—¡Adelante, al galope! —gritó Alessan señalando un repliegue entre las colinas—. ¡Más allá hay una aldea!
Devin soltó un juramento, bajó la cabeza a la altura del cuello de su caballo y, clavando las espuelas en los flancos del animal, galopó tras Erlein di Senzio en dirección oeste, hacia el repliegue y el rojo disco del sol poniente.
Detrás, atronando las colinas marrones por la luz del crepúsculo, los acosaban por lo menos ocho —y posiblemente doce— bandidos de las montañas. Devin no había mirado hacia atrás desde el momento en que habían vislumbrado a los proscritos y habían oído la orden de detenerse.
No creía que pudieran tener posibilidad alguna de escapar, por muy cerca que estuviera la aldea. Habían cabalgado a espetaperros durante horas y los caballos que les había dado Alienor estaban muy fatigados. Si tenían que competir en velocidad con las frescas monturas de los proscritos, lo más probable era que los reventaran. Devin apretó los dientes tratando de hacer caso omiso del dolor que sentía en la pierna y el escozor de los cortes que había sufrido al saltar en las montañas aquella misma mañana.
El viento les azotaba el rostro mientras cabalgaban. Vio que Alessan se giraba en la silla y tensaba una flecha en el arco. A la luz del crepúsculo el príncipe disparó una vez y luego otra, con los músculos tensos por el esfuerzo. Seguramente eran tiros inútiles dada la velocidad que llevaban y el viento que soplaba.
Se oyó el grito de los hombres. Devin se volvió y vio caer a uno de ellos. Unas cuantas flechas llovieron muy cerca de los tres fugitivos.
—¡Han disminuido la velocidad! —gritó Erlein mirando también hacia atrás—. ¿Está muy lejos la aldea?
—Tras la hondonada, a unos veinte minutos. ¡Adelante!
Alessan no intentó disparar otra vez, sino que bajó el arco para espolear su caballo gris. Galopaban al viento siguiendo la trayectoria del sol, entre las umbrosas moles de dos colinas cubiertas de brezo, en dirección al repliegue que se abría entre ellas. Pero no lograron llegar.
En el lugar en que el sendero serpenteaba para seguir la curva de las abruptas crestas, ocho jinetes los esperaban impidiéndoles el paso al repliegue y apuntándoles con los arcos.
Detuvieron bruscamente los caballos. Devin echó una ojeada por encima del hombro y vio que sus perseguidores entraban tras ellos en el desfiladero. Un caballo
iba sin jinete y uno de los bandidos se apretaba el hombro en el que tenía clavada una flecha.
Miró a Alessan y vio en los ojos del príncipe una mirada desesperada y desafiante.
—¡No seas insensato! —exclamó Erlein—. No puedes huir ni puedes matarlos.
—Puedo al menos intentarlo —replicó Alessan escrutando el desfiladero y las colinas que se alzaban a ambos lados, buscando frenética mente una salida.
Sin embargo, también él había detenido el caballo y mantenía bajado el arco.
—De cabeza a una emboscada. ¡Qué espléndido desenlace para un sueño de veinte años! —agregó con voz corrosivamente amarga, muy enfadado consigo mismo.
Era muy cierto, pensó Devin, pero ya era tarde. Aquel desfiladero entre las colinas era un lugar ideal para una emboscada, y la Tríada sabía que muchos proscritos infestaban los yermos del sur de Certando, donde rara vez los mercenarios barbadios osaban internarse y adonde un hombre honrado no se acercaría por nada del mundo al anochecer. Por otro lado, ellos no habían tenido, más remedio que tomar aquella ruta, dada la lejanía del lugar al que iban y la urgencia del viaje.
Parecía evidente que no iban a llegar ni allí ni a ningún otro lugar. Había luz suficiente para distinguir a los proscritos, y su aspecto no era en absoluto tranquilizador. Llevaban ropas usadas y descuidadas, pero sus caballos no eran los jamelgos que acostumbraban montar los bandidos. Aquellos hombres parecían muy disciplinados y las armas con las que los amenazaban eran espléndidas. Era evidente que les habían tendido una bien estudiada trampa.
Un hombre se destacó entre la silenciosa formación de proscritos.
—Soltad los arcos —ordenó—. No me gusta hablar con hombres armados.
—A mí tampoco —replicó con soberbia Alessan mirando al bandido, pero, al cabo de un instante, dejó el arco en el suelo.
Erlein lo imitó.
—Y ahora el muchacho —indicó con voz suave el jefe de los proscritos.
Era un hombretón de mediana edad, con una cara enorme y una barba que parecía roja a la luz del crepúsculo. Llevaba un sombrero oscuro de ala ancha que le ocultaba los ojos.
—No llevo arco —contestó lacónicamente Devin, dejando caer la espada.
Se levantaron risotadas entre los bandidos.
—Magian, ¿por qué tus hombres se pusieron a tiro? —preguntó el hombre barbudo alzando la voz y sin reír—. Conocías mis instrucciones. Sabes muy bien cómo solemos hacer estas cosas.
—No creí que lo estuviéramos —respondió una voz detrás, entre el resonar de herraduras.
Los perseguidores habían llegado. La trampa estaba cerrada por delante y por detrás.
—Apuntó desde muy lejos, a media luz y con viento. Tuvo suerte, Ducas.
—No habría tenido ocasión de tener suerte si hubieras hecho tu trabajo como es debido. ¿Dónde está Abhar?
—Una flecha lo alcanzó en el muslo y se cayó del caballo. Torre ha ido a buscarlo.
—Una pérdida grave —dijo ceñudo el hombre de la barba roja—. No me gustan las pérdidas.
Su oscura y robusta silueta se recortaba en la luz del sol poniente. Detrás de él, siete jinetes mantenían levantados los arcos.
—Si te molestan las pérdidas, menos te gustará el fruto del trabajo que has llevado a cabo esta tarde —intervino Alessan—. No tenemos nada que entregarte, excepto las armas. O nuestras vidas, si es que eres de los que matan por simple placer.
—A veces lo hago —repuso el hombre llamado Ducas sin levantar la voz.
Devin pensó que su tranquilidad era inquietante y que dominaba por completo a la banda de proscritos.
—¿Van a morir mis hombres? —agregó—. ¿Usaste flechas envenenadas?
La expresión de Alessan era despectiva.
—No las uso ni siquiera contra los barbadios. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Es que tú las usas?
—A veces —repitió el proscrito—. Especialmente contra los barbadios. Al fin y al cabo estamos en las montañas.
Sonrió por primera vez; una sonrisa fría, de lobo. A Devin se le ocurrió de pronto que no le gustaría tener los recuerdos o los sueños de aquel hombre.
Alessan no contestó nada. En el desfiladero la oscuridad iba en aumento. Devin vio que el príncipe miraba a Erlein inquisitivamente.
El mago sacudió la cabeza en un gesto casi invisible.
—Demasiados —susurró— y además …
—¡El hombre del pelo canoso es un mago! —exclamó una voz entre la formación apostada tras Ducas.
Un fornido sujeto de cara redonda avanzó su caballo hasta donde estaba el jefe.
—Ni se te ocurra pensarlo —le advirtió a Erlein—. Puedo detener cualquiera de tus intentos.
Asombrado, Devin miró las manos del hombre, pero ni la distancia ni la escasa luz le permitían distinguir si le faltaban los dos dedos. Pero seguro que le faltaban.
Así pues, contaban con la ayuda de un mago, que sin duda les sería de gran utilidad.
—¿Y cuánto rato crees que tardaría un Rastreador en encontrarte? —inquirió Erlein con voz aterciopelada—. ¿No te parece que pronto lo conduciría hasta aquí la emanación de magia de nosotros dos?
—Hay flechas más que suficientes apuntándote al corazón y la garganta para impedir que tal cosa ocurra —terció el jefe—. Pero debo confesar que la situación se hace más interesante por momentos.
Un arquero y un mago viajando a caballo en un Día de los Rescoldos… ¿No tenéis miedo de los muertos? ¿Y qué hace el chico?
—Soy cantante —repuso muy serio Devin—. Me llamo Devin d’Ásoli, he trabajado en la compañía de Ménico di Ferraut, por si te interesa saberlo.
La cuestión, evidentemente, era seguir hablando de lo que fuera. Además, había oído contar —a lo mejor sólo fantasías de viajero— que las bandas de proscritos perdonaban la vida de los músicos a cambio de una velada de concierto. De pronto se le ocurrió algo.
—Creíste que éramos barbadios, ¿verdad? Te engañó la distancia. Por eso nos tendiste la emboscada.
—Un cantante, un cantante muy listo —murmuró Ducas—. Aunque no lo suficiente como para quedarse en casita en un Día de los Rescoldos. Naturalmente que os tomé por barbadios. ¿Quiénes, fuera de los barbadios o de los proscritos, se aventurarían a viajar en la Palma Oriental en un día como hoy? Y todos los proscritos que hay en treinta kilómetros a la redonda pertenecen a mi banda.
—Hay proscritos y proscritos —intervino Alessan con voz suave—. Pero, si vosotros os dedicáis a cazar mercenarios barbadios, te diré que tenéis los mismos sentimientos que nosotros. Te aseguro, y no te miento, Ducas, que si nos retienes aquí o nos matas, harás a Barbadior y a Ygrath un favor tan grande como jamás habrían podido soñar en pedirte.
Como era de esperar, se hizo el silencio. El viento helado azotaba el desfiladero y agitaba los brotes de hierba en la oscuridad.
—Según parece, tienes una inmejorable opinión de ti mismo —afirmó al fin Ducas con aire meditabundo—. Quizá me apetezca saber por qué. Creo que ha llegado el momento de que me digas quién eres y adónde ibas en el atardecer de un Día de los Rescoldos; yo sacaré mis propias conclusiones.
—Me llamo Alessan y me dirijo al oeste. Mi madre se está muriendo y ha mandado llamarme.
—Muy devoto por tu parte —comentó Ducas—. Pero un simple nombre no me dice gran cosa, y el oeste es un lugar muy vasto, amigo arquero. ¿Quién eres y adónde te diriges?
Su voz sonó ahora como un latigazo. Devin pegó un brinco.
Detrás de Ducas les estaban apuntando siete arcos tensados.
Devin, con el corazón palpitante, vio que Alessan parecía dudar. El sol casi se había puesto, y sólo se veía medio disco recortado en el horizonte más allá del desfiladero. El viento parecía soplar con más fuerza; la noche, tras aquel primer día de primavera, prometía ser fría.
Devin sintió frío. Miró a Erlein y comprobó que el mago lo observaba como si esperara algo. Alessan seguía callado. Ducas se movió nerviosamente en la silla.
Devin tragó saliva; sabiendo que, por mucho que le costara a él, siempre sería más duro para Alessan, dijo:
—Tigana. Es de Tigana, y yo también.
Mientras pronunciaba las palabras tuvo buen cuidado en mirar al mago proscrito y no a Ducas y a los demás bandidos. Por el rabillo del ojo vio que Alessan hacía lo mismo, para no tener que enfrentarse a las miradas de incomprensión que ambos sabían asomarían a los ojos de los bandidos. Los magos eran diferentes, pues podían oír el nombre.
Delante y detrás de ellos se levantaron murmullos, y entonces, entre las sombras de aquel atardecer, en aquel lugar solitario, se oyó surgir entre la formación de retaguardia el grito de un hombre.
—¡Por la sangre del dios! —exclamó desde lo más profundo del corazón.
Devin se volvió. Un jinete había desmontado y se dirigía con celeridad hacia ellos. Era un sujeto menudo, no más alto que el propio Devin; debía de tener aproximadamente treinta años y andaba con torpeza y evidente dolor porque tenía clavada en el brazo la flecha de Alessan.
Ducas estaba mirando al mago.
—Sertino, ¿qué ocurre? —inquirió con impaciencia—. Yo no …
—Hechicería —contestó el mago en tono terminante.
—¿Cómo? ¿Ha sido él? —preguntó señalando a Erlein.
—No, no —dijo el hombre herido con los ojos clavados en Alessan—. No ha sido ese infeliz mago. Es el poder de Brandín de Ygrath lo que te impide oír el nombre.
Con gesto airado, Ducas se quitó el sombrero y dejó ver una cabeza calva con un mechón de cabellos rojos.
—¿Y tú, Naddo? ¿Por qué lo has podido oír?
Antes de contestar, el hombre se balanceó inestablemente sobre sus piernas.
—Porque yo también nací allí y soy inmune al hechizo, o, si lo prefieres, una víctima más de él.
Devin captó la tirantez de su voz; era la voz de alguien que luchaba por dominarse. Oyó que el hombre llamado Naddo le decía a Alessan mirándolo a los ojos:
—Te han preguntado cómo te llamas y sólo has contestado a medias. ¿Nos vas a decir tu nombre completo? ¿Me lo dirás a mí?
En la oscuridad no se le veían los ojos, pero su voz evocaba una historia muy vieja.
Alessan permanecía montado a caballo con una apostura que pese a la jornada de viaje negaba toda posibilidad de cansancio o de tensión. Pero entonces se llevó la mano derecha a la cabeza y se alisó con gesto instintivo los revueltos cabellos; al ver aquel ademán tan familiar, Devin supo con toda certeza que, por muy intensos que fueran los sentimientos que en aquellos momentos lo embargaban, no podían compararse siquiera con los del príncipe.
En el silencio del desfiladero, sólo roto por el susurro del viento entre las colinas y por el patear de los caballos en la hierba recién brotada, le oyó decir:
—Soy Alessan di Tigana bar Valentín. Si tienes la edad que aparentas, Naddo di Tigana, sin duda debes de conocerme.
Devin se estremeció y sintió que se le ponía la piel de gallina; vio que Naddo caía de rodillas antes incluso de oír las últimas palabras de Alessan.
—¡Oh, príncipe, mi príncipe! —exclamó con la voz rota por la emoción; se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar.
—¿Príncipe? —repitió Ducas en voz baja; los bandidos se rebulleron con nerviosismo—. ¡Sertino, explícame qué ocurre!
El mago tenía los ojos clavados en Alessan; luego miró a Erlein y al hombre que sollozaba en tierra. Una expresión extraña, casi asustada, cruzó el pálido rostro del mago proscrito.
—Son de Corte la Baja —explicó—. Tenía un nombre diferente antes de la invasión de Brandín de Ygrath. El tirano lo borró con un hechizo. Sólo los que han nacido allí y los magos pueden oír el verdadero nombre. Esto es ni más ni menos lo que está ocurriendo aquí.
—¿Yeso de «príncipe»? Naddo lo llamó así.
Sertino no contestó. Miró a Erlein con aquella expresión extraña e inquieta.
—¿Es verdad? —se limitó a preguntar.
Erlein di Senzio esbozó una sonrisita irónica antes de contestar:
—No le dejes nunca que te corte el pelo, hermano. A menos que tengas algún interés por convertirte en un esclavo.
Sertino se quedó con la boca abierta. Ducas se dio un sombrerazo en la rodilla.
—¡Venga ya! —gruñó—. No entiendo nada en absoluto. Hay demasiadas cosas que no entiendo. ¡Exijo una explicación! ¡A todos!
Su tono era mucho más duro y sonoro, pero se abstuvo de mirar a Alessan.
—Yo lo he entendido bastante bien, Ducas —dijo detrás una voz.
Era Magian, el capitán del grupo que los había perseguido hasta el desfiladero. Hizo avanzar el caballo y se encaró con Ducas.
—Veo muy claramente que esta noche hemos labrado nuestras fortunas. Si es el príncipe de una provincia que tanto odia Brandín, sólo tenemos que llevarlo hacia el oeste, a la fortaleza de Forese, al otro lado de la frontera, y entregado a los ygrathios… con un mago de propina. Y, quién sabe, a lo mejor a algunos de ellos le guste acostarse con muchachos. Con muchachos cantantes —añadió con una ancha sonrisa perdida entre las sombras—. Nos darán una recompensa. Tierras. A lo mejor incluso …
No tuvo tiempo de completar la frase. Azorado, Devin vio que la boca de Magian se quedaba abierta y los ojos dilatados; luego el sujeto resbaló del caballo y se derrumbó junto a Erlein soltando la espada y el arco.
Tenía una daga de puño largo clavada en la espalda.
Uno de los proscritos se destacó de la formación, sin apresurarse, desmontó y recuperó la daga. La limpió con cuidado en el chaleco del muerto y se la puso otra vez al cinto.
—No ha sido una idea brillante, Magian —dijo con voz pausada irguiéndose para encararse con Ducas—. No ha sido en absoluto brillante. No somos espías, no servimos a los tiranos.
Ducas volvió a ponerse el sombrero luchando por dominarse.
Tomó aliento y dijo:
—Da la casualidad de que estoy de acuerdo contigo. Pero da también la casualidad, Arkin, de que tenemos unas reglas acerca del uso de las armas entre nosotros.
Arkin era muy alto y flaco; entre las sombras del crepúsculo, Devin vio que estaba muy pálido.
—Lo sé, Ducas —contestó—. Es una pérdida inútil. Lo sé muy bien. Tendrás que perdonarme.
Ducas permaneció callado un rato. Nadie decía nada. Devin vio que los dos magos se miraban fijamente entre las sombras.
Arkin seguía mirando a Ducas.
Por fin el jefe rompió el silencio.
—Tienes suerte de que esté de acuerdo contigo.
—No habríamos estado tanto tiempo juntos si fuera de otra manera —replicó Arkin.
Alessan desmontó con elegancia del caballo y se dirigió hacia Ducas haciendo caso omiso de las flechas que seguían apuntándole.
—Tengo una ligera idea de por qué te dedicas a cazar barbadios —dijo con voz apacible—. Yo hago lo mismo, con mi propio estilo. —Dudó un momento y añadió—: Puedes hacer lo que te sugirió ese hombre: entregarme a Ygrath. Sospecho que, efectivamente, te ganarías una buena recompensa. O puedes matarnos aquí mismo y acabar de una vez. También puedes dejar que nos marchemos sanos y salvos de este lugar. Pero hay otra cosa, muy diferente, que podrías hacer.
—¿Qué cosa? —preguntó Ducas, que al parecer había logrado dominarse.
Su tono era tan apacible como lo había sido al principio.
—Unirte a mí en lo que estoy intentando conseguir.
—¿De qué se trata?
—Quiero expulsar a los dos tiranos de la Palma antes de que acabe el verano.
Naddo lo miró con rostro resplandeciente.
—¿Hablas en serio, señor? ¿Podemos hacerlo? ¿Ahora mismo?
—Hay una oportunidad —afirmó Alessan—. Ahora mismo. Por primera vez se nos presenta una oportunidad. —Miró a Ducas y añadió—: ¿Dónde naciste?
—En Tregea —contestó el proscrito tras una pausa—. En las montañas.
Devin reparó en cuánto había variado la situación; ahora era Alessan quien hacía las preguntas. Se estremeció de esperanza y de orgullo.
El príncipe asintió con la cabeza.
—Ya me lo parecía. He oído historias acerca de un pelirrojo capitán Ducas que fue uno de los jefes de la resistencia en Borifort, en Tregea, durante el asedio de los barbadios. No se lo pudo encontrar tras la caída de la fortaleza. —Hizo una pequeña pausa y añadió—: No he podido dejar de reparar en el color de tus cabellos.
Durante unos momentos los dos hombres permanecieron quietos, como si formaran parte de un cuadro, uno a pie y el otro a caballo. Luego, de pronto, Ducas di Tregea sonrió.
—Lo que queda de mis cabellos —murmuró con ironía quitándose de nuevo el sombrero.
Soltó las riendas, desmontó y se dirigió hacia Alessan con la palma de la mano abierta. Alessan correspondió a la sonrisa y al saludo.
Devin exhaló un suspiro de alivio y unió su voz a los hurras que gritaban los veinte proscritos en aquel sombrío desfiladero de Certando.
Sin embargo, reparó en que ninguno de los dos magos participaban de aquel griterío cada vez más estruendoso. Erlein y Sertino permanecían inmóviles, rígidos sobre sus monturas, como si estuvieran concentrados en algo. Se miraban uno a otro con idéntica y ceñuda expresión.
Y, como había reparado en ello, como al parecer se había convertido en un hombre muy observador, Devin fue el primero en dejar de gritar; levantó una mano para ordenar silencio a los demás. Alessan y Ducas separaron sus palmas y poco a poco el silencio volvió a reinar en el desfiladero. Todos tenían los ojos fijos en los magos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ducas.
Sertino lo miró.
—Un Rastreador. Al noreste, bastante cerca. Acabo de captar su onda. Pero él no podrá encontrarme, pues hace mucho tiempo que no ejerzo los poderes mágicos.
—Yo sí lo he hecho —dijo Erlein di Senzio—. Esta misma mañana, temprano, en el desfiladero de Braccio. Sólo un insignificante hechizo: una pantalla para proteger a una persona, pero sin duda ha sido suficiente. Deben de tener un Rastreador en las fortalezas del sur.
—Casi siempre tienen uno allí —repuso Sertino lacónicamente.
—¿Qué estabais haciendo en el desfiladero de Braccio?
—Cogiendo flores —contestó Alessan—. Ya te lo contaré más tarde. Ahora tenemos que vérnoslas con los barbadios. ¿Cuántos hombres van con el Rastreador?
—No menos de veinte. Probablemente algunos más. Tenemos el campamento en las colinas, al sur de este lugar. ¿Vamos allí?
—Nos seguirán —replicó Erlein—. Ha encontrado mi rastro, y el hechizo de la emanación mágica me marcará por lo menos un día más.
—En cualquier caso, no me gusta esconderme —declaró Alessan en tono tranquilo.
Devin lo miró; y también Ducas. Naddo se puso en pie con torpeza.
—¿Son buenos tus hombres? —preguntó Alessan con voz y mirada desafiantes.
Y, en las sombras de lo que ya casi era noche cerrada, Devin vio el destello de los dientes del jefe tregeo de los proscritos.
—Son muy buenos, lo suficiente para ajustar las cuentas a un puñado de barbadios. Son más de los que hemos atacado nunca, pero bien es cierto que jamás hemos luchado junto a un príncipe. Creo —añadió con voz pausada— que de repente yo también me he cansado de esconderme.
Devin miró a los magos. Resultaba difícil vislumbrar sus rostros en la oscuridad, pero Erlein dijo en tono apremiante:
—Alessan, hay que matar de inmediato al Rastreador; de otro modo enviará telepáticamente una imagen de este lugar a Alberico.
—Es hombre muerto —aseguró Alessan con calma.
En su voz había una nota nueva, la presencia de algo que Devin jamás había oído. Un segundo después se dio cuenta de que se trataba de la muerte.
Una ráfaga de viento sacudió el manto de Alessan. Con gesto elegante, el príncipe se puso la capucha.
Lo más difícil de digerir para Devin fue que el Rastreador de Alberico tuviera tan sólo doce años.
Enviaron a Erlein al oeste del desfiladero para que sirviera de cebo, puesto que era su rastro el que seguían. Lo acompañaban Sertino di Certando, el otro mago, y dos hombre más, uno de los cuales era Naddo, quien, pese a estar herido, había insistido en ser de utilidad, aunque no pudiera luchar. Le arrancaron la flecha del brazo y se lo vendaron lo mejor que pudieron. Era evidente que se sentía muy mal, pero no iba a permitirse manifestar su disgusto en presencia de Alessan.
Poco tiempo después, bajo las estrellas y la luz de Vidomni, que aparecía en creciente por el este, los barbadios entraron en el desfiladero. Eran veinticinco además del Rastreador. Seis llevaban antorchas, lo cual facilitó las cosas, aunque no para ellos.
Las flechas disparadas por Alessan y Ducas desde las laderas de las colinas que enmarcaban el desfiladero atravesaron el pecho del Rastreador. Once de los mercenarios cayeron bajo la primera lluvia de flechas, antes de que Devin descendiera al galope con Alessan y media docena de hombres que se habían apostado en un escondrijo. Se dirigieron hacia la salida occidental, al tiempo que Ducas y nueve hombres más obstruían el paso por el extremo oriental, por el que los barbadios habían entrado en el desfiladero.
Y así fue como en la Noche de los Rescoldos, en compañía de los proscritos de las montañas de Certando, lejos de su perdida patria, Alessan bar Valentín, príncipe de Tigana, libró la primera batalla de la larga guerra por la liberación de la patria. Tras interminables años de reunir sutilmente información y de dirigir solapadamente los acontecimientos, desenvainaba la espada contra las fuerzas de uno de los tiranos, en aquel desfiladero iluminado por la luna.
Se habían acabado los subterfugios, las manipulaciones entre bastidores. Aquélla era su batalla, porque había llegado el momento de librarla.
Mario de Quilea, aquel mismo día, le había hecho una promesa, que iba más allá de la prudencia, la sabiduría y la esperanza y con la promesa de Mario todo había cambiado. La espera llegaba a su fin. Podía librarse de las ataduras que habían refrenado dolorosamente su corazón todos aquellos años. Aquella noche, en el desfiladero, podía al fin matar: en memoria de su padre, de sus hermanos, de todos los que habían caído en el río Deisa y después, durante aquel año en que no se le había permitido morir.
Lo habían hecho desaparecer y lo habían escondido en Quilea, al sur de las montañas, con Mario, por entonces capitán de la guardia de la Suma Sacerdotisa. El hombre tenía razones de peso para ayudar y proteger a un joven príncipe de las regiones del norte. Hacía diecinueve años que había sucedido todo aquello, cuando había empezado a esconderse.
Ya estaba harto de hacerlo. El tiempo de huir había acabado; la estación de la guerra había comenzado. Bien es cierto que los soldados con los que estaba luchando eran barbadios, no ygrathios, pero al fin y al cabo era lo mismo. Los dos tiranos eran iguales. Él mismo lo había repetido una y otra vez desde que había regresado al norte de la península con Baerd. Era una verdad que iba forjando como si fuera metal en la fragua de su corazón. Tenían que luchar con los dos, o la libertad estaría tan lejos como antes.
Y en el desfiladero de Braccio, aquella misma mañana, la lucha había comenzado. La piedra angular había completado la arcada de la estrategia planeada por Alessan. Por eso, aquella noche, en el oscuro desfiladero, podía dar rienda suelta a su reprimida pasión, a sus recuerdos, a su nostalgia; podía al fin empuñar la espada.
Devin, procurando seguir el paso del príncipe, galopaba hacia su primer combate mientras el pánico y la alegría pugnaban por dominar su corazón. No gritaba, como hacían los proscritos; procuraba concentrarse para no sentir el dolor de la pierna herida. Agarraba con fuerza la espada que le había proporcionado Baerd y la blandía con la curvada hoja hacia fuera, como había aprendido en aquellas lecciones de las
mañanas de invierno, que ahora, tras los acontecimientos de la noche, se le antojaban lejanísimas.
Vio que Alessan atacaba de frente la formación de los mercenarios, firme como una de sus flechas, como si lo empujaran hacia aquel combate todos los años en los que no le había sido permitido luchar.
Presa de un irreprimible frenesí, con los dientes apretados, Devin seguía a Alessan. Sin embargo, estaba solo, seis cuerpos por detrás del príncipe, cuando un barbadio de barba rubia surgió a su lado. Devin soltó un grito de sorpresa. Lo salvaron el instinto de supervivencia y los reflejos con que lo había dotado la naturaleza. Hizo torcer al caballo hacia la izquierda, virando hacia un espacio que vislumbró vacío, y al instante se inclinó hacia la derecha, tan a ras de tierra como pudo, y blandió la espada hacia arriba con todas sus fuerzas. Sintió un dolor punzante en la pierna y estuvo a punto de caer. El espadazo del barbadio cortó el aire en el lugar que poco antes ocupara la cabeza de Devin. Segundos después el muchacho notó que su horrible espada curva traspasaba una armadura de piel y se clavaba en la carne.
El barbadio emitió un sonido sordo y apagado, y se tambaleó en la montura al tiempo que la espada le resbalaba de las manos. Se llevó la mano a la boca en un extraño gesto infantil. Después, como un árbol de la montaña, se ladeó lentamente en la silla y cayó al suelo.
Devin había recuperado su espada. Hizo caracolear al caballo, buscando más enemigos, pero no vio ninguno. Alessan y los demás le habían cogido bastante delantera y acosaban a los mercenarios empujándolos hacia el este, donde aguardaban el grupo de Ducas y Arkin.
Devin se dio cuenta de que la lucha había acabado. Realmente ya no podía hacer nada más. Con una extraña mezcla de emociones que no se molestó en desentrañar, vio que el príncipe levantaba y dejaba caer la espada por tres veces; tres barbadios se derrumbaron. Una tras otra, las seis antorchas cayeron al suelo y se apagaron. A Devin le pareció que, sólo unos minutos después de que hubieran entrado en el desfiladero, el último de los mercenarios barbadios era abatido por una espada.
Entonces vio lo que había quedado del Rastreador y se dio cuenta de que era un niño. El cuerpo había sido salvajemente pisoteado durante la lucha y estaba retorcido y destrozado; sólo el rostro había permanecido milagrosamente intacto, pero para Devin eso fue lo peor. Las dos flechas permanecían clavadas en el cuerpo del niño, aunque el astil de una de ellas se había roto.
Devin se alejó, acarició el caballo que le había dado Alienor y le murmuró unas palabras al oído. Luego se dirigió hacia el cadáver del hombre que había matado. No había sido lo mismo que matar al soldado dormido del establo de los Nievolene. No había sido lo mismo, se repitió para sus adentros. Éste había sido un combate cara a cara; el barbadio iba armado y había luchado, había tratado de matar a Devin con su
enorme espada. Si los barbadios y el Rastreador los hubieran sorprendido a él, a Alessan y a Erlein, solos en el yermo, Devin no se hacía ilusiones sobre la suerte fatal que habrían corrido.
No había sido lo mismo que en el establo. Se lo repitió una vez más mientras caía en la cuenta de que una calma misteriosa e inquietante había invadido el desfiladero. El viento todavía soplaba, tan helado como antes. Alzó la vista y vio que Alessan se había reunido silenciosamente con él y estaba contemplando el cuerpo del soldado que había matado. Los dos caballos pateaban y bufaban, inquietos al olfatear la sangre.
—Devin, créeme que lo siento —murmuró Alessan en voz baja para que los demás no lo oyeran—. La primera vez es muy duro y no te he dado tiempo para que te prepararas.
Devin sacudió la cabeza. Se sentía rendido, entumecido.
—No tuviste otra elección. Quizás haya sido mejor así. —Se aclaró la garganta—. Alessan, tienes otras cosas más importantes por las que preocuparte. Elegí con entera libertad en el bosque de los Sandreni, el pasado otoño. No te sientas responsable de mí.
—En cierto modo lo soy.
—No en el aspecto que ahora importa. Fui yo quien eligió.
—¿Acaso la amistad no importa?
Devin se quedó callado, invadido por una súbita timidez.
Alessan tenía la habilidad de hacerlo sentir así. Tras una pausa, el príncipe añadió, como si la idea se le hubiera ocurrido de pronto:
—Tenía tu edad cuando regresé de Quilea.
Por unos momentos pareció a punto de añadir algo más, pero desistió. Devin tenía una vaga idea de lo que quería decir y algo se encendió en su interior, como si fuera una vela.
Se quedaron unos instantes mirando al hombre muerto. Sólo la pálida luz de Vidomni iluminaba la dolorosa y asombrada expresión de aquel rostro.
—Elegí con entera libertad, y comprendo la urgencia de lo que tenemos que hacer, pero me parece que jamás me acostumbraré a esto —contestó Devin.
—Yo también sé con toda certeza que jamás me acostumbraré —dijo Alessan; dudó unos instantes y añadió—: Cualquiera de mis hermanos habría servido mucho más que yo para realizar lo que me ha tocado en suerte.
Devin lo miró tratando de leer la expresión del rostro del príncipe, oculto entre las sombras.
—No los conocí —replicó—, pero permíteme que te diga que lo dudo. Dudo que sirvieran más que tú, Alessan.
El príncipe posó la mano en su hombro.
—Gracias. Me temo que hay gente que no se mostraría de acuerdo contigo. Pero de todas formas, gracias.
Tras estas palabras, pareció recordar algo. Su voz cambió.
—Será mejor que nos marchemos. Debo hablar con Ducas; después nos reuniremos con Erlein y continuaremos el viaje. Nos queda un largo trecho. —Miró con cariño a Devin—. Debes de estar rendido. Debería habértelo preguntado antes: ¿cómo va la pierna? ¿Podrás cabalgar?
—Me encuentro muy bien —protestó Devin—. Claro que puedo cabalgar. Detrás de ellos se oyó una risa burlona. Ambos se volvieron. Erlein y los otros habían regresado al desfiladero.
—Dime —comentó el mago dirigiéndose a Alessan con un deje de burla en la voz—, ¿qué esperabas que te contestara? Pues claro que te dirá que puede cabalgar. Ha cabalgado toda la noche, medio muerto, por ti. También ése —añadió señalando a Naddo— lo haría, aunque sólo hace una hora que te conoce. Me pregunto, príncipe Alessan, qué se siente al ejercer tal poder sobre el corazón de los hombres.
Ducas se había acercado a caballo mientras Erlein hablaba. No dijo nada y estaba demasiado oscuro ahora que se habían apagado las antorchas para vislumbrar las facciones de nadie. Había que juzgar por las palabras dichas y por las inflexiones de la voz.
—Creo que conoces de sobra la respuesta —repuso Alessan con toda tranquilidad—. En cualquier caso, no me considero la persona más indicada para explicarte estas cosas. ¡Ojalá la Tríada permita que algún día cabalgues toda una noche sin otra causa que tu propia voluntad!
—Yo ya no tengo posibilidad alguna de elegir —repuso, sencillamente, Erlein—. ¿Acaso lo has olvidado?
—No. Pero no tengo la más mínima intención de discutir, Erlein. Ducas y sus hombres acaban de arriesgar sus vidas para salvar la tuya. Si tú …
—¡Para salvar mi vida! Nunca habría estado en peligro, si tú no me hubieras empujado a …
—¡Ya es suficiente, Erlein! Tenemos muchas cosas que hacer y no estoy de humor para discusiones.
En la oscuridad, Devin vislumbró que Erlein esbozaba una reverencia desde el caballo.
—Te pido humildemente perdón —dijo con exagerado tono de burla—. No dejes de hacerme saber cuándo estarás de humor para discusiones. Admite que para mí es una cuestión de vital importancia.
Alessan permaneció callado un rato. Luego, en tono apacible, dijo:
—Adivino lo que hay detrás de esa actitud. Ya entiendo. Te has topado con otro mago, ¿verdad? Con Sertino aquí lamentas aún más lo que te ha sucedido.
—¡No pretendas entenderme, Alessan! —exclamó, furioso, Erlein.
—Muy bien —repuso Alessan sin modificar el tono de voz—, no lo haré. En ciertos aspectos quizá jamás llegue a poder entenderte, ni a ti ni a la vida que has llevado; ya te lo dije la tarde que nos conocimos. Pero por ahora no hay más que discutir. Estaré dispuesto a tratar este asunto contigo el día en que los tiranos se marchen de la Palma. Hasta entonces, asunto concluido.
—Ya habrás muerto para entonces. Los dos estaremos muertos.
—¡No lo toques! —gritó de pronto Alessan.
Con retraso, Devin vio que Naddo había alzado una mano para abofetear al mago. Con voz más pausada el príncipe añadió:
—Si morimos los dos, nuestros espíritus podrán reñir en el reino de Moriana, Erlein. Hasta entonces, se acabaron las discusiones. Tenemos mucho que hacer los dos juntos en las semanas que se avecinan.
Ducas carraspeó.
—A propósito de eso —dijo—, deberíamos hablar nosotros dos. Me gustaría saber algunas cosas más antes de proseguir el trabajo que he empezado esta noche. Aunque he de confesar que me ha divertido mucho.
—Lo sé —contestó Alessan volviéndose hacia él en la oscuridad—. Acompáñanos un rato. Sólo hasta la aldea. Tú y Naddo, a causa de su brazo.
—¿Por qué hasta allí y por qué a causa del brazo de Naddo? —inquirió Ducas—. No lo entiendo. Deberías saber que no somos bien recibidos en la aldea… por razones obvias.
—Lo supongo. Pero no importa. No en una Noche de los Rescoldos. Lo entenderás cuando lleguemos allí. Vamos. Quiero que mi buen amigo Erlein vea algo. Y supongo que será mejor que Sertino venga también con nosotros.
—No me lo perdería ni por todo el vino azul de Astíbar —aseguró el rechoncho mago de Certando.
Era curioso, y en otra ocasión hubiera resultado incluso divertido, ver la distancia que el mago procuraba guardar respecto al príncipe. Las palabras que había pronunciado eran festivas, pero el tono había sido mortalmente grave.
—Vamos, pues —dijo Alessan con brusquedad.
Azuzó al caballo, casi atropellando a Erlein, y se encaminó hacia el oeste, hacia la salida del desfiladero. Los que había nombrado lo siguieron. Ducas dio unas cuantas órdenes a Arkin en voz tan baja que Devin no pudo oírlas. Arkin pareció dudar unos momentos, obviamente incomodado, pues tenía vivos deseos de acompañar a su jefe. Pero, acto seguido, sin decir palabra, encaminó su caballo en dirección opuesta. Cuando Devin volvió la vista atrás, los proscritos estaban saqueando las armas de los cadáveres de los mercenarios.
Momentos después volvió a mirar por encima de su hombro, pero ya estaban en campo abierto; las colinas se alzaban entre sombras por el sur y por el este, y al norte se extendía una verde llanura. Ya no se podía distinguir la entrada del desfiladero. Pronto Arkin y sus hombres lo abandonarían, y sólo quedarían los muertos para las aves carroñeras. A uno de ellos lo había matado con su espada, y otro era solamente un niño.
El anciano yacía en la oscuridad de la Noche de los Rescoldos y en la oscuridad de su propia aflicción. Insomne, escuchaba el viento que soplaba fuera y a la mujer que en la habitación contigua hacía sonar las cuentas del rosario mientras entonaba una y otra vez la misma letanía.
—Que Eanna nos ame, que Adaón nos salve, que Moriana proteja nuestras almas. Que Eanna nos ame, que Adaón nos salve, que Moriana proteja nuestras almas. Que Eanna nos ame …
El anciano tenía un oído muy fino. Casi siempre le servía de compensación, pero a veces —como aquella noche, con aquella mujer rezando como una demente— era un martirio, una auténtica maldición. La mujer usaba su viejo rosario; el anciano captaba el rápido y tenue correr de las cuentas a través de la pared que separaba las dos habitaciones. Hacía tres años, el día de su santo, le había hecho un rosario nuevo con hermosas y pulimentadas cuentas de madera. La mujer lo usaba casi siempre, pero no el Día de los Rescoldos. En tal ocasión recurría al viejo rosario y rezaba en voz alta durante tres días y tres noches.
Al principio de vivir en aquel lugar, el anciano dormía en el establo con los dos muchachos que habían venido acompañándolo, y así se libraba de la incesante letanía. Pero ahora era viejo, le crujían y le dolían los huesos en las noches ventosas como aquélla; por eso permanecía acostado en su cama bajo las mantas y procuraba soportar la voz de la mujer lo mejor que podía.
—Que Eanna nos ame siempre, que Adaón nos salve de todos los peligros, que Moriana proteja nuestras almas y nos ayude. Que Eanna nos ame …
Los Días de los Rescoldos eran jornadas de arrepentimiento y expiación, pero también eran fechas para hacer recuento y dar gracias por los bienes recibidos. El
anciano tenía muchas y variadas razones para ser un hombre cínico, pero nunca osaría considerarse impío ni tampoco se atrevería a decir que había tenido una existencia desgraciada, pese a que hacía casi veinte años que estaba ciego. La mayor parte de su vida había gozado de excelente salud y había vivido cerca del poder. Su misma longevidad era una bendición y también la habilidad de sus manos para tallar la madera. Primero había sido sólo una diversión, un juego, pero se había convertido en algo más desde que se habían establecido en aquellos parajes.
También tenía otro don, aunque pocos lo conocían. De otro modo no habría podido llevar una vida tan tranquila en una aldea de las montañas; y una vida tranquila era de esencial importancia, puesto que se trataba de un fugitivo.
El simple hecho de que hubiera sobrevivido a aquel largo viaje hacía muchos años era también una bendición muy especial. El anciano no se engañaba: sin la lealtad de sus dos jóvenes criados no habría sobrevivido. Eran los únicos que le había sido permitido conservar. Los únicos que habían deseado quedarse con él.
Ya no eran jóvenes ni tampoco eran ya sus criados. Eran granjeros y cultivaban sus propias tierras. Ya no dormían en el suelo del cuarto de estar de su primera y pequeña granja, ni en el establo, como habían hecho los primeros años; poseían sus propias casas, tenían esposas e hijos. Acostado en la oscuridad, dio gracias por aquellos dones que agradecía tanto como los que le habían sido concedidos a él.
Cualquiera de los dos hombres lo hubiera acogido en su casa las tres noches, para que escapara de la interminable letanía de la mujer de la habitación contigua; pero el anciano no se hubiera atrevido a exigir tanto. Ni en las Noches de los Rescoldos ni en cualquier otra noche. Tenía un particular sentido del decoro y además, a medida que transcurrían los años, sentía mayor apego por su propia cama.
—Que Eanna ame a sus criaturas, que Adaón nos salve como si fuéramos sus hijos …
Era obvio que no iba a poder pegar ojo. Pensó en levantarse y pulir algún bastón o algún arco, pero estaba seguro de que Menna lo oiría y de que le haría pagar el pecado de trabajar durante la Noche de los Rescoldos. Le daría de comer gachas aguadas y vino agrio y le escondería las zapatillas.
—Me estorbaban —le diría cuando él se quejara.
Después, cuando fuera lícito volver a encender fuego, le daría carne chamuscada, khav imbebible y pan amargo. Durante una semana, por lo menos. Menna tenía métodos muy especiales para hacerle saber lo que le molestaba. Con el paso de los años ambos habían establecido una comunicación tácita, como cualquier pareja, aunque naturalmente el viejo no se había casado con ella.
El anciano sabía muy bien quién era y qué era lo apropiado, incluso en aquellos perdidos parajes, lejos de la patria, lejos de los recuerdos de una vida saludable y próspera. Allí, en la pequeña granja, comprada con el oro que había traído escondido
durante el largo y penoso viaje, hacía diecisiete años, seguro de que los acosaba un perseguidor asesino.
Pero había sobrevivido, y también los muchachos. Habían llegado a la aldea un día de otoño, años atrás, en una época en que miles de personas habían muerto y otras muchas se habían visto desplazadas de sus hogares, huyendo de los tiranos. Pero ellos tres habían logrado sobrevivir, se las habían arreglado para vivir de la tierra. Más tarde, durante los años malos que asolaron Certando, había tenido que recurrir a sus menguadas reservas de oro. ¿Pero para qué otra cosa mejor hubieran podido servirle a esas alturas?
Realmente, ¿para qué otra cosa mejor hubieran podido servirle? Menna y los dos muchachos, que ya habían dejado de serlo, eran sus herederos. Eran su familia. Lo único que tenía, sin contar los sueños que seguían asaltándolo durante las noches.
Era un hombre escéptico, porque había visto muchas cosas antes de perder la vista, y también después, aunque de otra manera, pero la ironía no le pesaba tanto como para hacerle olvidar la prudencia. Sabía que los exiliados siempre sueñan con la patria y que la injusticia padecida nunca se puede echar en olvido. No creía ni mucho menos que fuera el único que sufría.
—Que Eanna nos ame, que Adaón nos proteja, que la Tríada nos salve.
De repente Menna enmudeció y por la misma razón el anciano se incorporó y se sentó en el lecho forzando en un movimiento brusco la columna vertebral. Los dos lo habían oído: un ruido fuera, en la noche. En la Noche de los Rescoldos, cuando nadie se aventuraba a salir de las casas.
Escuchó con atención y volvió a oírlo: era el sonido delicado y dulce de una flauta al otro lado del muro. El anciano concentró todos sus sentidos y distinguió el rumor de unos pasos. Los contó. Después, con el corazón acelerado, se levantó de la cama y comenzó a vestirse a toda prisa.
—¡Son los muertos! —gimió Menna en la habitación contigua—. Que Adaón nos libre de los fantasmas vengativos y de todo mal. ¡Que Eanna nos proteja! Los muertos han venido a buscamos. ¡Que Moriana de las Puertas acoja nuestras almas!
Pese a su agitación, el anciano hizo una pausa al notar que Menna, pese al pavor que sentía, continuaba incluyéndolo en sus plegarias. Por unos momentos se sintió conmovido; luego constató con tristeza el ineludible hecho de que por lo menos las dos próximas semanas de su vida iban a ser un auténtico martirio doméstico.
Naturalmente iba a salir afuera. Sabía muy bien quién había llegado. Acabó de vestirse y cogió uno de sus bastones favoritos. Se movió con tanto sigilo como pudo, pero las paredes eran delgadas y Menna tenía un oído tan fino como el suyo, de modo que no valía la pena intentar escabullirse sin ser oído; ella sabría al momento lo que estaba haciendo y le haría pagar un precio.
Ya había ocurrido lo mismo en otras ocasiones. Durante las Noches de los Rescoldos y también durante otras noches hacía casi diez años. Con paso seguro, pese a la ceguera, se dirigió a la puerta de la casa y descorrió el cerrojo con el bastón. Luego la abrió y salió. Menna había reanudado ya sus letanías.
—Que Eanna me ame, que Adaón me salve, que Moriana proteja mi alma.
El anciano hizo una mueca. El martirio duraría por lo menos dos semanas. Por las mañanas gachas aguadas, khav insípido y quemado, tisana amarga de mahgoti. Se quedó quieto unos instantes, sonriendo y aspirando el aire helado. Por fortuna el viento había cedido un tanto y no le dolían los huesos. Alzó la cara a la fresca brisa de la noche y notó, hasta casi saboreada, la llegada de la primavera.
Cerró la puerta con sigilo y comenzó a golpetear con el bastón el sendero que conducía hasta el establo. Había labrado aquel bastón cuando todavía veía. En muchas ocasiones lo había llevado en palacio, como una elegante galanura a tono con una refinada corte; jamás habría imaginado que tendría que usarlo por necesidad. El puño tenía la forma de una cabeza de águila, con ojos fieros y desafiantes, magníficamente tallados.
Quizá porque aquella noche había matado por segunda vez en su vida, Devin evocó la imagen de otro establo, mucho más grande que aquél, en el que había estado el pasado invierno, en Astíbar.
Éste era bastante más modesto. Sólo había dos vacas lecheras y un par de caballos para arar. Pero estaba muy bien construido, y era acogedor, con el agradable olor de los animales y de la paja limpia. Las paredes no mostraban hendidura alguna por la que pudiera colarse el viento; la paja estaba muy bien apilada, el suelo limpio, las herramientas ordenadas.
Si se descuidaba, el olor y el calor de aquel establo lo llevarían mucho más lejos, le recordarían su granja en Ásoli, en la que siempre evitaba pensar. Estaba muy cansado, le dolían los huesos tras dos noches de insomnio, y por tanto era vulnerable a tales recuerdos. Le hacía mucho daño la rodilla derecha que se había golpeado en las montañas. La hinchazón había hecho aumentar su tamaño al doble y no soportaba el menor roce. Tenía que caminar muy despacio, haciendo un ímprobo esfuerzo por no cojear.
Nadie hablaba. Nadie lo había hecho desde que llegaron a los arrabales de la aldea, que sólo tenía unas veinte casas. Después de atar los caballos y echar a andar, el único sonido que había roto el silencio había sido el de la flauta de Alessan. El príncipe tocaba una canción de cuna de Avalle; Devin se preguntaba si sólo él la conocía o si también a Naddo le resultaría familiar.
En el establo, Alessan siguió tocando la flauta, con tanto sentimiento como antes. La melodía también le hacía evocar a Devin los recuerdos de su familia. Pero el
muchacho se resistía; si se dejaba llevar, en las condiciones en que se encontraba, seguramente acabaría por echarse a llorar.
Devin intentó imaginar cómo debía de sonar la inolvidable y esquiva melodía a la gente que permanecía encerrada en sus cabañas, a oscuras, en aquella Noche de los Rescoldos. Probablemente pensarían que se trataba de fantasmas; los muertos errantes que pasaban por allí al son de una olvidada tonadilla. Se acordó de Catriana entonando una canción en el bosque de los Sandreni:
Mas doquiera que vaya, ya sea de día o de noche,
entre aguas turbulentas o árboles esbeltos,
mi corazón me hará soñar por siempre
con las torres de Avalle.
Se preguntó dónde debía de estar aquella noche la muchacha, y Sandre y Baerd. Se preguntó si volvería a verlos otra vez. Hacía poco, por la tarde, durante la persecución del desfiladero, había pensado que iba a morir, y ahora, tan sólo dos horas después, habían matado a veinticinco barbadios con la ayuda de los bandidos que los habían perseguido, y tres de esos proscritos estaban allí con ellos en aquel desconocido establo, escuchando cómo Alessan tocaba una canción de cuna.
Suponía que jamás lograría entender los entresijos de la vida, aunque llegara a vivir cien años.
Se oyó un ruido fuera y la puerta se abrió. Devin se puso instintivamente tenso, y también Ducas di Tregea, que se llevó la mano a la espada. Alessan miró hacia la puerta sin dejar de tocar la flauta.
Un anciano encorvado, con una leonina melena de cabellos blancos, apareció en el umbral iluminado por la luz de la luna; entró en el establo y cerró la puerta empujándola con el bastón que llevaba. Volvió a reinar la oscuridad.
Nadie dijo nada. Alessan ni siquiera alzó otra vez la vista. Con sentimiento desgranaba las últimas notas de la melodía. Devin lo observaba mientras tocaba y se preguntaba si era él el único que entendía lo que la música representaba para el príncipe. Pensó en lo que Alessan acababa de conseguir aquel mismo día, en los motivos de su viaje, y le embargó el corazón un sentimiento confuso y abrumador al tiempo que escuchaba las últimas notas de la canción. Vio que con gesto de pesar el príncipe dejaba a un lado la flauta. Dejaba a un lado el sosiego y volvía a cargar con su pesada responsabilidad, que parecía ser su herencia, el precio de su sangre.
—Gracias por venir, viejo amigo —dijo con voz dulce al anciano que acababa de entrar.
—Estás en deuda conmigo, Alessan —repuso el viejo con voz clara y potente—. Acabas de condenarme a leche agria y carne pasada durante un mes.
—Lo siento —contestó en la oscuridad Alessan—. Al parecer Menna no ha cambiado.
Devin percibió en su voz afecto y un inesperado regocijo. El anciano soltó un gruñido.
—Menna y la posibilidad de cambiar son incompatibles —aseguró—. Has venido acompañado, pero falta un amigo. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se encuentra bien?
—Muy bien. Está a media jornada de camino, en el este. Hay mucho que contar. He venido por una razón de peso, Rinaldo.
—No me cabe la menor duda. Un hombre con una pierna destrozada. Otro con una herida de flecha. Los dos magos no parecen muy contentos, pero no puedo hacer nada por devolverles sus dedos y además ninguno de los dos está enfermo. Los seis hombres me tienen miedo, pero no tienen por qué.
Devin se quedó atónito. Junto a él, Ducas soltó un juramento.
—¡Explícate! —exclamó con furia—. ¡Explica todo esto!
Alessan se echó a reír; y también el hombre llamado Rinaldo.
—Eres un individuo caprichoso y frívolo —dijo el príncipe sin dejar de reír—. Te encanta dejar a la gente con la boca abierta, por puro placer. Deberías avergonzarte de ti mismo.
—A mi edad me quedan muy pocos placeres que disfrutar —repuso el viejo—. ¿Vas a negarme también éste? Dijiste que había mucho que contar; pues ya puedes empezar.
—Esta mañana asistí en las montañas a una reunión —dijo Alessan en tono grave.
—¡Vaya, ya me imaginaba algo así! ¿Qué conseguiste?
—Todo, Rinaldo, todo. Este verano. Él dijo que sí. Tendremos las tres cartas. Una para Alberico, otra para Brandín y otra para el gobernador de Senzio.
—¡Ah! El gobernador de Senzio —repitió Rinaldo.
Utilizó un tono suave que no pudo disimular la excitación que sentía. Avanzó unos pasos.
—Nunca me atreví a soñar que vería este día. Alessan, ¿vamos a empezar a actuar?
—Ya hemos empezado. Ducas y sus hombres lucharon con nosotros esta misma noche. Matamos a algunos barbadios y a un Rastreador que perseguía a este mago.
—¿Ducas? —El viejo emitió un silbido, un sonido curiosamente incongruente—. Ahora entiendo por qué está asustado. Tienes un montón de enemigos en este pueblo, amigo mío.
—Lo sé muy bien —contestó secamente Ducas.
—Rinaldo —dijo Alessan—, ¿te acuerdas del asedio de Borifort, cuando llegó Alberico? ¿De lo que se contaba sobre un capitán de barba roja, uno de los jefes de los tregeos, que jamás fue encontrado?
—¿Ducas di Tregea? ¿De verdad es él? —Soltó otro silbido—. Encantado de conocerte, capitán, aunque en realidad no es la primera vez que nos encontramos. Si no recuerdo mal, estabas con el duque de Tregea cuando le hice una visita oficial hace unos veinte años.
—¿Una visita?, ¿desde dónde? —preguntó Ducas esforzándose visiblemente por orientarse.
Devin lo comprendió muy bien; él estaba tratando de hacer lo mismo, aunque sabía más cosas que el hombre de la barba roja.
—¿Desde…, desde la provincia de Alessan? —aventuró Ducas.
—¿Tigana? —intervino con acritud Erlein di Senzio—. Pues claro que sí. No faltaba más. Otro agraviado señoritingo del oeste. ¿Para esto me has traído aquí, Alessan? ¿Para mostrarme qué valiente puede ser un anciano? Discúlpame si prefiero no aprovechar la lección.
—No he oído lo primero que has dicho —dijo Rinaldo con voz suave al mago—. ¿Qué has dicho?
Erlein se quedó callado y desvió los ojos de Alessan para mirar al viejo con aire repentinamente confundido.
—Pronunció el nombre de mi provincia —explicó Alessan—. Los dos creen que eres de allí.
—Una ultrajante calumnia —repuso Rinaldo con calma, irguiendo su impresionante y altiva cabeza ante Ducas y Erlein—. Soy tan vanidoso que creí que me conocíais. Soy Rinaldo di Senzio.
—¿Cómo? ¿Senzio? —exclamó Erlein fuera de sí—. ¡No puede ser!
Se hizo el silencio.
—¿Quién es este hombre tan presuntuoso? —preguntó Rinaldo sin dirigirse a nadie en particular.
—Me temo que mi mago —contestó Alessan—. Lo sometí con el don que Adaón concedió a la estirpe de nuestros príncipes. Creo que te lo conté en una ocasión. Se llama Erlein, Erlein di Senzio.
—¡Vaya! —comentó Rinaldo con un suspiro—. Ya entiendo. Un mago sometido y para colmo senziano. Eso explica su cólera.
Avanzó un poco más barriendo con el bastón el suelo a su paso.
En ese preciso instante Devin reparó en que Rinaldo era ciego. Ducas también se dio cuenta.
—No tienes ojos —murmuró.
—No —respondió Rinaldo con la mayor tranquilidad—. Los tuve en otro tiempo, claro está, pero mi sobrino, a sugerencia de los tiranos hace diecisiete primaveras, juzgó que no los necesitaba. Me había atrevido a oponerme a la decisión de Casalia de renunciar a su condición de duque para convertirse simplemente en gobernador.
Alessan miraba fijamente a Erlein mientras Rinaldo hablaba. Devin siguió su mirada. El mago parecía más confundido de lo que jamás había aparentado estar.
—Entonces sé muy bien quién eres —declaró Erlein, casi en un balbuceo.
—Claro que lo sabes. Yo también te conozco, y conocí a tu padre, Erlein bar Alein. Yo era hermano del último duque de Senzio y soy tío de esa cobarde deshonra que se titula a sí mismo Casalia, gobernador de Senzio. Estaba tan orgulloso de ser hermano de aquél, como avergonzado de ser tío de esa sabandija.
Luchando por dominarse, Erlein dijo:
—Entonces sabías lo que estaba planeando Alessan. Sabías lo de esas tres cartas. Él te lo dijo. ¡Sabes lo que intenta conseguir con ellas! ¿Y así y todo sigues con él? ¿Vas a ayudarlo?
—Eres un estúpido hombrecillo —replicó Rinaldo muy despacio para sopesar las palabras y para que su voz sonara dura como una piedra—. Claro que voy a ayudarlo. ¿De qué otro modo vamos a librarnos de los tiranos?, y ¿en qué otro lugar de la Palma puede librarse la batalla en estos tiempos sino en nuestra desgraciada Senzio, donde el poder de Barbadior y de Ygrath se acechan como lobos, mientras mi crapuloso sobrino se anega en vino y vierte su semen en el trasero de las putas? ¿Crees que la libertad es fácil de conseguir? ¿Crees que cae de los árboles como las bellotas en otoño, Erlein bar Alein?
—Él se cree libre —terció Alessan en tono terminante—. O supone que lo sería si no fuera por mí. Cree que era libre hasta que topó conmigo hace una semana junto a un arroyo de Ferraut.
—Entonces no tengo nada más que decirle —dijo Rinaldo di Senzio con desdén.
—¿Cómo…, cómo encontraste a este hombre? —preguntó Sertino a Alessan.
El mago de Certando todavía seguía guardando prudente distancia con respecto al príncipe.
—Encontrar a hombres como él ha sido mi trabajo durante más de doce años —contestó Alessan—. Hombres y mujeres de mi patria o de la tuya, de Astíbar, de Tregea…, de toda la península. Gente en la que me parecía que se podía confiar y que tenían tan sobrados motivos como yo para odiar a los tiranos, que deseaban tanto como yo ser libres. Realmente libres —añadió mirando a Erlein—. Dueños y señores de nuestra península.
Con una débil sonrisa miró a Ducas.
—Al parecer, amigo mío, te quitaste de en medio, te escondiste. Yo imaginaba que estabas vivo, pero no sabía dónde. Pasamos varias temporadas viviendo en Tregea, pero nadie te conocía ni sabía nada de lo que había sido de ti. Anoche tuve que poner en juego toda mi inteligencia para que fueras tú quien me encontrara a mí.
Ducas se echó a reír desde lo más profundo de su pecho.
Luego, se quedó muy serio y dijo:
—Me habría gustado que nos encontráramos antes.
—A mí también. No puedes imaginar cuánto. Tengo un amigo que me parece te tomará tanto cariño como tú a él.
—¿Nos reuniremos con él?
—En Senzio. Al final de la primavera, si todo sale bien. Si podemos lograr que todo salga bien.
—Entonces, será mejor que nos expliques lo que necesitas para lograrlo —declaró Rinaldo en tono práctico—. Mientras nos explicas lo que debemos saber, me encargaré de estos dos hombres heridos.
Avanzó golpeteando el suelo con el bastón y se detuvo ante Devin.
—Soy Sanador —dijo en tono solemne, sin la menor ironía en la voz—. Tu pierna está bastante mal, necesita cuidados. ¿Quieres que lo intente?
—¡Por eso nos conocías! —exclamó asombrado Ducas—. Jamás había conocido a un Sanador.
—No hay muchos, y procuramos pasar inadvertidos —continuó Rinaldo con las cuencas de los ojos fijas en el vacío—. Incluso antes de que llegaran los tiranos; es un don que tiene límites y un precio. En estos tiempos que corren tenemos que permanecer escondidos por las mismas razones que los magos: A los tiranos les encanta agarramos y obligamos a servirles hasta agotamos.
—¿Pueden hacerlo? —preguntó Devin con voz ronca.
Se dio cuenta de que hacía mucho rato que no pronunciaba palabra. Se estremeció al pensar cómo sonaría su voz si tratara de cantar. No recordaba la última vez en que se había sentido tan rendido.
—Claro que pueden —respondió con sencillez Rinaldo—. A menos que escojamos morir en las ruedas mortales, cosa que a veces ha sucedido.
—Me encantaría saber la diferencia entre esa coacción y la que ha ejercido sobre mí este hombre —comentó fríamente Erlein.
—Me encantaría explicártela —le espetó Rinaldo—. Lo haré tan pronto como acabe mi trabajo.
Luego dijo a Devin:
—Detrás de ti hay un montón de paja. ¿Por qué no te acuestas y permites que vea lo que puedo hacer por ti?
Devin hizo lo que se le indicaba. Con los lentos movimientos de la vejez, Rinaldo se arrodilló junto a él y procedió a frotarse lentamente las palmas una contra otra.
—Alessan, hablaba muy en serio —dijo por encima del hombro—. Habla mientras trabajo. Empieza con Baerd. Me gustaría saber por qué no ha venido contigo.
—¡Baerd! —interrumpió una voz—. ¿Así se llama tu amigo? ¿Baerd bar Saevar?
Era la voz de Naddo, el hombre herido. Se precipitó hacia el montón de paja.
—Su padre se llamaba Saevar, sí —repuso Alessan—. ¿Lo conocías?
Naddo estaba tan emocionado que apenas acertaba a hablar.
—¿Que si lo conocía? Claro que lo conocía. Yo era…, yo… —tragó saliva—. Fui el último aprendiz de su padre. Quería a Baerd como…, como a un hermano mayor. Yo…, nosotros… nos separamos de mala manera. Me marché un año después del desastre.
—Él también —dijo Alessan con amabilidad posando una mano sobre el tembloroso hombro de Naddo—. No mucho después que tú. Sé quién eres, Naddo. Baerd me ha hablado en ocasiones de esa separación. Puedo asegurarte que sufrió mucho. Todavía sufre. Espero que te lo contará cuando os encontréis.
—¿Es el amigo de quien me hablaste? —inquirió Ducas.
—Sí.
—¿Te ha hablado de mí? —preguntó Naddo con asombro.
—Sí.
Alessan sonrió otra vez. Devin, pese al cansancio, lo imitó. El hombre que estaba ante ellos adoptó de pronto el aire de un muchacho.
—¿Sabe…, sabe lo que fue de su hermana? ¿De Dianora? —inquirió Naddo.
La sonrisa de Alessan se desvaneció.
—No. La hemos buscado durante todos estos años, hemos preguntado por ella en muchos lugares, cuando encontrábamos sobrevivientes del desastre, pero es un nombre demasiado común. Ella también se marchó poco después de que él saliera en mi busca. Nadie sabe por qué ni adónde se fue; la madre murió poco después. Las dos… La desaparición de las dos es la pena que más dolorosamente aflige a Baerd.
Naddo se quedó callado; poco después todos se dieron cuenta de que luchaba por retener el llanto.
—Lo comprendo muy bien —dijo por fin con voz ronca—. Dianora era la muchacha más valiente que jamás he conocido. La más valiente de las mujeres. Y, aunque no era realmente hermosa, era… —Se interrumpió procurando dominarse y añadió—: Creo que yo la amaba. Lo sé. Por entonces yo tenía trece años.
—Con la ayuda de las diosas —dijo Alessan con voz dulce—, la encontraremos.
Devin no tenía idea de todo aquello. Había muchas cosas que al parecer desconocía. Tenía muchas preguntas que plantear, seguramente más que el propio Ducas. Pero justo entonces Rinaldo, de rodillas frente a él, dejó de frotarse las manos y se inclinó hacia delante.
—Necesitas descansar —murmuró en voz tan baja que nadie más que Devin lo oyó—. Necesitas dormir tanto como tu rodilla necesita cuidados.
Mientras hablaba le puso una mano en la frente; Devin, pese a las preguntas que quería plantear y a la inquietud que sentía, se dejó empujar hacia las orillas del sueño, como en un anchuroso y tranquilo océano, lejos de sus compañeros, lejos de sus voces, de sus penas, de su pasión, y ya no oyó nada más de lo que se dijo aquella noche en aquel establo.