Epílogo

Tres jinetes cabalgan por los montes del sur en dirección a un valle orientado hacia el este. Alrededor todo son bosques de pinos y cedros. El río Sperion brilla en la distancia, serpenteando en medio de las colinas, no lejos del lugar en que su corriente traza la pronunciada curva que lo encamina hacia poniente, hacia su desembocadura junto a la ciudad de Tigana. El aire es límpido y fresco; se nota que está a punto de comenzar el otoño. Dentro de poco cambiará el color de las hojas de los árboles y las nieves que coronan las cumbres de las cordilleras provocarán aludes y cerrarán todos los pasos de montaña.

En medio del ameno valle que se abre a sus pies, Devin distingue la cúpula del santuario de Eanna, cuyos destellos lo deslumbran. Por detrás del templo se destaca el sendero proveniente del oeste que recorrieron la primavera anterior, cuando llegaron de Certando. Parece que haya pasado una eternidad desde entonces. Vuelve la vista atrás y otea el horizonte recortado de crestas y colinas.

—¿Podremos verlas luego desde aquí? Baerd levanta la vista y se queda mirando.

—¿A qué te refieres? ¿A Avalle y a sus torres? Seguramente —responde—. Basta que el día esté claro. Te apuesto que si vienes aquí dentro de un año verás la silueta verde y blanca de mi Torre del Príncipe. Te lo prometo.

—¿Y de dónde vas a sacar el mármol? —inquiere Sandre.

—Del mismo sitio del que lo sacó Orsaria para construir la primitiva edificación. La cantera sigue donde estaba, a unos dos días de marcha hacia poniente, cerca ya de la costa.

—¿Y lo traerás hasta aquí?

—Por mar hasta Tigana y luego río arriba en balsas. Lo mismo que hicieron antiguamente.

Baerd se ha afeitado la barba y parece mucho más joven, se dice el antiguo cantante.

—¿Cómo sabes tantas cosas al respecto? —comenta Sandre con un deje de sorna—. Creía que todos tus conocimientos se reducían al tiro con arco y al modo de no caerte de boca mientras paseas a solas en la oscuridad de la noche.

Baerd sonríe complacido.

—Siempre pensé en hacerme arquitecto. Poseo el amor por la piedra que tenía mi padre, aunque no sus cualidades. No obstante, soy un buen artesano y siempre supe lo que hay detrás de ellas. Por lo demás, creo que sé tanto como el que más respecto al modo en que Orsaria construyó sus torres y palacios. Incluido uno que hay en Astíbar. ¿Quieres que te cuente dónde están los pasadizos secretos?

Sandre se echa a reír.

—No seas presuntuoso, albañilillo de tres al cuarto. Por lo demás, hace casi veinte años que no vivo en mi palacio, así que tendrás que encargarte tú de recordarme dónde se encuentran los tales pasadizos.

Devin echa una mirada bienhumorada al duque. Le ha costado algún tiempo acostumbrarse a ver a Sandre sin el color atezado propio de la piel de un khardhu.

—¿Volverás, pues, a tu tierra después de la boda? —pregunta sintiendo cierta melancolía al pensar en la posibilidad de una separación.

—Creo que ése es mi deber, si bien reconozco que se me parte el corazón de sólo pensarlo. Me siento demasiado viejo para gobernar a nadie, y encima no cabe esperar que pueda engendrar un sucesor.

Tras una breve pausa el duque reanuda la conversación dejando a un lado los recuerdos tristes.

—En honor a la verdad —comenta—, lo que más me interesa en estos momentos es la labor que vengo realizando últimamente aquí en Tigana. La conexión mental que hemos logrado establecer con los magos Erlein, Sertino y yo.

—¿Y qué me dices de los Caminantes de la Noche? —pregunta Devin.

—Por supuesto, los Carlozzini de Baerd también. Debo confesar que me alegra muchísimo saber que van a venir los cuatro a la boda en compañía de Alienar.

—Seguro que no te alegrarás tanto como Baerd —añade con picardía el mozo.

El nombrado lo mira de soslayo y finge estar absorto en la línea del horizonte y el camino que los conduce hacia el sur.

—Claro, tanto como él no —responde Sandre—. Aunque espero que deje algún ratito libre a su Elena mientras esté en Tigana.

Si hemos de cambiar la actitud de esta península respecto a la magia, no vamos a encontrar momento más propicio, ¿no os parece?

—Oh, desde luego —afirma Devin riendo de buena gana.

—No es mi Elena —protesta Baerd sin apartar la vista del camino.

—¿Ah, no? —exclama Sandre en tono de burla—. Entonces, ¿quién es ese Baerd al que insiste siempre que entregue sus mensajes? ¿No lo conocerás tú por casualidad?

—No he oído hablar nunca de él —responde lacónicamente el interpelado. Por unos instantes consigue mantener la expresión seria, pero enseguida cede y en sus labios se pinta una franca sonrisa—. Empiezo a recordar por qué siempre me gustó andar a solas por el campo. ¿Y qué me dices de Devin, ahora que tocamos el tema? ¿No te parece que también Alais le enviaría mensajes si tuviera el modo de hacerlo?

—Devin —comenta el duque— no es más que un niño, demasiado joven e inocente para meterse en líos con las mujeres, sobre todo si son como esas marisabidillas de Astíbar.

Pese a sus intentos por mantener la compostura, acaba por perderla. Los otros dos conocen perfectamente qué opinión le merece en realidad la hija de Rovigo.

—¡Pero si en Astíbar no hay marisabidillas! —protesta Baerd—. Además ya es bastante mayorcito. ¡Si hasta tiene una cicatriz en las costillas para enseñarle y poder presumir!

—¡Ya la ha visto, para que lo sepas! —comenta el joven—. Me vendó la herida cuando me curó Rinaldo —añade al punto ante la expresión de picardía que se pinta en los rostros de sus compañeros—. No sería, pues, ninguna sorpresa para ella.

Intenta figurarse a Alais como una sabihonda mentirosa, pero le resulta imposible. A su memoria acude una vez más el recuerdo de la muchacha apoyada en el alféizar de su ventana, en el mesón de Senzio, y de la extraña sonrisa que apareció en sus labios cuando lo vio marcharse hacia su habitación.

—Van a venir, ¿no? —inquiere el duque—. Se me ocurre que podría regresar a Astíbar en la nave de Rovigo.

—Sí, vendrá —afirma Devin—. Han tenido una boda en la familia la semana pasada. De lo contrario, ya habrían llegado.

—Veo que estás perfectamente al corriente de los acontecimientos de la familia —comenta Baerd como si tal cosa—. ¿Y tú qué piensas hacer después de la boda?

—Ya me gustaría a mí saberlo —responde Devin—. Lo menos se me han pasado por la cabeza veinte ideas distintas.

Sin duda sus palabras suenan más sinceras de lo que cree, pues sus dos amigos se quedan mirándolo atentamente.

—¿Como cuáles? —inquiere Sandre.

Devin lanza un suspiro y empieza a contar con los dedos:

—Por ejemplo, encontrar a mi padre y ayudarlo a instalarse de nuevo en nuestro país. Localizar a Ménico di Ferraut y montar con él la compañía que habíamos planeado formar antes de que me desviarais de mi camino. Quedarme en Tigana con Alessan y Catriana y ayudarlos en lo que necesiten. Aprender a manejar una nave y no me preguntéis por qué. Quedarme en Avalle y levantar una torre con Baerd. —Vacila un instante. Sus amigos sonríen complacidos—. Pasar otra noche con Alienor en Castelborso —prosigue—; pasar el resto de mi vida con Alais bren Rovigo. Dedicarme a recuperar la letra y la música de todas las baladas que hemos olvidado. Cruzar los montes y pasar a Quilea para encontrar el árbol número veintisiete del soto sagrado. Empezar a entrenarme para la carrera de velocidad de los próximos Juegos de la Tríada. Aprender a manejar el arco…, lo cual me recuerda que Baerd me prometió enseñarme.

Se detiene al ver que sus compañeros se están riendo de buena gana, lo mismo que él, que se halla sin aliento.

—Ya llevas más de veinte, seguro —comenta Baerd.

—Pues hay más todavía —responde Devin—. ¿Quieres que te las enumere?

—Me parece que no podría soportarlo —replica Sandre—. Me haces recordar lo viejo que soy y lo joven, en cambio, que eres tú.

Devin se echa a reír al oírlo. Sacude la cabeza y añade:

—No pienses esas cosas. No recuerdo ni una sola ocasión el año pasado en que no tuviera que esforzarme para estar a tu altura. —El mozo sonríe tímidamente al recordar las aventuras que vivieron juntos—. No eres viejo, Sandre, eres el mago más joven de toda la Palma.

Sandre muestra una expresión sombría en el rostro. Levanta la mano izquierda, de forma que todos puedan ver con claridad los dedos que le faltan.

—Tienes razón en lo que dices, muchacho —comenta—, y quién sabe si seré el primero en romper la costumbre inveterada de camuflar nuestra naturaleza. Lo cierto es que nunca he conseguido hacerme a ella.

—¿Hablas en serio? —inquiere Baerd.

—Por completo. Si esta península ha de sobrevivir como una sola nación, vamos a necesitar nuestra magia para equiparamos a Barbadior o a Ygrath y a Khardhun, fíjate bien, y tampoco sé qué poderes tienen en Quilea. Han pasado demasiados años aislados. No podemos continuar ocultando a nuestros magos ni a los Carlozzini. No podemos permitimos por más tiempo el lujo de ignorar, como hemos hecho hasta ahora, las formas que adopta la magia entre nosotros. Hasta de los Sanadores conocemos poquísimo. Debemos aprender todo lo referente a nuestra magia, valorarla, identificar a los hechiceros y entrenarlos debidamente, y también hallar el modo de controlarlos. La Palma debe descubrir la magia o la magia volverá a causar nuestra ruina como ocurrió hace veinte años.

—Un momento, Sandre. ¿Acaso crees que conseguiremos hacer una sola nación de las nueve que somos ahora? —pregunta Devin.

—Sé que es posible; y espero que lo consigamos. Os apuesto que Alessan di Tigana será nombrado rey de la Palma en los próximos Juegos de la Tríada.

Baerd se queda mirando al duque y luego posa sus ojos en Devin.

—¿Quién, si no, podría serio? —comenta al fin—. Pienso por otra parte que no tendrá otra opción. Desde que contaba quince años la labor de su vida ha sido la cohesión de esta tierra. Ya estaba en ello cuando lo encontré en Quilea. Aunque creo…, creo que su mayor deseo es en realidad localizar contigo a Ménico di Ferraut y pasarse unos cuantos años dedicado a la música con vosotros dos, con Erlein, Catriana y un par de bailarinas, y alguien que sepa tocar bien la syrenya para completar el grupo.

—¿Y bien? —pregunta Sandre.

—Pues que, sin embargo, es el hombre que nos salvó a todos, como es bien sabido. No hay ahora nadie que lo ignore. Después de pasarse doce años por esos caminos, conoce a más gente de peso en toda la península que ninguna otra persona. Él fue quien nos contagió a todos su visión, y además es el príncipe de Tigana y está en la flor de la edad. Me temo —añade haciendo una mueca— que no podrá evitarlo, aunque quiera. Creo que Alessan está empezando a vivir justo ahora.

Permanecen por unos momentos en silencio.

—¿Y tú qué vas a hacer? —inquiere Devin—. ¿Te irás con él? ¿Qué es lo que tú deseas?

Baerd sonríe.

—¿Qué es lo que deseo? No aspiro a volar tan alto. Desearía encontrar a mi hermana, pero empiezo a hacerme a la idea de que… ha desaparecido. Creo que nunca averiguaré dónde ni cómo. Alessan me tendrá a su lado siempre que me necesite, pero lo que más deseo es construir: casas, templos, puentes, un palacio, media docena de torres en Avalle… Necesito ver cómo crecen las cosas y… supongo que todo forma parte de lo mismo, pero deseo fundar una familia. Ahora necesitamos otra vez gran cantidad de niños. ¡Ha muerto tanta gente! —Aparta por unos segundos la vista y su mirada se pierde en las montañas del fondo. Enseguida, no obstante, vuelve a la realidad—. Puede que tú y yo seamos los más afortunados, Devin. No somos príncipes, ni duques ni magos. No somos más que un par de hombres corrientes y molientes con toda la vida por delante.

—Te dije que estaba esperando a Elena —comenta Sandre con amabilidad. No hay el menor sarcasmo en sus palabras; es la voz de un amigo que habla con afecto.

Baerd sonríe y su mirada vuelve a perderse en la distancia. En ese instante cambia súbitamente de expresión, demostrando un entusiasmo evidente.

—¡Mirad! —exclama—. ¡Ahí llega!

Atravesando los puertos y colinas de la cordillera, por una ruta que se hallaba en desuso desde hacía cientos de años, se ve llegar una caravana de lo más pintoresca. Lleva incluso acompañamiento de músicos; forman parte de ella hombres y mujeres tanto a pie como a caballo, asnos y mulas cargadas de mercancías multicolores; más de cincuenta estandartes ondean al viento. Los ecos de la música llegan ya a los oídos de los tres viajeros. Todos los colores del mundo brillan a la luz del mediodía mientras Mario de Quilea atraviesa los montes para asistir a la boda de su amigo.

Piensa pasar la noche en el santuario, donde será recibido con todos los honores por el Sumo Sacerdote de Eanna, en quien reconocerá al hombre que le confió hace

ya mucho tiempo a un muchachito de apenas catorce años. En Avalle los aguardan varias barcazas que los conducirán río abajo hasta la capital del reino.

Pero el que tiene derecho a saludar a Mario en primer lugar, al margen de las formalidades, es Baerd, en nombre de Alessan, y pide a sus amigos que lo acompañen.

—¡Adelante! —exclama con el rostro radiante de alegría. Espolea al caballo y baja la colina al galope. Devin y Sandre intercambian una mirada de complicidad y lo siguen al punto.

—Nunca lo entenderé —comenta el joven cuando llega a la altura de Baerd—. ¿Cómo puedes estar tan contento de ver a un individuo que te llama Pichón Número Dos?

Sandre chasca la lengua, mientras Baerd se echa a reír y amaga con dar un puñetazo a Devin. Los tres van riendo mientras moderan el paso de sus cabalgaduras para tomar con cuidado la pronunciada curva que forma el camino. A ambos lados de éste florecen las matas de sonrai, y en ese instante se produce la visión. Tres hombres ven a la riselka sentada en una roca junto al sendero. Su cabellera verde ondea al viento del mediodía.