Divino y eterno es el espíritu.
Hacia él, del que somos obra e imagen.
Va nuestro camino; nuestro mayor anhelo es:
Ser como Él, caminar en su Luz.
Pero somos mortales, hechos de barro.
La inercia de una pesada carga nos abruma.
Y aunque nos abriga, cálida y maternal, la naturaleza.
Nos amamanta la tierra, nos da cuna y sepultura.
Y nos invita a permanecer entre sus flores.
La naturaleza no nos da la paz.
Su hechizo maternal es atravesado.
Por la perentoria chispa del espíritu inmortal.
Que, como un padre, convierte en hombre al niño.
Anula la inocencia y nos despierta a la lucha y a la consciencia.
Así, entre la madre y el padre.
Así, entre el cuerpo y el espíritu.
Vacila el hijo más frágil de la creación.
El hombre de alma temblorosa, capaz de sufrimiento.
Como ningún otro ser, y capaz de lo más alto:
El amor que espera y confía.
Arduo es su camino, pecado y muerte, su alimento.
A menudo se pierdo en la oscuridad, a menudo.
Preferiría no haber sido creado.
Pero sobre él resplandece siempre su misión.
Su destino: la lux, el espíritu.
Y sentimos: es él, el acosado por el peligro.
A quien ama el Eterno con amor singular.
Por ello, para nosotros, hermanos pecadores.
Es posible el amor en toda desunión.
Y no es el juicio y el odio.
Sino el amor paciente.
La paciencia amante.
Lo que nos conduce hacia la sagrada meta.
Fragmentos de cartas sobre el poema «Reflexión»
Ese poema no es una «inspiración» en el sentido de lo momentáneo e irracional, sino producto de una noche de insomnio, como la mayoría de mis poemas; es una tentativa muy sobria y rigurosa de expresar en palabras la parte de mi credo que considero totalmente mía. Naturalmente, el poema no contiene en absoluto todo mi credo (qué va un poco más allá de lo estrictamente religioso y cristiano), sino sólo sus cimientos espirituales —ante todo el reconocimiento de la primacía del espíritu— y para establecer una diferencia entre creador y criatura: El «espíritu» de mi poema no es solamente divino; es Dios, y no en el sentido panteístico.
(diciembre de 1933)
Como es natural, usted puede interpretar como mejor quiera el poema Reflexión, pero me resulta incomprensible que lo interprete como un intento de privar al hombre de su responsabilidad. Es de suponer que por espíritu usted entiende algo así como inteligencia u otra cosa similar. Yo, es decir, mi poema califica al espíritu de «divino» y «eterno», o sea, el poema entiende por espíritu lo que entienden desde hace tres mil años todas las filosofías espirituales: la sustancia divina. Es divina, pero no es Dios, aunque existen religiones que le dan este nombre. La creencia de que nuestro ser es trágico, pero sagrado, no exime a quien la sostiene de su responsabilidad. Tampoco puedo comprender por qué mi credo está en contradicción con Crisis u otros de mis escritos. Ningún hombre mantiene su credo de modo constante con toda la fuerza y pureza con que puede haberlo formulado en un momento feliz. Y la fe en el espíritu y la espiritualidad del hombre no excluyen el dolor ni la desesperación de la vida corporal (de los que trata Crisis). Si los conceptos no sufrieran actualmente una confusión tan completa y esta confusión no obligase a la práctica a sacar conclusiones tan mortales y diabólicas, tal vez yo no hubiera sentido la necesidad de formular mi credo como lo hago en dicho poema.
(agosto de 1934)
Durante toda mi vida he buscado la religión apropiada para mí, pues aunque me he educado en un hogar auténticamente piadoso, no pude aceptar el Dios y el credo que en él se me ofrecían. Esto ocurre a muchos jóvenes y les causa un trastorno más o menos importante según el grado de personalidad del que sean capaces. Mi camino fue buscar de manera totalmente individual, es decir, buscarme ante todo a mi mismo, y después, en la medida de mis fuerzas, formar mi personalidad. De esto trata lo que relato en Demian. Más tarde y durante muchos años, amé de manera especial los conceptos hindúes de Dios, y entonces, paulatinamente, fui conociendo los clásicos chinos, y ya había dejado atrás la juventud cuando empecé á profundizar de nuevo en la fe en que había sido educado. En esta fase jugó un papel el cristianismo católico clásico, pero también me sentí impulsado a familiarizarme con las formas protestantes del cristianismo, y también aprendí muchas cosas buenas y provechosas de la literatura judía, en particular de los libros de Chassisim y de obras judías modernas como El reino de Dios de Buber. Jamás pertenecí a ninguna comunidad, Iglesia o secta, pero hoy me considero casi un cristiano. La confesión en que traté de exponer con la mayor exactitud posible los fundamentos de mi credo actual es el poema Reflexión.
(febrero de 1935)
En mi poema [Reflexión], escrito en diciembre de 1933, intenté, ante todo para mí mismo, esbozar con la mayor exactitud posible los fundamentos de mi credo. Al parecer, usted ha interpretado el poema menos textualmente de lo que yo habría deseado; por lo menos, califico de manera explícita al espíritu de «paternal», mientras que usted ha leído «maternal».
Supone usted correctamente que el poema se basa en un cambio, es decir, en una incipiente «reflexión» sobre mi origen, que es cristiano. Pero la necesidad de formularla surgió de la actual discrepancia sobre el criterio «biocéntrico» o «logocéntrico» y yo quería pronunciarme claramente en favor del «logocéntrico».
Usted ve en mi tentativa un peligro y una intromisión del no cristiano en un terreno y una terminología que usted considera reservados a la teología y a la «Iglesia», y dentro de los cuales, según su carta, sólo es posible el cristianismo. Pues bien, mucho antes del cristianismo existía ya el reconocimiento del espíritu. Y la «Iglesia» de que usted habla me faltó ya en la niñez y hoy está menos a mi alcance que entonces. No estamos de acuerdo en que exista una «Iglesia» fuera de la católica: no veo en ninguna parte a esta Iglesia ni la he encontrado nunca, mientras que sí he encontrado muchas formas de fe y de cristianismo en innumerables Iglesias nacionales, comunidades, etc. Si algún día llego a no poder vivir sin una Iglesia, me confiaré a la única que puedo reconocer y respetar, la romana. Pero, de momento, pese a mi lento regreso a la atmósfera cristiana de mi juventud, esto me parece muy improbable: en esto también yo soy totalmente protestante, pues tal conversión, a pesar de los muchos atractivos que pueda ofrecer, me parece en el fondo una debilidad.
El hecho de que exista, como supone su carta, una Iglesia protestante y una teología común y autorizada del protestantismo, me era desconocido hasta ahora. Desde niño he conocido reformados, calvinistas, luteranos; la Iglesia de Wurttemberg, en la que fui confirmado, era una mezcla de luteranismo y Reforma; he tenido además contacto tanto espiritual como personal con círculos pietistas y moravos, y en ninguna parte encontré una Iglesia que prometiese seriamente dar asilo y un dogma a todo el protestantismo. Esta Iglesia puede existir como ideal, como algo parecido a la que existe en las viejas historias de herejes de Arnold. Pero nunca he encontrado esa Iglesia y esa teología de las que usted habla como de una realidad.
Debo abstenerme de ampliar sin meditación la confesión de mi poema, y detenerme en mi camino, que tal vez haga de mí un cristiano completo.
(marzo de 1935)
Respetado señor vicario:
Dicho con franqueza, responder a su inquisitoria y autoritaria pregunta me resulta muy difícil. Usted ha visto a un autor que hasta ahora tenía por no cristiano, pero al que estimaba, acercarse a las esferas cristianas, y en seguida concibe ideas de funcionario eclesiástico y teólogo, y me indica que no existe un cristianismo privado fuera del «seno de la Iglesia». Esto me parecería muy comprensible si usted fuera representante de una Iglesia realmente autoritativa, es decir, la romana. Pero como no es éste el caso, debo decir que su intervención me parece doblemente penosa. En primer lugar, me parece extraño que un teólogo, al ver a un hombre de mundo tocado por el espíritu del cristianismo, le diga inmediatamente en tono imperioso que formule su fe con exactitud y precisión y se someta al control sacerdotal —esta intromisión en un proceso espiritual incipiente me parece lo mismo que triturar el tierno brote de una planta con el tacón de la bota—. Segundo: usted se presenta en nombre de una «Iglesia» sin la cual no existiría el cristianismo. Y yo le pregunto: ¿De qué Iglesia se trata? ¿De la prusiana? ¿De la luterana? ¿Del «protestantismo ortodoxo»? Por cuanto sé, esta Iglesia sólo existe de modo extraoficial, carece totalmente de constitución y dogma y es, por lo tanto, la última que puede inmiscuirse con autoridad en cuestiones de fe.
En resumen, su carta me indica que usted obra con buena intención, pero se entremete en cosas que yo prefiero confiar a Dios, un juez más benigno y por quien siento un mayor respeto. Ignoro además a qué se refiere usted al hablar de mi «origen espiritual». Al parecer se trata de mi gran inclinación anterior hacia la espiritualidad hindú. Pues bien, este «origen» corresponde a otra persona, es decir, a una infancia y juventud entre una piadosa familia cristiana, cuyo cristianismo pietista-protestante provocó mi antagonismo, pero también me ayudó a formarme. Entonces llegaron los años en que la India fue mi paisaje espiritual. A esta India, cuyo punto culminante fue para mí el espíritu de los Upanishads, siguió el conocimiento gradual de China. Y en los últimos años ha vuelto a atraerme el espíritu de mis padres y abuelos; empezó a ser importante para mí la pregunta de por qué no pudo cautivarme la profunda y conmovedora piedad de mis padres. A tientas, palabra por palabra, intenté trazar el esbozo de mi credo actual precisamente en el poema que usted ha criticado. En él califiqué al espíritu de paternal. Pero usted opina que para mí debería ser maternal, y yo sólo puedo responderle que hasta ahora no he llegado más allá de esta poesía en la formulación de un credo, y que pese a su requisitoria en nombre de la teología y de la Iglesia, sólo puedo confiarme a fuerzas que me inspiran confianza. No tengo confianza en su «Iglesia», aunque sí la tengo en muchos de sus representantes: respeto grandemente a figuras como J. A. Bengel, Oetinger y otros.
Hasta ahora sólo he intentado una vez, precisamente en ese poema, exteriorizar algo de lo que podría llamarse una vuelta a la fe de mis padres. Lo he hecho porque, en medio de la lucha actual, necesitaba tender una mano a mis «hermanos». Ahora usted me contesta en nombre de esos hermanos con la exigencia de que presente mi legitimación y mi dogma. Estimado señor: si lo que usted llama «Iglesia» lo fuese realmente, si el protestantismo alemán hubiese logrado formar una «Iglesia» y darle una doctrina universalmente válida, yo me inclinaría con gusto ante él. Pero como no es éste el caso, no puedo hacerlo, ni siquiera hoy, cuando me siento mucho más predispuesto a causa de la persecución de que es objeto esta Iglesia que para mí no es sagrada. Me veo obligado a decepcionarla, y a rogarle a usted que renuncie a cualquier inútil discusión ulterior sobre el tema. Ignoro si terminaré como usted sentenciaría basándose en su autoridad como cristiano; es de suponer que la «Iglesia» seguirá siendo siempre para mí lo que es en las viejas historias religiosas y de herejes de Arnold: algo posible, tal vez algo que un día existió, tal vez algo que un día será asequible.
(1935)