La primavera llegó pronto a la ciudad de Astíbar. Siempre ocurría así en aquella abrigada región noroccidental de la provincia que se asomaba a la bahía y a las desperdigadas islas del archipiélago. Al este y al sur, los vientos del mar retrasaban el comienzo de la estación unas pocas semanas y mantenían anclados a la orilla los botes de pesca.
Senzio estaba también floreciendo, comentaban los mercaderes en el puerto de Astíbar; las flores blancas de las secuoyas llenaban el aire de perfume con la promesa de la llegada próxima del verano. Se decía que en Chiara todavía hacía frío, pero era normal en aquella isla durante los primeros días de la primavera. Faltaba bastante para que la brisa de Khardhun templara el aire y el mar de la isla.
Senzio y Chiara.
Alberico de Barbadior pasaba las noches pensando en ellas y por la mañana se levantaba con idéntica obsesión, tras agitadas e intensas noches de insomnio salpicadas con misteriosos e inquietantes sueños.
Si el invierno había sido agitado, lleno de pequeños incidentes y rumores, los acontecimientos de los primeros días de la primavera resultaron aún peor. No se podía decir que hubiera ocurrido ni una simple cosa que no tuviera consecuencias importantes.
Todo parecía suceder a la vez. Al dirigirse desde el dormitorio hasta las oficinas de estado, Alberico estaba de un humor sombrío y temía con anticipación lo que en cualquier momento pudieran anunciarle.
Las ventanas del palacio estaban abiertas de par en par a la brisa. Había pasado mucho tiempo desde los últimos calores y después, durante el otoño y el invierno, en la plaza se habían podrido en las ruedas mortales no pocos cuerpos de conspiradores. Los Sandreni, los Nievolene, los Scalvaiani y una docena de poetas elegidos al azar. Eso también había impedido que se pudieran abrir las ventanas. Pero había sido una medida necesaria, y además lucrativa, gracias a la consiguiente confiscación de las propiedades de los conspiradores. Disfrutaba cuando la necesidad y el lucro se presentaban a la par; pocas veces ocurría, pero, cuando pasaba, a Alberico de Barbadior le parecía estar ante el placer más grande que pudiera deparar el poder.
Sin embargo, aquella primavera, los placeres habían sido pocos y raros y los problemas nuevos hicieron que los del invierno parecieran de poca monta,
aflicciones efímeras, breves nevadas nocturnas. Por doquiera que paseara la vista ahora, tenía que vérselas con ríos turbulentos.
Al comienzo de la primavera, había sido detectada en las montañas del sur la magia de un brujo, pero el Rastreador y los veinticinco hombres que Siferval había enviado tras el rastro habían sido asesinados en un desfiladero por unos bandidos: una acción de una arrogancia y una rebeldía difíciles de creer.
Y no podía permitirse la satisfacción de tomar represalias: los pueblos y granjas de las montañas odiaban a los proscritos tanto o más que los barbadios. Además había sucedido en una Noche de los Rescoldos, cuando ningún hombre honrado se aventuraría a salir para ver quién había llevado a cabo tal matanza sin precedentes. Siferval había enviado desde la fortaleza de Ortiz a cien hombres para que dieran caza a los bandidos. Pero no habían encontrado el menor rastro de ellos; sólo fuegos de campamento extinguidos hacía tiempo en las colinas. Era como si los veinticinco hombres hubieran sido asesinados por fantasmas: lo cual, sin duda, era lo que creían los habitantes de las montañas. Había ocurrido, al fin y al cabo, en una Noche de los Rescoldos, y todo el mundo sabía que los muertos vagan errantes esas noches. Los muertos, hambrientos de represalias.
—Unos muertos tan listos que utilizan flechas recién afiladas —había comentado Alberico con ironía al leer el informe que Siferval le envió con dos hombres; los mensajeros habían palidecido de terror ante la cólera de Alberico.
Después de todo, la tercera compañía había permitido que veinte de sus hombres murieran y había enviado a otros cien incompetentes que habían hecho el ridículo vagando entre las colinas.
Era enloquecedor. Alberico reprimió las ganas de incendiar el caserío más cercano a aquellas colinas, pues sabía cuán destructiva podía ser con el tiempo semejante medida. Minaría los beneficios del concentrado freno que había utilizado en el asunto de la conspiración de los Sandreni. Aquella noche había comenzado otra vez a parpadear, del mismo modo que le había ocurrido a principios de otoño.
Entonces, muy poco después, llegaron las nuevas de Quilea. Tras la asombrosa caída del matriarcado, Alberico había abrigado no pocas esperanzas respecto a aquellas regiones. Imaginaba un pingüe y floreciente comercio, una verdadera cosecha para el imperio y lo que era más importante aún, sería un mercado conseguido para la égida de Barbadior por el siempre vigilante guardián de las fronteras occidentales del imperio, Alberico de la Palma Oriental.
Tan inmensas y prometedoras esperanzas se habían convertido en una nueva fuente de problemas. Si Mario, aquel tullido asesino de sacerdotisas sentado en un trono precario, elegía comerciar con el oeste, con Ygrath, al tiempo que lo hacía con el este, todo iría sobre ruedas. Quilea era lo suficientemente grande como para ofrecer beneficios tanto a Alberico como a Brandín. Por lo menos durante algún tiempo.
Luego habría ocasión de hacer ver a aquel grosero sujeto las ventajas de tratar únicamente con Barbadior.
En la historia del imperio de Barbadior, se habían ensayado numerosas formas, algunas honrosas, otras sutiles y otras brutales, para obligar a los hombres a ver las cosas desde un determinado punto de vista. Alberico tenía sus propias ideas acerca de formas más modernas para persuadir a reyezuelo s de tres al cuarto y sacar un buen provecho de ellos. Tenía intención de ponerlas en práctica en cuanto regresara a su patria.
A la patria, como emperador. Porque, al fin y al cabo, aquello era el meollo, el meollo de todo. Pero los acontecimientos de aquella primavera eran un verdadero tropiezo en el camino hacia esa meta.
Mario de Quilea envió con pronta rapidez respuesta al último ofrecimiento para comerciar que Alberico le había brindado. Un emisario entregó el mensaje a Siferval en la fortaleza de Ortiz.
Cuando la carta llegó a Astíbar, llevarla personalmente por Siferval en reconocimiento de su importancia, el contenido destruyó por completo la breve alegría que Alberico experimentó ante la rapidez de la respuesta.
Pese al lenguaje refinado y a la extremada cortesía y retórica de las frases, el mensaje era claro y simple: el quileo lamentaba tener que llegar a la conclusión de que Brandín de Ygrath ostentaba el poder más grande y firme de la Palma, y que por tanto, dada la inestabilidad de su recién adquirido poder, él no podía arriesgarse a incurrir en la cólera del rey de Ygrath comerciando con Alberico, quien, pese a sus ambiciones, no pasaba de ser un simple servidor del imperio.
Era un comentario de los que pueden encender en un hombre una rabia asesina.
Luchando por mantener el control sobre sí mismo, había contemplado el recelo en el rostro de sus serviles consejeros y ayudantes, e incluso un velado temor en los ojos del capitán de la tercera compañía. Después, cuando Siferval le tendió una segunda carta, que, según explicó, había sustraído y copiado de la alforja del locuaz emisario quileo, Alberico sintió que perdía el poco control que le quedaba.
Tuvo que darse la vuelta, encaminarse hacia las ventanas de la parte de atrás del despacho y respirar profundamente para calmar el torbellino de su mente. El párpado derecho empezó a temblarle otra vez con el tic nervioso que no había podido dominar desde aquella noche en el bosque de los Sandreni, cuando había estado a punto de morir. Se aferró con zarpas de acero al alféizar de la ventana y se esforzó por recuperar la ecuanimidad que le permitiera calcular con precisión las implicaciones del mensaje interceptado, pero la calma era una ilusión inasible y su mente estaba llena de oscuridad y rugía como una tormenta en el mar.
«¡Senzio mi insensato rey de Quilea pretendía unirse a aquella disoluta marioneta que era la novena provincia! Era casi imposible que un hombre pudiera ser tan imbécil, aunque hiciera poco que hubiera alcanzado las esferas del poder».
De espaldas a sus consejeros y capitanes, mirando por la ventana hacia la soleada Plaza Mayor, Alberico de pronto cayó en la cuenta de cómo iba a juzgar aquello el resto del mundo. La parte del mundo que de veras le importaba: el emperador y sus asesores, que al fin y al cabo eran los verdaderos rivales de Alberico. ¿Cómo iban a interpretar aquellas noticias, mientras Brandín de Ygrath comerciaba con el sur, mientras los mercaderes de Senzio se hacían a la mar sobrepasando el archipiélago y costeando hacia el sur, más allá de Tregea y de las montañas, hasta llegar a los puertos de Quilea y hacerse con las fabulosas materias primas de aquella tierra, tan celosamente guardada en tiempos del matriarcado?
Y mientras tanto, sólo al imperio se le vedaba aquel mercado nuevo. Se le vedaba porque el poder de Alberico de Barbadior era juzgado débil en comparación con el ygrathio del oeste… Alberico sintió que comenzaba a sudar; un hilillo de sudor frío le bajaba por el costado. Sintió un espasmo de dolor en el pecho y el agarrotamiento de un músculo junto al corazón. Procuró respirar despacio hasta que pasara.
Parecía como si las esperanzas fracasadas se hubieran materializado en forma de daga, más aguda y mortal que la que hubiera podido esgrimir cualquiera de los enemigos que tenía en Barbadior.
Senzio. Durante los meses de nieve y hielo, había pensado y soñado con la novena provincia; en largas noches de insomnio había buscado la manera de hacerse oír, de recuperar el control de una situación que parecía desbordado más y más, en lugar de someterse a sus designios.
En ese estado de inquietud había vivido todo el invierno, antes de que llegaran las noticias del otro lado de las montañas.
Luego, poco después, mientras comenzaban a brotar las primeras flores en los jardines de Astíbar, aún hubo más novedades: aquella misma semana llegó del oeste el rumor de que alguien había intentado matar a Brandín de Ygrath.
El intento había fracasado. Durante una bendita noche, Alberico dibujó en sueños un glorioso escenario de triunfo. Soñó una y otra vez —tan agradable era la perspectiva— que el asesino, usando una ballesta, según habían contado, lograba su propósito. ¡Oh, habría sido perfecto, habría sido sumamente conveniente para él, habría encajado perfectamente con sus planes! Habría sido como un regalo, como una bendición que las supremas divinidades del imperio dejaban caer sobre él. Toda la península de la Palma habría sido suya en un año, en seis meses. El tullido rey de Quilea, que necesitaba desesperadamente comerciar con el extranjero, habría tenido que aceptar cualquier condición que Alberico se dignara imponerle.
¿Y el imperio? También habría sido suyo en un año, como mucho.
Con un poderío tan indiscutiblemente enraizado en la península, ni siquiera habría tenido necesidad de esperar a que el achacoso emperador muriera de una vez. Habría podido embarcarse hacia la patria con sus ejércitos, como paladín y héroe del pueblo; pues primero habría bañado a la población con grano, con oro, con el vino de la Palma y con las recién conseguidas riquezas de Quilea.
Habría sido glorioso. Durante una noche Alberico se dejó arrastrar por esos sueños con una sonrisa en los labios mientras dormía. Luego se despertó, bajó las escaleras y entró en las dependencias oficiales, donde lo estaban esperando sus tres capitanes con rostros ceñudos. Había llegado otro mensajero, también del oeste y tan sólo un día después de que llegara el primero. Las noticias de que era portador destruyeron veinte años de equilibrio en fragmentos tan pequeños que en adelante resultaría imposible recomponerlo.
Brandín había abdicado como rey de Ygrath y se había proclamado rey de la Palma Occidental.
El mensajero informó, temblando ante la expresión de su señor, que en Chiara habían comenzado las celebraciones a las pocas horas de hacerse pública la noticia.
—¿Y los ygrathios? —se apresuró a preguntar Karalius, el capitán de la primera compañía, aunque no tenía derecho a tomar la palabra.
—Muchos regresarán a su patria —contestó el mensajero—. Si se quedan, tendrán que convertirse en ciudadanos; en ciudadanos iguales a los demás, del reino recién constituido.
—Dices que regresarán a su patria —añadió Alberico con mirada severa, disimulando la febril agitación de sus emociones—. ¿Lo sabes con certeza, lo has oído decir o es una simple suposición?
El mensajero palideció y tartamudeó una respuesta acerca de las lógicas y evidentes consecuencias que cualquiera podría deducir …
—Que le corten la lengua y después lo maten —ordenó Alberico—. No me importa cómo. Que se lo coman los animales. Mis mensajeros sólo están para traerme las noticias que lleguen a sus oídos. Yo soy el único que puede deducir consecuencias.
El mensajero cayó desmayado al suelo; era evidente que se había cagado encima. Grancial, de la segunda compañía, se apresuró a indicar con un gesto a dos hombres que se lo llevaran fuera.
Alberico ni se dignó mirar. En cierto modo estaba contento de que aquel hombre se hubiera atrevido a hablar con tanta suficiencia. Necesitaba una excusa para matarlo y se la había proporcionado.
Hizo un gesto con dos dedos y su mayordomo se apresuró a hacer salir a todos de la habitación, excepto a los tres capitanes.
A decir verdad, ninguno de los oficiales inferiores parecía deseoso de permanecer allí. Así debía ser. Alberico no confiaba demasiado en ninguno de ellos.
Tampoco confiaba en sus tres capitanes, pero los necesitaba, y ellos lo necesitaban a él; el tirano había puesto buen cuidado en suscitar y avivar rivalidades entre los tres hombres. Le había sido de gran utilidad, por lo menos hasta ahora.
Pero el ahora era lo único que en aquellos momentos importaba, pues Brandín había sembrado el caos en la península. No es que Alberico se preocupara demasiado por la península; era sólo una puerta, un escalón. Había salido de Barbadior muy joven, para hacer fortuna y regresar a la patria como un auténtico caudillo; aquellos veinte años de exilio no servirían de nada, de nada en absoluto, si no podía volver a la patria como triunfador. Más que triunfador: como dueño de todo.
Dio la espalda a los capitanes y se dirigió hacia la ventana, frotándose con disimulo el ojo. Esperaba a ver quién hablaba primero y qué decía. Lo estaba devorando un terror que apenas podía esconder. Nada estaba saliendo a derechas; ni la cautela ni la discreción parecían haber dado los frutos que él esperaba.
Oyó que Karalius decía con voz suave:
—Señor, se nos presenta una oportunidad, una gran oportunidad.
Eso era precisamente lo que Alberico temía que el hombre dijera y lo temía porque sabía que era verdad y porque significaba actuar deprisa lanzándose a una acción decisiva y peligrosa. Pero una acción en la Palma, no en el imperio; no para emprender el regreso a la patria tan cuidadosamente planeado. Significaba la guerra en aquella salvaje y terca península, donde podía perderlo todo, la siembra de toda una vida, y encima luchando por algo que no le importaba lo más mínimo.
—Es mejor que actuemos con cautela —apuntó Grancial. Alberico estaba seguro de que lo había dicho para llevar la contraria a Karalius, pero no pudo menos que reparar en el uso del plural. Se dio la vuelta y miró al capitán de la segunda compañía con expresión severa.
—Yo no voy a hacer nada sin haberlo pensado detenidamente —declaró poniendo especial énfasis en el «yo».
Grancial pestañeó y desvió los ojos. Siferval sonrió bajo el rubio y rizado bigote.
Karalius permanecía serio, con expresión serena y taciturna.
Alberico sabía que era el que más valía de los tres, y también que era el más peligroso precisamente por eso. El tirano se encaminó hacia el pesado escritorio de roble y se sentó. Miró al capitán de la primera compañía y aguardó.
Karalius repitió otra vez:
—Se nos presenta una oportunidad única. Habrá confusión y desbarajuste en el oeste con la marcha de los ygrathios. ¿Puedo deciros lo que creo?
Su pálido rostro había enrojecido de excitación. Alberico lo veía muy claro: aquel hombre vislumbraba oportunidades de progreso para sí mismo: tierra y riquezas.
Sería un error dejar que Karalius se explicara; acabaría por pensar que el plan era suyo.
—Sé perfectamente lo que piensas —contestó—, sé muy bien lo que te gustaría decir. Cállate. Sé muy bien lo que va a ocurrir en el oeste, excepto una cosa: todavía ignoramos qué contingente del ejército ygrathio va a quedarse. Supongo que la mayoría preferirá marcharse antes de verse rebajados a la categoría de aquellos a los que han estado juzgando todos estos años. No vinieron aquí para convertirse en insignificantes figurones.
—Tampoco nosotros —comentó Siferval.
Alberico reprimió la cólera. Parecía que en los últimos tiempos se veía forzado a reprimirla siempre ante aquellos tres. Pero es que los capitanes tenían sus propias ambiciones, sus propios planes largo tiempo acariciados; anhelaban fama y riqueza, lo mismo que cualquier habitante ambicioso del imperio; ¿a qué otra cosa podía aspirar un hombre con ambiciones?
—Lo sé muy bien —dijo el tirano con la mayor calma de que fue capaz.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Grancial.
Era realmente una pregunta, no un desafío. Grancial era el más débil y, por eso mismo, el más leal de los tres.
Alberico alzó los ojos. Pero miró a Karalius, no a Grancial.
—Reunid mis ejércitos —ordenó con deliberada lentitud, aunque sentía el pulso acelerado.
La jugada era peligrosa y podía resultar decisiva; se lo decían sus más arraigados instintos, pero también tenía la certeza de que el tiempo y los dioses le habían arrojado del cielo una resplandeciente gema, y, si no se daba prisa, corría el riesgo de que cayera fuera de su alcance.
—Reunid mis ejércitos en las cuatro provincias y llevadlos hacia el norte. Quiero que mis tropas se concentren lo antes posible.
—¿Dónde? —preguntó Karalius con los ojos brillantes por la respuesta que adivinaba.
—En Ferraut, desde luego. En la frontera norte con Senzio.
«Senzio», estaba pensando el tirano. La novena provincia. La joya. El campo de batalla.
—¿Cuánto tiempo tardaréis en concentrarlas? —preguntó a sus tres capitanes.
—Cinco semanas; no más —se apresuró a afirmar Grancial.
—Cuatro —aseguró Siferval con una sonrisa.
—La primera compañía —añadió Karalius— estará en la frontera dentro de tres semanas. Cuenta con ello.
—Muy bien —dijo Alberico despidiéndolos.
Permaneció largo tiempo sentado junto al escritorio, jugueteando con un pisapapeles, mientras daba vueltas y más vueltas al asunto. Lo mirara por donde lo mirase, todas las piezas parecían encajar. Había mucho poder en juego, y un gran triunfo; casi podía ver cómo la resplandeciente gema caía por el aire, por encima del agua y de la tierra, e iba a parar a sus manos.
Se había puesto en acción. Estaba planeando y dando forma a los acontecimientos, sin dejar que lo cogieran por sorpresa. El enemigo sería vulnerable, muy vulnerable, mientras no se apaciguara el caos en el oeste. La decisión de Quilea podía ser forzada y verse entre la espada y la pared. El imperio comprobaría, en vísperas de su regreso definitivo a la patria, lo que su hechicero y sus tropas eran capaces de lograr. La casualidad le estaba ofreciendo realmente una joya caída del cielo; sólo había que tender la mano para cogerla y para ponérsela sobre la frente.
Sin embargo, Alberico seguía estando inquieto, extrañamente inquieto; sentado a solas en aquella soleada mañana trataba de convencerse de la verdad de toda aquella resplandeciente promesa. Estaba más que inquieto; tenía la boca seca y la luz de la primavera le parecía ajena, casi dolorosa. Se preguntó si acaso estaría enfermo. Algo lo estaba corroyendo en los tenebrosos rincones de su pensamiento, como una rata en la oscuridad. Procuró concentrarse, iluminar aquellos rincones con la antorcha de la racionalidad, ahondar en lo más profundo del corazón y desenraizar aquella ansiedad.
Por fin vio lo que era y al momento comprendió que no podría ser desenraizado ni tampoco ser reconocido ante ningún ser viviente.
Porque la verdad, la ponzoñosa hiel de la verdad, era que estaba asustado. En los más recónditos recovecos del corazón estaba mortalmente asustado de otro hombre. De Brandín de Ygrath, ahora convertido en Brandín de la Palma Occidental. El nombre había cambiado, el equilibrio se había roto.
Era el mismo miedo que había sentido durante casi veinte años.
Poco después abandonó la habitación y bajó la escalera para ver cómo ejecutaban al mensajero.
Alais sabía muy bien por qué había sido recompensada con el sorprendente regalo de un viaje en La Sirena de los Mares con su padre: Selvena iba a casarse al final del verano.
Catini bar Edinio, cuyo padre poseía una finca de olivares y viñedos al norte de Astíbar y una modesta pero próspera casa de banca en la ciudad, había pedido a Rovigo la mano de su segunda hija a comienzos de la primavera. El mercader, a instancias de la propia interesada, había dado su consentimiento, una decisión calculada, entre otras cosas, para prevenir la tan cacareada intención de Selvena de quitarse de en medio si en el otoño seguía viviendo en su casa y soltera. Catini era serio y educado, aunque un poco soso, y Rovigo había tenido negocios en el pasado con su padre y encontraba muy de su gusto a toda la familia.
Selvena estaba enloquecida y encantada con los preparativos de la boda y la perspectiva de abandonar la casa paterna, pues Edinio había ofrecido a la joven pareja una pequeña casita en la colina, sobre los viñedos. Una noche, Rovigo había oído cómo comentaba excitada con sus hermanas menores los placeres del lecho matrimonial.
El buen hombre se alegraba de verla tan feliz y atareada con los preparativos. A veces, sin embargo, sentía una tristeza que trataba de disimular y que atribuía a los naturales sentimientos de un hombre que ve a su niña convertida en mujer antes de lo que imaginaba. El ver a Selvena bordando el guante rojo para la noche de bodas lo afectó más de lo que hubiera podido suponer. Desvió los ojos de la inquieta y agitada Selvena para fijarlos en Alais, silenciosa, pacífica y reflexiva, y en medio del bullicio que reinaba en la casa sintió una aguda tristeza.
Alix pareció entender lo que le pasaba quizá mejor que él mismo. Su esposa tenía el hábito de palmearle el hombro en momentos esporádicos e inesperados, como si acariciara a una criatura inquieta.
Y Rovigo estaba inquieto. Aquella primavera las noticias que llegaban del mundo eran sorprendentes y de indudable trascendencia. Las tropas barbadias estaban empezando a atascar las carreteras en dirección al norte de Ferraut, a la frontera de Senzio. Todavía no había habido respuesta a aquella provocación por parte del recién proclamado rey de la Palma Occidental. O, por lo menos, nada se sabía al respecto en Astíbar. Rovigo no había tenido noticias de Alessan desde antes de los Días de los Rescoldos, pero el príncipe le había dicho hacía mucho tiempo que esa primavera podría marcar el comienzo de algo nuevo.
Y algo flotaba en el aire, una sensación de prisa y de cambio que encajaba perfectamente con los efluvios de la primavera y que incluso iba más allá, como si anunciara un peligro y una violencia potencial. A Rovigo le parecía oírlo y verlo por doquier: en el paso de las tropas en marcha, en los murmullos de los hombres en las tabernas, en las furtivas miradas que dirigían a la puerta cuando entraba alguien …
Una mañana, Rovigo se despertó con la imagen de los enormes témpanos de un río de hielo que hacía muchos años había visto muy al sur durante un largo viaje por las costas de Quilea, y mientras permanecía acostado, medio dormido aún, le pareció ver que el hielo se rompía y que las aguas del río comenzaban a correr otra vez arrastrando los témpanos y pulverizándolos en el mar.
Esa misma mañana, mientras sorbía una taza de khav en la cocina, anunció que se marchaba a la ciudad a aparejar la Sirena para el primer viaje de la temporada a Tregea; la iba a cargar con vino —a lo mejor el vino de Edinio— para cambiarlo por lana de oveja y queso de cabra.
Fue una decisión impulsiva, pero muy conveniente. Por lo general viajaba hacia el sur en primavera, aunque un poco más avanzada la estación, en parte para comerciar y en parte para enterarse de lo que podía hacer por Alessan. Lo había venido haciendo durante años, y por ambas razones, desde que había conocido a Alessan y a Baerd y, tras pasar con ellos una larga velada en una taberna del sur, se habían separado con el convencimiento de que compartían una misma pasión y una misma causa, a la que quizá tendrían que consagrar todos los días de sus vidas.
Así pues, aquel viaje en primavera formaba parte de la rutina de todos los años. La novedad, lo verdaderamente impulsivo, fue su ofrecimiento, entre sorbo y sorbo de khav, de llevarse con él a Alais.
Su hija mayor, la más lista, su orgullo. Rovigo la juzgaba de una belleza inefable, pero nadie le había pedido su mano. Y, aunque le constaba que la joven estaba contenta por Selvena y no se compadecía de sí misma, tal certeza no le impedía sentir una cierta tristeza cuando la observaba inmersa en la excitación de los preparativos de la boda de su hermana menor.
Por eso le preguntó, como por casualidad, si quería ir con él; Alix, que trajinaba en la cocina, le dirigió una rápida mirada de inquietud. Alais, con una emoción extraña en ella, se apresuró a contestar:
—¡Oh, por la Tríada! ¡Me encantaría ir contigo! No soñaba en otra cosa.
Era su deseo más antiguo, lo que jamás se atrevió a pedir, ni a pronunciar en voz alta. Alais sintió que su sueño dorado se hacía realidad. Vio que su padre y su madre intercambiaban una mirada. A veces les envidiaba esa capacidad de comunicación. No tenían que hablar, no necesitaban las palabras. Vio que su madre asentía y se volvió hacia su padre a tiempo de ver la sonrisa que por toda respuesta dirigía a su esposa, y supo con certeza que por primera vez en su vida iba a embarcarse en la Sirena.
Hacía tanto tiempo que lo deseaba que no recordaba haber vivido sin ese afán. Se veía a sí misma de pequeña, en brazos de su padre, mientras su madre llevaba a Selvena, de camino hacia el puerto de Astíbar, para ver el barco nuevo que era todo lo que poseían en el mundo.
Le había encantado. Los tres mástiles, que entonces le habían parecido altísimos, erguidos hacia el cielo, la cabeza morena de una sirena en la proa, la fresca pintura azul de las barandillas, el crujir de los cabos y las cuadernas… Le había encantado también el puerto: el olor a brea, a pino, a pescado, a cerveza, a queso, a lana, a especias, a cuero. El retumbar de los carros cargados de mercancías que iban a
lejanos lugares del mundo conocido o venían de distantes parajes, cuyos nombres tenían para ella ecos mágicos.
Un marinero vestido de rojo y verde paseaba con un mono al hombro y su padre lo había saludado con cordialidad. Rovigo parecía estar en el puerto como en su propia casa; conocía a todos, conocía los exóticos y salvajes lugares de donde venían y adónde iban. Había oído gritos, risotadas, voces que se alzaban discutiendo el peso y el precio de esto o aquello. Luego alguien había anunciado a gritos que había delfines en la bahía, y su padre la había subido sobre sus hombros para que los viera.
Selvena se había puesto a llorar ante tanto barullo, recordaba muy bien Alais, y habían vuelto al carro y emprendido el camino de regreso a casa ante la imponente y amenazadora presencia de los enormes y rubios barbadios que, montados sobre robustos caballos, vigilaban el puerto de Astíbar. Ella era todavía muy pequeña para entender por qué estaban allí, pero el adusto silencio y el rostro inexpresivo de su padre al pasar junto a ellos le había dado a entender algo. Más tarde, al crecer entre la sojuzgada realidad del mundo, había comprendido muchas cosas más.
Su amor por los barcos y el puerto había permanecido inalterable. Siempre que podía acompañaba a Rovigo al puerto. Le resultaba más fácil en invierno, cuando se mudaban a la casa de la ciudad, pero incluso en primavera, verano, y a principios del otoño, buscaba mil excusas y motivos para acompañado a la ciudad y al lugar donde estaba anclada la Sirena. Se extasiaba al veda, y por las noches soñaba con océanos abiertos y con la salpicadura salada de las olas.
Sueños. Pero ella era una mujer. Las mujeres no se embarcaban. Las hijas obedientes y respetuosas no molestaban a sus padres exigiéndoles tales cosas. No obstante, a veces, según parecía, Eanna podía mirar entre las luces del cielo y sonreír, y entonces sobrevenía un milagro inesperado e imposible.
Alais parecía un marinero de verdad, habituado al vaivén y al balanceo del barco sobre las olas mientras la costa de Astíbar iba desapareciendo por estribor. Navegaban rumbo al norte por la bahía, y luego pusieron proa hacia las islas del archipiélago y hacia la vastedad del mar abierto; Rovigo y sus seis marineros manejaban el barco con una pericia relajada y precisa. Alais estaba exultante, contemplando todo aquel mundo desconocido con una intensidad que despertaba la hilaridad de los hombres. Pero no había malicia en las chanzas, pues los conocía a todos desde que era una niña.
Viraron en el extremo norte de la provincia, un cabo de tormentas, según le dijo uno de los marineros. Pero aquel día de primavera era tranquilo y apacible, y la joven permaneció junto a la baranda mientras giraban rumbo al sur y veía cómo se alejaban las verdes colinas de su tierra que descansaban sobre playas de blanca arena, salpicadas de aldeas de pescadores.
Algunas noches después estalló una tormenta frente a los acantilados del norte de Tregea. Rovigo había visto cómo se acercaba o simplemente la había olfateado, pero la costa era rocosa y escarpada y no ofrecía abrigo alguno. Capearon el temporal a considerable distancia de la orilla para no encallar. Alais permaneció abajo en el camarote para no estorbar.
Se sentía satisfecha al comprobar que ni siquiera el mal tiempo la preocupaba demasiado. No era agradable ver que La Sirena de los Mares crujía y se sacudía, abofeteada en la oscuridad por el viento y la lluvia, pero Alais se repetía a sí misma que su padre se había enfrentado a situaciones peores en treinta años de viajes por mar, y no estaba dispuesta a asustarse o descomponerse ante un turbión primaveral sin importancia.
En cuanto las olas y el viento se calmaron, volvió a subir a cubierta. Seguía lloviendo y se tapó la cabeza con la capucha del manto. Poniendo buen cuidado en no estorbar el trabajo de los marineros, se apoyó en una barandilla y alzó la vista. Al este las nubes se deslizaban a toda velocidad y dejaban ver jirones de cielo azul que resplandecían con la luz de Vidomni. Más tarde el viento cesó del todo, dejó de llover y las nubes se despejaron; la muchacha vio que las relucientes y lejanas estrellas de Eanna se cernían sobre el mar como una promesa, como un regalo. Se quitó la capucha y sacudió sus negros cabellos. Aspiró el fresco y límpido aire y gozó de unos momentos de completa felicidad.
Vio que su padre la estaba mirando y le sonrió. Rovigo no le devolvió la sonrisa, pero mientras se acercaba a ella Alais observó en sus ojos una expresión de grave ternura. El hombre se apoyó en la barandilla junto a su hija, con la mirada fija en el oeste, en la costa. Gotas de agua le brillaban en los cabellos y en la barba que se estaba dejando crecer. No muy lejos se deslizaban poco a poco los acantilados de Tregea, como oscuras y tenebrosas formas tocadas por la luz de la luna.
Su sueño, resplandeciente y claro como la blanca luz de Vidomni sobre las olas. Descubierto y hecho realidad con unas simples palabras.
Tragó saliva para pronunciar un discurso largo tiempo ensayado y jamás pronunciado:
—No tienes hijos varones y yo soy la primogénita. ¿Permitirás que la Sirena y todo lo que has conseguido acaben cuando…, cuando ya no desees seguir con esta clase de vida?
—¿Cuando me muera? —dijo él con voz dulce, aunque Alais sintió que se le encogía dolorosamente el corazón.
La muchacha le pasó la mano por el brazo, se lo apretó cariñosamente y, acercándose a él, apoyó la cabeza en su hombro.
Contemplaron en silencio los acantilados y los juguetones reflejos de la luna en el mar. El barco estaba en silencio, pero a ella le encantaban los ruidillos que hacía. Las
noches pasadas se había quedado dormida acunada por la eterna letanía de los sonidos de La Sirena de los Mares.
—¿Podrías enseñarme? —preguntó con la cabeza aún apoyada en su hombro—. Quiero decir, a ayudarte en tus negocios, aunque no pueda acompañarte en los viajes.
El padre se quedó unos momentos callado. Apoyada en él, Alais notaba su respiración tranquila. Rovigo tenía las manos entrelazadas sobre la barandilla.
—A lo mejor —repuso—. Si tú lo deseas, puedo enseñarte. En toda la Palma hay mujeres que se dedican a los negocios. Viudas, en su mayoría, pero también otras. Tu madre habría podido hacerla, me parece, si lo hubiera deseado y si hubiese contado con buenos maestros.
Miró a su hija, pero ella no alzó la cabeza.
—Es una vida dura y pesada, querida. Tanto para una mujer como para un hombre; sin un hogar junto al que calentarse al final de la jornada, y sin un amor que te llame de regreso a casa.
Alais cerró los ojos al oírlo. Había algo en sus palabras que le llegaba a lo más profundo del corazón. Jamás sus padres la habían presionado, jamás la habían acuciado, aunque ya tenía casi veinte años y había llegado de sobra a la edad de casarse. En las noches del invierno que acababa de concluir había tenido repetidas veces un sueño extraño: se había visto a sí misma junto a la sombra de una figura recortada contra la luna, la figura de un hombre en un lugar elevado y desconocido, rodeado de flores, bajo la arcada de las estrellas, inclinándose hacia sus labios mientras ella le tendía las manos.
Alais alzó la cabeza y retiró el brazo. Mirando al mar dijo en voz muy baja:
—Me gusta Catini y me alegro por Selvena. Le ha llegado la hora por la que tanto ha suspirado, y creo que él será un buen marido. Pero, padre, yo necesito más de lo que ella pretende. No sé lo que es, pero necesito más.
Su padre se estremeció. La muchacha lo oyó suspirar.
—Lo sé —dijo lentamente—. Te conozco bien, hija mía. Si supiera qué es y cómo dártelo, te lo conseguiría. Te conseguiría el mundo y las estrellas de Eanna.
Alais se echó a llorar, cosa inhabitual en ella. Quería muchísimo a su padre y le había causado dolor, y le había oído decir que algún día moriría; además, la blanca luna sobre los acantilados y el mar después de la tormenta eran lo más hermoso que jamás había visto en su vida, que jamás podría volver a ver.
Diez días después, ella, Baerd y Sandre habían montado guardia en las colinas próximas a la fortaleza de Ortiz y habían visto llegar por la carretera a unos
emisarios con la bandera de Quilea; fueron recibidos con todos los honores fuera de las murallas y escoltados a la fortaleza por los barbadios.
A la mañana siguiente, los quileos emprendieron la marcha hacia el norte, sin darse demasiada prisa. Dos horas después de su marcha, las puertas de la fortaleza se abrieron y seis hombres salieron al galope. Uno de ellos, según observó Sandre, era Siferval, el capitán de la tercera compañía.
—¡Ya está! —exclamó Baerd con un deje de solemnidad en la voz—. Apenas puedo creerlo, pero me parece que lo hemos conseguido.
Poco más de una semana después, las primeras tropas comenzaron a moverse, y supieron con certeza que Baerd estaba en lo cierto. Al cabo de pocos días, en una aldea de artesanos al norte de Certando, adonde habían ido para comprar objetos de madera tallada y tejidos, se enteraron con cierto retraso de lo que Brandín de Ygrath había hecho en Chiara. Había nacido d reino de la Palma Occidental.
—¿Eres jugador? —preguntó Sandre a Baerd—. Los dados están echados y nadie los cogerá ni controlará hasta que se paren.
Baerd no contestó nada, pero la expresión atónita y desencajada de su rostro hizo que Catriana se le acercara y le cogiera una mano, gesto que no era habitual en la muchacha.
El caso era que todo había cambiado o estaba cambiando. Baerd no era el mismo desde los Días de los Rescoldos y la estancia en Castelborso. Algo le había ocurrido allí que no quería explicar. Alessan y Devin se habían marchado, y, aunque la muchacha odiaba tener que reconocerlo, lo cierto era que echaba de menos al joven casi tanto como al príncipe. Incluso el papel que ellos tres tenían que realizar en el este se había alterado por completo.
Esperaron en las montañas a que llegaran los emisarios por si algo salía mal. Después Baerd los animó a viajar a toda prisa de ciudad en ciudad deteniéndose a cambiar impresiones con hombres y mujeres de los que Catriana jamás había tenido noticia, a quienes les decía que estuvieran preparados porque seguramente estallaría una revuelta en verano.
A algunos de ellos, no muchos, sólo unos cuantos escogidos, les daba un mensaje más específico: Senzio. Debían dirigirse hacia el norte, a Senzio, antes del solsticio de verano y debían llevar con ellos todas las armas que pudieran.
Esas últimas palabras revelaban a Catriana una y otra vez, sin lugar a dudas, que el momento de la acción había por fin llegado de verdad. Lo tenían realmente encima. Se habían acabado los rodeos y las dilaciones; ya no se detenían al borde de los acontecimientos. Éstos tenían ahora un eje central, que era o sería muy pronto Senzio, el lugar hacia adonde se dirigían. La muchacha ignoraba aún lo que iba a ocurrir; si Baerd lo sabía, se lo guardaba para él.
Lo que sí les dijo, tanto a ella como a Sandre, fueron los nombres de la gente.
Una veintena. Nombres que había grabado en la memoria durante una docena de años. Nombres de personas que estaban con ellos, en las que se podía confiar y a quienes había que comunicar en las provincias gobernadas por Barbadior que el movimiento de las tropas de Alberico era la señal de que tenían que estar preparados para observar el desarrollo de los acontecimientos y obrar en consecuencia.
Por las noches, sentados en torno a una hoguera bajo las estrellas o en un apartado rincón de un hospedaje en alguna aldea o pueblo, Baerd les repetía los nombres que debían aprender.
Una noche, la tercera en que se repetía la misma operación, Catriana cayó en la cuenta, antes de quedarse dormida, de que debían aprender esos nombres por si Baerd moría mientras Alessan estaba en el oeste.
—Ricaso bar Dellano —decía Baerd—. Un tonelero de Marsiliano, el primer pueblo al sur de la fortaleza de Ciorone. Nació en Avalle. No puede ir a la guerra porque es cojo. Pero hay que hablar con él. No podrá ir al norte, pero conoce a mucha gente y extenderá el rumor y soliviantará a nuestros partidarios en ese distrito cuando llegue la hora de la revuelta.
—Ricaso bar Dellano —repitió Catriana—. En Marsiliano.
—Porrena bren Cullion. En Delonghi, en la carretera de Ferraut, en la frontera de Tregea. Es un poco mayor que tú, Catriana. Su padre murió en el Deisa. Sabe muy bien con quién hay que hablar.
—Porrena —murmuró Sandre concentrándose, con las huesudas y nudosas manos entrelazadas—. En Delonghi.
Catriana se maravillaba ante la cantidad de nombres, de vidas que Alessan y Baerd se habían atraído en doce años de viajes después de regresar de Quilea; durante todos esos años se habían estado preparando a ellos mismos y a esa gente para la hora que ya había sonado y a la que habían consagrado sus vidas, y el corazón de la muchacha se henchía de esperanza mientras susurraba los nombres una y otra vez, como si fueran un poderoso talismán.
Cabalgaron durante semanas, en medio del despertar de la primavera, a un ritmo casi temerario, simulando apenas su condición de mercaderes. Realizaban ruinosas y apresuradas transacciones cuando se detenían, porque no querían perder tiempo en regateos. Se detenían sólo el tiempo suficiente para localizar al hombre o a la mujer de talo cual pueblo o caserío que conocía a los demás y podía difundir la noticia.
Perdían dinero, pero podían permitirse tal lujo porque Alienor les había entregado una considerable suma de astinos. Catriana, honesta consigo misma, reconocía su renuencia a admitir el papel que aquella mujer había desempeñado todos aquellos años en los planes de Alessan. Años durante los cuales ella crecía en la ignorancia en una aldea de pescadores de Astíbar.
En una ocasión, Baerd la mandó a establecer un contacto en una ciudad. La mujer era una tejedora, muy conocida por su habilidad en el oficio. Catriana localizó la casa en las afueras del pueblo. Dos perros le habían ladrado al acercarse y una voz dulce los había apaciguado desde el interior de la vivienda. La mujer era un poco más joven que su madre. Catriana se aseguró de que estuvieran las dos solas y, tal como le había indicado Baerd, le mostró el anillo con el delfín, pronunció el nombre de Alessan y le comunicó que estuviera preparada, el mismo mensaje que iban sembrando por doquier. Luego pronunció el nombre de dos hombres y repitió el segundo mensaje de Baerd: Senzio. En el solsticio de verano. Diles que si pueden vayan armados.
La mujer palideció y se puso en pie de un salto cuando Catriana empezó a hablarle. Era muy alta, más que ella incluso. Cuando hubo escuchado el segundo mensaje, se quedó muy quieta unos instantes y luego besó a la muchacha en los labios.
—Que la Tríada te bendiga y te proteja a ti y a tus compañeros —dijo—. No imaginé vivir para ver este día.
Estaba llorando; Catriana notó el sabor de la sal en sus labios.
La muchacha regresó junto a sus compañeros. Baerd y Sandre acababan de comprar una docena de barriles de cerveza de Certando. Un horrible negocio.
—¡Insensatos! ¿No veis que vamos hacia el norte? —exclamó exasperada, asumiendo sin pensarlo su condición de comerciante—. En Ferraut no gusta la cerveza y lo sabéis muy bien.
—Entonces tendremos que bebérnosla nosotros —bromeó Sandre montando a caballo.
Baerd, que no acostumbraba reír, pero que había cambiado mucho desde los Días de los Rescoldos, soltó una carcajada. La muchacha, subiéndose al carro junto a él, también se echó a reír, contagiada por los dos hombres y sintiendo la fresca caricia de la brisa en sus cabellos y en su corazón.
Aquel mismo día, a primera hora de la tarde, llegaron al vallecito que tanto le gustaba a Catriana, y Baerd desvió el carro del camino para que la muchacha pudiera bañarse en el estanque. Cuando regresó junto a ellos, ninguno de los dos reía; contemplaban ceñudamente el paso de las tropas barbadias.
Catriana no podía ver la carretera mientras ascendía por la ladera desde la hondonada, pero, por los sonidos que oía en la distancia y por la forma como se habían detenido Baerd y Sandre para examinar la hierba al borde del soto, adivinaba que algo no iba bien. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que los hombres disimulaban peor que las mujeres sus sentimientos en situaciones como aquélla.
Con los cabellos húmedos tras haberse bañado en el estanque —un lugar encantador en el que siempre se detenían cuando viajaban de Ferraut a Certando y viceversa— se apresuró a subir la ladera para ver qué ocurría.
Los dos hombres no dijeron nada cuando ella apareció. Habían puesto el carro a la sombra, fuera de la carretera, y habían soltado a los caballos para que pastaran. El arco y el carcaj de Baerd estaban sobre la hierba, tras los árboles, al alcance de la mano por si acaso. Catriana miró hacia la carretera y vio que pasaban tropas barbadias, a pie y a caballo, levantando una espesa polvareda.
—La tercera compañía casi al completo —dijo Sandre con fría cólera en la voz.
—Parece como si se estuvieran marchando todos, ¿verdad? —murmuró con aspereza Baerd.
Era una ventaja; más que una ventaja, era lo que ellos deseaban. Por tanto la cólera, la aspereza estaban fuera de lugar; eran simplemente una reacción instintiva ante la proximidad del enemigo. A Catriana le entraron ganas de pegar a los dos.
Estaba muy claro. El propio Baerd se lo había explicado a ella, a Sandre y a Alienar de Castelborso el día en que Alessan se encontró en las montañas con Mario de Quilea y emprendió la marcha hacia el oeste en compañía de Devin y Erlein.
Y, al escucharlo aquel día, procurando guardar la debida compostura ante Alienar, Catriana había comprendido al fin lo que Alessan había querido decir con aquello de que había que esperar la llegada de la primavera. Habían estado aguardando a que Mario contestara sí o no; a que comprometiera su inestable corona y su vida por ellos y aquel día en el desfiladero de Braccio había afirmado que estaba dispuesto a hacerla. Baerd les había explicado sus motivos de forma sucinta.
Catriana estaba segura de que lo que había originado el incidente fue el aspecto de los dos hombres. Pero cuando llegó junto a ellos ya era demasiado tarde. Seguramente fue Baerd quien atrajo la atención de los barbadios. Sandre con su disfraz de khardhu debió de resultarles indiferente.
Pero un mercader, un insignificante comerciante con un carro y un caballo escuálido, que contemplaba el paso del ejército con una actitud tan fría, con la cabeza muy alta, sin mostrar la más mínima sumisión ni el más remoto temor, como cabía esperar en una ocasión como aquélla, debió de resultarles sospechoso.
Catriana pensó que el lenguaje del cuerpo a veces podía llegar a ser muy elocuente. Miró a Baerd que observaba el paso del ejército con una expresión dura como la piedra en sus oscuros ojos. No era arrogancia, decidió, ni orgullo. Era algo más, algo mucho más enraizado. Era una reacción primitiva y primaria ante aquel despliegue del poder del tirano, una reacción más difícil de esconder aún que los doce barriles de cerveza que llevaban en el carro.
—¡Basta ya! —murmuró Catriana con firmeza.
Pero, al tiempo que pronunciaba esas palabras, oyó que uno de los barbadios vociferaba una orden y media docena de hombres se salían de la columna de soldados y caballos y galopaban hacia ellos. Catriana tenía la boca seca. Vio que Baerd echaba una ojeada a su arco, sobre la hierba, y cambiaba ligeramente de postura para mantener mejor el equilibrio. Sandre lo imitó.
—¿Qué vas a hacer? —susurró la muchacha—. Recuerda dónde estamos.
No tuvo tiempo de añadir nada más. Los barbadios llegaron junto a ellos, imponentes sobre sus cabalgaduras; miraban con desprecio a un hombre y a una mujer de la Palma y a la flaca reliquia de cabellos grises de Khardhun.
—No me gusta tu jeta —dijo el jefe de los barbadios encarándose con Baerd.
Tenía los cabellos más oscuros que los otros, pero sus ojos eran claros e implacables.
Catriana tragó saliva. Era la primera vez que se enfrentaba tan directamente con los barbadios. Bajó los ojos, deseando con toda el alma que Baerd se tranquilizara lo suficiente para decir lo que resultara más apropiado.
Lo que ignoraba era lo que Baerd estaba viendo en aquellos momentos, porque no podía saberlo nadie que no hubiera estado allí.
Baerd no veía a seis barbadios a caballo en un camino de Certando, sino a muchos soldados ygrathios en la plaza ante la casa de su padre, hacía muchos años. Había pasado mucho tiempo, pero el recuerdo lo seguía hiriendo como si la escena acabara de suceder. En momentos como aquél las medidas normales del tiempo parecían estallar y desmoronarse.
Baerd se esforzó por desviar los ojos ante la feroz mirada del barbadio. Sabía que había cometido un error, y sabía que era un error que cometería siempre si no tenía cuidado. Pero se había sentido pletórico de euforia, se había dejado llevar por la marea de las emociones al ver avanzar aquella columna, como si danzara al son que habían tocado él y Alessan. Pero aún era pronto, demasiado pronto; todavía muchas cosas permanecían ignoradas e incontroladas en el futuro, y ellos tenían que vivir para ver ese futuro o lo habrían echado todo a perder: sus vidas, los años dedicados a la paciente labor de convertir en realidad un sueño.
Con ojos bajos y voz humilde dijo:
—Siento haberte molestado. Sólo os estaba admirando. Hacía años que no veíamos tantos soldados en la carretera.
—Nos hemos apartado para dejar libre el camino —añadió Sandre con su voz de barítono.
—Cierra el pico —le espetó el jefe barbadio—. Cuando desee hablar con criados, te lo diré.
Uno de los soldados acercó su caballo a Sandre obligándolo a retroceder unos pasos. Catriana, que estaba detrás del duque, sintió que las piernas le fallaban y se apoyó en el carro; tenía las manos húmedas de miedo. Vio que dos de los barbadios la estaban mirando con una sonrisa de deseo y de pronto reparó en que debía de tener las ropas pegadas al cuerpo tras el baño en el estanque.
—Perdonadnos —repitió Baerd con voz apagada—. No teníamos intención de causaros la menor molestia.
—¿De veras? ¿Por qué estabas contando nuestro contingente?
—¿Contando? ¿Vuestro contingente? ¿Por qué iba a hacer semejante cosa?
—Eres tú quien debe decírmelo, mercader.
—No estaba haciéndolo —protestó Baerd maldiciendo mentalmente su torpeza y su insensatez.
¡Haber caído en tal error después de doce años. La situación se le estaba escapando de las manos y lo cierto era que sí había estado contando el contingente de barbadios!
—Sólo somos simples mercaderes —añadió—. Humildes mercaderes.
—¿Con un guerrero khardhu como escolta? Yo no diría que sois tan humildes.
Baerd pestañeó y entrelazó las manos en un gesto de deferencia. Había cometido un tremendo error. Aquel hombre era peligrosamente listo.
—Temía por mi esposa —dijo—. He oído decir que en el sur los proscritos andan bastante revueltos.
Aquello era cierto; de hecho, era más que un simple rumor. Veinticinco barbadios habían sido asesinados en un desfiladero. Baerd estaba casi seguro de que Alessan estaba mezclado en aquel asunto.
—¿Temías por tu esposa o por tus mercancías? —comentó en tono de burla otro de los barbadios—. Conocemos bien las preferencias de la gente como tú.
El hombre miró con expresión descarada hacia donde estaba Catriana. Los demás soldados se echaron a reír. Baerd se apresuró a bajar la cabeza; no quería que vieran la expresión mortal que había aparecido en sus ojos. Recordaba muy bien el significado de aquellas risas, recordaba su eco; las había escuchado en una plaza de Tigana hacía dieciocho años. Se quedó callado, con los ojos bajos, abrumado por los recuerdos y sintiendo en su corazón el impulso de matar.
—¿Qué mercancías llevas? —preguntó el jefe de los barbadios con una voz contundente y dura como un mazazo.
—Cerveza —contestó Baerd restregándose las manos—. Sólo llevamos barriles de cerveza para el norte.
—¿Cerveza para Ferraut? Eres un mentiroso. O un idiota.
—No, no —se apresuró a decir Baerd—. Para Ferraut no. La hemos comprado a muy buen precio. A once astinos el barril. A ese precio valía la pena el viaje hacia el norte. La llevaremos hasta Astíbar. Allí la podremos vender por tres veces más de lo que ha costado.
Era verdad, excepto que en realidad habían pagado veintitrés astinos por barril.
A un gesto del jefe dos soldados barbadios desmontaron y abrieron uno de los barriles utilizando las espadas a modo de palanca. El ambiente se impregnó con el olor acre y picante de la cerveza de Certando.
El jefe observaba la operación; vio que sus hombres hacían un gesto de asentimiento y se volvió hacia Baerd con una perversa sonrisa en los labios.
—¿Once astinos el barril? Es baratísimo. Tan barato que un mercader tacaño no dudará en regalarla al ejército de Barbadior, protector de estas tierras.
Baerd esperaba tal salida. Poniendo buen cuidado en representar a la perfección su papel de mercader musitó:
—Si… si ése es tu deseo… ¿Te importaría comprármela al precio que la he pagado?
Se hizo el silencio. Tras los seis barbadios, el ejército seguía marchando carretera adelante. Parecía que ya estaba pasando la retaguardia. Baerd había podido hacer un cálculo aproximado de las tropas. El jefe barbadio, sin desmontar del caballo, desenvainó la espada. Baerd oyó tras él que Catriana emitía un gemido ahogado. El barbadio se inclinó sobre el cuello de su caballo y puso delicadamente la hoja de la espada sobre la mejilla de Baerd.
—Nosotros no regateamos —dijo con voz suave—. Ni robamos. Simplemente aceptamos regalos. Ofrécenos un regalo, mercader.
Movió un poco la espada. Baerd sintió el punzante contacto del acero contra la piel.
—Por favor aceptad…, aceptad esta cerveza como un regalo para los hombres de la tercera compañía —murmuró esforzándose por no mirar a los ojos al barbadio.
—Muchas gracias, mercader —contestó con sarcasmo el hombre.
Lentamente, deslizó la espada por la mejilla de Baerd como si de una caricia se tratara y luego la envainó.
—Puesto que has sido tan amable en regalamos la cerveza, supongo que no te importará darnos el carro y el caballo —añadió.
—Llévatelos —se oyó a sí mismo decir Baerd; de pronto se sentía como si hubiese abandonado su cuerpo, como si flotara y contemplara desde arriba la escena.
Desde aquella imaginaria altura vio que los barbadios se disponían a llevarse la carga; uncieron el caballo al carro. Uno de ellos, más joven que sus compañeros,
arrojó al suelo los paquetes de víveres; dirigió a Catriana una mirada tímida, como avergonzada, y, tras subir al pescante con agilidad, fustigó al caballo y dirigió el carro hacia la retaguardia del ejército barbadio que avanzaba carretera adelante.
Los otros cinco lo siguieron. Iban riendo, con la risa fácil de los hombres que se sienten protegidos por sus camaradas y se creen seguros de su destino. Baerd echó una ojeada a su arco. Estaba seguro de que podría matar a los seis, empezando por el jefe, sin darles tiempo a reaccionar.
Pero no se movió. Los tres permanecieron en suspenso hasta que la última columna hubo desaparecido, seguida por el carro de cerveza. Entonces Baerd se volvió y miró a Catriana. La muchacha estaba temblando, pero Baerd no sabía si era de miedo o de cólera.
—Lo siento —dijo alzando la mano para tocarle el brazo.
—Me dan ganas de matarte, Baerd, por haberme dado este susto.
—Lo sé —repuso Baerd— y me lo tendría bien merecido. Los subestimé.
—Podría haber sido peor —añadió Sandre en tono práctico.
—Desde luego —comentó ásperamente Catriana—. A estas horas podríamos estar los tres muertos.
—Yeso sería desde luego mucho peor —asintió con gravedad Sandre.
Catriana tardó unos instantes en darse cuenta de que el duque estaba bromeando. Sin poder contenerse se echó a reír.
Sandre, con expresión muy seria, dijo entonces algo completamente inesperado.
—No puedes imaginar —murmuró— hasta qué punto desearía que fueras de mi sangre. Mi hija, o mi nieta. ¿Me permites que me enorgullezca de tu forma de ser?
Catriana estaba tan sorprendida que no se le ocurrió respuesta alguna. Emocionada, se acercó al duque y lo besó en la mejilla. Sandre la rodeó con sus brazos y la estrechó unos momentos contra su pecho con sumo cuidado, como si fuera a la vez un objeto frágil y preciado. Catriana no se acordaba de la última vez que había sido abrazada con tanto cariño.
Luego el duque se alejó unos pasos aclarándose la garganta con torpeza. Catriana vio que Baerd los observaba con una expresión de insólita dulzura.
—Todo esto es encantador —comentó la muchacha en tono deliberadamente seco—, pero ¿vamos a desperdiciar lo que resta de día cantándonos las alabanzas unos a otros?
Baerd sonrió.
—No está mal pensado, aunque podemos hacer algo mejor. Creo que tendremos que regresar al lugar donde compramos la cerveza. Necesitamos otro carro y otro caballo.
—Buena idea. Así podría hacerme con un poco de cerveza —dijo Sandre.
Catriana le dirigió una rápida mirada, vio la irónica expresión de sus ojos y se echó a reír. Sabía muy bien lo que el duque intentaba conseguir con sus comentarios, pero nunca hubiera imaginado que podría ser capaz de reírse tan pronto después de ver una espada amenazando la vida de Baerd.
Éste cogió el arco y el carcaj. Cargaron con el equipaje e hicieron montar a Catriana en el único caballo que les quedaba, pues, según dijo Sandre, era lo más adecuado. La muchacha intentó oponerse, pero de nada le valieron sus argumentos. En realidad, se alegraba en secreto de poder hacer el camino a caballo, pues todavía tenía las rodillas temblorosas.
La carretera estaba polvorienta tras el paso del ejército y tuvieron que avanzar por la cuneta. El caballo que montaba Catriana espantó a un conejo y, antes de que la muchacha pudiera darse cuenta de lo que sucedía, Baerd tensó el arco y disparó; el animal cayó muerto. Llegaron a una granja, donde les dieron un jarro de cerveza, queso y pan; después reemprendieron la marcha.
A última hora del día, cuando entraron en la aldea, Catriana había llegado a la conclusión de que el incidente, aunque desafortunado, no había tenido la menor importancia.
Ocho días después llegaron a la ciudad de Tregea. No se habían vuelto a tropezar con soldados, pues habían procurado evitar las carreteras importantes. Dejaron el carro recién comprado y las mercancías en una hostería y se dirigieron al mercado, en el centro de la ciudad. Era el atardecer de un agradable día de primavera. Al mirar en dirección norte, hacia los muelles, entre los edificios de la ciudad, Catriana vio los mástiles de los primeros barcos que habían llegado río arriba tras el invierno. Sandre se había detenido en una tenería para que le repararan el cinturón en el que envainaba la espada. Mientras la muchacha y Baerd se abrían paso entre la multitud que atestaba la plaza, un mercenario barbadio, más viejo que la mayoría, cojeando y probablemente borracho del vino de la primavera, salió dando tumbos de una taberna, vio a Catriana y se precipitó sobre ella para pellizcarle los pechos y la entrepierna.
La muchacha soltó un grito, de sorpresa más que otra cosa. Enseguida deseó de todo corazón no haber gritado. Baerd, que iba delante de ella, se dio la vuelta, vio al hombre y, con la misma precisa y mortal velocidad con que había matado al conejo, descargó un poderoso puñetazo en la sien del barbadio.
En aquel preciso momento Catriana supo con absoluta certeza que Baerd no estaba golpeando a un veterano guardia borracho, sino al oficial que le había puesto la espada al cuello en el bosquecillo de Certando hacía una semana.
Al momento se hizo en torno a ellos un silencio espantoso, roto al instante por un atronador vocerío. Durante unos segundos se miraron uno a otro.
—¡Huye! —le ordenó Baerd imperiosamente—. Esta noche nos encontraremos en el lugar por el que saliste del río el pasado invierno. Si no estoy allí, marchaos solos. Ya sabéis los nombres. Sólo quedan unas cuantas personas por avisar. ¡Que Eanna os proteja!
Luego echó a correr cruzando la plaza por donde habían venido, mientras un puñado de mercenarios se abría paso entre la multitud. El guardia golpeado seguía derrumbado en el suelo, pero Catriana no perdió tiempo en comprobar si se levantaba. Echó a correr a toda velocidad en dirección opuesta a la de Baerd. Por el rabillo del ojo vio que Sandre los miraba con expresión descompuesta y sorprendida desde el interior de la tenería. Procuró desesperadamente no mirarlo, no correr hacia él. ¡Ojalá la Tríada permitiera que por lo menos uno de los tres saliera con vida de aquel lugar y consiguiera sobrevivir hasta el solsticio de verano con la carga de los nombres aprendidos y de los sueños acariciados!
Se precipitó por una calle llena de gente, torció a la izquierda en el primer cruce y se encontró en el laberinto de tortuosas callejas que conformaban el barrio más antiguo de Tregea, junto al río. Sobre su cabeza, los pisos de las casas parecían inclinarse peligrosamente unos contra otros y la luz del sol que se filtraba quedaba absolutamente tapada en algunos lugares por los puentes que conectaban los desvencijados edificios que se levantaban a ambos lados de la calle.
Miró atrás y vio que la perseguía un grupo de mercenarios. Uno de ellos le dio el alto. Si alguno llevaba arco, pensó Catriana, en pocos segundos sería mujer muerta. Haciendo regates sin cesar, dobló por una esquina a la derecha y luego volvió a torcer en el primer cruce tomando la dirección por la que había venido.
En la lista de nombres que Baerd le había hecho memorizar, había tres de Tregea, y sabía dónde localizar a dos de ellos, pero no había modo de pedirles socorro con los barbadios pisándole los talones. Tendría que despistados, si podía, y dejar que Sandre se pusiera en contacto con ellos. O Baerd, si es que lograba sobrevivir.
Se agachó para esquivar la ropa que alguien había tendido a la puerta de una casa y torció a la izquierda, en dirección al río. Las calles estaban atestadas de gente que se volvía a mirada con curiosidad. Catriana sabía que aquellas miradas cambiarían cuando aparecieran los barbadios que la perseguían.
Las calles dibujaban un laberinto enloquecedor. No sabía dónde se encontraba, sólo que el río estaba al norte. De vez en cuando vislumbraba las puntas de los mástiles. Pero los muelles no eran lugar seguro, pues eran terreno abierto y
desprotegido. Torció de nuevo hacia el sur con los pulmones a punto de estallar. A sus espaldas oyó un estrépito, seguido de airados gritos y maldiciones.
Tropezó al doblar de nuevo hacia la derecha. Temía que de un momento a otro, en cualquier revuelta, pudiera dar de manos a boca con sus perseguidores. Si se les ocurría dispersarse, no tendría escapatoria. Un carro obstruía la calle; se apretó contra el muro y logró pasar. Llegó a otro cruce.
Siguió recto esta vez, pasando junto a unos niños que jugaban a la comba, y dobló en la segunda esquina.
En ese preciso momento alguien la agarró del codo derecho. Se disponía a gritar pero una mano en la boca se lo impidió. Apretó los dientes para defenderse a mordiscos y se debatió violentamente para escapar. De pronto se quedó helada por la sorpresa.
—¡Quietecita, guapa! Ven por aquí —dijo Rovigo d’Astíbar mientras le retiraba la mano de la boca—. No corras. Están dos calles más arriba. Simula que estás paseando conmigo.
La llevó del brazo hacia una calle casi desierta, miró hacia atrás por encima del hombro y la hizo entrar de un empujón en una tienda de telas.
—Métete inmediatamente debajo del mostrador.
—¿Cómo te las has arreglado? —jadeó Catriana.
—Te vi en la plaza y te he seguido hasta aquí. ¡Rápido, muchacha!
Catriana obedeció. Una anciana la cogió de la mano, la acarició y levantó la tapa del mostrador; la muchacha se agazapó contra el suelo. Poco después la tapa volvió a levantarse y el corazón de Catriana se detuvo al ver que se cernía sobre ella una sombra que sostenía un objeto largo y afilado.
—Perdóname —susurró Alais bren Rovigo, arrodillándose a su lado—. Mi padre dice que debes cortarte el pelo antes de marcharte.
Le tendió las tijeras que llevaba en la mano.
Catriana se quedó unos instantes rígida; enseguida, cerrando los ojos y sin decir una palabra, se volvió lentamente de espaldas a la mujer. Poco después sintió que le echaban hacia atrás los cabellos y que las afiladas tijeras para tejidos cortaban a la altura de los hombros una melena que había tardado diez años en crecer.
De la calle llegaba un estruendo de pasos y gritos. Se acercaba más y más; luego se fue alejando y desvaneciendo poco a poco. Catriana se dio cuenta de que estaba temblando; Alais le tocó un hombro y la cogió de la mano. Al otro lado del mostrador, la anciana se afanaba con toda tranquilidad en medio de la penumbra de la tienda. Rovigo había desaparecido. Catriana respiraba afanosamente y le dolía el costado derecho; sin duda se había golpeado con algo en su enloquecida huida, pero no lo recordaba en absoluto.
En el suelo, a sus pies, vio algo. Se inclinó y comprobó que era la espesa mata de sus cabellos recién cortados. Todo había sucedido tan deprisa que apenas había tenido tiempo de darse cuenta.
—Catriana, lo siento mucho —susurró Alais. Su voz expresaba un sincero pesar.
La pelirroja sacudió la cabeza.
—No es nada…, no vale la pena —dijo, aunque le resultaba difícil hablar—. Sólo vanidad. ¿Qué importa?
Tenía ganas de llorar. Las costillas le dolían mucho. Alzó una mano y se acarició lo que quedaba de su melena. Luego, bajo el mostrador, agazapada en el suelo de la tienda, apoyó la cabeza sobre el hombro de la otra joven. Alais la rodeó con sus brazos y Catriana se echó a llorar.
Al otro lado del mostrador, la anciana tarareaba una canción mientras doblaba y clasificaba las telas de variados colores y texturas, trabajando a la pálida luz del atardecer que se filtraba penosamente en aquella callejuela de un barrio de casas tan apiñadas que apenas dejaban pasar el sol.
Baerd yacía en la espesa oscuridad junto al río, recordando el frío que había pasado allá la última vez, mientras en el crepúsculo invernal aguardaba en compañía de Devin a que Catriana emergiera de las aguas y se reuniera con ellos.
Hacía horas que había despistado a sus perseguidores. Conocía Tregea como la palma de la mano, pues él y Alessan habían vivido en aquella ciudad durante más de un año y habían vuelto repetidas veces desde su regreso de Quilea, ya que tenían sobrados motivos para considerar que aquella agreste y montañosa provincia era un lugar apropiado para encender y alimentar las lentas llamas de una revolución.
Habían estado buscando a un hombre, el capitán del sitio de Borifort, al que jamás habían logrado encontrar, pero en su lugar habían conocido a otros, habían hablado con ellos y los habían ganado para su causa. Habían regresado a la ciudad muchas veces y también habían recorrido las montañas de la distrada, encontrando en la dura y sencilla vida de aquella provincia la fuerza y la entereza necesarias para proseguir por el lento y tortuoso sendero del destino que habían escogido.
Se habían familiarizado con el laberinto de callejuelas infinitamente mejor que los barbadios, que siempre se veían burlados. Conocían por qué casas se podía escalar, qué tejados conducían a otros, cómo se podía evitar los callejones sin salida. En la vida que ellos llevaban, esos detalles eran de vital importancia.
Desde el mercado había corrido hacia el sur y después hacia el este; luego había escalado al tejado de El Cayado del Pastor, una vieja taberna, utilizando el cobertizo de la leña como trampolín. Recordaba haber hecho lo mismo hacía muchos años,
para esquivar el toque de queda. A toda prisa corrió por dos tejados y cruzó una calle arrastrándose por uno de los desvencijados puentes que enlazaban las casas a ambos lado de la calleja.
Detrás de él, cada vez más lejos, oía cómo sus perseguidores perdían terreno por causas al parecer imprevistas. Baerd adivinaba cuáles podían ser esas causas: un carro de leche que perdía una rueda, una multitud que se precipitaba en torno a dos hombres que peleaban en la calle, un barril de vino que se derramaba mientras lo empujaban hacia una taberna. Conocía Tregea como la palma de la mano y eso significaba también que conocía a la perfección el talante de sus habitantes.
Al cabo de poco tiempo se encontraba ya bastante lejos de la plaza del mercado; había cubierto la distancia corriendo por los tejados a toda velocidad y sin ser descubierto. Casi habría disfrutado de la persecución si no fuera porque estaba muy preocupado por la suerte de Catriana. En los arrabales del sur de Tregea las casas eran más grandes y las calles más anchas. Pero la memoria no le fallaba; conocía cuál era el camino que, sin bajar de los tejados, lo conduciría hasta la casa que buscaba.
Al llegar allí, se quedó inmóvil unos momentos escuchando por si oía algún grito de alarma en la calle. Pero sólo distinguió el barullo normal de un atardecer; entonces sacó una llave escondida bajo un guijarro ennegrecido, abrió una trampilla y se deslizó silenciosamente en el desván de Tremazzo.
Luego volvió a cerrar la trampilla y aguardó a que sus ojos se habituaran a la oscuridad. Abajo, en la botica, se oían claramente ecos de voces y el inconfundible zumbido de la voz de barítono de Tremazzo. Había pasado mucho tiempo, pero al parecer había cosas que jamás cambiaban. Olfateó el aroma de jabones y perfumes y el olor astringente o dulce de los diversos medicamentos. Cuando pudo distinguir algo en las tinieblas del desván, encontró el desvencijado sillón que Tremazzo subía allí para ellos y se sentó. Aquella simple acción le trajo a la memoria recuerdos muy remotos. Algunas cosas jamás cambiaban.
De pronto el rumor de voces cesó. Aguzó el oído y distinguió sólo unos característicos pasos pesados. Se inclinó y arañó el suelo haciendo un ruidito como el que producen las ratas en un desván; repitió el mismo sonido tres veces y luego otra. Tres veces en honor de la Tríada y una más en honor de Adaón. Tregea y Tigana compartían un antiguo vínculo con Adaón y ellos habían decidido honrarlo cuando eligieron aquel santo y seña.
Oyó que en la tienda los pasos se detenían y poco después volvían a sonar como si no ocurriera nada especial. Baerd se reclinó en su asiento y se dispuso a esperar.
No tuvo que aguardar demasiado tiempo. Era bastante tarde, casi la hora de cerrar. Oyó que Tremazzo limpiaba el mostrador, barría el suelo, cerraba la puerta de la tienda y abría la que daba acceso a la vivienda. Poco después lo oyó apoyar la escalera de mano y subir pesadamente; se abrió una puertecilla baja y Tremazzo
entró en el desván con una palmatoria en la mano, jadeando por el esfuerzo y más gordo que nunca.
Dejó la vela en una repisa y con los brazos en jarras contempló a Baerd. Sus ropas eran elegantes y llevaba la barba negra muy bien arreglada y además perfumada, según pudo comprobar enseguida Baerd.
Se levantó sonriendo, señaló con un gesto las galas de Tremazzo e hizo ademán de olfatear el aire. El boticario esbozó una mueca.
—Por los clientes —gruñó—. Es la moda; lo que esperan encontrar en una tienda como ésta. Pronto seremos tan depravados como los senzianos. ¿Eras tú la causa de los gritos de alarma de esta tarde?
No se molestó en añadir nada más, ni palabras de bienvenida ni expresiones de alegría. Así era Tremazzo: frío y directo como el viento de las montañas.
—Me temo que sí —replicó Baerd—. ¿Murió el soldado?
—Ni mucho menos —repuso Tremazzo con su habitual tono desdeñoso—. No eres tan fuerte como para hacer una cosa así.
—¿Capturaron a la muchacha?
—No. ¿Quién es?
—Uno de los nuestros, Tremazzo. Ahora escucha con atención: traigo noticias frescas, y necesito que localices a un guerrero khardhu y le des un mensaje de mi parte.
Tremazzo abrió mucho los ojos mientras Baerd comenzaba el relato y luego los fue cerrando para empaparse bien de las noticias. No hubo necesidad de más explicaciones; Tremazzo era sobre todo un hombre muy agudo. El grueso boticario no iba a poder correr la aventura de Senzio, pero podría ponerse en contacto con otros compañeros y comunicarles las nuevas. También podría ir a buscar a Sandre a la hostería. El boticario bajó otra vez por la escalera de mano y regresó jadeando con una rebanada de pan, un poco de carne fría y una botella de excelente vino.
Se tocaron las palmas en el tradicional gesto de saludo y Tremazzo partió en busca de Sandre. Sentado entre los diversos artículos almacenados en el desván de la botica, Baerd comió y bebió, en espera de que cayera la noche. Cuando estuvo seguro de que el sol se había puesto, subió de nuevo al tejado y se dirigió hacia la parte norte de la ciudad. Al cabo de un rato, bajó a la calle y, poniendo buen cuidado en esquivar las antorchas de la guardia, se encaminó hacia el este por las tortuosas callejuelas, dirigiéndose hacia el lugar donde Catriana había emergido de las aguas tras haber saltado desde el puente en aquel lejano día de invierno. Una vez allí, se sentó en la hierba y se dispuso a esperar la noche.
Nunca había sentido realmente miedo de que lo cogieran. Llevaba viviendo de aquel modo muchos años, con los músculos tensos, los sentidos agudizados y la mente presta a recordar, a medir y a aprovechar la más mínima oportunidad.
Pero ninguna de esas cosas explicaba o excusaba el lío en que había metido a sus compañeros. El golpe asestado al barbadio había sido un acto de impulsiva e irreflexiva estupidez, aunque muchos de los que estaban en la plaza hubieran deseado hacer lo mismo en algún momento de sus vidas. Sin embargo, en la Palma de los tiranos había que reprimir tales impulsos si se deseaba seguir con vida o se pretendía preservar la de los seres queridos.
Tal reflexión lo llevó a pensar en Catriana. En la oscuridad primaveral iluminada por las estrellas, rememoró la imagen de la muchacha emergiendo como un fantasma de las aguas heladas. Se echó en la hierba pensando en ella y por asociación de ideas en Elena. Después, con la misma inexorabilidad del alba, del crepúsculo y de la sucesión de las estaciones, se acordó de Dianora, que había muerto o que vivía en algún lugar del mundo, perdida para siempre.
Oyó detrás un rumor de hojas, demasiado leve como para alarmarse; poco después comenzó a cantar una trialla. Baerd escuchó el canto del pájaro y el murmullo del río en la oscuridad, con la sensación de estar solo y a la vez en casa, con la pesadumbre de un hombre condenado a la soledad y a la silenciosa evocación de los recuerdos.
Su padre había experimentado la misma sensación junto al río Deisa la noche antes de morir.
Poco después oyó el grito de una lechuza en la orilla del río, al oeste de donde se encontraba. Ululó a su vez a modo de respuesta, silenciando el canto de la trialla. Sandre apareció sigilosamente rozando apenas la hierba. Se agachó y se sentó a su lado con un gruñido. Ambos hombres se miraron en silencio.
—¿Y Catriana? —murmuró Baerd.
—No sé dónde está. Pero creo que no la han capturado. Lo hubiera oído decir. Deambulé un rato por la plaza y vi regresar a los guardias que la perseguían. El hombre que golpeaste está bien. Se estuvieron riendo de él. Me parece que el peligro ha pasado.
Baerd relajó sus músculos tensos.
—A veces me comporto como un loco, ¿no lo has observado? —dijo en tono ligero.
—No. Tendrás que contármelo cuando tengamos tiempo.
¿Quién es el gordinflón que me abordó?
—Se llama Tremazzo, y hace mucho tiempo que comparte nuestra causa. Usábamos el desván de su tienda para celebrar nuestras reuniones cuando vivíamos aquí, y también después.
Sandre soltó un gruñido.
—Me abordó en la puerta de la hostería y me ofreció una pócima para conseguir el amor de cualquier hombre o mujer que desease.
Baerd soltó una risita.
—Las costumbres de Khardhun te preceden.
—No hay duda. —Los dientes de Sandre resplandecieron en la oscuridad—. Por si te interesa saberlo, la pócima era muy barata. Compré dos frasquitos.
Riendo calladamente, Baerd tuvo la curiosa sensación de que su corazón se abría y se entregaba a su compañero. Se acordó de la noche en que había conocido a Sandre, cuando todos los sueños del duque se habían derrumbado, cuando todos los miembros de la familia Sandreni habían muerto de aquella forma trágica. Una noche dramática que llegó a su fin cuando el duque utilizó su poder mágico para llegar a las mazmorras de Alberico y matar a su propio hijo, Tomasso. «Una pócima para conseguir el amor de cualquier hombre o mujer que desease».
Baerd se sentía abrumado por la energía que se desprendía del duque. Ni una sola vez en medio año de duros viajes por las amargas y difíciles sendas del invierno, Sandre había resollado o había exigido un alto o una marcha más lenta; ni una sola vez había eludido una tarea, había mostrado debilidad o había tenido pereza para levantarse antes del alba. Ni una sola vez se había dejado llevar por la cólera o el dolor cuando les llegaban noticias de nuevas ejecuciones en las ruedas mortales de Astíbar. Les había entregado todo lo que tenía, todo lo que sabía de la Palma, del mundo, y especialmente de Alberico; les había ofrecido sin arrogancia, sin reservas, el inapreciable don de su experiencia en las sutilezas del mando.
Hombres como él, pensaba Baerd, habían labrado la gloria y la aflicción de la Palma antes del desastre. La gloria por la grandeza de su poder y la aflicción por el encono de sus rivalidades, que habían permitido a los tiranos apoderarse de una provincia tras otra aprovechándose de su orgullo.
Sentado en la oscuridad, junto al río, Baerd sintió otra vez en lo más profundo de su corazón la certeza de que lo que Alessan estaba haciendo, de que lo que él y Alessan estaban haciendo, era realmente grande. Era una meta por la que valía la pena luchar: cuando hubieran expulsado a los tiranos, todas las provincias de la Palma compartirían un mismo y glorioso futuro. Era una meta a la que valía la pena consagrar todos los días y las noches de la vida de un hombre, aunque no consiguieran ver realizados sus sueños. Era una meta unida a un objetivo aún más ambicioso: Tigana y su nombre.
Algunas cosas resultaban difíciles, casi imposibles, para Baerd bar Saevar; y lo habían sido desde que le fue arrebatada la juventud el año en que Tigana cayó bajo la tiranía. Pero en la Noche de los Rescoldos se había acostado con una mujer en un lugar henchido de magia, y en aquella verde oscuridad había sentido que las
ataduras que le agarrotaban el corazón se soltaban definitivamente. El lugar donde ahora se encontraba era también oscuro y tranquilo y por fin veía con toda claridad que en la Palma comenzaba a perfilarse un destino que había temido no poder contemplar jamás.
—¡Señor! —dijo emocionado al hombre sentado junto a él—, ¿sabes que he llegado a tomarte verdadero afecto en el poco tiempo que llevamos juntos?
—¡Por la Tríada! —exclamó Sandre algo confundido—. ¡Y eso que todavía no te he dado a probar la pócima!
Baerd sonrió, pero no dijo nada, pues comprendía perfectamente las ataduras que debían constreñir el corazón del viejo duque. Al cabo de unos instantes, oyó que Sandre murmuraba en tono muy diferente:
—Yo también te he tomado verdadero afecto, amigo mío. A todos vosotros. Me habéis dado una segunda vida y una razón para vivirla. Incluso me habéis dado la esperanza de que nos aguarda un futuro que vale la pena conocer. Por todo esto os amaré hasta la muerte.
Alzó una mano ceremoniosamente y los dos hombres entrechocaron sus dedos en la oscuridad. Se quedaron sentados, inmóviles, y de repente oyeron el chapoteo de un remo en el agua. Se levantaron con sigilo y empuñaron sus armas. Entonces escucharon con toda claridad el ulular de una lechuza en el río.
Baerd respondió con un grito; poco después apareció un pequeño bote, y Catriana saltó a la orilla sana y salva.
Al verla, Baerd lanzó un suspiro de alivio; había temido por ella más de lo que se hubiera atrevido a confesar. En el bote, un hombre empuñaba los remos, pero las lunas todavía no habían salido y no se le distinguía el rostro.
—Fue un golpe contundente. ¿Debería sentirme adulada? —bromeó Catriana.
Sandre soltó una risita. Baerd sintió que su corazón se henchía de orgullo ante el sencillo y tranquilo coraje de la muchacha. Para ponerse a la altura de las circunstancias bromeó a su vez:
—No deberías haber gritado de aquella forma. La mitad de Tregea imaginó que te estaban violando.
—Ya —cortó ella—. Perdóname. Yo misma no estaba demasiado segura.
—¿Qué le ha sucedido a tu pelo? —preguntó Sandre, y Baerd se dio cuenta de que en efecto Catriana se lo había cortado por encima de los hombros.
La muchacha hizo un gesto de exagerada indiferencia.
—Era un estorbo. Decidimos cortarlo.
—¿Decidimos? ¿Quiénes? —inquirió Baerd, compadeciendo a Catriana por el tono despreocupado con que había hablado—. ¿Quién está en el bote? Supongo que es un amigo, dado el lugar donde nos encontramos.
—Una suposición acertada —respondió el hombre del bote—. Aunque debo decir que yo hubiera elegido un lugar más apropiado para una reunión de negocios.
—¡Rovigo! —murmuró Baerd con sorpresa y alegría—. Me alegro de verte. Ha pasado mucho tiempo.
—¿Rovigo d’Astíbar? —exclamó de pronto Sandre acercándose a la orilla—. ¿De veras eres Rovigo?
—Creo que reconozco esa voz —dijo Rovigo soltando los remos y poniéndose en pie.
Baerd se precipitó a sostener el bote. Rovigo saltó con agilidad a la orilla.
—La conozco, pero no puedo dar crédito a mis oídos. En el nombre de Moriana de las Puertas, ¿has regresado del mundo de los muertos, señor? —añadió Rovigo.
Mientras pronunciaba esas palabras se arrodilló ante Sandre, duque de Astíbar. Por el este, donde el río desembocaba en el mar, apareció Ilarion y su luz azul iluminó las aguas y la hierba de la orilla.
—En cierto modo sí —contestó Sandre—. Con un nuevo color de piel gracias a la habilidad de Baerd.
Inclinándose, obligó a Rovigo a levantarse. Los dos hombres se miraron.
—Alessan me dijo el otoño pasado que me alegraría conocer a su nuevo compañero, pero no me aclaró de quién se trataba —susurró Rovigo visiblemente emocionado—. No podía ni imaginarse hasta qué punto me iba a alegrar de verte. ¿Cómo es posible, señor?
—No me morí —contestó Sandre con toda sencillez—. Fue sólo un engaño. Formaba parte del plan de un pobre e insensato anciano. Si Alessan y Baerd no hubieran regresado al pabellón aquella noche, me habría matado yo mismo después de que los barbadios llegaran y se marcharan.
Hizo una pausa y continuó:
—Lo cual significa, supongo, que tengo que agradecerte mi actual estado de salud, Rovigo. Tengo que agradecerte las noches que pasaste bajo mis ventanas, escuchando y espiando nuestra pobre conjura.
A la luz de la luna sus ojos tenían un resplandor extraño. Rovigo retrocedió unos pasos, pero mantuvo la cabeza erguida sin hurtar la mirada del duque.
—Era por una causa que ahora ya conoces, señor —replicó—. Una causa a la que te has unido. Me habría cortado la lengua antes de traicionarte con un barbadio. Creo que debes saberlo.
—Lo sé —repuso Sandre—. Es mucho más de lo que yo puedo decir que hice por mis propios parientes.
—Sólo por uno de ellos —se apresuró a decir Rovigo—. Y está muerto.
—Está muerto —repitió Sandre—. Están todos muertos. Yo soy el último de los Sandreni. ¿Qué vamos a hacer, Rovigo? ¿Qué vamos a hacer con Alberico?
Rovigo no contestó. Baerd lo hizo desde la orilla.
—Vamos a destruirle. Vamos a destruir a los dos tiranos.