dar un nuevo sentido a nuestra vida. La poesía moderna rebosa de estos signos y el arte moderno no le va a la zaga. Pero sobre todo resalta la necesidad de una sustitución para los valores de la civilización pasada, de unas nuevas formas de religiosidad y convivencia. Es evidente que en estos esfuerzos no faltan las proposiciones de mal gusto e incluso peligrosas. Videntes y fundadores, charlatanes y curanderos sustituyen a los santos; la vanidad y la codicia invaden este campo nuevo y prometedor, pero estas manifestaciones tristes o risibles no deben engañarnos. En esencia, este despertar del alma, esta aparición de una nueva nostalgia de Dios, esta fiebre ardiente surgida de la guerra y las privaciones es un fenómeno de maravilloso empuje que no debemos menospreciar. El hecho de que junto a esta poderosa nostalgia que invade a todos los pueblos acecha una multitud de emprendedores comerciantes que negocian con la religión, no debe hacernos dudar de la grandeza, dignidad e importancia de este movimiento. En millares de formas y graduaciones, desde el ingenuo espiritismo hasta la auténtica especulación filosófica, desde la primitiva pseudorreligión de las ferias hasta el presentimiento de significados verdaderamente nuevos, esta corriente gigantesca abarca todo la tierra: incluye la Christian Science americana y la teosofía inglesa, al mazdeísmo y al Nuevo sofismo, la antroposofía de Stein y los cientos de confesiones similares, conduce al conde Keyserling y sus experimentos de Darmstadt alrededor de la Tierra y le asocia a un colaborador tan serio e importante como Richard Wilhelm, y permite la existencia de todo un ejército de nigromantes, engañabobos y bromistas.
No me atrevo a trazar la frontera entre lo discutible y lo totalmente grotesco. Pero junto a los dudosos fundadores de modernas órdenes secretas, logias y hermandades, las audaces frivolidades de las religiones de moda americanas, y las ingenuidades de los tenaces espiritistas existen otras manifestaciones muy elevadas, existen otras maravillosas traducciones de Neumann de los textos sagrados[2] budistas y su propagación, las traducciones de los grandes chinos por Richard Wilhelm; existe el magnífico hecho del repentino resurgimiento de Lao-Tsé, desconocido en Europa durante siglos y que en el plazo de tres decenios ha aparecido en innumerables traducciones a casi todas las lenguas europeas y se ha adueñado del pensamiento europeo. Del mismo modo que entre el caos y la violencia de la tan noble revolución alemana han surgido figuras nobles e inolvidables como Landauer y Rosa Luxemburg, así se encuentran en medio de la salvaje y turbia corriente de los intentos religiosos una serie de personajes nobles y puros, teólogos como el pastor suizo Ragaz, figuras como Frederik van Eeden, convertido al catolicismo en su vejez, hombres como el excepcional alemán Hugo Ball, dramaturgo y principal fundador del dadaísmo, después valiente detractor de a guerra y crítico de la mentalidad bélica alemana, más tarde ermitaño y autor del maravilloso libro Cristianismo bizantino, y, para no olvidar a los judíos, Martin Buber, que señala profundos objetivos al judaísmo moderno y nos regala en sus libros la piedad de los Casidim, una de las flores más exquisitas del jardín de las religiones.
«Vamos a ver —se preguntarán muchos lectores—, ¿adónde conduce todo esto? ¿Cuál será el resultado, el objetivo final? ¿Qué podemos esperar de todo ello? ¿Tiene alguna de las nuevas sectas posibilidad de convertirse en una nueva religión? ¿Será alguno de los nuevos pensadores capaz de crear una filosofía diferente?».
En muchos círculos se respondería hoy afirmativamente a esta pregunta. Muchos partidarios de la nueva doctrina, especialmente los jóvenes, sienten la gozosa y segura convicción de que nuestra época está destinada a dar a luz al Salvador, a ofrecer al mundo nuevas certidumbres, nuevas orientaciones morales y una nueva fe para un nuevo período de civilización. La sombría actitud pesimista de muchos críticos maduros y desengañados constituye el polo opuesto de esta joven creencia de los recién convertidos. Y las voces de estos jóvenes son siempre más agradables que las agriadas de los viejos. Sin embargo, podrían estar equivocados.
Es conveniente enfrentarse con respeto a esta actitud de nuestra época, a esta búsqueda insistente, a estos experimentos en parte ciegamente apasionados y en parte de una osadía consciente. Aunque todos estuvieran condenados al fracaso, constituyen un serio esfuerzo por alcanzar las metas más elevadas, y aunque ninguno de ellos perdurase más allá de nuestra época, actualmente cumplen una misión insustituible. Todas estas facciones, todas estas ideas sobre religión, todas estas doctrinas nuevas ayudan a los hombres a vivir, les ayudan no solo a soportar la difícil y dudosa existencia, sino a valorarla y santificarla, y aunque no fueran más que un estimulante o un dulce narcótico, ya serían de no poca utilidad. Pero son más que eso, inconmensurablemente más. Son las escuelas por las que debe pasar la élite espiritual de nuestro tiempo, porque toda espiritualidad y civilización tiene dos misiones: dar seguridad e impulso a la mayoría, consolarles, proporcionar un sentido a la vida —y después la segunda misión, más misteriosa y no menos importante—: facilitar el desarrollo de los pocos grandes intelectos de mañana y pasado mañana, proteger y cuidar sus comienzos y ofrecerles aire para respirar.
La espiritualidad de nuestro tiempo es totalmente distinta de la que heredamos nosotros, los hombres maduros. Es más turbulenta, más salvaje, más pobre en tradición, menos educada y tiene menos método; pero, en conjunto, la espiritualidad de hoy, con su fuerte inclinación hacia el misticismo, no es ciertamente peor que la espiritualidad mejor educada, más científica, más rica en tradición, pero no más fuerte, de la época en que imperaban el ya anticuado liberalismo y el joven monismo. Debo confesar que a mí personalmente, la espiritualidad de las principales corrientes actuales, desde Steiner hasta Keyserling, me parece un poco demasiado racional, poco atrevida, poco dispuesta a introducirse en el caos, en los infiernos, y escuchar allí de labios de las «madres» de Fausto la ansiada doctrina secreta de la nueva humanidad. Ninguno de los dirigentes actuales, por inteligentes o apasionados que sean, poseen el alcance y la significación de Nietzsche, cuya verdadera herencia aún no hemos sabido llevar a la práctica. Pero las mil voces y los mil caminos encontrados de nuestro tiempo tienen en común una valiosa cualidad: una nostalgia tensa, una voluntad nacida del dolor hacia un acto de entrega. Y éstas condiciones son las condiciones previas de todas las cosas grandes
(1926)