De ordinario, cuando subía a las murallas del castillo a la hora del crepúsculo era para mirar al sur, para contemplar el juego de luces y colores cambiantes que se desarrollaba en el horizonte recortado de montañas. Aquella tarde, en cambio, en que la primavera parecía dar paso al anhelado estío, Alienor se vio a sí misma asomándose a la torre del norte, atenta al paso de los guardias entre las almenas o, apoyada en la fría piedra, dejando que su mirada se perdiera en la distancia, mientras se arrebujaba en su chal de lana para protegerse del relente, que, pese a lo avanzado de la estación, seguía haciéndose notar en cuanto atardecía.
Como si de ese modo pudiera llegar a divisar Senzio.
El chal era nuevo, regalo de los mensajeros de Quilea, cuya llegada le había anunciado Baerd; los portadores de aquellas cartas que, si las cosas iban bien, podían volver el mundo patas arriba. No sólo en la Palma, sino también en Barbadior, cuyo emperador, según las últimas noticias, estaba agonizando, y en Ygrath y en la propia Quilea, donde, precisamente a causa del juegue cito que se traían entre manos, Mario quizá no lograra sobrevivir.
Los emisarios quileos habían hecho, como era de rigor, un alto en su camino hacia Fuerte Ortiz, para presentar sus respetos a la señora de Castelborso y entregarle un regalo del nuevo rey de Quilea: un chal de color añil, de una tonalidad imposible casi de encontrar en la Palma y que, según sabía, constituía toda una marca de nobleza en su país de origen. Era evidente que Alessan le había contado al Mario aquel un montón de cosas respecto a las relaciones que habían mantenido durante todos esos años y no tenía nada que objetar. Al parecer, Mario de Quilea era de los suyos. De hecho, según le había explicado Baerd la misma tarde en que Alessan había partido hacia el desfiladero de Braccio, Mario era la clave de toda aquella historia.
Dos días después de que hubieron partido de Castelborso los emisarios quileos, Alienor reanudó su costumbre de salir a cabalgar, prolongando a veces sus paseos hasta tan lejos que se había visto obligada a pasar la noche en varios de los castillos vecinos, circunstancia que le había permitido confiar cierto mensaje a unas cuantas personas de probada lealtad.
«Senzio —decía el mensaje—. Antes del verano».
Unos días más tarde, llegaron a Castelborso un mercader en sedas y un cantante bastante apuesto que le hablaron de los imponentes movimientos de tropas que estaban realizando los barbadios. Los caminos estaban abarrotados de mercenarios que se dirigían al norte, le dijeron. Enarcó las cejas con gesto enigmático, pero se
permitió tomar unas cuantas copas de más y recompensó luego a los dos hombres como era habitual en ella.
Ahora, asomada a las murallas, escuchó a alguien que se acercaba a sus espaldas. De hecho, lo estaba esperando. Sin siquiera volverse dijo:
—Llegas con retraso. El sol casi se ha puesto ya.
Era cierto. El cielo todo y el pequeño cúmulo de nubes situado al oeste se habían oscurecido bastante, y el tono rosáceo del horizonte hacía ahora casi juego con el color azul del chal que llevaba puesto. Elena se detuvo ante el parapeto.
—Lo siento —musitó.
Siempre estaba pidiendo disculpas, pues aún no lograba acostumbrarse a la vida del castillo. Se acercó al paseo de ronda, donde estaba Alienor, y contempló los campos envueltos ya en tinieblas; la larga melena rubia le llegaba a los hombros y flotaba ligeramente movida por el viento.
En apariencia estaba allí en calidad de camarera de Alienor. Dos días después de concluidos los Rescoldos de primavera, se había trasladado al castillo en compañía de sus dos pequeños, trayéndose consigo las pocas pertenencias que poseía. Se había decidido la conveniencia de que se colocara allí antes de que llegara el momento crítico. Al parecer, quién sabe por qué, habían pensado que llegaría el día en que su presencia en aquel lugar resultaría imprescindible.
Tomaz, el anciano guerrero khardhu, había afirmado que era necesario que uno de ellos permaneciera allí. Por otra parte, era evidente que aquel Tomaz de Khardhun no tenía nada de khardhu, y que no deseaba en modo alguno declarar su verdadera identidad. A Alienor no parecía preocuparle lo más mínimo aquello. Lo que le importaba era seguir contando con la confianza de Alessan y de Baerd, y este último parecía valer a sus ojos mucho menos que su compañero, el moreno aquel de pómulos salientes.
—¿Quién de nosotros exactamente? —había dicho Alienor.
Estaban los cuatro solos: ella, Baerd, Tomaz y Catriana, la pelirroja que tan poco de su agrado era.
Baerd vaciló un instante.
—Uno de los Caminantes de la Noche —dijo al fin.
Ella se había limitado a enarcar las cejas y con aquel leve gesto pretendía manifestar la enorme extrañeza que le producían las palabras de su amigo.
—¿Ah sí? ¿Pero es que sigue habiéndolos? ¿Aquí?
Baerd asintió con la cabeza.
Catriana parpadeó dando muestras de su perplejidad. Era lista y hermosa, se dijo Alienor, pero aún tenía mucho que aprender.
—¿Y a qué se dedican? —inquirió la castellana.
En esta ocasión Baerd negó con la cabeza. Se lo esperaba. Las cosas tenían un límite con él, y a ella le encantaba propasarse cada vez más. Una noche, diez años atrás, había podido comprobar dónde se situaban los límites de la intimidad de aquel hombre. En un terreno, al menos. Acaso de forma sorprendente, su amistad se había hecho aún más honda a partir de entonces. Ahora, inesperadamente, Baerd hacía una mueca.
—Bueno, si quieres, puedes invitarlos a todos a tu castillo en vez de a uno solo.
Alienor había respondido con un gesto de disgusto, sólo en parte fingido.
—No, gracias, con uno basta y sobra. Siempre y cuando esa cantidad sea suficiente para hacer lo que os traéis entre manos.
Esas últimas palabras iban dirigidas al anciano disfrazado de guerrero khardhu. El color de su piel estaba realmente logradísimo, pero ya sabía ella cuán hábil era Baerd en la técnica del disfraz. Durante aquellos años, Alessan y él se habían presentado en Castelborso bajo los aspectos más inverosímiles.
—No estoy completamente seguro de qué es lo que nos traemos entre manos —replicó Tomaz con sencillez—, pero, en la medida en que necesitemos una tabla de salvación para lo que pretende Baerd que hagamos, con uno bastará.
—¿Bastará para qué? —volvió a insistir, aunque no esperaba en el fondo enterarse de mucho más.
—Para poder desplegar mis facultades mágicas y que lleguen hasta aquí —respondió Tomaz con brusquedad.
Esta vez fue ella la que parpadeó y Catriana la que se dio aires de superioridad. No era justo, se dijo más tarde la castellana; era evidente que la muchacha sabía que el viejo era un hechicero. Por eso no había reaccionado como ella. Alienor tenía el suficiente sentido del humor para encontrar divertida la jugada, e incluso para lamentar un poco la marcha de Catriana.
Dos días más tarde había llegado Elena. Baerd le había dicho que sería una mujer y le había pedido que cuidara de ella. Semejante salida le había hecho arquear otra vez las cejas.
Echó una mirada al panorama que se ofrecía a su vista desde la muralla norte. Elena había venido sin manto. Por eso tenía los brazos cruzados, protegiéndose del frío con las manos. Alienor se sintió irritada sin saber por qué y, quitándose bruscamente el chal, se lo puso a la otra por los hombros.
—Deberías haberte enterado ya —dijo con sequedad—. En cuanto se pone el sol, aquí arriba hace un frío que pela.
—Lo siento —se excusó de nuevo Elena, devolviéndole el chal—. Pero toma; si no, serás tú la que te hieles de frío. Bajaré a ponerme algo.
—¡Estate quieta! —saltó la señora.
Elena se quedó petrificada. En sus ojos podía leerse una expresión de recelo. Alienar no la veía ya, como tampoco veía los campos en sombras ni los puntos de luz que iban encendiéndose en las casas y granjas diseminadas por los alrededores del castillo. Su mirada pasaba por alto todas aquellas pequeñeces e, iluminada por las primeras estrellas de la noche, se dirigía incansablemente hacia el norte, esforzándose por divisar el país en el que los demás debían de haberse reunido ya.
—Quédate aquí —repitió esta vez en un tono más suave—. Quédate conmigo.
Elena abrió los ojos desmesuradamente y los clavó en la castellana. Su expresión era grave, pensativa. De repente sonrió, y para mayor sorpresa se acercó a Alienar y, cogiéndola del brazo, la estrechó contra su hombro. La altiva dama se estremeció, pero enseguida se dejó persuadir y se recostó en el brazo de la otra. Había solicitado su compañía. Por primera vez en tantísimos años había solicitado una compañía que no era la que solía necesitar. Tenía la sensación de que en su interior se venía abajo un muro insalvable. ¡Cuántos años llevaba esperando aquel verano y lo que consigo pudiera traer!
¿Qué era lo que había dicho el joven aquel, Devin? Que se debía ceder no sólo a los deseos pasajeros, si parecía que valía la pena, o algo así. Nadie le había dicho nada semejante en todos aquellos años, desde que Cornaro di Borso había muerto peleando contra Barbadior. Desde la triste época en que su joven viuda, sola en aquel castillo perdido entre los montes, con su rabia y su dolor, había emprendido el camino que la había convertido en lo que ahora era.
Ese Devin se había ido en compañía de Alessan, y a estas horas también ellos debían de haber llegado al norte. Alienar miró a la lejanía, dejando volar sus pensamientos, como una bandada de pájaros en la noche. Se trasladó con su imaginación muchas leguas al norte, al punto en el que iba a dilucidarse el destino de todos apenas comenzase el verano.
Con la melena al viento, morena la una y rubia la otra, las dos mujeres permanecieron juntas en la torre durante un rato, compartiendo un poco de calor, compartiendo la noche y aquella larga espera.
Solía decirse, a menudo en tono de burla, y otras veces con un respeto rayano en la admiración, que, cuando el verano empezaba a dejar sentir sus calores, también se caldeaban las noches de Senzio. El hedonismo de los habitantes de aquella región septentrional, bendecida con un terreno fértil y un clima templado, era famoso en toda la Palma e incluso en ultramar. En Senzio, se decía, puede conseguirse todo lo que se desee, con tal que esté uno dispuesto a pagar por ello y a disputárselo al vecino, añadían los verdaderos conocedores del terreno.
Aquel año, cuando la primavera tocaba a su fin, cualquiera hubiera pensado que las tensiones latentes y la amenaza de guerra inminente habrían bastado para calmar los ardores de los senzianos… y de los incontables forasteros que acudían por aquella época a la provincia en busca de vino, amor en cualquiera de sus modalidades, y diversión en las infinitas tabernas y locales de la ciudad.
Cualquiera lo hubiera pensado, sí, menos quien conociera de verdad Senzio. De hecho, los constantes anuncios del desastre que se avecinaba —las huestes barbadias amenazadoramente apostadas en la frontera de Ferraut o las naves cada vez más numerosas de la armada de Ygrath, anclada en la isla de Fársaro a unas millas del extremo noroccidental de la provincia— parecían servir de mero acicate al desenfreno que reinaba en las noches de la capital. En Senzio no había toque de queda desde tiempo inmemorial. Y, aunque los embajadores de las dos potencias invasoras habitaban cada uno en un extremo del que ahora se llamaba «castillo del gobernador», los senzianos seguían jactándose de ser la única provincia libre de la Palma.
Aquella jactancia, sin embargo, empezaba a sonar día a día más hueca, pese a los escándalos nocturnos, a medida que la península entera iba preparándose para la conflagración definitiva.
Frente a esa abrumadora intrusión de la realidad, la ciudad de Senzio se limitaba a intensificar el ritmo trepidante de su vida nocturna. Antros tan famosos como El Guante Rojo o Thetaph seguían llenándose todas las noches hasta los topes, y sus ruidosos parroquianos no cesaban de consumir los fortísimos licores que despachaban a unos precios abusivos, y de disputarse las al parecer inagotables existencias de carne fresca —de hombre o de mujer— que se hacinaban en las oscuras habitaciones del piso superior.
Los huéspedes que, por motivos desconocidos, no despachaban en sus establecimientos amor venal, tenían, no obstante, muchísimos otros alicientes que ofrecer a su clientela. Por ejemplo, Solinghi, el dueño del mesón que llevaba su nombre, situado no lejos del castillo, en el que podía conseguirse una buena comida, vinos y cervezas a precios discretos, y habitaciones limpias y confortables en las que pasar la noche, tenía asegurada una vida decente, aunque no ostentosa, con lo que cobraba a los mercaderes y comerciantes a quienes no atraía la ola de concupiscencia omnipresente en la mayoría de los establecimientos de la ciudad, o que simplemente no deseaban pernoctar en medio de la corrupción más desenfrenada. Solinghi se jactaba asimismo de ofrecer a cualquier hora del día o de la noche, la mejor música que se interpretaba en toda la provincia.
Precisamente un día de finales de la primavera, pocos minutos antes de que comenzaran a servirse las cenas, los clientes que abarrotaban el local podían deleitarse con la interpretación del singularísimo trío que acababa de llegar a la ciudad: se trataba de un arpista senziano, un flautista de Astíbar y un joven tenor de Ásoli. El mismo, según se había hecho saber, que había desaparecido
misteriosamente después de cosechar un éxito inaudito con su actuación en los funerales de Sandre d’Astíbar aquel mismo otoño.
Por Senzio corrían aquel año toda clase de rumores, pero pocos creían en la veracidad de éste. Realmente era del todo inverosímil que semejante prodigio de hombre cantara con un grupo como aquél, que tenía todas las trazas de haber sido improvisado sobre la marcha. Lo que era indudable era la calidad del tenor, que poseía una voz excepcional y se adaptaba de maravilla a la música de sus acompañantes. Solinghi di Senzio estaba satisfechísimo con el negocio que estaba haciendo gracias a él desde hacía una semana.
Lo cierto era que les habría dado el empleo y un cuarto en el que pernoctar con que sólo hubieran sabido meter un poco de ruido, pues Solinghi era amigo desde hacía más de diez años del flautista moreno que ahora se hacía llamar Adreano d’Astíbar. Amigo y más que amigo. De hecho, más de la mitad de los clientes que abarrotaban aquella noche su establecimiento eran forasteros que habían llegado a Senzio aquella primavera con la única intención de ver actuar a aquellos tres. Solinghi guardaba silencio, servía vino y cerveza, supervisaba la labor de cocineros y camareras, y antes de irse a la cama rogaba cada noche a Eanna de las luces que Alessan supiera lo que se hacía.
Aquella tarde los clientes que escuchaban con deleite la interpretación de una balada certandesa en la voz del joven Ásolino, fueron distraídos de pronto cuando las puertas del local se abrieron de golpe para dar paso a un numeroso grupo de forasteros. Naturalmente no había nada de extraño en ello. O al menos no lo habría habido de no ser porque el cantante interrumpió su actuación en pleno estribillo para dar una calurosa bienvenida a los recién llegados, porque el flautista soltó su instrumento y abandonó precipitadamente el escenario, y el arpista imitó a sus compañeros, aunque de forma menos estrepitosa.
El entusiasmo provocado por el encuentro habría dado lugar a no pocos comentarios cínicos en torno a la relación que unía a los interesados, dada la idiosincrasia de los senzianos, si no fuera porque entre los recién llegados había un par de bellísimas jóvenes, una pelirroja de cabellos cortísimos, y otra con la melena negra como ala de cuervo. Hasta el arpista, que era un tipo seco y adusto, se vio arrastrado casi contra su voluntad al grupo de amigos, para chocar contra el cuerpo huesudo de un mercenario khardhu, de aspecto cadavérico, cuya estatura destacaba sobre la del resto de sus compañeros.
Al cabo de unos instantes se produjo un nuevo encuentro. Aunque éste no fue tan aparatoso como el anterior, su intensidad casi apagó la excitación del grupo. De repente se levantó un cliente sentado a la barra y con paso vacilante se acercó a uno de los cinco recién llegados. Los que estaban más cerca pudieron comprobar que le temblaban las manos.
—¿Baerd? —le oyeron exclamar.
Se produjo un breve silencio. Entonces el hombre que había sido interpelado exclamó:
—¿Naddo? —En un tono que hasta el senziano más ingenuo habría sabido interpretar.
Unos instantes más tarde todas las dudas quedaron satisfechas al ver el estrecho abrazo en que se fundieron los dos hombres.
Se pusieron incluso a llorar.
Más de uno, atraído por las dos mujeres del grupo, concluyó que sus posibilidades de entablar conversación o sabe Dios qué más con ellas, eran mayores de lo que pudieran haber pensado en un principio, si todos sus acompañantes eran como aquel par.
Fue el otro hombre, el llamado Baerd, quien dijo a Rovigo:
—Si de verdad estás dispuesto a acompañamos a Senzio, tendremos que buscar algún sitio en el que desembarcar a tu hija.
—¿Y por qué, si se puede saber? —preguntó Alais antes de que su padre pudiera responder.
Sintió que se le subían los colores al ver a todos pendientes de ella. Se hallaban bajo cubierta, en el camarote de su padre.
Los ojos oscuros de Baerd brillaban a la luz de las velas. Su aspecto era grave, incluso amenazador, pero en su voz no había el menor rastro de dureza cuando respondió:
—Porque no creo que valga la pena hacer correr a nadie riesgos innecesarios. Lo que vamos a hacer entraña muchos peligros. Nosotros tenemos buenas razones para afrontarlos, y la ayuda de tu padre y sus hombres, si es que son dignos de confianza, puede resultamos providencial. Tu compañía, en cambio, supone un riesgo innecesario. ¿Te parece convincente?
Alais procuró calmarse.
—Sólo si me consideras una niña, incapaz de prestar mi colaboración. —Tragó saliva y añadió—: Tengo los mismos años que Catriana y creo haber entendido lo que está sucediendo y lo que os traéis entre manos. Tengo… Puedo asegurarte que tengo los mismos deseos que vosotros de ser libre.
—Tiene mucha razón. Opino que debería acompañamos. —Curiosamente era Catriana la que había hablado—. Baerd —añadió—, si ésta es realmente la hora de la verdad, no tiene sentido que rechacemos a quienes sienten lo mismo que nosotros. No tenemos derecho a obligarlos a permanecer escondidos en sus casas a la espera de saber si siguen siendo esclavos o no cuando acabe el verano.
Baerd se quedó un buen rato mirando a Catriana, pero no replicó. Se volvió al fin a Rovigo, dejándole a él la iniciativa. Alais pudo ver en el rostro de su padre la pugna que sostenían la preocupación y el amor, así como el orgullo que por ella sentía. Hasta que al fin, a la luz de las velas, distinguió que aquella lucha interna se decidía en un sentido determinado.
—Si salimos de ésta con vida —declaró Rovigo d’Astíbar dirigiéndose a su hija, su vida entera, su alegría y su razón de vivir—, será tu madre la que quiera matarnos, ya lo sabes.
—Intentaré protegerte de ella —replicó Alais con seriedad, aunque el corazón le latía a galope tendido.
Desde lo ocurrido en Tregea, Alais había sido presa de tal excitación que casi en todo momento su pálida tez se había visto cubierta de rubor, con lo que su delicada belleza iba acrecentándose por minutos. Ahora sabía por qué le habían permitido acompañarlos.
Desde el momento en que el esquife de La Sirena de los Mares regresó a la nave en plena noche, cuando estaban atracados en el puerto de Tregea, trayendo junto con su padre a Catriana y a los hombres que habían ido a buscar, Alais fue consciente de que todos ellos estaban unidos por unos lazos más fuertes que los de la simple amistad.
Después el guerrero khardhu de piel oscura se había quedado mirándola con interés y luego había clavado sus ojos en Rovigo. En su rostro cubierto de arrugas se pintaba una expresión jocosa, hasta que por fin su padre, después de unos instantes de vacilación, le había declarado su verdadera identidad. A continuación, algo más tranquilo, y siempre haciendo gala de su excelente humor, le había explicado cuáles eran las verdaderas actividades de aquella gente, sus nuevos socios, y las que él mismo había desarrollado en secreto para ellos durante muchos años.
Al final parecía que no había sido tan casual el encuentro con los tres músicos acontecido a altas horas de la noche en plena carretera, cuando regresaban a casa al término de la fiesta de la vendimia de aquel mismo año.
Atenta a todo lo que contaban y deseosa de no perder ni una coma de las explicaciones, Alais fue ponderando mentalmente cuál podía ser su respuesta ante la sucesión de tamañas novedades, y su alegría fue extrema al comprobar que no sentía ningún miedo. La voz y el talante de su padre tenían mucho que ver en la naturaleza de su reacción y también el hecho de que confiara en ella, pese a lo delicado del asunto.
Comprendió que se repetía la conversación sostenida en cubierta, mientras los dos contemplaban los arrecifes iluminados por la luna, después de la tormenta.
«No sé lo que será —había dicho entonces—, pero necesito algo más».
«Lo sé —había respondido su padre—, lo sé, hija mía. Si puedo dártelo, tuyo será. El mundo y las estrellas de Eanna serán para ti».
Por eso, porque la amaba y porque hablaba en serio, le permitía acompañarlos al lugar en el que iba a ser sopesado definitivamente el mundo que siempre habían conocido.
Si alguien le hubiera pedido que definiera aquella mirada, habría dicho, no sin vacilación, que era de auténtico deseo.
Del viaje a Senzio recordaba dos cosas en particular. Una mañana, al pasar ante las costas de Astíbar rumbo al norte, estaba con Catriana en cubierta. Ante ellas veían pasar, uno tras otro, los pueblecitos de pescadores. Los tejados de las casas resplandecían a aquella hora temprana iluminados por el sol. Entre la Sirena y la costa había esparcidas numerosas barquichuelas.
—Ése es mi pueblo —musitó de repente Catriana, rompiendo el silencio. Hablaba tan bajo que sólo ella había podido oírla— y aquella barca con la vela azul es la de mi padre.
Su voz sonaba extrañísima, como si nada tuviera que ver con el significado de sus palabras.
—Entonces debemos detenernos —había respondido al instante—. Le diré a mi padre que …
Catriana la detuvo.
—Todavía no —dijo—. Todavía no puedo verlo. Después, después de Senzio. Quizás entonces.
Esa era una. La otra, muy distinta, ocurrió mientras costeaban el extremo septentrional de la isla de Fársaro. Era muy de mañana y estaban viendo las naves de Ygrath y de la Palma Occidental ancladas en el puerto, aguardando el comienzo de la guerra. Se asustó al enfrentarse cara a cara a través de aquel espectáculo con la realidad, a cuyo encuentro iban. La visión que se le ofrecía era brillante y colorista, y al mismo tiempo tan lúgubre como la muerte. Echó una mirada a Catriana, a su padre y al anciano duque Sandre, que ahora se hacía llamar Tomaz, y comprobó que los rostros de todos ellos tenían la misma expresión de incertidumbre y temor. Sólo Baerd, ocupado en contar el número de naves, mostraba una expresión distinta.
Al día siguiente por la tarde llegaron a Senzio. Anclaron la Sirena en el puerto atestado de embarcaciones y, cuando anochecía, se dirigieron a una taberna que todos los demás parecían conocer. Cuando los cinco penetraron en el local, la alegría
inundó sus corazones de forma tan repentina como cuando el sol inunda de luz la tierra al amanecer.
Devin la abrazó entusiasmado y la besó incluso en los labios, y lo mismo hizo Alessan tras unos minutos de incertidumbre al veda en compañía de los demás. Con ellos estaba un individuo de rostro enjuto y pelo canoso llamado Erlein y de repente se levantaron varios clientes más de la taberna —uno llamado Naddo y otro Ducas, y un tercero, que los acompañaba, viejo ya y ciego, cuyo nombre no podía recordar—. Y se sumaron al grupo. Qué extraño era aquel viejo. Caminaba apoyándose en un bastón tremendo. Tenía una cabeza magnífica, de nariz aguileña, y unos ojos tan penetrantes que su expresión parecía compensar casi la falta de visión.
Había otras personas procedentes, al parecer, de todos los rincones de la Palma. No fue capaz de retener tanto nombre. ¡Había tanto ruido! El tabernero les trajo dos botellas de vino verde de Senzio y una tercera de azul de Astíbar. Ella tomó tres copitas de cada una y estuvo atenta a todo lo que sucedía a su alrededor, intentando captar algo de lo que se decía en aquel caos de conversaciones cruzadas. Alessan y Baerd se retiraron un momento. Cuando volvieron a la mesa, los dos parecían serios y preocupados.
Al poco rato, Devin, Alessan y Erlein tuvieron que volver al escenario mientras los demás cenaban, y Alais, confusa y excitada, recordó la sensación que le habían producido aquellos besos. Se sorprendió a sí misma sonriendo a todos los presentes, temerosa de que su rostro trasluciera exactamente lo que estaba pensando.
Por fin se retiraron a sus habitaciones, guiados por la corpulenta esposa del tabernero. Luego, cuando toda la casa dormía, Catriana la condujo hasta el cuarto que ocupaban Devin, Alessan y Erlein.
En él se hallaban también otros hombres, algunos de los que estaban antes en el comedor y otros cuantos que no conocía. Al cabo de un rato llegaron su padre, Sandre y Baerd. Ella y Catriana eran las únicas mujeres del grupo. Por un momento se sintió extraña entre tantos varones y tuvo que pensar lo lejos que estaba de casa para tranquilizarse. Entonces Alessan se pasó una mano por el cabello y empezó a hablar.
Haciendo un pequeño esfuerzo, Alais fue entendiendo las tremendas dimensiones de la empresa que proponía a sus compañeros.
De repente Alessan hizo una pausa y se quedó mirando a tres de los presentes. Primero al duque Sandre, luego a un certandés de cara redonda llamado Sertino, que estaba sentado junto a Ducas, y por fin, casi desafiante, a Erlein di Senzio.
Resultaba que aquellos tres eran magos. La cosa era un poco inquietante, sobre todo por lo que se refería a Sandre. ¡El duque un mago! ¡Su vecino de la distrada de toda la vida!
El llamado Erlein estaba sentado en la cama, recostado en la pared, y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Respiraba con dificultad.
—Ahora veo claramente que habéis perdido el juicio —dijo. Le temblaba la voz—. Lleváis tanto tiempo viviendo en las nubes que habéis perdido el mundo de vista. Con vuestra locura vais a causar la muerte de muchas personas.
Alais vio que Devin abría la boca, pero la volvía a cerrar sin pronunciar palabra.
—Es muy posible que tengas razón —respondió Alessan en un tono inesperadamente conciliador—. Es posible que el camino que sigo sea el de la locura, aunque no lo creo. Pero sí, lo más probable es que mueran muchas personas. Siempre lo supimos. La locura hubiera sido pretender lo contrario. De momento, hazte a la idea y tranquiliza tu espíritu. Lo sabes tan bien como yo; no pasa nada.
—¿Nada? ¿Qué quieres decir? —Era su padre el que hablaba. La expresión del rostro de Alessan se endureció.
—¿No la habéis visto acaso? Habéis estado en el puerto, habéis paseado por la ciudad… ¿Habéis visto soldados barbadios?, ¿o de Ygrath? No pasa nada. Alberico de Barbadior tiene a todo su ejército concentrado en la frontera, pero se niega a ordenar que invada Senzio.
—Tiene miedo —sentenció Sandre. Su voz resonó en el silencio que siguió a sus palabras—. Tiene miedo de Brandín.
—Puede ser —opinó su padre—. O quizá no sea sino que es cauto, demasiado cauto.
—¿Entonces qué vamos a hacer? —preguntó el tregeo de barba roja llamado Ducas.
Alessan sacudió la cabeza.
—No lo sé. Sinceramente no lo sé. No me esperaba esto. Decidme, ¿cómo podemos conseguir que cruce la frontera? ¿Cómo podemos inducirlo a provocar la guerra?
Miró a Ducas y luego sucesivamente a todos los presentes.
Ninguno respondió.
Debían de pensar que era un cobarde. ¡Los muy locos! Sólo un imbécil emprendía una guerra como si no fuera nada y más, si se trataba de una guerra como aquélla, en la que se jugaba todo por unas ganancias que le interesaban poquísimo. ¿Senzio? ¿La Palma? ¿A quién le importaban? ¿Iba a lanzar por la borda veinte años de vida por eso?
Cada vez que llegaba un mensajero procedente de Astíbar, el corazón se le ponía a latir a rebato. Si el emperador hubiese muerto …
Si el emperador hubiese muerto y sus hombres hubieran abandonado aquella maldita península con objeto de reclamar para él la tiara del imperio… Aquélla sí que era su guerra, la única que estaba dispuesto a emprender, la única que importaba, la única, en realidad, que le había importado durante aquellos interminables veinte años. Volvería a su país con sus tres ejércitos y arrancaría la tiara a aquel enjambre de cortesanos empalagosos.
Una vez conseguidos sus propósitos, tiempo tendría de volver aquí con todo el poderío de Barbadior en sus manos. Que se atreviera entonces Brandín de Ygrath, de la Palma Occidental o como quisiera titularse, que se atreviera a enfrentarse a Alberico, emperador de Barbadior …
¡Oh dioses, la dulzura de aquello…!
Pero seguía sin recibir noticias, de suerte que la cruda realidad era la que acababa por imponerse y lo cierto era que se hallaba allí, acampado con sus tropas mercenarias en la frontera de Ferraut y Senzio, dispuesto a enfrentarse a las huestes de Ygrath y la Palma Occidental, consciente de que los ojos del mundo entero estaban fijos en él. Si perdía, lo perdía todo. Si ganaba… Bueno, todo dependía de lo que le costara el triunfo. Si perdía demasiados hombres, ¿qué ejército iba a quedarle para llevar a Barbadior?
Y lo más probable, a la vista de los acontecimientos, era que murieran muchos. Sobre todo a partir de lo sucedido en el puerto de Chiara. La mayoría de las tropas ygrathias había regresado a su país, como él había predicho, dejando a Brandín maltrecho y expuesto a todos los peligros. Por eso se había atrevido él a dar el primer paso; por eso estaban aquí tres compañías con él a la cabeza. De repente le había parecido que los acontecimientos se tornaban claramente favorables para sus intereses.
Pero entonces la certandesa aquella había sacado de las aguas un anillo y se lo había entregado a Brandín.
Aquella mujer nunca vista tenía la virtud de hacer que sus sueños se evaporaran. En tres ocasiones había surgido como una pesadilla para él. Primero, cuando Brandín la hizo capturar para encerrarla en su saishan, había estado a punto de arrastrarlo a una guerra absurda. Siferval, recordaba Alberico, se había mostrado partidario de empuñar las armas. Había tenido que tragarse la bilis y de paso todos los mensajes de escarnio que a Brandín se le antojó enviarle. No obstante, también entonces había sabido contenerse y observar la disciplina debida, atento siempre al verdadero premio que le aguardaba en su país de origen.
Aquella misma primavera habría podido adueñarse sin esfuerzo de toda la península, por un auténtico don del cielo, si esa misma Dianora di Certando no le hubiera salvado la vida al ygrathio. ¡Entonces sí que lo habría tenido fácil! De haber resultado muerto, los ygrathios habrían regresado todos a su país y las provincias occidentales habrían caído en sus manos como fruta madura caída del árbol y el rey aquel tullido de Quilea habría atravesado sus malditas montañas a rastras para humillarse ante Alberico, suplicando la reanudación del comercio que tanta falta le hacía. Se habrían acabado aquellas misivas tan retorcidas en las que aducía que temía desafiar al poderío de Ygrath y otras pamplinas por el estilo. Todo habría resultado tan fácil, tan… elegante …
Pero no había sido así y todo por culpa de aquella mujer. Que para colmo era originaria de una de sus provincias. La ironía del caso no podía ser más hiriente; escocía como la sal sobre una herida. Certando era suya y Dianora di Certando era la única causa de que Brandín siguiera vivo.
Y ahora, por tercera vez en su vida, ella y sólo ella volvía a tener la culpa de que hubiera un ejército occidental y una flotilla anclada en la bahía de Fársaro esperando a que hiciera el más leve movimiento.
—Son menos que nosotros —le comunicaban a diario sus espías—, y no están, ni mucho menos, tan bien armados.
«Menos —repetían los tres capitanes, a cual más necio—. No tan bien armados —insistían una y otra vez—. Tenemos que hacer algo», decían los tres a coro, mientras en sus rostros obtusos se reflejaban los estúpidos sueños que abrigaban, aquellos rostros que se le venían encima como tres miserables lunas girando a su alrededor.
Anghiar, el legado que tenía en el castillo del gobernador, en Senzio, le había hecho saber que Casalia seguía estando de su parte, que reconocía que Brandín no era tan fuerte como ellos. Que había sido convencido de la conveniencia de decantarse por Barbadior. El legado de la Palma Occidental, uno de los pocos ygrathios que había decidido permanecer al lado de Brandín, encontraba cada día más impedimentos para ser recibido por el gobernador, mientras que Anghiar cenaba casi cada noche con el gordinflón y sibarítico Casalia.
Pues bien, hasta el propio Anghiar, que se había vuelto tan poltrón y corrompido como los propios senzianos al cabo de tantos años viviendo con ellos, venía a repetirle lo mismo que todos los demás: «Senzio es una viña lista para ser vendimiada. ¡Ataca!».
¿Lista para ser vendimiada? ¿Es que no entendían lo que estaba pasando? ¿Acaso no se daban cuenta de que había que contar con la brujería?
Él sí que conocía la fuerza de Brandín. Ya la había probado y había tenido que retirarse más que a paso, como gato escaldado, el primer año de su llegada a la península. Y eso que entonces se hallaba él en su apogeo, no como ahora, decaído y débil, con una pierna mala y un ojo caedizo desde aquella maldita noche en que a punto estuvo de ser asesinado en el pabellón de caza de los Sandreni. Ya no era el mismo. Puede que los demás lo ignoraran, pero él bien lo sabía. Si tomaba la decisión
de ir a la guerra, tenía que hacerla sin pasar por alto ese hecho. Su poderío militar debía ser lo bastante grande como para superar a la hechicería del ygrathio. Tenía que estar seguro. Sin duda, cualquiera que no fuese tonto de remate comprendería sin dificultad que su actitud nada tenía que ver con la cobardía. Se trataba únicamente de una cuidadosa ponderación de las pérdidas y las ganancias que estaban en juego, de los riesgos y las oportunidades que se le ofrecían.
En su tienda del campamento de la frontera, Alberico soñaba que apartaba violentamente de sí las estólidas cabezotas de sus capitanes, mientras a la luz de cinco lunas, no ya de tres, iba disecando con una lentitud pasmosa el cuerpo empalado de la certandesa.
Ya amanecía. No le quedaba más remedio que seguir digiriendo los mensajes de Astíbar, como si fueran pan rancio; no tenía más remedio que pechar con aquella nueva preocupación que le envenenaba la sangre.
Pues bien, había algo en todo aquello que no casaba, mejor dicho, que estaba rematadamente mal. En toda aquella serie de acontecimientos que se habían desencadenado a partir del último otoño, había algo que rechinaba en sus oídos como si de una cuerda mal afinada se tratase.
Acampado allí en compañía de todo su ejército, se suponía que debía sentirse como quien toca la música al son de la cual había de bailar el resto del mundo, incluidos Brandín y la Palma entera. Se suponía que debía estar convencido de haber vuelto a tomar las riendas de la situación después de aquella serie de sucesos absurdos y desconcertantes acaecidos durante el invierno. Era de esperar que organizara las cosas de forma que. Quilea se viera obligada a ponerse de su parte, para que los habitantes del imperio barbadio reconocieran sin ambages su poder, la fuerza de su voluntad, la gloria de sus conquistas.
Así se suponía que debía sentirse y así se había sentido por unos instantes la mañana en que le fue comunicada la noticia de la abdicación de Brandín, cuando ordenó a sus tres ejércitos desplazarse a la frontera de Senzio.
Pero había algo que había cambiado desde aquel día, y no se trataba sólo de la oposición que le presentaba ahora su máximo adversario, anclado en la bahía de Fársaro. Era otra cosa, algo tan vago e indefinido que ni siquiera podía ser puesto en palabras, pero que, sin embargo, era imposible pasar por alto, como una herida expuesta a todas las miradas.
Alberico no había alcanzado el lugar que ahora ocupaba, aquel poder gracias al cual podía obtener la tiara del imperio con sólo mover un dedo, sin hacer uso de una infinita sutileza y cautela, sin aprender a dominar sus instintos.
Y allí, acampado en la frontera norte, rodeado de capitanes, espías y legados que le suplicaban literalmente que emprendiera el ataque, su intuición le decía que algo iba mal.
Que no era él quien tocaba el son al cual debían bailar los demás. Era otro, otro quien tocaba esa música, quien dirigía los pasos de aquel baile macabro. No tenía ni idea de quién podía ser, pero cada mañana, en cuanto se despertaba, tenía la misma sensación, y no era capaz de librarse de ella. No había forma de ver claro bajo aquel sol primaveral, en aquel prado de la frontera, con los estandartes de Barbadior en torno a él, rodeado de lirios y asfódelos, aspirando el dulcísimo aroma de los pinos.
Por eso seguía esperando, por eso seguía rogando a sus dioses que llegara de Barbadior la noticia de aquel fallecimiento, consciente de que el mundo entero se reiría de él si se retiraba, y de que, según se encargaban de comunicarle sus espías, las fuerzas de Brandín iban haciéndose cada día más numerosas, mientras su cautela, su instinto de supervivencia, aquella duda angustiosa, le impedía a él moverse del sitio hasta que no lo tuviera todo claro.
Pues, desde luego, no estaba dispuesto a ponerse a bailar al son que otros le tocaran, por seductora que pudiera resultar la música de aquella flauta encantada.
Estaba realmente aterrorizada. Aquello era peor, infinitamente peor que lo del puente de Tregea. Allí había aceptado de buen grado correr aquel riesgo porque contaba de alguna manera con sobrevivir. Al fin y al cabo no era más que una corriente de agua, por fría que estuviera, y además estaban sus amigos esperándola escondidos, para rescatarla del río y devolverla a la vida.
Ahora era diferente. Catriana notó con desmayo que le temblaban las manos y se refugió en las sombras del callejón para calmarse.
Se detuvo un instante a arreglarse el cabello, sin duda en desorden bajo la capucha de lana negra, ayudándose de la peineta de azabache que se había colocado. Durante la travesía, Alais se había ofrecido a igualarle el precipitado corte que le habían hecho en el almacén aquel de Tregea. Según le había asegurado la muchacha, solía ser ella la encargada de peinar a sus hermanas. Catriana sabía que ahora iba mucho mejor arreglada y, en efecto, debía de ser así, como había podido comprobar ante las reacciones de los senzianos, si aquello significaba algo.
Y a la fuerza debía de ser así, pues eso precisamente era lo que la había hecho salir a aquellas horas de la noche, se dijo recostándose en las frías paredes del oscuro callejón, mientras esperaba a que pasase una ruidosa pandilla de noctámbulos. El barrio en el que ahora estaba, cerca del castillo, era de lo mejorcito de la ciudad, pero en realidad no podía decirse que ninguna mujer estuviera fuera de peligro deambulando sola por Senzio a aquellas horas de la noche.
Sin embargo, lo que menos le preocupaba era su seguridad. De haber sido así, no se habría atrevido a salir sola, sin comunicárselo a sus amigos. En realidad, ellos
nunca se lo habrían permitido. Y, conociéndose como se conocía tampoco ella habría permitido a ninguno arrostrar semejante empresa.
Aquello significaba la muerte, no cabía hacerse ilusiones. Se había pasado toda la tarde trazando aquel plan y acordándose de su madre, mientras paseaba por el mercado en compañía de Devin, Rovigo y Alais. Su madre dejaba siempre una vela encendida en cuanto se ponía el sol el primer Día de los Rescoldos de otoño. También el padre de Devin tenía esa costumbre, recordó que había dicho el muchacho. Cuestión de orgullo, había comentado: así sustraían algo a la Tríada, que había tolerado que les ocurriera aquello. Su madre de orgullosa no tenía nada, pero tampoco estaba dispuesta a olvidar.
Aquella noche Catriana se sentía como una de esas velas prohibidas en un Día de los Rescoldos, mientras el resto del mundo yacía sumido en la más absoluta oscuridad. Se sentía igual que una llamita, como la de las velas. Un pabilo que quizá no durase la noche entera, pero que, si la Tríada la amaba, tal vez diera lugar a toda una conflagración antes de apagarse por completo.
La pandilla de borrachos pasó en dirección a las tabernas del puerto. Aguardó un instante y, oculta siempre en su capuchón, salió corriendo a la calle, pegada en todo momento a la pared. Su meta era la contraria a la de los parranderos. Ella se dirigía al palacio.
Más le habría valido, pensó, calmar el temblor de sus manos y el alocado palpitar de su corazón. También habría podido tomarse una copita de vino en el local de Solinghi antes de salir, usando la escalera exterior para que sus compañeros no la vieran. Había mandado a Alais a cenar sola, alegando una indisposición propia de su sexo, con la promesa de que enseguida iría a reunirse con ella.
¡Qué bien le había salido la mentira! ¡No le había costado ningún trabajo fingir una sonrisa, para que la otra se sintiera a gusto! Una vez que Alais la hubo dejado a solas, tuvo la sensación de que no volvería a ver a ninguno de sus amigos.
Cerró los ojos en medio de la calle, sintiendo de pronto que las piernas no la sostenían, y tuvo que agarrarse al escaparate de una tienda para no caer. Respiró profundamente y se sintió mejor. No lejos de allí debía de haber un jazmín, y a su nariz llegaba también el aroma de las secuoyas. Sin duda estaba cerca de los jardines de palacio. Se mordió los labios para darles un poco de color. En el cielo las estrellas brillaban. Vidomni había salido ya por levante, y el disco azul de Ilarion no tardaría en aparecer por el horizonte. De repente oyó una risa estruendosa procedente de la calle vecina. Luego escuchó otra risa, esta vez de mujer. Un hombre habló y luego sonaron nuevas risotadas.
Iban en dirección contraria. Al levantar los ojos, vio una estrella fugaz. Mientras la veía perderse por la izquierda, divisó la tapia de los jardines de palacio. No tenía más que seguirla para dar con la entrada principal. ¡Cuántas entradas y salidas a las que había de enfrentarse a solas! Aunque, en el fondo, primero había sido una niña
solitaria y ahora era una mujer igualmente solitaria, que se había visto arrastrada en su propia soledad a un mundo que la alejaba cada vez más de sus semejantes, incluso de aquellos que habían intentado hacerse amigos suyos. Devin y Alais eran en todo caso los últimos que lo habían hecho. Pero había habido otros, allá en su aldea, antes de echarse al mundo. Su madre le había reprochado siempre que era una solitaria orgullosa.
De nuevo aquel orgullo suyo.
Y su padre que había huido de Tigana antes de las batallas del Deisa.
Por eso, por eso era todo.
Se echó la capucha atrás con sumo cuidado. Con infinita gratitud hacia sí misma descubrió que ya no le temblaban las manos. Se palpó los pendientes, la cadena de plata que llevaba al cuello, la peineta que adornaba sus cabellos. A continuación se puso los guantes rojos que había comprado aquella misma tarde en el mercado y cruzó la calle para salir a la plaza bien iluminada en la que se abría la entrada principal del castillo del gobernador de Senzio.
Los dos guardias apostados a la puerta se miraron uno a otro visiblemente entusiasmados. Otros dos se acercaron a la verja para admirar mejor a la recién llegada a la luz de las antorchas. Catriana se detuvo un instante ante la primera pareja. Sonriendo les dijo:
—¿Tendríais la amabilidad de anunciar a Anghiar de Barbadior que está aquí su zorrita roja?
Y levantó ligeramente la mano izquierda envuelta en un llamativo guante rojo.
Al principio se había reído mucho con las reacciones de Devin y Rovigo en la plaza del mercado. Ante ellos había pasado Casalia, el gordinflón gobernador de Senzio, montado a caballo en compañía del legado de Barbadior.
Los habían visto reír muy animados. Unos pasos más atrás, junto con un grupo de nobles senzianos de segunda fila, iba el embajador de Brandín de la Palma Occidental. La estampa era por sí sola suficientemente significativa.
Alais y Catriana se habían parado en el puesto de un sedero y se habían vuelto para ver pasar al gobernador.
Pero el prócer y su compañía no habían pasado de largo. Anghiar de Barbadior había posado una mano en el brazo rechoncho y cubierto de brazaletes de Casalia y habían detenido sus cabalgaduras justo delante de las dos muchachas. Pensando ahora en la escena retrospectivamente, Catriana reconocía que Alais y ella debían de formar una pareja bien curiosa. Así al menos debió de parecérselo a Anghiar, un rubio robusto que presumía de tener unos bigotes retorcidos y unos espléndidos ojos azules.
—¡Un visoncillo y una zorrita roja! —había exclamado inclinándose hacia Casalia.
El obeso gobernador se había echado a reír de forma un tanto exagerada. Anghiar había dirigido una mirada a las muchachas que casi las había desnudado. Alais había apartado la vista, pero no había bajado los ojos. Catriana, en cambio, había mirado cara a cara al barbadio con el mayor descaro que había podido. No pensaba apartarse ante aquellos dos hombres. La sonrisa del legado se había hecho más franca.
—Una auténtica zorrita roja —repitió, pero esta vez sus palabras no iban dirigidas a Casalia, sino a ella.
El gobernador se había echado a reír de todas formas. Poco después habían reanudado la marcha, seguidos por los demás caballeros, entre los que se hallaba el legado de Brandín, que mostraba un aspecto sombrío a pesar del espléndido sol que lucía en el cielo.
Catriana había notado que Devin estaba a su lado y Rovigo detrás de su hija. Al mirarlos había reconocido en ambos una mirada ceñuda, y por un instante le habían dado ganas de lanzar una carcajada.
—Esa misma cara puso Baerd —comentó—, cuando por poco nos matan a los dos en Tregea. No creo tener ganas de repetir la experiencia. Además, ya no me queda pelo que cortar.
Había sido Alais, mucho más perspicaz de lo que siempre ella había creído, la que había roto el hielo echándose a reír. Su actitud había contagiado enseguida a los dos hombres. Siguieron su paseo tranquilamente.
—Lo habría matado allí mismo —había dicho después Devin, cuando se detuvieron ante el puesto de un guarnicionero.
—Por supuesto —había contestado ella sin hacer mucho caso.
Luego, al percatarse de lo mal que debía de haber quedado diciendo aquello y de que el muchacho hablaba probablemente en serio, lo había cogido del brazo. Seis meses antes no se le habría ocurrido hacer nada semejante. Fuera como fuese, lo cierto era que empezaba a cambiar.
Justo en ese momento, entre bromas y veras, había empezado a pensar. De repente había tenido la sensación de que el día se nublaba, pese a que no se veía ni una nube en el horizonte.
Más tarde se daría cuenta de que había decidido llevar a cabo su plan casi tan pronto como se le había ocurrido la idea.
Se las había arreglado para quedarse a solas antes de que cerraran las tiendas y así poder comprar todo lo necesario. Pendientes, vestido, cadena, peineta de azabache y los guantes rojos.
Y mientras hacía las compras había empezado a pensar en su madre y a recordar lo del puente de Tregea. Tampoco era de extrañar. La mente actuaba de un modo
muy particular. Justamente porque no había reflexionado muy a fondo estaba haciendo aquello. Cuando cayera la noche debía ingeniárselas para salir sin decir nada a nadie. Una pequeña mentira a Alais y listo. Nada de despedidas, pues no le habrían permitido hacerlo. Como ella se lo habría impedido a cualquiera que le viniera con semejante proyecto.
Pero algo había que hacer, como sabían todos desde el primero hasta el último. Había que dar un paso decisivo y aquella mañana, paseando por el mercado, Catriana había descubierto cuál era ese paso.
La primera parte de su escapada nocturna se la había pasado dándose ánimos, deseando ser más valiente, para que las manos no le temblaran como lo hacían. Al final, se había tranquilizado al ver aquella estrella fugaz cruzar el cielo junto a la tapia del jardín de palacio.
—Tendremos que registrarte. Lo comprendes, ¿verdad? —dijo uno de los guardias de la puerta con una sonrisa de complicidad.
—Por supuesto —murmuró Catriana acercándosele sin la menor vergüenza—. No se pasa muy bien teniendo que hacer guardia aquí toda la noche, ¿eh?
El otro se echó a reír y la obligó a aproximarse a donde estaban las antorchas, y luego un poco más allá, a un extremo en sombras de la plaza. La pelirroja oyó que los dos guardias apostados al otro lado de la verja tenían un breve altercado con su compañero, que enseguida concluyó con una orden perentoria. Uno de ellos, sin duda el de inferior graduación, desapareció en el interior del palacio visiblemente disgustado, al parecer para anunciar a Anghiar de Barbadior que su sueño se había hecho realidad o algo por el estilo. El otro abrió rápidamente las puertas del castillo con una llave que pendía de una argolla atada a su cinturón y salió a reunirse con los demás.
Se entretuvieron un rato con ella, pero no se comportaron de forma grosera ni hicieron demasiadas alusiones de mal gusto. Si conseguía el favor del barbadio, podían costarles muy caras sus ofensas. Catriana ya contaba con aquello. Logró contentarlos con un par de risitas, pero no lo bastante francas para envalentonarlos. Recordaba la primera noche que había pasado con Alessan y Baerd. El vigilante nocturno del hostal en el que paraban los dos amigos se había echado a reír de forma harto grosera, cuando vio pasar a los tres a su habitación, haciéndose una idea falsa de la situación.
«No pienso acostarme con vosotros —les había hecho saber una vez dentro del cuarto—. No me he acostado nunca con un hombre». ¡Qué ironías tenía la vida!, y la suya no era una excepción, pensó recordando aquel momento, mientras los guardias la registraban en la oscuridad. ¿Cuál era el mortal que conocía el sendero que había de seguir su destino? Seguramente era inevitable que se acordara también de Devin y de lo ocurrido en aquel escondite del palacio de los Sandreni. El resultado de aquella experiencia había sido bastante diferente de lo que ella siempre se había figurado, y no era que aquel día pensara mucho en el destino ni el futuro.
¿Y ahora qué? ¿En qué debía pensar ahora, cuando de nuevo las cosas empezaban a tomar un cariz impensable? ¡Menuda estampa —se dijo— debía de ofrecer una mujer envuelta en un manto de tinieblas en compañía de tres guardias! ¡Al infierno la dichosa estampa! Entradas y salidas, y una vela que empezaba a lucir.
Cuando los guardianes acabaron su registro, llegó el que se había marchado en compañía de dos barbadios. También a éstos se los veía sonrientes, pero la trataron incluso con cierta cortesía, mientras la conducían a través del patio central. En las ventanas de los pisos superiores se veían luces vacilantes y débiles. Antes de entrar en el portal, miró al cielo y se quedó contemplando las estrellas. Las luces de Eanna, y cada una tenía su nombre.
Penetraron en el palacio a través de unas puertas enormes, a las cuales estaban apostados otros cuatro guardias. Después subieron dos tramos de escaleras y recorrieron un largo y anchuroso pasillo, al extremo del cual se hallaba una puerta entornada. Cuando llegó hasta ella, Catriana vislumbró un rincón de la habitación ricamente amueblada, en colores oscuros y vivos a la vez.
Anghiar de Barbadior la esperaba allí mismo, vestido con una bata azul, que hacía juego con sus ojos; tenía una copa de vino verde en las manos, y la devoraba con la vista por segunda vez en un mismo día.
Catriana le sonrió y dejó que tomara sus dedos enfundados en los famosos guantes rojos entre sus bien cuidadas manos. El embajador la hizo pasar y cerró la puerta con llave tras de sí. Al fin estaban solos. Había un montón de velas encendidas.
—Zorrita roja —susurró Anghiar—, conque te gusta jugar, ¿eh?
Devin llevaba toda la semana inquieto; se sentía incómodo en su propia piel. Sabía, sin embargo, que a todos les pasaba lo mismo. La conjunción de tensión acumulada y ociosidad forzosa, así como la conciencia —a veces bastaba con mirar la cara que tenía Alessan— de lo cerca que estaban de la culminación de sus proyectos, provocaban una irritabilidad contagiosa en todos ellos.
Para vencer aquel estado de ánimo tan peligroso, la presencia de Alais había sido extraordinariamente beneficiosa, una auténtica bendición del cielo. A medida que pasaban los días, la hija de Rovigo parecía ganar en perspicacia y amabilidad, al tiempo que empezaba a sentirse a gusto con sus nuevos compañeros, como si percibiera cuál era la razón de su presencia allí y actuara en consecuencia. Buena observadora, cariñosa en todo momento, parlanchina sin llegar a cansar, dispuesta
siempre a escuchar las anécdotas que los demás quisieran contarle, en varias ocasiones había impedido prácticamente ella sola que las comidas degenerasen en peligrosas reyertas entre los compañeros. El ciego, Rinaldo el Sanador, parecía casi haberse enamorado de ella, a juzgar por los colores que animaban su faz cuando la tenía cerca y no era el único, pensó Devin, contento casi de que la tensión reinante en aquellos momentos le impidiera tener que definir sus propios sentimientos.
En la pesada atmósfera de Senzio, semejante a la de un invernadero, la pálida belleza de Alais y su gracia singular la hacían destacar como una flor exótica, trasplantada hasta allí desde un mundo más fresco y templado y ésa era en efecto la realidad. Devin, que también era un observador excelente, captaba a menudo las miradas que Rovigo lanzaba a su hija mientras se entretenía en dar conversación a cualquiera de sus nuevos amigos, y lo que leía en sus ojos resultaba de lo más revelador.
Una vez concluida la cena, cuya última media hora había visto cómo la pequeña excursión al mercado se convertía en labios de la muchacha en un auténtico viaje de descubrimientos ultramarinos, Alais se excusó brevemente y subió a su habitación. Su marcha hizo que de nuevo se apoderara de los comensales un humor sombrío, absorto como estaba cada uno en sus propios problemas. Hasta Rovigo quedó sumido en un mutismo preocupante. Al cabo de unos instantes el mercader se volvió hacia Alessan y le preguntó en voz baja qué novedades podía contarle de su última excursión fuera de los muros de la ciudad.
Alessan había salido en compañía de Baerd, Arkin y Naddo a inspeccionar la distrada en busca de un posible campo de batalla y del lugar en el que a ellos les conviniese establecer sus posiciones. A Devin no le gustaba pensar en aquello. Cuando llegase el momento, la magia iba a desempeñar un papel decisivo y a él siempre lo había inquietado todo lo que tuviera que ver con la hechicería. Por otra parte, iba a resultar muy difícil que ocurriera nada, pues Alberico seguía fortificado en su campamento de la frontera y no daba señales de querer actuar. Aquella espera lo hacía volverse loco a uno.
Últimamente pasaban cada vez más tiempo cada uno por su lado, en parte por simple precaución, aunque ello también se debía en buena medida, para qué negarlo, a lo poco aconsejable que resultaba la excesiva proximidad con el humor que todos tenían. Baerd y Ducas se habían ido a pasar la velada a una de las tabernas del puerto, dispuestos a desafiar las obsequiosidades de los mercaderes de carne joven para no perder de vista a los tregeos y a los marineros de Rovigo, pero también para vigilar a los muchos paisanos que se habían trasladado hasta aquella provincia dispuestos a asistir a aquella cita tan esperada.
Tenían también intención de propagar cierto rumor, según el cual Rinaldo di Senzio, el tío del actual gobernador, había regresado del destierro y se hallaba escondido en la ciudad, alentando la revuelta contra Casalia y los tiranos. Devin se había cuestionado en un determinado momento la oportunidad de llevar a cabo esa
acción, pero Alessan se lo había explicado todo antes incluso de que el muchacho se atreviera a plantear ninguna objeción: Rinaldo había cambiado muchísimo en el curso de aquellos dieciocho años; eran incluso muy pocos los que sabían de su ceguera. Sin embargo, seguía siendo muy amado por todos; por eso mismo habría resultado muy peligroso para Casalia propagar la noticia de su ceguera. Primero habían decidido sacarle los ojos, deseosos de neutralizar la influencia del buen Rinaldo, pero luego habían preferido mantener en secreto su castigo.
Realmente no cabía pensar que nadie reconociera al antiguo duque en el anciano acurrucado en silencio en un rincón del hostal de Solinghi, y lo único que ellos podían hacer ahora era contribuir a aumentar la tensión reinante en la ciudad. ¡Sólo con que lograran acrecentar la ansiedad del gobernador y la inquietud de los embajadores! …
El propio Rinaldo hablaba ahora muy poco, aunque de hecho de él había partido la idea de propagar aquellos rumores. Se le veía absorto. Estando como estaba una guerra en ciernes, serían muchos los que requirieran la ayuda de un Sanador, y él ya no era joven. Si alguna vez despegaba los labios era para hablar con Sandre. Los dos ancianos, rivales antes de la llegada de los tiranos, se entretenían ahora recordando con un hilo de voz los acontecimientos del pasado, contándose las peripecias de los hombres y mujeres que habían conocido, la mayoría de los cuales habían cruzado el umbral de la mansión de Moriana hacía ya mucho tiempo.
Durante los últimos días era muy raro ver a Erlein di Senzio con ellos. Seguía tocando con Devin y Alessan, pero a la hora de comer y cenar prefería estar solo, ya fuera en el establecimiento de Solinghi o, mejor incluso, en cualquier otro fisgón. Algunos de sus compatriotas lo habían reconocido, pese a los años transcurridos desde su marcha, si bien el trovador no se comportaba con sus paisanos con mayor efusividad de la que demostraba a sus nuevos compañeros. Devin se lo había encontrado una mañana paseando por el mercado con una mujer muy parecida a él, a la que había tomado por su hermana. En un primer momento el muchacho pensó acercarse para que se la presentara, pero enseguida cambió de idea y prefirió no arriesgarse a recibir una de las malas contestaciones típicas de Erlein. Lo normal hubiera sido creer que el mago habría ido suavizando sus malos modales a medida que los acontecimientos fueran alcanzando su sazón, pero evidentemente no era ése el caso.
A Devin no le preocupaban las ausencias de Erlein mientras a Alessan tampoco le preocupasen. Si osaba traicionarlos, él también pagaría con la vida su temeridad. Por brusco, malhumorado y triste que se mostrara, Erlein no tenía ni un pelo de tonto.
También aquella noche había salido a cenar fuera, aunque no podía tardar en volver a casa de Solinghi para la actuación. Su número debía comenzar dentro de unos minutos y Erlein siempre era puntual cuando estaba en juego su reputación de músico. Desde hacía varios días el único remanso de armonía entre ellos era el que les proporcionaba la música, aunque Devin no ignoraba que sus efectos se hacían
sentir casi exclusivamente en ellos tres. Lo que hiciera el resto de sus compañeros desperdigados por la ciudad para relajar su tensión él, por lo menos, no era capaz de imaginarlo. O quizá sí. Al fin y al cabo estaban en Senzio.
—Algo va mal —dijo de repente Rinaldo el Ciego, que estaba sentado junto al tenor, mientras movía la cabeza como si quisiera olfatear el ambiente.
Alessan dejó las explicaciones topo gráficas de la distrada que estaba haciendo y levantó precipitadamente la vista. También Rovigo se inquietó. Incluso Sandre se había incorporado en su asiento.
Alais llegó corriendo. Antes incluso de que la muchacha despegara los labios, Devin sintió un escalofrío de terror.
—¡Catriana ha desaparecido! —anunció la joven procurando no levantar demasiado la voz.
Sus ojos se pasearon por el rostro de Devin y el de su padre hasta detenerse en el de Alessan.
—¿Qué? ¿Cómo? —farfulló Rovigo—. Si se hubiera ido, tendríamos que haberla visto pasar.
—La escalera exterior —apuntó Alessan con desánimo. Devin observó que sus manos aferraban con fuerza el canto de la mesa. El príncipe clavó su vista en Alais—. ¿Y qué más?
La muchacha estaba como la cera.
—Se cambió la ropa. No entiendo con qué intención. Esta tarde se compró un vestido de seda negro y unas cuantas joyas. Pensaba preguntarle luego para qué quería aquello, pero… preferí no hacerla. ¡Le gusta tan poco que le hagan preguntas! En fin, todo lo que se compró ha desaparecido.
—¿Un vestido de seda? —exclamó Alessan con incredulidad—. Moriana santa, ¿qué…?
Devin, sin embargo, lo había entendido todo.
Alessan no estaba con ellos por la mañana ni tampoco Sandre.
¿Cómo iban, pues, a entender nada? El tenor sintió que se le secaba la garganta y que empezaba a martillearle las sienes. Se levantó con tal brusquedad que derramó un vaso de vino.
—¡Oh Catriana! ¡Catriana, no! —musitó como si la muchacha pudiera oírlo, como si aún estuviera a tiempo de detenerla, de impedirle que saliera a la oscuridad del mundo exterior con sus joyas y su traje de seda, con su orgullo y su valor indomable.
—¿Qué pasa, Devin? Dime lo que sepas. —La voz de Sandre sonaba cortante como un cuchillo.
Alessan permanecía mudo. Se limitó a bajar los ojos, turbado por la consternación.
—Se ha ido al palacio —respondió el muchacho—. Ha ido a matar a Anghiar de Barbadior. Según ella, ése es el único modo de desencadenar la guerra.
Mientras hablaba se puso en movimiento de forma totalmente inconsciente, movido por un impulso profundísimo, aunque lo cierto era que, si Catriana había llegado ya al palacio, no había nada que hacer.
Alcanzó la salida en un abrir y cerrar de ojos. Pese a la rapidez de su gesto, notó que Alessan estaba a su lado, seguido de Rovigo. En la oscuridad de la calle chocó involuntariamente con un transeúnte, pero ni siquiera se entretuvo en pedir disculpas.
«Eanna, muéstranos tu favor —suplicó en silencio mientras corría—. Señora de la luz, no permitas que suceda. No lo permitas».
Pero no se atrevía a despegar los labios. Mientras corría a toda velocidad hacia el castillo, sentía el terror que dominaba su corazón como si fuera un ser vivo que le hiciera ver cara a cara a la muerte.
Devin sabía que corría mucho, siempre se había jactado de su velocidad. No obstante, cuando llegó ante el palacio del gobernador vio que Alessan estaba ya a su lado, como si lo poseyera el diablo. Se detuvieron al unísono detrás de una esquina frente a la tapia del jardín, y levantaron la vista por encima de una altísima y frondosa secuoya. Oyeron llegar a Rovigo y a otra persona detrás de él, ni siquiera volvieron la cabeza. Los dos tenían los ojos fijos en un mismo punto.
En una de las ventanas del piso superior se recortaba una figura femenina iluminada por el reflejo de las antorchas. Una figura que ambos conocían muy bien. Llevaba un vestido negro.
Devin cayó de rodillas en el callejón iluminado por la luna. Pensó en saltar la tapia, en llamarla a voz en grito. El dulce olor de los jazmines impregnaba el ambiente. Miró a Alessan, pero inmediatamente apartó la vista al ver su expresión.
—Conque te gusta jugar, ¿eh?
En general no le gustaban nada los juegos y menos aún aquél. Nunca había sido amiga de bromas. Nadar sí, o pasear por la playa muy de mañana, a ser posible sola. También le gustaba pasear por el bosque, ir a buscar setas u hojas de maghoti para hacer infusiones. La música le había encantado siempre, sobre todo desde que conoció a Alessan y bueno, sí, hacía seis o siete años había empezado a soñar de vez en cuando que encontraba el amor y la pasión de su vida. De todos modos, no le pasaba muy a menudo, y el hombre de sus sueños rara vez tenía rostro.
Ahora tenía ante sí el rostro de un hombre, y no se trataba de un sueño precisamente. Tampoco era ningún juego. Era la muerte lo que la aguardaba tras él. Entradas y salidas. Una vela ardiendo a punto de apagarse.
Estaba tumbada en la cama, desnuda por completo, excepto por las joyas que brillaban en su garganta, en las orejas y en el pelo. Había luces en todos los rincones de la habitación. Al parecer, a Anghiar le gustaba ver cómo respondían sus amantes a sus jueguecitos. «Ponte encima de mí», le había dicho al oído. «Luego», le había respondido la muchacha. El barbadio se había echado a reír. En su garganta sonó una especie de gruñido y se tumbó encima de ella, desnudo también. Sólo llevaba puesta una camisa blanca, por el cuello de la cual asomaba el delicado vello rubio que le cubría por completo el pecho.
Era un consumado amante, con mucha experiencia. Eso precisamente era lo que iba a costarle la vida, pensó Catriana.
Anghiar enterró la cara entre sus senos antes de penetrarla. Catriana cerró por un momento los ojos y dejó oír un jadeo, que sabía vendría muy a propósito. Se desperezó como un gato levantando las manos a la altura de la cabeza mientras movía sinuosamente el cuerpo bajo la dulce presión de las caricias y los besos del embajador. Disimuladamente cogió la peineta que sujetaba sus cabellos. Zorrita roja. Volvió a gemir como a él le gustaba. Anghiar acariciaba sus muslos, mientras seguía con la cabeza enterrada en su pecho. Catriana se quitó la peineta y apretó un dispositivo que dejó salir la afilada hoja oculta en su interior, y entonces, sin precipitarse, como si tuviera todo el tiempo del mundo a su disposición, como si aquel instante reuniera en sí su vida entera, bajó la mano y hundió el puñal en el cuello de Anghiar.
Le había quitado la vida.
En el mercado de armas de Senzio podía una comprar lo que quisiera. Incluso un adorno femenino con un cuchillo oculto en su interior. Un cuchillo envenenado. Un simple adorno para el pelo, de azabache incrustado de piedras preciosas, una de las cuales era el dispositivo que hacía saltar la hoja. Un objeto exquisito, y mortífero.
Fabricado en Ygrath, por supuesto. Aquel detalle era importantísimo para sus planes.
Anghiar levantó la cabeza horrorizado. Torció la boca en una mueca espantosa mientras sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. De su garganta salía un chorro inagotable de sangre, que al instante empapó las sábanas de la cama. También ella quedó cubierta por completo de sangre.
El legado barbadio lanzó un grito terrible y cayó rodando al suelo lujosamente alfombrado. En su agonía intentaba taponar la herida de su cuello, pero la sangre le salía a borbotones. Poco importaba, pues no sería la herida lo que le produjera la muerte. Catriana se quedó mirándolo hasta que su grito se convirtió en un sonido balbuciente y apenas audible. Anghiar de Barbadior se desplomó lentamente sobre
un costado. Tenía todavía la boca abierta, mientras de su garganta seguía manando una fuente de sangre que empapaba la alfombra. Por fin sus hermosos ojos azules se nublaron y se cerraron de golpe.
Catriana se miró las manos. Firmes como una roca y también firme era su pulso. En aquel instante se hallaba resumida su vida entera. Entradas y salidas.
Oyó que alguien golpeaba furiosamente la puerta del dormitorio. Los esbirros gritaban y maldecían, presas del pánico.
Pero aún no había acabado. No iba a permitir que la cogieran viva. Sabía lo que la brujería era capaz de hacer con la mente de una. Si la cogían a ella, cogerían también a todos sus amigos. Se enterarían de todo. No cabía hacerse ilusiones; desde el momento en que se le ocurrió aquel plan supo que se trataba de algo definitivo.
Oyó que golpeaban la puerta con un ariete. Por pesada que fuera, no tardaría en venirse abajo. Se levantó del lecho y se vistió. Quién sabe por qué no quería que la encontraran desnuda. Se agachó y recogió el arma ygrathia, aquella refinada obra de muerte, y, con cuidado de no tocar la hoja emponzoñada, la depositó junto al cuerpo de Anghiar para que la descubrieran de inmediato. Porque debían encontrarla enseguida. Aguzó el oído.
Escuchó el ruido de la puerta haciéndose astillas ya continuación el griterío procedente del pasillo. Pensó incendiar la habitación —las velas encendidas parecían llamarla inexorablemente—, pero no, no podía ser así. Si lo quemaba todo, no encontrarían el cuerpo de Anghiar ni el arma que le había quitado la vida. Abrió la ventana y se subió al antepecho. El hueco estaba primorosamente labrado y era lo bastante alto para permitirle erguirse en él en toda su estatura. Miró por un momento al vacío. La habitación daba al jardín. Estaba en el último piso. Hasta allí llegaba el perfume de las secuoyas y el aroma embriagador de los jazmines, mezclado con el de otras flores nocturnas cuyo nombre desconocía. Las dos lunas estaban en lo alto del cielo. Se quedó mirándolas por un momento, pero fue a Moriana a quien dirigió sus pensamientos, pues era el umbral de su mansión el que se disponía a cruzar.
Se acordó de su madre y de Alessan. Del sueño del príncipe, del que ella misma era ahora partícipe, y por el que iba a morir en tierra extraña. Por un momento pensó también en su padre, consciente de que su gesto era en buena medida una especie de compensación, una especie de marca que ponía su generación a la de su padre. «Basta», suplicó y aquella idea fue como un dardo lanzado por su muerte a la última puerta de Moriana.
La puerta cayó abatida con un estrépito diabólico. En la habitación se precipitaron media docena de soldados. Ése era el momento. Catriana volvió la espalda al cielo estrellado, a las dos lunas y al fragante jardín. Miró a los esbirros desde el alféizar de la ventana. Sentía que una música inundaba su espíritu, una especie de himno de orgullo y esperanza.
—¡Mueran los esclavos de Barbadior! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Libertad para Senzio! —Y añadió—: ¡Viva el rey Brandín de la Palma!
Uno de los soldados fue más raudo que sus compañeros y dio un paso hacia ella. Pero no le bastó su rapidez. Para entonces Catriana ya se había vuelto hacia el exterior. Sentía el escozor que en su alma producían aquellas últimas palabras, pronunciadas únicamente porque así había de ser. Contempló una vez más las lunas, las estrellas de Eanna, la vastedad del cielo y la tiniebla que parecía aguardarla con los brazos abiertos.
Saltó al vacío. Sintió que el viento de la noche la golpeaba en el rostro y que el suelo del jardín se engrandecía como único, tenebroso horizonte para ella. Por un instante creyó oír voces, borradas enseguida por el ruido ensordecedor del viento. Se sintió sola en su caída, aunque en el fondo siempre lo había estado. El final. Una vela. Recuerdos. Un sueño, una oración de llamas por venir, y por fin una última puerta, una tiniebla que se abría ante ella con inesperada amabilidad. Cerró los ojos justo antes de traspasar el umbral.