UN POCO DE TEOLOGÍA

Recogidas de pensamientos y notas de años precedentes, transcribo hoy algunas frases en que expongo dos de mis conceptos preferidos: el concepto de los tres grados de desarrollo del hombre conocidos por mí y el concepto de dos tipos humanos fundamentales. El primero de ellos es importante, mejor dicho, sagrado para mí, y lo considero sencillamente la verdad. El segundo es puramente subjetivo y espero no tomarlo más en serio de lo que merece, pero me sirve de mucho en la contemplación de la vida y de la historia. El camino del desarrollo humano comienza en la inocencia (paraíso, infancia, etapa previa de irresponsabilidad). Le sigue el estado de culpa, de conocimiento del bien y del mal, de las exigencias de la cultura, la moral, las religiones, los ideales del hombre, todos cuantos pasan por esta etapa como individuos serios y conscientes, desembocan inevitablemente en la desesperación, es decir, en e convencimiento de que no existe una realización de la virtud, una obediencia total, una sumisión completa, y de que la justicia y la bondad son inalcanzables. Esta desesperación conduce, o bien a la perdición, o bien a un tercer reino del espíritu, a la experiencia de un estado más allá de la moral y de la ley, a la gracia y la liberación, a una especie más elevada de irresponsabilidad, o dicho en una palabra, a la fe. Cualquiera que sea la forma o expresión de esta fe, su contenido es siempre el mismo: que debemos perseguir el bien en la medida de nuestras fuerzas, pero que no somos responsables de la imperfección del mundo ni de la nuestra propia, que no nos gobernamos a nosotros mismos, sino que somos gobernados, y que hay un Dios, o por lo menos «algo» por encima de nuestro conocimiento, a quien hemos de servir y en cuyas manos podemos abandonarnos.

Esto está expresado de modo europeo y casi cristiano. El brahmanismo hindú (que, si incluimos a su réplica, el budismo, es la teología más elevada que ha ideado la humanidad) tiene otras categorías cuyo significado es el mismo. En él los grados son más o menos éstos: el hombre ingenuo, dominado por el miedo y la concupiscencia, anhela la liberación. El medio y el camino para alcanzarla es el yoga, la educación y el dominio de los instintos. Tanto si el yoga se practica como penitencia totalmente material y mecánico o como deporte primordialmente espiritual, siempre significa lo mismo: educación para el desprecio del mundo ficticio de los sentidos, y conocimiento del espíritu, el atman que vive en nuestro interior y forma parte del espíritu del mundo. El yoga corresponde exactamente a nuestro segundo grado, es un esfuerzo hacia la liberación por medio de los actos. El pueblo lo admira y lo tiene en demasía; el hombre ingenuo, cuando observa a los penitentes, tiende a ver en ellos a santos y liberados. Pero el yoga es sólo una categoría y termina en la desesperación. La leyenda de Buda (y centenares de otras) la describen con imágenes muy claras. Solamente cuando el yoga se somete a la gracia, cuando se considera un medio, un ejercicio, un anhelo, cuando el hombre despierta de la vida ficticia y se reconoce como eterno e indestructible, como parte del gran espíritu, como atman, se habrá convertido en observador imparcial de la vida, podrá actuar o no actuar, intervenir o inhibirse, sin que en ningún caso se vea implicado su Yo. Su Yo se habrá desarrollado plenamente. Este «despertar» de los santos (equivalente al nirvana de Buda) corresponde a nuestro tercer grado, que, también en otro simbolismo, encontramos en Lao-Tsé, cuyo «camino» es la senda hacia la justicia y después la ausencia de anhelos de la culpa y la moral y, finalmente el Tao, y, para mí, las experiencias espirituales tienen su origen en que, lentamente, y con años y decenio de intervalo, he encontrado el mismo significado de la existencia humana en hindúes, chinos y cristianos, expresado por doquier con símbolos análogos. Nada me ha confirmado con ante fuerza como estas experiencias el hecho de que los hombres tienen un destino, de que la desgracia y el anhelo de la humanidad ha sido una misma en todos los tiempos y en cualquier lugar. Es indiferente que, como hacen muchos, consideremos la expresión religioso-filosófica de la vida y el pensamiento humano como los de una época anticuada y obsoleta. Lo que aquí llamo «teología» está, en mi opinión, limitado por el tiempo; es, sigo con mi opinión, el producto de una etapa de la humanidad que algún día será superada. También el arte y el lenguaje son tal vez medios de expresión únicamente válidos en determinadas etapas de la historia de la humanidad, que igualmente pueden ser superados y sustituidos. Pero creo que en todas las etapas, nada será más importante y consolador para el hombre en su búsqueda de la verdad que la revelación de que los diversos colores, razas, lenguas y culturas se basan en una unidad, y que no existen hombres y espíritus diferentes, sino sólo Una Humanidad, sólo Un Espíritu.

Resumiendo una vez más: el camino conduce de la inocencia a la culpa, de la culpa a la desesperación y de la desesperación al fracaso o a la liberación: es decir, a través de la moral y la cultura, no nuevamente al paraíso infantil, sino más allá, a la vida de la fe.

Naturalmente, después de cada etapa se puede producir un retroceso. Así como sería muy difícil, para un hombre que ya ha despertado, pasar de nuevo a la inocencia a través del reino donde existen el bien y el mal, así que aquél que ya conoce la experiencia de la gracia y de la liberación cae muy a menudo en el segundo grado y se ve sometido una vez más a sus leyes, al temor y a irrealizables exigencias.

Éstas son las etapas que conozco de la historia evolutiva del alma. Las conozco por propia experiencia y por el testimonio de muchas otras almas. Siempre, en todas las épocas de la historia, en todas las religiones y formas de vida, hay las mismas experiencias típicas y siempre en el mismo orden: pérdida de la inocencia, esfuerzo por alcanzar la justicia bajo la ley, desesperación correspondiente en una vana lucha para vencer la culpa por medio de obras o a través del conocimiento, y, finalmente, huida del infierno y entrada en un mondo transformado y una nueva clase de inocencia. La humanidad se ha representado centenares de veces esta evolución con ayuda de grandiosos símbolos: el que nosotros es el mejor camino desde el Adán paradisíaco hasta el cristiano redimido.

Muchos de estos símbolos nos muestran otros grados más elevados de la evolución: a Mahatma, a Dios, la pureza absoluta del espíritu, libre de toda materia y de todo tormento. Todas las religiones conocen estos ideales, y también a mí se me ha revelado a menudo el que considero mejor que los demás: la perfección, la inmortalidad, sin dolor y sin mácula. Ignoro totalmente si este ideal es algo más que un hermoso sueño, si ha sido alguna vez experiencia y realidad, si realmente ha habido un hombre que se haya convertido en Dios. Pero conozco estos grados principales de la historia del alma, como los conoces todos cuantos han pasado por ellos; son realidades. Aunque los otros grados más elevados de la evolución no existiesen, serían bienvenidos como sueños, como ilusión, como poesía, como la meta ideal. Si alguna vez hubo hombres que los vivieron, fueron experiencias que dichos hombres mantuvieron en secreto y que por su esencia no pueden ser comunicadas ni comprendidas por quien no las ha vivido. En las leyendas de los santos de todas las religiones se encuentran alusiones a tales experiencias que poseen un acento convincente. En las herejías de pequeños sectario y falsos profetas encontramos con mucha frecuencia señales de tales experiencias, pero todas llevan los signos de la alucinación o del fraude deliberado.

Por otra parte, esos últimos grados místicos, estas posibilidades de experiencia del alma no son, en absoluto, los únicos que escapan a la comprensión y a la comunicación directa. Los primeros pasos por el camino del alma tampoco pueden ser comprendidos ni comunicados a alguien que no los haya vivido en sí mismo. Quien vive todavía en la primera inocencia nunca comprenderá las confesiones de los reinos de a culpa, de la desesperación y de la liberación, y le sonarán tan desprovistas de sentido como a un lector no iniciado las mitologías de los pueblos extranjeros. En cambio, cualquier persona reconoce inmediatamente las experiencias psíquicas que ella misma ha tenido, cuando las encuentra en relatos ajenos —incluso cuando ha de traducir teologías diferentes y desconocidas—. Cualquier Cristo que realmente haya experimentado algo, reconoce las experiencias de Pablo, Pascal, Lutero o Ignacio. Y cualquier Cristo que se haya acercado un poco más al centro de la fe y evolucionado así más allá de las meras experiencias «cristianas», encuentra en los fieles de otras religiones, aunque hablen con otros símbolos, todas las experiencias fundamentales del alma con todas sus características.

Relatar mis propias experiencias psíquicas comenzando con el cristianismo y desarrollando a partir de él, de modo sistemático, la historia de mi credo personal, sería una empresa imposible; todos mis libros son una tentativa de hacerlo. Entre sus lectores se encuentran muchos para quienes estos libros tienen un sentido y un valor determinados: porque en ellos han visto confirmadas sus propias y más importantes experiencias, victorias y derrotas. No son muy numerosos, pero tampoco son numerosos los hombres que tienen experiencias psíquicas. La mayoría no llega nunca a la madurez, se queda en el estado primitivo, en la fase infantil de los conflictos y desarrollos; quizá la mayoría no llega ni a conocer el «segundo grado», y se detiene en el irresponsable mundo animal de sus instintos y sueños infantiles, y la saga de un estado más allá de su penumbra, de un bien y un mal, de una desesperación por el bien y el mal, de una redención a la luz de la gracia, les parece risible.

Puede haber mil maneras de consumar la individualización y la historia psíquica del hombre, pero el camino de esta historia y su progresión son siempre los mismos. Observar cómo las más diversas clases de hombres viven, luchan y soportan este camino, es la pasión más absorbente de historiadores, psicólogos y poetas.

Por encima del intento de nuestra razón de comprender este variado libro de imágenes y clasificarlo sistemáticamente, está el antiquísimo intento de clasificar y ordenar a la humanidad en distintos tipos.

Si también yo intento ahora a mi manera presentar dos tipos fundamentales de hombres y dos maneras fundamentalmente opuestas de recorrer el invariable camino de la humanidad, sé, mientras lo hago, que toda presentación de los llamados tipos fundamentales de hombres es únicamente un juego. No existe un número limitado o ilimitado de tipos establecidos en los cuales sea posible clasificar a los hombres; nada puede parecer más funesto al filósofo que la fe textual en cualquier doctrina tipo. Sin embargo, existe —y la mayoría de los hombres se ejercitan en ella— la clasificación en tipos como juego, como intento de dominar nuestra masa de experiencias, como precario medio para ordenar nuestro mundo. Es probable que el niño pequeño divida ya en tipos a todas las personas que se mueven en su proximidad, cuyos modelos serán el padre, la madre, la niñera. Mis experiencias y lecturas me han ayudado a clasificar a los hombre en dos tipos principales que llamo los racionales y los piadosos. Sin más, mi clasificación del mundo se reduce a este mínimo esquema. Naturalmente, este sistema sólo puede ayudarme un breve instante; después, el mundo vuelve a convertirse en un enigma insoluble. Hace mucho tiempo que he dejado de creer que poseemos un mayor conocimiento y una mayor visión del caos universal que esta aparente clasificación de un momento feliz, que esta pequeña felicidad asequible de vez en cuando; cambiar durante un segundo el caos por el cosmos.

Cuando en uno de estos momentos felices aplico mi esquema de «racionales o piadosos» a la historia del mundo, la humanidad consiste para mí en este momento sólo en estos dos tipos. Me hago la ilusión de saber a qué tipo pertenece cada figura histórica, y también creo saber con exactitud a qué tipo pertenezco yo, y es al de los piadosos, no al de los racionales. Pero un momento después, cuando se ha desvanecido esta bella experiencia mental, mi magnífica clasificación del mundo se derrumba y se convierte en una confusión sin sentido, y lo que creía ver con tanta claridad, es decir, a cuál de mis dos tipos pertenecía Buda, o Pablo, o César, o Lenin, he dejado repentinamente de verlo; y por desgracia tampoco veo a qué tipo pertenezco yo. Hace un instante sabía con exactitud que soy un piadoso, y ahora descubro en mí una por una las características de los racionales, y con especial claridad las características menos atrayentes.

Lo mismo ocurre con todo el saber. El saber es acción. El saber es experiencia. No espera. Su duración es un instante. Ahora intentaré, renunciando a toda sistemática, esbozar los dos tipos que me dan el esquema para mis juegos mentales.

El racional cree ante todo en la razón humana. No sólo la considera un hermoso regalo, sino sencillamente lo más alto.

El racional se cree en posesión del «sentido» del mundo y de su vida. Transmite, al mundo y a la historia, la apariencia de orden y finalidad que tiene una vida individual bien organizada. Por esto cree en el progreso. Ve que actualmente los hombres poseen mejores armas y viajan con mayor rapidez que antes, y no quiere ni puede ver que junto a estos progresos hay mil retrocesos. Cree que el hombre de hoy está más desarrollado y ocupa un lugar más alto que Confucio, Sócrates o Jesús, porque ha cultivado mejor ciertas cualidades técnicas.

El racional cree que la tierra ha sido entregada a los hombres para que la exploten. Su más temible enemigo es la muerte, la idea de que su vida y su obra son pasajeras. Evita pensar en ella, y cuando no puede eludir la idea de la muerte, se refugia en la actividad y opone ante la muerte un esfuerzo redoblado en busca de bienes, conocimientos, leyes y dominio racional del mundo. Su fe imperecedera es la fe en todos los progresos; como miembro activo de la eterna cadena del progreso, se cree protegido de la desaparición total.

El racional siente en ocasiones odio y resentimiento hacia los piadosos, que no creen en su progreso y constituyen un obstáculo para la realización de sus ideales. Recordemos el fanatismo de los revolucionarios, recordemos las expresiones de la más violenta impaciencia contra los heterodoxos, de todos los autores progresistas, socialistas y democráticos.

El racional parece estar en la vida práctica más seguro de sí mismo que el piadoso. En nombre de la diosa Razón, se siente justificado para organizar y dar órdenes, para violentar a su prójimo, a quien cree estar regalando un bien: higiene, moral, democracia, etc.

El racional aspira al poder, aunque sólo sea para instaurar el «bien». Su mayor peligro reside aquí, en la lucha por el poder, en el abuso de este poder, en su voluntad de mando, en el terror. Trotski, para quien resulta insoportable ver golpear a un campesino, permite sin escrúpulos que en defensa de sus ideas centenares de miles de hombres sean asesinados.

El racional se aficiona fácilmente a los sistemas. Los racionales, puesto que buscan el poder y lo consiguen, no sólo pueden despreciar u odiar a los piadosos, sino que también pueden perseguirlos, procesarlos y matarlos. Su responsabilidad es esgrimir el poder y emplearlo «para el bien», y para este fin todos los medios, incluso los cañones, les parecen justificados. De vez en cuando, el racional puede sentir desesperación, en el caso de que la naturaleza y lo que él llama «estupidez» sean demasiado fuertes. Entonces es cuando ha de perseguir, castigar, matar y, a veces, sufrir intensamente.

Sus mejores momentos son aquellos en que, pese a todas las oposiciones, siente en su interior la firmeza de su fe, precisamente porque la razón está unida al espíritu que creó el mundo y lo dirige.

El racional racionaliza el mundo y le impone la fuerza. Tiende siempre a una torva seriedad. Es un pedagogo.

El racional sospecha siempre de sus instintos.

El racional se siente siempre inseguro frente a la naturaleza y el arte. Tan pronto los mira con desdén, como los sobreestima supersticiosamente. Es él quien paga millones por viejas obras de arte y hace construir reservas para pájaros, animales salvajes e indios.

La base de la fe y sentido de la vida de los piadosos es un profundo respeto. Este respeto se exterioriza entre otras en dos características principales: en un arraigado sentido de la naturaleza y en la fe en un orden universal por encima de la razón. El piadoso considera ciertamente que la razón es un hermoso regalo, pero no ve en ella un medio suficiente para alcanzar el conocimiento ni siquiera el dominio del mundo.

El piadoso cree que el hombre es una parte de la tierra. El piadoso, cuando le asalta el miedo a la muerte y la caducidad, se refugia en la fe de que el Creador (o la naturaleza) cumple también sus fines con estos medios aterradores para nosotros, y no ve como virtud el olvido o la lucha por olvidar la idea de la muerte, sino en la respetuosa entrega a una voluntad más excelsa.

No cree en el progreso, porque su modelo no es la razón, sino la naturaleza, y en la naturaleza no ve ningún progreso, sino solamente una vida intensa y una realización íntima de fuerza ilimitada y sin objetivo reconocible.

El piadoso cede ocasionalmente al odio y a la ira contra los racionales. La Biblia está llena de casos extremos de ira violenta contra los infieles y los ideales mundanos. Sin embargo, en raros momentos culminantes, el piadoso vive también aquella experiencia espiritual que le inspira la creencia de que incluso los fanatismos y los actos violentos de los racionales —todas las guerras, todas las persecuciones y servidumbres en nombre de elevados ideales— han de servir en definitiva a los designios de Dios.

El piadoso no aspira al poder, le repugna obligar a los demás. No le gusta mandar. Ésta es su mayor virtud. Por este motivo, a menudo es algo tibio en el trabajo de cosas realmente dignas de esfuerzo; cede con facilidad al quietismo y a la contemplación. Muchas veces se contenta con mantener sus ideales, sin hacer nada para su realización. Puesto que Dios (o la naturaleza) es mucho más fuerte que nosotros, no le gusta intervenir.

El piadoso se aficiona fácilmente a las mitologías. Puede odiar o despreciar, pero no persigue ni mata. Jamás será un Sócrates o un Jesús el perseguidor o el asesino; pero sí lo será siempre el que sufre. En cambio, el piadoso, a menudo con atolondramiento, carga con responsabilidades excesivas. No sólo es responsable de su tibieza en la realización de buenas ideas, sino que también se responsabiliza de su propia perdición y de la culpa en que incurre su enemigo al asesinarle.

El piadoso mitifica el mundo y después no lo toma con suficiente seriedad. Siempre se inclina un poco hacia el juego. No educa a los niños, sino que los llama bienaventurados. El piadoso tiende siempre a desconfiar de su juicio.

El piadoso se siente siempre seguro y a gusto ante la naturaleza y el arte, pero en cambio está inseguro ante la cultura y la sabiduría. Tan pronto las desprecia como tonterías, siendo injusto con ellas, como las sobreestima supersticiosamente. Un caso extremo de choque: cuando un piadoso es atrapado por la maquinaria racional —ya sea en un proceso o en una guerra en la que, contra su voluntad, por orden de los racionales, toma parte y encuentra la muerte— en un caso así, los culpables son siempre los dos bandos. El racional es responsable de que existan las penas de muerte, las prisiones, las guerras, los cañones, pero el piadoso no ha hecho nada para que todo esto sea imposible. Los dos procesos de la historia del mundo en los cuales, con mayor claridad y simbolismo que nunca, un piadoso fue muerto por los racionales —los procesos de Sócrates y del Salvador— tienen momentos de un impresionante doble sentido. ¿No hubieran podido los atenienses, no hubiera podido Pilato encontrar con facilidad el ademán que, sin pérdida de su prestigio, salvase al acusado? Y si tanto Sócrates como Jesús no hubieran actuado con cierta crueldad heroica, haciendo culpable al enemigo de su muerte y triunfando así sobre él, ¿no habrían evitado con muy poco esfuerzo la tragedia? Ciertamente. Pero las tragedias nunca pueden evitarse, porque no son accidentes, sino choques entre mundos opuestos.

En todos los párrafos anteriores en que opongo el «piadoso» al «racional», el lector debe tener siempre en cuenta el significado puramente psicológico de estas denominaciones. Naturalmente, muy a menudo los «piadosos» han empuñado la espada, y los «racionales» han derramado su sangre (como en la Inquisición). Pero es obvio que yo no entiendo por piadosos a los sacerdotes, ni incluso entre los racionales a los que se complacen en pensar. Cuando un tribunal español de la Inquisición quemaba a un «hereje», el inquisidor, el organizador, el poderoso era el racional, y su víctima era el piadoso.

Por otra parte, y pese a ciertas licencias de mi esquema, estoy naturalmente muy lejos de negar la fuerza al piadoso y la genialidad al racional. En ambos lados florece el genio, el idealismo, el heroísmo, el sentido de sacrificio. Los «racionales», Hegel, Marx, Lenin (al final, incluso Trotski) son, en mi opinión, todos genios. En cambio, un piadoso como Tolstoi hizo los mayores sacrificios para «realizarse».

En general, creo que es una característica del hombre genial representar un ejemplar especialmente logrado del tipo al que pertenece, pero teniendo al mismo tiempo una secreta inclinación hacía el polo o|puesto, un tácito respeto por el tipo contrario. El hombre que solo calcula no es nunca genial, como tampoco lo es el hombre veleidoso en exceso. Muchos hombre de excepción parecen oscilar entre los dos tipos fundamentales y poseer facultades profundamente contradictorias, que no se anulan, sino que se refuerzan mutuamente; a los numerosos ejemplos de esta clase pertenecen los matemáticos piadosos (Pascal).

Y así, cuando el genio piadoso y el racional se conocen bien el uno al otro, se aman secretamente y se complementan entre sí, la mayor experiencia espiritual de que somos capaces los hombres es siempre una reconciliación entre la razón y el respeto, un reconocimiento profundo de igualdad entre las grandes contradicciones.

Consideración final

Comparemos ahora, para terminar, los dos esquemas: el de los tres grados de desarrollo humano con el de los dos tipos fundamentales, y descubriremos que el significado de los tres grados es el mismo para ambos tipos, También veremos que los peligros y esperanzas de los dos tipos son también diferentes a este respecto. El estado de la infancia e inocencia natural es similar en ambos, pero ya el primer paso del desarrollo, la entrada en el reino del bien y del mal, no tiene el mismo rostro para ambos tipos. El piadoso es más infantil, abandona el paraíso y vive el estado de culpa con menos impaciencia y más dificultad. Sin embargo, en la próxima etapa, en el camino de la culpa a la gracia, sus alas son más potentes. En general, piensa lo menos posible y se inhibe todo lo que puede del grado intermedio (llamado por Freud «el malestar de la civilización»). Gracias a su esencial aislamiento del reino del malestar y de la culpa, las circunstancias del paso al siguiente grado de la liberación le resultan más fáciles, y también le es más familiar y menos dificultoso el infantil regreso al paraíso, al mundo sin responsabilidad donde no existe el bien ni el mal. Para el racional, por el contrario, el segundo grado, el grado de la culpa, de la cultura, de la actividad y la civilización, es verdaderamente su patria. No conserva por mucho tiempo los restos de su infancia, trabaja de buen grado, asume con gusto la responsabilidad, y no siente nostalgia por la infancia perdida ni anhela demasiado la liberación del bien y del mal, aunque esta experiencia también es, para él, deseable y asequible. Adquiere con más facilidad que el piadoso la convicción de que no tardará en realizar las tareas impuestas por la moral y la cultura; pero le resulta más difícil que al piadoso llegar al estado intermedio de la desesperación, el fracaso de sus esfuerzos y la invalidación de su justicia. Por esto, cuando ha llegado la desesperación, le es tal vez menos fácil que al piadoso sucumbir a aquella tentación de huida hacia el mundo original de la irresponsabilidad.

En el grado de la inocencia, el piadoso y el racional luchan entre sí como niños de caracteres opuestos.

En el segundo grado, ya conscientes, los dos polos opuestos luchan entre sí con la violencia, la pasión y el dramatismo de las acciones nacionales.

En el tercer grado, los adversarios empiezan a conocerse, ya no en su calidad de extraños, sino en su calidad complementaria. Empiezan a amarse y a necesitarse mutuamente. A partir de aquí, el camino conduce a posibilidades de la humanidad cuya realización aún no ha sido contemplada por ojos humanos.

(1932)