Hace una noche agradabilísima y las flores exhalan un aroma embriagador. La luz lunar se refleja en la fronda de los árboles, las tapias del jardín y la mujer asomada a uno de los altos ventanales del palacio.
Devin oye un ruido a su izquierda y se vuelve precipitadamente. Rovigo llega corriendo y se detiene asustado al mirar hacia arriba, justo donde Alessan tiene clavados los ojos. Tras él llegan Sandre y Alais.
—¡Ayúdame! —exclama el duque imperiosamente echándose al suelo al lado de Devin. En su rostro se pinta una expresión feroz. Lleva un cuchillo en la mano.
—¿Cómo? —responde el muchacho sin entender nada.
—¡Los dedos! ¡Córtamelos! ¡Venga! ¡Necesito mis poderes!
Y, entregando a Devin el cuchillo, Sandre d’Astíbar extiende la mano izquierda sobre los adoquines. Únicamente sobresalen los dedos medio y anular. Los dedos mágicos, que suponen su sometimiento a la hechicería de la Palma.
—Pero Sandre… —replica vacilante el joven.
—¡Calla! ¡Córtamelos, Devin!
El tenor obedece. Apretando los dientes para vencer su disgusto dirige con pulso firme la afilada hoja del puñal a los dedos del duque y asesta un golpe tremendo. Se oye un gemido. Es Alais, no Sandre.
En el momento en que la hoja atraviesa la carne y choca con el duro suelo se produce un resplandor repentino. El semblante en sombras del duque se ilumina con un halo de luz blanquecina, que brilla como una estrella en torno a su cabeza, cegando por un instante a todos los presentes antes de desaparecer.
Alais se arrodilla al instante junto a Sandre para envolver su mano cubierta de sangre en un jirón de su enagua. Sandre levanta trabajosamente la mano mutilada, mientras en su semblante se pinta un gesto de dolor. No emite ni una queja. Sin despegar los labios, Alais le ayuda a incorporarse.
Se oye un estruendo distante de muebles que se vienen abajo y de gritos de hombres. Catriana, cuya silueta se recorta en una de las ventanas del último piso, se estira de repente y grita algo incomprensible. Está demasiado alta para que sus palabras lleguen con claridad hasta donde están ellos. Sin embargo, ven que vuelve el rostro hacia la oscuridad, hacia la noche.
—¡Vida mía, no lo hagas! —La voz de Alessan es un susurro apenas, que sale directamente de su corazón.
Pero ya es tarde. Demasiado tarde.
De rodillas en medio del callejón, Devin ve a la muchacha precipitarse en el vacío.
No cae rodando ni dando trompicones hacia una muerte segura, sino con la gracia que siempre la ha caracterizado, como si se zambullera en el ámbito de la noche. Sandre extiende su mano mutilada de hechicero y la dirige hacia lo alto. Pronuncia unas palabras que Devin no logra comprender. De pronto surge una especie de bruma sofocante en el aire nocturno, como un repentino acceso de calor. La mano del duque apunta claramente a la mujer que está cayendo al vacío. El corazón de Devin se para por un instante, ansioso por aferrarse a esa esperanza casi imposible.
Cuando recupera el ritmo normal de sus latidos, lo hace con la gravedad de la vejez o de la muerte. El conjuro de Sandre no ha servido de nada. El pobre estaba demasiado lejos, la situación era extrema y sus poderes demasiado recientes. Catriana cae. Sin obstáculos, limpiamente, como una fantasía de mujer voladora. A la luz de las lunas se precipita hacia un final trágico detrás de la tapia del jardín.
Alais estalla en sollozos de desesperación. Sandre se cubre los ojos con la mano buena, mientras su cuerpo tiembla silenciosamente. Devin siente que las lágrimas no le dejan ver. Más allá, en lo alto, en el hueco de la ventana donde hace un instante se recortaba la silueta de Catriana, aparecen las toscas figuras de los soldados que se asoman a la oscuridad del jardín.
—¡Tenemos que marchamos de inmediato! —masculla Rovigo, cuyas palabras resultan casi ininteligibles para los demás—. Emprenderán nuestra búsqueda sin tardanza.
Tiene razón. Devin lo sabe. Y, si hay algo que puedan hacer ahora por la desventurada joven, doquiera que ahora esté en compañía de Moriana, es que al menos su sacrificio no haya sido en vano, que tenga sentido.
Devin se levanta de mala gana y ayuda a incorporarse a Sandre. Se vuelve hacia Alessan, que no se ha movido en todo el rato y continúa con la mirada clavada allá arriba, en la ventana a la que aún siguen asomándose los soldados. La actitud del príncipe le hace recordar la tarde aquella en que murió su madre. Es la misma. O peor. Se enjuga el llanto con el dorso de la mano y volviéndose hacia Rovigo dice:
—Somos demasiados para estar aquí. Tú vete con Alais y con Sandre. Ten mucho cuidado. Quizá la reconozcan… Estaba con Catriana cuando las vio el gobernador. Nosotros tomaremos otro camino y nos encontraremos en la fonda.
Acto seguido coge del brazo a Alessan y se lo lleva. Sin oponer ninguna resistencia, el príncipe lo sigue como un autómata. Toman una bocacalle que los conduce a un estrecho callejón lejos ya del palacio, lejos del jardín en el que yace el cadáver de Catriana. De repente nota que lleva aún en la mano el puñal de Sandre, con la hoja tinta en sangre, y se lo mete en el cinto.
Se le ocurre entonces pensar en el duque y en lo que acaba de hacer. A su memoria viene cierta noche del otoño pasado en el pabellón de caza de los Sandreni —su primera noche, la que lo ha conducido hasta aquí—, cuando Sandre les confesó que no podía sacar a Tomasso vivo de la mazmorra porque sus facultades de hechicero no eran bastante fuertes. Porque no había sacrificado sus dedos a la magia de la Palma a su debido tiempo.
Ahora, en cambio, lo ha hecho. Por Catriana ha hecho lo que no hizo por su propio hijo, y encima en vano. Hay en todo aquello un halo de tristeza. Tomasso lleva ya nueve meses bajo tierra y ahora la chica yace muerta en un jardín de Senzio, lo mismo que todos aquellos valientes que cayeron a orillas del Deisa hace ya veinte años.
Pero aquello era precisamente lo que a ella más le importaba, recuerda Devin. Eso al menos le confesó en el castillo de Alienor. Siente de nuevo que se va a poner a llorar, pero es incapaz de contener el llanto. Al cabo de un instante siente en su hombro la mano de Alessan.
—Aguanta, muchacho, aguanta un poco más —murmura el príncipe. Son sus primeras palabras desde que Catriana se ha arrojado al vacío—. Tú me has guiado a mí y yo te guiaré a ti. Ya lloraremos juntos más tarde.
Mantiene la mano posada sobre el hombro del chico y continúa su camino a través de infinitos callejones, oscuros unos e iluminados otros.
Durante el trayecto sienten el clamor que va apoderándose de las calles de Senzio a medida que se propagan los rumores en torno a cierto suceso terrible que ha tenido lugar en el palacio. «¡El gobernador ha muerto!», grita desaforadamente un individuo que pasa a su lado corriendo a toda velocidad. «¡Los barbadios han cruzado la frontera!», se oye chillar a una mujer que se asoma a una de las ventanas de un burdel. Devin ve que es pelirroja y aparta la vista. Todavía no se ven guardias por las calles. Aprietan un poco el paso y logran llegar sanos y salvos a su meta.
Más tarde, recordando aquel paseo, Devin advirtió que no había dudado ni un solo instante que Catriana había dado muerte al barbadio antes de saltar al vacío.
Una vez en la fonda de Solinghi, Devin sintió que sólo tenía ánimos para subir a su habitación y cerrar los ojos. Quería estar lejos de todos, de aquel tumulto que parecía dominar el mundo. Pero, cuando Alessan y él abrieron la puerta del establecimiento, fueron recibidos con un clamoroso e impaciente saludo de los clientes que ocupaban las mesas más próximas a la entrada. El entusiasmo de éstos enseguida se contagió a los del fondo. Llevaban ya un buen rato esperando el comienzo de su actuación y la mayoría de los presentes había acudido al local con la única intención de escucharlos, sin preocuparse de los rumores que circulaban por la calle.
Devin y Alessan cruzaron una mirada. ¡Música!
Aunque no se veía ni rastro de Erlein, los dos artistas se abrieron paso no sin dificultad hasta la plataforma situada en medio de las dos salas. Alessan sacó su flauta y Devin se colocó a su lado, a la espera de que empezase el preludio. El príncipe realizó a modo de prueba unas cuantas escalas y, sin intercambiar una sola palabra, comenzó a tocar la pieza que Devin ya sabía que iba a ejecutar.
Cuando las primeras notas melancólicas del Lamento de Adaón se dejaron oír en las dos salas abarrotadas de público, se levantó un extraño rumor de desconcierto que al punto se vio sucedido por el silencio más respetuoso, y en ese instante Devin entonó su propio lamento, que esta vez no era por el dios, aunque las palabras del texto fueran las de siempre. Aquel lamento no era por Adaón y su caída desde lo alto de un monte, sino por Catriana di Tigana.
Algunos testigos comentarían más tarde que nunca se había visto tal silencio, tal atención entre los parroquianos de Solinghi. Hasta los camareros y los cocineros dejaron sus quehaceres en mesas y fogones para escuchar la pieza. No se movía nadie. No se oía una mosca. Sólo los agudos sones de la flauta y una voz solitaria que entonaba una de las canciones de duelo más antiguas de la Palma.
En una de las habitaciones del piso de arriba, Alais levantó la cabeza de la almohada empapada en lágrimas y poco a poco fue sentándose en la cama. Rinaldo, por su parte, que estaba curando la mano herida a Sandre, volvió su ciego semblante hacia la puerta y guardó silencio, lo mismo que el duque de Astíbar. En cuanto a Baerd, que regresó a la fonda acompañado de Ducas apenas llegó a sus oídos la noticia aquella que le partía el alma, sintió mientras oía a Devin y Alessan que la conciencia lo abandonaba, igual que la última Noche de los Rescoldos, y que su mente volaba en medio de las tinieblas buscando paz y tranquilidad, deseoso de hallar un mundo de sueños en el que las muchachas no morían jóvenes.
Fuera, en la calle, la gente se paraba a escuchar el sonido de la flauta y la purísima voz que entonaba aquel lamento, olvidándose por un instante de los ominosos rumores que recorrían la ciudad, o de la constante búsqueda del placer. La gente se agolpaba a la puerta del local de Solinghi, deleitándose con aquella música que expresaba amor, dolor y una nostalgia infinita.
Durante mucho tiempo recordó Senzio aquella inesperada interpretación del Lamento tan encantadora y tan sentida a un tiempo, en medio de la noche estrellada que anunciaba el comienzo de la guerra.
Dieron por concluida su actuación con aquel único himno, pues los dos intérpretes se sentían exhaustos. Devin pidió a Solinghi dos botellas de vino y siguió a Alessan al cuarto que compartían en el piso superior. En el pasillo vieron una puerta abierta: la de la habitación de Alais, que también lo había sido de Catriana. Baerd los estaba esperando. Abrió la boca sin emitir sonido alguno y se abrazó a Alessan.
Permanecieron un rato abrazados sollozando. Cuando se separaron, sus rostros estaban desencajados. Entraron en el cuarto seguidos de Devin; Alais, Rovigo, Sandre, Rinaldo, Ducas, Naddo y Sertino, el mago, los esperaban dentro. La habitación estaba abarrotada, como si reunirse todos en el cuarto que había pertenecido a la infortunada joven fuera a acercarles su espíritu ausente.
—¿Ha traído alguien vino? —preguntó Rinaldo con un hilo de voz.
—Sí —respondió Devin acercándose al Sanador.
El ciego estaba pálido y agotado. Devin se percató de que la mano de Sandre ya no sangraba. Guió a Rinaldo hasta la mesita en la que había apoyado el vino y el anciano tomó un trago directamente de la botella, sin molestarse en pedir un vaso. Devin pasó la otra botella a Ducas, que imitó el gesto del ciego.
Sertino clavó la vista en la mano de Sandre.
—Tendrás que acostumbrarte a ocultar la falta de esos dedos —farfulló.
El mago levantó su mano izquierda y Devin sufrió una vez más el espejismo que la hacía parecer intacta.
—Lo sé —replicó Sandre—. Pero ahora me siento demasiado débil.
—No importa —insistió Sertino—. Si alguien ve que te faltan dos dedos, puede costarte la vida. Por astutos que seamos, no podemos descuidar un detalle tan trivial. Haz lo que yo, venga.
Sandre clavó en él una mirada feroz, pero en el rostro sonrosado del mago certandés lo único que podía leerse era la preocupación que lo embargaba. El duque cerró por un instante los ojos, hizo una mueca y alzó parsimoniosamente la mano izquierda. Devin vio cinco dedos, o al menos su ilusión. No podía dejar de pensar en Tomasso, muerto en una mazmorra en Astíbar.
Ducas le pasó la botella al duque, quien la tomó en sus manos y bebió. Se la entregó después a Naddo y fue a sentarse en la cama, al lado de Alais. La muchacha cogió la mano del anciano duque entre las suyas, cosa que nunca se había atrevido a hacer hasta entonces. Tenía los ojos arrasados en lágrimas y la nariz enrojecida de tanto llorar. Alessan se sentó en cuclillas y se recostó en la pared, al lado de la puerta. Tenía los ojos cerrados. A la luz de las velas su rostro parecía más enjuto que nunca y sus pómulos sobresalían como tallados a escoplo.
Ducas carraspeó ligeramente y dijo:
—Quizá nos conviniera hacer planes. Si efectivamente ha matado al barbadio, esta misma noche se pondrán a registrar la ciudad de arriba abajo y quién sabe lo que harán mañana.
—Además Sandre empleó su magia —comentó el príncipe abriendo los ojos—. Si hay algún Rastreador en Senzio, está perdido.
—De eso podemos ocupamos nosotros —afirmó Naddo con orgullo mirando sucesivamente a Ducas y a Sertino—. Ya lo hicimos una vez, acuérdate y el Rastreador llevaba más de veinte hombres para protegerlo.
—Pero ahora no estáis en los montes de Certando —objetó Rovigo.
—No importa —contestó Ducas—. Naddo tiene razón. Si apostamos en la calle un buen número de los nuestros y Sertino nos ayuda a identificar al Rastreador, echadme a mí la culpa si no conseguimos atravesarlo de un flechazo.
—Es peligroso —comentó Baerd.
En los labios de Ducas se pintó una sonrisa feroz.
—Me gustaría hacer algo peligroso esta misma noche —replicó.
Devin entendió perfectamente lo que quería decir. Alessan abrió los ojos y miró al techo.
—Hazlo, pues —dijo—. Devin nos traerá el mensaje oportuno.
En cuanto a Sandre, lo sacaremos de aquí y lo meteremos en el barco, si es necesario. Quiero decir, si el mensaje que nos traes es …
Se detuvo un instante y, con un movimiento imperceptible de tan rápido, se puso en pie. Baerd había desenvainado la espada y acechaba detrás de la ventana. Devin soltó la mano de Alais y se levantó también.
Se oyó otro ruido sordo procedente de la escalera exterior. En ese mismo instante se abrió la ventana desde fuera y Erlein di Senzio entró en la habitación llevando entre sus brazos el cuerpo de Catriana d’Astíbar.
Se quedó mirando a sus compañeros, que parecían petrificados. Después volviéndose hacia Alessan dijo en voz baja:
—Si lo que te preocupa es la magia, ya puedes prepararte. He gastado muchos de mis poderes esta noche. Por lo demás, como en Senzio haya algún Rastreador, todo el que se me acerque corre el riesgo de ser capturado y muerto en cuestión de segundos. —Hizo una pausa y sonrió—. Pero llegué a tiempo de recogerla. Está viva.
Devin sintió que tocaba el cielo con las manos. Se oyó a sí mismo lanzar un grito de júbilo. Sandre saltó literalmente en su asiento y se precipitó a coger el cuerpo inconsciente de Catriana que seguía en brazos de Erlein. La depositó con sumo cuidado en el lecho. Devin vio que de nuevo estaba llorando, lo mismo que Rovigo.
El joven corrió de nuevo a la ventana, donde se hallaba Erlein, justo a tiempo de ver a Alessan atravesar de dos zancadas el cuarto y levantar del suelo al pobre mago, que se encontraba exhausto, cogiéndolo por las solapas. El príncipe lo soltó de inmediato y retrocedió azorado. Sus ojos grises resplandecían de emoción y parecía incapaz de dominar la sonrisa que asomaba a sus labios. Erlein, por su parte, se afanaba, sin conseguirlo del todo, por mantener su habitual expresión de cinismo.
Baerd se levantó y, cogiendo desprevenido al mago, depositó en sus mejillas un par de sonoros besos.
El arpista intentó de nuevo mostrarse altivo y desdeñoso, pero tampoco en esta ocasión lo consiguió. Frunció el entrecejo de forma nada convincente y farfulló:
—Cuidado, amigo. Ya Devin me tiró antes al suelo cuando salíais todos corriendo de la taberna. Todavía estoy un poco magullado. —Lanzó una mirada al joven músico que sonreía encantado.
Sertino tendió a Erlein la botella. El mago senziano tomó un gran trago y luego se limpió los labios con la manga.
—Al ver vuestra precipitación, no me costó trabajo adivinar que había ocurrido algo grave. Intenté seguiros, pero no corro mucho, así que decidí usar mi magia. Llegué al extremo opuesto de la tapia del jardín, justo cuando Alessan y Devin salían del callejón.
—¿Cómo es eso? —inquirió con extrañeza el príncipe—. Nunca habías recurrido a tu magia. ¿Por qué lo hiciste ahora?
Erlein se encogió de hombros. Su actitud resultaba postiza a la legua.
—Yo tampoco os había visto nunca correr de esa manera —se justificó con una mueca—. Supongo que me contagiasteis —añadió.
Alessan sonreía ahora abiertamente. Era evidente que no podía seguir ocultando su satisfacción por más tiempo. De tanto en tanto lanzaba una rápida mirada a la cama, como para asegurarse de que Catriana continuaba en ella.
—¿Y entonces qué? —preguntó.
—Pues nada. La vi asomada a la ventana y me figuré el resto de la historia, así que… empleé mi magia para saltar el muro y me quedé esperando en el jardín, justo debajo de la ventana. Lanzaste un conjuro fortísimo —añadió mirando a Sandre—, pero estabas demasiado lejos. De todas formas, no habrías conseguido nada. ¿Cómo ibas a saber que así no ibas a detener nunca la caída de una persona, sin haberlo intentado jamás? Para hacerlo tienes que estar justo debajo, y mejor si la persona está inconsciente.
Ese tipo de magia actúa casi exclusivamente sobre uno mismo. Para aplicársela a otro, éste debe encontrarse con los sentidos suspendidos; de lo contrario, al darse cuenta de lo que está ocurriendo, opone una resistencia mental que acaba por arruinarlo todo.
Sandre asintió.
—Creí que se debía a mi escasa potencia. Que ni siquiera sometiéndome a la Palma podía conseguirlo.
Erlein mostraba una expresión rarísima. Por un instante pareció que iba a replicar algo, pero, en vez de hacerlo, prosiguió su relato.
—Lancé un conjuro para que perdiera el sentido mientras caía, y luego otro mayor para recogerla antes de que diera en el suelo y por fin un tercero para saltar de nuevo la tapia del jardín. Para entonces me hallaba ya agotado y muerto de miedo por si en palacio había algún Rastreador que pudiera localizamos de inmediato. Pero nadie nos vio, pues había un jaleo tremendo. Luego nos escondimos un rato detrás del gran templo de Eanna y por fin decidí traerla aquí.
—¿La trajiste así por la calle? —inquirió Alais—. ¿No le llamó a nadie la atención?
Erlein dirigió una sonrisa casi amable a la muchacha.
—En Senzio no llama nada la atención a nadie, querida.
Alais se puso como la grana, pero Devin notó que no daba mayor importancia al incidente. Todo iba bien. De repente todo iba bien.
—Y ahora más vale que nosotros bajemos a la calle —dijo Baerd a Ducas—. Debemos reunirnos con Arkin y los demás. Tanto si hay Rastreadores como si no, la cosa cambia ahora por completo. Cuando descubran que el cuerpo de la chica no está en el jardín, se desencadenará una búsqueda tremenda. Me temo que habrá pelea.
Ducas volvió a mostrar su sonrisa de lobo.
—Eso espero —se limitó a decir.
—¡Un momento! —exclamó entonces Alessan—. Quiero que todos seáis testigos de algo. —Se volvió hacia Erlein y vaciló un momento antes de proseguir, eligiendo bien las palabras—. Los dos sabemos que lo que has hecho esta noche lo has hecho por voluntad propia, sin ninguna coacción por mi parte. Y, en cualquier caso, iba en contra de tus intereses.
Erlein echó una mirada al lecho en el que descansaba Catriana. En sus mejillas apareció un leve rubor.
—No le des tanta importancia —protestó—. Todos tenemos nuestros momentos de debilidad. Me gustan las pelirrojas, eso es todo. Así es como te apoderaste de mí, ¿te acuerdas?
Alessan sacudió la cabeza.
—Quizá tengas razón, pero eso no es todo, Erlein di Senzio. Te metí en esto contra tu voluntad, pero creo que ahora te has unido a nosotros libremente.
Erlein lanzó una maldición.
—¡No seas idiota, Alessan! Acabo de decirte que …
—Ya te he oído. Pero yo tengo una idea muy distinta. Siempre tengo ideas especiales y la verdad es que esta noche me habéis hecho comprender… Catriana y tú, los dos…, que lo que yo deseo hacer y lo que deseo que hagan los demás, tiene sus limitaciones. Incluso cuando creo que va a redundar en mi propio beneficio.
Una vez que hubo pronunciado estas palabras, el príncipe se adelantó y colocó su mano en la frente de Erlein. El mago intentó zafarse, pero fue en vano.
—Yo, Alessan, príncipe de Tigana —dijo—, descendiente directo de Micaela, en nombre de Adaón y el don que concedió a sus hijos, te devuelvo la libertad, mago.
Los dos hombres se separaron, como si la cuerda tensa que los mantenía unidos se hubiera roto de repente. Erlein estaba palidísimo.
—Estás completamente loco —farfulló—. Te lo digo y te lo repito.
—Cosas peores me has llamado —replicó el príncipe—, y con razón. Yo por mi parte voy a decirte algo que no va a gustarte mucho: voy a desenmascararte delante de todos y a declarar que eres una persona decente, tan deseoso de ser libre como el que más. Erlein, no puedes seguir ocultándote tras esos modales desdeñosos. No desvíes hacia mí tu odio a los tiranos. Si deseas marcharte, hazlo. Pero, en realidad, no creo que te vayas. Sé, pues, bienvenido a nuestra compañía.
A Erlein se lo veía acorralado. Tenía una cara de perplejidad tal que Devin no pudo reprimir la risa. Ahora veía con claridad toda la situación, que le parecía, por otra parte, de lo más cómica. Se acercó al mago y dándole una palmada en el hombro dijo:
—Me alegro de que estés con nosotros.
—Pues yo no. ¡Yo no he dicho nada! —protestó Erlein—. No he dicho ni he hecho nada que os permita apabullarme de esa forma.
—Pues claro que sí. —Ahora era Sandre quien intervenía. En su rostro atezado y surcado de arrugas se leían con toda claridad las huellas del cansancio y el sufrimiento—. Y esta noche nos lo has demostrado. Alessan tiene razón. Te conoce mejor que cualquiera de nosotros. Mejor incluso, en cierto modo, que tú mismo, trovador. ¿Cuánto tiempo llevas intentando convencerte a ti mismo de que lo único que te importa es tu propia piel? ¿A cuántos has persuadido de que así era? A mí, sí, desde luego, y a Baerd y a Devin, y quizá también a Catriana. Pero no a Alessan. Acaba de concederte la libertad para demostrarnos lo equivocados que estábamos todos.
Se produjo un silencio. Se oían gritos y carreras procedentes de la calle. Erlein se volvió hacia Alessan y los dos se quedaron mirándose un buen raro. En la mente de Devin se abrió paso de pronto una imagen singular, uno de tantos asaltos de la memoria: veía otra vez el campamento aquel de Ferraut y a Alessan tocando canciones de Senzio para Erlein, que, enfurecido, permanecía lejos de los demás a la orilla del río. ¡Qué complicado era todo, cuántos estratos significativos tenía la realidad!
Vio cómo Erlein di Senzio levantaba la mano, la izquierda, que parecía tener sus cinco dedos íntegros, y se la tendía a Alessan. El príncipe respondió a su gesto y ambos juntaron las palmas de las manos.
—Bueno —masculló el mago—, supongo que estoy con vosotros.
—Lo sé —respondió el príncipe.
—¡Vamos! —exclamó Baerd al cabo de un instante—. Tenemos que hacer.
Devin salió detrás de él, seguido de Ducas, Sertino y Naddo.
Justo antes de traspasar el umbral, Devin volvió la vista hacia el lecho de Catriana. Erlein se dio cuenta y dijo:
—Se encuentra bien, y pronto se sentirá mejor. Haced lo que tengáis que hacer y volved pronto.
Devin lo miró en silencio, e intercambiaron una sonrisa tímida.
—Gracias —se despidió el joven.
Aquellas palabras querían decir muchísimas cosas a la vez y así, sin más, salió detrás de Baerd al tumulto de las calles.
Cuando abrió los ojos, llevaba ya un rato despierta. Sentía que estaba tendida sobre una superficie mullida e insospechadamente familiar, y oía unas voces conocidas acercarse y alejarse sucesivamente, como las olas del mar, encendiéndose y apagándose a intervalos, como las luciérnagas de su tierra en las noches de verano. Al principio no conseguía reconocer a quién pertenecían aquellas voces. Le daba miedo abrir los ojos.
—Creo que se está despertando —dijo alguien—. ¿Os importaría hacerme un gran favor? Dejadme unos minutos a solas con ella, os lo ruego.
Aquella voz le era conocida. Oyó que los presentes se levantaban y salían del cuarto. Se cerró la puerta. Era la voz de Alessan.
¡Entonces eso quería decir que no había muerto! Luego no se hallaba en la mansión de Moriana, y las que sentía no eran las voces de los espectros. Abrió los ojos.
Alessan estaba sentado en una silla colocada junto a la cama. Aquélla era su cama, la que ocupaba en la fonda de Solinghi, y estaba arropada por una manta. Alguien le había quitado el famoso traje de seda negra y le había limpiado la sangre. ¡La sangre de Anghiar, que salía a borbotones de su garganta!
Los recuerdos se agolpaban en su mente de un modo desconcertante.
—Estás viva —dijo Alessan con un susurro—. Erlein estaba esperando en el jardín, debajo de la ventana. Hizo que perdieras el sentido y entonces se apoderó de ti con su magia y te trajo otra vez aquí.
Catriana volvió a cerrar los ojos pesadamente, mientras intentaba asimilar tantas novedades: el hecho de estar viva, el movimiento de su pecho por efecto de la
respiración, los latidos de su corazón, aquella curiosa sensación de mareo, como si flotara en el aire.
Sin embargo, no estaba flotando en ninguna parte. Se hallaba en la fonda de Solinghi, con Alessan al lado. Había pedido a los demás que salieran. Volvió la cabeza y lo miró otra vez. Estaba enormemente pálido.
—Creímos que habías muerto —murmuró—. Te vimos caer al vacío desde el otro lado de la tapia del jardín. Lo que hizo Erlein, lo hizo por su cuenta. Ninguno de nosotros lo sabía. Creímos que habías muerto —repitió.
La muchacha se quedó pensativa. Por fin dijo:
—¿Lo conseguí? ¿Ha ocurrido algo?
Alessan se pasó la mano por la cabeza.
—Es demasiado pronto para saber nada de cierto. Pero creo que lo conseguiste. Hay una conmoción tremenda en las calles. No sé si puedes oírlo.
Concentrándose un poco, podía, en efecto, escuchar los gritos y las carreras de la calle.
Alessan mostraba una extraña ternura, como si luchara con algo en su interior. La habitación estaba totalmente en silencio. La cama le parecía más mullida que nunca. Se quedó mirándolo, con la vista perdida en su pelo, que estaba tan revuelto como de costumbre, por el que el príncipe se pasaba una y otra vez la mano.
—Catriana —dijo Alessan con gran ternura—, no puedes figurarte el miedo que he pasado esta noche. Ahora debes escucharme, e intenta meditar bien lo que voy a decirte, pues es muy importante. —Su semblante tenía una expresión singular y su voz sonaba en un tono desconocido en él. Tomó entre las suyas una de las manos de la joven—. Catriana, yo no mido tu valor por el de tu padre. No tenías nada que hacerte perdonar. Ninguno de nosotros está en ese caso. Tienes que dejar de tratarte tan mal a ti misma. No tienes que pagar por nada. Eres lo que eres y eso es más que suficiente.
El terreno empezaba a tornarse resbaladizo. Catriana sintió que el corazón empezaba a latirle a rebato. Clavó por un momento sus ojos azules en los grises de él. Los dedos del príncipe acariciaban los suyos.
—Cuando nacemos —repuso al fin la muchacha—, llegamos al mundo con un pasado, con una historia. La familia es muy importante. Mi padre era un cobarde y salió huyendo.
Alessan sacudió la cabeza con gesto meditabundo. Su expresión seguía tensa.
—Hemos de tener mucho cuidado —musitó—, muchísimo cuidado a la hora de juzgarlos y de juzgar su actuación de entonces. Hay muchas razones que obligan a un hombre con esposa e hijos…, con una hija pequeña…, sin que pueda achacársele falta de valor…, a quedarse con su familia e intentar salvarles la vida. ¡Querida, si supieras cuántos hombres y mujeres he conocido en todos estos años que se desterraron por amor a sus hijos!
Catriana sintió que los ojos se le arrasaban en lágrimas e intentó contener el llanto. Aquella conversación le producía una enorme desazón, pues tocaba las fibras más sensibles de su alma. —Pero él huyó antes del Deisa —susurró—. Abandonó el país antes de que se produjeran las batallas, incluso la que se ganó.
Alessan volvió a sacudir la cabeza al darse cuenta de su sufrimiento. Le tomó una mano y se la llevó a los labios. Catriana no recordaba haberlo visto nunca hacer nada parecido. La situación no podía ser más singular.
—Padres e hijos —musitó en tono tan débil que sus palabras eran apenas perceptibles—. ¡Qué difícil es todo! ¡Nos precipitamos tanto en nuestros juicios! —Vaciló—. No sé si Devin te lo contó, pero mi madre me maldijo antes de morir. Me llamó cobarde y traidor.
Catriana parpadeó y se incorporó en la cama.
Sintió que se le iba la cabeza. Todavía estaba demasiado débil.
Devin no le había comentado nada del asunto.
—¿Cómo pudo ser capaz? —susurró indignada contra aquella mujer a la que no había visto nunca—. ¿Tú un cobarde? No sabe…, no sabía que …
—Prácticamente estaba al corriente de todo —respondió Alessan con absoluta serenidad—. Lo único que pasaba era que no pensábamos de igual forma respecto a cuál era mi deber. Lo que intento decirte, Catriana, es que es normal que se produzcan esas diferencias de criterio y llegar a una situación tan dolorosa como la tuya o la mía. ¡Estoy aprendiendo muchísimas cosas con retraso! En el mundo en que vivimos, la primera cosa que necesitamos es tener compasión. De lo contrario, se queda uno solo.
Catriana logró incorporarse al fin y lo miró en silencio. Trató de imaginarse aquel momento, las palabras que dirigió a Alessan su madre antes de expirar. Recordó lo último que ella misma había dicho a su padre la noche en que abandonó el hogar. Sus palabras fueron tan duras que el pobre hombre salió violentamente de casa. Cuando ella se fue, seguía sin aparecer.
—¿Y tu madre… se fue así? ¿Murió así?
—No llegó a retractarse de sus palabras, pero tomó mi mano entre las suyas antes de exhalar el último suspiro. Todavía pienso si con aquel gesto quería decir …
—¡Por supuesto que sí! —exclamó Catriana—. Por supuesto, Alessan. Siempre decimos con un gesto, con una mirada, lo que no nos atrevemos a decir con palabras.
La muchacha estaba desconcertada. No podía figurarse que supiera hablar de aquel modo.
Alessan sonrió y miró sus manos enlazadas. La joven sintió que el rubor le asomaba a las mejillas.
—Tienes razón, Catriana —susurró el príncipe—. Eso es lo que me pasa a mí ahora. Quizás en el fondo sea un cobarde.
Los demás habían salido de la habitación. La joven sintió los rápidos latidos de su corazón. Lo miró a los ojos, pero apartó al instante la vista, temerosa de que el príncipe creyera que estaba coqueteando. Volvía a sentirse como una niña pequeña, totalmente confundida, segura únicamente de que aún le faltaba algo. Siempre había odiado no comprender lo que estaba sucediendo a su alrededor. Pero al mismo tiempo sentía un extraño calor apoderarse de toda su persona, y que una luz intensísima inundaba la estancia y no eran precisamente las velas las que la producían. Necesitaba con urgencia una respuesta y al mismo tiempo la temía. Por eso, intentando calmar su respiración agitada, musitó:
—Yo… ¿Te importaría… explicármelo? ¡Por favor!
Esta vez no apartó la mirada. Vio la sonrisa del príncipe, el brillo de sus ojos, el movimiento de sus labios al responder.
—Cuando te vi caer al vacío —murmuró Alessan sosteniendo siempre su mano entre las suyas—, me di cuenta de que yo también estaba cayendo contigo al vacío. Por fin, aunque con retraso, comprendí lo que llevaba mucho tiempo negándome a mí mismo. Me había negado a mí mismo una parte importantísima de mi persona. Era incapaz de admitir siquiera la posibilidad de que existiera, mientras Tigana siguiera perdida. Pero, Catriana, el corazón dicta sus propias leyes, y lo cierto es… Lo cierto es, Catriana, que tú eres la que dicta las leyes del mío. Me di cuenta de ello cuando te vi asomada a la ventana; justo antes de que saltaras, comprendí que te amaba. Lucero de Eanna, perdóname la forma que tengo de decírtelo, pero eres el puerto al que mi alma ansía arribar.
«Lucero de Eanna». Siempre la había llamado así desde el principio. Un nombre sencillo, corriente, uno de tantos, una amenaza cuando se mostraba demasiado mordaz, o una alabanza cuando hacía algo bien. «El puerto al que su alma ansiaba arribar».
Sintió que las lágrimas rodaban silenciosas por sus mejillas.
Cariño mío, no —protestó Alessan—. Perdona. Soy un loco. ¡Una cosa así, tan de repente, después de lo que ha pasado! ¡Esta noche no! No debería haberte dicho nada. Ni siquiera sé si tú …
Se cortó en seco. Pero sólo porque ella le había tapado la boca con sus dedos para impedirle seguir hablando. Catriana tenía la vista nublada, si bien la habitación parecía más llena de luz que antes, como si hubiera mil velas encendidas, mil lunas brillando a un tiempo: una luz como cuando el sol empieza a salir entre una espesa capa de nubes.
La muchacha retiró los dedos de sus labios y volvió a estrechar la mano de Alessan. «Decimos con las manos lo que no somos capaces de decir con palabras». Aún seguía en silencio y temblorosa. Recordó cómo le temblaban las manos cuando salió de la fonda a primera hora de la noche. ¡Hacía poquísimo que se había asomado a la ventana del castillo consciente de que iba a morir! Una lágrima le mojó la mano. Bajó la cabeza y cayeron aún más. Pensó que su corazón era un pájaro, una trialla recién nacida, que abría las alas dispuesta a entonar el canto de su vida.
Alessan estaba de rodillas junto a la cama. La joven levantó la mano que tenía libre y la pasó por los cabellos de él, en un intento vano de atusárselos un poco. Parecía que llevara queriendo hacer aquel gesto mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo podía tenerse un deseo sin siquiera saberlo, sin siquiera reconocerlo como tal?
—Cuando era niña —dijo al fin con voz entrecortada, pero incapaz de seguir por más tiempo en silencio—, solía soñar una cosa así. Alessan, ¿acaso he muerto y no he vuelto a la vida? ¿Estoy soñando?
El príncipe sonrió con aquella sonrisa tranquilizadora que tan bien conocía, que todos conocían, como si las palabras de la muchacha hubieran conseguido librarlo a él de sus miedos y devolverlo a sí mismo. Ahora tenía el aspecto que siempre había dado a los compañeros: la seguridad de que, teniéndolo a su lado, nada malo podía ocurrirles.
Y entonces, de forma totalmente inesperada, Alessan bajó la cabeza y la posó sobre la manta que arropaba a Catriana, como si buscara refugio en ella, como si su regazo fuera capaz de proporcionarle la protección deseada. La muchacha, al menos, así lo interpretó. Al parecer —oh, ¿qué dios habría podido predecir una cosa así?—, ella era en efecto, capaz de proporcionarle un refugio. Y esa capacidad suya significaba más que su disposición a dar por él la vida. Le acarició la cabeza y lo estrechó contra su regazo y en ese mismo instante Catriana tuvo la sensación de que aquella trialla recién nacida empezaba a cantar. Sus trinos hablaban de las pruebas pasadas y de las pruebas por venir, de las dudas, la oscuridad y las profundas incógnitas que definían los límites de la vida mortal. Pero esa vida se cimentaba ahora en el amor, como la piedra que sustenta una añosa torre.
Devin se enteró más tarde de que, en efecto, había en Senzio un Rastreador barbadio, pero había sido asesinado y no precisamente por ellos. Tampoco tuvieron necesidad de enfrentarse a las patrullas que temían encontrar. Casi había amanecido cuando lograron reconstruir la totalidad de los acontecimientos.
Parecía que los barbadios se hubiesen vuelto locos. Al descubrir el puñal ygrathio con la hoja envenenada junto al cadáver de Anghiar y al oír los gritos lanzados por su asesina antes de precipitarse al vacío, también ellos se precipitaron a extraer las conclusiones que parecían evidentes.
En Senzio había veinte soldados barbadios, que constituían la guardia de corps de Anghiar. Cuando se enteraron de su muerte, se proveyeron de todas sus armas y corrieron al otro extremo del palacio del gobernador. Mataron a los seis ygrathios que montaban guardia a la entrada de los aposentos del embajador de Brandín, echaron la puerta abajo y se arrojaron sobre el pobre Cullion de Ygrath, al que sorprendieron en paños menores. Se tomaron su tiempo antes de quitarle la vida. Los gritos del pobre hombre se oyeron por todo el castillo.
A continuación bajaron al patio de armas y mataron a los cuatro soldados senzianos que habían dejado entrar a aquella mujer sin registrarla como era debido. Mientras tanto, había llegado el capitán de la guardia de palacio al mando de una compañía entera de senzianos. Ordenó a los bardadios deponer de inmediato sus armas.
Según contaron, los esbirros de Alberico se disponían a obedecer, una vez satisfecho su furor, cuando dos soldados senzianos, airados al ver la carnicería que los otros habían hecho con sus compatriotas, lanzaron contra ellos una verdadera lluvia de flechas. Los dardos hicieron blanco en dos barbadios, uno de los cuales cayó mortalmente herido. El muerto fue justamente el Rastreador. Aquello dio lugar a una cruenta reyerta en el patio del palacio, que pronto se vio literalmente cubierto de sangre. De los barbadios no quedó ni uno solo con vida, pero se llevaron consigo al otro mundo a treinta o cuarenta senzianos.
Nadie sabía a quién pertenecía el dardo que atravesó al gobernador Casalia, que salió gritando de sus habitaciones ansioso de detener aquella matanza absurda.
En medio del caos reinante, a nadie se le ocurrió bajar al jardín a recoger el cadáver de la mujer que había provocado todo aquel alboroto. A medida que los rumores de lo ocurrido empezaron a difundirse por la ciudad, la población se lanzó a la calle presa del pánico. Ante los muros del castillo se congregó una muchedumbre aterrorizada. Pocos minutos después de la media noche se vio a dos jinetes traspasar los muros de la ciudad en dirección al sur, hacia la frontera de Ferraut y no tardaron mucho en ser vistos también los cinco miembros de la legación de Brandín abandonar precipitadamente Senzio en dirección al norte, hacia Fársaro, donde se hallaba anclada su flota.
Catriana dormía en la cama de al lado. Su rostro mostraba una expresión plácida y distendida, como la de un niño. Alais, sin embargo, no lograba conciliar el sueño. En las calles reinaba un griterío insoportable y la muchacha sabía que su padre se hallaba en medio de aquella turbamulta.
Incluso cuando Rovigo regresó a la fonda y pasó por su habitación para ver cómo estaban las chicas y hacerles saber que de momento no parecían correr peligro, Alais siguió inquieta. ¡Cuántas cosas habían ocurrido aquella noche! Claro que a ella directamente no le había pasado nada, por eso no estaba tan extenuada como Catriana, sino sólo excitada e intranquila. Ni siquiera habría sabido decir con palabras lo que pasaba por su mente. Al final acabó poniéndose por encima una bata que se había comprado dos días antes en la plaza y se sentó en el alféizar de la ventana.
Era ya tardísimo. Las dos lunas estaban muy bajas en el horizonte, a punto de ocultarse en el mar. El puerto no llegaba a verse —la fonda de Solinghi estaba en pleno centro de la ciudad—, pero sabía que en él estaba La Sirena de los Mares cabeceando plácidamente, movida por la brisa nocturna. Incluso a aquellas horas pasaba gente por la calle. La muchacha veía sus sombras reflejarse en el muro del callejón y en ocasiones oía incluso gritos procedentes del barrio de las tabernas, pero no era ya sino el escándalo propio de una ciudad en la que se ha levantado el toque de queda y que está llena de trasnochadores.
Se preguntaba cuánto podría faltar para el amanecer, cuánto tiempo debería aún permanecer despierta para ver la salida del sol. Se le ocurrió que podía esperar al alba. Aquella noche no valía la pena acostarse. Al menos eso pensaba ella, se dijo al contemplar el plácido sueño de Catriana. Recordó la otra ocasión en que habían compartido un cuarto. Su propia habitación, en casa de sus padres.
¡Qué lejos estaba ahora su hogar! Se preguntaba qué habría dicho su madre al recibir la carta que Rovigo le envió desde el puerto de Ardín antes de partir para Senzio. Aunque ya lo sabía en cierto modo: la confianza que tenían uno en otro era precisamente uno de los elementos que definían su propio mundo.
Levantó la vista y miró al cielo. Todavía estaba oscuro. Las estrellas brillaban más, ahora que se habían puesto las lunas. Debían de faltar aún varias horas para que amaneciera. Oyó la risa de una mujer e involuntariamente se dio cuenta de que justo ése era el único sonido que no había escuchado en toda la noche. Curiosamente aquella risa, seguida al poco rato por la voz susurrante de un hombre, consiguió serenarla: en medio de aquel tumulto, pasara lo que pasase, había cosas que seguirían siendo siempre las mismas.
Oyó el crujir de los peldaños de la escalera exterior, y se retiró un poco de la ventana al comprender que su presencia allí podía haber llamado la atención a algún transeúnte.
—¿Quién está ahí? —preguntó en voz baja para no molestar a Catriana.
—No temas, soy yo —respondió Devin, acercándose a la ventana.
La muchacha lo miró sorprendida. Llevaba la ropa sucia de barro, como si hubiera rodado por el suelo, pero su voz sonaba tranquila. La noche era demasiado oscura para percibir la expresión de sus ojos.
—¿Cómo es que estás despierta a estas horas? —inquirió él. La muchacha hizo un ademán extraño, como si no supiera qué contestar.
—Probablemente han sido demasiadas sorpresas a la vez. No estoy acostumbrada a estas cosas.
El joven músico mostró una sonrisa resplandeciente.
—¿Y quién lo está? —replicó—. Créeme, no me parece que esta noche vaya a ocurrir nada más. Vámonos a acostar.
—Mi padre hace muy poco que ha vuelto. Según dijo, parecía que empezaba a calmarse un poco la gente.
Devin asintió.
—De momento. Han matado al gobernador. Catriana mató al barbadio. Después se produjo un jaleo tremendo en el transcurso del cual parece que alguien mató al Rastreador. Creo que eso es lo que nos ha salvado a nosotros.
Alais tragó saliva.
—Mi padre no me contó nada de eso.
—Supongo que no quería turbar tus sueños. Sentiría haberlo hecho yo —agregó el muchacho echando una mirada furtiva al lecho de Catriana—. ¿Cómo se encuentra?
—Está bien. Ahora duerme.
En la voz del joven era bien perceptible la preocupación. Pero la pelirroja se la merecía. «No sólo por lo de esta noche», pensó Alais, incapaz de todas formas de sentirse completamente segura.
—Y tú, ¿cómo te encuentras? —preguntó Devin en un tono muy distinto.
La gravedad y turbación que acompañaban a sus palabras la dejaron casi sin aliento.
—Yo bien; de verdad.
—Sí, ya lo veo —comentó el muchacho—. Seguramente más que eso, Alais.
Lo vio vacilar un instante. La joven no comprendía su actitud, pero entonces vio que Devin se inclinaba hacia ella y la besaba en los labios. Era la segunda vez que lo hacía, contando la ocasión en que lo había hecho en presencia de todos los amigos, pero ahora era mucho más excitante. Por un lado, no era un beso precipitado, y, por otro, estaban a solas en la oscuridad. Sintió que el joven le acariciaba el pecho y que luego le posaba una mano en la nuca.
Devin dio un paso atrás. Cuando Alais abrió los ojos, vio que el chico estaba un tanto sofocado. Se oyeron pasos por la calleja, pero no ya precipitados como antes. Los dos jóvenes permanecían en silencio mirándose uno a otro. Devin carraspeó.
—Es un poco… —murmuró—. Aún faltan dos o tres horas para que amanezca. En los próximos días… van a producirse muchas novedades.
La chica sonrió. Devin vaciló por segunda vez y al fin se retiró a su habitación, que compartía con Erlein y Alessan.
Alais permaneció todavía un rato asomada a la ventana contemplando el resplandor de las estrellas, mientras los alocados latidos de su corazón iban calmándose. Se repitió mentalmente las últimas palabras del muchacho y recordó la timidez, la inseguridad con la que las había pronunciado. Alais se sonrió en la oscuridad. Para una persona como ella, acostumbrada desde pequeña a observar a la gente, aquel tono resultaba de lo más revelador, y todo porque apenas la había rozado. Y, pensándolo bien, resultaba de lo más sorprendente, se dijo recordando su beso.
Todavía sonreía cuando se retiró de la ventana y volvió a la cama. No tardó en quedar profundamente dormida y así pudo reponerse de aquella noche tan singular.
Al día siguiente se produjo un breve compás de espera. Senzio estaba cubierta por una bruma que parecía humo. El tesorero mayor intentó imponer orden en palacio, pero el jefe de la guardia declaró que no estaba dispuesto a aceptar su autoridad. Se pasaron el día gritándose uno a otro. Cuando por fin se le ocurrió a alguien bajar a recoger el cuerpo de la asesina, descubrieron que ya se lo habían llevado. Nadie sabía adónde había ido a parar ni quién había ordenado levantar el cadáver.
Los trabajos se interrumpieron en toda la ciudad. La población se echó a la calle, ansiosa de noticias y temblando de miedo. En cada esquina se oía un rumor distinto. Según algunos, Rinaldo, el hermano del último duque de Senzio, había regresado a la ciudad dispuesto a instalarse en palacio. A mediodía había ya cien versiones distintas de la historia, pero todos seguían sin saber nada de cierto.
Cuando cayó la noche, el nerviosismo fue en aumento. Las calles permanecieron abarrotadas de gente hasta la madrugada. Parecía que nadie tuviera ganas de dormir. La noche era clara y hermosa y las dos lunas cruzaban el cielo sin nubes. La muchedumbre se agolpaba en el establecimiento de Solinghi, deseosa de escuchar a los tres músicos que interpretaban himnos a la libertad y canciones que hablaban del pasado glorioso de Senzio, piezas que habían estado prohibidas desde que Casalia se había apoderado del trono ducal de su padre y había adoptado el título de gobernador siguiendo los consejos de los embajadores de ambos tiranos. Ahora Casalia había muerto. También los dos legados habían perdido la vida. La música procedente del local de Solinghi inundaba la noche estival, se perdía por las callejas y ascendía hasta las estrellas.
Poco antes del alba llegaron noticias seguras. Alberico de Barbadior había cruzado la frontera aquella misma tarde y avanzaba con sus tres ejércitos hacia la capital, arrasando a su paso campos y aldeas. Antes de mediodía también llegaron nuevas
procedentes del norte: la flota de Brandín había levado anclas y se dirigía al sur con viento favorable.
La guerra había comenzado.
Todos los habitantes de Senzio salieron de sus casas, dejaron desiertos los mesones y las calles para abarrotar, con harto retraso, los templos de la Tríada.
Aquella tarde en la sala casi desierta del local de Solinghi, un hombre seguía tocando la flauta de Tregea a un ritmo trepidante, haciendo oír una melodía salvaje y casi olvidada ya.