Poco antes del alba, aunque no sabía exactamente qué hora era, Dianora se levantó y se dirigió a los ventanales que daban a la terraza. No había dormido en toda la noche. Tampoco su hermano, allá lejos en el sur, había podido dormir, pues había luchado en la guerra de los Rescoldos y luego había compartido la llegada de la primavera en la cima de una colina ganada a la Oscuridad.
Dianora no había compartido con nadie aquella noche, tendida sola en el lecho y visitada sólo por fantasmas y recuerdos. Ahora contemplaba una fría oscuridad que en nada parecía anunciar el retoñar de la primavera. Todavía brillaban las últimas estrellas, pero la luna hacía tiempo que se había puesto. Soplaba viento de mar. La muchacha podía imaginar las banderas ondeando en los mástiles de los barcos anclados en el muelle del Salto del Anillo.
Uno de aquellos barcos acababa de llegar procedente de Ygrath; había traído hasta allí a la cantante Isolla, pero ya no se la podría volver a llevar.
—¿Khav, mi señora? —dijo en voz baja Scelto a su espalda. Ella asintió sin darse la vuelta.
—Te lo agradezco; y luego ven a sentarte conmigo un rato, pues tenemos que hablar.
Si actuaba con rapidez, pensaba, si ponía todo en movimiento sin detenerse a pensar o a temer, podría lograrlo. De otro modo estaba perdida.
Oyó que Scelto trajinaba con eficiencia en la pequeña cocina que formaba parte de sus aposentos. El fuego había sido mantenido durante toda la noche. En Ygrath no se respetaban los mismos ritos de primavera y otoño que en la Palma, pero Brandín pocas veces se inmiscuía en las costumbres y devociones locales, y Dianora jamás encendía un fuego nuevo en los Días de los Rescoldos. A decir verdad, tampoco lo hacían la mayoría de las mujeres del saishan. Por eso el ala este del palacio, después de la puesta del sol, estaría completamente a oscuras durante dos noches más.
Pensó en salir a la terraza, pero le pareció que haría mucho frío. Abajo todavía no se distinguía señal alguna de animación. Pensó en Camena di Chiara. Probablemente, a la salida del sol lo sacarían afuera con los huesos quebrados para que muriera en las ruedas a la vista del pueblo. Procuró alejar de su mente tal imagen.
—Aquí tienes el khav —dijo Scelto—. Lo he hecho bien fuerte. Dianora se volvió y se conmovió al leer en sus ojos una sentida preocupación. Sabía muy bien que Scelto había sufrido por ella durante toda la noche; en su rostro había huellas de insomnio. La muchacha supuso que también ella debía de tener el rostro fatigado. Se esforzó por sonreírle y aceptó la taza que le ofrecía. Incluso antes de llevársela a los labios notó su calor reconfortante.
Se sentó en una de las sillas que había junto a la ventana e indicó a Scelto con un ademán que se sentara también. Él dudó un momento, pero la obedeció. Dianora permanecía callada, meditando bien las palabras. De pronto cayó en la cuenta de que no sabía cómo empezar; pensó con ironía que de poco le servían las cínicas y sutiles manipulaciones de la corte.
Por fin tomó aliento y dijo:
—Scelto, necesito salir sola a las montañas esta mañana. Sé que es difícil, pero tengo razones de peso para hacerla. ¿Cómo podremos arreglárnoslas?
Scelto frunció el entrecejo, pero no dijo nada y Dianora comprendió que estaba buscando una respuesta a su pregunta, sin intentar juzgar o entender lo que le había confesado. Había temido que reaccionara de otra manera, pero ahora comprobaba, aunque con retraso, que el fiel servidor no estaba dispuesto a fallarle en nada.
—Todo dependerá de si se celebra la carrera de la montaña —dijo Scelto.
El corazón de Dianora se embargó de ternura; ni siquiera le había preguntado cuáles eran aquellas razones de peso.
—¿Por qué no habría de celebrarse? —preguntó estúpidamente, y cayó en la respuesta en el mismo momento en que Scelto contestaba.
—Por Camena. No sé si el rey permitirá que se celebre la carrera de la primavera el mismo día en que se lleva a cabo una ejecución. Si la carrera tiene lugar, serás invitada a contemplar el final en el pabellón real, como de costumbre.
—Tengo que estar sola —insistió Dianora— y en la montaña.
—Sola conmigo —la corrigió él en un tono que era casi una súplica.
La muchacha bebió un poco de khav. Había llegado al punto más difícil.
—Durante un trecho sí, Scelto —dijo—. Pero hay algo que tengo que hacer sola. Tendrás que dejarme a medio camino. —Vio que el hombre se estremecía; antes de que pudiera replicar, añadió—: No te lo diría si no fuera absolutamente necesario. Tengo que estar completamente sola.
No le dijo por qué era absolutamente necesario y vio que él luchaba por tragarse la pregunta. Lo logró y Dianora imaginó cuánto le había costado.
Scelto se levantó.
—En fin, tengo que enterarme de lo que está sucediendo. Volveré enseguida. Si se celebra la carrera, por lo menos tendremos una excusa para salir. Si no se celebra, tendremos que inventar algo.
Ella asintió agradecida y contempló cómo se marchaba; era reconfortante verlo tan bien dispuesto y competente. Acabó de beber el khav mientras miraba
distraídamente por la ventana. Reinaba todavía una oscuridad cerrada. Se encaminó hacia la otra habitación y procedió a lavarse y vestirse con cierto esmero, pues suponía que el atuendo podía ser importante en el día que se avecinaba. Escogió una sencilla túnica de lana de color marrón y se la ciñó con un cinturón; en un Día de los Rescoldos estaba de más el lujo. La túnica tenía una capucha con la que cubrir los cabellos, lo cual podía ser también importante. Cuando ya había acabado de vestirse, regresó Scelto con una expresión extraña en el rostro.
—La carrera va a celebrarse —dijo— y Camena no va a ser ejecutado en las ruedas.
—¿Qué va a ser de él? —preguntó Dianora presa de un instintivo pánico.
Scelto dudó un momento antes de contestar.
—Se rumorea que merece una muerte más piadosa, porque, al fin y al cabo, la conspiración había sido urdida en Ygrath y Camena, era tan sólo una víctima, un instrumento.
Ella asintió.
—¿Y qué ha sido de él?
El rostro de Scelto se ensombreció.
—Quizá sería mejor que no lo supieras, mi señora. Dianora pensó que probablemente Scelto tenía razón. Pero aquella noche ya había ido demasiado lejos, y tendría que ir más lejos aún. No era momento de esconder la cabeza debajo del ala.
—Quizá —se limitó a decir—, pero preferiría que me lo dijeras, Scelto.
El criado repuso tras unos instantes:
—Me han dicho que Camena va a ser… cambiado. Rhun se está haciendo viejo y el rey debe disponer siempre de un bufón. Por eso es necesario tener en reserva uno, y la cosa puede llevar cierto tiempo, según las circunstancias.
«Las circunstancias», pensó Dianora asqueada. Por ejemplo, que el bufón en reserva hubiera sido en otros tiempos un joven normal, saludable e inteligente, y lleno de amor por su patria.
Aunque entendía lo que los bufones de Ygrath representaban para sus reyes, y por más que colegía que Camena había perdido el derecho a vivir por lo que había hecho la víspera, Dianora no podía menos que sentirse enferma ante las implicaciones de lo que Scelto acababa de decirle. Evocó la imagen de Rhun dando tajos al cadáver de Isolla. Evocó la imagen del rostro de Brandín. Se esforzó por alejar de su mente tales recuerdos. Aquella mañana no podía permitirse el lujo de pensar en Brandín. En realidad era mejor no pensar en nada.
—¿He sido ya convocada? —preguntó lacónicamente.
—Todavía no. Pero no tardarán en hacerlo.
Dianora captó la tensión latente en la voz de Scelto; sin duda, también a él lo habían perturbado las noticias sobre la suerte de Camena.
—Ya lo sé —repuso ella—. Creo que no podemos perder tiempo. Si tengo que salir con las demás, me será imposible escabullirme. ¿Qué crees que sucedería si tratáramos de marchamos ahora los dos juntos?
Su voz era clara y firme; el rostro de Scelto se ensombreció aún más.
—Podemos intentarlo —contestó tras unos instantes.
—Entonces, vámonos.
El miedo que sentía respondía a una razón muy simple: si esperaba demasiado o lo meditaba mejor, la paralizaría la duda. La cuestión era ponerse en marcha y seguir adelante hasta llegar a cierto lugar.
Lo que sucediera después, si es que algo sucedía, debía dejarlo en manos de la Tríada.
Con el corazón palpitante siguió a Scelto; salieron de los aposentos y se encaminaron por el pasillo principal del saishan. Por las ventanas que daban al este se filtraban los primeros destellos del alba. Ellos iban en dirección opuesta. Se cruzaron con dos jóvenes castrados que se dirigían a los aposentos de Vencel. Dianora los miró de frente y por primera vez se sintió complacida al leer el miedo en los ojos de los dos muchachos. Aquel día el miedo era un arma, un instrumento, y ella iba a necesitar todos los instrumentos de que pudiera disponer.
Scelto la condujo sin apresurarse por la escalera que descendía hasta las puertas que daban al mundo exterior. Dianora lo alcanzó en el momento en que el criado daba unos golpecitos a la puerta. Cuando el centinela la abrió desde fuera, Dianora cruzó el umbral sin dar tiempo a que el guardia o Scelto pudieran pronunciar palabra. El centinela se quedó asombrado al reconocerla; ella le dirigió una fría mirada y siguió adelante a través del espacioso vestíbulo. Al pasar junto a otro guardia observó que era el joven a quien había sonreído tan amablemente la víspera. Pero en esos momentos no le sonrió.
Tras ella, oyó que Scelto dirigía a los guardias unas rápidas y crípticas palabras y luego respondía a una pregunta. Enseguida oyó sus pasos y la puerta que se cerraba. Scelto la alcanzó.
—Creo que hoy hará falta un hombre muy valiente para detenerte —le dijo con voz apacible—. Todos están enterados de lo que sucedió ayer. Es la mañana más apropiada para intentarlo. «Es la única mañana en que podría intentarse», se dijo Dianora.
—¿Qué les dijiste? —preguntó reanudando la marcha.
—Lo primero que se me ocurrió. Que vas a reunirte con D’Eymon para hablar de lo que sucedió ayer.
Dianora aflojó el paso al oír sus palabras y de pronto vislumbró el plan más apropiado, del mismo modo que en el este, sobre las montañas, se vislumbraba el primer resplandor del sol.
—Bien —dijo asintiendo con la cabeza—, muy bien, Scelto. Eso es exactamente lo que voy a hacer.
Otros dos guardias se cruzaron con ellos.
—Scelto —continuó ella—, necesito que encuentres a D’Eymon o dile que quiero hablar con él a solas antes de ir esta tarde a presenciar el final de la carrera. Dile que estaré esperándole en el jardín del rey dentro de dos horas.
No sabía si dos horas serían suficientes. Pero en algún lugar de la vasta extensión de los jardines del rey, en el ala norte del palacio, sabía que había una puerta que conducía a los prados y a las laderas del Sangario que se extendían más allá de la tapia.
Scelto se detuvo y ella tuvo que hacerlo también.
—Vas a salir sin mí, ¿verdad? —le preguntó.
Dianora no podía mentirle.
—Sí —contestó—; espero regresar a tiempo para esa entrevista.
Cuando le hayas dado el mensaje, vuelve al saishan. El no sabe que hemos salido, por tanto tendrá que enviar a buscarme. Asegúrate de que seas tú quien reciba el recado, aunque no sé cómo podrás conseguirlo.
—Normalmente me dan los recados a mí —repuso Scelto con voz tranquila, aunque con aire preocupado.
—Lo sé. El hecho de que envíe a buscarme servirá de excusa para nuestra salida. Dentro de dos horas vuelve a bajar. Yo estaré en los jardines con él. Búscanos.
—¿Y si no estás?
Ella se encogió de hombros.
—Inventa alguna excusa. No pierdas la esperanza. Scelto, ya te he dicho que tengo que hacerlo.
Él la miró fijamente unos instantes y luego asintió con la cabeza. Siguieron andando. Justo antes de llegar a la Gran Escalinata, Scelto torció a la derecha y bajaron a la planta baja por una escalera más pequeña que iba a parar a un pasillo. No había un alma. El palacio apenas había empezado a despertar.
Dianora miró a Scelto, y sus ojos se encontraron. Por breves instantes la muchacha tuvo la tentación de confiarse a él, de convertirlo en su cómplice. Pero ¿qué podía decirle? ¿Cómo explicarle en aquel pasillo iluminado por el alba la tenebrosa noche que acababa de pasar y los largos años que la habían conducido hasta allí?
Le acarició el hombro con ternura.
—Ahora vete —dijo—. Todo saldrá bien.
Sin volver la vista atrás recorrió el pasillo, empujó las puertas de cristal que conducían al laberinto del jardín del rey y se perdió en la gris y helada luz del alba.
Aquellos parajes no se habían llamado siempre el jardín del rey, ni habían tenido siempre la apariencia selvática que ahora tenían. Los grandes duques de Chiara habían diseñado aquel agradable lugar durante generaciones; los jardines habían ido cambiando año tras año, según las cambiantes modas y gustos de la corte.
Cuando Brandín de Ygrath llegó a la isla, los jardines eran una maravillosa muestra del arte de la jardinería: los setos estaban podados simulando formas de pájaros y animales, los árboles artísticamente dispuestos y distribuidos en la enorme extensión que ocupaba el huerto, y había amplios senderos con bancos esculpidos a la sombra de olorosas secuoyas. En el centro se elevaba un encantador laberinto de boj con una glorieta para enamorados en el medio e innumerables parterres de flores multicolores.
La primera vez que el rey de Ygrath había recorrido el jardín lo había encontrado soso y aburrido.
En dos años había cambiado por completo. Los senderos eran mucho más estrechos, y en verano y otoño se llenaban de hojas caídas; serpenteaban en torno a espesos sotos de árboles traídos con no poco esfuerzo desde las laderas de la montaña y los bosques del norte de la isla. Todavía quedaban algunos bancos esculpidos y algunos parterres de flores olorosas, pero los setos con forma de pájaros y animales habían desaparecido y los arbustos de serrano tan artísticamente podados habían crecido y se habían espesado tanto como los árboles. No quedaba ni rastro del laberinto; en realidad todo el jardín se había convertido en un laberinto.
Una corriente subterránea había sido desviada y canalizada de modo que el murmullo del agua se oía por doquier. Había profundos estanques en los que se podía nadar, sombreados por árboles que protegían del calor del verano. Ahora el jardín del rey era un extraño lugar; no era selvático ni estaba descuidado, sino más bien deliberadamente diseñado para dar sensación de silencio, de soledad e incluso a veces de peligro y ésa era precisamente la sensación que daba ahora, acariciado por el viento frío del alba y por el sol naciente que apenas acertaba a calentar. En las ramas de los árboles sólo apuntaban algunos brotes tempranos, y únicamente anémonas y rosas silvestres de caiana, las primeras flores de la primavera, animaban el pálido color de la mañana. Los árboles invernales, altos y oscuros, se recortaban en el gris del cielo.
Dianora se estremeció y cerró tras ella las puertas de cristal. Respiró profundamente y alzó la mirada hacia las nubes que se apiñaban sobre la montaña ocultando la cumbre del Sangario. Por el este las nubes empezaban a clarear; iba a ser
un día agradable, pero todavía hacía frío. Se detuvo en el límite del jardín salvaje e invernal y procuró calmarse y serenarse.
Sabía que había una puerta en el muro norte, pero no estaba segura de recordar el lugar con exactitud. Brandín se la había enseñado una noche de verano, hacía muchos años, cuando habían salido a dar un largo paseo sin rumbo fijo entre las luciérnagas, el chirriar de los grillos y el chapoteo del agua invisible tras las antorchas. Brandín la había llevado hasta la puerta que un día había descubierto por casualidad, medio escondida por las parras y los zarzales. Se la había mostrado en la oscuridad, con la luz de las antorchas a sus espaldas y la de la azul Ilarion sobre sus cabezas.
Dianora recordó que el rey la había cogido de la mano aquella noche mientras paseaban y le había hablado de las propiedades de ciertas hierbas y flores. Le había contado un cuento de hadas ygrathio, acerca de una princesa nacida en otro mundo muy distante, que dormía en un lecho de flores blancas como la nieve que sólo se abrían en la oscuridad.
Dianora sacudió la cabeza para alejar los recuerdos y descendió con paso apresurado por uno de los pequeños senderos aguijarrados que serpenteaba hacia el noreste entre los árboles. A unos veinte pasos volvió la cabeza, pero ya no se divisaba el palacio. Los pájaros empezaban a cantar. Todavía hacía frío. Se puso la capucha y al hacerlo se sintió como la sacerdotisa en túnica marrón de algún ignoto dios de los bosques.
Llevarla por esa sensación, oró al dios que ella conocía, y a Moriana y Eanna, para que la Tríada le infundiera la sabiduría y el valor que había salido a encontrar en aquella mañana de los Rescoldos. Era plenamente consciente de la solemnidad del día.
Y, casi exactamente en el mismo momento, Alessan, príncipe de Tigana, salía a caballo de Castelborso, en los montes de Certando, para acudir en el desfiladero de Braccio a la cita que, a su juicio, podía cambiar el mundo.
Dianora pasó junto a un lecho de anémonas, demasiado pequeñas y delicadas para ser cortadas. Eran blancas, lo cual quería decir que pertenecían a Eanna. Las rojas eran de Moriana, excepto en Tregea, donde se consideraba que habían sido teñidas en la montaña por la sangre de Adaón. Se detuvo y contempló las flores, cuyos delicados pétalos se movían con la brisa; volvió a acordarse del cuento de Brandín, de la princesa nacida bajo las estrellas del verano y acunada entre flores semejantes a aquéllas.
Cerró los ojos, pues sabía que no debía acordarse de tales cosas.
Y de forma lenta y deliberada, experimentando una dolorosa sensación como la que pudiera producir una espuela o un aguijón, evocó la imagen de su padre alejándose a caballo, y luego la de su madre y la de Baerd rodeado de soldados en la
plaza. Cuando volvió a abrir los ojos para continuar la marcha, los cuentos de hadas se habían alejado de su corazón.
Los senderos serpenteaban y cambiaban continuamente de dirección, pero al norte, sobre la montaña, se apilaban las nubes, y Dianora procuraba en la medida de lo posible seguir en aquella dirección. Le producía una sensación extraña vagar por aquellos parajes, casi perdida entre la espesura, y de pronto se dio cuenta con cierto sobresalto de que hacía muchos años que no se sentía tan sola.
Sólo contaba con dos horas y tenía que recorrer un largo camino, por lo que apretó el paso. Poco después el sol apareció a su derecha; levantó la mirada y vio que parte del cielo estaba despejado y que las gaviotas resaltaban sobre el color azul. Se bajó la capucha y sacudió su larga melena; y justo en ese instante divisó las gruesas e imponentes piedras grises del muro norte entre la espesura de unos olivos.
Parras y musgos salpicaban la tapia de tonos púrpura y verde oscuro. El sendero acababa en los olivos y se bifurcaba por un lado hacia el este y por otro hacia el oeste. Se detuvo un momento, sin saber qué dirección tomar, tratando de orientarse por el recuerdo de aquella noche de verano iluminada por antorchas. Se encogió de hombros y se dirigió hacia el oeste, porque su corazón se inclinaba siempre hacia aquel rumbo.
Diez minutos después, tras bordear un estanque que reflejaba las nubes blancas, Dianora se encontró ante la puerta.
Se detuvo con un estremecimiento súbito, aunque la mañana se había caldeado ya con el calor del sol. Miró la arcada y los goznes de hierro oxidado. Era una puerta muy vieja cubierta de hiedra y parras; aún conservaba huellas de haber estado labrada alguna vez, pero los símbolos o imágenes habían desaparecido casi por completo. Los rosales silvestres que Dianora recordaba estaban pelados en aquel primer día de primavera; sólo tenían largas y afiladas espinas. Vio un pesado cerrojo tan oxidado como los goznes; no había cerradura alguna, pero la muchacha no estaba ni siquiera segura de poder descorrer el cerrojo lleno de herrumbre. Se preguntó quién habría traspasado por última vez aquella puerta para internarse en las praderas. Quién, cuándo y por qué. Se le ocurrió que podría escalar el muro y alzó la vista. Tenía unos tres metros de altura, pero pensó que seguramente encontraría asideros para pies y manos. Estaba a punto de intentado cuando oyó a sus espaldas un ruido.
Al pensar más tarde en aquello, trató de entender por qué no se había sobresaltado más; llegó a la conclusión de que sin duda en algún rincón de su mente se le había ocurrido ya que pudiera suceder algo parecido. El muro gris que daba a la montaña había sido sólo un punto de partida. No había motivo en el mundo para suponer que pudiera localizar aquella tapia o que pudiera encontrar allí lo que andaba buscando.
Sola entre los árboles y las primeras flores de la primavera, en el jardín del rey, se giró y vio de pronto a una riselka que, sentada junto al estanque, peinaba su larga cabellera verde.
«Sólo pueden ser encontradas cuando ellas lo quieren», recordó Dianora. Después la asaltó otro pensamiento y miró en torno por si había alguien más en aquel lugar.
Pero estaban las dos solas en el jardín, o en aquella parte del jardín. La riselka sonrió como si leyera el pensamiento de Dianora. Estaba desnuda, era menuda y esbelta, y los largos cabellos le cubrían casi enteramente el cuerpo. Su piel era tan translúcida como le había contado Brandín; tenía unos ojos inquietantemente grandes, pálidos como la leche, tan pálidos como su blanco rostro.
«Se parece a ti», había dicho Brandín. Pero, no; había dicho: «Me hizo pensar en ti» y de forma misteriosa y escalofriante Dianora captó lo que había querido decir. Se acordaba muy bien del aspecto que tenía el año en que cayó Tigana; estaba muy delgada y pálida, y tenía los ojos muy hundidos y enormes, como los de la riselka.
Sin embargo, Brandín jamás la había visto con aquel aspecto. Dianora se estremeció. La riselka seguía sonriendo. Pero no había ternura ni consuelo en su sonrisa. Dianora no sabía si había esperado que los hubiera; en realidad no sabía lo que había esperado encontrar. Había salido en busca del claro sendero de los antiguos versos augurales, y era evidente que, si tenía que encontrarlo, había de ser allí, en los intrincados caminos del jardín del rey.
La riselka era muy hermosa, pero su inquietante belleza tenía poco que ver con la de los mortales. Dianora tenía la boca seca; no podía siquiera articular palabra. Permanecía completamente inmóvil; con su sencilla túnica marrón y los negros cabellos cayéndole por la espalda; entonces vio cómo la riselka dejaba el peine de hueso blanco sobre una roca junto al estanque y avanzaba hacia ella.
Despacio, mientras comenzaban a temblarle las manos, Dianora retrocedió por el sendero bajo la densa enramada y se detuvo ante aquella pálida y elusiva criatura de leyenda. Estaba tan cerca que veía perfectamente cómo los verdes cabellos de la riselka brillaban a la luz suave del sol de la mañana. Sus pálidos ojos se habían ensombrecido y parecían aún más profundos. La riselka alzó una mano con unos dedos más finos y largos que los de cualquier mortal, y acarició el rostro de Dianora.
El contacto fue frío, aunque no tanto como había temido en un principio.
Con suavidad, la riselka le acarició la mejilla y la garganta. Después, con una sonrisa hierática y extraña, deslizó la mano por el escote de Dianora hasta tocarle los pechos. Con toda parsimonia le acarició primero un seno, luego el otro, sin que de su rostro desapareciera la misteriosa sonrisa.
Dianora temblaba sin poder evitarlo. Con incredulidad y temor, sintió que su cuerpo respondía involuntariamente a aquellas caricias. Entre la cortina de cabellos de la riselka podía vislumbrar los pechos de aquella criatura, pequeños como los de
una niña. De pronto le fallaron las rodillas. La riselka sonrió aún más y mostró entre los labios la blancura de sus dientes. Dianora tragó saliva, sintiendo en su interior un dolor que no acertaba a explicarse, y sacudió la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. Se dio cuenta de que estaba empezando a llorar.
La sonrisa de la riselka se desvaneció. Retiró la mano y con un gesto que parecía una disculpa le arregló la ropa. Luego, con la misma suavidad de antes, alzó otra vez la mano y tocó una de las lágrimas que resbalaban por las mejillas de Dianora; después se llevó el dedo a los labios y saboreó el gusto del llanto.
«Es una niña», pensó Dianora de pronto; era un pensamiento arrastrado a la playa de su conciencia como por una marea. Y, en cuanto se le hubo ocurrido, supo que estaba en lo cierto, por muchos años que aquella criatura pudiera haber vivido. Se preguntó si sería la misma esbelta y divina figura que Baerd había visto a la luz de la luna, en la playa, la noche en que se había marchado.
La riselka tocó y saboreó otra lágrima. Sus ojos eran tan profundos que Dianora tuvo la sensación de que podía caer en ellos y no emerger nunca más. Era una sensación seductora, una manera de sumirse en el olvido para siempre. Esperó unos instantes y después, lentamente, no sin esfuerzo, sacudió otra vez la cabeza.
—¡Por favor! —dijo entonces en un susurro apremiante, pero temerosa a un tiempo de su propia premura, temerosa de que la riselka pudiera escaparse al oír unas palabras que expresaban urgencia o deseo.
La criatura de verdes cabellos se volvió, y Dianora apretó con desesperación los puños. Pero la riselka la miró por encima del hombro con expresión grave, sin sonreír, y Dianora comprendió que tenía que seguida.
Se detuvieron al borde del estanque. La riselka miró la superficie del agua y Dianora la imitó. Vio el reflejo del azul del cielo, el destello de una gaviota blanca que sobrevolaba el estanque, la sombra verde oscura de unos cipreses que se alzaban como centinelas a su alrededor y las ramas de otros árboles todavía desnudos de hojas. Y, mientras miraba, se dio cuenta con un escalofrío, como si el invierno hubiera retornado antes de tiempo, de que algo anormal estaba sucediendo. El viento soplaba en torno; lo oía ulular entre los árboles y lo notaba en el rostro y los cabellos, pero las aguas del estanque estaban como un espejo, quietas y tranquilas, imperturbables ante la brisa o los movimientos del fondo.
Dianora apartó la vista del estanque y miró a la riselka. La criatura tenía sus ojos clavados en ella; la brisa revolvía su verde cabellera y le despejaba el pequeño y blanco rostro. Se le habían ensombrecido los ojos y ya no tenía aspecto de niña. Parecía un poder de la naturaleza, o un emisario de tal poder, hostil a los mortales. No brindaba ni ternura ni protección. Pero Dianora, en un supremo esfuerzo por reprimir el terror que la embargaba, se dijo a sí misma que no había llegado hasta allí en busca de protección, sino en busca de su propio destino; entonces vio que la
riselka sostenía en la mano una pequeña piedra blanca y vio que la arrojaba al estanque.
No hubo ondulación ni movimiento alguno en las aguas. La piedra se hundió sin dejar el menor rastro. Pero la superficie del agua cambió poco después, se oscureció, y el paisaje que reflejaba desapareció por completo. Desaparecieron los cipreses, el azul del cielo de la mañana, los árboles desnudos que enmarcaban el vuelo de las gaviotas. Las aguas se habían ennegrecido tanto que no reflejaban nada. Pero Dianora sintió que la riselka la cogía de la mano y la empujaba suavemente pero con firmeza, al borde del estanque; la muchacha no pudo menos que mirar al agua porque al fin y al cabo había salido del saishan para encontrar aquella verdad, aquella señal y entonces vio que algo se reflejaba en las oscuras aguas.
No era ella, ni la riselka, ni nada de lo que había en el jardín del rey aquel primer Día de los Rescoldos. Era la imagen de otra estación, de una primavera avanzada o de los primeros días del verano; era la imagen de otro lugar, vibrante de colorido, con mucha gente reunida. Inexplicablemente, podía oír el murmullo que producían, amortiguado apenas por la agitación y el flujo de las olas.
Y en las profundidades del estanque, Dianora se vio a sí misma, vestida con una túnica tan verde como los cabellos de la riselka, circulando sola entre la multitud. Después vio, en el estanque, adónde la conducían sus pasos.
En aquel preciso momento, durante unos segundos, se quedó helada de miedo; después reaccionó. Sintió que los acelerados latidos de su corazón cedían y retomaban el ritmo normal. La embargó una profunda tranquilidad y enseguida, no sin antes sentir el abrumador peso del dolor, sobrevino la aceptación total. Durante años y años había soñado con aquel desenlace. Aquella mañana había salido del saishan en busca de la comprobación definitiva de tales sueños y ahora, en aquel estanque, se le revelaba por fin el destino y tenía la certeza de que la conducía hasta el mar.
Los murmullos de la multitud se desvanecieron de golpe y poco después desaparecieron todas las imágenes y el reflejo del esplendoroso sol del verano. El estanque se oscureció; ya no reflejaba nada.
A continuación, aunque en el intervalo habían podido pasar tanto unos segundos como varias horas, Dianora alzó la vista y vio que la riselka estaba aún a su lado. Miró sus pálidos ojos, mucho más luminosos que las encantadas aguas del estanque, pero igualmente profundos, y se vio a sí misma como la niña que había sido hacía ya muchos años. No tantos, sin embargo; podían compararse el pestañeo de un ojo al tiempo que tardaba en caer al suelo una hoja en otoño; así debía de ser la medida del tiempo para aquella criatura.
—Gracias —susurró Dianora—. He comprendido.
Se quedó muy quieta, sin pestañear siquiera, mientras la riselka se ponía de puntillas y con la suavidad del ala de una mariposa la besaba en los labios. Esta vez
no hubo el menor destello de deseo ni en una ni en otra. Todo estaba consumado. La boca de la riselka sabía a sal, y Dianora comprendió que era la sal de sus lágrimas. Ya no sentía miedo alguno; sólo una serena tristeza, como si una piedra suave le oprimiera el corazón.
Oyó un murmullo y volvió a mirar el estanque. Los cipreses se reflejaban otra vez en la superficie y se ensortijaban y quebraban con las ondas que el viento dibujaba en el agua.
Se retiró la melena del rostro y, al apartar la vista del estanque, comprobó que estaba sola.
Cuando regresó a la explanada que se abría ante las puertas del palacio, D’Eymon la estaba esperando, vestido ceremoniosamente de gris y con el sello del cargo colgando del cuello. Estaba sentado en un banco de piedra y había apoyado el bastón a un lado. Scelto estaba de pie junto a las puertas, y Dianora atisbó la expresión de alivio que no fue capaz de reprimir al verla aparecer entre los árboles.
La muchacha se detuvo y miró al canciller con una ligera sonrisa, un artificio cortesano que había aprendido a emplear de forma inconsciente. En el rostro normalmente inescrutable de D’Eymon leyó nerviosismo, cólera y algunas huellas de lo que había ocurrido la víspera. Supuso que debía de tener ganas de pelea. Resultaba difícil, sorprendentemente difícil, recuperar las maneras cortesanas y concentrarse en los asuntos de Estado. Pero no había más remedio que hacerlo.
—Te has retrasado —dijo Dianora en tono despreocupado mientras se acercaba.
D’Eymon se levantó cortésmente.
—He ido a dar una vuelta por el jardín; han empezado a brotar las anémonas —añadió la joven.
—He llegado puntual —repuso D’Eymon.
En otro tiempo habría podido intimidarla, pero ya no. Sin duda D’Eymon se había puesto el sello en un intento de reforzar su autoridad, pero Dianora sabía muy bien hasta qué punto debían inquietarlo los sucesos de la víspera. Estaba segura de que aquella misma noche el canciller se había declarado dispuesto a quitarse la vida, pues era un hombre a quien importaban mucho las viejas tradiciones Fuera como fuese, Dianora se sentía muy fuerte ante él: acababa de ver a una riselka aquella misma mañana.
—Entonces será que yo me he adelantado —concluyó—. Perdóname. Me alegro de ver que tienes tan buen aspecto después de los… desórdenes de ayer. ¿Hace mucho que esperabas?
—Bastante. Colijo que tu deseo es comentar los sucesos de ayer. ¿De qué se trata?
Dianora no recordaba haber oído jamás de labios de D’Eymon un comentario trivial, y mucho menos un cumplido.
Dispuesta a no dejarse confundir, se sentó en el banco recogiéndose la túnica sobre las rodillas. Luego entrecruzó las manos sobre el regazo y lo miró, procurando adoptar una expresión tan fría como la de él.
—Ayer casi lo matan —dijo sencillamente, decidiendo en aquel preciso momento cómo debía abordar la cuestión—. Podría haber muerto. ¿Sabes por qué, canciller? —Sin aguardar respuesta continuó—: El rey estuvo a punto de morir porque tu pueblo es demasiado complaciente o demasiado descuidado para vigilar a unos pocos ygrathios. ¿Qué imaginabas? ¿Acaso que el peligro podía venir tan sólo de la Palma? Espero que se tomen medidas con los guardias de ayer, D’Eymon y pronto.
Deliberadamente lo llamó por su nombre, sin usar el título. D’Eymon abrió la boca y volvió a cerrarla tragándose una áspera réplica. Dianora estaba forzando las cosas; la Tríada sabía hasta qué punto las estaba forzando, pero, si tenía alguna oportunidad para hacerlo, no podía ser más que aquélla. El rostro de D’Eymon palideció de sorpresa y cólera. Tomó aliento para dominarse.
—Ya se han tomado medidas —contestó—. Están muertos. Dianora no esperaba tal respuesta. Procuró como pudo que sus ojos no expresaran el menor desconcierto.
—Hay algo más —dijo arriesgando la jugada—. Quiero saber por qué Camena di Chiara no fue sometido a vigilancia cuando el año pasado fue a Ygrath.
—Fue sometido a vigilancia. ¿Qué más podíamos hacer? Sabes muy bien quién estaba tras el atentado de ayer. Tú misma pudiste oírlo.
—Todos lo oímos. ¿Por qué no te enteraste a tiempo de lo de Isolla y la reina?
Esta vez la aspereza con que pronunció aquellas palabras era real y no meramente una táctica.
Por primera vez Dianora vio una sombra de duda en los ojos del canciller. El hombre manoseaba el sello; luego pareció darse cuenta de lo que estaba haciendo y dejó caer la mano. Se hizo un breve silencio.
—No lo sé —respondió por fin D’Eymon.
Dirigió a Dianora una mirada inquisitiva, que era como un colérico reto.
—Ya veo —comentó Dianora desviando la mirada.
El sol estaba más alto e iluminaba sesgadamente casi toda la explanada. Con moverse tan sólo un poco sentiría el calor de sus rayos. Aunque no llegó a formularla directamente, la pregunta que D’Eymon expresaba con la mirada flotaba en el aire:
«¿Se lo habrías contado al rey, si te hubieras enterado de algo semejante acerca de la reina?».
Dianora permanecía callada, calculando en silencio las consecuencias finales de la admisión de ignorancia que acababa de hacer D’Eymon. Se daba cuenta de que, con aquella breve respuesta, el canciller se había puesto en sus manos, si es que no lo estaba ya desde los sucesos de la víspera, cuando él le había fallado al rey, y ella, en cambio, le había salvado la vida. Eso significaba —lo veía con toda claridad— que ella corría un peligro prácticamente inmediato, pues el canciller no era hombre con el que se pudiera tratar a la ligera. La mayoría de las personas del saishan abrigaba sus propias sospechas respecto a cómo y por qué había muerto hacía diez años Chloese di Chiara.
Alzó la vista y procuró que la cólera ocultara la inquietud que sentía.
—¡Magnífico! —dijo en tono ácido—. ¡Qué medidas de seguridad tan eficientes!, y ahora, desde luego, por lo que yo me vi forzada a hacer, Neso, tu protegido, recibirá el cargo de Ásoli, ¿verdad? Como premio a la herida recibida al salvar la vida del rey. ¡Qué listo eres, D’Eymon!
Dianora había errado el cálculo; por primera vez D’Eymon forzó una torcida y triste sonrisa.
—¿De esto es de lo que querías hablarme? —preguntó en tono suave.
Ella reprimió un gesto de negativa, pues comprendió que podría ser conveniente que él así lo creyera.
—Entre otras cosas —admitió como a regañadientes—. Quiero saber por qué has estado favoreciéndolo para que le dieran el cargo en Ásoli. Tenía intención de comentártelo.
—Me lo figuraba —declaró él con el aire de suficiencia que lo caracterizaba—. Yo también he estado siguiendo el rastro de algunos regalos, no de todos por supuesto, que Scelto ha estado recibiendo para ti en las últimas semanas. Sin ir más lejos, el espléndido collar que llevabas ayer. ¿Lo pagó el dinero de Neso?
¿Trataba así de que tú me conquistaras para su causa?
Era un hombre muy bien informado y además muy sagaz. Dianora siempre había sabido que no era prudente subestimar al canciller.
—Ayudó a pagarlo —contestó lacónicamente—. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Por qué lo favoreces? Sin duda sabes qué clase de hombre es.
—Claro que lo sé —replicó D’Eymon con impaciencia—. ¿Por qué crees que quiero quitármelo de encima? Quiero que le den el cargo de Ásoli porque no confío en él. Quiero alejarlo del rey, mandarlo a un lugar en el que pueda ser asesinado sin excesivos inconvenientes. Confío en que esto responda a tu pregunta.
Dianora tragó saliva. «Nunca, nunca había que subestimarlo», se repitió a sí misma.
—Sí —repuso—. ¿Quiénes deberían asesinado?
—Debería resultarte evidente. Procuraré que lo hagan los Ásolinos. Supongo que Neso no tardará en darles motivo.
—No me cabe la menor duda. ¿Y después?
—Después el rey ordenará una investigación y averiguará que Neso era culpable de corrupción, de lo cual podemos estar bien seguros. Ejecutaremos a unos cuantos hombres por el asesinato, pero el rey declarará su firme repulsa a los métodos y codicia de Neso. Elegirá a un nuevo recaudador de impuestos y prometerá medidas más justas para el futuro. Creo que así se apaciguarán los ánimos en el norte de Ásoli por algún tiempo.
—Perfecto —comentó Dianora tratando de pasar por alto la expresión «unos cuantos hombres»— y muy limpio. Sólo tengo que añadir una cosa: el nuevo dignatario ha de ser Rhamano.
Sabía que estaba corriendo otro riesgo. Al fin y al cabo, ella era únicamente una cautiva, una concubina, y él era el canciller de Ygrath y de la Palma Occidental. Por lo demás, había otras maneras de equilibrar la balanza y procuró enfocadas debidamente.
D’Eymon la contemplaba con frialdad. Ella sostenía la mirada con ojos poco sinceros.
—Siempre me ha resultado divertido el hecho de que favorecieras al hombre que te capturó —comentó él al fin—. Se diría que no te importaba, que en realidad querías venir.
Se había acercado misteriosa y peligrosamente al blanco, pero era evidente que le estaba tendiendo un cebo, que no estaba hablando en serio. Dianora consiguió relajarse y hasta sonreír.
—¿Cómo podría importarme estar aquí? Nunca había tenido la oportunidad de disfrutar de reuniones tan agradables como ésta. En cualquier caso —dijo cambiando de tono—, sí lo favorezco. Lo hago en beneficio de los habitantes de esta península y sabes bien, canciller, que ésta ha sido siempre mi mayor preocupación. Es un hombre decente. Me temo que no haya demasiados ygrathios como él.
El canciller permaneció un rato en silencio. Después contestó:
—Hay más de los que te imaginas.
Y, antes de que la joven pudiera interpretar esas palabras o el tono en que habían sido pronunciadas, añadió:
—Anoche pensé seriamente en envenenarte o en ordenar que fueras liberada y convertida en ciudadana de Ygrath.
—¡Qué medidas tan diametralmente opuestas, querido! —bromeó ella aunque sentía que la invadía una creciente frialdad—. ¿Acaso no nos has enseñado a todos que el equilibrio es el secreto de todo?
—Sí —repuso él lacónicamente sin morder el cebo; nunca lo mordía—. ¿Tienes idea de lo que has hecho en beneficio del equilibrio de esta corte?
—¿Qué hubieras preferido que hiciera ayer? —preguntó ella en un tono abiertamente hostil.
—No me refería por cierto a los sucesos de ayer —replicó D’Eymon ruborizándose, lo cual era muy raro en él.
Luego continuó diciendo en su tono habitual:
—Yo mismo estaba pensando en Rhamano para el cargo de Ásoli. Se hará tal como has sugerido. A propósito, casi olvidaba mencionar que el rey ha enviado a buscarte. Me encontré con el mensajero antes de que llegara al saishan. Debe de estar esperándote en la biblioteca.
Dianora se puso en pie de un salto, tan agitada como D’Eymon debía de haber supuesto.
—¿Hace mucho rato? —preguntó inquieta.
—No mucho. ¿Por qué? Parece que no te importa llegar tarde; podrías decirle que las anémonas están brotando en el jardín.
—También podría decide otras cosas, D’Eymon —contestó ella enfadada y procurando dominarse.
—Yo también, y supongo que Solores. Pero rara vez lo hacemos, ¿no es cierto? El equilibrio, como tú misma has dicho, es el secreto de todo. Por eso tengo que seguir siendo muy cuidadoso, Dianora, pese a lo ocurrido ayer. El equilibrio es el secreto de todo. No lo olvides.
La joven intentó replicar algo, una última palabra, pero no se le ocurrió nada. La cabeza le daba vueltas. El canciller había hablado de matarla o de liberarla, se había mostrado de acuerdo con su sugerencia para el cargo de Ásoli y ahora la amenazaba otra vez, y todo en unos pocos minutos. Mientras tanto, el rey la estaba esperando y D’Eymon lo sabía.
Se dio la vuelta, consciente de pronto de que no iba vestida adecuadamente y de que ya no tenía tiempo de ir al saishan para cambiarse. Se sentía embargada por la cólera y la angustia.
Scelto había oído los últimos comentarios del canciller. Sobre la rota nariz, sus ojos expresaban preocupación y disculpa, aunque no habría podido hacer nada dado que D’Eymon había interceptado el mensaje del rey.
Dianora se detuvo junto a las puertas y miró atrás. El canciller estaba solo en el jardín apoyado en su bastón; su figura se recortaba alta y gris contra los árboles desnudos. Sobre su cabeza el cielo había vuelto a encapotarse. «No podía ser de otro modo», pensó malévolamente Dianora.
De pronto se acordó del estanque y su humor cambió. ¿Qué importaban al fin y al cabo todos aquellos tejemanejes cortesanos? D’Eymon estaba cumpliendo con su deber, y ella cumpliría con el suyo a partir de entonces. Había visto cuál era su destino. Logró sonreír al tiempo que recuperaba otra vez la calma, aunque con el peso abrumador de una piedra sobre el corazón. Se inclinó ligeramente a modo de cortés saludo; D’Eymon correspondió esbozando una desmañada reverencia.
Dianora se giró y cruzó el umbral mientras Scelto sostenía las puertas. Recorrió el pasillo y subió las escaleras; luego tomó el corredor principal y cruzó unas pesadas puertas. Por fin se detuvo ante un tercer umbral. Sin pensarlo, por hábito más que nada, miró su imagen reflejada en un escudo de bronce que colgaba del muro. Se arregló la túnica y se pasó ambas manos por los cabellos despeinados por el viento.
Luego llamó a la puerta de la biblioteca y entró procurando mantener la calma y aferrarse a la visión del estanque, una piedra angular mezcla de certidumbre y dolor, que esperaba se mantuviera anclada en su pecho para impedir que el corazón se le saliera.
Brandín estaba de espaldas a la puerta mirando un mapa muy viejo del mundo conocido hasta entonces que colgaba sobre la más grande de las chimeneas, y no se volvió al entrar ella. Dianora miró también el mapa. La península de la Palma e incluso la vasta extensión de Quilea que se extendía hacia el sur más allá de las montañas, hacia el hielo, parecían empequeñecidas por el enorme tamaño de Barbadior y su imperio en el este y de Ygrath en el oeste, allende el mar.
Los cortinajes de terciopelo estaban corridos y ocultaban la luz del día; en la chimenea ardía un buen fuego, cosa que la molestó. Le resultaba difícil soportar las llamas en un Día de los Rescoldos. Brandín sostenía en una mano un atizador de hierro. Estaba vestido con tanta sencillez como Dianora; llevaba un traje negro de montar y botas. Éstas estaban llenas de barro; sin duda había salido a cabalgar muy temprano.
Dianora procuró olvidar su encuentro con D’Eymon, pero no el del jardín con la riselka. Aquel hombre era el centro de su vida; aunque lo demás hubiera cambiado, seguía siéndolo, pero la visión de la riselka le había brindado un camino y en cambio, Brandín la había abandonado insomne y sola durante toda la noche pasada.
—Discúlpame, señor —dijo—. Estaba con el canciller esta mañana y sólo en el último momento se le ocurrió comunicarme que estabas aquí esperándome.
—¿Por qué te encontraste con él? —preguntó con su voz profunda y familiar sin apenas mostrar interés; parecía enfrascado en el mapa.
No estaba dispuesta a mentir al rey.
—Por el asunto del recaudador de impuestos de Ásoli. Quería saber por qué favorecía a Neso.
—No me cabe duda de que D’Eymon te dio una explicación razonable —dijo él con un deje de burla en la voz.
Luego se dio la vuelta y la miró. Tenía el mismo aspecto de siempre, y Dianora sabía muy bien lo que siempre sucedía cuando sus miradas se encontraban.
Pero había visto a una riselka hacía sólo una hora y evidentemente aquello suponía un cambio fundamental. No la abandonó la calma; el corazón no le saltó en el pecho. Cerró los ojos por un instante, más que nada para calibrar el significado de aquel cambio y la desaparición de una prolongada realidad. Sintió que se iba a poner a llorar, por muchas razones, si no tenía cuidado.
Brandín se dejó caer en una silla junto al fuego. Parecía sobre todo cansado. Se le notaba en algunos detalles insignificantes, pero Dianora hacía tiempo que lo conocía muy bien.
—Tendré que nombrar a Neso por ahora —comentó—. Imagino que lo sabes. Lo siento mucho.
Era evidente que algunas cosas no habían cambiado: por ejemplo, aquella seria y desconcertante cortesía que utilizaba al hablar con ella de asuntos de esa índole. ¿Qué necesidad tenía el rey de Ygrath de disculparse ante ella por haber elegido a tal o cual cortesano? Dianora avanzó por la habitación, firme en su propósito, y a un gesto de él se sentó en una silla.
Los ojos de Brandín la sometieron a un extraño y casi imparcial escrutinio. La dama se preguntó qué debía de estar mirando.
Oyó un ruido en el otro extremo de la habitación y al mirar hacia allí vio a Rhun sentado delante de otra chimenea, hojeando un libro de dibujos con aire ausente. Su presencia le recordó algo y súbitamente se sintió invadida por la cólera.
—Pues claro que tenías que ofrecer ese cargo a Neso —repuso—. Ásoli es el precio a su heroísmo en servicio de su rey.
Brandín apenas reaccionó; torció un tanto el gesto con expresión irónica. Parecía preocupado por algo y no prestaba demasiada atención a lo que ella decía.
—Heroísmo, valor… —dijo con aire ausente—. Algo así lo llaman. En realidad sólo es salirse del camino a tiempo. Anoche D’Eymon tomó las medidas necesarias para extender el rumor de que fue Neso quien salvó mi vida.
Dianora no estaba dispuesta a reaccionar ante aquella confesión. Rehusaba hacerlo. Ni siquiera entendía por qué se lo estaba diciendo.
Se limitó a decir, mirando a Rhun al otro lado de la habitación:
—Tiene sentido, y seguramente sabes que no me importa. Lo que no comprendo es por qué estás propagando mentiras acerca del destino de Camena. —Tomó aliento y siguió diciendo—: Conozco la verdad. Es algo horrible y perverso. Si necesitas buscar un bufón que suceda a Rhun, ¿por qué malograr a un hombre lleno de salud? ¿Por qué hacer una cosa así?
Brandín tardó en contestar; ella tenía miedo de mirarlo. Rhun, demasiado lejos para poder oírlos, había dejado de hojear el libro y estaba mirándolos.
—Da la casualidad de que hay precedentes —contestó Brandín al fin con voz todavía apacible. Enseguida añadió—: Debería haber apartado de ti a Scelto hace tiempo. Los dos os enteráis de demasiadas cosas y con demasiada rapidez.
Dianora abrió la boca, pero no pudo pronunciar palabra. ¿Qué podía decir? Se lo había buscado, ni más ni menos.
Pero luego, por el rabillo del ojo, vio que Brandín estaba sonriendo. Era una sonrisa extraña, tan rara como la expresión de sus ojos al mirarla.
—Y da la casualidad —dijo— de que Scelto estaba bien enterado esta mañana, pero ahora esas noticias están atrasadas.
—¿Qué quieres decir?
Dianora se sentía cada vez más inquieta. Aquella mañana en las maneras de Brandín había algo extraño que se le escapaba. Había en él algo más que cansancio, era evidente.
—Después de mi paseo a caballo cambié las órdenes que di ayer —explicó Brandín con toda calma—. Probablemente en estos momentos Camena ya ha muerto, de una muerte piadosa. En el mismo momento en que ha empezado a circular el rumor. La joven se dio cuenta de que tenía las manos crispadas sobre el regazo. Se sentía necia, incapaz de pensar.
—¿Es cierto?
El rey se limitó a alzar las cejas y Dianora se sintió enrojecer.
—No tengo por qué engañarte, Dianora. Ordené que trajeran chiarenos para que sirvieran de testigos; así no cabrá la menor duda de lo que ha sucedido. ¿Qué tengo que hacer para que me creas? ¿Acaso enviar su cabeza a tus aposentos?
Ella bajó los ojos, pensando en la cabeza de Isolla reventando como una fruta madura. Tragó saliva; Brandín lo había hecho con un solo gesto de su mano. Miró otra vez al rey. Sin decir nada, sacudió la cabeza. ¿Qué había sucedido durante su paseo a caballo? ¿Qué estaba sucediendo ahora?
Luego, se acordó de otra cosa que le había sucedido la víspera al rey. En la ladera de la montaña, en un lugar donde una roca gris se alza junto a la pista de los corredores. «Un hombre ve a la riselka: su vida ha de cambiar».
Brandín volvió a contemplar el fuego; cruzó una pierna sobre otra y apoyó el atizador de hierro en su silla con la punta contra el suelo de la chimenea.
—No me has preguntado por qué cambié las órdenes. No es propio de ti, Dianora.
—Tengo miedo de hacerlo —contestó ella con franqueza.
Brandín la miró, con las cejas alzadas y unos ojos intimidadores por su agudeza.
—Tampoco eso es propio de ti.
—Esta mañana tampoco tú pareces… el mismo.
—Tienes bastante razón —repuso con toda parsimonia.
La miró en silencio unos momentos y luego pareció considerar algo más.
—Dime, ¿te ha dificultado las cosas D’Eymon? ¿Te ha… dado consejos o te ha amenazado?
No se trataba de hechicería, se dijo Dianora con furia. Ni de transmisión de pensamientos. Se trataba de que Brandín era como era: consciente y sabedor de todos los matices que afectaban a los que estaban dentro de su órbita.
—No de forma directa —acertó a contestar Dianora.
En otra ocasión hubiera visto en aquello una oportunidad, pero esa mañana tenía un estado de ánimo muy extraño.
—Estaba preocupado por lo de ayer. Creo que teme que la balanza se desequilibre aquí, en la corte. En cuanto se extienda el rumor de que fue Neso quien te salvó la vida, me parece que el canciller se sentirá más tranquilo. No le resultará difícil propagar el rumor; las cosas ocurrieron muy deprisa. Dudo que alguien viera con claridad lo que en realidad sucedió.
Esta vez, la sonrisa de Brandín al escucharla era la que ella conocía tan bien y amaba tanto: una sonrisa de igual a igual, de mentes que comparten el flujo de un pensamiento. Pero, cuando la joven hubo acabado de hablar, la expresión del rey cambió por completo.
—Yo sí. Lo vi con una claridad meridiana.
Ella desvió los ojos y se miró las manos en el regazo. «Tu destino está claro —se dijo a sí misma con tanta firmeza como pudo—. Recuérdalo». Había contemplado su propia imagen vestida de verde junto al mar. Y después de la noche que acababa de pasar, su corazón sólo le pertenecía a ella. A salvo, en su pecho, tenía una piedra.
—Estoy de acuerdo en que sería fácil explicar la historia de Neso —dijo Brandín—. Pero anoche estuve pensando mucho, y también esta mañana, durante mi paseo a caballo. Hoy mismo hablaré con D’Eymon, después de que veamos regresar a los corredores. Dianora, la historia que se divulgará será pura y simplemente la verdad.
Al principio no estaba segura de haber oído bien, pero después tuvo la más absoluta certeza; le pareció que algo la colmaba y se desbordaba, como si en su interior hubiera un vaso de vino.
—Deberías salir a pasear a caballo más a menudo —murmuró. Él la oyó y se echó a reír, pero la dama no alzó los ojos. Tenía la sensación de que no iba a poder sostener su mirada.
—¿Por qué? —preguntó absorta en la contemplación de sus entrecruzados dedos—. ¿Qué te ha llevado a cambiar la suerte de Camena y después a tomar esta decisión?
Como él permanecía en silencio, Dianora se decidió a alzar con cautela la mirada. Pero el rey se había vuelto hacia el fuego y golpeaba los troncos con el atizador. En la otra punta de la habitación, Rhun había cerrado el libro y estaba en pie junto a la mesa, mirándolos. Iba vestido de negro, exactamente igual que el soberano.
—¿Te he contado alguna vez —dijo Brandín de Ygrath con voz suave— la leyenda que acostumbraba contarme mi niñera acerca de Finavir?
Dianora tenía otra vez la boca seca. La inquietaban su tono, su forma de sentarse, la discontinuidad de su discurso.
—No —contestó; trató de pensar en algo ingenioso que añadir, pero no se le ocurrió nada.
—Finavir o Finvair —continuó diciendo el rey, sin esperar la respuesta de la joven y sin mirarla—. Cuando crecí y consulté los libros de cuentos, el nombre estaba escrito de las dos maneras, y a veces con un par de variaciones más. Ocurre a menudo en historias que se van transmitiendo oralmente antes de ser fijadas por escrito.
Apoyó el atizador en el brazo de la silla y se reclinó en el respaldo sin dejar de mirar el fuego. Rhun se había acercado un poco como atraído por la historia y estaba apoyado en uno de los pesados cortinajes de la ventana, acariciando un pliegue con sus manos.
—En Ygrath —dijo Brandín— se cuenta, y a veces se cree, la historia de que este mundo nuestro, tanto el del sur como el del norte que se extiende más allá de los desiertos y los húmedos bosques, es sólo uno de los muchos que los dioses insertaron en el Tiempo. Se dice que los otros mundos están esparcidos entre las estrellas, invisibles para nosotros.
—También aquí ha habido una creencia parecida —comentó Dianora aprovechando una pausa—. En Certando. En otros tiempos, en las montañas, se extendió una doctrina parecida, aunque los sacerdotes de la Tríada quemaron a los que la seguían.
Era verdad; a raíz de la herejía de los Carlozzini se habían encendido muchas hogueras, durante los años de la plaga, hacía mucho tiempo.
—Nosotros nunca quemamos o matamos en las ruedas a la gente por tener tales creencias. Nos reíamos de ellos a veces, pero eso es muy diferente. Lo que me contó mi niñera se lo había contado su madre, y antes la madre de su madre, no me cabe la menor duda; me contaba que algunos de nosotros nacemos una y otra vez en varios de esos mundos hasta que, por fin, si lo hemos merecido por nuestra conducta, nacemos por última vez en Finavir o Finvair, que es el mundo más cercano a aquel en el que moran los dioses verdaderos.
—¿Y después? —preguntó Dianora.
Las apacibles palabras de Brandín parecían haberse convertido en una parte del hechizo de aquel día.
—Nadie sabía lo que venía después, de otro modo me lo hubieran contado. Tampoco pude encontrarlo en los pergaminos y libros que leí cuando crecí.
Se reclinó aún más en su asiento apoyando sus hermosas manos en los labrados brazos de la silla.
—Nunca me gustó la leyenda de mi niñera acerca de Finavir. Me encantaban otra clase de historias, algunas de ellas muy diferentes, pero por alguna extraña razón no la olvidé jamás. Me preocupaba. Convertía nuestras vidas en un simple preludio, las hacía inconsecuentes, sólo importantes por el lugar al que nos iban a conducir. Yo siempre he necesitado tener la certeza de que lo que hago tiene importancia, aquí y ahora.
—Creo que estoy de acuerdo contigo —coincidió ella. Sus manos descansaban relajadas en su regazo; Brandín la había hecho cambiar de estado de ánimo—. ¿Pero por qué me la cuentas, si nunca te ha gustado?
Era la más sencilla de las preguntas.
—Porque durante noches y noches, el año pasado, soñé repetidas veces que volvía a nacer lejos de aquí, en Finavir —repuso Brandín.
Por primera vez desde que había empezado a contarle la historia la miró; sus ojos grises expresaban la misma calma y firmeza que su voz.
—Y, en todos esos sueños, tú estabas a mi lado, nada nos separaba, nadie se interponía.
Ella no había advertido nada, aunque quizás había tenido ante los ojos las claves para hacerla; pero estaba demasiado ciega como para verlas, y ahora estaba ciega de verdad, pues los ojos se le habían anegado en llanto debido a la sorpresa y el asombro y sentía un desesperado y urgente martilleo que sabía procedía de su corazón.
—Dianora —dijo Brandín—, anoche te necesité tanto que me asusté. No envié a buscarte porque de alguna forma tenía que hacer frente a lo que me había sucedido cuando desviaste la flecha de Camena. Utilicé a Solares para engañar a la corte, ni más ni menos: así no podrían pensar que el peligro me había acobardado. Pasé toda la noche recorriendo la habitación o sentado al escritorio tratando de poner en claro el punto en que se encontraba mi vida. Mi esposa y mi único hijo vivo habían tratado de matarme y habían fallado gracias a ti. Al dar vueltas a tal pensamiento, consumido por tal certeza, me di cuenta, ya cerca del alba, de que te había dejado sola toda la noche. Querida, ¿podrás perdonármelo alguna vez?
«Quiero que el tiempo se detenga —estaba pensando Dianora mientras trataba en vano de enjugarse las lágrimas que le impedían ver a Brandín—. No quiero abandonar jamás esta habitación. Quiero oír una y otra vez esas palabras, siempre, hasta que muera».
—Durante mi paseo a caballo tomé una decisión —añadió el rey—. Estuve dando vueltas a lo que Isolla dijo y llegué a la conclusión de que estaba en lo cierto. Puesto que no puedo seguramente cambiar lo que me he comprometido a hacer aquí, debo disponerme a pagar el precio yo solo; no puedo permitir que otros lo paguen por mí en Ygrath.
Dianora estaba temblando, incapaz de retener el llanto. Él no la había tocado, ni siquiera se le había acercado. Detrás del rey, el rostro de Rhun era una crispada máscara de dolor, de fatalidad y de algo más. La joven cerró los ojos.
—¿Qué vas a hacer? —susurró; le costaba trabajo articular las palabras.
Y entonces él se lo contó. Todo. Le explicó cuál era el camino que el destino la invitaba a seguir. Dianora lo escuchaba, llorando silenciosamente. Las lágrimas le surgían de lo más profundo del corazón; por fin comprendió que la rueda estaba completando el círculo.
Al escuchar la voz grave de Brandín acunada por el chisporrotear de las llamas en el Día de los Rescoldos, Dianora sólo vio en su imaginación las imágenes reflejadas en el agua. La oscura superficie del estanque del jardín y la visión del mar que había contemplado en aquellas aguas. Y, aunque no tenía el don de la predicción, podía ver adónde los estaban conduciendo aquellas palabras, a todos ellos, y acabó de comprender lo que el estanque le había mostrado.
Rebuscó en su corazón y con abrumadora pena constató que éste seguía siendo de Brandín y que, pese a todo, no lo había recuperado. Aun así, y eso era lo más doloroso, supo con toda certeza lo que estaba a punto de ocurrir, lo que ella iba a hacer.
Durante años, en las noches que había pasado sola en el saishan, había soñado con encontrar un camino como el que ahora estaban trazando para ella las palabras que él pronunciaba. Al escucharlo, al pensar en todo aquello, ya no pudo soportar más la distancia que los separaba. Se levantó de la silla, se dejó caer de rodillas en la alfombra y apoyó la cabeza en el regazo del rey. Brandín le acarició los cabellos, una y otra vez, mientras le iba contando lo que le había sucedido por la noche y durante el paseo a caballo; le contó que deseaba aceptar el precio de lo que había hecho en la Palma; y le habló de amor, el único sentimiento ante el que ella jamás hubiera podido protegerse.
Dianora lloraba silenciosamente, incapaz de retener las lágrimas mientras seguían fluyendo las palabras del rey y el fuego se iba consumiendo en la chimenea. Lloraba de amor por él, lloraba por su familia y por su patria, por la inocencia y por todo lo que había perdido en el transcurrir de los años, y sobre todo lloraba amargamente por las traiciones que se avecinaban. Por las traiciones que acechaban en las puertas de la habitación y hacia las que la empujaba el inexorable transcurrir del tiempo.