La mañana en la que se debía celebrar el rito, Scelto la despertó muy temprano. Como era de rigor, había pasado la noche sola y al atardecer había realizado las ofrendas rituales en los templos de Adaón y Moriana. Brandín ponía últimamente el mayor cuidado en observar todos los ritos y costumbres de la Palma. Los sacerdotes y sacerdotisas de ambos templos se habían mostrado casi serviles en su obsequiosidad. El acto que Dianora estaba a punto de llevar a cabo significaba la obtención de un grandísimo poder por su parte y, naturalmente, ellos lo sabían muy bien.
Había dormido poco y con intranquilidad, de suerte que cuando Scelto la despertó, sacudiéndole levemente el hombro con una mano, mientras con la otra le tendía una humeante jarra de khav, la mujer tuvo la sensación de que se le escapaba sin querer el último sueño de la noche. Cerró los ojos, aún semiinconsciente, intentando retenerlo, perseguirlo por el tortuoso laberinto de la razón. Había una imagen, en su opinión clave de todo el proceso onírico, que deseaba recuperar a toda costa, y ya desesperaba de conseguirlo, dándola por perdida, cuando de pronto lo recordó todo.
Se sentó perezosamente en la cama y tomó la taza entre las manos, deseosa de sentir su calor reconfortante. No era que hiciese frío, pero de pronto le había venido a la memoria qué día era aquél, y sintió su corazón transido por un presagio que era más que un presagio: una certeza.
Cuando era niña —quizá no contara más de cinco años—, había soñado que se ahogaba. En su pesadilla se había visto envuelta por las aguas del mar, mientras una forma oscura, definitiva y terrible, se acercaba dispuesta a devorada y a arrastrada a las profundidades abismales. Se había despertado jadeante, gritando, sin saber a ciencia cierta dónde se hallaba. Pero entonces había llegado su madre, la había abrazado y se había puesto a consolada, meciéndola con dulzura, hasta que se calmaron su sollozos. Cuando Dianora levantó la cabeza, vio que también estaba a su lado su padre, con Baerd en brazos. La pequeña vio que su hermanito también se había puesto a llorar al oír sus gritos en la habitación contigua.
Su padre había sonreído con ternura y se había llevado al pequeño al dormitorio de su hermana. Allí se habían reunido los cuatro integrantes de la familia, sentados todos en la cama de Dianora, circundados por la débil luz de la vela, que creaba una especie de isla luminosa en la tiniebla de la noche.
—Cuéntamelo todo —recordaba que le había dicho su padre. A continuación el buen hombre se había puesto a hacer sombras chinescas en la pared para serenar a las criaturas, y Baerd se había quedado dormido en su regazo—. Cuéntame ese sueño, preciosa.
«Cuéntame ese sueño, preciosa». Casi treinta años después, en Chiara, Dianora sintió un dolor profundísimo, una nostalgia lacerante, como si entre un momento y otro no hubiera pasado más que un brevísimo espacio de tiempo. Días o semanas a lo sumo, pero no «tiempo». ¿Cuándo habían perdido las velas la facultad de mantener alejadas de ella las tinieblas?
Con voz entrecortada, apenas perceptible, para no despertar a Baerd, había contado a sus padres lo que la había asustado, las aguas rodeándola y la forma oscura que parecía arrastrarla hacia las profundidades. Recordaba que su madre había hecho un gesto con las manos para espantar el mal agüero, para conjurar la parte de verdad que pudiera contener el sueño de su pequeña.
A la mañana siguiente, antes de abrir el taller, Saevar se había llevado a los niños y, una vez pasado el puerto y bordeados los muros del palacio, se había dirigido a la playa y les había enseñado a nadar en una pequeña gruta excavada en la roca por las olas y el viento. Dianora creyó que sentiría pavor al saber adónde se dirigían, pero en verdad nunca había sentido miedo de nada mientras tuvo a su padre cerca, y tanto Baerd como ella descubrieron pronto, entre exclamaciones de júbilo, que les encantaba el agua.
Recordaba —¡qué cosas tan extrañas le venían a una a la memoria!— que su hermanito se había inclinado sobre el agua y había atrapado con sus manos a un pececillo incauto. El pequeño había levantado la vista hacia ellos, con los ojos y la boca desmesuradamente abiertos por la sorpresa y la alegría de su hazaña, mientras su padre, incapaz de contener su satisfacción y su orgullo, había estallado en sonoras carcajadas.
Durante todo aquel verano los tres acudieron a bañarse cada mañana a la gruta y, cuando llegó el otoño con sus lluvias, Dianora se sentía tan a gusto en el agua como si el líquido elemento fuera una segunda piel para ella.
En una ocasión, recordó —y esta vez no le sorprendió en absoluto acordarse del detalle—, se había unido a ellos el propio príncipe. Olvidándose por un momento de la etiqueta, Valentín se había ido con ellos a la gruta, contento como un cascabel, y se había desnudado para darse un chapuzón con su padre. Desafiando las olas, había dejado atrás a Saevar y el abrigo de la gruta y se había internado mar adentro. Por fin había dado media vuelta y había regresado junto a ellos, sonriendo como un dios joven, con el cuerpo vigoroso y atlético chorreando gotas, que cuajaban su dorada barba como otros tantos diamantes de luz.
Dianora pudo así percatarse, pese a ser todavía una niña, de que, era mucho mejor nadador que su padre. También comprendió, quién sabe por qué, lo poco que aquel detalle importaba. Era el príncipe y por tanto era natural que fuera mejor en todo que
los demás. Su padre seguía siendo el hombre más maravilloso del mundo y en su cabecita infantil no cabía que nada pudiera cambiar aquella verdad incontrastable.
Y, en efecto, nada ni nadie lo había conseguido, pensó sacudiendo despaciosamente la cabeza en su cámara del saishan, como si aquel gesto fuera a rescatarla del inextricable entramado de recuerdos en que se veía atrapada. Nadie lo había conseguido, aunque quizá Brandín, en otro mundo distinto y mejor, en su imaginario Finavir …
Se restregó los ojos con las manos y volvió a sacudir la cabeza, deseosa de despertarse de una vez. De repente se sorprendió a sí misma preguntándose si aquellos dos hombres tan importantes en su vida, su padre y el rey de Ygrath, habrían llegado a verse alguna vez, habrían llegado a mirarse a los ojos uno a otro en aquella funesta jornada del Deisa.
La idea le resultó tan lacerante que sintió miedo de echarse a llorar allí mismo, y no podía permitirse semejante debilidad en un día como aquél. Nadie, ni siquiera Scelto —y menos que nadie Scelto, que tan bien la conocía—, tenía derecho a percibir en ella otro sentimiento durante las próximas horas que no fuera un orgullo sereno y la seguridad absoluta de salir triunfante. Durante las próximas horas, que iban a ser las últimas de su vida. Durante las horas que iban a verla dirigirse a la orilla del mar y luego zambullirse en las aguas verdosas de la bahía, tal como le había mostrado la visión de la riselka. Aquellas horas pondrían al fin en claro cuál era su destino y de esa forma todo terminaría para ella a su debido tiempo, no sin cierta sensación de alivio por su parte, en la que se mezclaban el temor y la nostalgia.
Con qué sencillez se habían desarrollado los acontecimientos, desde el momento en que se detuvo junto al estanque en los jardines del rey, y contempló su propia imagen rodeada primero de gente en el puerto, y luego, sola ya, bajo las aguas, arrastrada hacia las profundidades por una figura tenebrosa que no constituía ya una fuente de terrores infantiles, sino, finalmente, de alivio y liberación.
Ese mismo día, en la biblioteca, Brandín le había comunicado que se disponía a abdicar en favor de Girald, pero que Dorotea, su esposa, iba a pagar con la vida su intento de asesinato. Ante los ojos del mundo, él vivía su vida, le había dicho. Aunque hubiese deseado perdonarla, no habría podido.
Pero además no lo deseaba.
A continuación le contó todo lo que había sucedido aquel amanecer, cuando salió a caballo entre las brumas matinales de la isla. Le habló de la visión del reino de la Palma Occidental que había tenido. Estaba dispuesto a hacer realidad aquella visión y no lo inducía a ello el bien de Ygrath, sino el de los habitantes de las provincias que gobernaba y lo hacía también para tranquilizar su espíritu y el de ella.
Sólo los ygrathios que estuvieran dispuestos a convertirse en súbditos suyos en pie de igualdad con los habitantes de las cuatro provincias unidas bajo su mando tendrían derecho a permanecer en la península. Los demás serían libres de regresar a su país natal y ponerse a las órdenes de Girald.
Él, por su parte, se quedaría allí. No sólo por Stevan y la venganza que había decidido dar a la muerte de su hijo, aunque eso seguía en pie y no pensaba dar marcha atrás, sino porque estaba decidido a fundar un nuevo reino, a crear un mundo mejor que el que había conocido hasta la fecha.
«Aquello seguía en pie y no pensaba dar marcha atrás». Cuando escuchó sus palabras, Dianora notó que por sus mejillas rodaban las lágrimas y se recostó en su hombro, sentada junto al fuego. Brandín la estrechó entre sus brazos y le acarició el cabello.
Iba a necesitar una reina, le dijo en un tono que nunca le había oído. ¡Y cuánto tiempo llevaba soñando con escucharlo! Deseaba tener hijos en la Palma, le dijo. Quería empezar de nuevo y reconstruir sobre el terreno abonado por los huesos de Stevan un mundo nuevo, un mundo hermoso y justo, que surgiría de tantos años de penas y sufrimientos.
Por fin habló de amor. Mientras acariciaba sus cabellos, Brandín declaró que la amaba tiernamente. Según dijo, por fin había dejado que aquella verdad se abriera paso en su corazón. En otro tiempo, Dianora habría creído más fácil alcanzar ambas lunas con las manos que escuchar de sus labios semejante declaración.
La mujer se echó a llorar, incapaz de contener las lágrimas, pues sentía que en sus palabras se acumulaba todo lo que ella había ansiado, y aquella claridad, la certeza de que sus presentimientos se cumplían, resultaba irresistible para su corazón de humilde mortal. Aquello era como el vino de la Tríada, y el fondo de la copa contenía un poso de tristeza y dolor insoportables.
Pero había visto a la riselka, sabía lo que iba a suceder, y adónde la conducía su destino. Por un instante, el tiempo que tardó su corazón en dar unos cuantos latidos, Dianora se preguntó qué habría ocurrido si Brandín le hubiera susurrado aquellas mismas palabras la noche anterior, en vez de dejarla sola con los fuegos de su memoria y aquella idea le produjo un dolor más hondo que ninguno de los dramáticos acontecimientos de su vida.
«¡Conjúrala! —quiso decir y sus deseos eran tan ardientes que hubo de morderse los labios para no hacerla—. ¡Oh amor mío, conjura la maldición que nos echaste! ¡Devuelve la vida a Tigana y con ella volverá el esplendor del mundo!».
Permaneció en silencio, sabedora, pues no era ya ninguna niña, de que nunca lo convencería y de que no era tan fácil conseguir de él semejante favor. Sobre todo al cabo de tantos años, con Tigana y Stevan tan profundamente arraigados en el alma acongojada de Brandín. No era posible, después de tanto daño como había causado a
su tierra natal. No, no era posible, mientras el mundo en que vivían siguiera siendo el mismo.
Pero, a pesar de todo y por encima de cualquier otra consideración, estaba la riselka y su destino que quedaba cada vez más claro a medida que Brandín le hablaba; amorosamente sentados junto a la chimenea, Dianora tenía la sensación de saber de antemano lo que iba a decirle y lo que iba a ocurrir. Y cada segundo que pasaba los conducía a ambos hacia el mar.
Permaneció junto a su rey casi un tercio de los ygrathios. Muchos más de los que se esperaba, le dijo Brandín dos semanas más tarde en el balcón de palacio, contemplando cómo más de la mitad de su flota regresaba a la metrópoli, al reino que hasta aquel día había sido el suyo. Ahora era un exiliado por propia decisión; nunca habría podido aplicársele dicho calificativo con más razón.
Aquel mismo día, unas horas más tarde, le hizo saber que Dorotea había muerto. Prefirió no preguntarle cómo había ocurrido ni por qué lo sabía. Sus poderes de brujo seguían siendo la única característica de su personalidad que no era capaz de admitir.
Sin embargo, unos días más tarde llegaron malas noticias. Los barbadios habían empezado a movilizar sus tropas y estaban atravesando Ferraut en dirección al norte. Según todos los indicios, los tres ejércitos iban a concentrarse en la frontera de Senzio. Dianora comprendió que el nuevo rey de la Palma Occidental no se esperaba aquello. Al menos no tan pronto. Resultaba demasiado inverosímil que Alberico, siempre tan cauto, actuara de pronto con tanta decisión.
—Algo ha ocurrido. Debe de haber algo que lo impulsa a actuar de ese modo —comentó Brandín—, y me gustaría saber qué es.
El problema era que ahora era más débil y vulnerable que nunca. Ahora que la mayor parte del ejército ygrathio había regresado a su país, Brandín necesitaba tiempo para organizar una nueva estructura y un nuevo ordenamiento de las provincias occidentales. Era preciso que la euforia de los primeros momentos diera paso al establecimiento de unos verdaderos vínculos de lealtad, que son los que constituyen la fuerza y la razón de ser de un reino propiamente dicho. Sólo así conseguirá reunir un ejército capaz de luchar por él, compuesto por los habitantes de un territorio conquistado y oprimido cruelmente hasta hacía poco.
Necesitaba tiempo de forma desesperada y Alberico no estaba dispuesto a dárselo.
—Envíanos a nosotros por delante —le dijo una mañana D’Eymon, el canciller, cuando vio que la crisis empezaba a tomar unas dimensiones preocupantes—. Envía a los ygrathios que nos hemos quedado contigo y sitúa nuestra flota ante las costas de Senzio. Quizá de ese modo logres detener a Alberico por un tiempo.
El canciller había permanecido a su lado. En realidad nunca le había cabido duda respecto a su comportamiento. Pese al trauma que para él había significado la medida tomada por Brandín —de hecho, los primeros días que sucedieron a la promulgación del decreto se le vio con un semblante desencajado y envejecido—. Dianora sabía perfectamente que la lealtad más enraizada en D’Eymon, su verdadero amor —aunque el político se habría guardado muy mucho de emplear ese vocablo—, iban dirigidos personalmente al hombre a cuyo servicio estaba, y no a su patria.
Abrumada como se sentía por aquel entonces por tanto sentimiento contradictorio, la mujer envidió casi la simplicidad a la que parecía reducirse la actitud del ministro.
Pero Brandín rechazó sin ambages su propuesta. Dianora recordaba la expresión de su rostro mientras daba las explicaciones pertinentes, rodeado de mapas y documentos cubiertos de cifras. Estaban los tres sentados en torno a una mesa en la antecámara real. Rhun asistía también a la escena, sentado en un sofá al fondo de la habitación, incapaz de ocultar su nerviosismo. El nuevo rey de la Palma Occidental seguía teniendo un bufón, aunque el monarca de Ygrath era ahora Girald.
—No puedo enviarlos a luchar solos —murmuró Brandín sin inmutarse—. No puedo echar sobre sus hombros la responsabilidad de defender a un pueblo al que acabo de equiparar con ellos. La guerra que vamos a emprender no puede ser una guerra de Ygrath. Por un lado, son demasiado pocos y ello significa que seríamos derrotados. Pero, además, si decidimos enviar un ejército o una armada hasta Senzio, ésta habrá de estar formada por todos los integrantes de mi nuevo reino. De lo contrario, todo se vendría abajo antes incluso de haber nacido.
D’Eymon se levantó de la mesa visiblemente turbado.
—Pues bien, te digo lo mismo que vengo repitiéndote desde hace un montón de tiempo: todo esto es una locura. Lo que debes hacer es volver a Ygrath y dar buena cuenta de lo que ha estado ocurriendo allí en tu ausencia. Allí es donde te necesitan.
—No es así, D’Eymon. No puedo engañarme. Girald lleva veinte años gobernando en Ygrath.
—¡Girald es un traidor y como tal debería haber sido ejecutado, lo mismo que su madre!
Brandín levantó hacia él la vista. En sus ojos grises se veía un frío glacial.
—¿Es que vamos a tener que repetir una vez más nuestra conversación? D’Eymon, estoy aquí por un motivo muy claro y tú sabes perfectamente cuál es. No puedo dar marcha atrás: sería ir en contra de mi propia naturaleza. —La expresión de su rostro cambió por completo—. No necesito que nadie se quede a mi lado, pero yo, por mi parte, me he ligado a esta península con unos lazos de amor y sufrimiento que constituyen la raíz de mi persona y mi propia razón de ser, de modo que ahí tienes tres motivos que me atan irremisiblemente a estas tierras.
—¡Mi señora Dianora podría acompañamos! Ahora que Dorotea ha muerto, tendrías que nombrar una reina de Ygrath y ella sería …
—¡D’Eymon! ¡Basta! —Su tono era conminatorio y de ese modo pretendía poner fin a la discusión. Pero el ministro era un hombre valeroso y tenaz.
—Señor —añadió con el rostro desencajado, incapaz casi de articular palabra—, permíteme decirte que, si no envías a nuestra flota para enfrentarse al barbadio, no sé qué otra cosa aconsejarte. Las provincias no van a ir a la guerra por ti solo, lo sabes muy bien. Es demasiado pronto todavía. Necesitan tiempo para creer que, en efecto, eres uno de los suyos.
—Pero no lo tengo —replicó Brandín con una serenidad que parecía natural, pese a la fuerte tensión que había dominado sus anteriores palabras—, de modo que he de actuar con inmediatez. Aconséjame en este punto, canciller. ¿Cómo puedo demostrárselo? ¡Venga, a ver! ¿Cómo puedo hacerles creer que estoy profunda y sinceramente unido a esta tierra?
Ésa era la cuestión y Dianora comprendió que había llegado su momento.
«No puedo dar marcha atrás: sería ir en contra de mi propia naturaleza». En el fondo, nunca había abrigado serias esperanzas de que Brandín fuera a conjurar su maldición. Lo conocía demasiado bien. No era de los que ceden o se desdicen una vez que han tomado una decisión. No podía ir en contra de su naturaleza, de lo que eran su amor, su odio y la raíz más honda de su orgullo.
La dama se levantó de su asiento. Sintió un rumor extraño en sus oídos y, de haber cerrado los ojos, tenía la certeza de que habría visto su destino abriéndose claramente como un sendero recto, iluminado por la luna, sobre la superficie del mar. Todo parecía conducirla hacia allí, a ella y a todos los demás. ¡Brandín era tan vulnerable! Estaba expuesto a todos los peligros y no podía dar marcha atrás.
Cuando se levantó, notó que en su pecho se abría, como una flor, la imagen de Tigana. Incluso allí, en aquellos momentos, surgía la visión de su país. Cuando se le apareció la riselka, había visto en el fondo del estanque a un gentío enorme reunido en el puerto, con las banderas de todas las provincias desplegadas, y a ella dirigiéndose a la orilla del mar.
Posó delicadamente las manos en el respaldo de su asiento y miró a Brandín. Notó que en su barba había cada vez más canas, pero sus ojos seguían siendo los mismos: en ellos no se percibía el menor rastro de temor ni de duda. Tomó aliento y pronunció unas palabras que le pareció tener pensadas desde hacía mucho tiempo, y que habían estado aguardando todos estos años a ser pronunciadas.
—Yo lo haré —declaró—. Yo haré que crean en ti. Participaré en el Salto del Anillo de los grandes duques de Chiara, como solía hacerse antes de emprender una guerra. Desposarás a los mares de la península y yo me encargaré de someter para ti a toda la Palma. Todos serán testigos de que te traigo la fortuna cuando recoja para ti el anillo en el fondo del mar.
Dianora clavó sus ojos en los de él, aquellos ojos oscuros, francos y serenos, mientras sus labios pronunciaban aquellas palabras largamente contenidas, que la ponían en la senda de su último destino, que los ponían a todos, tanto a los vivos como a los muertos, a los que tenían nombre y a los que lo habían perdido, en la senda de su destino final. Y, pese a amarlo con toda la pasión de su corazón valeroso, estaba convencida de que esas palabras no eran sino una gran mentira.
Apuró su taza de khav y se levantó del lecho. Scelto había descorrido las cortinas y por los ventanales pudo ver que el mar empezaba a enrojecerse con las primeras luces del alba. El cielo estaba totalmente despejado y en el puerto ondeaban todas las banderas, movidas por la brisa matutina. Horas antes de que diera comienzo la ceremonia, se había juntado ya un gentío enorme. Muchos eran los que habían pasado la noche en el puerto, para asegurarse un buen sitio y no perder detalle de lo que estaba a punto de suceder. Le pareció que alguien, una figura diminuta vista desde allí arriba, señalaba con el dedo hacia su ventana. Dianora retrocedió enseguida. Scelto había sacado ya del armario el vestido que debía ponerse y todos los adornos propios de la ceremonia. A la ida debía ir vestida de verde oscuro. Y, en efecto, verdes eran el brial y las sandalias, la redecilla en la que debía recoger sus cabellos y la ligera túnica de seda que debía llevar puesta cuando se zambullera. Después, cuando saliera del mar, debía ponerse otro vestido, blanco en esta ocasión, bordado ricamente en oro. Entonces debía representar a la novia surgida del mar con un anillo de oro en el dedo para su rey.
Eso, cuando saliera del agua. Si es que salía.
Ella misma estaba sorprendida de su serenidad. Lo cierto era que todo le resultaba más fácil, pues llevaba sin ver a Brandín desde la víspera a primera hora, como prescribía el rito. Y también le facilitaba mucho las cosas el hecho de que todo le pareciera ahora clarísimo, como si las circunstancias la hubieran conducido hasta aquel punto definitivo sin dejarse sentir, como si no estuviera allí por propia elección, sino a consecuencia de un destino marcado mucho tiempo atrás por otra persona.
En una palabra, todo era más fácil porque al fin había comprendido y aceptado en toda su hondura, con absoluta certeza, que su vida y su mundo no le pertenecían por entero.
Nunca le pertenecerían. Aquello no era Finavir ni ningún otro país de ensueño. Aquélla era la única vida, aquél el único mundo en el que le había sido dado vivir. Y, en esa vida suya, Brandín de Ygrath había llegado a esa península con la intención de crear un reino para su hijo, pero Valentín di Tigana había matado a Stevan, príncipe de Ygrath. Eso era todo, y no había forma de cambiar los acontecimientos.
Por eso, Brandín había atacado a Tigana y había arrebatado a sus habitantes su pasado e incluso las páginas aún no escritas de su historia y por eso estaba ahora allí: para sellar por los siglos de los siglos aquella verdad incontrastable, para culminar su venganza. Eso era todo, y a ella le tocaba cambiar el curso de los acontecimientos.
Por eso había venido ella a Chiara, decidida a quitarle la vida. No sólo en nombre propio, sino también en el de sus padres, en el de Baerd y en el de todos sus compatriotas, muertos o arruinados. Sin embargo, una vez en Chiara, había descubierto, con gran dolor y placer a un tiempo, que las islas eran verdaderamente un mundo aparte, en el que las cosas podían cambiar. Hacía mucho que se había dado cuenta de que lo amaba. Y ahora, con gran dolor y placer a un tiempo, venía a comprobar, para mayor sorpresa, que él también la amaba. Eso era todo. Había intentado cambiar el curso de los acontecimientos, pero no había sido posible.
Estaba escrito que su vida no le pertenecía por entero. Ahora lo veía con absoluta claridad y en esa claridad, en aquella comprensión definitiva, Dianora había hallado la fuente de su serenidad.
Había vidas infelices. Otras, en cambio, lograban labrarse su propia felicidad. Al parecer —¿quién lo habría dicho?—, ambas premisas se cumplían en ella, en la vida de Dianora di Tigana bren Saevar, la hija del escultor, la niña morenucha de ojos negros, que en su juventud había sido feíta y desgarbada, seria y grave, aunque a veces daba muestras de ingenio y de ternura, a la que tanto tiempo costaría llegar a ser una belleza, y mucho más aún entender las cosas. En realidad, sólo en ese momento lo entendía todo.
No probó bocado, aunque, eso sí, se permitió tomar una taza de khav. Una concesión más a una costumbre ya añeja. No creía violar con ello ninguna prescripción. Por otra parte, sabía que no tenía la menor importancia. Scelto la ayudó a vestirse y después, en silencio, la peinó y recogió cuidadosamente su melena negra en la delicada redecilla verde, cuyo cometido era impedir que se le viniera el pelo a la cara cuando se zambullera.
Cuando el eunuco acabó, Dianora se levantó y, como cada vez que debía aparecer en público, se sometió a un severo escrutinio. El sol estaba ya alto en el cielo e invadía con su luz el aposento. A lo lejos se oía un rumor cada vez más intenso procedente del puerto. En aquellos momentos debía de haberse congregado ya una gran muchedumbre. No obstante, prefirió no asomarse a la ventana para comprobarlo. Pronto tendría tiempo de hacerlo. Aquel ruido venía a poner de manifiesto con suficiente antelación lo temprano que había empezado el público a hacer sus apuestas.
Era la península entera la que estaba en juego, aunque eran dos las potencias que se la disputaban. Quizá todo dependía del imperio de Barbadior, con el emperador enfermo y moribundo, como todos sabían. Y para remate, por más que era ella la única que lo sabía, detrás de todo aquello estaba Tigana, la ficha secreta que estaba en el tablero, oculta bajo la carta del amor que aparentemente se estaba jugando.
—¿Lo conseguiré? —preguntó a Scelto fingiendo un tono despreocupado.
—Me asustas —respondió el servidor sin dejarse llevar por ella—. Parece que ya no pertenecieras a este mundo. Como si nos hubieras dejado atrás a todos.
¡Qué forma tan extraña tenía aquel hombre de leer sus pensamientos! Le costaba trabajo tener que engañarlo, no poder contar con él en aquel trance definitivo, pero ¿qué podía hacer él? ¿Para qué causarle dolor inútilmente? Sin tener en cuenta los riesgos que le podía acarrear aquello.
—No estoy muy segura de que tus palabras sean un halago —replicó como si tal cosa—, pero prefiero tomarlas como un piropo.
—Creo que sabes lo poco que me gusta todo esto —se limitó a contestar el eunuco sin dignarse sonreír.
—Mira, Scelto, el ejército de Alberico estará en la frontera de Senzio dentro de quince días. Brandín no tiene otra opción. Si invaden Senzio, no habrá quien los detenga. Ésta es la mejor oportunidad, si no la única, que tiene de ganarse a toda la península. Lo sabes muy bien —dijo esforzándose en parecer enfadada.
Era cierto. Todo lo que decía era cierto, pero ninguna de sus palabras revelaba la auténtica verdad. Lo único verdadero aquella mañana era la riselka; eso y los sueños que había tenido todas las noches que había dormido sola en el saishan.
—Lo sé —masculló Scelto—, claro que lo sé, y nada importa lo que yo pueda pensar. Lo único es que …
—¡Por favor! —exclamó Dianora para no echarse a llorar—. No creo que éste sea el momento de discutir el asunto. ¿Puedo salir ya?
«Oh, Scelto —pensaba mientras tanto—, impídeme que lo haga».
El eunuco se detuvo en vista de que su señora no parecía dispuesta a escucharlo. Dianora vio que tragaba saliva y bajaba los ojos. Al cabo de un instante volvió a levantar la vista.
—Perdóname, señora —musitó. Dio unos cuantos pasos hacia ella e inesperadamente le cogió una mano y se la besó—. Si hablo, es porque me preocupo por ti. Tengo miedo. Perdona, por favor.
—Claro, hombre —respondió—. Claro. En realidad, no tengo nada que perdonarte —dijo apretándole tiernamente la mano.
Pero en el fondo de su corazón le estaba diciendo adiós, consciente de que no debía llorar. Clavó sus ojos en el semblante honrado y preocupado del servidor, el amigo más fiel que había tenido en todos aquellos años, el único, en realidad, que había conocido desde la juventud, y esperaba contra todo pronóstico que en el futuro el recuerdo que guardara de ella fuera el modo cariñoso en que cogió sus manos y no el tono descuidado de sus últimas palabras.
—Vamos —repitió y apartó la vista de él, dispuesta a recorrer el largo camino que la conduciría hacia la luz del día y las aguas del mar.
El Salto del Anillo de los grandes duques de Chiara había constituido la ceremonia más dramática que se celebraba en la Palma para conseguir el poder temporal. Desde los primeros tiempos de su dominio sobre la isla, los gobernantes de Chiara sabían que su poder era un don de las aguas que circundaban la isla, y que a ellas estaba sometido. El mar los protegía y los alimentaba. Daba a sus naves, que siempre habían constituido la flota más numerosa de toda la península, acceso al comercio y a la piratería, protegiéndolas y aislándolas como si fueran un mundo aparte y no era de extrañar, pues, como contaban los fabulistas, fue en esa isla donde Eanna y Adaón se unieron para engendrar a Moriana y completar así la Tríada.
Un mundo aparte, circundado por las aguas del mar.
Según la tradición, había sido el primer gran duque quien había instaurado la ceremonia que se convertiría en el famoso Salto del Anillo. La cosa había sido muy distinta en aquellos primeros tiempos a como era en la actualidad. De hecho no se trataba de un salto, sino que consistía únicamente en el lanzamiento de un anillo al mar como ofrenda propiciatoria y de agradecimiento por los favores recibidos de la Tríada, que se celebraba durante la estación en la que el mundo entero dirige su vista al sol y comienza la temporada de navegación.
Pero mucho tiempo después hubo una primavera en la que una mujer saltó al agua dispuesta a recoger el anillo que el gran duque había arrojado al mar. Según los testigos presenciales del hecho, la mujer había actuado llevada de su amor hacia el soberano o poseída acaso por un furor místico, si bien no faltó quien achacara su arranque a la astucia e incluso a la ambición.
En cualquier caso, cuando salió a la superficie llevaba en el dedo el famoso anillo. Y, mientras la muchedumbre congregada en el puerto para contemplar los esponsales del gran duque con el mar estallaba en un clamor de entusiasmo, el Sumo Sacerdote de Moriana pronunció con voz estentórea una frase que perviviría a través de los siglos en la memoria de los chiarenos:
—¡Ahí tenéis! ¡Ved cómo las aguas aceptan por esposo al gran duque! ¡Mirad cómo devuelven a su amante el anillo marino, como corresponde a una novia complaciente!
El sacerdote corrió hasta el extremo opuesto del muelle, donde se hallaba el duque, y ayudó a la mujer a salir del agua. Su gesto vino a precipitar los acontecimientos. Saronte, que acababa de subir al trono ducal, aún estaba soltero. Letizia, por su parte, era una campesina procedente de la distrada, de cabellos dorados, semblante risueño y en edad de merecer. Mellidar, el Sumo Sacerdote de Moriana, unió sus manos sobre las aguas del mar y Saronte puso el famoso anillo en el dedo de Letizia.
El matrimonio tuvo lugar un radiante día de verano. Unos meses más tarde, en el otoño, la isla entró en guerra con Ásoli y Astíbar, y el joven Saronte di Chiara cosechó un magnífico triunfo en una batalla naval, librada en el golfo de Corte. La isla aún celebraba con una fiesta solemne el aniversario de aquella victoria y a partir de ese día se celebró la ceremonia del Salto del Anillo en la forma instaurada por Letizia, en el convencimiento de que así quedaban asegurados el bienestar y la prosperidad del país entero.
Treinta años después, cuando el reinado de Saronte tocaba ya a su fin, los sacerdotes de la Tríada se enzarzaron en una de sus habituales disputas por conseguir un predominio relativo entre los fieles y las altas esferas. Fue así como un sacerdote de Eanna, recién instalado en su cargo, hizo saber a cuantos quisieron escucharlo que Letizia era en realidad pariente de Mellidar, el Sumo Sacerdote de Moriana, aquel que la había ayudado a salir del agua y había bendecido su unión con el gran duque. El sacerdote de Eanna invitó al pueblo a sacar sus propias conclusiones respecto a las intenciones del clero de Moriana, famoso como era por su orgullo y por su afán de sobresalir en todo por encima de sus compañeros.
En los meses siguientes se produjo una serie de sucesos a cual más violento entre los servidores de la Tríada, pero nada logró eclipsar el esplendor que había adquirido el ritual recién instituido. La ceremonia había hecho mella en la imaginación de los creyentes, pues parecía tocar una de sus fibras más sensibles y hablarles no se sabe si de sacrificio o de devoción, de amor o de peligro, pero, en cualquier caso, venía a poner de manifiesto el íntimo lazo que unía al pueblo de Chiara con las aguas del mar.
Fue así como el Salto del Anillo de los grandes duques de Chiara logró sobrevivir pese a las disputas de los sacerdotes, cuyos nombres fueron olvidados casi en su totalidad y si no lo fueron por completo fue porque el de alguno de ellos estaba íntimamente vinculado a la historia de la instauración del rito.
Lo que puso fin a tan curiosa ceremonia fue, en tiempos mucho más recientes, la muerte de Onestra, esposa del gran duque Cazal, acontecida hacía apenas doscientos cincuenta años.
La suya no fue, ni mucho menos, la primera de las muertes producidas de ese modo. Las mujeres que se ofrecían a realizar el salto para los grandes duques sabían perfectamente que sus vidas valían muchísimo menos que el anillo que pretendían recuperar de las profundidades. Salir sin el anillo suponía para la infortunada el destierro a perpetuidad y la burla de todos los habitantes de la Palma. La ceremonia se repetía indefinidamente hasta que alguna de las participantes lograba recuperar el anillo arrojado a las aguas.
Por el contrario, la que conseguía sacarlo era aclamada por la multitud congregada en el muelle, siendo considerada por todos la portadora de la ventura de la isla. Y, naturalmente, con su hazaña se hacía acreedora de una fortuna copiosísima. Se le otorgaban riquezas y honores, y no faltaban candidatos a su mano entre los retoños de las grandes familias de la isla. Muchas incluso habían dado hijos al propio gran duque. Dos habían conseguido, como Letizia, casarse con el soberano. Por eso muchas doncellas de origen humilde no reparaban en arriesgar su vida ante la perspectiva de una boda de tan altos vuelos.
El caso de Onestra fue muy distinto, y las cosas cambiaron por completo a partir de entonces.
Hermosa como una princesa de fábula e igualmente orgullosa, la joven esposa del gran duque Cazal insistió en realizar en persona el Salto del Anillo ante las perspectivas de una guerra muy peligrosa. Afirmó en tono altanero que consideraba un insulto dejar en manos de una palurda cualquiera de la distrada la ventura y la prosperidad de la isla. Según las crónicas, todos los presentes quedaron boquiabiertos al contemplar su hermosa figura vestida de verde, como exigían los cánones, desfilando a lo largo del muelle.
Cuando su cuerpo sin vida salió a la superficie a unas cuantas millas de la costa y fue avistado por la multitud que atestaba el puerto, el duque Cazal se puso a chillar como una mujer y cayó desmayado.
A continuación se produjo una escandalosa revuelta, como no se había conocido en toda la historia de la isla. En un templo de Adaón perdido en la montaña, todos los sacerdotes se quitaron la vida cuando uno de sus compañeros les llevó la noticia de lo sucedido. La interpretación de ese portento fue que el dios se disponía a descargar su cólera sobre Chiara, y la isla entera fue presa del espanto y la estupefacción.
El duque Cazal pereció aquel mismo verano en una batalla librada contra las fuerzas conjuntas de Corte y Ferraut. Después de semejante catástrofe, la isla conoció dos generaciones de absoluta decadencia y sólo consiguió salir de nuevo a flote cuando sus enemigos se destruyeron mutuamente en la guerra en la que se enzarzaron después de su hundimiento. Pero aquello no tenía nada de particular. Era el curso que seguían los acontecimientos políticos de la Palma desde tiempo inmemorial.
En cualquier caso, lo cierto es que desde que murió Onestra no se había celebrado ningún otro Salto del Anillo. Después de aquello las cosas habían cambiado por completo, pues el listón había sido puesto demasiado alto. Si después de un período tan largo de abatimiento llegaba a producirse un nuevo fracaso, ¿qué iba a ser de ellos?
Uno tras otro, todos los grandes duques manifestaron que por el solo hecho de intentarlo se correrían demasiados riesgos, y ya se encargaron ellos de aumentar la prosperidad de su país sin tener que recurrir a un medio tan drástico de asegurársela.
Veinte años antes, cuando fue avistada la flota de Ygrath, el último gran duque se suicidó en el pórtico del templo de Eanna, impidiendo así que se celebrara la ceremonia, pues, caso de haber habido alguna mujer dispuesta a zambullirse en busca del anillo y de la intercesión de Moriana, habría faltado quien lo arrojara al agua.
Cuando Dianora y Scelto salieron de sus aposentos, encontraron el saishan envuelto en un silencio fantasmal. Normalmente, a aquella hora los pasillos resonaban con el parloteo de los eunucos, y por doquier se notaba la abigarrada presencia de las concubinas, envueltas en velos multicolores corriendo de aquí para allá, unas a tomar el baño, otras a almorzar en el gran comedor. Aquel día, sin embargo, todo era distinto. Los salones estaban vacíos y no se oía más ruido que el de sus propios pasos. Dianora se estremeció al contemplar aquel panorama de desolación.
Pasaron el pórtico que daba acceso a los baños y luego los comedores. Todo estaba vacío y silencioso. Doblaron a la izquierda y tomaron la escalera que conducía fuera del gineceo. Al final de ésta los esperaba la única persona que se había quedado en el saishan.
—Deja que te vea —murmuró como de costumbre Vencel—. Debo darte mi visto bueno antes de que salgas al exterior.
El jefe del saishan estaba echado, según era habitual en él, en la montaña de cojines multicolores que coronaba su plataforma rodante. A Dianora casi le asomó una sonrisa a los labios al ver la vasta figura de Vencel y escuchar su vocecilla aflautada pronunciar las palabras de todos los días.
—Claro —contestó; y giró parsimoniosamente, para que el voluminoso eunuco pudiera verla bien.
—No está mal —dijo éste al fin. Siempre decía lo mismo, aunque aquel día su vocecilla chillona sonaba con más suavidad que de costumbre—. Bueno, quizá te gustaría ponerte al cuello esa bonita piedra de Khardhun, la roja quiero decir, para que tengas suerte. La he sacado del tesoro del saishan, por si deseabas lucirla.
Vencel extendió casi con desconfianza su mano fofa y Dianora pudo ver en ella la gruesa gema roja que llevaba el día en que Isolla de Ygrath atentó contra la vida del rey. Estuvo a punto de rechazarla, pero de pronto recordó que el propio Scelto la
había comprado especialmente para ella, poco antes de vestirla para acudir a la Sala de Audiencias. Al recordar su origen, y conmovida por el gesto de Vencel, contestó:
—Muchas gracias. Será un placer llevarla. —Vaciló un instante antes de añadir—: ¿Te importaría ponérmela tú mismo?
El jefe del saishan sonrió casi con timidez. Dianora se arrodilló ante él y dejó que los dedos gordezuelos y algo torpes del voluminoso eunuco ajustaran el cierre de la cadena. Sintió el penetrante aroma a jazmines que habitualmente exhalaba su persona. Vencel apartó las manos y se recostó en su torre de almohadones para contemplar el efecto. En su inmenso semblante había una mirada plácida, nunca vista hasta entonces.
—Cuando alguien emprende un viaje, en Khardhun solemos decirle: «Que halles la fortuna en tu destino y que ella te acompañe a la vuelta». Eso mismo te deseo yo.
Ocultó las manos entre los pliegues abombados de su túnica blanca y apartó la vista, que dirigió al fondo del pasillo desierto.
—Muchas gracias —repitió Dianora, temerosa de añadir algo más.
Se levantó y miró a Scelto. El fiel servidor estaba llorando, pero enseguida se contuvo y se dirigió a la escalera. Apenas había recorrido unos metros, Dianora volvió la vista atrás y vio la enorme figura de Vencel, de una gordura casi sobrehumana, envuelta en su túnica blanca. El jefe del saishan los observaba con rostro inexpresivo, recostado en su polícroma torre de cojines, como una criatura venida de otro mundo, como el exótico resto de un naufragio recogido quién sabe cómo en el saishan de Chiara.
Al llegar al descansillo, la pareja comprobó que las puertas habían sido dejadas abiertas. Scelto no tuvo que llamar para poder salir. Hoy no. Apenas le hizo falta empujar los batientes y, apartándose a un lado, cedió gentilmente el paso a su señora.
En el espacioso salón contiguo la esperaban los sacerdotes de Moriana y las sacerdotisas de Adaón. Dianora comprobó la expresión de triunfo que se leía en los semblantes de todos y percibió también una singular atmósfera de expectación colectiva. Oyó un rumor extraño, una especie de suspiro de alivio que exhalaron los clérigos allí congregados al veda aparecer vestida de verde para someterse a aquel rito que llevaba dos siglos y medio sin celebrarse, con el pelo recogido en una redecilla del color de las aguas del mar.
Acostumbrados a mantener la contención propia de su rango, los sacerdotes guardaron al punto el más absoluto silencio y de igual modo, sin despegar los labios, le abrieron paso y la siguieron en ordenadas filas, una de túnicas rojas y otra de túnicas grises. Dianora comprendió de pronto que Scelto se vería obligado a dejados pasar delante, pues el pobre viejo no tenía derecho a participar en la procesión, y recordó que no se había despedido de él. Verdaderamente su vida no le pertenecía por entero.
Recorrieron un largo pasillo hasta llegar a la Gran Escalinata. Dianora se detuvo en el extremo de ésta y miró hacia abajo. Comprendió entonces por qué el saishan estaba tan callado: todos sus integrantes, mujeres y eunucos, se habían reunido allá abajo. Les habían permitido salir hasta allí para verla pasar. Levantó la cabeza y, sin volverse a derecha ni a izquierda, empezó a descender los majestuosos peldaños de mármol. Ya no era ella, pensó. Ya no era Dianora, o por lo menos no era sólo Dianora. En adelante, cada paso que diera la convertiría en un personaje de leyenda.
Y entonces, cuando llegó al pie de la escalinata, vio quiénes eran los que estaban esperándola a la puerta del palacio. El corazón casi se le paró al reconocerlos.
En primer lugar estaba D’Eymon, y junto a él Rhamano, que, como era de esperar, no había querido regresar a Ygrath, y había sido nombrado primer almirante de la armada de Brandín. A su lado estaba el poeta Doarde, en representación del pueblo de Chiara. Era natural. De D’Eymon había sido la brillante idea de que la presencia de un poeta de la isla pudiera contribuir a hacer olvidar la muerte de otro. A su izquierda se hallaba un hombre de aspecto tosco, vestido con un rico jubón de terciopelo marrón y una pesada cadena de oro al cuello. Se trataba de un mercader de Corte a todas luces riquísimo; probablemente uno de esos chacales que habían labrado su fortuna escarbando en las ruinas de Tigana hacía veinte años. Tras él venía un sacerdote de Moriana, flaco y macilento, sin duda alguna procedente de Ásoli.
No había que ver más que el color de cara que tenía. Los Ásolinos de pura cepa tenían todos el mismo aspecto.
Dianora comprendió asimismo que era el representante de Ásoli sobre todo porque tras él estaba un hombre de Corte la Baja que ella reconocía. Se trataba de un personaje familiar, una de las figuras legendarias, míticas casi, que habían aparecido en sus sueños de todos aquellos años. Su presencia hizo que casi se le helara la sangre en las venas.
Vestido de blanco, según imponían las reglas de su orden, y tan majestuoso como ella recordaba desde niña, apoyado en el báculo que había sido siempre el privilegio de su rango, se hallaba Danoleón, el Sumo Sacerdote de Eanna en Tigana, cuya altísima figura destacaba sobre los demás.
Aquél era el hombre que se había llevado al príncipe Alessan y lo había escondido al sur del país, según le había dicho Baerd aquella famosa noche en que vio a la riselka y decidió irse de casa en busca de su señor. Dianora conocía a Danoleón, como todos sus compatriotas; recordaba su estatura eminente y su corpulencia, y la gravedad y potencia de su voz, que se dejaba oír melodiosamente en todas las ceremonias religiosas. Al asomarse a la puerta del palacio, la mujer hubo de reprimir por un instante el pánico que se apoderó de ella. ¿Sería capaz de reconocerla? Pero pronto desechó la idea.
Ni siquiera la había visto, cuando aún era una niña. ¿Y cómo habría podido llegar a conocerla, siendo tan sólo la hija de un artista vinculado a la corte por unos simples lazos de tipo profesional? Además, había cambiado mucho desde entonces. Había cambiado tanto que ni ella misma se reconocía a veces.
No obstante, no era capaz de apartar de él los ojos. Habían llegado a sus oídos los planes de D’Eymon de traer a alguien de Corte la Baja para la ceremonia, pero nunca se le había ocurrido que fuera al propio Danoleón. En la época en que trabajaba en el Hostal de la Reina de Stevania, todo el mundo decía que el Sumo Sacerdote de Eanna se había retirado a un remoto santuario de la diosa que había en los montes del sur.
¡Y mira por dónde ahora se lo encontraba aquí! Recreándose en su vista, empapándose de su realidad, Dianora sintió que la invadía un orgullo casi absurdo al comprobar cómo la simple presencia del sacerdote parecía dominar a las demás personas allí congregadas.
Por él, por todos los hombres y mujeres como él, por los que ya habían muerto y por quienes aún vivían en aquel país roto que tanto la hacía sufrir, iba ella a hacer lo que se disponía a hacer. Los ojos del sacerdote se clavaron inquisitivos en los suyos, lo mismo que los de todos los demás, pero fue la penetrante mirada de Danoleón la que le hizo levantar la cabeza con más orgullo. Detrás de todos ellos, detrás de las puertas que aún no habían sido abiertas, Dianora creyó ver que ante ella se tendía con mayor claridad, si cabía, el destino que le mostrara la riselka.
Se detuvo un instante y todos se inclinaron ante ella. Los seis hombres adelantaron una pierna y ejecutaron una reverencia caída en desuso desde hacía siglos. Pero así era la leyenda, la ceremonia; se trataba de una evocación de muy diversos poderes, y Dianora pensó que en aquellos momentos debía parecerles a todos una figura hierática surgida del tapiz de un pasado remoto.
—Señora —dijo D’Eymon con gravedad—, si así os place y gustáis permitírnoslo, os acompañaremos y os conduciremos a presencia del rey de la Palma Occidental.
Pronunció aquellas palabras con sumo cuidado y claridad absoluta, pues debían ser recordadas para siempre y repetidas de generación en generación. No podía perderse detalle. Para eso estaban allí los sacerdotes y hasta un poeta.
—Me place —respondió—. Vamos.
No dijo más. Sus palabras no importaban tanto. Lo que pasaría a la historia no sería precisamente lo que ella dijera. Sin embargo, aún era incapaz de apartar los ojos de Danoleón. Era el primer tiganés que veía desde que había llegado a la isla. Su espíritu se calmó al pensar que Eanna, madre de todos los mortales, le había permitido ver a aquel hombre antes de arrojarse al mar.
D’Eymon hizo una seña con la cabeza. Lentamente las gigantescas puertas de bronce se abrieron de par en par ante la mirada ansiosa de la muchedumbre agolpada entre la explanada del palacio y el muelle. Dianora vio que el gentío se
precipitaba desde la plaza, deseoso de ocupar los mejores puestos al pie del muelle, y había incluso quienes se habían instalado en el puente de los barcos anclados en el puerto. El denso murmullo que había reinado en la ciudad durante todas aquellas horas se convirtió en un auténtico clamor cuando se abrieron las puertas del palacio, pero cesó de súbito cuando ella hizo su aparición. Dio la impresión de que un silencio tenso caía del fúlgido cielo sobre la isla entera, y en medio de aquel silencio Dianora empezó a andar.
Iluminada por aquel sol espléndido, fue abriéndose paso entre la multitud y al fondo vio a Brandín, que la esperaba a la orilla del agua, vestido sin extravagancia, como era propio de un rey soldado, con la cabeza descubierta.
Al verlo, sintió que algo se retorcía en su interior, como si le clavaran un cuchillo en una herida ya abierta. «Enseguida pasará —se dijo—, un poco más y todo habrá terminado».
Avanzó a su encuentro, con paso regio, más esbelta y orgullosa que nunca, con su vestido verde como el mar y aquella gema roja refulgiendo en el pecho. Sabía que lo amaba, pero también que su país estaba perdido si él no era expulsado de la península o recibía muerte, y sintió en el fondo de sus entrañas el dolor agudísimo que le causaba haber nacido.
Para quien fuera tan bajito como él, apenas tenía sentido intentar asistir al espectáculo desde la explanada del puerto, y hasta la cubierta del barco que los había traído de Corte estaba atestada de gente, que había pagado al capitán por permitirles presenciar el salto desde aquel lugar privilegiado. Por eso Devin se había abierto paso hasta el palo mayor y, siguiendo el ejemplo de unos cuantos osados, se había encaramado a las jarcias de la nave. Ser ágil también tenía sus compensaciones.
Erlein había quedado abajo, mezclado entre el gentío que llenaba la cubierta. Pese a llevar ya tres días en la isla, seguía aterrorizado por hallarse tan cerca del gran brujo de Ygrath. Una cosa, decía preocupado, era eludir a una pandilla de Rastreadores en el sur y otra muy distinta que un simple mago llegara a las proximidades de un hechicero como aquél.
Alessan, por su parte, se había confundido con la multitud congregada en la plaza. Devin lo había localizado mientras intentaba abrirse paso hacia el muelle, pero enseguida lo había vuelto a perder. Danoleón estaba en el palacio, representando a Corte la Baja en la ceremonia. Si se detenía a pensar en ello, Devin se sentía abrumado por la ironía que suponía semejante circunstancia. Prefería no hacerlo, pues le causaba auténtico pesar considerar el riesgo que todos ellos estaban corriendo.
En cualquier caso, Alessan no había vacilado ni un solo instante en cuanto supo que el Sumo Sacerdote había recibido una cortés invitación para viajar a Chiara y asistir, junto a los representantes de las otras tres provincias, al Salto del Anillo.
—Debes ir, por supuesto —dijo el príncipe, como si se tratara de la cosa más sencilla del mundo— y nosotros también. Quiero hacerme una idea precisa de cuál es la situación reinante en Chiara desde que se han producido todas estas novedades.
—¿Estás loco? —había protestado Erlein, incapaz de ocultar su disgusto.
Alessan se había limitado a echarse a reír, aunque, según Devin, no parecía de muy buen humor. Desde que había muerto su madre, prácticamente no había quien lo entendiera. Devin se sentía incapaz por completo de salvar la distancia que los separaba o de romper la muralla infranqueable que había levantado entre él y el resto del mundo. En los días que siguieron a la muerte de Pasitea deseó desesperadamente tener cerca a Baerd.
—¿Y qué me dices de Savandi? —preguntó Erlein—. ¿No crees que podría ser una trampa para Danoleón? ¿O incluso para ti?
Alessan sacudió la cabeza.
—Me extrañaría mucho. Tú mismo dijiste que no pudo enviar ningún mensaje y nada tiene de increíble la explicación propuesta por Torre, de que pudiera haber sido asesinado por unos bandoleros en el campo. El rey de la Palma Occidental tiene otras preocupaciones más importantes que la muerte de un espía de tercera fila. No me preocupa gran cosa ese detalle, Erlein, pero agradezco tu interés por mi persona concluyó con una sonrisa gélida.
Erlein frunció el entrecejo y se alejó.
—¿Y qué es entonces lo que te preocupa? —intervino Devin. Pero Alessan no respondió.
Encaramado al aparejo del Aema Falcon, Devin esperaba, como todos los demás, que se abrieran las puertas del palacio, e intentaba controlar los latidos de su corazón. La cosa, sin embargo, no resultaba fácil. La excitación que había notado en la isla durante los tres días que llevaba en ella empezaba a resultar verdaderamente angustiosa aquella mañana, y se había convertido en algo casi palpable cuando el propio Brandín apareció en la plaza y se encaminó al muelle, seguido únicamente por una pequeña escolta, de la cual formaba parte un viejecillo calvo y cojitranco vestido exactamente igual que el soberano.
—Es el bufón de Brandín —comentó a Devin el cortino situado a su izquierda—. Algo tiene que ver con la brujería —añadió— y todas esas cosas que tanto gustan a los de Ygrath. ¡Aunque más vale no indagar!
Devin contempló por primera vez al hombre que había destruido Tigana e intentó imaginarse qué habría pasado si hubiera tenido en esos momentos un arco en las manos y la habilidad de Baerd o Alessan en su manejo. Se requería un tiro largo, aunque no imposible, que debía atravesar una pequeña extensión de agua antes de hacer blanco en aquel hombre de barba entrecana, vestido con sobriedad, que se erguía al extremo del muelle.
Mientras se imaginaba el vuelo de aquel dardo por el cielo matinal, recordó otra conversación sostenida con Alessan en el puente del Falcon la noche en que llegaron a Chiara.
—¿Qué queremos que suceda? —le había preguntado.
Poco antes de hacerse a la mar habían llegado rumores a Corte de que casi la totalidad de la segunda compañía de mercenarios de Alberico había salido de las guarniciones y puestos fronterizos de Ferraut, para dirigirse junto con el resto de las fuerzas barbadias hacia Senzio. Al oír aquellas palabras, Alessan había palidecido y por sus ojos grises había cruzado un repentino rayo de crueldad.
«Igual que su madre», había pensado Devin, pero ni se le había pasado por la cabeza comentárselo.
Cuando le hizo aquella pregunta en el barco, Alessan se volvió por un instante hacia él, pero enseguida miró otra vez a la mar. Era tardísimo, casi de madrugada, pero ninguno de los dos era capaz de conciliar el sueño. Las dos lunas estaban en el cenit y su luz rielaba en las oscuras aguas.
—¿Que qué queremos que suceda? —repitió Alessan—. No estoy muy seguro. Creo que lo sé, pero aún no tengo una certeza absoluta. Por eso vamos a asistir al famoso salto.
Se quedaron escuchando el rumor que producía el cabeceo de la nave en la oscuridad. Devin carraspeó.
—¿Y si no lo consigue? —inquirió.
Alessan tardó tanto en responder que el muchacho creyó que no iba a hacerlo ya. Entonces, muy despacio, lo oyó decir:
—Si la certandesa no lo consigue, creo que Brandín está perdido. Tengo casi la absoluta seguridad de que así será.
—¡Ya viene! —gritó un sujeto encaramado al tope de la nave Ásolina fondeada junto a la suya.
La noticia corrió de boca en boca, de un barco a otro, hasta llegar al puerto, donde inmediatamente se levantó una algarabía tremenda. Pero enseguida se produjo un silencio glacial, cuando las enormes puertas del palacio real se abrieron de par en par y en el hueco de sombra apareció la figura de la mujer vestida de verde.
Todos permanecieron mudos, incluso cuando Dianora empezó a andar. Lentamente pasó junto al gentío congregado en la explanada, casi como si no los viera. Devin estaba demasiado lejos para distinguir con claridad los rasgos de su semblante, pero de repente tuvo conciencia de que poseía una belleza impresionante. «Es debido a la ceremonia —se dijo—; es a causa de lo que está a punto de suceder». Distinguió a Danoleón entre el grupo de personalidades que la seguían, pues a todos les sacaba más de la cabeza.
Y entonces, como movido por un resorte, dirigió la vista hacia Brandín de Ygrath, situado al otro extremo del muelle. Como lo tenía cerca, Devin pudo observar con claridad la cara que ponía al verla acercarse. Su expresión era glacial.
«Está calculando la situación —pensó—. Los está utilizando a todos: a la mujer, al rito, a la multitud congregada para presenciar la hazaña, y a la pasión que en ello han puesto, por un motivo puramente político». Comprendió que odiaba a aquel hombre, precisamente y por encima de cualquier otra consideración, por ese motivo. Lo odiaba por la mirada gélida, sin emoción, que dirigía a aquella mujer dispuesta a arriesgar la vida por él. Pero, por la Tríada, ¿no decían todos que estaba locamente enamorado de ella?
Incluso el viejecillo cojitranco situado junto a él, el bufón, que iba vestido exactamente igual que el rey, se retorcía las manos de impaciencia, según pudo comprobar Devin, dando muestras evidentes de ansiedad y aprensión, cuando no de auténtico temor.
En cambio, el rostro del rey de la Palma Occidental parecía una máscara gélida, que no daba en absoluto muestras de preocupación. Devin no quiso seguir mirando; volvió de nuevo la vista hacia la mujer, que se hallaba ya cerca de él, y, como estaba ya casi al borde del agua, pudo comprobar que su primera apreciación había sido correcta y sus explicaciones de todo punto erróneas: Dianora di Certando, vestida con el brial verde mar propio del Salto del Anillo, era en efecto la mujer más hermosa que había visto en su vida.
«¿Qué queremos que suceda?», había preguntado a Alessan.
Devin se quedó mirándolo y masculló:
—Bueno, entonces …
—Sí, entonces pueden pasar muchas cosas. Una, que recuperemos nuestro nombre. Otra, que Alberico se adueñe de toda la Palma antes de que concluya el año; eso seguro.
Devin intentó grabarse aquellas palabras en la memoria. «Si queremos deshacernos de uno, hemos de deshacernos también del otro», recordó que había dicho el príncipe en el pabellón de caza de los Sandreni, mientras él permanecía oculto en el camaranchón.
—¿Y si lo consigue? —preguntó.
Alessan se encogió de hombros. Bajo los rayos azules y plateados de las lunas, su perfil parecía más de mármol que de carne y hueso.
—Figúrate. ¿Cuánta gente de las provincias crees que estará dispuesta a enfrentarse al imperio de Barbadior en defensa de un rey que ha desposado al mar de la península al casarse con una novia de las aguas nacida en la Palma?
Devin se quedó unos minutos pensativo.
—Muchos —respondió al fin—. Creo que serían muchos los que estarían dispuestos a luchar por él.
—Eso creo yo también —declaró Alessan—. Entonces, aquí viene la siguiente cuestión: ¿cuál de los dos ganará?, y todavía se nos plantea otra: ¿qué podemos hacer nosotros?
—¿Qué podemos hacer?
—Siempre he creído que algo podíamos hacer —respondió Alessan—, y pronto se demostrará que así es.
Devin prefirió no seguir haciendo preguntas. Las dos lunas hacían que la noche fuera clarísima. Al cabo de un instante, Alessan le dio un golpecito en el hombro y le hizo una seña con el dedo. Devin levantó los ojos y vio a lo lejos una masa oscura de tierra que se elevaba sobre el horizonte.
—Chiara —comentó el príncipe.
Ésa fue la primera visión que Devin tuvo de la isla.
—¿Has estado aquí antes? —preguntó en voz baja. Alessan sacudió la cabeza sin apartar la vista de aquella forma oscura que se erguía en la distancia.
—Sólo en sueños —respondió.
Soñaba con ella desde hacía tres noches; pero antes de llegar a la isla, seguía sin conocer la respuesta. No obstante, al ver a la mujer, que había llegado ya a la orilla del agua, sintió que se apoderaba de él un miedo repentino y una compasión totalmente inesperada. Se agarró con fuerza a la jarcia a la que había trepado y se dispuso a observarlo todo desde allá arriba.
Debía poner fin a la terrible escisión que se había producido en su corazón y para conseguirlo no podía escatimar esfuerzos. Tenía que pagar un precio innegociable, pues con los dioses no cabía regatear.
Llegó hasta el extremo del muelle, donde se hallaba Brandín, y se detuvo. Toda la comitiva se paró también tras ella. La plaza entera fue recorrida por un murmullo, como por una brisa. Como si de una jugarreta de su imaginación se tratara, tuvo la sensación de que la vista se independizaba de sus ojos y podía contemplar el
espectáculo del puerto desde arriba, no desde donde realmente estaba situada. Percibió así, separada de sí misma, la Impresión que debía de estar produciendo al público congregado en la plaza. Era un ser de otro mundo, una criatura totalmente sobrehumana.
Lo mismo debió de sentir Onestra antes de ejecutar el último Salto del Anillo. Onestra no había salido a la superficie y a su tragedia siguieron largos años de ruina y desventura. Por eso ésta era la única oportunidad que tenía: la historia le ofrecía aquella siniestra puerta como única escapatoria, y con ella la realización de todos los sueños que habían poblado su mente mientras permaneció en el saishan.
El sol brillaba con una luz cegadora que parecía bailar en las verdosas aguas del mar. ¡Cuánto colorido, cuánta riqueza había en el mundo! Situados detrás de Rhun, Dianora vio a una mujer vestida con un hermoso traje bordado en oro, a un anciano de jubón azul, a un joven moreno vestido de marrón, con una criatura sobre los hombros. Todos habían venido a presenciar su gesta. Cerró los ojos un instante antes de mirar una vez más a Brandín. Le habría resultado más fácil no hacerlo, pero sabía los peligros que corría si no clavaba sus ojos en los de él. Al final de todo, estaba siempre aquel hombre, al que ella amaba.
La noche anterior, mientras yacía insomne y sola en su lecho del saishan, contemplando el lento avance de las dos lunas por el firmamento, intentó pensar en lo que le diría cuando llegara al extremo del muelle. Quería encontrar unas palabras que no fueran exactamente las rituales, cuyo significado fuera ganando en densidad con el paso de los años.
Pero también con ello corría el riesgo de destruir lo que un momento como aquél debía significar y las palabras que deseaba pronunciar no eran sino las que posibilitaran la realización de sus anhelos, las que sirvieran para salvar aquel abismo insondable que se abría en el fondo de su corazón. Al fin y al cabo, eso era lo que pedía su corazón.
Conocía a Brandín mejor que nadie. Había tenido que hacerlo para sobrevivir, sobre todo al principio; se había visto obligada a hacer y decir lo justo en aquel lugar donde la acechaba un peligro mortal. Después, con el paso de los años, aquella necesidad se había convertido en algo muy distinto. En realidad, era al amor a lo que se debía aquel profundo conocimiento suyo, por duro que le resultara reconocerlo. Había venido hasta allí dispuesta a matarlo, con aquellas dos serpientes del odio y el recuerdo atenazándole el corazón. Y, al final, había acabado entendiéndolo mejor que nadie, pues no había en el mundo nada que le importase más que él.
Por eso, mientras se dirigía al muelle rodeada por aquella multitud, se percataba de la lucha feroz que había de librar consigo misma para no demostrar lo que sentía. Como si el alma quisiera salírsele por los ojos, mientras que él, nacido para poseer el
poder por ser quien era, se veía obligado también a disimular delante de aquella muchedumbre.
A ella, sin embargo, no podía ocultarle sus sentimientos. Ahora no le hacía falta fijarse en Rhun para entender lo que pasaba por la mente de Brandín. Se había liberado de la carga que para él significaba su patria, de todo lo que lo unía a ella, y estaba ahora en medio de aquella gente a la que había conquistado pidiéndoles ayuda, pidiéndoles que creyeran en él. Ahora era ella su tabla de salvación, el único puente del que disponía para ganarse a los habitantes de la Palma, la única realidad capaz de asegurarle un futuro. No ya en la península, sino en el mundo entero.
No obstante, la ruina de Tigana era como un abismo que se abriera entre los dos. En opinión de Dianora, lo único que había aprendido en todo aquel tiempo era que el amor no bastaba, por mucho que dijeran lo contrario las baladas de los trovadores. Por muchas esperanzas que quisiera ofrecer, el amor no bastaba para salvar el abismo que se abría en su mundo. Por eso estaba ella allí, ése era el panorama que le ofrecía la visión de la riselka:
Lo que pretendía con todo aquello. Lo malo era que no había forma de salvar dicho abismo.
Al menos en este mundo.
—Señor —dijo en tono perfectamente formal—, sé que probablemente no soy digna de hacer lo que me dispongo a hacer y que acaso me ciegue la presunción, pero, si os place a vos y a cuantos se han reunido aquí, intentaré recuperar el anillo y devolvéroslo.
Los ojos de Brandín eran del color del cielo antes de descargar una tormenta. No apartaba la vista de ella.
—No te ciega la presunción, amor mío —repuso—. Y eres digna de eso y de mucho más. Tu presencia aquí viene a ennoblecer, si cabe, esta ceremonia.
Aquella respuesta la dejó confundida, pues no eran las palabras que se habían preparado. Entonces, el soberano, como si su vista lo deslumbrara, se volvió lentamente hacia la muchedumbre y exclamó:
—¡Pueblo de la Palma Occidental! —Su voz, clara y fuerte, propia de todo un rey, de un verdadero caudillo, resonó en la explanada y por encima de las naves y las barquichuelas atracadas en el puerto—. ¡Dianora se pregunta si es digna de realizar el Salto del Anillo por todos nosotros! ¡Si estamos dispuestos a depositar en ella nuestras esperanzas de ventura y prosperidad, si creemos que así reinará entre nosotros la bendición de la Tríada en la cruenta guerra con la que nos amenaza Barbadior! ¿Qué respondéis vosotros? ¡Dianora aguarda vuestra contestación!
Y, en la atronadora algarabía que siguió a aquella interpelación, en aquella escandalosa muestra de asentimiento que habían previsto que se produjera después
de tanta excitación, Dianora sintió que se ocultaba una ironía brutal, una especie de chiste macabro.
¿Sus esperanzas de ventura y prosperidad en ella? ¿La bendición de la Tríada?
En aquel momento, cuando estaba ya situada a la orilla del mar, sintió por primera vez que el miedo se apoderaba de ella, pues efectivamente se aprestaba a ejecutar un rito divino, una ceremonia antiquísima presidida por el poder de los númenes, y ella pretendía utilizarla para satisfacer sus intenciones ocultas, trazadas por ella misma y que respondían a la medida de su corazón de mortal. ¿Cómo iban a permitir los dioses nada semejante, por puras que fueran en el fondo esas intenciones?
Volvió entonces la vista al palacio y las montañas que habían constituido durante tantos años el único horizonte de su vida. Las nieves habían desaparecido de la cima del Sangario. Según la tradición, en aquellas cumbres había creado Eanna las estrellas y les había dado nombre. Acto seguido, miró en torno a sí y vio a Danoleón que tenía los ojos fijos en ella. Contempló la serena mirada azul que le dirigía y sintió que gracias a ella, gracias a la quietud que emanaba de aquellos ojos claros, lograba remontarse a un tiempo pasado y de ese modo recuperaba las fuerzas y la tranquilidad.
El temor la abandonó por completo, como si su cuerpo se hubiera desembarazado de un vestido molesto. Si estaba allí era por Danoleón, por todos los que eran de su raza y habían perecido; por los libros, las esculturas, las canciones y los nombres perdidos. Sin duda alguna la Tríada tendría aquello presente en su descargo cuando tuviera que rendir cuentas ante su alto tribunal por el sacrilegio que iba a cometer. Sin duda alguna Adaón recordaría a Micaela, tendida a la orilla del mar. Sin duda alguna Eanna de los Nombres se mostraría compasiva.
Y así, mientras el vocerío iba cediendo, Dianora asintió. Al ver su gesto, la suma sacerdotisa de Adaón, envuelta en su veste carmesí, se aproximó y la ayudó a quitarse el brial verde.
La mujer quedó al borde del agua, cubierta por una leve túnica verde claro que apenas le llegaba a las rodillas, mientras Brandín sostenía el anillo entre sus dedos.
—En nombre de Adaón y de Moriana —dijo repitiendo las palabras rituales que habían ensayado convenientemente—, y por los siglos de los siglos también en el de Eanna, Señora de las Luces, solicitamos protección y alimento. Que el mar nos sea propicio y nos lleve en su seno como una madre a su hijo. Que las aguas todas de nuestra península acojan como ofrenda este anillo en nombre mío y en el de cuantos están aquí reunidos, y nos lo devuelvan en prueba de que consideran su destino inexorablemente unido al nuestro. Aquí tenéis a Brandín di Chiara, rey de la Palma Occidental, que solicita vuestra protección.
En ese instante se volvió hacia Dianora, mientras un murmullo de sorpresa recorría la plaza al escuchar el título que se había dado. Y, aprovechando aquel rumor para proteger sus palabras, pronunció una frase que sólo ella pudo oír. Dio
entonces media vuelta y, encarándose al mar, levantó el brazo y arrojó al agua el anillo, describiendo al hacerlo un pronunciadísimo arco sobre la brillante superficie del aire iluminado por el sol.
Dianora vio que la joya ascendía por el cielo y que en un determinado momento empezaba a descender. La vio chocar con la superficie de las aguas y hundirse en ellas, y entonces saltó.
El mar estaba tremendamente frío, como era de esperar dado lo temprano de la estación. Aprovechó el impulso de la zambullida para sumergirse. La redecilla le sujetaba perfectamente el cabello, de suerte que nada le impedía la visión. Brandín había arrojado el anillo con cuidado, pero era consciente de que tampoco podía lanzarlo demasiado cerca del muelle, pues había demasiados testigos. Siguió sumergiéndose y dándose impulso con los pies, manteniendo siempre los ojos bien abiertos, mientras estudiaba el líquido elemento iluminado por una luz verdosa procedente del exterior.
Quizá pudiera alcanzarlo. También podía probar a recoger el anillo antes de morir y llevárselo a Moriana como ofrenda.
Se sorprendió al percatarse de que había perdido por completo el miedo. Aunque tal vez ni siquiera merecía la pena sorprenderse. ¿Qué era la riselka, qué significaba su visión sino la obtención de aquella certeza, de la seguridad de superar su antiguo temor a las aguas oscuras, a la última y definitiva puerta de Moriana? Por fin iba a acabarse todo. ¿Quién sabía por qué no había acabado antes?
Pese a que no veía nada, siguió nadando, pataleando, sumergiéndose más y más, intentando llegar al fondo y descubrir dónde había caído el anillo.
Sentía una seguridad absoluta, una claridad deslumbrante respecto al modo en que se habían desarrollado los acontecimientos hasta llegar al momento actual. Al momento, en fin, en que Tigana iba a ser redimida al precio de su vida. Conocía perfectamente la historia de Onestra y de Cazal, lo mismo que todo el pueblo reunido en el puerto. Nadie ignoraba los desastres que se habían producido tras la muerte de la orgullosa gran duquesa.
Brandín se lo jugaba todo a una carta con aquella ceremonia. No tenía otra opción ante la tremenda batalla que se avecinaba. Alberico acabaría venciéndolo a pesar de todo; no podía ser de otra manera. Dianora sabía perfectamente lo que ocurriría cuando ella muriera: un auténtico caos y una acusación de fraude al reconocer todo el mundo en ella la condena impuesta por la Tríada al arrogante título del rey de la Palma Occidental que se había adjudicado Brandín. No habría, pues, ejército capaz de oponerse a las huestes del barbadio. La península entera quedaría a merced de Alberico, como una viña dispuesta a ser vendimiada, o un montón de grano a punto de ser molido bajo la piedra de su ambición desmesurada.
Iba a ser una lástima, pensó, pero a otros tocaba enderezar aquel entuerto. Otra generación sería la encargada de solucionar aquel problema. El suyo, su sueño, la
tarea que se había impuesto a sí misma con un orgullo infantil una noche de otoño, sentada al fuego semiapagado de la casa paterna, había sido devolver a la vida el nombre de Tigana.
Su único deseo, si le era lícito abrigar alguno, antes de que sobre ella se cerniera aquella tiniebla inexorable y no hubiera en el mundo más que oscuridad, era que Brandín se marchara de la Palma y hallara un sitio, lejos de la península, donde pudiera refugiarse, y que supiera que su vida había sido un regalo que le había hecho el amor que por él sentía.
Lo menos importante era que ella muriese. Las concubinas de los conquistadores solían ser castigadas con la muerte. Se las tildaba de traidoras y se inventaban mil modos distintos de quitarles la vida. Por ejemplo, echándolas al mar para que se ahogaran.
Pensó que acaso viera allí abajo a la riselka, aquella criatura marina de color verde, aquel agente del destino, guardiana de los umbrales. Pensó que quizá tuviera una última visión antes de perecer, que a lo mejor venía a buscarla Adaón, el dios glorioso y fuerte, del mismo modo que se había aparecido a Micaela en la noche de los tiempos. Pero, claro, ella no era Micaela, no era joven, inocente y pura como la madre ancestral de los de su raza, No; realmente era imposible que viera al dios allá abajo.
Lo que sí vio fue el anillo.
Se hallaba a su derecha, flotando como una promesa o una respuesta a sus plegarias en las lentas y frías aguas submarinas, lejos de la brillante luz del sol. El mar imponía a sus movimientos una lentitud casi propia de un sueño, pero acabó cogiéndolo y poniéndoselo en el dedo, deseosa de morir como novia de las aguas.
Se hallaba a una profundidad enorme, y la luz casi había desaparecido por completo allá abajo. Sabía que pronto se le agotaría el aire almacenado en los pulmones. Cada vez se volvía más imperiosa, más perentoria la necesidad de salir a respirar a la superficie. Se puso a contemplar el anillo, el anillo de Brandín, su única esperanza. Se lo llevó a los labios y lo besó. Al hacer ese gesto, sus ojos, su vida entera, la tarea emprendida hacía tantos años, parecían apartarse definitivamente de la superficie, de la luz y el amor.
Se hundió todavía más, se esforzó incluso por alcanzar el fondo de los fondos, y en ese preciso instante se produjo la visión.
De repente vio a su padre empuñando el cincel y el escoplo, con la pechera cubierta por el polvillo blanco del mármol, paseando por el patio de casa en compañía del príncipe Valentín. Éste tenía la mano cariñosamente posada en su hombro, tal como solía hacer antes de que partieran para la guerra. A continuación surgió en su mente la figura de Baerd: parecía un niño dulce y cariñoso, dispuesto siempre a reír por cualquier cosa. Después lo vio llorando a la puerta de su habitación la noche en que se marchó Naddo, y luego abrazado a ella, en un paisaje
de desolación iluminado por la luna, y por fin despidiéndose a la puerta de casa, la noche en que partió. Después venía su madre, y Dianora se sintió flotando en unas aguas que la remontaban a una época feliz con su familia, pues todas las imágenes en las que aparecía su madre correspondían a los años anteriores a la caída de su mundo, previos a la locura, cuando la voz de la buena mujer parecía capaz de calmar al viento de la noche, de aliviar cualquier mal y de alejar sus temores a la oscuridad.
¡Y ahora qué frío estaba todo! ¡Qué frío el mar! Sintió la primera urgencia de lo que pronto sería una necesidad imperiosa de aire. Pero entonces, como si de un pergamino que se va desenrollando se tratara, por su mente cruzaron las imágenes de su vida fuera de casa: la aldea de Certando, el humo procedente de Avalle que se divisaba desde las colinas más distantes, el hombre —ni siquiera recordaba ya su nombre— que había querido casarse con ella; todos los que habían entrado en su habitación, el Hostal de la Reina, Arduini, Rhamano llevándosela en la galera, la travesía, el mar y Chiara, y Scelto, y Brandín.
Al final era él lo último que aparecía en su pensamiento.
Y por encima de aquellas imágenes de toda una vida, Dianora volvió a escuchar las palabras que le había dirigido en el muelle, justo antes de saltar al agua. Las palabras a las que había intentado no dar entrada en su conciencia, que se había esforzado denodadamente por no entender, temerosa de que la obligaran a tener que tomar una decisión.
«Amor mío —le había susurrado—, vuelve. Stevan ha muerto. Si os pierdo a los dos, yo también habré muerto».
No había querido escuchado. No podía ser. Las palabras tenían un poder, las palabras eran un intento de influir sobre las personas, constituían un puente de deseo que, sin embargo, nadie era capaz de cruzar.
«Yo también habré muerto», había dicho y sabía muy bien que así iba a ser, no podía negar la evidencia. Habría muerto de verdad. Aquello de que Brandín se fuera a vivir a un lugar apartado y se acordara de ella con el corazón henchido de ternura no era sino una mentira más, uno de tantos embustes con los que intentaba aplacar su ánimo. Él no haría nunca nada semejante. «Amor mío», le había dicho. Sabía —y los dioses eran testigos de cómo había llegado a obtener ese conocimiento— lo que para ese hombre significaba el amor. Su país también lo sabía.
Ahora sentía un zumbido en los oídos, debido a la presión del agua, a la enorme distancia que la separaba de la superficie. Tenía la impresión de que los pulmones iban a estallarle de un momento a otro. Ladeó ligeramente la cabeza, pero aquel movimiento le costó un trabajo ímprobo.
A su lado, en medio de la oscuridad, parecía que algo se movía: una figura que surgía del propio mar, el vislumbre apenas de una forma, no sabría decir si humana o divina. Aunque naturalmente humana no podía ser. ¿Quién iba a atreverse a bajar tan hondo, lejos de la luz y de la rizada superficie de las olas? ¿Y cómo iba a brillar de aquella forma?
Otra imaginación suya, pensó. La última. Daba la sensación de que aquella figura iba alejándose y que su cuerpo iba envuelto en una extraña aureola. Estaba cansadísima. Tenía los músculos doloridos y en el fondo del corazón un anhelo intensísimo de paz. Deseaba seguir aquella hermosa luz que parecía imposible. Estaba dispuesta a descansar de una vez, a ser por fin dueña y señora de sí misma, a no seguir atormentándose, a deponer cualquier deseo, y entonces lo entendió todo. O así, al menos, le pareció. Aquella figura debía de ser Adaón. Era sin duda el dios que venía a buscarla. ¡Y sin embargo ahora se alejaba! Le daba la espalda, y el sereno resplandor que irradiaba su figura iba confundiéndose con la negrura reinante en el fondo del mar.
Evidentemente no le pertenecía. Todavía no.
Miró su mano. El anillo era casi invisible debido a la escasez de luz, pero podía sentirlo en su dedo, y sabía quién era su dueño.
Desde el fondo oscurísimo del mar, desde aquel mundo tan distante del de los mortales, donde hombres y mujeres respiraban el aire de la vida, Dianora se dispuso a tomar el camino de regreso. Levantó las manos, juntó las palmas, tomó impulso y se abrió camino hacia la superficie agitando su cuerpo en las aguas, como si fuera un dardo lanzado desde aquel mundo acuático de muerte hacia el aire y la luz, hacia los abismos insondables de la vida y el amor.
Cuando vio que salía a la superficie, Devin no pudo reprimir las lágrimas, antes incluso de distinguir el destello que surgía de su mano, pues la mujer tuvo la precaución de levantarla para que todos vieran que traía el anillo.
Se restregó los ojos para enjugarse el llanto y se desgañitó igual que el resto de los presentes, que vitoreaban a la heroína desde todos los barcos y todos los rincones de la plaza. Pero en ese momento su atención fue atraída por otro detalle.
Brandín de Ygrath, el autoproclamado Brandín di Chiara, había caído al suelo de rodillas y ocultaba el rostro entre las manos. Devin comprendió entonces la gran equivocación que había cometido anteriormente, al juzgar que aquel hombre odioso estaba simplemente satisfecho por el éxito de su estratagema. Ahora todos eran testigos de sus sollozos.
La mujer se aproximó a la punta del malecón con una lentitud exasperante. Un sacerdote y una sacerdotisa acudieron solícitos en su ayuda y, apenas salió del agua, la envolvieron en una túnica blanca resplandeciente de oro. La mujer temblaba a ojos vista, hasta el punto de que casi no podía tenerse en pie. No obstante, Devin pudo comprobar, con los ojos arrasados en lágrimas, que levantaba orgullosamente la
cabeza y tendía a Brandín con mano temblorosa el anillo recién rescatado de las aguas.
Entonces el rey, el tirano, el brujo responsable de su ruina y de la de su país, estrechó a la mujer entre sus brazos con un cariño y una ternura indescriptibles, sí, pero al mismo tiempo con una urgencia innegable, propia del hombre ansioso de tener otra vez cerca al ser querido que ha estado lejos demasiado tiempo.
Alessan levantó los brazos para bajar al niño que llevaba a hombros, y lo depositó con sumo cuidado junto a su madre. La mujer le sonrió amablemente. Sus cabellos eran dorados, lo mismo que su vestido. El príncipe le devolvió la sonrisa y le dio la espalda sin prestarle más atención; ni a ella ni al hombre y la mujer que se abrazaban apasionadamente unos metros más allá de donde él se encontraba. Se sentía casi enfermo. El puerto entero parecía haber estallado en una especie de jubiloso caos. El estómago le daba vuelcos. Cerró los ojos, deseoso de librarse de aquella sensación de náusea y de aquella multitud escandalosa.
Cuando volvió a abrirlos, su mirada tropezó con el bufón; Rhun, creía haber oído decir que se llamaba. Era curioso comprobar que, mientras el rey parecía dar rienda suelta a sus sentimientos abrazando tiernamente a la mujer, el bufón, su otro yo, mostraba de repente una apariencia vacía. La tristeza de su rostro chocaba con el estruendo y el júbilo que reinaba en la plaza.
Rhun era el único que permanecía mudo e inexpresivo en aquel tumultuoso ambiente, en el que se mezclaban la risa y el llanto.
Alessan observó su figura encorvada y calva, su rostro deforme, y sintió que una extraña sensación, para él indefinible, lo unía a aquel hombre. Como si el no saber de qué forma reaccionar ante aquellos acontecimientos los hermanara de un modo incomprensible.
«Habría tenido que protegerse —se repitió mentalmente por enésima vez—. Debería haberlo hecho sin falta». Volvió a mirar a Brandín y luego otra vez a su alrededor, herido por la confusión y la pena.
¿Cuántos años habían pasado Baerd y él en Quilea, tramando increíbles conjuras juveniles contra Brandín? ¿Cuántas veces no habían soñado con llegar hasta el tirano y matarlo al grito de «¡Tigana!», para devolver de ese modo la vida y el nombre a su país?
Ahora, en cambio, cuando apenas lo separaban de él cinco metros, cuando nadie lo conocía ni podía sospechar que llevaba un cuchillo al cinto, permanecía inmóvil, sin saber qué hacer, ante el hombre que había torturado y quitado la vida a su padre.
«Habría tenido que protegerse contra las armas de sus enemigos».
Lo cierto era, sin embargo, que Alessan no podía estar seguro de nada. Ni siquiera lo había intentado. Se había plantado allí y se había quedado mirando, observándolo
todo; obedeciendo su plan de dejar fríamente que los acontecimientos siguieran su curso, dirigiéndolo él mismo de un modo completamente abstracto.
Le dolían los ojos y sentía un absoluto embotamiento de la mente, como si el sol brillara con demasiada fuerza. La mujer del traje dorado no se había movido de su sitio. Seguía mirándolo con una expresión nada difícil de interpretar. Alessan no sabía dónde podría estar el padre de la criatura, pero era evidente que a ella no le preocupaba lo más mínimo aquel detalle. Le gustaría saber, pensó con esa frialdad casi perversa de la que era incapaz de librarse, cuántos niños nacerían en Chiara dentro de nueve meses.
Alessan devolvió la sonrisa, casi sin pensarlo, y balbuceó unas excusas. Acto seguido se abrió paso, a solas siempre en medio de la multitud vociferante, hacia la fonda en la que se albergaban. Habían cogido una habitación para los tres a cambio de animar a los parroquianos del establecimiento con su música durante los días que pararan en él. Quizá la música lo ayudara en su estado, pensó. A menudo era lo único que le servía. El corazón seguía latiéndole a rebato, como había empezado a latirle en el momento en que la mujer salió a la superficie con el anillo en el dedo.
Había estado tanto tiempo bajo el agua que él había empezado ya a calcular cómo emplear en su propio beneficio la sorpresa y el temor que sin duda produciría su muerte.
Pero había salido a la superficie, había aparecido ante todos en medio de las olas, y en la fracción de segundo que había tardado la muchedumbre en estallar en vítores y gritos de alegría, él mismo había podido comprobar cómo Brandín de Ygrath, que había permanecido rígido desde el momento en que la mujer había saltado, había caído de rodillas, como herido por un rayo que le hubiera arrebatado de golpe toda su fuerza.
Y Alessan había empezado a sentirse mal, presa de una confusión desesperante, mientras la gente a su alrededor prorrumpía en gritos de júbilo.
«Está bien —pensó, abriéndose paso entre un ruidoso grupo de circunstantes que se había puesto a bailar de entusiasmo—. Puede salir bien, quizá pueda sacar provecho de todo esto. Todo empieza a cuajar, tal como planeamos. Habrá guerra. Se enfrentarán uno a otro, en Senzio, tal y como yo lo había planeado».
Su madre había muerto y él había estado a cinco metros escasos de Brandín de Ygrath llevando un puñal al cinto.
La luz era deslumbrante y el ruido insoportable. Sintió que alguien lo agarraba del brazo e intentaba meterlo en un corro. Se zafó como pudo. Una mujer se arrojó a sus brazos y lo besó en los labios antes de que pudiera apartarse. Ni siquiera la conocía. De hecho no conocía a nadie en aquella isla. Siguió dando traspiés entre la muchedumbre chocando con unos y con otros, incapaz casi de mantener el rumbo, a la deriva en aquel mar de gente, como un corcho flotando sobre las aguas, deseoso de
llegar cuanto antes al Hostal de la Trialla, donde paraban, y tomar una copa al son de la música.
Devin se hallaba ya en el local cuando llegó. A Erlein, en cambio, no se le veía por ninguna parte. Probablemente seguía en el barco, deseoso de mantenerse lo más lejos posible de Brandín. Como si el brujo tuviese el más mínimo interés en perseguir magos en aquellos momentos.
Por fortuna Devin no dijo nada. Se limitó a tenderle un frasco de vino y un vaso. Alessan trasegó dos copas seguidas. Había empezado ya a probar la tercera cuando Devin le dio un golpe en el brazo que le hizo recordar que había olvidado su juramento. El vino azul de la tercera copa.
Apartó la botella y ocultó el rostro entre las manos. Oyó a alguien hablando a sus espaldas. Se trataba de dos hombres que discutían.
—¡No me digas que de verdad vas a hacerlo! ¡Estás como una cabra! —mascullaba uno.
—¡Pues yo pienso alistarme! —replicaba el segundo con el acento nasal típico de Ásoli—. Después de lo que ha hecho esa mujer por él, creo que Brandín tiene la suerte a su favor. Y, si es capaz de titularse Brandín di Chiara, tiene que ser mucho mejor que el carnicero ése de Barbadior. ¿Es que acaso te da miedo luchar, amigo?
El otro lanzó una risotada.
—¡Qué simple eres! —exclamó y, aflautando la voz, repitió—: Después de lo que esa mujer ha hecho por él… Ya sabemos todos lo que lleva haciendo por él cada noche. Esa tía no es más que la concubina del tirano. Lleva doce años acostándose con el hombre que nos conquistó, abriéndose de piernas para él porque le convenía. ¡Y ahora venís todos diciendo que queréis hacer vuestra reina a esa puta!
Alessan se incorporó. Giró levemente los pies para mejor mantener el equilibrio y, sin mediar palabra, descargó un puñetazo sobre el mal hablado con toda la energía y la confusión de que era presa. Sintió ruido de huesos rotos. El Ásolino se desplomó sobre el mostrador rompiendo al caer vasos y botellas en mil pedazos.
Alessan se quedó mirando el puño apretado. Estaba cubierto de sangre y era evidente que empezaba ya a hinchársele. Temió haberse roto la mano y encima corría el riesgo de que lo expulsaran del local o de verse enzarzado en una reyerta absurda. Pero no ocurrió nada. El Ásolino que se había declarado dispuesto a alistarse se volvió de espaldas.
Bajaron a la taberna. Devin los aguardaba ya en el escenario improvisado en la pared del fondo del local. Alessan sacó su flauta de Tregea. La mano derecha seguía molestándole y se le había hinchado considerablemente, pero no le iba a impedir tocar como era debido. Necesitaba con urgencia el consuelo de la música. Cerró los ojos y empezó a tocar. El gentío que llenaba la sala guardó silencio y se puso a escuchar su interpretación. Erlein esperaba su entrada, sujetando el arpa, lo mismo
que Devin. Ponían así a su disposición un ámbito de soledad que le permitiera alcanzar la agudísima nota en la que olvidar, aunque sólo fuera por unos instantes, la confusión, la pena, el amor, la muerte y el anhelo que albergaba en su corazón.