Tres días después, a la salida del sol, cruzaron la frontera sur entre las dos fortalezas y Devin entró en Tigana por primera vez desde que su padre se lo había llevado lejos de allí siendo apenas un niño.
Sólo los músicos más apurados, las compañías desafortunadas que necesitaban contratos de cualquier tipo, aunque la paga fuera escasa y el ambiente desagradable, se aventuraban en Corte la Baja. Pese al tiempo transcurrido desde que había comenzado la tiranía, todos los artistas ambulantes de la Palma sabían que Corte la Baja seguía siendo un lugar de mal agüero y de peores ganancias, en el que además se corría el riesgo de indisponerse con los ygrathios, tanto al internarse en la provincia como al cruzar las fronteras para salir del país o entrar en él.
La historia era de sobra conocida: los ciudadanos de Corte la Baja habían matado al hijo de Brandín y estaban pagando por ello un precio de sangre, impuestos y opresión. Los artistas ambulantes, charlando en las tabernas y hospedajes de Ferraut o de Corte, coincidían en afirmar que no era un lugar agradable. Sólo los más hambrientos o los novatos se aventuraban a aceptar aquellos salarios míseros y aquel trabajo peligroso en la desgraciada provincia del sudoeste. En los tiempos en que Devin trabajaba con Ménico di Ferraut, la compañía había viajado sin cesar y se había ganado una reputación que les permitía el lujo de evitar tener que entrar en aquella provincia. Además, en todo aquello había hechicería; nadie lo entendía demasiado bien, pero los viajeros eran gente muy supersticiosa y, en cuanto podían, evitaban aventurarse en un lugar donde era evidente que había poderes mágicos. Todos conocían los problemas que se podían encontrar en Corte la Baja. Todos habían oído los rumores que corrían de boca en boca.
Por eso era la primera vez que Devin entraba en Tigana. En las últimas horas había esperado con impaciencia ese momento; sabía, desde que habían divisado al norte la fortaleza de Sinave, que la frontera estaba muy cerca; sabía lo que había al otro lado.
Y ahora, con las primeras y pálidas luces del alba, habían llegado hasta los mojones fronterizos que se extendían hacia el norte y hacia el sur, entre las dos fortalezas; Devin miró el más cercano de los viejos y gastados monolitos, azuzó al caballo y cruzó la frontera de Tigana.
Constató consternado que no sabía qué pensar ni cómo reaccionar. Se sentía totalmente confuso. Algunas horas antes, no había podido evitar un estremecimiento al divisar a lo lejos las luces de Sinave que brillaban en la oscuridad; la imaginación
se le había disparado. «Pronto estaré en casa —se había dicho a sí mismo—, en la tierra donde nací».
Ahora, al cruzar la línea de mojones y cabalgar hacia el oeste, Devin miraba en torno inquieto, escrutándolo todo, mientras la luz iba invadiendo lentamente el cielo, las cimas de las colinas y los árboles, hasta bañar por completo al mundo que despertaba a la primavera.
Era un paisaje parecido al que habían atravesado en los dos últimos días de viaje: montañoso, con espesos bosques en la ladera sur y altas cumbres detrás. Vio un ciervo que alzó la cabeza del arroyo en el que estaba bebiendo; permaneció unos segundos inmóvil contemplándolos, y luego huyó.
También habían visto ciervos en Certando.
«¡Estoy en mi patria!», se repitió Devin, estudiando la sensación que tal hecho debía producirle. En esa tierra su padre había conocido y cortejado a su madre, él y sus hermanos habían nacido, y desde allí había huido hacia el norte Garin di Tigana, un viudo con hijos pequeños, escapando de la cólera asesina de Ygrath. Devin trató de imaginarse la escena: su padre en el pescante del carro con uno de los gemelos a su lado y el otro detrás, sentado entre las escasas pertenencias de la familia, sosteniendo entre sus brazos al pequeñuelo, mientras avanzaban bajo el sol poniente oscurecido por el humo y el fuego.
Devin no podía explicarse por qué aquella escena le parecía falsa: Si no falsa, en cierto modo irreal. Sin embargo, debía de haber sucedido así, exactamente así; pero no lo sabía. No podía saberlo. No guardaba recuerdos de aquel viaje ni de aquel lugar. No tenía raíces ni pasado. Aquella tierra era su patria, pero no lo era. Ni siquiera era Tigana el país por el que viajaban. El joven jamás había oído aquel nombre hasta hacía medio año; sólo había oído algunas historias, leyendas, crónicas de tiempos remotos.
Aquella cierra era la provincia de Corte la Baja; con ese nombre la había conocido toda la vida.
Sacudió la cabeza nervioso, profundamente inquieto. Junto a él, Erlein le echó una mirada de superioridad mientras esbozaba una sonrisa irónica. Devin se sintió aún más irritado. Delante, Alessan cabalgaba solo; no había pronunciado palabra desde que habían atravesado la frontera.
Él sí tenía recuerdos; Devin lo sabía, y de forma extraña y desgarradora envidiaba aquellos recuerdos del príncipe, por muy dolorosos que fueran, pues estaban profundamente arraigados en aquella tierra que era su verdadera patria.
Cualesquiera que fuesen las sensaciones o recuerdos de Alessan, no tenían, sin duda alguna, nada de irreal; debían de ser brutalmente crudos y auténticos, pues formaban parte del gastado tejido de su propia vida. Cabalgando entre el ameno cantar de los pájaros en una gloriosa mañana de primavera, Devin trató de imaginar
cómo se sentiría el príncipe. Pensaba que podía hacerlo o por lo menos adivinarlo. Entre otras cosas, y quizás eso era lo más importante de todo, Alessan se dirigía a un lugar donde su madre estaba agonizando. No era extraño que forzara el paso del caballo; no era extraño que no pronunciara palabra.
«Está derecho», pensaba Devin, observando la erguida y contenida estampa del príncipe. Tenía derecho a la soledad, a cualquier sosiego que necesitara. Cabalgaba bajo el peso del sueño de un pueblo, y la mayoría de la gente ni siquiera lo sabía.
Con tales pensamientos, el joven sintió que se desvanecía su inquietud, su empeño por aprehender dónde se encontraban. Al observar a Alessan, volvió a embargarlo la pasión, la abrasadora reacción interior frente a lo que había sucedido en aquella tierra y estaba todavía sucediendo, hora tras hora, día tras día, en la saqueada y desgarrada provincia llamada Corte la Baja y en algún rincón recóndito de su mente y de su corazón brotó el fruto de las reflexiones de aquel largo invierno, de las enseñanzas aprendidas en silencio de labios de hombres más viejos y más sabios; y Devin tuvo la certeza de que no era la primera ni la última persona en encontrar en un solo hombre el modelo y las líneas definitivas para conformar un amor, tan ardiente como el que sentía, hacia un ideal o un sueño.
Entonces, al contemplar en torno las tierras que se extendían bajo la anchurosa bóveda del cielo azul, Devin sintió que algo pulsaba las cuerdas de su corazón como si fuera un arpa. Como si él mismo fuera un arpa. Oyó el golpeteo de los cascos de su cabello contra la tierra, a galope tras el príncipe, y le pareció que ese golpeteo seguía el ritmo de las cuerdas de su corazón.
El destino los aguardaba, resplandeciente como los pabellones de vivos colores en la llanura durante los Juegos de la Tríada que se celebraban cada tres años. Lo que estaban haciendo era de suma importancia, podía cambiar el rumbo de los acontecimientos. Galopaban al encuentro del hado. Devin sentía que algo lo empujaba, lo arrastraba hacia la marea y el remolino del futuro: hacia lo que tendría que ser su vida cuando todo se hubiera consumado.
Sorprendió otra mirada de Erlein, pero esta vez fue él quien sonrió. Una sonrisa salvaje y orgullosa. Vio que del rostro del mago desaparecía su habitual y burlona ironía, reemplazada por la sombra de la duda. Devin casi sintió compasión del mago. Impulsivamente acercó su caballo al de Erlein y se inclinó para darle un golpecito en el hombro.
—¡Vamos a conseguirlo! —dijo en tono alegre, casi regocijado. El rostro de Erlein se contrajo.
—Eres un loco —replicó con acritud—. Un joven ignorante y loco.
Pero lo dijo sin convicción alguna, por puro reflejo. Devin se echó a reír.
Más tarde se acordaría de aquel instante. De sus palabras, de las de Erlein, de su risa alegre bajo un cielo sin nubes. De los bosques y montañas que se levantaban a la izquierda y de la aparición en la lejanía de la resplandeciente cinta del río Sperion, que fluía veloz hacia el norte antes de dibujar la curva hacia el oeste que lo llevaría hasta el mar.
El santuario de Eanna estaba situado en un valle rodeado por un círculo de colinas al sudoeste del río Sperion y de lo que en otros tiempos había sido Avalle. No estaba lejos de la carretera que en otras épocas había facilitado el floreciente comercio entre Tigana y Quilea a través del desfiladero de Sfaroni.
En las nueve provincias, los sacerdotes de Eanna y Moriana y las sacerdotisas de Adaón tenían retiros parecidos. Fundados en lugares apartados —a veces demasiado apartados—, servían como centro de enseñanza y aprendizaje de los novicios, eran depositarios de la sabiduría y la doctrina de la Tríada, y constituían, lugares de clausura en donde los sacerdotes y las sacerdotisas que lo desearan podían abandonar los senderos y cargas del mundo durante un tiempo o bien durante toda la vida.
Y no sólo los religiosos. A veces algunos seglares hacían lo mismo si se podían permitir el lujo de pagar las «contribuciones» que se consideraban como justas ofrendas por el privilegio de gozar de la protección de tales retiros durante unos días o incluso años.
Muchas eran las razones que llevaban a la gente a los santuarios. Un chiste muy antiguo decía que las sacerdotisas de Adaón eran las mejores comadronas de la Palma, pues muchas hijas de familias distinguidas y ricas decidían aislarse en los retiros del dios durante unos meses que hubieran resultado vergonzosos para sus familiares. Y, desde luego, era de sobra conocido que un alto porcentaje de religiosos salían de las ofrendas vivientes que esas hijas de familia abandonaban cuando regresaban a sus casas. Las niñas se quedaban con Adaón; los niños; con Moriana o los sacerdotes de blanca túnica consagrados a Eanna habían sostenido siempre que ellos no tenían nada que ver con semejantes actividades, pero corrían rumores que desmentían esa afirmación.
Con la llegada de los tiranos las cosas habían cambiado muy poco. Ni Brandín ni Alberico eran tan temerarios o imprudentes como para desear enfrentarse con los clérigos de la Tríada. Se permitió que los sacerdotes y las sacerdotisas siguieran haciendo lo que siempre habían hecho, y se respetaron los cultos del pueblo de la Palma, por muy antiguos y primitivos que pudieran parecer a los nuevos gobernantes venidos de allende el mar.
Lo que sí hicieron ambos tiranos, con mayor o menor éxito, fue azuzar las rivalidades entre los templos, pues se habían dado cuenta —era imposible no verlo— de las tensiones y hostilidades que se incubaban y estallaban entre las tres órdenes de la Tríada. No era ninguna novedad: todos los duques, grandes duques y príncipes de la península habían procurado, generación tras generación, sacar provecho de esas fricciones a tres bandas. Con el transcurrir de los años muchas cosas habían cambiado, algunas tanto que era imposible reconocerlas; otras se habían perdido y olvidado para siempre, pero la delicada y sutil contradanza entre el estado y la clerecía no había cambiado.
Por eso los templos todavía prevalecían, y los más importantes incluso hacían gala de sus tesoros y riquezas, de sus estatuas y de sus túnicas de oro para la liturgia. Salvo en un lugar: en Corte la Baja; allí las estatuas y el oro habían desaparecido y las bibliotecas habían sido saqueadas y quemadas. Pero eso era otra cosa y poca gente hablaba de ello tras los primeros años de tiranía. Aun en aquella provincia de nombre borrado, se permitió que los clérigos siguieran el mesurado ritmo de sus días, tanto en los pueblos, como en la ciudad y en los santuarios.
Y a esos retiros acudía de vez en cuando gran variedad de hombres y mujeres. Ya no sólo las muchachas que habían quedado embarazadas tenían sobrados motivos para retirarse de las turbulencias del mundo. En tiempos de agitación, tanto espiritual como mundana, los habitantes de la Palma tenían siempre la seguridad de que los santuarios estaban allí, colgados en escarpadas aguileras o medio escondidos en neblinosos valles.
Y la gente tenía la seguridad también de que, por un precio previamente estipulado, podían gozar de esos retiros, de las ordenadas y reguladas horas de la clausura. Durante un tiempo o durante toda la vida. No importaba quiénes hubieran sido en las ciudades más allá de las colinas.
No importaba quiénes hubieran sido.
«Durante un tiempo o durante toda la vida», pensaba la anciana, contemplando desde la ventana de su habitación el valle iluminado por el sol y animado por la recién llegada primavera. Nunca había logrado impedir que sus pensamientos se remontaran hacia el pasado. La acechaban innumerables recuerdos que contrastaban con la parquedad de un presente en el que se limitaba a sobrevivir a la lenta y agonizante decadencia de los años. Mientras las estaciones se sucedían unas a otras como pájaros abatidos por flechas, ella se limitaba a arrastrar una vida que sólo le pertenecía a ella y que era lo único que poseía.
Una vida de recuerdos, evocados por el grito del zarapito al alba, por el toque de plegaria, por la luz de las velas al atardecer, por el humo de una chimenea que se perdía en la pálida luz del otoño, por el ruido de la lluvia en el tejado o en la ventana al final del invierno, por el crujido del lecho durante la noche, por el toque de plegaria otra vez, por la letanía de los sacerdotes, por una estrella que caía en el cielo del verano, por la fría oscuridad de los Días de los Rescoldos… En cada movimiento de ella o del mundo, en cada sonido, en cada color, en cada olor arrastrado por el viento del valle, acechaba un recuerdo. El recuerdo, en suma, de lo que había perdido hasta llegar a aquel lugar, entre los sacerdotes vestidos de blanco con sus
interminables ritos y su interminable mezquindad, con su aceptación total de lo que había ocurrido.
Aquella aceptación casi la había matado los primeros años. En realidad, y así se lo había dicho a Danoleón hacía una semana, la estaba matando ahora, aunque el sacerdote médico hablaba de un tumor en el pecho.
En el otoño habían localizado a un Sanador. Era un hombre nervioso, febril, alto y desgalichado, de movimientos inquietos y rostro sofocado. Se había sentado junto a su lecho y la había mirado; ella se había dado cuenta de que realmente tenía el don, porque su agitación había desaparecido y su rostro se había relajado. La había tocado aquí y allá con manos firmes y ella no había sentido dolor, sólo un extraño cansancio.
Pero el hombre había acabado por sacudir la cabeza y ella había leído en sus ojos una inesperada pena, aunque era imposible que supiera quién era la enferma. Debía de lamentar simplemente una derrota, una muerte, sin importarle en absoluto la identidad de la persona que estaba muriendo.
—Me mataría —había dicho el hombre, con voz dulce—. Es demasiado tarde. Moriría yo y no podría salvarte. No puedo hacer nada por ti.
—¿Cuánto tiempo me queda? —se había limitado a preguntar la dama.
Él había predicho que medio año, quizá menos; dependía de su propia fortaleza.
¿De su fortaleza? Era muy fuerte. Más de lo que cualquiera de ellos pudiera sospechar, excepto quizá Danoleón, que hacía mucho tiempo que la conocía. Había hecho salir de la estancia al Sanador y había rogado a Danoleón que se marchara en compañía del único criado que los sacerdotes le habían permitido tener. Todos la consideraban la viuda de un rico hacendado de Stevania.
Daba la casualidad de que ella había conocido a la mujer cuya identidad había asumido; durante un tiempo había sido una de sus damas en la corte. Era una muchacha de cabellos rubios, ojos verdes, maneras agradables y sonrisa fácil: Melina bren Tonaro. Sólo había estado viuda una semana; menos aún. Se había suicidado en el Palacio del Mar cuando llegó la noticia del desastre del Deisa.
A sugerencia de Danoleón había adoptado esa identidad falsa hacía casi diecinueve años. El Sumo Sacerdote le dijo que sin duda estaban buscándolos a ella y al muchacho. Éste estaba ya dejando de serlo y pronto desaparecería con la carga de sus sueños, con una esperanza que viviría tanto como él. En aquellos días ella tenía los cabellos rubios. Todo aquello había sucedido hacía muchísimos años. Se convirtió en Melina bren Tonaro y se refugió en el santuario de Eanna, en un valle situado al norte de Avalle.
Al norte de Stevania.
Había llegado hasta allí y había comenzado a esperar a través de las variables estaciones y de los invariables años. Esperaba que el muchacho se convirtiera en un
hombre como su padre o como sus hermanos, y después hiciera lo que un descendiente en línea directa de Micaela sabía sin duda alguna que estaba obligado a hacer.
Había esperado y esperado. Estación tras estación, como si fueran pájaros derribados del cielo por una flecha.
Había esperado hasta el último otoño, cuando el Sanador le comunicó la gélida verdad que ella ya había adivinado por sí misma. Medio año, había dicho. Dependía de su fortaleza.
Ella los había hecho salir de la habitación y, acostada en la cama de hierro, había contemplado las hojas de los árboles del valle. Empezaban a cambiar los colores. En otro tiempo le encantaba el otoño; era la estación ideal para pasear a caballo. De pronto se le ocurrió que aquéllas seguramente serían las últimas hojas que iba a ver.
Alejó de su mente tal idea y se puso a calcular: días, meses, años. Hizo las cuentas dos veces y una tercera para asegurarse, pero no dijo nada a Danoleón; todavía no. Aún era pronto.
Al final del invierno, cuando todas las hojas habían caído y el hielo comenzaba a derretirse en los aleros, llamó a Danoleón y le dio instrucciones acerca de la carta que deseaba enviar al lugar donde ella y él sabían que estaría su hijo el primer Día de los Rescoldos de primavera. Había hecho el cálculo muchas veces.
Había calculado el tiempo con sumo cuidado. Vio que Danoleón deseaba protestar, disuadirla, hablarle de peligros y prudencia. Pero el sacerdote sabía que pisaba terreno movedizo; se notaba en sus manos nerviosas y en su mirada inquieta, como si estuviera buscando argumentos en las desnudas paredes de la habitación. Ella aguardó pacientemente a que la mirara y entonces lo vio inclinar la cabeza en señal de muda aceptación.
¿Cómo podría alguien negarse a que una madre moribunda enviara un mensaje a su hijo, rogándole que acudiera a despedirse de ella antes de que cruzara las puertas de Moriana? En especial cuando ese hijo, el muchacho a quien él mismo había llevado al sur, más allá de las montañas, hacía muchos años, era el último vínculo que le restaba de lo que había sido, de sus sueños rotos y de los sueños perdidos de su pueblo.
Danoleón le prometió escribir y enviar la carta. Ella le dio las gracias y volvió a acostarse en cuanto el sacerdote se hubo marchado. Estaba muy cansada, sufría mucho. Pero tenía que resistir. El medio año se cumpliría poco después de los Días de los Rescoldos de la primavera. Había hecho los cálculos: viviría para verlo llegar. Vendría; sabía que vendría.
La ventana estaba abierta aunque hacía frío. Fuera, la nieve cubría el valle y las laderas de las colinas. Ella había mirado hacia allí, pero inesperadamente sus pensamientos la habían conducido hasta el mar. Con los ojos secos, porque no había
llorado desde el desastre ni una sola vez, jamás, recorrió los remotos palacios de su memoria y vio cómo las olas se rompían en las blancas arenas de la orilla, dejando en la playa conchas y perlas.
Pasitea di Tigana bren Serazi, en otros tiempos la princesa del Palacio del Mar, madre de dos hijos muertos y de otro que todavía vivía, seguía esperando, mientras el invierno en las montañas iba dejando paso a la primavera.
—Recordad dos cosas. La primera: somos músicos —dijo Alessan—. Una compañía recién formada. La segunda: no me llaméis por mi nombre. Aquí no.
Su voz había adoptado las duras y cortantes cadencias que Devin recordaba haber oído la primera noche en el pabellón de caza de los Sandreni cuando todo aquello había empezado para él.
Estaban contemplando un valle que se abría hacia el oeste bajo la clara luz de la tarde. El Sperion quedaba a sus espaldas. La desigual y estrecha carretera había serpenteado largo trecho escalando las pendientes de las colinas hasta aquel elevado promontorio. Los árboles y la vegetación estaban teñidos con el verde oro de la primavera temprana; un arroyuelo, alimentado por las nieves derretidas, fluía hacia el noroeste desde las colinas y brillaba con el reflejo de la luz del sol. A mediana distancia resplandecía la cúpula del templo, en el centro del Santuario.
—¿Cómo debemos llamarte? —preguntó Erlein con voz apacible.
Parecía haberse apaciguado, tal vez por el tono empleado por Alessan o por la constatación de un peligro inminente.
—Adreano —repuso el príncipe—. Hoy me llamo Adreano d’Astíbar. En esta alegre y triunfante vuelta al hogar, me haré pasar por un poeta.
Devin recordó el nombre: era el de uno de los jóvenes poetas asesinados en las ruedas por Alberico en el invierno, tras el escándalo de las elegías de los Sandreni.
Observó al príncipe unos instantes y luego desvió la vista; no era día de comprobaciones. Si en aquellos momentos lo acompañaba, era sólo para intentar facilitarle las cosas, aunque no sabía demasiado bien cómo iba a poder conseguirlo. Se sentía otra vez deprimido; su excitación había desaparecido ante la gravedad de las maneras de Alessan.
Al sur, coronando el valle, se elevaban las cumbres de la sierra de Sfaroni, más altas incluso que las montañas de Castelborso. Todavía tenían nieve en los picos y en las laderas; en aquellas altitudes tan al sur, el invierno tardaba en desaparecer. Pero allá abajo, al norte de las colinas, en la vertiente abrigada del valle, Devin vio que los árboles estaban empezando a brotar. Un halcón gris se meció unos instantes en el aire, casi sin moverse, y luego voló hacia el sur para perderse al pie de las colinas. Abajo, en el valle, el santuario parecía dormir detrás de sus muros como una promesa de paz y serenidad, protegido y alejado de las maldades del mundo.
Pero Devin sabía que no era cierto.
Descendieron hacia el valle sin apresurarse, porque no hubiera sido propio de una compañía de músicos que llegara al mediodía. Devin presentía angustiado la amenaza del peligro. El hombre tras el que cabalgaba era el heredero de Tigana. Se preguntaba qué haría Brandín de Ygrath si el príncipe era traicionado y entregado después de tantos años. Se acordó de las palabras de Mario de Quilea en el desfiladero: «¿Confías en ese mensaje?».
Devin jamás en la vida había confiado en los sacerdotes de Eanna o eran demasiado sagaces, los más sutiles con mucho de toda la clerecía, y durante generaciones habían demostrado que sabían aprovechar los acontecimientos para su conveniencia. Suponía que los servidores de una diosa podían con toda facilidad captar la sutileza y las consecuencias más remotas de todo lo que ocurría. En toda la península era de sobra conocido que los sacerdotes de la Tríada tenían sus propias componendas con los tiranos: con su silencio y su complicidad pagaban el permiso de conservar unos ritos que parecían importarles mucho más que la libertad de la Palma.
Incluso antes de conocer a Alessan, Devin tenía ya sus propias ideas al respecto. En el tema de los sacerdotes su padre nunca había mostrado reparos en decir lo que pensaba. Devin se acordó otra vez de la vela que en señal de desafío encendía Garin dos veces al año coincidiendo con las Noches de los Rescoldos, durante su infancia pasada en Ásoli. Ahora que pensaba detenidamente en ello, le parecía que había muchos matices en la temblorosa luz de aquellas velas; le parecía que en el comportamiento de su padre había más sombras de las que jamás hubiera podido imaginar. El joven sacudió la cabeza; no era el momento para reflexionar en tales misterios.
Cuando el serpenteante sendero desembocó en el valle, se abrió ante ellos una carretera más ancha y más cuidada que conducía hasta el santuario, situado en el centro del valle. A un kilómetro de los muros de piedra, a ambos lados de la carretera se erguía una hilera de árboles. Eran olmos y ya habían echado las primeras hojas. Devin divisó entre la enramada a un grupo de hombres que trabajaban los campos; algunos parecían criados, otros sacerdotes, pero no iban vestidos con la túnica blanca de las ceremonias, sino con modestas ropas de color pardo. Todos se dedicaban a las labores que exigía la tierra al final del invierno. Una agradable y dulce voz de tenor estaba cantando.
Las puertas del lado este del santuario estaban abiertas; eran sencillas, sin adornos, salvo la estrella que era el símbolo de Eanna. Devin observó que eran muy altas y de pesado hierro forjado. Los muros que protegían el santuario eran también muy altos y gruesos. Había ocho torres, emplazadas a intervalos regulares a lo largo de las murallas. Evidentemente era una plaza fuerte construida muchos años atrás para resistir a la adversidad. En medio del recinto, alzándose por encima de todo lo
demás, la cúpula del templo de Eanna relucía a la luz del sol mientras ellos cruzaban las puertas abiertas.
Una vez dentro, Alessan obligó a su caballo a detenerse. A cierta distancia, hacia la izquierda, oyeron inesperados ecos de risas infantiles. En un despejado campo de hierba, tras el establo y un enorme edificio, media docena de muchachos vestidos de azul estaban jugando al maracco, empujando una pelota con bastones; un joven sacerdote, vestido con la túnica marrón de faena, los vigilaba.
Al contemplarlos, Devin se sintió invadido de pronto por la tristeza y la nostalgia. Evocó con toda claridad un día en que se internó con Povar y Nico en los bosques cercanos a su granja para cortar y llevarse a casa su primer bastón de maracco, cuando sólo tenía cinco años. Se acordó de las horas, o los minutos, que los tres robaban al trabajo y dedicaban a jugar con los bastones golpeando unas pelotas que Nico había fabricado con unos cuantos trapos; gritaban y jugaban alegremente en el barro, detrás del granero, imaginando que eran el equipo de Ásoli en los juegos de la Tríada.
—El último año que estuve en la escuela del templo, marqué cuatro tantos en un solo partido —comentó Erlein di Senzio con aire pensativo—. Jamás lo he olvidado. Dudo que llegue a hacerlo algún día.
Sorprendido y divertido, Devin miró al mago. Alessan también se dio la vuelta para mirarlo. Los tres intercambiaron una sonrisa. En la distancia se seguían oyendo los gritos y las risas de los niños. Los habían visto; la llegada de tres extranjeros no podía pasar inadvertida, en especial cuando hacía tan poco que habían comenzado a derretirse las nieves.
El joven sacerdote había abandonado el terreno de juego y se dirigía hacia ellos; y también otro hombre con un delantal de cuero sobre la túnica, que había salido de un aprisco para cabras, ovejas y vacas, al otro lado de la avenida central. A cierta distancia delante de los recién llegados se alzaba la arcada que daba entrada al templo, y a la derecha, un poco más atrás, se veía la cúpula del observatorio, porque en todos los santuarios los sacerdotes de Eanna seguían y observaban el curso de las estrellas a las que la diosa había dado nombre.
El recinto era enorme, mucho más de lo que les había parecido desde las colinas. Se veían pulular muchos criados y sacerdotes, saliendo del templo y entrando en él, trabajando entre los animales y en los huertos que se veían tras el observatorio. De aquella dirección llegaba el sonido inconfundible del martilleo de una forja. Devin alzó la mirada y vio otra vez al halcón que revoloteaba perezosamente por el cielo.
Alessan desmontó; Devin y Erlein lo imitaron. Los dos sacerdotes estaban ya junto a ellos. El joven, de cabellos rojizos y bajito como Devin, les sonrió y se señaló a sí mismo y a su colega.
—No somos lo que podríamos llamar un comité de bienvenida, me temo. Debo admitir que no esperábamos visitas tan pronto. Nadie os vio venir. Pero sed bienvenidos, sed cordialmente bienvenidos al santuario de Eanna, sean cuales sean las razones que os han traído hasta aquí. Que la diosa os acoja y os considere sus hijos.
Tenía unas maneras agradables y una sonrisa radiante. Alessan le devolvió la sonrisa.
—Que ella proteja a todos los que se acogen tras estos muros.
Para ser honestos, no hubiéramos sabido qué hacer ante una bienvenida oficial. No hemos tenido tiempo de ensayar todavía nuestras entradas en escena. En cuanto a eso de tan pronto… Bueno, te diré que, como bien sabes, las compañías recién formadas tienen que viajar con más rapidez que las consolidadas, para no morirse de hambre.
—¿Sois músicos? —se apresuró a preguntar el sacerdote más viejo secándose las manos en el delantal que llevaba.
En su incipiente calvicie, los escasos cabellos eran castaños y entre canos y lucía una mella en otro tiempo ocupada por los dientes delanteros.
—Lo somos —repuso Alessan con ademanes solemnes—. Me llamo Adreano d’Astíbar y toco la flauta de Tregea. Éste es Erlein di Senzio, el más consumado arpista de toda la península. Y os puedo asegurar que jamás habréis oído cantar a nadie tan bien como lo hace este joven, Devin d’Ásoli.
El sacerdote más joven se echó a reír otra vez.
—¡Magnífico! —exclamó—. ¡Qué bien hablas! Debería llevarte a la escuela para que dieras una clase de retórica a mis alumnos.
—Mejor sería que les enseñara a tocar la flauta —sonrió Alessan—. Si es que la música forma parte de las enseñanzas que aquí impartís.
El sacerdote hizo una mueca.
—Sólo música de ceremonia —explicó—. Al fin y al cabo, estamos en un templo dedicado a Eanna, no a Moriana.
—Naturalmente —se apresuró a decir Alessan—. Música de ceremonia para los estudiantes. Pero ¿Y para los servidores de la diosa? —añadió arqueando las cejas.
—Debo admitir —confesó con una sonrisa el sacerdote del pelo color ceniza— que yo prefiero la música de Rauder.
—Nadie la toca mejor que yo —afirmó Alessan con dulzura—, ya veo que hemos llegado al lugar adecuado. ¿Podríamos presentar nuestros respetos al Sumo Sacerdote?
—Desde luego —contestó el viejo sin molestarse en sonreír al tiempo que se quitaba el delantal—. Os llevaré ante él. Savandi, tus pupilos se están pegando o algo peor. ¿Te importaría poner orden?
Savandi dirigió la vista al campo de juego, soltó un juramento impropio de un sacerdote y echó a correr hacia allí gritando improperios. Desde lejos, a Devin le pareció que efectivamente los jóvenes pupilos estaban usando los bastones de forma muy distinta de como ordenaban las reglas del juego. Vio que Erlein contemplaba sonriendo a los muchachos. El flaco rostro del mago cambiaba cuando sonreía; cuando sonreía de verdad, no con aquella expresión sarcástica con la que acostumbraba manifestar su desdén.
El sacerdote viejo, con rostro serio, se quitó el delantal por la cabeza, lo dobló con esmero y lo dejó en una de las trancas del aprisco. Vociferó un nombre que Devin no llegó a distinguir y otro joven, un criado, salió de los establos que quedaban a la derecha.
—Encárgate de los caballos —le ordenó con brusquedad—, y haz que sus pertenencias sean llevarlas a la casa de huéspedes.
—Me quedaré la flauta —declaró Alessan.
—Y yo el arpa —añadió Erlein—. No es que desconfíe, compréndeme, pero es que un músico y su instrumento …
Al sacerdote le faltaban por completo las amables maneras de Savandi.
—Como queráis —se limitó a decir—. Vamos. Me llamo Torre y soy el portero del santuario. Os llevaré ante el Sumo Sacerdote.
Se giró y, sin esperarlos, echó a andar por un sendero que daba la vuelta por la izquierda del templo.
Devin y Erlein se miraron y se encogieron de hombros. Siguieron a Torre y a Alessan, cruzándose con algunos sacerdotes y criados; la mayoría les sonreía al pasar, lo cual compensaba el aire severo y ceñudo del guía.
Al rodear el lado sur del templo, alcanzaron a Alessan y al sacerdote, que se habían detenido. El portero calvo echó una mirada en torno con aire distraído y luego dijo como quien no quiere la cosa:
—No confíes en nadie. Sólo en Danoleón y en mí. Ésas son sus órdenes. Te esperábamos. Creíamos que llegarías hace unas dos noches, pero ella dijo que llegarías hoy.
—Entonces ha acertado. ¡Qué gratificador! —dijo Alessan con voz extraña.
Devin se estremeció. A su izquierda, en el campo de juego, los chicos de Savandi volvían a reír; eran ágiles sombras vestidas de azul corriendo tras una pelota blanca. Se oían débiles ecos de cantos procedentes de la cúpula: el final de la invocación de la tarde. Dos sacerdotes vestidos con las túnicas blancas de ceremonia venían por el sendero en dirección opuesta discutiendo animadamente.
—Eso es la cocina y eso la tahona —explicó Torre en voz alta señalando hacia unos edificios—. Más allá está la destilería. Seguro que habéis oído hablar de la cerveza que fabricamos.
—No lo dudes —comentó con cortesía Erlein.
Alessan no dijo nada. Los dos sacerdotes aflojaron el paso al darse cuenta de la presencia de los extranjeros con instrumentos musicales.
—Allí está la casa del Sumo Sacerdote —continuó diciendo Torre—, detrás de la cocina y de la escuela.
Los dos sacerdotes reanudaron la discusión y desaparecieron por la curva del sendero que llevaba a la entrada principal del templo.
Torre guardó silencio. Luego en voz baja añadió:
—Que Eanna sea loada por el don que nos ha concedido. Que todas las lenguas entonen alabanzas. Bienvenido a la patria, príncipe. Oh, en nombre del amor, sé por fin bienvenido a la patria.
Devin tragó saliva y miró primero a Torre y luego a Alessan. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral: en los ojos del portero había lágrimas que brillaban con la resplandeciente luz del sol.
Alessan no contestó nada. Inclinó la cabeza y Devin no pudo verle los ojos. Se seguían oyendo las risas de los niños y las últimas notas de la plegaria.
—¿Todavía está viva? —inquirió Alessan alzando la vista.
—Sí —repuso Torre, emocionado—. Está viva. Está muy …
—No pudo acabar la frase.
—De nada servirá que tengamos cuidado si vas a seguir llorando como un niño —comentó Alessan. Basta de lágrimas si no quieres verme muerto.
—Perdóname, señor —se disculpó Torre tragando saliva—. Perdóname.
—No, no, nada de «señor». Ni siquiera cuando estemos a solas. Soy Adreano d’Astíbar, músico —lo corrigió Alessan en tono apremiante—. Ahora llévame ante Danoleón.
El portero se enjugó los ojos e irguió los hombros.
—¿Adónde te crees que vamos? —gruñó recobrando el tono que había usado al principio.
Giró sobre sus talones y reemprendió la marcha.
—Bien —murmuró Alessan a su espalda—, muy bien, amigo mío.
Devin, que los seguía, vio que, al oír tales palabras, Torre erguía la cabeza. Miró a Erlein, pero esta vez el mago, con aire meditabundo, no le devolvió la mirada.
Pasaron junto a la cocina y la escuela, en la que estudiaban y se alojaban los pupilos de Savandi, hijos de nobles o de acaudalados mercaderes. Por toda la Palma la enseñanza estaba en manos de los sacerdotes, lo cual representaba una pingüe fuente de riqueza para la clerecía. Los santuarios competían unos con otros por captar alumnos y beneficiarse así de la riqueza de los padres.
El enorme edificio estaba ahora sumido en silencio. Si la docena de muchachos que habían visto jugando en el campo de juego con Savandi eran los únicos alumnos del recinto, no podía decirse que el santuario de Eanna de Corte la Baja gozara de demasiada prosperidad.
Por otra parte, pensó Devin, ¿quiénes de los que se habían visto obligados a permanecer en Corte la Baja podían permitirse el lujo de mandar a sus hijos a educarse en un santuario? ¿Y cuántos de los sagaces hombres de negocios de Corte o Chiara que habían comprado tierras a bajo precio allí en el sur, no enviarían a sus hijos a sus lugares de origen para educarse? Al fin y al cabo Corte la Baja era un lugar donde un hombre despabilado y ambicioso de otras tierras podía aprovecharse y sacar dinero de la ruina de los habitantes, pero no era precisamente un lugar donde apeteciera echar raíces. ¿A quién le iba a apetecer echar raíces en una tierra asolada por el odio de Brandín?
Torre los condujo escaleras arriba hasta una terraza porticada y a través de las puertas abiertas de la casa del Sumo Sacerdote. Todas las puertas parecían estar abiertas en aquel soleado día de primavera, tras el recogimiento sagrado de los Días de los Rescoldos.
Se detuvieron en una habitación grande y hermosa, de techo muy alto. Una enorme chimenea destacaba en la pared encarada al sudoeste, y sobre la mullida alfombra aparecían dispuestas un considerable número de cómodas sillas y pequeñas mesas. Devin vio dos librerías, pero ningún libro; los estantes estaban completamente vacíos. Los libros de Tigana habían sido quemados; había oído hablar repetidas veces del asunto.
Dos puertas arqueadas se abrían en la pared este y oeste y daban a unos porches que recibían el calor del sol por la mañana y por la tarde. En el extremo más alejado de la habitación había una puerta cerrada que con seguridad debía de dar acceso al dormitorio. En las cuatro paredes y también sobre la chimenea había unas hornacinas, artísticamente diseñadas, que en otro tiempo debieron de albergar estatuas. También habían desaparecido, como los libros. Las omnipresentes estrellas plateadas de Eanna eran la única decoración de las paredes.
La puerta del dormitorio se abrió y por ella entraron dos sacerdotes.
Parecieron ligeramente sorprendidos al ver al portero con tres visitantes. Uno de ellos era un hombre de estatura regular y mediana edad, rostro anguloso y cabellos
grises cortados al rape; colgada del cuello por una larga correa, llevaba una bandeja llena de hierbas y potingues de boticario.
Pero fue el otro hombre quien atrajo la atención de Devin, porque era quien llevaba el bastón de Sumo Sacerdote; aunque no lo hubiera llevado, también habría atraído su atención, pensó Devin al observar el aspecto del que sin duda era Danoleón.
El Sumo Sacerdote era un hombre muy alto, ancho de hombros, con un pecho como un tonel y muy erguido pese a lo avanzado de su edad. Los cabellos y la barba le cubrían parte del pecho y destacaban blancos como la nieve incluso sobre la blancura inmaculada de la túnica. En la serena frente, sobre unos ojos azules y luminosos como los de un niño, se dibujaban unas cejas muy rectas. Sostenía el impresionante bastón del cargo como si no fuera más que la simple vara de avellano de un pastor.
Al observar con respeto reverencial al que había sido Sumo Sacerdote de Eanna en Tigana cuando llegaron los tiranos, Devin no pudo menos que pensar: «Si todos los jefes eran como él entonces, se puede considerar con toda justicia que realmente había hombres grandes antes del desastre».
No podían haber cambiado tanto desde entonces; no cabía duda. Sólo habían pasado veinte años, por mucho que las cosas hubieran podido transformarse y desaparecer. Pero, pese a tantas mudanzas, resultaba difícil no sentirse intimidado ante la impresionante presencia de aquel hombre. Devin desvió la vista de Danoleón para fijarla en Alessan: delgado, desmañado, con los cabellos prematuramente plateados en desorden, con la mirada fría y perspicaz y la ropa sucia por el polvo del largo viaje a caballo.
Pero, cuando volvió a mirar al Sumo Sacerdote, observó que Danoleón entrecerraba los ojos y respiraba con agitación. Y en aquel preciso instante Devin comprendió, con un estremecimiento cercano al dolor, en cuál de los dos hombres residía la inapelable fuerza del poder, pese a todas las apariencias. Recordó que había sido Danoleón quien se había llevado al sur a Alessan, príncipe de Tigana, entonces sólo un muchacho, y lo había escondido más allá de las montañas.
No lo había vuelto a ver desde entonces. Ahora el hombre que comparecía ante el Sumo Sacerdote peinaba ya canas. Seguramente Danoleón lo había observado y trataba de luchar con la sorpresa que le producía. El joven no pudo menos que sentir compasión por los dos. Pensó en los años, en los años perdidos como hojas o nieve, que habían distanciado a los dos hombres.
Ojalá hubiera sido más viejo, más sabio, más experimentado. Le parecía que en aquel encuentro había un sinfín de verdades y constataciones agazapadas en el borde de la conciencia, a la espera de ser percibidas, pero, pese a todo, fuera de su alcance.
—Tenemos huéspedes —dijo Torre con su habitual brusquedad—. Tres músicos; una compañía recién formada.
—¡Vaya! —gruñó el sacerdote de la bandeja de medicinas con expresión ceñuda—. ¿Una compañía recién formada? Deben de serlo para aventurarse en estos parajes tan pronto. Ya ni recuerdo la última vez en que apareció por este santuario una compañía que valiera la pena. ¿Podéis tocar algo sin hacer huir al público?
—Eso depende siempre del público —replicó con calma Alessan.
Danoleón sonrió, aunque parecía que trataba de evitarlo. Se dirigió al otro sacerdote y le dijo:
—Idrisi, si fuéramos más amables con los huéspedes, a lo mejor podríamos lograr que los visitantes nos demostraran sus habilidades artísticas.
El otro gruñó algo que hubiera podido considerarse una disculpa, ante la mirada de aquellos apacibles ojos azules.
Danoleón se dirigió a los tres recién llegados.
—Perdonadnos —murmuró con voz profunda y aterciopelada—. Hace poco nos han llegado noticias perturbadoras y además tenemos un paciente en grave estado. Idrisi di Corte acostumbra preocuparse mucho en casos como éste.
Devin tenía sus dudas sobre si la preocupación que, al parecer, embargaba al cortino casaba con su evidente rudeza, pero se las guardó. Alessan aceptó las disculpas de Danoleón con una breve reverencia.
—Lo siento muchísimo —dijo dirigiéndose a Idrisi—. ¿Podríamos ser de alguna ayuda? Es bien sabido que la música alivia el dolor. Nos encantaría tocar para alguno de tus pacientes.
Devin advirtió que por el momento pasaba por alto las noticias a las que se había referido Danoleón. Tampoco parecía casual que el Sumo Sacerdote hubiera usado el nombre oficial de Idrisi, dejando bien claro que era de Corte.
El médico se encogió de hombros.
—Como queráis. Ella no está dormida y la música no puede perjudicarla. En cualquier caso yo ya no puedo aliviarla. El Sumo Sacerdote la ha traído aquí en contra de mi voluntad. Yo ya no puedo hacer nada por ella. Está en manos de Moriana. —Se volvió hacia Danoleón y añadió—: Si la música la cansa, mejor que mejor. Será una bendición si se duerme. Estaré en la enfermería o en mi jardín. Volveré a verla esta noche, a menos que me llames antes.
—¿No vas a quedarte para oírnos? —le preguntó Alessan—. A lo mejor te llevas una sorpresa.
Idrisi esbozó una mueca.
—No puedo perder tiempo. Quizás esta noche, en el comedor. Me encantaría llevarme una sorpresa.
Esbozó una inesperada y rápida sonrisa y alcanzó la puerta con brusquedad y apresuradas zancadas.
Se hizo un breve silencio.
—Es un buen hombre —dijo Danoleón en tono suave, casi de disculpa.
—Es un cortino —murmuró sombríamente Torre.
El Sumo Sacerdote sacudió la cabeza.
—Es un buen hombre —repitió—. Le irrita que muera alguno de sus pacientes.
Miró a Alessan; le temblaba la mano que sostenía el bastón.
Abrió la boca para decir algo.
—Señor, soy Adreano d’Astíbar —se apresuró a hacerle saber Alessan—. Te presento a Devin… d’Ásoli, a cuyo padre, Garin de Stevania, quizá recuerdes.
Hizo una pausa. Los azules ojos de Danoleón se agrandaron al mirar a Devin.
—Y éste —continuó Alessan— es nuestro amigo Erlein di Senzio, que toca el arpa además de otras habilidades manuales.
Mientras pronunciaba las últimas palabras, Alessan extendió su mano izquierda con dos dedos encogidos. Danoleón echó una rápida ojeada a Erlein y después volvió a mirar al príncipe. Se había puesto muy pálido y Devin reparó de pronto en que el Sumo Sacerdote era un hombre muy anciano.
—Que Eanna nos proteja a todos —murmuró Torre tras ellos.
Alessan miró hacia las puertas abiertas que daban a los porches.
—Así pues, esa paciente está a punto de morir, ¿verdad?
A Devin le pareció que Danoleón estaba devorando con la mirada a Alessan. Sus ojos tenían la desesperada expresión de un hombre que estuviera muriendo de hambre.
—Mucho me temo que sí —repuso haciendo un esfuerzo para que su voz sonara firme—. Le he cedido mi habitación para que pueda escuchar las plegarias del templo. La enfermería y sus propios aposentos estaban demasiado lejos.
Alessan asintió con un gesto. Parecía a punto de perder la calma y también él controlaba con dificultad sus ademanes y palabras. Sacó del saco de piel marrón la flauta de Tregea y miró a sus compañeros.
—Deberíamos tocar para ella, ahora que, al parecer, han concluido las plegarias.
Así era, en efecto. Los cantos habían cesado. En el campo de juego, tras la casa, los muchachos de la escuela seguían corriendo y riendo a la luz del sol. Devin los oía a
través de las puertas abiertas. Dudó unos instantes, inseguro de sí mismo; luego carraspeó y dijo:
—¿No deberías tocar tú solo para ella? La flauta tiene un sonido tranquilizador; la ayudará a quedarse dormida.
Danoleón asintió con ademán ansioso, pero Alessan se encaró con Devin y Erlein con expresión inescrutable.
—¿Cómo? —inquirió—. ¿Vais a abandonar tan pronto una compañía recién formada? —Luego, en voz más baja, añadió—: No va a decirse nada que no podáis escuchar y además puede que os resulte más que conveniente oír algunas cosas.
—Pero se está muriendo —protestó Devin con la sensación de que algo no iba bien, de que algo estaba desequilibrando la balanza—. Se está muriendo y es… —Se interrumpió.
Los ojos de Alessan tenían una expresión muy extraña.
—Se está muriendo y es mi madre —susurró—. Lo sé muy bien. Por eso quiero que estéis presentes. Además, han llegado noticias. Será mejor que las oigamos.
Se dio la vuelta y se encaminó hacia el dormitorio. Danoleón estaba junto a la puerta. Alessan se detuvo ante el Sumo Sacerdote y los dos hombres se miraron de hito en hito. El príncipe murmuró algo que Devin no pudo oír; se inclinó y besó al anciano en la mejilla.
Se dispuso a abrir la puerta, pero antes exhaló un profundo suspiro.
Alzó una mano como si fuera a pasársela por los cabellos, pero se detuvo; una extraña sonrisa, hija de algún recuerdo, le iluminó por unos instantes el rostro.
—Es una mala costumbre —murmuró sin dirigirse a nadie en particular.
Luego abrió la puerta y entró en el dormitorio. Los demás lo siguieron.
El dormitorio del Sumo Sacerdote era casi tan grande como la sala que acababan de abandonar, pero estaba amueblado con sencillez: dos sillones, un par de rústicas y gastadas alfombras, un lavabo, un escritorio, un baúl, y un pequeño retrete disimulado en un rincón de la habitación. Había una chimenea en el muro encarado al norte, igual que la de la sala y con el mismo tiro. Estaba encendida, pese a la templanza del día, por lo que la habitación estaba bastante caldeada, aunque las dos ventanas se hallaban abiertas y las cortinas descorridas para dejar entrar la luz sesgada por el porche orientado al oeste.
La cama, situada junto a la pared más alejada de la puerta, bajo una estrella de plata de Eanna, era muy grande, en consonancia con la estatura de Danoleón, pero
carecía de cualquier adorno. No tenía dosel; las cuatro patas y el cabezal eran de sencilla madera de pino.
Estaba además vacía.
Devin, que había entrado en la habitación tras Alessan y el Sumo Sacerdote, esperaba ver acostada a la mujer moribunda. Miró con considerable embarazo hacia la puertecilla del retrete, y casi estuvo a punto de pegar un brinco al oír una voz que surgía de entre las sombras de la chimenea, adonde no llegaba la luz que entraba por las ventanas.
—¿Quiénes son estos extraños?
Guiado por un sexto sentido que Devin no acertó nunca a explicarse, Alessan había mirado hacia allí en cuanto entró en la habitación, de modo que no pareció sorprenderse al oír aquella voz tan gélida. Ni tampoco cuando la mujer apareció entre las sombras, se detuvo junto a uno de los sillones y, sentándose muy tiesa con la cabeza erguida, los recorrió con la mirada.
Pasitea di Tigana bren Serazi, esposa del príncipe Valentín, había sido sin duda una mujer de incomparable belleza en su juventud, porque todavía era hermosa, incluso en aquella habitación, incluso en aquellos momentos, a punto de cruzar el umbral de las puertas de Moriana. Era alta y muy delgada, aunque parte de su delgadez se debía a la enfermedad que la estaba corroyendo y que se evidenciaba en su semblante, pálido, casi translúcido, de mejillas muy hundidas. Su vestido estaba rematado por un cuello alto y almidonado, y era carmesí, color que acentuaba la sobrenatural palidez de ultratumba de su rostro. Devin pensó que parecía como si la mujer hubiera traspasado ya los umbrales de Moriana y los contemplara desde la otra orilla.
Pero tenía en los dedos anillos de oro, muy propios del mundo de los mortales, y le colgaba del cuello una gema de deslumbrante color azul. Llevaba los cabellos recogidos en una redecilla negra, con un estilo ya anticuado en la Palma. Devin estaba absolutamente seguro de que para aquella mujer la moda no significaba nada, menos que nada. Los ojos de la princesa le dirigieron una rápida e inquietante mirada; luego se fijaron en Erlein y por fin se clavaron en su hijo.
Un hijo al que no había visto desde que era un muchacho de catorce años.
Tenía los ojos grises como Alessan, pero de mirada mucho más acerada; eran brillantes y fríos, inescrutables, como si se hubieran apoderado de una piedra semipreciosa y no quisieran mostrarla. Relucían de bravura y desafío, y, justo antes de que la mujer volviera a hablar, sin esperar respuesta a su pregunta, Devin pudo comprobar que era ira lo que se leía en su mirada.
Había ira en el rostro arrogante, en la postura erguida, en los dedos que se aferraban a los brazos del sillón. Un fuego interior alimentaba una cólera que había traspasado hacía largos años la esfera de los mundos o de cualquier forma de
expresión. Se estaba muriendo, y a escondidas del mundo, mientras el hombre que había asesinado a su marido gobernaba su tierra. Aquella mirada lo dejaba todo bien claro, incluso para personas que sólo conocieran a medias la historia.
Devin tragó saliva y venció el impulso de salir corriendo de la habitación. Enseguida se dio cuenta de que él no contaba para nada; en lo que concernía a aquella mujer sentada en el sillón, él era un cero a la izquierda. Ni siquiera podía decirse que estuviera en la habitación. La pregunta que había planteado no precisaba contestación; a ella no le importaba quiénes pudieran ser. Tenía que ajustar cuentas con otro.
Durante un buen rato, unos instantes que parecían pesar en el silencio de la habitación, la mujer observó de arriba abajo a Alessan, sin decir palabra, con el pálido y autoritario rostro sin expresión alguna. Por fin, sacudiendo ligeramente la cabeza, dijo:
—Tu padre era un hombre mucho más guapo que tú.
Devin pestañeó ante esas palabras y el tono en que fueron pronunciadas, pero Alessan no evidenció la menor reacción. Asintió con toda calma.
—Lo sé. Me acuerdo perfectamente. También mis hermanos lo eran —replicó esbozando una irónica sonrisa—. La estirpe debió de agotarse antes de que yo naciera —añadió.
Su voz sonó apacible, pero cuando acabó de hablar dirigió una aguda mirada a Danoleón, quien sin duda captó el mensaje. El Sumo Sacerdote murmuró algo a Torre, que salió al instante de la habitación, y se quedó montando guardia fuera, reparó Devin con un escalofrío, pese al calor del fuego. Las palabras que acababan de pronunciarse podían costarles la vida a todos ellos. Miró al mago y vio que Erlein había sacado el arpa de su funda. Con expresión seria, el senziano se situó cerca de la ventana que daba al este y comenzó a afinar el instrumento.
Claro, pensó Devin: Erlein sabía lo que estaba haciendo. Habían ido allí para tocar ante una mujer moribunda. Resultaría extraño que no se oyera música alguna. Pero el joven no se sentía con ánimos para cantar.
—Músicos —dijo la mujer mirando con desdén a su hijo—. ¡Magnífico! ¿Vas a tocarme una tonadilla? ¿Vas a mostrarme tus habilidades en ese campo tan importante? ¿Vas a aliviar el alma de tu madre antes de que muera?
El tono era insoportable.
Alessan ni siquiera se movió, aunque esta vez palideció. Pero nada en él demostraba la menor tensión, a no ser quizá su actitud demasiado despreocupada, su excesiva apariencia de calma.
—Si quieres, madre, tocaré para ti —ofreció en tono tranquilo—. Recuerdo que hubo un tiempo en que la perspectiva de un concierto te complacía mucho.
Los ojos de la mujer se hicieron aún más fríos.
—Aquéllos eran tiempos apropiados para conciertos. Cuando nosotros gobernábamos estas tierras. Cuando los hombres de nuestra familia lo eran de verdad y no sólo de nombre.
—¡Ah! Sé a lo que te refieres —repuso Alessan—. Hombres de verdad, henchidos de un maravilloso orgullo. Hombres que hubieran asaltado ellos solos las murallas de Chiara y hubieran matado hace muchos años a Brandín, animados por el abyecto terror del tirano y por la salvaje determinación de sus espíritus indomables. Madre, ¿es que ni siquiera ahora podemos dejar de hablar de eso? Somos los últimos de nuestra estirpe y hace diecinueve años que no hablamos.
Su voz cambió; parecía emocionada y torpe.
—¿Vamos a tener que seguir riñendo? ¿No vamos a poder añadir algo más de lo que decían nuestras cartas? ¿Quieres que te repita de palabra lo que tantas veces te expliqué por escrito?
La anciana sacudió la cabeza. Arrogante, ceñuda e implacable como la muerte que la estaba acosando.
—No, no —replicó—. No puedo desperdiciar el poco aliento que me queda. Te he mandado llamar para que recibas en persona la maldición de tu madre moribunda.
—¡No! —exclamó Devin sin poder reprimirse, al tiempo que Danoleón daba un paso al frente.
—No, señora, no —dijo el sacerdote con voz angustiada—. No es momento para …
—Me estoy muriendo —lo interrumpió Pasitea bren Serazi bruscamente con las mejillas de repente arreboladas—. No tengo por qué escucharte más. Ni a ti ni a nadie. «Espera», me has venido diciendo todos estos años. «Ten paciencia», decías. Bueno, pues ya no me queda tiempo que perder esperando en vano. Voy a morirme hoy. Moriana me espera. Ya no me queda tiempo para seguir viviendo mientras el cobarde de mi hijo retoza por la Palma entonando musiquillas en bodas de campesinos.
Se oyó el discordante sonido de las cuerdas del arpa.
—Lo que acabas de decir —terció Erlein desde la ventana de la pared orientada al este— es una necedad y una injusticia.
Se interrumpió sorprendido ante su propio exabrupto.
—La Tríada sabe —continuó— que no tengo motivos para apreciar a tu hijo y para mí está muy claro hasta dónde llega su arrogancia y su despego por las vidas ajenas, que emplea en su propio beneficio. Pero, si lo llamas cobarde por el simple hecho de no intentar matar a Brandín de Ygrath, déjame decirte que estás muriendo en vano, mujer insensata. Lo cual, para serte franco, no me sorprende lo más mínimo en esta maldita provincia.
Se apoyó en el alféizar, respirando agitadamente, y sin mirar a nadie en particular. En el silencio que siguió a sus palabras, sólo Alessan se atrevió a moverse. Hasta aquel momento su inmovilidad había parecido inhumana, sobrenatural; ahora se dejó caer de rodillas junto al sillón de su madre.
—Ya me maldijiste en otra ocasión —dijo con tristeza—. ¿Lo recuerdas? He vivido toda la vida con esa mancha. En ciertos aspectos me hubiera resultado más soportable morir hace años: Baerd y yo muriendo al intentar matar al tirano de Chiara… y quién sabe si consiguiéndolo por algún milagro del cielo. ¿Sabes?, hablábamos a menudo de ello noche tras noche, cuando vivíamos en Quilea, de muchachos. Urdimos un centenar de planes para asesinar al tirano en la isla. Soñábamos con que después de muertos seríamos amados y honrados en una provincia que habría recuperado su nombre gracias a nuestro sacrificio.
Su voz tenía profundas y casi hipnóticas cadencias. Devin vio que Danoleón, con el rostro crispado por la emoción, se dejaba caer en el otro sillón. Pero Pasitea permanecía firme y fría, inexpresiva como un bloque de mármol. Devin se acercó a la chimenea en un vano intento de que el fuego calmara los escalofríos que lo sacudían. Erlein seguía junto a la ventana. Tocaba suavemente el arpa, notas al azar, sin ensayar melodía alguna.
—Pero crecimos —continuó Alessan mostrando en la voz la urgente necesidad de ser entendido—. Y, en un solsticio de verano, Mario se convirtió en rey de Quilea con nuestra ayuda. Después los tres estuvimos hablando en términos muy diferentes. Baerd y yo comenzamos a aprender algunas verdades acerca del poder y del mundo. Eso fue lo que me hizo cambiar. Poco a poco fue conformándose en mi corazón una idea, un sueño, mucho más ambicioso y profundo que intentar matar a un tirano. Regresamos a la Palma y empezamos a viajar. Como músicos, sí y como artesanos, como mercaderes, como atletas durante los juegos de la Tríada, como albañiles, como maestros de obra, como guardaespaldas de un banquero de Senzio, como marineros en barcos mercantes. Pero antes de empezar a viajar, madre, antes de que regresáramos al norte de las montañas, todo había cambiado para mí. Por fin veía con toda claridad cuál debía ser mi tarea en la vida. Qué tenía que hacer o por lo menos intentar hacer. Lo sabes bien, y Danoleón también lo sabe; hace años te escribí contándote mis planes y pidiendo tu bendición. Era muy simple: teníamos que echar a los dos tiranos para que toda la península volviera a ser libre.
Entonces la voz de la madre echó por tierra las apasionadas palabras de Alessan en un tono duro, implacable, irremisible:
—Lo recuerdo. Recuerdo el día que llegó la carta y te repetiré lo que escribí a esa ramera de Castelborso, en Certando: que ibas a comprar la libertad de Corte, de Astíbar y de Tregea con el precio del nombre de Tigana. Con el precio de nuestra existencia en el mundo. A costa de lo que teníamos y éramos antes de la llegada de Brandín. Con el precio de la venganza y de nuestro orgullo.
—Nuestro orgullo —murmuró Alessan en voz tan baja que apenas se lo oyó—. ¡Ah! ¡Nuestro orgullo! Crecí conociéndolo todo acerca de nuestro orgullo. Tú me lo enseñaste más incluso que mi padre. Pero después, cuando me hice un hombre, aprendí algo más. Durante el exilio aprendí algo acerca del orgullo de Astíbar y de Senzio, de Ásoli, de Certando. Aprendí cuán orgullosa y arruinada estaba la Palma el año en que llegaron los tiranos.
—¿La Palma? —preguntó Pasitea con voz chillona—. ¿Qué es la Palma? Un espolón de tierra. Roca, tierra yagua. ¿Qué es esa península por la que tanto te preocupas?
—¿Y qué es Tigana? —inquirió con brusquedad Erlein di Senzio dejando de tocar el arpa.
Pasitea le dirigió una mirada desdeñosa.
—¡Imaginaba que un mago sojuzgado lo sabría! —contestó la anciana corrosivamente con la peor de las intenciones.
Devin no pudo menos que pestañear asombrado ante la perspicacia de la mujer. Nadie le había explicado quién era Erlein; lo había deducido en pocos minutos por unas cuantas e imprecisas pistas.
—Tigana —continuó orgullosamente la princesa— es la tierra en la que Adaón yació con Micaela cuando el mundo era muy joven, le entregó su amor, la hizo concebir un hijo y concedió un don divino a ese hijo y a los hijos de sus hijos. Desde aquella noche el mundo ha dado muchas vueltas y el último descendiente de aquella unión está ahora en esta habitación dejando escapar entre sus dedos el pasado de su pueblo.
Se inclinó hacia delante con ojos relampagueantes y voz acusadora.
—Dejándolo escapar entre sus dedos. Es un loco y un cobarde, las dos cosas. ¡Hay mucho más en juego en una sola generación que la libertad de una península!
Se reclinó tosiendo y sacó del bolsillo un pañuelito de seda azul. Devin vio que Alessan hacía amago de levantarse, pero se reprimía enseguida. La madre tosió con violencia, y Devin se dio cuenta de que el pañuelito se teñía de rojo. Junto a ella, Alessan, de rodillas en la alfombra, bajó la cabeza.
Erlein di Senzio, en el otro extremo de la habitación, demasiado lejos para ver la sangre, dijo:
—¿Quieres que te cuente las leyendas del esplendor de Senzio? ¿O de Astíbar? ¿Quieres oírme cantar la historia de Eanna dibujando en la isla las estrellas con la gloria de su unión con el dios? ¿No sabes que Certando pretende ser el corazón y el alma de la Palma? ¿Te acuerdas de los Carlozzini? ¿De los Caminantes de la Noche en las montañas hace doscientos años?
La mujer se enderezó en su asiento y lo miró. Pese al temor que le inspiraba, y al odio que sentía por lo que le estaba diciendo y haciendo a su hijo, Devin no pudo menos que sentirse impresionado ante tanto coraje y fuerza de voluntad.
—Ésa es la cuestión ni más ni menos —replicó en voz más baja, como si quisiera economizar esfuerzos—. Ése es el quid de la cuestión. ¿Es que no te das cuenta? Recuerdo muy bien todas esas historias. Cualquiera con cierta educación y cultura, cualquiera que haya oído alguna vez las lamentaciones sentimentales de un trovador puede recordarlas y puede oír cantar mil veces la unión de Adaón y Eanna en el Sangario. Pero no nuestra historia. ¿No lo ves? No la historia de Tigana. ¿Quién cantará la historia de Micaela bajo las estrellas, junto al mar, cuando nosotros hayamos desaparecido? ¿Quién quedará aquí para cantarla cuando esta generación haya desaparecido del mundo?
—Yo —declaró Devin con los brazos en jarras.
Vio que Alessan alzaba la cabeza mientras Pasitea se volvía a mirarlo con ojos como el acero.
—Todos nosotros lo haremos —aseguró Devin con tanta firmeza como le fue posible.
Miró al príncipe y luego a la anciana moribunda consumida de orgullo.
—Toda la Palma volverá a oír esa canción, señora. Porque tu hijo no es un cobarde. Ni un loco insensato que busca una muerte prematura y una fama fugaz. Está tratando de hacer algo más grande y va a conseguirlo. Algo ha sucedido esta primavera y por eso va a conseguir lo que ha dicho que hará: liberar esta península y devolver al mundo el nombre de Tigana.
Acabó de hablar jadeante como si hubiera corrido un largo trecho. Poco después se sintió enrojecer de humillación. Pasitea bren Serazi se había echado a reír. Se mofaba de él, mientras su frágil cuerpo temblaba derrumbado en el sillón. Las carcajadas acabaron en otro ataque de tos; el pañuelito azul apareció de nuevo y, cuando se lo retiró de la boca, estaba otra vez teñido de sangre. Se aferró a los brazos del sillón para sostenerse.
—Eres sólo un niño —pudo por fin articular la princesa— y también lo es mi hijo, pese a sus canas. No me cabe la menor duda de que Baerd bar Saevar es igualmente una criatura, con la mitad de la habilidad y la gracia de su padre. Algo ha sucedido esta primavera —lo remedó con cruel precisión y, con voz fría como el hielo, añadió—: Niñitos, ¿tenéis alguna idea de lo que acaba de suceder realmente en la Palma?
Lentamente su hijo se puso en pie.
—Hemos viajado día y noche. No hemos oído noticia alguna. ¿Qué pasa?
—Ya te dije que teníamos noticias —repuso Danoleón—, pero no tuve tiempo de …
—Me alegro —lo interrumpió Pasitea—. Me alegro muchísimo. Parece que al menos puedo decirle algo a mi hijo antes de marcharme para siempre.
Se irguió en el asiento con ojos gélidos y brillantes como la escarcha a la luz de la luna. Sin embargo, algo furiosamente reprimido trataba de abrirse paso en su voz; un espantoso temor, mayor que el que debía de inspirarle la muerte.
—Ayer, a la puesta del sol, al concluir los Días de los Rescoldos, llegó un mensajero. Un ygrathio que cabalgó hasta aquí desde Stevania trayendo noticias de Chiara. Noticias tan urgentes que Brandín las había enviado mediante sus artes de hechicería a todos los gobernadores con orden de que las difundieran rápidamente.
—¿Cuáles eran esas noticias? —preguntó Alessan cruzando los brazos como si se dispusiera a aguantar un golpe.
—¿Las noticias? Las noticias eran, mi irreflexiva criatura, que Brandín ha abdicado como rey de Ygrath. Está enviando al ejército a casa, y también a sus gobernadores. Los que elijan permanecer a su lado tendrán que convertirse en ciudadanos de esta península. De un nuevo estado: el reino de la Palma Occidental: Chiara, Corte, Ásoli, Corte la Baja. Cuatro provincias bajo el mando de Brandín. Ha anunciado que somos independientes de Ygrath, que hemos dejado de ser una colonia. Todos pagaremos los mismos impuestos, que además ha reducido a la mitad. A partir de ayer. Aquí, en Corte la Baja, los ha reducido aún más. Nuestros gravámenes serán ahora iguales a los de los demás. El mensajero dijo que el pueblo de esta provincia, el pueblo que tu padre gobernaba, ha invadido las calles de Stevania bendiciendo el nombre de Brandín.
Como si cargara sobre sus hombros un peso enorme que amenazara con caérsele, Alessan se volvió para mirar a Danoleón. El Sumo Sacerdote asintió con la cabeza.
—Al parecer hubo un intento de asesinato en la isla, hace tres días —explicó el Sumo Sacerdote—. Promovido desde Ygrath: la reina y el hijo de Brandín, el regente. Según parece, fracasó por la intervención de una de las mujeres del Tributo. Una que casi provocó que estallara la guerra con Certando. Quizá lo recuerdes, hace unos doce o catorce años. A raíz de eso han cambiado los planes estratégicos de Brandín. No en lo referente a su permanencia aquí en la Palma, o acerca de Tigana y su venganza, sino respecto a lo que debe hacerse en Ygrath si él continúa aquí.
—Y aquí va a continuar —dijo Pasitea—. Tigana morirá, se perderá para siempre su recuerdo, pero nuestro pueblo entonará himnos de alabanza al tirano mientras muere. Del tirano que mató a tu padre.
Alessan asentía con aire meditabundo. Parecía como si apenas escuchara, como si de pronto se hubiera replegado en sí mismo. Pasitea enfureció al notar su actitud. Un
silencio mortal invadió la habitación. Fuera, muy lejos, se oían los incontrolados gritos y carcajadas de los muchachos, que hacían aún más abrumador el silencio. Devin escuchaba el distante griterío e intentaba dominar el caos de su corazón para concentrarse y asimilar lo que acababa de oír.
Miró a Erlein que había dejado el arpa en el alféizar y había avanzado unos pasos con expresión turbada y cautelosa. Devin trataba desesperadamente de pensar, de reunir sus dispersas ideas, pero aquellas noticias lo habían cogido por sorpresa. «Independientes de Ygrath». Era lo que tanto deseaban, ¿no? Salvo que no lo era. Brandín seguía allí, no se habían liberado de él ni del peso de su hechicería. ¿Y Tigana? ¿Qué sería ahora de Tigana?
En aquel momento, de forma un tanto inesperada, algo comenzó a preocuparlo. Algo diferente de todo aquello. Una imprecisa e insignificante conciencia que tiraba de un rincón de su mente advirtiéndole que había algo de lo que debería darse cuenta, un detalle que debía tener presente.
Y entonces, de forma igualmente inesperada, la sensación tomó cuerpo. De hecho …
De hecho, supo con toda certeza lo que iba mal.
Cerró los ojos unos instantes tratando de dominar un terror paralizante. Luego, tan sigilosamente como pudo, se dirigió hacia el muro orientado al oeste, alejándose de la chimenea junto a la que había estado hasta entonces.
Alessan comenzó a hablar, casi consigo mismo:
—Esto cambia las cosas, no hay duda, y mucho. Voy a necesitar tiempo para reflexionar, pero creo que quizá nos sirva de ayuda. Puede convertirse en una ventaja, no en una maldición.
—¿Qué dices? ¿Cómo puedes ser tan necio? —le espetó su madre—. En las calles de Avalle están entonando himnos de alabanza al tirano.
Devin pestañeó al oír el antiguo nombre, al captar el profundo dolor que expresaban aquellas palabras, pero siguió avanzando. Una aterradora certeza se había apoderado de él.
—Ya te he oído, te he entendido. Pero ¿no lo ves? —Alessan volvió a caer de rodillas junto a su madre—, el ejército ygrathio regresa a su casa. Si el tirano tiene que luchar, lo hará con un ejército reclutado entre nuestro propio pueblo y con los pocos ygrathios que se hayan quedado a su lado. ¡Oh, madre! ¿Qué crees que hará el barbadio de Astíbar cuando se entere?
—Nada —respondió lacónicamente Pasitea—. Alberico es un hombre timorato, hundido hasta el cuello en sus propias redes, que lo único que ambiciona es la tiara de emperador. Por lo menos una cuarta parte del ejército de Ygrath permanecerá junto a Brandín, y ese pueblo que ahora canta sus alabanzas es el más oprimido de toda la península. Si ellos están alegres, ¿cómo crees que se sienten los de otros lugares? ¿No te resulta fácil imaginar que un ejército pueda ser reclutado en Chiara, en Corte, en Ásoli, para luchar contra Barbadior al lado de un hombre que ha renunciado por esta península a su propio reino?
Empezó de nuevo a toser; su cuerpo se estremecía con más fuerza que antes.
Devin no conocía la respuesta a aquella pregunta. No podía ni siquiera adivinarla. Sabía que la balanza se había desequilibrado, la balanza de la que había hablado y con la que tantas veces había jugado Alessan. Pero también sabía algo más.
Llegó hasta la ventana. El alféizar estaba casi a la altura de su pecho. El muchacho era bajito; aquélla no era la primera vez que lamentaba serlo. Dio gracias por las compensaciones que tal defecto deparaba, elevó una rápida plegaria a Eanna, apoyó las manos en el alféizar para darse impulso y saltó con agilidad al porche como si fuera un atleta. Oyó tras él la tos seca y penosa de Pasitea. Danoleón lanzó un grito.
Cayó al suelo golpeándose un hombro y una cadera contra una columna. Se incorporó a tiempo de ver que una figura vestida de pardo surgía de su escondrijo junto a la ventana, soltaba un juramento y echaba a correr. Devin cogió el cuchillo que llevaba al cinto, ciego de rabia. Había habido demasiado tumulto en el campo de juego. El mismo que se había levantado antes, cuando el sacerdote había dejado sin vigilancia a sus pupilos. Pero esta vez los había dejado solos para espiar lo que ocurría en aquella habitación.
Alessan se asomó a la ventana con Erlein.
—¡Savandi! —les gritó Devin—. Estaba escuchando.
En realidad escupió tales palabras por encima del hombro porque ya había salido corriendo en pos del fugitivo. Dio mentalmente gracias por la maravillosa curación que Rinaldo el Sanador le había hecho en aquel establo de Certando. Luego se sintió de nuevo invadido por la cólera, el miedo y la urgente necesidad de dar alcance al sacerdote.
Sin aflojar la carrera, saltó la balaustrada del pórtico. Savandi, a toda velocidad, había torcido hacia el oeste, en dirección a los campos situados tras el santuario. A cierta distancia, a la izquierda, Devin divisó a los niños jugando. Apretó los dientes y aumentó la velocidad. «¡Aquellos malditos sacerdotes!», pensaba lleno de furia. ¿Por qué tenían que meter las narices en todo, incluso en aquellos momentos?
Si en el santuario se descubría la verdadera identidad de Alessan, a Devin no le cabía la menor duda de que la noticia pronto llegaría a oídos de Brandín de Ygrath y tampoco le cabía la menor duda de lo que sucedería después.
Luego lo asaltó otro pensamiento angustioso, que lo asustó sobremanera. Se forzó a correr aún más, pese a que las piernas le flaqueaban y los pulmones parecían a punto de estallarle. El vínculo mental. ¿Qué ocurriría si Savandi lograba comunicarse telepáticamente con el rey, si el espía de Brandín podía ponerse en contacto con Chiara?
Devin soltó mentalmente una maldición porque no podía permitirse el lujo de desperdiciar aliento. Savandi, ágil y rápido, también menudo, dejó a su izquierda un pequeño edificio y torció hacia la derecha, por la parte trasera del templo; le llevaba unos veinte pasos de ventaja.
Devin dobló también la esquina. Ni rastro de Savandi. Se detuvo un segundo, paralizado por el pánico. No había ningún acceso al templo por la parte de atrás. Sólo un espeso seto que empezaba a verdear.
Observó que algunos arbustos se movían ligeramente y se metió entre ellos. Descubrió un agujero de escasa altura, y se introdujo en él a gatas. Tras arañarse los brazos y la cara, salió a un claustro enorme, sereno y hermoso, con una fuente en el centro. Pero no podía perder tiempo en tales consideraciones. El rincón noroeste del claustro daba a otro pórtico y a un edificio grande con una cúpula. Savandi subió a toda velocidad la escalinata del pórtico y entró en el edificio. Devin alzó la vista. En una ventana del segundo piso había un hombre de cabellos blancos y cara huesuda mirando sin expresión alguna el claustro iluminado por el sol.
Al dirigirse a toda velocidad hacia la puerta, Devin se dio cuenta de dónde se encontraba. Era la enfermería y la pequeña cúpula debía de ser un templo para los enfermos que deseaban el consuelo de Eanna, pero no podían recorrer el camino que conducía hasta el templo principal del santuario.
Recorrió en tres zancadas el pórtico y cruzó la puerta de un salto cuchillo en mano. Era consciente de que, al seguido tan de cerca, podía convertirse en un blanco fácil si Savandi se decidía a atacarlo. Pero no lo consideraba factible, lo cual no hacía sino incrementar su miedo.
El hombre parecía rehuir los lugares donde pudiera toparse con algún sacerdote: el templo, las cocinas, el dormitorio, el refectorio. Eso quería decir que no esperaba socorro o ayuda, que no esperaba escapar.
Y eso quería decir que probablemente sólo iba a intentar hacer una cosa, si es que Devin le daba tiempo suficiente.
La puerta daba a un pasillo y a una escalera. No se veía a Savandi por ningún lado; Devin miró al suelo y dio gracias a Eanna: al correr por el claustro el sacerdote se había ensuciado de barro los zapatos. Había dejado en el suelo un rastro que conducía al pasillo, no a la escalera.
Devin reanudó la carrera, pasillo abajo, doblando al fondo a la izquierda. Pasó de largo ante varias habitaciones y ante la puerta arqueada del templo de la enfermería. La mayoría de las puertas estaban abiertas; la mayoría de las habitaciones vacías.
De pronto se encontró ante una puerta cerrada; el rastro de Savandi conducía hasta allí. Devin agarró el pestillo y empujó con el hombro los pesados batientes de madera maciza. Cerrado. No cedieron ni un milímetro.
Jadeando, cayó de rodillas y rebuscó en el bolsillo un alambre que siempre llevaba consigo desde que Marra había fallecido. Ella le había enseñado todo lo que sabía acerca de cómo abrir cerraduras. Retorció el alambre tratando de darle forma, pero las manos le temblaban y el sudor le cegaba los ojos. Se lo enjugó e intentó calmarse. Tenía que abrir aquella puerta antes de que el sacerdote enviara el mensaje que supondría la destrucción de todos ellos.
Oyó que se abría una puerta y que unos pasos sordos avanzaban por el pasillo.
Sin alzar la vista, Devin dijo:
—Quien ose tocarme o estorbarme es hombre muerto. Savandi es un espía del rey de Ygrath. ¡Encuéntrame la llave de esta puerta!
—¡No hace falta! ¡Ya está abierta! —dijo una voz que conocía muy bien—. ¡Vamos!
Devin miró por encima del hombro y vio junto a él a Erlein di Senzio espada en mano.
El muchacho se puso en pie de un salto y accionó el pestillo. La puerta se abrió. Devin se precipitó en la habitación. En su interior se veían varios estantes llenos de tarros y redomas, y sobre las mesas estaba dispuesto el instrumental médico. En medio de la habitación, Savandi estaba sentado en un banco con las manos en las sienes, intentando concentrarse.
—¡Que tu alma se pudra! —gritó Devin con todas sus fuerzas. Savandi pareció despertarse de golpe. Se puso en pie de un salto con un salvaje gruñido mientras echaba mano de un bisturí que había en una mesa junto a él.
No logró cogerlo.
Sin dejar de gritar, Devin se precipitó sobre él y le metió los dedos de la mano izquierda en los ojos; con la derecha dibujó un arco mortal y le hundió el puñal en las costillas. Luego lo apuñaló otra vez con furia, hasta que de pronto tuvo la vertiginosa sensación de que el acero llegaba al hueso. El joven sacerdote abrió desmesuradamente la boca, los ojos se le agrandaron de asombro. Soltó un fuerte y breve grito, se llevó las manos al costado, y cayó muerto.
Devin lo soltó y se dejó caer en un banco mientras se esforzaba por recuperar el aliento. La sangre le golpeaba las sienes y la cabeza le daba vueltas. Se le nubló la vista y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos comprobó que las manos seguían temblándole.
Erlein había envainado la espada y estaba en pie junto a Devin.
—¿Logró enviar…, enviar…? —tartamudeó Devin.
—No. —El mago sacudió la cabeza—. Llegaste a tiempo. No estableció contacto. No envió mensaje alguno.
Devin contemplaba con ojos inexpresivos el cuerpo del joven sacerdote que había intentado traicionarlos. Se preguntó desde cuándo habría estado haciéndolo.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —preguntó a Erlein con voz ronca y manos aún temblorosas, dejando caer sobre el banco el cuchillo ensangrentado.
—Te seguí desde el dormitorio. Te vi correr hasta que te perdí la pista en la parte trasera del templo. Entonces recurrí a la magia. La aureola de Savandi me trajo hasta aquí.
—Entramos por el seto y por el claustro. Trató de despistarme.
—Ya lo veo. Estás sangrando otra vez.
—No importa —dijo Devin exhalando un profundo suspiro. En el corredor se oyeron pisadas.
—¿Por qué viniste? ¿Por qué hiciste esto por nosotros?
Erlein pareció ponerse por unos instantes a la defensiva, pero se limitó a decir con la sarcástica sonrisa de siempre:
—¿Por vosotros? No seas tonto, Devin, Moriré si muere Alessan. Estoy sometido a él, ¿es que no te acuerdas? Lo hice para salvarme a mí mismo. Ni más ni menos.
Devin lo miró con ganas de añadir algo, algo más importante, pero los pasos se detuvieron junto a la puerta y Danoleón entró en la habitación seguido de Torre. Ninguno de los dos pronunció palabra mientras se hacían cargo de lo ocurrido.
—Intentaba establecer contacto mental con Brandín —explicó Devin—. Erlein y yo llegamos justo a tiempo.
Erlein soltó un gruñido de negativa.
—Devin lo consiguió. Pero yo tuve que utilizar mi magia para encontrarlos y también para abrir la puerta. No fue demasiada, pero por si hay algún Rastreador en los alrededores, será mejor que actuemos con la mayor rapidez.
Danoleón no parecía haber oído nada. Contemplaba el cuerpo de Savandi con los ojos llenos de lágrimas.
—No desperdicies tu pena por un pájaro carroñero —dijo Torre con rudeza.
—Debo hacerlo —repuso con voz dulce el Sumo Sacerdote apoyándose en el bastón—. Debo hacerlo. ¿No lo entiendes? Había nacido en Avalle. Era uno de los nuestros.
Devin torció la cabeza con violencia; se sentía enfermo, cegado por la misma rabia que lo había empujado hasta allí, que lo había impulsado a matar con tanta violencia. «Uno de los nuestros». Se acordó de Sandre d’Astíbar en el pabellón de caza de los
bosques, traicionado por su nieto mayor. Temía ponerse realmente enfermo. «Uno de los nuestros».
Erlein di Senzio se echó a reír. Devin se volvió hacia él lleno de furia con los puños crispados. En sus ojos debía de haber un brillo asesino porque el mago se puso serio de golpe y la burla desapareció de su rostro como borrada por un pañuelo.
Se hizo un breve silencio.
Luego Danoleón irguió los hombros y dijo:
—Tendremos que poner un cuidado extremo, de otro modo se extenderá el rumor. No podemos permitir que la muerte de Savandi se relacione con nuestros huéspedes. Torre, cuando salgamos cierra con llave la habitación y deja dentro el cadáver. Cuando se haga de noche y los demás duerman, nos libraremos de él.
—Lo echarán de menos a la hora de cenar —replicó Torre.
—No. Tú eres el portero. Dirás que lo viste salir a última hora de la tarde. Que ha ido a ver a su familia. Es natural, tras los Días de los Rescoldos y con las noticias que han llegado de Chiara. Al fin y al cabo salía a menudo y no siempre con mi permiso. Ahora sé por qué. Dudo que fuera a casa de su padre. Desgraciadamente para Savandi, esta vez va a ser asesinado por alguien fuera del valle.
Había en la voz del Sumo Sacerdote una dureza que Devin no había captado hasta entonces. «Uno de los nuestros». Contempló de nuevo el cadáver. Su tercer asesinato. Pero esta vez era diferente. El guardia del establo de los Nievolene, el soldado del desfiladero, estaban cumpliendo con su deber, estaban haciendo lo que habían venido a hacer a la Palma. Eran leales al poder que servían, no escondían nada, seguían lo que creían una causa justa. Devin había lamentado tener que matarlos, había lamentado que el destino lo obligara a cruzarse con ellos.
Pero Savandi era harina de otro costal. Su muerte era diferente. Devin buceó en su alma y comprobó que no lamentaba lo que había hecho. Con verdadera inquietud se dio cuenta de que a duras penas lograba reprimir las ganas de apuñalar otra vez el cadáver. La traición del sacerdote a su pueblo, su hipócrita sonrisa había desencadenado en el corazón de Devin una pasión y una violencia desconocidas. De pronto se le ocurrió que, en otro orden de cosas, Alienor de Castelborso había desencadenado en él unos sentimientos muy parecidos.
A lo mejor, en el fondo, ambas circunstancias no estaban tan distantes una de otra. Pero la cuestión era demasiado dura y peligrosa para desentrañar sus arcanos en presencia de la muerte. Eso le hizo pensar en algo, le hizo reparar en la ausencia de alguien. Miró a Danoleón.
—¿Dónde está Alessan? —preguntó inquieto—. ¿Por qué no ha venido?
Pero, antes de que el sacerdote pudiera contestar, supo la respuesta. Nada en el mundo excepto aquello hubiera impedido al príncipe venir con los demás.
El Sumo Sacerdote miró al joven.
—Está en mi habitación. Con su madre. Aunque me temo que todo se haya consumado ya.
—No —murmuró Devin—. ¡Oh, no!
Se levantó, alcanzó la puerta y echó a correr por el pasillo; salió por la puerta este de la enfermería al sol sesgado de la tarde, y empezó otra vez a correr.
Dobló la curva rasera del templo y, al pasar, junto al pequeño edificio de antes, vio un jardincito en el que no había reparado; enfiló el sendero que llevaba hasta la casa del Sumo Sacerdote, atravesó el pórtico entre las columnas y alcanzó la ventana por la que había saltado poco antes, como si pudiera hacer retroceder los acontecimientos a su antojo. Como si pudiera correr hacia atrás, más allá de la muerte de Savandi, más allá de su llegada hasta aquel lugar, mucho más atrás, con el incoherente y repentino deseo de llegar hasta las semillas del dolor que habían brotado con la llegada de los tiranos.
Pero el tiempo no podía retroceder ni en el corazón ni en el mundo que todos conocían. El tiempo seguía su marcha inexorable, y las cosas cambiaban para mejor o para peor; las estaciones se sucedían, las horas de sol cedían paso a la noche que cesaba con la luz gris del alba; los años se precipitaban uno tras otro, la gente nacía, vivía por gracia de la Tríada y después moría.
Morían.
Alessan seguía en la habitación, arrodillado en la humilde alfombra, pero junto al lecho, no junto al pesado sillón de roble. Se había movido, como el tiempo; el sol trazaba en el cielo la curva del atardecer.
Devin había deseado con toda el alma que el tiempo retrocediera, para que Alessan no hubiera tenido que enfrentarse a aquello solo. Era su primer día en Tigana desde su adolescencia. Ya no era un adolescente; en su cabeza había cabellos grises. El tiempo había pasado. Habían pasado veinte años; ahora estaba otra vez en su patria.
Su madre yacía en la cama del Sumo Sacerdote. Alessan sostenía entre las suyas una mano de la mujer, acunándola tiernamente como si fuera un pequeño pájaro que pudiera morir si cerraba el puño o que pudiera escapar si lo aflojaba.
Devin debió de hacer algún ruido junto a la ventana porque el príncipe alzó la vista. Sus ojos se encontraron. Devin lo miró con pena, sin decir nada, con el corazón angustiado y conmovido. No sabía qué hacer en momentos tan trágicos como aquél. Deseó que Baerd o Sandre estuvieran allí. Incluso Catriana hubiera sabido reaccionar mejor.
Se limitó a decir:
—Savandi está muerto. Lo cogimos a tiempo. Alessan asintió. Luego miró el rostro de su madre, más sereno de lo que jamás había estado. Sobre todo en los últimos largos años de su vida. El tiempo, que implacablemente la había alcanzado, la había librado de los recuerdos, del orgullo, del amor.
—Lo siento —dijo Devin—. De veras lo siento, Alessan.
El príncipe volvió a mirarlo con ojos claros, pero terriblemente ausentes. Parecían devanar las imágenes de la madeja de los años. Estuvo a punto de decir algo, pero permaneció callado. Se limitó a encogerse de hombros, con el familiar gesto que todos ellos conocían tan bien y con el que expresaba la tranquila aceptación de una nueva carga.
Devin de pronto se sintió al borde de su resistencia. La muda conformidad de Alessan fue la gota que colmó el vaso. Se sintió desgarrado, herido por las brutales verdades del mundo, por la inexorabilidad de las cosas. Apoyó la cabeza en el alféizar y sollozó como un niño ante la presencia de algo que desbordaba su capacidad.
En la habitación, Alessan permanecía arrodillado en silencio junto al lecho, con la mano de su madre entre las suyas. El sol de la tarde entraba por la ventana e iluminaba al sesgo el suelo de la habitación, dejando caer sus rayos sobre el príncipe, sobre la mujer que yacía en el lecho y sobre las monedas de oro que cubrían sus ojos grises.