Capítulo 20

Tenían el mar a sus espaldas, al final de una larga senda abierta por los rebaños, que se extendía desde la playa hasta la cima de la colina, muy cerca del punto en el que habían anclado sus naves y habían desembarcado sus tropas. A unas leguas hacia el norte se erguían las murallas de Senzio, pero desde aquella loma Dianora podía ya divisar las bruñidas cúpulas de los templos y las almenas del castillo. El sol se levantaba por encima del pinar situado hacia el este, como bronce fundido derramado sobre el cielo azul. Pese a lo temprano de la hora ya hacía calor. La jornada prometía ser abrasadora.

A mediodía llevaban ya varias horas combatiendo.

Brandín se hallaba consultando con D’Eymon, Rhamano y los otros tres capitanes, recién nombrados, cada uno en representación de su provincia: Corte, Ásoli y Chiara. Naturalmente no había ejército de Corte la Baja, aunque sí algunos soldados de aquella región entre las huestes apostadas en el valle. Una noche que permanecía desvelada en la nave capitana fondeada en Fársaro, llegó a preguntarse si Baerd estaría entre ellos. Aunque, por supuesto, sabía que no era posible. Del mismo modo que Brandín no podía cambiar su naturaleza, tampoco su hermano iba a modificar la suya. Por mucho que cambiara el mundo a su alrededor, aquellos caracteres permanecerían inalterables, hasta que desapareciera de la faz de la tierra la última generación que supiera lo que era Tigana.

¿Y ella? Desde el Salto del Anillo, desde que salió del agua, había intentado por todos los medios no pensar. Quería simplemente actuar al ritmo marcado por los acontecimientos que ella misma había provocado. Aceptar el hecho evidente de que Brandín la amaba y la inseguridad de la guerra. Ya no veía el claro destino que había abierto para ella la riselka. Intuía de alguna manera lo que aquello significaba, pero se esforzaba en no pensar en ello durante el día. Por las noches la cosa era distinta. Los sueños eran siempre una cosa distinta. Era dueña y esclava a la vez de un corazón dividido.

Seguida siempre por sus dos guardias de corps, Dianora dio unos cuantos pasos por la explanada que se extendía sobre la cima de la colina y echó una ojeada al anchuroso valle que se abría de levante a poniente. Frente a ella se elevaba el oscuro pinar, en el extremo meridional del cual crecían unos cuantos olivos plateados, mientras que por el norte se abría un espacioso llano que conducía hasta la capital de Senzio.

Justo a sus pies estaban acampados los dos ejércitos. Algunos hombres salían en aquellos momentos de las tiendas de campaña, otros recogían su petate, ensillaban

las cabalgaduras, limpiaban sus armas o tensaban las cuerdas de los arcos. El metal lanzaba destellos ominosos al reflejarse en él el sol de la mañana. El aire fresco llevaba hasta sus oídos las voces de los soldados. Soplaba una ligera brisa que hacía ondear los estandartes de vivos colores. Los suyos lucían una nueva bandera: sobre un campo azul marino destacaba la efigie de la Palma bordada en oro. El significado de aquella enseña ideada por el propio Brandín no podía ser más evidente. Sus hombres iban a luchar en nombre de la Palma Occidental, pero el objetivo último era expulsar a los barbadios y unificar la península. Dianora reconocía que el símbolo no podía reflejar mejor esos ideales. Por otra parte, aquel paso era justamente lo que la península venía necesitando desde hacía mucho tiempo. El único inconveniente era que quien fomentaba todo aquello era el antiguo rey de Ygrath.

Aparte de soldados procedentes de las cuatro provincias occidentales, en el ejército de Brandín había también numerosos senzianos. Se les habían unido varios centenares de hombres procedentes de la capital durante los dos últimos días, en cuanto desembarcaron al sur de la bahía. Una vez muerto el gobernador y en vista de las disputas que se traían las autoridades del palacio por hacerse con un poder vacío por completo de significado, la política de neutralidad capitaneada oficialmente por Senzio resultaba más absurda que nunca y para colmo Alberico había decidido arrasar e incendiar las tierras por las que pasaba, en venganza por la muerte de los barbadios asesinados en la ciudad. De haber avanzado más deprisa el ejército enemigo, Rhamano habría tenido serias dificultades para efectuar el desembarco, pero los vientos lo habían ayudado y sus hombres llegaron a los muros de la ciudad un día antes que Alberico. Ello permitió a Brandín elegir aquella colina desde la cual podía dominarse el valle entero y alinear a sus fuerzas donde mejor le pareciera. Todos sabían que aquello les daba una ventaja relativa.

Y muy relativa, pensaron muchos, al ver al día siguiente los tres ejércitos de Barbadior surgir a mediodía seguidos de una inmensa cortina de humo. Llevaban dos estandartes: en el del imperio se veía una montaña roja coronada por la tiara imperial bordada en oro sobre fondo blanco, mientras que, en la bandera de Alberico, un jabalí escarlata destacaba sobre un campo amarillo. El rojo de ambas enseñas parecía cubrir el llano de manchas de sangre, en tanto la caballería y los soldados de a pie, en ordenadas filas, ocupaban la parte oriental del valle. Los soldados del imperio de Barbadior habían conquistado la mayor parte de las tierras del hemisferio este.

Dianora había subido a la cima de la colina para verlos llegar. Parecía que no acababan nunca. Entró en la tienda y salió de ella varias veces. El sol comenzaba ya a ponerse. Desapareció detrás del horizonte, a sus espaldas, antes de que los mercenarios de Alberico acabaran de desfilar en su totalidad.

—Tres a uno. Quizás un poco menos —comentó Brandín acercándosele. Llevaba la cabeza descubierta y la fresca brisa del crepúsculo desordenaba su cabello entrecano.

—¿Son demasiados? —preguntó Dianora en voz tan baja que nadie habría podido escucharla.

El monarca le dirigió una mirada rápida y la cogió de la mano. Últimamente tenía esa costumbre, como si no soportara pasar demasiado tiempo sin sentir su contacto. Desde el día del Salto, su manera de hacer el amor había cambiado también. Se abrazaban con una urgencia que los dejaba a ambos exhaustos, incapaces casi de pensar en nada. Y aquello tenía para ella una importancia capital: su mayor deseo era ofuscar su mente, acallar las voces y los recuerdos; borrar la imagen de aquel sendero claro y recto de su destino que desaparecía en las tinieblas del mar. Ahora veía venir las huestes barbadias desde la colina. Brandín había enlazado sus manos entre las suyas.

—Sí, quizá sean demasiados. Es difícil de juzgar. Mis poderes son mayores que los de Alberico. Creo que desde aquí arriba podré suplir las diferencias existentes entre nuestros ejércitos.

Habló sin inmutarse, como si se tratara de la exposición cuidadosa de unos hechos objetivos y nada más. No había arrogancia alguna en sus palabras, sólo el orgullo de siempre. ¿Y por qué iba a dudar ella de su brujería? Sabía perfectamente lo que había hecho en la guerra veinte años atrás.

Aquella conversación había tenido lugar el día anterior. Acto seguido, Dianora se había vuelto a contemplar cómo se hundía el sol en el mar. La noche había sido hermosísima, clara y templada, con Vidomni en cuarto creciente e Ilarion llena, azul y misteriosa, como si de una luna de fantasía, de magia, se tratara. Se preguntó si tendrían tiempo de estar a solas aquella noche, pero, efectivamente, al final Brandín se pasó la mayor parte del tiempo en la llanura, visitando el campamento, y luego hablando con sus capitanes. D’Eymon, no le cabía duda, permanecería con él en la cima de la colina, y Rhamano —más marino que militar— se quedaría también arriba al mando de la guardia real, para defenderlos por si las cosas se ponían feas. Aunque, si las cosas se ponían feas, lo más probable era que ellos murieran.

Cuando Brandín volvió a la tienda, se habían puesto ya las dos lunas. Ella no podía dormir y se había quedado esperándolo. No pudo, pues, evitar ver la expresión de cansancio en el rostro del soberano. Llevaba unos cuantos mapas bajo el brazo, planos que quería ojear una vez más, pero Dianora lo obligó a dejarlos.

Se tendió vestido en la cama. Al cabo de un instante se recostó en el regazo de ella. Ninguno se decidía a hablar. Entonces Brandín se incorporó levemente y se quedó mirándola.

—Odio a ese hombre —dijo en voz baja—. Odio todo lo que representa. En él no cabe la pasión ni el amor ni el orgullo. Sólo hay sitio para la ambición. Es lo único que le importa. Nada en el mundo es capaz de despertar en él el más mínimo sentimiento de compasión o de dolor. Sólo lo que suponga la consecución de sus deseos. Todo se convierte en un instrumento de su capricho. Desea ponerse la tiara de emperador, es bien sabido, pero no la quiere para nada. Simplemente la quiere. Dudo mucho que en su vida haya habido nada que le haya hecho sentir algo por alguna persona: amor, deseo, lo que sea …

Se volvió a recostar en ella. Estaba tan agotado que empezaba ya a repetirse. Dianora le acarició las sienes con la yema de los dedos y lo miró en silencio. Brandín cerró los ojos y las arrugas del ceño fueron estirándose a medida que iba surtiendo efecto aquel masaje. Por fin se calmó su respiración agitada y Dianora comprendió que se había quedado dormido. Ella, en cambio, permaneció en vela todo el rato, acariciando ciegamente sus sienes. La luz procedente del exterior le hizo comprender que las lunas se habían puesto, que empezaba a amanecer y que amaba a aquel hombre más que a nada en el mundo.

Al final debió de quedarse dormida, pues el cielo estaba gris, con la típica palidez del alba, cuando volvió a abrir los ojos. Brandín se había marchado. Le había dejado sobre la almohada una anémona roja. Se quedó mirando la flor sin moverse; al fin la cogió y la acercó a su nariz para aspirar su suave aroma. Se preguntó si Brandín conocería la leyenda que se contaba sobre aquella flor. Seguramente no, pensó.

Se levantó y al cabo de un rato llegó Scelto con una humeante jarra de khav en las manos. El eunuco llevaba el traje de cuero propio de los mensajeros; aquella frágil armadura pretendía defenderlo de los dardos. Se había ofrecido voluntariamente a ejercer dicha tarea, llevando y trayendo órdenes y mensajes de un lado a otro de la colina. No obstante, antes de empezar su cometido, había pasado por la tienda de su señora, como llevaba haciendo en el saishan durante más de doce años. Dianora temió por un instante que aquella idea la hiciese llorar: mal augurio habría sido en tan dura jornada. Se las arregló para sonreírle y le rogó que volviera al lado del rey, que lo necesitaba aquella mañana más que ella.

Apenas se hubo marchado, Dianora tomó su khav, atenta a los ruidos cada vez más fuertes procedentes del exterior. Por fin se lavó, se vistió y salió de la tienda.

Había dos miembros de la guardia real apostados a la entrada. La acompañaban a todas partes, separados discretamente unos cuantos pasos de ella. Sabía que aquel día debía haber alguien protegiéndola. Buscó con la mirada a Brandín, pero al primero que vio fue a Rhun. Ambos se hallaban al borde del barranco, con la cabeza descubierta, sin armadura, aunque los dos llevaban al cinto sendas espadas. Brandín había decidido vestirse aquel día con el simple traje marrón de un soldado raso.

Al cabo de un rato, lo vio adelantarse solo hasta el punto más alto de la colina y levantar una mano por encima de la cabeza, para que lo vieran bien los hombres de ambos ejércitos. Sin necesidad de despegar los labios, sin avisar a nadie, un resplandor rojizo rodeó su mano, como una llama ardiendo sobre el fondo azul del cielo. Se oyó un griterío procedente de la llanura. Los soldados pronunciaban el nombre de su rey, y de ese modo el ejército de Brandín, bastante inferior en número

al de sus adversarios, empezó a avanzar al encuentro de las huestes de Alberico, dispuesto a librar aquella batalla que llevaba anunciándose casi veinte años.

—¡Todavía no! —dijo Alessan con voz firme por quinta vez—. No vamos a precipitamos ahora, después de haber esperado tantos años.

Devin tuvo la sensación de que el príncipe era el que más cuidado ponía en todos sus actos. Lo cierto era que, hasta que él diese la orden, lo único que podían hacer era contemplar cómo los hombres de Barbadior, de Ygrath y de las diversas provincias de la Palma se mataban unos a otros bajo el sol abrasador de Senzio.

Por la posición del astro, debía de ser más o menos mediodía. Hacía un calor espantoso. Devin intentó hacerse una idea de lo que debían sentir los que estaban en la llanura, luchando a brazo partido, resbalando por efecto de la sangre derramada, pisando a los caídos en medio del fragor de la batalla. Ellos estaban demasiado lejos para reconocer a nadie, pero no lo bastante para no ver cómo caían o escuchar sus gritos.

Alessan había escogido una semana antes el punto desde el cual pudieran disfrutar de una mayor ventaja, y lo había hecho previendo el lugar en el que los dos brujos decidirían instalarse. Efectivamente, uno y otro se habían situado donde él había predicho. Desde aquella pequeña loma, a menos de una milla al sur de la elevada colina en la que se había colocado Brandín, Devin contempló el valle y vio cómo ambos ejércitos se enzarzaban en una cruenta matanza que enviaba miles de almas a la mansión de Moriana.

—El ygrathio eligió bien su posición —había comentado Sandre casi con admiración a primera hora de la mañana, antes de que empezaran a relinchar los caballos y a desperezarse los soldados—. La llanura es bastante espaciosa y le permitirá maniobrar a su antojo, aunque no lo suficiente para que los barbadios puedan rodearlo sin que se lo estorben las colinas. Tendrían que ascender por el barranco y luego, avanzando con grave riesgo por la ladera, volver a bajar al llano.

—Y, si te fijas bien —añadió Ducas di Tregea—, verás que Brandín ha dispuesto a sus arqueros en el flanco derecho, hacia el sur, por si se les ocurre intentarlo. Si se atreven a hacerlo, cazarán a los barbadios como a liebres entre los olivos de la ladera.

Unas horas más tarde, en efecto, los barbadios ejecutaban ese movimiento. Muchos de ellos cayeron antes de que una lluvia de flechas lanzada por los arqueros de la Palma Occidental los obligara a dar marcha atrás. Al principio se apoderó de Devin una gran excitación, pero enseguida fue presa de un desconcierto tremendo. Por muy tiránico que fuera el comportamiento de Alberico, ¿cómo podía alegrarse del triunfo de Brandín de Ygrath?

¿Pero acaso debía desear que murieran los naturales de la Palma a manos de los mercenarios de Alberico? No sabía qué pensar. Tenía la sensación de que le arrancaban el corazón y lo exponían a los ardientes rayos del sol de Senzio.

Catriana estaba en una posición algo más eminente que la suya, justo al lado del príncipe. Devin recordó que no los había visto separarse desde que Erlein la había traído del jardín del palacio. A la mañana siguiente el muchacho había pasado momentos de gran apuro al tener que asumir las nuevas circunstancias que parecían imperar en el grupo. Alessan tenía el aspecto que solía mostrar cuando tocaba la flauta, como si hubiera encontrado la clave del enigma. Cuando miró a Alais, Devin vio que lo observaba atentamente y que en su rostro se pintaba una curiosa sonrisa de complicidad. Aquello sólo consiguió aumentar más aún su desconcierto. Tuvo la sensación de que ni siquiera era capaz de hacerse cargo de sus propios sentimientos, y tanto menos de los cambios operados a su alrededor. Y, por supuesto, no ignoraba que, con lo que estaba a punto de suceder en Senzio, no iba a tener tiempo de asimilarlos.

Durante los dos días siguientes, llegaron ambos ejércitos, uno por el norte y otro por el sur, y con ellos la absoluta conciencia del destino que a todos les aguardaba, como si se hallara en el platillo de una balanza sostenida por los dioses en el cielo estival.

Desde la elevada posición que ocupaba, Devin volvió la vista y contempló a Alais, que en aquellos momentos servía un vaso de agua a Rinaldo, sentado a la sombra que le proporcionaba un retorcido olivo que crecía en la ladera. El Sanador había insistido en acompañarlos, pues no se avenía a seguir oculto en casa de Solinghi. «Si se van a perder vidas, mi deber es estar allí donde haya más peligro», se había limitado a decir, y apoyándose en su bastón rematado por una cabeza de águila se había trasladado hasta allí con todos los demás antes de que amaneciera.

Devin buscó luego con la vista a Rovigo y a Baerd. Sabía que su lugar habría debido estar al lado de éstos. A los tres les tocaba la misma responsabilidad: proteger la colina por si los brujos enviaban algún contingente de tropas contra ellos. Tenían sesenta hombres: la banda de Ducas, el puñado de valerosos marineros de Rovigo y el pequeño grupo de hombres cuidadosamente seleccionados que se habían trasladado a Senzio tras recibir los correspondientes mensajes. Sesenta hombres en total. Tenían que bastar.

—¡Sandre! ¡Ducas! —exclamó Alessan sacando bruscamente a Devin de sus ensoñaciones—. Mirad y decidme lo que veis.

—Estaba a punto de hacerlo —contestó Sandre, en cuya voz podía percibirse una cálida nota de excitación—. Como había supuesto: situado en la cima de la colina, Brandín no está después de todo tan escaso de fuerzas como pudiera parecer. Sus poderes son mucho mayores que los de Alberico. Más incluso de lo que yo creía. Si lo que quieres es mi interpretación de lo que está pasando, te diré que, a mi juicio, el ygrathio está a punto de deshacer el cuerpo central del ejército barbadio. No tardará ni media hora.

—Ni eso siquiera —intervino Ducas, con su vozarrón grave—. Cuando sucede una cosa así, es cuestión de segundos.

Devin avanzó unos pasos para verlo todo con mayor claridad. La parte central del llano estaba tan abarrotada de hombres y caballos como antes, y los muertos y heridos eran innumerables.

Pero, si había de dar crédito a sus ojos, por poco duchos que fueran en semejantes lides, era evidente que las huestes de Brandín estaban avanzando por el centro, aunque los barbadios seguían siendo con mucho más numerosos.

—¿Cómo puede hacerlo? —murmuró casi para su coleto.

—Los debilita con su brujería —oyó decir a alguien a sus espaldas. Era Erlein—. Así es como nos conquistó hace veinte años. Puedo percibir los esfuerzos de Alberico por proteger a los suyos, pero creo que Sandre tiene razón: el barbadio está empezando a ceder terreno.

Baerd y Rovigo se unieron a su grupo.

—¡Alessan! —exclamó Baerd. No dijo más que su nombre. El príncipe se volvió.

—Lo sé —replicó—. Estábamos pensando lo mismo. Creo que ha llegado el momento.

Clavó sus ojos en Baerd por un instante. Ninguno de los dos amigos acertaba a pronunciar palabra. Por fin Alessan apartó la vista y se dirigió a los tres magos.

—Erlein —dijo sin levantar apenas la voz—, ya sabes lo que hay que hacer.

—Sí —contestó el senziano. Vaciló un instante y añadió—: Ruega a la Tríada que nos bendiga a los tres. A todos.

—Sea lo que sea lo que vayas a hacer, haz el favor de darte prisa —lo cortó en seco Ducas—. El centro de los barbadios empieza a ceder.

—Estamos en tus manos —dijo el príncipe a Erlein.

Por un instante dio la impresión de que iba a añadir algo, pero no lo hizo.

Erlein se volvió hacia Sandre y Sertino, que se acercaron a él sin tardanza. El resto de los presentes se retiró un poco para dejarlos solos.

—¡Pongámonos en contacto! —exclamó Erlein di Senzio.

Situado a la espalda de sus huestes, pero cerca de ellas, justo en el centro —pues la distancia era de suma importancia cuando estaba en juego la hechicería—, Alberico de Barbadior se había pasado toda la mañana preguntándose si los dioses del imperio habían decidido abandonarlo. Hasta el dios cornudo de los brujos y la diosa negra que cabalga en la noche. Sus pensamientos, los pocos que era capaz de forjar debido al incesante ímpetu del poderío del ygrathio, eran también negros, consciente de la ruina que le aguardaba. Tenía la sensación de que las cenizas de su corazón le secaban la garganta.

¡Qué fácil le había parecido! Lo único que se requería era una buena planificación, paciencia y disciplina, y, si algunas virtudes poseía, eran ésas precisamente. Durante veinte años había puesto las tres al servicio de una única ambición.

Ahora, en cambio, cuando aquel inclemente sol de bronce derretido llegaba a su cenit y empezaba incluso a descender en dirección al mar, Alberico tuvo la certeza de que había actuado bien al principio y sólo se había equivocado al final. La conquista de toda la península no había significado nunca nada; perderla, en cambio, equivalía a perderlo todo. Aun la vida. No tenía adónde volverse, ni un solo sitio al que escapar.

La fuerza del ygrathio era brutal, y además, auténticamente increíble. Lo sabía, siempre lo había sabido. Si lo había temido, no había sido por cobardía, sino como aquel que mide el peligro y calcula con exactitud hasta dónde puede llegar.

Al amanecer, cuando había visto aquella llamarada roja salir de la mano de Brandín, erguido en su colina, Alberico se había permitido unos instantes de esperanza y hasta de júbilo. Lo único que le hacía falta era defender a sus hombres. Sus huestes eran al menos tres veces superiores a las de su rival, y sólo tenían delante un pequeño número de soldados ygrathios bien entrenados. El resto del ejército de la Palma Occidental era un conjunto desordenado de artesanos y comerciantes, pescadores y campesinos, y unos cuantos muchachos venidos de todas las provincias de la península.

No tenía más que contrarrestar la brujería de Brandín y dejar que sus soldados hicieran el resto. No necesitaba recurrir a sus propios poderes para enfrentarse al adversario. Lo único que tenía que hacer era resistir. Defenderse y punto.

Pero, ay, ojalá pudiera. En cuanto aclaró el día y aumentó el calor, como un suave manto cubriendo la tierra, Alberico sintió que su parapeto mental comenzaba a resquebrajarse poco a poco y a ceder ante la firme insistencia del ataque de Brandín. Las oleadas de fatiga y debilidad enviadas por el ygrathio se abatían incesantemente sobre el ejército barbadio. Onda a onda, incansable como la marea.

Alberico se veía obligado a detenerlas, a absorberlas y neutralizarlas, para que sus soldados pudieran seguir luchando sin desalentarse, manteniendo su valor y su fuerza, dañados sólo por el calor del sol que por otra parte hacía estragos también en el enemigo.

Pero poco antes de mediodía los conjuros del ygrathio empezaron a hacer mella en él. Alberico no podía resistirlos. La magia continuaba cayendo y cayendo sobre él, con la monotonía de la lluvia o las olas, sin alterar en lo más mínimo su ritmo y su

intensidad. Se trataba sencillamente de un poder incontrastable que se abatía sin interrupción sobre su persona.

Pronto —demasiado pronto— los barbadios empezaron a tener la impresión de estar luchando cuesta arriba, pese a estar en llano, como si el sol calentara más sobre sus cabezas que sobre las de sus rivales, como si el valor y la confianza en sí mismos los abandonaran con el sudor que emanaba de sus cuerpos, empapando sus ropas y sus armaduras.

Sólo la simple superioridad numérica consiguió mantenerlos igualados, de suerte que durante toda la mañana la llanura de Senzio fue testigo de un relativo equilibrio entre los contendientes. Sentado en el gran sillón con dosel que había hecho trasladar hasta allí, Alberico cerró los ojos. Una y otra vez había de humedecerse el rostro y el cuello con paños empapados en agua, pues llevaba ya toda la mañana luchando contra Brandín de Ygrath con todas las fuerzas y el valor de que era capaz.

Así, poco después de mediodía, maldiciéndose a sí mismo y al alma roída por los gusanos de Scalvaia d’Astíbar, que a punto había estado de quitarle la vida nueve meses antes, y que desde luego había conseguido debilitarlo lo suficiente para estar a punto de quitársela ahora, maldiciendo a su emperador por seguir vivo a destiempo, como una cáscara vacía, inútil y vieja, Alberico de Barbadior no tuvo más remedio que afrontar la cruda realidad. Era evidente que todos sus dioses lo abandonaban bajo el sol abrasador de aquel país remoto. A medida que empezaron a menudear los mensajes que le comunicaban la inminente caída del cuerpo central de su ejército, Alberico se dispuso a morir, tal como solían hacer los de su raza.

Pero en aquel instante se produjo el milagro.

Al principio, dado el estado de agotamiento mental en que se hallaba, ni siquiera pudo entender lo que estaba ocurriendo. Lo único que sentía era que el peso colosal de la magia procedente de la colina empezaba de pronto, inexplicablemente, a no ser tan aplastante. No era más que una fracción, la mitad apenas de lo que había sido unos momentos antes. Alberico podía resistirlo… ¡con la mayor facilidad! El nivel de aquella magia era menos alto que el suyo, y eso que se encontraba tremendamente débil. Se sentía incluso capaz de repelerla y de contraatacar, en vez de limitarse a defenderse. ¡Podía atacar! ¡Ojalá fuera que a Brandín no le quedaban ya poderes, que el ygrathio había agotado sus reservas de fuerza!

Alberico escrutó mentalmente el valle y las colinas circundantes en busca de una explicación a aquel cambio repentino, viéndose para ello obligado a alcanzar la tercera matriz de la magia. De improviso notó —con una alegría que florecía sobre las desoladas cenizas que tanto lo habían angustiado a primera hora de la mañana— que el dios cornudo seguía estando a su lado, lo mismo que la Reina de la Noche, cabalgando en su yegua negra.

¡Había unos magos de la Palma que estaban ayudándolo! ¡Odiaban a los ygrathios tanto como él! Quién sabe cómo, por qué razón de todo punto incomprensible

estaban de su parte y en contra del rey de Ygrath, fuera cual fuese el título que ahora quisiera arrogarse.

—¡Estoy venciendo! —gritó a sus mensajeros—. Decid a los capitanes de las primeras líneas que cobren ánimos. ¡Decidles que estoy repeliendo al ygrathio!

Oyó un repentino clamor de alegría en torno a él. Abrió los ojos y vio que los mensajeros partían a toda velocidad a difundir la noticia por el valle. Divisó incluso a los magos —cuatro o cinco, creía, a juzgar por su fuerza, acaso seis— que intentaban hacer valer sus mentes y sus poderes.

Pero en eso se equivocaba de medio a medio. Sabía, sí, dónde se hallaban. Podía ver incluso el punto en el que estaban —en una loma situada al sur de la colina del ygrathio—, pero no le permitían unirse a ellos ni revelaban su identidad. Todavía debían de tener miedo a lo que solía hacer con los magos cuando descubría a alguno en su territorio.

¿Pero él qué les hacía? ¡Pensaba colmarlos de honores! Les concedería tierras, riquezas y poder lo mismo aquí que en Barbadior. Unos tesoros como no habían soñado nunca. ¡Muy pronto iban a verlo!

¡Nada importaba que de momento no se le presentaran abiertamente! Aquello no tenía la menor importancia. Mientras siguieran prestándole sus poderes y defendiéndolo, no le hacía ninguna falta conocer su identidad. Todos juntos podían enfrentarse a Brandín. Lo único que tenían que hacer era continuar oponiéndosele. Alberico sabía que aún contaba con el doble de fuerzas de las que poseía su rival.

No obstante, pese a las esperanzas que de nuevo empezaban a inundarlo, notó que el peso empezaba otra vez a hacerse sentir. Era increíble, pero los poderes del ygrathio volvían a reverdecer. Comprobó aterrorizado que los hechiceros situados en la loma seguían con él. ¡Qué fuerte era! ¿Quién lo hubiera pensado? Era capaz de hacer valer su vigor incluso contra todos ellos. ¡Y cada vez se veía más afectada la fuente de su brujería! ¿Hasta dónde iba a llegar? ¿Cuánto iba a dar de sí todavía?

Alberico se dio cuenta de que no lo sabía, y la sola conciencia de esto le producía auténticos escalofríos en medio del infierno de la refriega, pese al calor abrasador de la jornada. De modo que no le quedaba más remedio que seguir actuando como lo había hecho desde el momento en que había comenzado la batalla.

Volvió a cerrar los ojos para poder concentrarse mejor en su tarea y entonces se dispuso a resistir con todas sus fuerzas. A resistir para mantener la muralla intacta.

—¡Por las Siete Hermanas del dios! —exclamó Rhamano fuera de sí—. ¡Vuelven a ganar el terreno que habían perdido!

—¡Algo ha ocurrido! —farfulló Brandín.

Habían levantado un dosel para protegerlo del sol y le habían llevado una silla, pero él seguía de pie, apoyándose de vez en cuando en el respaldo para ver mejor el curso que seguía la batalla en el valle.

Dianora se había situado cerca de él, por si la necesitaba, dispuesta a ofrecerle agua o consuelo, todo lo que estuviera en su mano. Lo único que intentaba era no mirar abajo. No deseaba ver morir a nadie más. Con el griterío procedente del valle nada podía hacer, y lo cierto era que cualquier ruido que se producía allá abajo parecía ascender volando hasta la colina y clavarse en su alma como un cuchillo sonoro de angustia y dolor.

¿Habría sido también así a orillas del Deisa, cuando murió su padre? ¿Gritaría él también así, herido de muerte, al ver derramarse su sangre y con ella su vida, tiñendo de rojo las aguas del río? ¿Moriría de forma tan horrible por obra de las espadas vengadoras de los hombres de Brandín?

Si ahora se sentía mal, sólo a sí misma debía echar la culpa. No debería estar allí. Debería haberse figurado las imágenes que iba a evocar en ella la guerra. Se sentía físicamente enferma: el calor, los sonidos procedentes del campo de batalla la ponían mala. En aquellos momentos podía incluso oler la carne viva de las heridas.

—Algo ha ocurrido —volvió a decir Brandín y su voz la devolvió a la realidad del mundo.

Él era la razón de que se hallara allí y, si los demás no eran capaces de percibirla, ella, que lo conocía tan bien, sí que podía notar una novedad en su voz, una explicación marginal de la tensión por la que estaba pasando. Se apartó un instante de allí y enseguida volvió con un recipiente lleno de agua y un lienzo humedecido para refrescarle la frente.

Brandín tomó el agua, casi sin mirarla. Cerró los ojos y a continuación giró lentamente la cabeza a un lado y otro, como si estuviera buscando algo.

Por fin abrió otra vez los ojos e indicó:

—Ahí enfrente, Rhamano.

Dianora siguió su mirada. En un pequeño altozano situado hacia el sur podían divisarse unas cuantas figuras.

—Son magos —dijo Brandín con voz hueca—. Rhamano, tendrás que ir a detenerlos con la guardia real. Están colaborando con Alberico contra mí, aunque desconozco el motivo. Uno de ellos parece khardhu, pero no lo es. Sé distinguir muy bien la magia de Khardhun. ¡Qué raro es todo esto!

Sus ojos estaban sombríos, de un gris nublado.

—¿Puedes con ellos, señor? —Era D’Eymon el que ahora intervenía. Aunque su tono era neutro, era evidente que intentaba disimular su inquietud.

—Lo estoy intentando —respondió Brandín—. Pero estoy casi al límite de mis fuerzas. Por otro lado, no puedo dirigir mi magia sólo contra ellos, pues han unido su energía a la de Alberico. Rhamano, tendrás que librarme de esos magos tú solo. Llévate a todos los hombres.

El rostro de Rhamano estaba serio.

—Acabaré con ellos o perderé la vida en el intento. Lo juro. Dianora lo vio salir de debajo del baldaquino y reunir a los integrantes de la guardia real. Los soldados se ordenaron en filas de a dos y se dispusieron a bajar el senderillo que conducía hacia el sur. Rhun dio unos cuantos pasos tras ellos y se detuvo. Se le veía confuso y desconcertado.

Dianora sintió que alguien le tocaba la mano y, apartando la vista del bufón, comprobó que Brandín le acariciaba los dedos.

—Confía en mí, amor mío —musitó—. Y confía en Rhamano. —Y al cabo de un instante añadió, casi con una sonrisa—: Después de todo, fue él quien te trajo hasta mí.

La dejó marchar y volvió su atención a lo que sucedía en el llano. No tuvo más remedio que sentarse. Dianora vio cómo se concentraba para reanudar el ataque. Dirigió entonces la vista hacia D’Eymon, cuya mirada escrutadora estaba fija en aquella eminencia situada a un quilómetro escaso de donde ellos estaban. Se hallaban tan cerca de los hechiceros, que incluso podía distinguirse la piel oscura del khardhu, que, según Brandín, no lo era de verdad. Se fijó también en una pelirroja.

No tenía idea de quiénes podían ser aquellas personas, pero, por vez primera, al ver lo escaso de sus fuerzas, sintió miedo.

—Ahí llegan —anunció Baerd dirigiendo una mirada escrutadora hacia el norte.

Se lo esperaban. Estaban atentos a que se produjera el ataque desde el mismo momento en que los magos juntaron sus manos, pero la precaución de poco servía a la hora de la verdad. Por eso Devin, al ver a los hombretones de la guardia de Brandín bajar rápidamente la colina y cruzar el terreno que se interponía entre su posición y la de ellos, sintió que el corazón empezaba a latirle a rebato. Durante toda la mañana la refriega se había desarrollado en el valle. Ahora iba a extenderse hasta donde ellos estaban.

—¿Cuántos son? —inquirió Rovigo.

Devin se alegró de percibir también cierta aprensión en la voz del mercader. Ello quería decir que no era el único que estaba preocupado.

—Cuarenta y nueve, si vienen todos. Y, según Alessan, así debe ser —replicó Baerd sin siquiera volverse—. El número de la guardia del rey de Ygrath es siempre ése. Se trata de una cifra sagrada para ellos.

Rovigo no contestó. Devin dirigió la vista a la derecha y vio a los tres magos. Erlein y Sertino tenían los ojos cerrados. Sandre, por su parte, había clavado su mirada en el punto en el que estaba situado Alberico de Barbadior, justo detrás de sus hombres. Alessan había permanecido todo el rato junto a los hechiceros, pero enseguida vino a reunirse con los treinta hombres más o menos que se habían diseminado por el altozano, a espaldas de Baerd.

—¿Y Ducas? —preguntó en voz baja.

—No veo a ninguno de sus hombres —respondió Baerd lanzando una rápida mirada a su príncipe. La última pareja de guardias del rey acababa de descender la colina, y las primeras filas estaban ya cruzando el terreno escabroso que daba acceso a su cerro—. Todavía no puedo creerlo.

—Deja que me enfrente a ellos con mis hombres ahí abajo —había insistido Ducas a Alessan, en el momento mismo en que los magos empezaron a actuar—. Sabemos que vendrán por nosotros.

—Por supuesto —había respondido el príncipe—, pero estamos mal armados y peor entrenados. Necesitamos la ventaja que nos proporciona nuestra posición.

—Eso lo dirás por ti —había protestado Ducas di Tregea—. Pero ahí no tendréis forma de cubriros. ¿Dónde vais a esconderos?

—¿A mí me dices que no vaya tener dónde esconderme? —había replicado Ducas fingiéndose ofendido y haciendo un gesto feroz con la boca—. Alessan, no me vengas con simplezas. Llevo haciendo escaramuzas y emboscadas como ésta toda la vida, desde que tú te dedicabas a contar cuántos robles había en los bosques de Quilea. ¡Tú déjame a mí!

A Alessan no le había hecho demasiada gracia el plan. No obstante, al cabo de unos momentos, había asentido con la cabeza. Sin esperar más, Ducas había desaparecido con sus veinticinco hombres entre la maleza del barranco. Cuando el ygrathio envió contra ellos a su guardia, los bandoleros estaban ya en la ladera ocultos entre los brezos y los tojos, la hierba y los olivos e higueras diseminados entre las dos colinas.

Devin creyó adivinar la figura de uno de ellos entre los arbustos, pero no estaba muy seguro.

—¡Moriana santa! —exclamó de pronto Erlein di Senzio—. ¡Ya está atacando otra vez!

—¡Pues aguanta! —replicó Sandre—. ¡Pelea! ¡Concéntrate más!

—¡Yo ya no puedo más! —murmuró Sertino.

Baerd saltó de su escondrijo y se quedó mirando a los tres magos. Vaciló un momento, pero enseguida se plantó delante de ellos.

—¡Sandre! ¡Erlein! ¿Podéis oírme?

—¡Claro!

El oscuro semblante del duque estaba chorreando de sudor.

Seguía con la vista clavada en el este, pero ya no mostraba la misma expresión de concentración de antes.

—¡Pues a ello! ¡Haced lo que dijimos! Si os obliga a retroceder a todos, no habrá más remedio que intentarlo. De lo contrario, no tiene sentido lo que estamos haciendo.

—Pero Baerd, los van a… —Las palabras de Erlein salieron de sus labios una a una, como forzadas.

—¡No! Baerd tiene razón —le interrumpió Sertino secamente—. Hay que intentarlo. Este hombre es… demasiado fuerte. Yo te seguiré… Tú sabes adónde dirigirte. ¡Vamos!

—Quédate a mi lado —musitó Erlein casi sin respiración—. Los dos, quedaos a mi lado.

De repente se oyó un grito al pie de la colina, seguido de otros más. El ruido no procedía del campo de batalla. Todos menos los magos se volvieron a ver.

Ducas había salido de su escondite. Sus bandidos lanzaron repentinamente una lluvia de flechas sobre los ygrathios, y de inmediato repitieron la operación. Media docena, ocho, diez de los atacantes cayeron al suelo, pero la guardia del rey de Ygrath iba bien protegida contra las flechas. Incluso con aquel calor sofocante llevaban armadura, de suerte que casi todos repelieron el ataque y reaccionaron con una agilidad tremenda, a despecho del enorme peso que llevaban encima, contra los hombres de Ducas.

Devin vio que tres de los bandidos retrocedían e intentaban ganar de nuevo la cima del cerro. Uno se arrancó una flecha del brazo, sin dejar en ningún momento de correr cuesta arriba.

—Algunos van provistos de arcos —murmuró Alessan—. Tenemos que cubrir a los magos. Todos los que dispongan de escudo, que vengan aquí.

Seis de los hombres que habían permanecido en la cima de la colina corrieron hacia él. Cinco de ellos llevaban escudos de madera o de cuero; el otro, un individuo de unos cincuenta años, los siguió renqueando sin más defensa que una sencilla espada.

—Príncipe —dijo—, mi cuerpo les servirá de escudo. Tu padre no me permitió asistir a la batalla del Deisa. No me niegues tú ahora participar en ésta. ¡Yo me pondré entre las flechas y los magos! ¡Por Tigana!

Devin notó la expresión vacía que se pintó en muchos de los rostros de los presentes: había sido pronunciado un nombre que ninguno de ellos podía escuchar.

—Ricaso… —musitó Alessan mirando en torno a sí—, Ricaso, no tienes por qué… No deberías haber venido. Había otras formas de …

El príncipe se detuvo. Por un instante dio la impresión de que no iba a aceptar la colaboración del buen hombre, pero no objetó nada. Se limitó a asentir con la cabeza y se hizo a un lado. El cojo y los otros cinco se colocaron al punto en círculo protegiendo a los magos.

—¡Dispersaos! —ordenó Alessan a los demás—. Cubrid las laderas del norte y de poniente. Catriana, tú y Alais vigilad la zona sur, por si a alguno se le ocurre dar un rodeo y atacarnos por la espalda. Gritad si percibís el menor movimiento por esa zona.

Devin corrió empuñando una espada a la parte norte de la colina, y los hombres se dispersaron rápidamente a un lado y otro. Miró a su alrededor casi sin aliento. Los bandidos de Ducas luchaban a brazo partido con los ygrathios en el barranco, pero no cedían terreno. Cada uno que caía daba la impresión de llevarse por delante a un contrario. No obstante, cada vez quedaban menos. Los ygrathios eran rápidos, estaban bien entrenados y parecían de una ferocidad terrible. Devin se fijó en su capitán, un individuo corpulento, no muy joven ya, que se lanzó contra uno de los bandidos y lo aplastó contra el suelo golpeándolo con su escudo.

—¡Naddo, atención!

Aquello más que un grito era un alarido. Dándose velozmente la vuelta, Devin se percató de por qué había reaccionado Baerd de aquella manera. En el espacio que mediaba entre las dos colinas, Naddo acababa de derribar a un ygrathio y, sin dejar ni un instante de combatir, se retiraba hacia los matorrales entre los que se hallaban ocultos Arkin y otros dos hombres. Pero no había visto al hombre situado a su izquierda, que se disponía a acometerlo por la espalda.

El ygrathio no tuvo tiempo de ver el dardo que le acertó en el muslo, disparado desde la cima de la loma frontera por Baerd di Tigana con la fuerza de su brazo y la destreza de toda una vida de disciplina. Lejos de él, a una distancia realmente increíble, el guardia exhaló un gemido y se desplomó. Naddo se volvió al oírlo, vio a su fiero rival y lo liquidó de un golpe.

Levantó la vista y en la cima del cerro divisó a Baerd. Lo saludó agitando la mano en señal de agradecimiento y aún estaba sonriendo al amigo del que se había separado siendo un adolescente, cuando en su pecho se clavó un dardo ygrathio.

—¡Oh, no! —exclamó Devin sintiendo que el dolor le cortaba la respiración.

Miró a Baerd, cuyo rostro estaba desencajado por la sorpresa. Cuando se disponía a acercarse a su compañero, Devin escuchó un gemido y luego la voz de Alais que gritaba:

—¡Cuidado!

Se volvió a tiempo de ver a los primeros seis ygrathios que alcanzaban la parte superior de la colina. No entendía cómo podían haber llegado hasta allí tan deprisa. Repitió el grito de advertencia para los demás y se precipitó a acometer al enemigo antes de que llegara a terreno llano.

No consiguió su propósito. El ygrathio estaba ya arriba y se defendía con un voluminoso escudo. Devin lo acometió con la espada intentando derribarlo y hacerlo rodar por el barranco, pero el acero chocó con el escudo de metal de su contrincante. El ygrathio contraatacó. Devin lo vio acercarse y se hizo desesperadamente a un lado, pero de pronto sintió el dolor agudísimo que le producía la espada al clavarse en su costado.

Se dejó caer sin hacer caso de la herida y mientras caía, acometió con furia la pierna desprotegida del ygrathio. Sintió que su espada atravesaba la carne del rival. Éste dio un alarido y se arrojó hacia delante con afán de herir de nuevo a Devin. Pero el joven se zafó con agilidad, a pesar del agudo dolor que sentía, y se puso en pie llevándose una mano a la herida.

Pero aún tuvo tiempo de ver cómo Alais bren Rovigo remataba al ygrathio clavándole una espada en el cuello.

El muchacho tuvo la sensación de que se producía un silencio casi alucinado en medio de aquella cruenta algarabía. Miró a Alais. Clavó su vista en los serenos ojos azules de la muchacha e intentó decir algo, pero tenía la garganta seca. Por un instante sus ojos se cerraron. Le costaba trabajo digerir, entender aquella imagen de Alais empuñando una espada.

Apartó la vista de ella y sintió de repente que aquel silencio desaparecía hecho añicos. Quince o veinte ygrathios habían alcanzado la cima de la colina y aún faltaban otros por llegar. Muchos llevaban arco. Vio volar una flecha que fue a clavarse en uno de los escudos que protegían a los magos, y oyó un ruido de pasos precipitados por la ladera que quedaba a su izquierda. Aunque hubiera podido hablar, no habría tenido tiempo de hacerlo. Estaban allí para sacrificar su vida, si era preciso; nunca se les había ocultado esa posibilidad, y sus motivos tenían. Se trataba de un sueño, una oración, una melodía que su padre le había enseñado de pequeño. Apretó con fuerza la mano izquierda contra la herida y dio la espalda a Alais. Empuñando ferozmente el acero, dando traspiés, se dispuso a enfrentarse al primer ygrathio que se pusiera a su alcance.

El día era templado. El sol brillaba y era ocultado a veces por grupos de nubes que el viento se encargaba de disipar sin dilación. Por la mañana habían salido a pasear por los prados situados al norte del castillo y habían estado cogiendo flores,

montones de flores. Lirios, anémonas, campanillas… En el sur las secuoyas no florecían hasta más tarde. Dejaron los retoños blancos para otra ocasión.

Ahora, de vuelta en Castelborso, estaban bebiendo una infusión de mahgoti. De repente Elena hizo un ruido extraño, como si estuviera asustada, y se levantó del asiento llevándose las manos a la cabeza. Derramó el contenido de su taza, que fue a manchar la elegante alfombra de Quilea.

Alienor posó al punto la suya en el plato.

—¿Es hora? —preguntó—. ¿Te han llamado? Elena, ¿qué vamos a hacer?

La mujer sacudió la cabeza. Apenas podía oír lo que le decía la otra. En su mente sonaba otra voz más clara, más fuerte y más apremiante. Nunca le había ocurrido nada parecido, ni siquiera durante las Noches de los Rescoldos. Pero tenía razón Baerd, aquel extraño que había llegado hasta ellos procedente de las tinieblas para cambiar definitivamente la suerte de las guerras de los Rescoldos.

Aquel curioso individuo había vuelto a la aldea al día siguiente, después de que sus amigos regresaron del desfiladero y se marcharon al oeste. Había estado hablando con Donar, Mattio, Carenna y con ella misma, y les había dicho que el rasgo que poseían en común los Caminantes de la Noche debía de ser, sin duda alguna, una especie de facultad mágica, si no unos poderes de hechicería propiamente dichos. Sus cuerpos se transformaban durante las Noches de los Rescoldos, caminaban a la luz de una luna verde por unas tierras inexistentes bajo la luz del sol, empuñando unas espigas que en sus manos se convertían en auténticas espadas. A su manera estaban ligados a la magia de la península.

Donar había reconocido que así era, y entonces Baerd les explicó detalladamente cuáles eran sus intenciones y las de sus amigos. Después le había pedido a ella que se trasladara a Castelborso hasta que acabara el verano. Llegado el caso, dijo, sus poderes podían ser utilizados en defensa de su causa.

¿Estaban dispuestos a colaborar? Podría resultar peligroso. En el tono de su voz había un deje de desconfianza, pero en la de Elena no se notó la menor vacilación cuando, clavando los ojos en Baerd, afirmó que estaba dispuesta a todo. Tampoco los otros vacilaron ni un solo instante. El también los había ayudado cuando lo necesitaron. Estaban en deuda con él y eso era lo mínimo que podían hacer. Por lo demás, también ellos eran víctimas de una tiranía. A la luz del día, su causa era también la de ellos.

—Elena di Certando, ¿estás ahí? ¿Estás en el castillo?

No conocía aquella voz mental, pero, pese a la claridad con la que podía escucharse, traslucía cierta desesperación. Parecía presa de una confusión tremenda.

—¡Sí, aquí estoy!

—¡No puedo creerlo! —se oyó decir a una segunda voz más grave en tono vigoroso—. ¡Erlein, la has localizado!

—¿Está con vosotros Baerd? —preguntó Elena, angustiada. La conexión se había realizado de forma tan repentina que le zumbaban los oídos. Se escuchaba además un tumulto espantoso. Se tambaleó y a punto estuvo de caer al suelo. Buscó apoyo en el respaldo de su asiento. La estancia de Castelborso en la que se hallaba empezaba a difuminarse en su conciencia. Si Alienor hubiera acertado a decir algo, ni siquiera la habría oído.

—Sí, aquí está —respondió la primera voz—. Está a nuestro lado, pero ahora necesitamos urgentemente tu ayuda. ¡Estamos en plena batalla! ¿Puedes ponerte en contacto con tus amigos? ¿Con los demás? Nosotros te ayudaremos. ¡Búscalos!

Nunca había probado a hacer nada semejante ni a la luz del día ni bajo la luna verde de las Noches de los Rescoldos. Nunca había sentido nada como el contacto aquel que habían establecido con ella los magos, pero ahora notaba sus poderes dentro de sí misma y sabía dónde encontrar a Mattio y a Donar; y a Carenna también, que sin duda estaría en casa con el recién nacido. Cerró los ojos y los buscó mentalmente, intentando concentrarse en la fragua, el molino y la casa de Carenna. Debía localizarlos y llamarlos.

—Elena, ¿qué…? —Era Mattio. Ya lo tenía.

—¡Sígueme! —respondió—. Los magos están aquí. ¡Ha estallado la guerra!

El anciano no hizo más preguntas. Elena sentía en su mente su presencia; los magos la ayudaban a abrirse a él. Percibió la desorientación de Mattio al ponerse en contacto con los demás. Que no eran dos, sino tres.

—Elena, ¿ha llegado el momento? ¿Han llamado? —Era la voz de Donar que llegaba a su mente.

—Aquí estoy yo también, querida amiga —dijo la voz mental de Carenna, rápida y clara, como en la vida real—. Elena, ¿qué debemos hacer?

—Manteneos en contacto y abríos a nosotros. —La vigorosa presencia del segundo mago fue la encargada de responder a su pregunta—. Ahora tenemos una buena oportunidad. Puede ser peligroso, no voy a engañaros, pero, si nos unimos… por vez primera en la historia de nuestra península…, quizá podamos salir adelante. Venid, uníos a nosotros. Debemos forjar un escudo con nuestras mentes. Soy Sandre d’Astíbar. No estoy muerto, como todos creen. ¡Venid con nosotros!

Elena abrió su mente al duque y en ese instante sintió que no tenía cuerpo, como si no fuera ya más que un hilo conductor, igual que ocurría en las Noches de los Rescoldos y al mismo tiempo de una forma completamente distinta. Se apoderó de todo su ser el miedo a aquella realidad ignota, pero al momento se rehízo. Sus amigos estaban con ella y lo más curioso era que entre ellos se encontraba el duque de Astíbar y también Baerd, pese a hallarse en la lejana Senzio, luchando contra los tiranos.

Había venido a buscarlos, a buscarla a ella desde el campo de batalla. Lo había oído llorar y había yacido con él en una colina en la última Noche de los Rescoldos, cuando se puso la luna verde. Ahora, por tanto, no podía fallarle. Conduciría hasta él a los demás Carlozzini a través de su mente y de su alma.

Sin más preámbulos se pusieron manos a la obra. Ya había establecido el contacto. Elena sintió que se hallaba en un sitio elevado, bajo un sol abrasador; podía ver con sus propios ojos al duque de Astíbar de pie en una colina de Senzio. La inestabilidad de la imagen le producía cierto mareo. Por fin se inmovilizó la visión y distinguió una enorme cantidad de hombres matándose unos a otros en un valle situado a sus pies. Los dos ejércitos se acometían con una ferocidad de bestias salvajes. La algarabía era tan atronadora que el sonido mismo parecía herir sus tímpanos. Pero de pronto sintió otra cosa.

¡Brujería! Al norte, en la colina de enfrente. ¡Brandín de Ygrath!, y en ese mismo instante Elena y los tres Caminantes de la Noche comprendieron por qué habían sido llamados, pues en sus mentes sentían el peso inaguantable del ataque que debían resistir.

En Castelborso, mientras tanto, Alienar asistía a la escena sin verla, desconcertada y como ciega, incapaz de entender lo que estaba sucediendo, consciente sólo de que al fin había llegado el momento de la verdad. Le dieron ganas de ponerse a rezar, de recuperar unas palabras que acaso llevaba más de veinte años sin pronunciar. Vio que Elena se cubría el rostro con las manos.

—¡Oh no! —exclamó la joven con un hilo de voz—. ¡Qué fuerte es! ¿Cómo puede un solo hombre poseer tanta energía?

Alienar se retorcía las manos con tal fuerza que tenía los nudillos blancos como la nieve. No podía hacer más que esperar, intentando encontrar una explicación a lo que estaba sucediendo allá en el norte, en un lugar al que no tenía acceso. No pudo tampoco oír a Sandre contestar a Elena:

—Sí, es muy fuerte, pero gracias a vosotros podremos con él. ¡Oh, hijos míos, ahora es la nuestra! ¡Por la sagrada Palma, juntos conseguiremos la fuerza necesaria!

Lo único que pudo ver Alienar fue que Elena retiraba las manos y que su rostro se serenaba. Sus ojos ya no mostraban aquella expresión de terror.

—Sí —la oyó musitar—, sí.

A continuación se produjo en Castelborso un silencio sepulcral. Fuera, el viento frío de los montes fue dispersando las nubes y lució el sol. Sobre el recortado horizonte de las sierras cruzó un neblí.

De hecho, el último hombre que llegó a la cima de la colina fue Ducas di Tregea. Cuando lo reconoció, Devin ya se disponía a asestarle un golpe mortal.

Ducas alcanzó la cima de un salto y se detuvo junto a él. Su aspecto era espantoso. Tenía el rostro cubierto de sangre, que le chorreaba por la barba, y todo él estaba empapado de sangre, hasta el filo de la espada. Sin embargo, seguía sonriente, con aquella mirada lobuna, regocijándose en el fragor de la batalla.

—¡Estás herido! —exclamó.

—No hay tiempo para hablar —masculló Devin apretando la mano izquierda contra el costado herido—. ¡Vamos!

Se dieron inmediatamente la vuelta y se dirigieron a la ladera orientada hacia el este. En la cima había aún más de quince ygrathios que atacaban sin piedad a los pocos hombres que Alessan aún conservaba para proteger a los magos. Las fuerzas estaban más o menos igualadas, pero los ygrathios estaban bien entrenados y eran los guerreros más feroces del reino.

Pese a todo, no llevaban las de ganar y no iban a vencer. Al percatarse de ello Devin sintió una oleada de júbilo henchirle el pecho, más fuerte que el dolor que le causaba la herida.

Y no iban a vencer porque enfrente tenían a Alessan, príncipe de Tigana, y a Baerd bar Saevar, su hermano del alma, que se oponían a ellos con toda la pasión acumulada tras veinte años de espera. La pareja de amigos resultaba mortífera de todo punto, e incluso hermosa, si es que cabía hablar de hermosura en medio de aquella carnicería.

Devin y Ducas se lanzaron al ataque. Pero, cuando quisieron llegar al grupo de combatientes, ya no quedaban más que cinco ygrathios, que enseguida se redujeron a tres y poco después a dos. Uno de ellos hizo intención de deponer las armas, pero no tuvo tiempo. Antes de que alcanzara a soltar su espada, uno de los hombres que protegían a los magos se abalanzó sobre él. Arrastrando su pie deforme, Ricaso acometió al ygrathio. Sin que nadie pudiera evitarlo, levantó su acero casi roñoso contra el desgraciado y lo hundió en su pecho aprovechando las junturas de su armadura.

Acto seguido se derrumbó de rodillas ante el cadáver de su adversario y se echó a llorar desconsoladamente.

Ahora sólo quedaba uno, el capitán, el hombretón que había llamado la atención de Devin cuando vio al grupo bajando por la ladera de la colina. Llevaba el pelo aplastado contra el cráneo y en su rostro congestionado se veía una expresión de total abatimiento. Sin aliento ya clavó su vista en Alessan y exclamó:

—¿Pero estáis loco? ¿Cómo podéis luchar a favor del barbadio? ¿Preferís ayudarlo a él mejor que al hombre que se ha puesto a la cabeza de la Palma? ¿Deseáis acaso seguir siendo esclavos?

Alessan sacudió lentamente la cabeza.

—Brandín de Ygrath se ha puesto a la cabeza de la Palma con veinte años de retraso. Ya era demasiado tarde cuando desembarcó en nuestras costas e invadió nuestra tierra. Eres valiente, ygrathio, y por eso no me gustaría matarte. ¿Juras deponer tus armas y rendirte?

Ducas, que estaba situado al pie de Devin, chascó la lengua decepcionado. Pero, antes de que el tregeo acertara a pronunciar palabra, el soldado replicó:

—Me llamo Rhamano. Te digo mi nombre con orgullo, pues nunca lo manchó el deshonor. Pero no estoy dispuesto a jurarte nada. Ya presté juramento a mi rey, a quien amo por encima de todo, antes de conducir a su guardia hasta aquí. Le aseguré que os detendría o moriría en el intento, y no pienso romper mi juramento.

Levantó la espada e hizo ademán —aunque Devin comprendería más tarde que sin intención de herirlo— de atacar al príncipe. Alessan ni siquiera se movió para rechazar el golpe. Fue Baerd quien blandió su arma y descargó un golpe sobre el cuello del soldado que lo derribó al suelo.

—Oh, Majestad —se oyó entonces musitar a Rhamano, mientras un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios—, perdóname. Perdóname, Brandín.

Cayó de espaldas y quedó inmóvil en el suelo con los ojos abiertos clavados en el sol abrasador.

También hacía un calor insoportable el día en que desafió al gobernador de Stevania y capturó a aquella camarera del Hostal de la Reina muchos años atrás.

Dianora vio que un hombre levantaba su espada en la colina situada enfrente de la que ella ocupaba, y apartó la mirada para no ser testigo de la muerte de Rhamano. Sentía un dolor cada vez más agudo en el pecho, como si en él se abriera un vacío imposible de colmar. Le pareció que de pronto se abrían ante ella los abismos que la habían amenazado toda la vida. Rhamano había sido su enemigo, el hombre que la había capturado para hacer de ella una esclava. Había sido enviado a recoger el tributo de Brandín, había incendiado granjas y aldeas enteras en Corte y Ásoli. Era un ygrathio. Había venido a la Palma con las huestes invasoras y había participado en la última batalla del Deisa.

Pero había sido su amigo.

Uno de los pocos que había tenido. Valeroso, honrado y leal a su rey durante toda su vida. Amable y directo, discreto en aquella corte remilgada y retorcida… Dianora se dio cuenta de que estaba llorando por él, por aquella vida truncada por la espada de un desconocido.

—No lo han conseguido, señor. —Era la voz de D’Eymon, que por fin denotaba, o al menos así le parecía a ella, cierto deje de emoción, de pena incluso—. Todos los miembros de la guardia han caído, y Rhamano también, los magos siguen vivos.

Brandín abrió los ojos en su sillón cubierto por el dosel de seda. Tenía la mirada clavada en el fondo del valle y no había forma de que la desviara de allí. Dianora observó que tenía la cara como la cera debido a la tensión, a pesar de que caía un sol de justicia. La mujer se enjugó precipitadamente el llanto: no debía verla llorando bajo ningún concepto. Quizá la necesitara. Quizá le hiciera falta su fortaleza, su amor, cualquier cosa que estuviera en su mano darle. No debía distraerse ni preocuparse por ella. Era un hombre solo frente a muchos.

Muchos más incluso de los que se figuraba, pues en esos instantes los magos se habían puesto en contacto con los Caminantes de la Noche de Certando. Todos habían unido sus fuerzas y habían puesto su potencia mental a favor de Alberico.

Desde la llanura situada a sus pies llegaba una algarabía espantosa, que superaba con mucho al fragor de la batalla. Eran los gritos de guerra de los barbadios. Dianora divisó a sus mensajeros vestidos de blanco que corrían de una posición a otra procedentes de la retaguardia, donde se hallaba Alberico. Observó que las huestes de la Palma Occidental habían sido detenidas en su avance. Todavía estaban en inferioridad numérica. Si Brandín no conseguía ayudarlos ahora, estaban perdidos. Miró hacia el sur, a la colina en la que se encontraban los magos, donde había sido segada la vida de Rhamano. Deseó maldecirlos, pero no pudo.

Al fin y al cabo eran gentes de la Palma, paisanos suyos. Pero también había paisanos suyos que caían en el llano, abatidos por los feroces barbadios. El resistero era insoportable, el cielo parecía una bóveda hueca e inclemente.

Clavó los ojos en D’Eymon, pero ninguno de los dos despegó los labios. Oyeron unos pasos ágiles por el barranco. Se trataba de Scelto, que llegaba sin aliento.

—Señor —musitó cayendo de rodillas ante Brandín—, estamos agobiadísimos… por el centro y por el flanco derecho. El ala izquierda resiste… a duras penas. Me han ordenado… que os pregunte si debemos retroceder.

De modo que así estaban las cosas.

«Odio a ese hombre —le había confesado la noche anterior Brandín, antes de quedarse dormido de puro agotamiento—. Odio todo lo que representa».

En lo alto de la colina reinaba un silencio absoluto. Dianora tuvo la sensación de que gracias a una extraña facultad de su oído podía escuchar los latidos de su corazón y distinguirlos del ruido procedente del campo de batalla. Curiosamente la algarabía que dominaba el llano parecía haberse mitigado un poco, como si a cada segundo que pasara se hiciera más débil. Brandín se puso en pie.

—No —respondió en voz baja—. No retrocederemos. No tenemos adónde retirarnos y menos estando frente a nosotros el barbadio. ¡Nunca!

Su vista se perdía por encima de Scelto, arrodillado humildemente a sus plantas, como si con la mirada pudiese fulminar a Alberico salvando la enorme distancia que los separaba.

Pero en sus ojos había otra cosa, algo nuevo, algo que superaba la saña del combate, la rudeza de su decisión y su indomable orgullo. Dianora se dio cuenta de ello, pero no lograba entender de qué se trataba. Por fin, al volver el rostro hacia ella, la mujer observó que en sus ojos se abría un pozo sin fondo de dolor; en sus pupilas podía leer una expresión hasta entonces desconocida. Nunca había visto en él nada parecido. En toda su vida. «Compasión y pena», le había dicho la noche anterior. Estaba a punto de ocurrir algo insólito. Sintió que el corazón aceleraba su pulso y que empezaban a temblarle las manos.

—Amor mío —dijo Brandín, o más bien musitó. Dianora vio en su mirada la sombra de la muerte, una tristeza que parecía casi dejarlo ciego y de paso arrancarle el alma—. Amor mío —volvió a decir—, ¿qué es lo que han hecho? ¡Mira lo que quieren hacer conmigo! ¡Oh, mira lo que me están haciendo!

—¡Brandín! —exclamó ella asustada, sin comprender lo que estaba pasando.

Y se puso otra vez a llorar de desesperación. Lo único que distinguía era la herida que le habían infligido. Se volvió hacia él, y comprendió que estaba ciego. Se dirigía al barranco y al valle situado al pie de la colina.

—¡Estupendo! —exclamó Rinaldo el Sanador apartando las manos.

Devin abrió los ojos y se miró el costado. La herida había sido cerrada y la hemorragia contenida. Se sentía extraño, como si la rapidez sobrenatural de su curación le pareciera imposible y aún esperara ver la llaga abierta.

—En adelante tendrás una cicatriz que permitirá a las mujeres reconocerte incluso con la luz apagada —añadió Rinaldo.

Ducas lanzó una sonora carcajada.

Devin sonrió y evitó mirar a Alais. La muchacha se hallaba a su lado vendándole el torso desnudo. Prefirió mirar a Ducas, a quien Rinaldo había curado también el profundo tajo que le cruzaba la frente. Arkin, que también había sobrevivido a la peligrosa escaramuza del barranco, le estaba aplicando un vendaje. La barba roja cuajada de sangre de Ducas y su rostro salvaje lo hacían parecer una caricatura terrorífica surgida de una pesadilla infantil.

—¿Está bien apretado? —preguntó Alais con suave calma. Devin suspiró y asintió con la cabeza. La herida le dolía aún, pero no parecía revestir gravedad.

—Me has salvado la vida —susurró a la muchacha, situada ahora detrás de él para atarle bien el vendaje.

Se detuvo un instante, pero enseguida reanudó su labor.

—No, yo no he hecho nada —contestó al fin con un hilo de voz—. El ygrathio estaba demasiado bajo, no podía hacerte mucho daño. Yo me limité a matarlo.

Catriana andaba por allí cerca y los miró con curiosidad.

—Desearía…, desearía no haberlo hecho —añadió la muchacha y se echó a llorar desconsoladamente.

Devin tragó saliva e intentó volverse hacia ella, deseoso de sosegar sus sollozos, pero Catriana fue más rápida y estrechó a la joven entre sus brazos. Devin se quedó mirándolas. Se preguntaba qué clase de consuelo podía ofrecerse a una persona en medio del fragor de la batalla.

—¡Erlein! ¡Ahora! ¡Brandín se ha levantado! —El grito de Alessan resonó por encima del tumulto.

Con el corazón latiéndole otra vez a galope tendido, Devin corrió hacia donde estaban el príncipe y los magos.

—En tal caso, ahora nos toca a nosotros —dijo Erlein con voz grave a los otros dos—. Tendré que esforzarme mucho para seguir su rastro. Aguardad mi señal y, en cuanto os la dé, actuad.

—Así lo haremos —masculló Sertino—. ¡Que la Tríada nos proteja! —El sudor corría a raudales por la faz redonda del hechicero. La tensión hacía que le temblaran las manos.

—Erlein —musitó Alessan lleno de angustia—, tendrás que utilizar todos sus poderes. Ya sabes lo que …

—¡Calla! Sé perfectamente lo que tengo que hacer. Alessan, tú has sido el que ha puesto en movimiento todo esto, el que nos ha traído a todos hasta Senzio, tanto a los vivos como a los muertos, pero ahora nos toca a nosotros. Calla y reza.

Devin fijó la vista en la colina en la que estaba Brandín. Vio que el rey daba unos cuantos pasos alejándose del baldaquino.

—¡Tríada santa! —suspiró Alessan con una voz extrañamente aguda—. ¡Adaón, acuérdate de nosotros! ¡Acuérdate de tus hijos en esta hora de angustia y tribulación! —El príncipe hincó la rodilla en tierra—. ¡Te lo ruego! —musitó de nuevo—, ¡haz que no me equivoque!

En la colina que ocupaba Brandín al norte de la suya, el rey de Ygrath levantó una mano hacia el sol ardiente y luego la otra.

Dianora sintió que se le cortaba la respiración. Pensó que iba a desmayarse. Alargó la mano buscando dónde apoyarse y ni siquiera notó que D’Eymon la sujetaba por detrás.

Y entonces Brandín volvió a hablar. Su voz tenía un deje frío que ella nunca le había conocido. Tampoco logró entender el significado de sus palabras. Sólo podía comprenderlo el brujo acampado en el fondo del valle. Sólo él podía calibrar la enormidad de lo que estaba a punto de suceder.

Vio que Brandín se abría de piernas, como para tomar impulso, y en ese preciso instante comprendió lo que estaba ocurriendo.

Dianora vio que el soberano se aproximaba al borde del precipicio y que salía de la protección del baldaquino a la luz deslumbrante del sol. Scelto se marchó una vez más a la carrera. A sus pies, las huestes de la Palma Occidental estaban retrocediendo, tanto en el centro como por los flancos. Los alaridos de los barbadios habían adquirido unos ecos perversos que penetraban en su corazón como un dardo envenenado.

Brandín levantó la diestra y la extendió por encima de su cabeza. A continuación levantó la mano izquierda a la misma altura y juntó las palmas apuntando las yemas de los dedos directamente hacia el lugar en el que se encontraba Alberico de Barbadior, en la retaguardia de su ejército.

En ese instante, Brandín de la Palma Occidental, llamado rey de Ygrath cuando invadió la península, hizo acopio de todas sus fuerzas y lanzó un grito sobrecogedor. Dio la sensación de que su voz atravesaba el aire.

—¡Stevan, hijo mío, perdóname por lo que voy a hacer!

—¡Ahora! —gritó Erlein di Senzio—. ¡Vosotros, saltaos! ¡Romped la comunicación con los demás! ¡Inmediatamente!

—¡Ya está! —exclamó Sertino—. ¡He cortado! —Cayó a tierra de golpe, como si no fuera a levantarse nunca más.

En la otra colina estaba ocurriendo algo extrañísimo. Pese a ser pleno día y lucir un sol radiante, parecía que en el punto en el que se hallaba Brandín el cielo se oscurecía de repente. De sus manos salía una sustancia —no humo, no, ni luz, sino una alteración de la propia naturaleza del aire—, que se encaminaba hacia abajo; una sustancia irreal, como un vapor hirviente.

Erlein volvió de pronto la cabeza con el rostro desencajado por el horror.

—Sandre, ¿qué estás haciendo? —gritó zarandeando de mala manera al duque—. Corta la comunicación de inmediato. ¿Estás loco? ¡En nombre de Eanna, corta la comunicación!

—No… Todavía no —respondió Sandre d’Astíbar en un tono que recordaba a la voz del destino.

Resulta que había más. Otros cuatro habían venido en su ayuda. Éstos no eran magos; se trataba de un tipo de hechicería distinto, exclusivo de la Palma, del que no tenía noticia y que no era capaz de entender. ¿Pero qué más daba? El caso era que estaban de su parte, aunque no le permitieran entrar en contacto mental con ellos.

Gracias a su colaboración, a la de todos ellos, había logrado imponer su fuerza sobre la de su enemigo.

¡Lo estaba haciendo retroceder!

Por fin aquel sol era testigo de su alegría y su esperanza. Ante su vista se abría un panorama resplandeciente de triunfo, un sendero suavizado por la sangre de sus adversarios que desde el valle lo conducía cruzando el mar hasta el trono del imperio.

¡Pensaba colmar a aquellos magos de bendiciones y honores! Pondría en sus manos un poder increíble, tanto en la colonia como en Barbadior mismo, donde prefirieran; estaba dispuesto a concederles lo que le pidieran. Mientras pensaba así, Alberico sintió que la magia corría por sus venas cual si fuera un vino embriagador, y la dejó fluir contra los ygrathios y los soldados de la Palma Occidental. Sus propias huestes habían estallado en sonoras carcajadas al sentir que sus espadas eran de pronto ligeras como la hierba.

En ese instante oyó que se ponían a cantar el antiguo himno guerrero que siglos atrás entonaban las legiones del imperio, cuando habían conquistado tantos y tantos países remotos. ¡Y ahora se repetía la historia! No se trataba de simples mercenarios: eran las legiones del imperio, pues él era —o, desde luego, no tardaría en llegar a ser la encarnación de ese imperio. Ya lo estaba viendo. Ahí lo tenía: ante sus ojos brillaba un espléndido futuro, que el ardiente sol de Senzio se encargaba de resaltar aún más.

Pero entonces Brandín se levantó y se dirigió al borde del barranco. Su figura se recortaba en lontananza y Alberico, que era brujo, escuchó con toda claridad —¿cómo no iba a oírlas?— las siniestras palabras de invocación que pronunció el ygrathio. Alberico sintió que se le helaba la sangre en las venas, como el agua en una fría noche de invierno.

—¡No puede ser! —musitó—. ¡Después del tiempo que lleva ahí! ¡No puede ser!

Pero lo cierto era que Brandín apelaba a todos sus poderes, no dejaba perderse ni una chispa de su magia. Ni siquiera la fuerza que había mantenido en vigor la venganza que lo había obligado a permanecer allí durante tantos años. Se vaciaba de todo con tal de acumular un poder como nadie había sido capaz de emplear hasta ese día.

Presa de la desesperación, incapaz todavía de dar crédito a lo que estaba ocurriendo, Alberico recurrió a los magos solicitando su ayuda, pidiéndoles que se aprestaran a socorrerle. Les gritó que eran ocho, nueve, y que por tanto estaban en disposición de resistir. Sólo tenían que aguantar unos instantes y Brandín no sería nada, quedaría hueco como una cáscara de nuez. ¡Desarmado durante semanas, meses, años incluso! ¡En su interior no quedaría ni una pizca de magia!

Pero sus mentes permanecían cerradas, sordas a sus peticiones. Aunque continuaban allí defendiéndolo. ¡Ojalá lo favorecieran el dios cornudo y la Reina de la Noche! ¡Ojalá siguieran favoreciéndolo para poder así…!

Pero no, no lo favorecían.

En ese mismo instante Alberico sintió que los magos de la Palma se separaban de él; su presencia se desvanecía sin previo aviso, de un modo horriblemente imprevisto, para dejarlo desnudo frente a su enemigo. En la colina frontera Brandín había juntado sus manos y de ellas surgía una muerte grisácea, una presencia aniquiladora que flotaba en el aire y se expandía por el valle como un vapor letal.

¡Los magos se habían ido y él estaba solo!

O mejor dicho, se habían ido casi todos, pero no estaba completamente solo. Todavía seguía en contacto uno de ellos. ¡Al menos uno lo ayudaba a resistir! En ese instante Alberico sintió que el hombre le abría su mente, como si fuera la puerta de una mazmorra, y permitía que entrara la luz.

A la luz de la verdad, Alberico lanzó un grito de terror y de rabia irreprimible, pues por fin lo entendía todo. Demasiado tarde. Ahora veía quién era el causante de su ruina, quién era el hombre que se disponía a destruirlo.

—¡En nombre de mis hijos, maldito seas por siempre! —exclamó Sandre, duque de Astíbar, cuya imagen vengadora surgió en la mente de Alberico como un espectro venido de ultratumba. ¡Pero estaba vivo! Aquello era imposible. ¿Cómo iba a encontrarse en Senzio, en aquella colina, mirándolo con esos ojos implacables? Despegó los labios en una sonrisa que parecía invocar a la noche eterna—: ¡En nombre de mis hijos y de Astíbar, maldito seas por siempre y muere!

Y entonces también él se soltó, también él desapareció, mientras aquel vapor grisáceo procedente de la colina ocupada por Brandín con sus manos levantadas, invadía el valle a una velocidad espantosa, destruyéndolo todo a su paso. Alberico se estremeció de horror, aferrándose desesperadamente a su asiento, se vio envuelto y consumido por aquel vapor mortal, que lo amenazaba como una gigantesca ola marina se traga una rama podrida.

Aquella ola letal se lo tragó y separó su cuerpo, que seguía chillando de terror de su alma, hasta dejarlo completamente muerto. Muerto en aquella remota península de la Palma, dos días antes de que el emperador entregase su alma a los dioses de Barbadior. Aquella mañana el anciano no se despertó de un descanso sin sueño.

Las huestes de Alberico escucharon el alarido de su caudillo y sus propios gritos de júbilo se convirtieron en chillidos de pánico. Al ver la magia que se abatía sobre ellos desde lo alto de la colina, los barbadios sintieron un pavor increíble. Apenas eran capaces de sujetar la espada, y tampoco podían huir ni permanecer en pie ante sus enemigos, que avanzaban incólumes, llenos de júbilo, exaltados por aquella

magia deslumbrante, mientras los diezmaban con una furia aniquiladora por la pena ahora que había perdido todos sus poderes y comprendía que toda su persona, lo que siempre había sido su razón de ser, yacía hecho añicos. Veía que era un hombre sin futuro, entrado en años ya, sin esperanza alguna, incapaz de concebir una vida lejos de aquella maldita colina.

Y entonces ocurrió algo singular. Porque, en efecto, se había olvidado de una cosa. Una cosa que sólo él sabía, y el tiempo, el único elemento incapaz de detenerse, el único insensible al dolor y a la pena, a la piedad o al amor, los condujo a todos a un instante fatal, que ningún brujo, ningún mago o flautista habría podido prever.

«Ahí va todo», pensó Brandín de Ygrath, rey de la Palma Occidental, llorando de desesperación al contemplar el panorama que se le ofrecía al pie de la colina. Se había visto obligado a hacerlo; había tenido que apelar a todos sus poderes, presentes y pasados, para llevar a cabo aquella última acción. Ahora tenía lo que necesitaba, y no cabía hacer otra cosa. La magia que le oponían era excesiva, y, si él no respondía, su pueblo se vería condenado a la muerte.

Era consciente de que actuaba movido por otros, sabía lo que iba a costarle no ahorrar esfuerzos. Había pagado el precio y estaba dispuesto a seguir pagándolo hasta exhalar el último suspiro. Antes de apelar a aquellos poderes pronunció en voz alta el nombre de Stevan, cuyos ecos resonaron por las galerías más recónditas de su alma. Se daba cuenta de que esos veinte años de venganza por una vida segada en la flor de la edad quedaban reducidos a ceniza bajo el sol abrasador de Senzio. Pero ya no cabía ahorrar esfuerzos. Al fin todo se había consumado.

A sus pies morían sus hombres, los soldados que luchaban bajo su bandera, en su nombre. En aquella llanura no había lugar para la retirada. No cabía ni pensar en ello. Tampoco él tenía adónde retirarse. Había sido conducido hasta aquel lance como un oso acosado por una manada de lobos y ahora pagaba el precio de su gesto. Siempre había que pagar un precio. En el valle se estaba produciendo una matanza cruelísima, una auténtica carnicería de ygrathios. Sentía el corazón oprimido por la angustia, por los recuerdos, por la pena del padre privado de su hijo, como si lo ahogara una ola de dolor. «Stevan».

Lloró como un náufrago en un océano de sufrimiento. Tenía vaga conciencia de que a su lado estaba Dianora, de que la mujer estrechaba sus manos entre las de ella, pero se sentía abrumado.

Había sido como si el peso de toda una montaña le oprimiera la mente, siguiendo un plan trazado con cuidado exquisito para permitirle conservar un mínimo de conciencia. Y eso precisamente constituía la parte más refinada de su tormento.

Siempre le habían permitido saber quién era y lo que había sido, siempre había sido consciente de que actuaba por imperativo de otro, sin ser nunca dueño de sí ni de sus actos. Como si sobre sus hombros llevara el peso de toda una montaña.

Pero ahora ese peso había desaparecido. Irguió la cerviz por propia voluntad, se volvió hacia la derecha a instancias de su libre albedrío. Intentó levantar la cabeza, pero no fue capaz. Enseguida comprendió el motivo: demasiados años en la misma postura de humillación. Le habían roto los huesos de la espalda con gran esmero y no una sola vez. Sabía qué aspecto tenía ahora, qué habían hecho de él en las tinieblas de la mazmorra. A lo largo de los años había tenido tiempo de verse en mil espejos diferentes, incluso en el espejo de los ojos de los demás. Sabía perfectamente lo que habían hecho de su cuerpo antes de empezar a torturar su mente.

Pero ¿qué importaba aquello? La montaña había desaparecido. Ahora veía con sus ojos, recordaba con su memoria, podía hablar, si quería, expresando sus propios pensamientos, con su voz propia, por mucho que hubiera cambiado en todo ese tiempo, y Rhun desenvainó la espada.

Naturalmente llevaba una espada al cinto. Llevaba siempre las mismas armas que Brandín. Lo obligaban a ponerse los mismos trajes que el rey. Para eso era su respiradero, su sumidero, su doble. Su bufón.

Pero era algo más. Siempre había sabido que era más que eso.

Brandín le había permitido conservar un ápice de conciencia de sí mismo, una mínima cantidad escrupulosamente calculada, bajo el peso abrumador de la montaña. Justamente en eso estribaba todo, aquello era la esencia de su castigo. Eso y el secreto, el hecho de que sólo los dos lo supieran, de que nadie más pudiera llegar a saberlo.

Los hombres encargados de mutilarlo y desfigurarlo eran ciegos. Llevaron a cabo su tétrico cometido a oscuras. A él lo conocían únicamente por el tacto, por la constante manipulación de su carne y sus huesos. Nunca supieron quién era en realidad. Sólo Brandín lo sabía. Brandín y él, pues se le permitió conservar aquel escrúpulo de identidad cuando todo lo demás le fue arrebatado. ¡Qué respuesta tan exquisita al acto que había osado realizar!

¡Qué venganza tan bien meditada!

Nadie excepto Brandín de Ygrath conocía su verdadero nombre. Él mismo era incapaz de pronunciarlo bajo el peso opresor de aquella montaña. Sólo tenía corazón para llorar por lo que le habían hecho. Por la refinada perfección de aquella venganza.

Ahora, sin embargo, la montaña que lo había enterrado había desaparecido.

Aquella sola idea hizo que Valentín, príncipe de Tigana, empuñara su espada en la colina de Senzio.

Era dueño de sus pensamientos y sus recuerdos. A su memoria acudía la imagen de una habitación desprovista de luz, negra como la pez, y la voz del rey de Ygrath contándole lo que estaba haciendo de Tigana y lo que iba a hacer con él en el porvenir.

Un cuerpo mutilado, al que la brujería aplicó sus rasgos fisonómicos, fue colocado en una rueda mortal levantada en Chiara una semana más tarde. El cadáver fue quemado posteriormente y sus cenizas esparcidas al viento.

En la cámara oscura los verdugos ciegos empezaron a ejecutar su misión. Recordó que al principio intentó no gritar. Recordó cómo hubo de ceder y lanzar auténticos alaridos de dolor. Mucho después llegó Brandín y realizó la parte que le correspondía en aquella obra maestra de crueldad. Se trataba de un tipo de tortura mucho peor. El peso de una montaña entera oprimiendo su mente.

A finales de aquel año, el bufón que había venido de Ygrath acompañando al rey murió accidentalmente en el palacio de Chiara. Poco después Rhun, con sus ojos legañosos y cortos de vista, su espalda deforme, su boca torcida y su paso renqueante, fue sacado de las tinieblas y expuesto a veinte años de noche continua.

De allí que la luz le resultara ahora tan deslumbrante, casi cegadora. Tenía a Brandín delante. La muchacha estrechaba su mano.

La muchacha. La hija de Saevar.

La reconoció en el instante mismo en que se la presentaron al rey. Había cambiado mucho en aquellos cinco años y aún habría de cambiar más con el paso del tiempo, pero sus ojos eran los de su padre, exactamente los mismos, y además Valentín la había visto crecer. Cuando aquel día oyó que la llamaban Dianora di Certando, la pizca de conciencia que le habían permitido conservar se iluminó con la certeza absoluta de que había venido a matar a su enemigo.

Luego, cuando fueron pasando los meses y los años, abrumado siempre por el peso de aquella mole, observó cómo las cosas se iban complicando de modo lamentable y entraba en juego el amor. Estaba ligado a Brandín con unos lazos de insólita intimidad y desde aquella posición privilegiada pudo observar lo que estaba sucediendo. Más aún: en virtud de la relación que unía a los reyes de Ygrath con sus bufones, llegó a tener un papel propio en todos aquellos acontecimientos.

De hecho fue él el primero en dar expresión —sin poderlo remediar, pues no cabía otra alternativa— al sentimiento que nacía en el corazón del rey. En aquellos tiempos Brandín se obstinaba en no admitir ni siquiera la idea del amor, pues su alma y su vida entera habían sido absorbidas por la sed de venganza y una tristeza inconsolable. Por eso fue Rhun —Valentín— quien clavó sus ojos en Dianora, la hija de Saevar, con el alma del otro.

Pero ya se había acabado. No volvería a pasar. Se había librado de aquella noche interminable. Había desaparecido el hechizo que lo había tenido supeditado. Se

había acabado. Se irguió a la luz del sol, dispuesto a pronunciar su verdadero nombre. Dio un paso adelante y luego, con gran sigilo, otro más. Pero nadie reparó en él. Nunca reparaban en él. Al fin y al cabo no era más que el bufón, Rhun. Hasta ese nombre lo había elegido el rey. Sólo ellos dos lo sabían. ¿Qué le importaba al mundo? El orgullo era sólo cosa de uno. Había acabado por entenderlo así. Quizá lo peor fuera que había acabado por entenderlo.

Se detuvo un instante bajo el dosel. Brandín estaba delante de él, al borde del barranco. Nunca había herido a un hombre por la espalda. Se hizo a un lado renqueando todavía un poco y se situó a la derecha del monarca. Nadie reparó en él. Sólo era Rhun.

Pero no lo era.

—Deberías haberme matado en el Deisa —exclamó con voz clara.

Lentamente Brandín se volvió hacia él como si de pronto recordara algo. Valentín aguardó a que sus miradas se cruzaran y, clavando sus ojos en los del ygrathio, hundió la espada en el corazón de su enemigo, como correspondía a un príncipe, por muchos años que necesitara para ello, por mucho que hubiera de aguantar hasta poder dar ese paso.

Dianora fue incapaz incluso de gritar debido a la sorpresa, a lo inesperado del gesto. De repente vio que Brandín retrocedía ligeramente dando traspiés, con una espada clavada en el pecho. Entonces Rhun —¡Rhun!— extrajo limpiamente el acero y vio que en su lugar brotaba un chorro de sangre. Brandín tenía los ojos desorbitados de sorpresa y dolor, y le brillaban con una luminosidad increíble. También su voz sonó con toda claridad cuando dijo:

—¿A los dos? —Apenas se tenía en pie—. ¿Al padre y al hijo? ¡Qué cosecha, príncipe de Tigana!

Dianora escuchó aquel nombre que le traspasaba el cerebro. Tuvo la sensación de que el tiempo se ponía a correr con una lentitud insoportable. Vio que Brandín caía de hinojos al suelo. Parecía que tardara siglos en caer. La mujer intentó correr hacia él, pero sus miembros no respondieron. Oyó un ruido extraño, un largo grito de angustia y vio cómo en el rostro de D’Eymon se pintaba una expresión de desaliento, mientras hundía la espada en el pecho de Rhun.

Que no era Rhun. No era Rhun, sino el príncipe Valentín.

¡El bufón de Brandín durante todos aquellos años! ¿Qué habían hecho de él?, y allí había estado ella todo el tiempo, presenciando su miseria. Era increíble. Sintió deseos de gritar. Pero no era capaz de emitir ni un solo sonido, apenas tenía aliento para respirar.

Vio que la figura contrahecha y torpe del bufón se desplomaba al lado de Brandín, que seguía de rodillas, con una herida sangrando en el pecho y la estaba mirando.

Únicamente a ella. Por fin acertó a despegar los labios al tiempo que se arrodillaba a su lado. El soberano alargó una mano con una lentitud tremenda, prueba del esfuerzo colosal que le costaba hacer cualquier movimiento, y asió la suya.

—Amor mío —le oyó decir—, será como te dije. Tendremos que volver a vernos en Finavir.

Intentó decir algo, responder cualquier cosa, pero el llanto que caía a raudales por sus mejillas le impedía hablar. Apretó su mano con fuerza, lo más recio que pudo, intentando contagiarle su propia vida. Brandín se reclinó en su hombro y ella lo fue bajando hasta posar la cabeza en su regazo y estrecharlo en sus brazos, como había hecho la noche anterior, justo antes de que lograra conciliar el sueño. Vio cómo sus brillantes ojos grises se iban nublando poco a poco, hasta ensombrecerse del todo. Siguió abrazándolo así hasta que exhaló el último suspiro.

Entonces levantó la cabeza. El príncipe de Tigana, tendido en el suelo junto a ellos, la contemplaba con una expresión compasiva en los ojos, que habían recobrado su anterior claridad. Aquello era superior a sus fuerzas. Todo menos eso. ¿Cómo podía sentir compasión por ella teniendo en cuenta lo que había sufrido y lo que ella era, lo que había sido incluso? De haberlo sabido Baerd, ¿qué es lo que habría dicho? ¿Qué expresión se habría pintado en sus ojos? No lo podía soportar. Vio que el príncipe entreabría los labios, como si desease decirle algo, pero sus pupilas se nublaron y perdió el sentido.

Una nube cruzó por delante del sol. Dianora levantó los ojos y vio a D’Eymon que empuñaba una espada. Valentín se protegió con una mano.

—¡Espera! —musitó Dianora haciendo un esfuerzo sobrehumano.

D’Eymon, loco casi de pena e ira, se detuvo al oír su voz y retiró el acero. Valentín bajó la mano e intentó respirar, aunque nada cabía hacer ante la realidad tremenda de su herida. Por fin cerró los ojos constreñido por el agudo dolor de la llaga y la luz deslumbrante del sol, y se lo oyó musitar una palabra. No era un grito, sino una sola palabra pronunciada con absoluta claridad. Se trataba —¿qué otra cosa iba a ser?— del nombre de su tierra, que presentaba de nuevo al mundo como un don resplandeciente.

Dianora comprobó que D’Eymon de Ygrath lo entendía. Oía el nombre de su país. Ello quería decir que en adelante todo el mundo podría escucharlo, que había sido roto el maleficio. Valentín abrió los ojos y miró al canciller, en cuyo semblante se leía la verdad innegable del hecho. Dianora fue entonces testigo de la sonrisa que se pintaba en los labios del príncipe, mientras el ministro bajaba hacia él su espada y se la hundía en el corazón.

Incluso muerto, Valentín seguía sonriendo. Dianora tuvo la sensación de que el eco de su última palabra seguía resonando en el aire, difundiéndose en oleadas cada vez más amplias por toda la colina y hasta en el llano, donde los barbadios caían ahora como moscas.

Miró entonces al muerto tendido en su regazo. Acarició su frente y sus cabellos grises, incapaz de contener el llanto. En Finavir, le había dicho. Ésas habían sido sus últimas palabras. El nombre de otra tierra, situada en un país más remoto que el de los sueños. Como tantas otras veces, al final Brandín había tenido razón. De haber sido bondadosos los dioses, de haber sentido un poco de compasión por ellos, deberían haberse conocido en otro mundo, no en éste. Pues el amor era lo que era, más no bastaba con eso. En este mundo no.

Oyó un rumor procedente del baldaquino y se volvió a tiempo de contemplar cómo D’Eymon se lanzaba contra el sillón del rey, en cuyo respaldo había apoyado la espada. El acero le atravesó el pecho. Sintió lástima por él pero no auténtica pena. En su corazón ya no quedaba sitio para unos sentimientos demasiado profundos. ¿Qué importaba en aquellos momentos D’Eymon de Ygrath? ¿Qué significaba su muerte ante los dos hombres tendidos a sus pies uno al lado del otro? Sí, le daba lástima de cualquier hombre o mujer nacido en este mundo, pero auténtica pena sólo era capaz de sentirla por esos dos. Ahora, al menos y siempre.

Miró a su alrededor y vio a Scelto, que seguía de rodillas. La única persona viva, aparte de ella, que quedaba sobre la colina. También él lloraba. Dianora comprendió que era por ella más que por los muertos. Sus lágrimas habían sido siempre por ella. ¡Qué lejos parecía, sin embargo! Todo le resultaba remoto, extrañamente lejano. Excepto Brandín. Excepto Valentín.

Contempló por última vez al hombre por cuyo amor había traicionado a su país, a sus antepasados, al juramento de venganza realizado muchos años atrás ante la chimenea de la casa paterna. Miró los restos de Brandín de Ygrath, cuyo espíritu había volado al más allá, y poco a poco acercó sus labios a los de él y los besó con ternura.

—En Finavir, mi amor —musitó a modo de despedida.

Luego depositó su cuerpo en el suelo, junto al de Valentín, y se puso en pie.

Miró hacia el sur y vio que los tres hombres y la pelirroja habían abandonado ya la loma de los magos y cruzaban dificultosamente el barranco que quedaba entre las dos colinas. Volvió la vista a Scelto, en cuyas pupilas podía leerse una expresión terrible, como la de quien contempla los acontecimientos que están a punto de suceder. Dianora recordó que la conocía a la perfección, que la amaba desinteresadamente y por tanto podía saber todo de su persona. Conocía toda su vida menos un detalle, y ese único secreto pensaba llevárselo consigo a la tumba. Ese secreto le pertenecía a ella sola.

—Quizá —dijo al fin señalando al cadáver del príncipe— hubiera sido mejor que nadie supiera su verdadera identidad. Pero ya no podemos evitarlo. Díselo, Scelto. Quédate aquí y cuando lleguen los de ahí enfrente, díselo todo. Sean quienes sean, deben saberlo.

—Oh señora —murmuró el servidor con un nudo en la garganta—, ¿es preciso que todo acabe de esta manera?

Dianora comprendió a qué se refería. Por supuesto que lo comprendía. No podían separarse así como así. Miró a los desconocidos que se acercaban por el barranco. Eran una mujer, un individuo de barba y cabellos castaños que empuñaba una espada, otro de pelo más oscuro, y un tercero, rubio y de corta estatura.

—Sí —respondió sin apartar la vista de aquellas cuatro figuras—, sí. Creo que es preciso.

Y sin replicar más le dio la espalda y lo dejó con los muertos en aquella colina desolada, esperando a aquellos cuatro desconocidos. Abandonó el valle, la colina, abandonó el fragor de la batalla y el sufrimiento de toda la jornada, siguiendo siempre el sendero abierto por los rebaños que le permitía alejarse sin ser vista bordeando la loma. Las flores crecían en las márgenes del camino: bayas de sonrai, lirios silvestres, azucenas, anémonas amarillas y blancas. Entre todas campeaba una roja. En Tregea se contaba que aquella flor se había vuelto encarnada cuando sobre ella cayó la sangre de Adaón.

En las laderas no podía verla nadie. No había tampoco quien la detuviera. Por otra parte tampoco faltaba mucho ya para llegar a terreno llano. Después venían las dunas, el arenal y el agua, a la vera de la cual revoloteaban las gaviotas chillonas.

Llevaba el vestido manchado de sangre. Se despojó de sus ropas, las amontonó sobre la arena y se metió en el agua. Estaba fresca, pero no tan fría como en Chiara el día que había ejecutado el Salto del Anillo. Fue metiéndose poco a poco en el agua, hasta que le llegó a la cintura, y entonces se echó a nadar mar adentro, hacia poniente, hacia el horizonte tras el cual se hundiría el sol cuando acabara el día. Era buena nadadora. Le había enseñado su padre después que tuvo aquella pesadilla. Lo mismo que a su hermano. El príncipe Valentín los había acompañado incluso en ocasiones a su gruta. ¡Cuánto tiempo hacía de aquello!

Cuando por fin comenzó a notar el cansancio, estaba ya muy lejos de la orilla, allá donde el azul verdoso de las aguas cercanas a la costa adoptaba las tonalidades sombrías de las profundidades abisales. Entonces decidió sumergirse, alejándose para siempre de la luz diáfana del cielo y del sol de la vida. A medida que se iba hundiendo tenía la sensación de que un extraño resplandor iba abriéndose paso en medio de las aguas, una especie de senda en el camino último que para ella significaba el mundo submarino.

Lo cierto era que no se esperaba nada parecido. Nunca había imaginado que la aguardara semejante experiencia allá abajo y menos aún después de lo ocurrido, de todo lo que había hecho. Sin embargo, había un sendero, un camino perfectamente claro ante ella, un rayo de luz que definía su destino final. Se hallaba extenuada y la visión comenzaba a tornarse cada vez más confusa. Imaginó que vislumbraba una

forma que iba tomando cuerpo en el extremo de aquel resplandor. Aunque no podía verlo con total nitidez, le pareció que sobre ella se cernía una especie de niebla. Por un instante pensó que aquella extraña forma quizá fuera otra vez la riselka, aunque no mereciera ser visitada de nuevo por ella, o incluso Adaón, aunque no se sentía con derecho a solicitar su protección. Pero entonces, en el último instante, Dianora notó que en su mente se abría paso un postrer destello de clarividencia y, a medida que se disipaba la bruma, comprendió que ya no cabía pensar ni en la riselka ni en el dios.

Ante ella tenía a Moriana, que en un gesto de amor y de benevolencia venía a recogerla a las puertas de su mansión.

Scelto era el único que quedaba vivo en aquella colina de muerte y destrucción. Se puso en pie y se preparó lo mejor que pudo a recibir al grupo aquel de hombres que ascendían por el barranco.

Cuando los cuatro personajes —tres varones y una mujer de eminente estatura— alcanzaron la cima de la colina, se hincó de rodillas en un gesto de sumisión. Los recién llegados echaron una ojeada a su alrededor haciéndose cargo de lo sucedido, del estrago causado por la muerte en aquel lugar solitario. Scelto era consciente de que podían matarlo, pese a estar indefenso, pero tampoco le preocupaba lo más mínimo tal eventualidad.

El rey yacía junto a Rhun, que había sido precisamente el causante de su muerte. Resultaba que el bufón había sido en otro tiempo un príncipe de la Palma. El príncipe de Tigana, esto es, de Corte la Baja. Cuando tuviera tiempo, Scelto podría hacer encajar las piezas de aquel rompecabezas. Pese a la confusión que lo dominaba, sintió que un punzante dolor hería su conciencia al intentar explicarse aquella triste historia. ¡Cuántos desastres habían sucedido por causa de los muertos!

A estas alturas su señora estaría ya a la orilla del mar, y esta vez no regresaría. Aquella mañana, cuando había realizado el Salto del Anillo, no había creído que fuera a salir airosa de la prueba. Dianora había intentado ocultarle su presentimiento, pero él había notado algo extraño en su mirada cuando la ayudó a levantarse. No sabía por qué, Scelto había entendido que se preparaba para morir.

Estaba preparada para ello, no le cabía la menor duda. No obstante, algo había cambiado para ella aquel día, y el cambio se produjo cuando llegó a la vera del agua. Pero ahora no iba a ocurrir nada inesperado.

—¿Quién eres?

El eunuco levantó la vista. Un hombre esbelto, de cabello oscuro, aunque en las sienes comenzaba ya a platear, había clavado en él sus ojos grises. ¡Cuánto se parecían a los de Brandín!

—Soy Scelto, antaño servidor del saishan y hoy mensajero en la batalla.

—¿Estabas aquí cuando murieron?

El eunuco asintió. La voz del desconocido sonaba serena, aunque era perceptible en ella una cierta fatiga, como si intentara imponer a sus palabras una especie de orden que hiciera olvidar el desconcierto de toda la jornada.

—Dime quién mató al rey de Ygrath.

—El bufón —respondió Scelto intentando que su actitud quedara a la altura de la del recién llegado. En la distancia parecía que el fragor de la batalla empezaba a disminuir.

—¿Cómo fue? ¿Se lo pidió Brandín?

El que intervino ahora era un individuo de barba castaña, con un aspecto de dureza implacable. Tenía los ojos negros y llevaba una espada en la mano.

Scelto negó con la cabeza. De repente todo aquello le resultaba insoportable. Dianora estaría ya luchando contra las olas. ¡Qué lejos la sentía!

—No. Lo atacó por sorpresa. Creo… —Agachó la cabeza, temeroso de exponer en voz alta sus sospechas.

—Continúa —dijo con amabilidad el primero—. No corres ningún peligro. Ya se ha vertido hoy suficiente sangre. Más que suficiente incluso. —Scelto levantó la vista sin poder dar crédito a sus oídos. Por fin añadió—: Creo que cuando Su Majestad lanzó su último conjuro, estaba demasiado atento a lo que ocurría en el valle y se olvidó de Rhun. Empleó tantos poderes en ese acto supremo de magia, que liberó al bufón de las cadenas a las que lo tenía sometido.

—Liberó de sus cadenas a mucha otra gente, no sólo a él —comentó con dulzura el de los ojos grises.

La mujer dio unos pasos hasta situarse a su lado. Tenía el cabello rojo como el fuego y los ojos azules. Era joven y muy hermosa.

Ahora estaría ya lejos de la orilla. Pronto se consumaría todo. No se había despedido de él. ¡Pese a los años que habían pasado juntos! Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, Scelto logró reprimir los sollozos.

—¿Puedo preguntarte… —dijo sin saber a ciencia cierta por qué—, puedo preguntarte quién eres?

Con absoluta calma, sin rastro de arrogancia ni de orgullo en su voz, el hombre del cabello oscuro respondió:

—Me llamo Alessan bar Valentín. Soy el último vástago de un noble linaje. Mi padre y mis hermanos fueron muertos por Brandín hace ya veinte años. Soy el príncipe de Tigana.

Scelto cerró los ojos.

En su mente volvía a resonar la voz de Brandín, clara y fría, cargada de un amargo sarcasmo, pese a hallarse ya herido de muerte: «¡Qué cosecha, príncipe de Tigana!». Y recordó que Rhun, antes de expirar, había pronunciado aquel mismo nombre bajo el ardiente sol estival.

Al final iba a poder vengarse.

—¿Dónde está la mujer? —inquirió el tercer hombre de repente, el más joven de los tres y el de menor estatura—. ¿Dónde está Dianora di Certando, la heroína del Salto del Anillo? ¿No estaba acaso aquí con vosotros?

Ya debía de estar todo consumado. Para ella todo sería en adelante calma y tinieblas. Las olas del mar peinarían sus cabellos y se enredarían en sus brazos. Por fin podría descansar. Al fin había encontrado la paz.

Scelto levantó los ojos. Estaba llorando. Ni siquiera intentaba ya reprimir ni ocultar sus lágrimas.

—Sí, estaba aquí —respondió—. Ha vuelto al mar. Todo ha concluido para ella en el mar.

¿Qué podía importarles a ellos, a ninguno de ellos? Pero pronto se dio cuenta de que andaba muy equivocado. Los cuatro parecían muy interesados, incluso el tipo de barba y ceño adusto.

Todos se volvieron como un solo hombre hacia el oeste y escrutaron el fondo de dunas tras las cuales se ponía el sol.

—Siento mucho lo ocurrido —comentó el llamado Alessan—. La vi en Chiara cuando realizó el Salto del Anillo. Era hermosísima y demostró tener un valor imponente.

El de pelo castaño y barba dio un paso hacia el eunuco. En sus ojos se leía una expresión de incertidumbre. No debía de ser tan implacable como parecía a primera vista, y también era más joven de lo que Scelto había creído en un primer momento.

—Dime —balbuceó—, ¿era…? ¿Te dijo si…?

Se interrumpió lleno de desconcierto. El otro, el que se titulaba príncipe, lo miró con compasión.

—Era Dianora di Certando, Baerd. Todo el mundo conoce su historia.

El llamado Baerd asintió con la cabeza, pero al volverse dirigió una vez más la vista hacia las dunas. No parecían haber conseguido un triunfo tan importante como el que de hecho habían obtenido. Sencillamente tenían aspecto de hallarse cansados, como al término de un largo viaje.

—Al final no fui yo —comentó el de los ojos grises casi para su coleto—. Después de soñar con ello durante tantos años, fue su propio bufón el que lo mató. No tenía nada que ver con nosotros. —Su mirada se posó en los cadáveres de los dos hombres y luego de nuevo en Scelto—. ¿Quién era el bufón? ¿Se sabe?

La infortunada había desaparecido para siempre, reclamada por el mar. Al fin podría descansar… También Scelto se hallaba fatigado, harto de sufrimientos, de sangre y de dolor, de aquellos tristes vaivenes ocasionados por la sed de venganza. Sabía lo que iba a ser de aquel hombre si se decidía a hablar.

«Deben saberlo», había dicho Dianora antes de encaminarse al mar, y era cierto, por supuesto que era cierto. Scelto levantó la vista y miró al hombre de los ojos grises.

—¿Rhun? —comentó—. Un ygrathio sometido a la voluntad del rey hace ya muchos años. Un individuo sin importancia, señor.

El príncipe de Tigana sacudió la cabeza al tiempo que hacía una mueca de sarcasmo.

—Claro —dijo—. Por supuesto. Un individuo sin importancia. ¡Qué cosas se me ocurren! ¿Por qué había de ser de otro modo?

—Alessan —llamó el joven de corta estatura, que estaba asomado al barranco—, creo que ya ha concluido todo. Quiero decir las luchas de ahí abajo. Creo… Creo que todos los barbadios han muerto.

—Y a nosotros, ¿vais a matarnos también? —preguntó Scelto. El príncipe de Tigana hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Ya te he dicho que estoy harto de sangre. Tenemos mucho que hacer e intentaré llevar a cabo mi cometido sin derramar más.

Se dirigió a la ladera este y levantó las manos haciendo una señal convenida a sus seguidores. La pelirroja se situó a su lado y se apoyó en su hombro. Unos instantes después el valle y las colinas resonaron con los ecos de un clarín que venía a poner fin a la batalla.

Scelto, siempre de rodillas, se limpió los ojos llorosos con la mano. Levantó la vista y observó que el otro hombre, el que no había acertado a formular su pregunta, seguía con la mirada perdida en el mar. En ella podía leerse una tristeza que el eunuco era incapaz de interpretar. Aunque lo cierto era que en aquel día aciago no había habido más que sufrimiento para todo el mundo. En sus manos estaba ahora confesar la verdad y con ello causar nuevos pesares.

Volvió a bajar los ojos poco a poco y apartó la mirada del duro cielo y del mar azul. No se fijó en que el hombre de la barba seguía oteando la inmensidad del horizonte ni en D’Eymon de Ygrath, que se había atravesado el pecho con su propia espada y se había desplomado junto al sillón del rey. Su mirada se detuvo únicamente en los dos cadáveres que yacían en el suelo uno junto a otro, tan cerca que, de estar vivos, habrían podido tocarse con la mano.

No. Guardaría su secreto para él solo. Viviría con él el resto de sus días.