Prólogo

Las dos lunas estaban en su cenit, oscureciendo con su luz la de todos los demás astros, excepto los luminares más brillantes. Las fogatas ardían a ambas márgenes del río hasta perderse de vista en la oscuridad de la noche. La mansa corriente del Deisa acogía el reflejo de ambas lunas y el de los fuegos cercanos, repitiéndolos una y otra vez en el sinuoso movimiento de sus ondas. Todos los puntos de luz confluían en sus ojos, en el lugar que ocupaba a la vera del agua, sentado con las manos cruzadas en torno a las rodillas, mientras pensaba en la muerte y en la vida que había llevado hasta entonces.

«Qué noche más maravillosa», pensó Saevar, aspirando una profunda bocanada del tibio aire estival, en el que se mezclaba el olor del río con el de las plantas acuáticas y la hierba, mientras contemplaba en las ondas el brillo azulado de una luna y el argentino de la otra, oyendo el murmullo de la corriente del Deisa y los cantos distantes de los hombres en torno a las fogatas. También desde el otro lado del río venía el eco de las canciones, según pudo comprobar prestando atención por un instante a las voces de los soldados enemigos acampados al norte. Era curioso que le costara tanto trabajo atribuir un sentido inequívocamente maléfico a aquellas voces armoniosas, o hacerlas blanco de su odio, como cabría esperar de un buen militar. Pero no, en realidad él no era un soldado. Nunca había sido capaz de odiar a nadie.

Lo cierto era que no podía distinguir los movimientos de las figuras situadas en la otra orilla del río, pero en cambio sí que veía los fuegos y por ellos no era difícil calcular que el número de los soldados acampados en la ribera septentrional del Deisa era muy superior al de los que se hallaban detrás de él, donde su pueblo aguardaba la llegada de la aurora.

Casi con toda seguridad iba a ser la última que contemplaran. No cabía hacerse ilusiones; ninguno de los suyos se las hacía. Al menos desde que había tenido lugar la batalla a orillas de aquel mismo río cinco días antes. Lo único que poseían era valor y un caudillo cuya ardorosa gallardía era casi igualada por la de los dos hijos que lo acompañaban.

Ambos eran unos muchachos hermosísimos. Saevar lamentó no haber tenido ocasión de esculpir el retrato de ninguno de ellos. Al príncipe sí, por supuesto, al príncipe lo había retratado en varias ocasiones, e incluso éste lo llamaba su amigo. No cabía decir, pensó Saevar, que su vida hubiera sido inútil o vacía. Había tenido su arte, el placer que éste le había proporcionado y el acicate que siempre había supuesto; además, había vivido lo suficiente para oírlo ponderar por los grandes personajes de su provincia y hasta por los más nobles de la península entera.

Había conocido asimismo el amor. Pensó en su esposa y en sus dos hijos; los ojos de la niña le habían hecho entender en buena medida cuál era el sentido de la vida el mismo día de su nacimiento. En cuanto al muchacho, aún era demasiado joven y por un año no había podido acompañarlo al campo de batalla. Saevar rememoró la expresión del rostro del muchacho al despedirse. El mismo aspecto, pensó, debía de

ofrecer el suyo. Dio un beso a las dos criaturas y luego estrechó en sus brazos a su esposa durante largo rato, sin pronunciar palabra. Ya habían tenido ocasiones de sobra para decírselo todo en tantos años de convivencia. Volvió, pues, la espalda a todos ellos para que no pudieran ver sus lágrimas y se alejó definitivamente. Lo más curioso fue que, al montar en su cabalgadura, se enredó con la espada que llevaba al cinto. Marchó así en compañía de su príncipe a hacer la guerra a aquel enemigo venido desde el otro confín de los mares.

Escuchó unos pasos a sus espaldas, procedentes del lugar en el que ardían las fogatas. A lo lejos se oía la melodía que entonaban unos hombres acompañándose de una syrenya.

—¡Cuidado! —exclamó amablemente—. Supongo que no pretenderás pisotear a un pobre escultor.

—Saevar, ¿eres tú? —le respondió una voz amistosa. «¡Qué bien conocía aquella voz!».

—Sí, mi príncipe —replicó—. ¿Has visto alguna vez una noche tan hermosa?

Valentín se acercó —había luz suficiente para distinguir las facciones de su rostro—. Y se tumbó a su lado sobre la mullida grama.

—No, desde luego —contestó éste—. ¿Te has fijado? El creciente de Vidomni iguala al menguante de Ilarion. Los cuartos de ambos astros podrían juntarse y formar una única luna llena.

—Rara luna sería ésa —comentó el escultor.

—¡Qué noche más extraña!

—¿De veras? ¿Va a cambiar la noche sólo porque así lo exigieran las obras de los hombres? ¿Debido a la locura de unos simples mortales?

—Ha cambiado la forma en que la vemos —respondió suavemente Valentín dejándose arrastrar por esa idea—. La belleza que adjudicamos a la noche depende, en parte al menos, de lo que sabemos que ha de traer consigo el día siguiente.

—¿Y qué nos va a traer, señor? —inquirió Saevar, incapaz de contenerse; se sorprendió a sí mismo esperando, como si fuera un niño, que aquel príncipe suyo de oscura cabellera, dechado de gallardía y orgullo, tuviera una respuesta para el enigma que les aguardaba al otro lado del río.

Una respuesta a todas aquellas voces que hablaban en ygrathio, a todos los fuegos enemigos que ardían frente a ellos. Una respuesta, ante todo, al temible rey de Ygrath y su hechicería, a la saña que descargaría contra ellos al día siguiente sin apenas esfuerzo.

Valentín callaba, con la mirada perdida en la corriente. Por encima de sus cabezas, Saevar vio caer una estrella que cruzando el cielo fue a hundirse por poniente, probablemente en las profundidades del mar. Empezaba a lamentar haber formulado

aquella pregunta. No era el momento de echar sobre los hombros del príncipe una carga de falsas convicciones. Bastante tenía ya que aguantar el desdichado.

Cuando estaba a punto de disculparse, Valentín habló. Su voz sonaba mesurada y grave, como si deseara que no trascendiera de aquel pequeño círculo en tinieblas.

—Me he pasado la noche yendo y viniendo entre las hogueras, igual que Corsín y Loredán, con el único fin de llevar a los hombres un poco de consuelo y esperanza; de contagiarles, en una palabra, un mínimo de alegría y buen humor que les permita conciliar el sueño. No puedo hacer nada más.

—¡Qué buenos muchachos son los dos! —comentó Saevar por darle ánimos—. Hace un minuto pensaba que nunca llegué a esculpir sus retratos.

—Es una lástima, en efecto —repuso Valentín—. Si hay algo que perdure, que vaya más allá de nuestra desaparición, será tu arte. Nuestros libros, nuestra música, el verde de Orsaria y las torres de Avalle… —Hizo una breve pausa y volvió a su primitiva idea—. Sí, son unos muchachos muy valerosos. Y eso que sólo tienen dieciséis y diecinueve años… De haber podido, los habría dejado en la retaguardia en compañía de su hermano… y de tu hijo.

Ésa era una de las razones que lo obligaban a sentir afecto por él: Valentín era capaz de acordarse de su hijo al mismo tiempo que pensaba en el menor de los príncipes. Y eso a pesar del crítico momento por el que atravesaban. De improviso, a su espalda, procedente de la zona en la que ardían las hogueras, se oyó el canto de una trialla. Los dos hombres guardaron silencio para escuchar aquellos trinos tan delicados. Saevar sintió de pronto su corazón henchido de emoción. Por un momento temió incluso que fueran a saltársele las lágrimas y que hubiera luego de avergonzarse por ello, pues quizás alguno las atribuyera al miedo. Valentín continuó hablando:

—Entre unas cosas y otras, lo cierto es que aún no he respondido a tu pregunta, viejo amigo. La verdad parece más fácil aquí, en la sombra, lejos de las fogatas y el desamparo que he visto en torno a ellas. Lo siento, Saevar, pero seguramente casi toda la sangre que se vierta al amanecer será nuestra. Mucho me temo incluso que sea sólo nuestra. Perdóname.

—Nada hay que perdonar —replicó el escultor. Y, dando a sus palabras la mayor fuerza posible, agregó—: No es una guerra que tú hayas provocado; y tampoco podías evitarla ni acabar con ella. Mi pregunta estaba de más. Yo mismo podía imaginarme la respuesta, señor. No tengo más que ver las fogatas de ahí enfrente.

—Y la hechicería —añadió Valentín sin alterarse—. Eso pesa aún más que el número de las fogatas. Habríamos sido capaces de superar a unas fuerzas incluso más cuantiosas, exhaustos y heridos como estamos tras la batalla de la semana pasada. Pero la magia de Brandín está de su parte. Es al propio león al que ahora nos enfrentamos, no a su cachorro. La muerte de la cría hace que el padre quiera aún más sangre para enrojecer el sol del amanecer. ¿Debería haberme rendido la semana pasada? ¿Debería haberme entregado a ese muchacho?

Saevar dirigió su mirada hacia el príncipe, como incapaz de dar crédito a sus oídos. Por un instante permaneció mudo, sin saber qué decir, pero al fin halló fuerzas para responder.

—De haberlo hecho, yo habría vuelto a casa y, entrando en el Palacio del Mar, habría destruido cuantas estatuas tuyas salieron de mi cincel.

En ese instante se oyó un ruido extraño. A Saevar le costó trabajo reconocer que era la risa de Valentín, pues no le había oído nunca reír de esa manera.

—¡Oh, amigo mío! —replicó al fin el príncipe—. Debería haber supuesto que dirías algo parecido. ¡Oh, qué orgullo el nuestro! ¡Qué orgullo tan terrible! ¿Crees que ése será el principal recuerdo que quede de nosotros, cuando hayamos partido?

—Tal vez —dijo Saevar—. Lo cierto es que de un modo u otro nos recordarán. Lo único que sabemos con certeza es que guardarán memoria de nosotros. Aquí, en la península de la Palma, y en Ygrath y en Quilea. Incluso en occidente, allende los mares, en Barbadior y en todo su imperio, pervivirá nuestro nombre.

—Y también pervivirán nuestros descendientes —añadió Valentín—. Los jóvenes, los hijos que nos recordarán. Nuestras viudas y ancianos les contarán, cuando alcancen la edad de saberlo, la historia del río Deisa, la historia de lo que aquí sucedió y, lo que es más importante, qué es lo que fue esta provincia antes de nuestra ruina. Puede que Brandín de Ygrath nos destruya mañana, tal vez asolará nuestro país, pero no podrá borrar nuestro nombre ni la memoria de lo que fuimos.

—No, no podrá —repitió el escultor sintiendo que en su ser renacía, cuando no lo esperaba, un extraño vigor—. Estoy seguro de que tienes razón. No seremos la última generación de hombres libres. Habrá oleadas y oleadas de días por venir, que arrastrarán consigo años y años. Los hijos de nuestros hijos nos recordarán, y no se someterán al yugo.

—Y, si alguno tuviera tales inclinaciones —prosiguió Valentín en otro tono—, serán los hijos o los nietos de cierto escultor quienes se encarguen de derribar sus bustos, aunque sean de piedra.

Saevar sonrió en la oscuridad. Deseaba reír abiertamente, pero las fogatas de su ejército, proyectando una larga sombra sobre el prado iluminado por las lunas.

Parecía que los cantos se habían interrumpido a ambos lados del río. Era muy tarde.

Saevar comprendía que también él debía regresar al campamento e intentar dormir unas cuantas horas. No obstante, le costaba trabajo levantarse, abandonar aquel lugar tan plácido, y renunciar a la perfecta belleza de aquella última noche suya. Renunciar a contemplar el río, las dos lunas, la bóveda estrellada, las luciérnagas y todas aquellas luces.

Al final decidió quedarse junto al agua. Permaneció allí sentado, en la noche estival, a orillas del río Deisa, con sus robustas manos en torno a las rodillas. Contempló cómo se ponían las dos lunas y cómo poco a poco se iban apagando las fogatas. Pensó en su esposa, en sus hijos y en la obra viva salida de sus manos, en todo lo que dejaría tras de sí. Y la trialla cantó para él hasta que acabó la noche.

—Eso espero, señor, si las diosas y el dios así lo permiten.

Gracias. Gracias por tus palabras.

—No hay de qué, Saevar. Entre nosotros no hacen falta cumplidos, y menos esta noche. La Tríada te proteja y te guarde mañana y siempre; y proteja también a cuantos has amado.

Saevar tragó saliva.

—Sabes que eres uno de ellos, mi señor. Uno de los que más he amado.

Valentín no respondió. Sólo al cabo de un instante se inclinó hacia el escultor y depositó un beso sobre su frente. Acto seguido levantó una mano y Saevar, con los ojos arrasados en lágrimas, imitó su gesto. Las palmas de ambos se tocaron con ternura en señal de despedida. Valentín se puso en pie y regresó junto al fuego.