Capítulo 12

El frío y una rigidez paralizante despertaron a Devin una hora antes del alba. Tardó unos instantes en recordar dónde se hallaba. La habitación estaba todavía a oscuras. Se frotó el cuello y escuchó la tranquila respiración de Catriana que dormía en la cama bajo un montón de mantas. Una expresión triste le cruzó el rostro.

Ladeando la cabeza para aliviar el dolor, reflexionó con extrañeza cómo unas pocas horas en una silla podían dejado a uno más agarrotado e incómodo que toda una noche durmiendo sobre el frío suelo.

Sin embargo, se sentía completamente despierto, pese a la noche que acababa de pasar y al hecho de que sólo debía de haber dormido unas tres horas. Consideró la posibilidad de regresar a su habitación y acostarse en su cama, pero se dio cuenta de que aquella noche ya no iba a poder dormir más, por lo que decidió bajar a la cocina y ver si algún criado podía darle una taza de khav.

Salió del cuarto procurando cerrar la puerta con sumo cuidado, y no pudo reprimir un respingo al ver a Alessan en el pasillo ante la puerta de su habitación.

El príncipe se le acercó con las cejas enarcadas.

—Sólo hemos estado hablando —se apresuró a decir Devin—. Dormí en la silla, como atestigua mi tortícolis.

—No me cabe duda alguna —murmuró Alessan.

—De verdad, te lo aseguro —insistió Devin.

—No me cabe duda alguna —repitió Alessan con una sonrisa—. Te creo. Si hubieras intentado algo más, habría oído gritos… tuyos, claro, mezclados con algún insulto inconveniente, probablemente.

—Sí, probablemente —asintió Devin, en tanto se alejaban de la puerta de la habitación de Catriana.

—¿Cómo te fue con Alienor? —preguntó entonces Alessan. Devin se sintió enrojecer.

—¿Cómo? —empezó a decir. Enseguida se dio cuenta del desastroso estado de su ropa y del divertido escrutinio al que lo estaba sometiendo el príncipe.

—Fue interesante —se limito a contestar.

Alessan sonrió otra vez.

—Baja conmigo y ayúdame a resolver un problema. Necesito conseguir de algún modo un poco de khav para el camino.

—Yo también iba a la cocina. Dame dos minutos para cambiarme de ropa.

—No es mala idea —declaró Alessan echando una ojeada a la desgarrada camisa del muchacho—. Nos encontraremos allí.

Devin se metió en su habitación y se cambió con rapidez. Le pareció una buena idea ponerse el chaleco que le había enviado Alais. Al pensar en ella, al acordarse de su apacible y acogedora inocencia, recordó por contraste lo que había sucedido aquella noche. Se quedó inmóvil en medio de la habitación y trató de colegir lo que había hecho y lo que Alienor le había hecho a él.

«Interesante», había sido su definición. Lenguaje… A veces parecía un ejercicio fútil el proceso de tener que traducir a palabras. Un vestigio de la tristeza que había sentido al dejar a Alienor lo inundó y se añadió además a los sufrimientos que Catriana le había relatado. Se sentía como si el mar lo hubiera arrojado a una playa gris en una hora infortunada.

—Necesito khav —dijo Devin en voz alta—, o nunca podré sacudirme de encima este estado de ánimo.

Mientras bajaba la escalera, se dio cuenta con retraso de lo que Alessan había querido decir con la expresión «para el camino». Hoy iba a tener lugar la reunión, cualquiera que fuera; el encuentro al que sabían que tenían que acudir desde hacía medio año.

Después Alessan debía cabalgar hacia el oeste, hacia Tigana, donde su madre yacía moribunda en, el santuario de Eanna.

Completamente despierto, con la mente agitada por lo que había ocurrido aquella noche y la preocupación de lo que ocurriría en el día que se avecinaba, Devin llegó hasta las iluminadas cocinas de Castelborso y se detuvo en el umbral.

Sentado junto a la chimenea, Alessan estaba bebiendo khav de una humeante taza. En una silla junto a él, Erlein hacía lo mismo. Los dos hombres tenían la mirada fija en las llamas, mientras a su alrededor la cocina hervía de actividad.

Devin se quedó unos momentos en el umbral, sin que lo vieran, y observó detenidamente a los dos hombres. En su silenciosa seriedad parecían formar parte de un friso, de un cuadro que representara simbólicamente la actitud de los viajeros en las horas que preceden al alba. Devin sabía muy bien que en esa hora nadie era un extraño, que cualquiera podía sentarse ante la chimenea de la cocina de un castillo entre el pulular de los criados y despejarse junto al efímero calor del fuego, preparándose para una nueva jornada y para lo que pudiera deparar el día que acababa de comenzar.

Tuvo la sensación de que Alessan y Erlein, sentados ante la chimenea, estaban unidos por un vínculo que trascendía los sucesos ocurridos junto aquel arroyo de Ferraut. Era un vínculo que no tenía nada que ver con el hecho de que uno fuera príncipe y el otro mago, un vínculo que estaba conformado por las cosas que los dos

habían hecho; por el mismo tipo de vivencias, por recuerdos que les eran comunes y que podrían compartir, si es que podían compartir algo después de lo que había sucedido entre ellos.

Durante años habían estado viajando, cada uno por su lado. Forzosamente tenían que tener muchas imágenes semejantes y podrían evocar idénticos estados de ánimo, emociones, sonidos y olores. Como lo que estaban viviendo en aquellos momentos: la oscuridad afuera, el despuntar gris del alba y el despertar del castillo antes de la salida del sol; los pasillos helados y el ulular del viento en las murallas conjurado por el crujir de las llamas de la cocina; el olorcillo que se levantaba de las humeantes tazas; el descanso y el sueño recién abandonados; la mente despertándose poco a poco al día que los aguardaba todavía envuelto en bruma.

Al observarlos tan quietos en medio del bullicio de la cocina, Devin se sintió de nuevo invadido por la tristeza que parecía ser el legado de aquella larga y extraña noche pasada en las montañas. Tristeza y además un punzante anhelo. En efecto, Devin se dio cuenta de que quería compartir aquellas experiencias, de que quería formar parte de la reservada y lograda fraternidad dejos hombres que conocían aquella escena tan bien. Era demasiado joven para saborear el romanticismo implícito en aquella situación, pero tenía la experiencia suficiente —sobre todo después del último invierno y del tiempo que había pasado con Ménico— para adivinar el precio que costaban aquellos recuerdos y el aspecto reservado, solitario y competente que tenían los dos hombres.

Entró en la cocina. Una bonita criada lo vio y le sonrió con timidez. Sin decirle nada, le tendió una taza de khav caliente. Alessan levantó los ojos y con sus largas piernas acercó a la chimenea una tercera silla. Devin se instaló cómodamente cerca del fuego. Seguía molestándole la tortícolis.

—No tuve necesidad de mostrarme convincente y encantador —comentó alegremente Alessan—. Cuando llegué, ya estaba aquí Erlein bebiendo khav. Durante toda la noche ha habido gente en la cocina para mantener encendido el fuego. El Día de los Rescoldos no se pueden encender fuegos nuevos.

Devin asintió sorbiendo con deleite el caliente brebaje.

—¿Y la otra cuestión que mencionaste? —preguntó con prudencia echando una ojeada a Erlein.

—Resuelta —se apresuró a contestar el príncipe, que parecía extrañamente alegre, chispeante como la leña—. Erlein va a tener que venir conmigo. Ha quedado claro que no puedo dejar que se aleje, pues de otro modo mi llamada no funcionaría. En fin, tendrá que ir a donde vaya yo, es decir, al oeste. Parece que en realidad estamos atados uno a otro, ¿verdad?

Sonrió abiertamente al mago. Erlein no se molestó en contestar; siguió bebiendo y mirando al fuego con ojos inexpresivos.

—¿Por qué te levantaste tan pronto? —le preguntó Devin tras unos instantes.

Erlein hizo una mueca desabrida.

—La esclavitud es incompatible con el descanso —murmuró sin levantar el rostro de la taza.

Devin prefirió pasar por alto la respuesta. Había momentos en que compadecía al brujo de todo corazón, pero no desde luego cuando hacía aquellos alardes de autocompasión.

De repente algo le vino a la cabeza.

—¿También va a asistir a la reunión? —le preguntó a Alessan.

—Supongo que sí —contestó el príncipe sin darle importancia—. Al fin y al cabo, será una pequeña recompensa a su lealtad y al largo camino que tendrá que recorrer. Espero hacer el viaje de un tirón.

El tono de su voz era extraño, deliberadamente desenfadado, como si se negara a aceptar la posibilidad de cansarse.

—Ya —dijo Devin con el tono más neutro del que fue capaz.

Se volvió hacia el fuego y se quedó mirándolo con fijeza. El silencio se hizo espeso. Devin miró a Alessan y vio que estaba observándolo.

—¿Tú querrás venir? —preguntó el príncipe.

¿Que si quería ir? Durante medio año, desde el momento en que Devin y Sandre se habían unido a los otros tres, Alessan les había repetido que lo que pretendían conseguir tendría que aguardar y ser pospuesto a la reunión que tendría lugar en las regiones montañosas del sur, el Día de los Rescoldos.

¿Que si quería ir?

Devin tosió y escupió un poco de khav en el suelo.

—Bueno —contestó—, no, si vaya ser un estorbo. Pero si crees que puedo ser útil y si …

Se interrumpió porque Alessan se echó a reír.

Incluso Erlein dejó de lado su actitud mohína y soltó un gruñido burlón. Los dos hombres intercambiaron una mirada.

—Eres un mentiroso incorregible —dijo el brujo a Devin.

—Tiene razón —asintió Alessan sin dejar de reír—. Pero no te preocupes. No creo que puedas sernos útil… dado lo que tengo que hacer. De todos modos, estoy seguro de que no serás un estorbo y tú y Erlein podréis entreteneros uno a otro. Será un largo viaje a caballo.

—¿Cómo? ¿Para ir a la reunión? —preguntó asombrado Devin.

—La reunión tendrá lugar a unas dos o tres horas a caballo desde aquí, depende de cómo esté el desfiladero esta mañana. No, Devin, estoy invitándote a que vengas conmigo al oeste —declaró—. A nuestra tierra —agregó con otro tono de voz.

—¡Pichón! —gritó el calvo y fornido hombretón cuando ellos se hallaban todavía a considerable distancia.

Estaba sentado en un enorme sillón de roble en medio del desfiladero de Braccio. En la parte más baja de las laderas habían visto numerosas flores que anunciaban la primavera, pero allá, tan arriba, ya no había demasiadas. A ambos lados del sendero, rocas y peñascos alternaban con la arboleda. Sin embargo, más lejos, hacia el sur, sólo había peñascos y nieve.

El sillón de roble estaba provisto de largas varas para poder ser transportado; seis hombres vestidos de uniforme morado se habían apostado detrás. Devin creyó que eran sirvientes, pero cuando se acercaron un poco más vio que llevaban armas: eran soldados y guardias.

—¡Pichón! —volvió a gritar el hombre—. ¡Cómo has prosperado! ¡Esta vez traes compañía!

Estupefacto, Devin se dio cuenta de que aquel apelativo cariñoso y aquellos gritos estridentes iban dirigidos a Alessan, cuyo rostro de repente había adoptado una expresión muy extraña.

Mientras cabalgaban hacia los siete hombres, Alessan no respondió nada a los gritos del otro. Luego descabalgó, y Devin y Erlein lo imitaron. El hombre del sillón no se levantó para recibirlos, pero siguió con brillantes ojillos los movimientos de Alessan. Tenía las enormes manazas apoyadas en los brazos tallados del sillón. Llevaba por lo menos seis anillos, que brillaban a la luz del sol. Su nariz era aguileña y tenía la cara curtida por los elementos, con dos enormes cicatrices. Una, producida por una vieja herida, le sesgaba la mejilla derecha con una raya blanca. La otra, mucho más reciente, de color rojo, le atravesaba la frente y, bordeando los grises y ralos cabellos, le llegaba hasta la oreja izquierda.

—Compañía para el viaje —repuso Alessan en tono apacible—. No estaba seguro de que vinieras y, como los dos cantan, me hubieran servido de consuelo en el camino de regreso. El joven se llama Devin; el viejo, Erlein. Has engordado muchísimo en un año.

—¿Por qué no iba a engordar? —rió contento el otro—. ¡Cómo te atreves a dudar que acudiera a la cita! ¿Acaso he faltado alguna vez a lo que te he prometido?

El tono era muy alegre, pero Devin vio que sus astutos ojuelos estaban alerta y en guardia.

—Nunca —reconoció Alessan con calma. Sus maneras febriles habían desaparecido por completo, reemplazadas por una calma que parecía sobrenatural—. Pero las cosas han cambiado mucho en dos años —añadió—. Tú ya no me necesitas, desde el último verano.

—¡Que no te necesito! —gritó el hombretón—. Pichón, claro que te necesito. Tú eres mi juventud, el recuerdo de lo que yo era. Y, además, mi talismán de buena suerte en las batallas.

—Pero las batallas se acabaron —replicó Alessan—. ¿Me permites que te dé mi más humilde enhorabuena?

—¡No! —gruñó el otro—. No te lo permito. No quiero oír de ti semejantes farfullas cortesanas. Lo que quiero es que te acerques, me abraces y dejes a un lado esos cumplidos imbéciles. ¿Es que ahora vamos a andarnos con esas zarandajas? ¡Nada menos que nosotros dos!

Al decir estas palabras, se incorporó apoyándose en los musculosos brazos. El enorme sillón de roble se inclinó hacia atrás, y tres de los guardias uniformados se apresuraron a sostenerlo.

Mientras Alessan se precipitaba hacia él, el hombretón ensayó dos torpes e inseguros pasos. Y en aquel momento, de pronto, Devin se dio cuenta con un escalofrío de quién debía de ser aquel gigante lisiado y cubierto de cicatrices.

—¡Oso! —exclamó Alessan con la garganta ahogada por la risa, abrazando con todas sus fuerzas a aquel hombre—. ¡Oh, Mario, realmente no creí que vinieras!

«Mario».

Atontado por algo más que la altitud y una noche en vela, Devin vio que el autoproclamado rey de Quilea, aquel hombre tullido que había matado sólo con sus manos a siete hombres armados en el encinar sagrado, levantaba del suelo al príncipe de Tigana y lo besaba ruidosamente en las mejillas. Luego volvió a depositarlo en el suelo y, sin soltarlo, escudriñó atentamente su rostro.

—Es cierto —dijo por fin mientras se desvanecía la sonrisa de Alessan—. Lo leo en tu rostro: realmente dudaste de mí. Debería sentirme ofendido, Pichón. Debería sentirme herido y ultrajado. ¿Qué es el Pichón número dos?

—Baerd estaba seguro de que estarías aquí —admitió Alessan—. Me temo que le debo dinero.

—Por lo menos uno de los dos ha aprendido a tener sentido común —gruñó Mario; luego pareció caer en la cuenta de algo—. ¿Cómo has dicho?, ¿conque haciendo apuestas sobre lo que yo iba a hacer, bribones? ¡Cómo tenéis tanta osadía!

Estaba riéndose, pero la palmetada que dio de pronto en el hombro de Alessan hizo que éste perdiera el equilibrio.

Inmediatamente volvió cojeando al sillón y se sentó. De nuevo Devin quedó impresionado por la agudeza de la mirada que les dirigió. Los ojos se posaron tan sólo un instante en Devin, pero tuvo la misteriosa sensación de que, en aquel segundo, Mario había tomado buena nota de él y sería capaz de reconocerlo y recordarlo aunque tardaran diez años en volver a encontrarse.

Experimentó una extraña y momentánea compasión por los siete guerreros que, con espadas, lanzas, armadura y dos piernas, habían tenido que combatir en el encinar con aquel hombre lisiado.

Aquellos brazos como troncos de árbol y aquella manera de mirar le mostraban claramente de qué lado se había inclinado la balanza en aquellos combates pese al mutilamiento ritual —consistente en el corte de los tendones del tobillo— a que había sido sometido el consorte que se suponía iba a morir en el encinar para mayor gloria de la Diosa Madre y de su Suma Sacerdotisa.

Pero Mario no había muerto, no había contribuido a la gloria de nadie con su muerte. Había sobrevivido a los siete combates, y ahora era el legítimo rey de Quilea y la última Suma Sacerdotisa ya había muerto. Devin recordó de pronto que Rovigo había sido el primero en darle esas noticias, en una taberna llamada El Pájaro Verde, hacía tan sólo seis meses, aunque se diría que había pasado media vida desde entonces.

—El último verano en el encinar, debías de estar dormido, o hecho un holgazán y un gordinflón —dijo Alessan señalando la cicatriz que Mario tenía en la frente—. No deberías haber permitido que Tonalio se te acercara tanto con la espada.

La sonrisa del rey de Quilea no fue un espectáculo demasiado agradable.

—No se me acercó —contestó muy serio—. Utilicé nuestro golpe, la patada desde el árbol veintisiete, y ya estaba muerto cuando caímos a tierra. Esta cicatriz es la despedida de mi última esposa en nuestro último encuentro. Que la sagrada Madre de todos nosotros la tenga en su gloria. ¿Os apetece un poco de vino y comida?

Los ojos grises de Alessan pestañearon.

—Nos complacería mucho —aceptó.

—Bien —dijo Mario, haciendo una seña a los guardias—. En tal caso, mientras mis hombres lo preparan todo, puedes decirme, Pichón, y espero que lo hagas, por qué has dudado antes de aceptar mi invitación.

Esta vez fue Devin quien pestañeó, pues le había pasado inadvertida la vacilación del príncipe. Alessan se echó a reír.

—Me gustaría —comentó con una mueca— que te pasara algo inadvertido, aunque sólo fuera una vez de tanto en tanto.

Mario sonrió, pero no dijo nada.

—Me espera un largo viaje a caballo —agregó Alessan—. Por lo menos tres días, a toda velocidad. Debo encontrarme con alguien lo más pronto posible.

—¿Alguien más importante que yo, Pichón? Me siento muy afligido.

—Más importante no; de otro modo no estaría aquí. Se trata de algo quizá más urgente. Anoche me esperaba en Borso un mensaje de Danoleón. Mi madre se está muriendo.

La expresión de Mario cambió por completo.

—Lo siento de veras —dijo—. En verdad, lo siento.

Hizo una pausa y añadió:

—Después de recibir tal noticia, no puede haberte resultado fácil venir primero aquí.

Alessan se encogió de hombros con un gesto muy característico. Sus ojos dejaron de mirar a Mario y escrutaron el desfiladero y las altas cumbres que se alzaban detrás. Los soldados habían extendido en el suelo, ante el sillón, una tela dorada bastante extravagante; sobre ella pusieron cojines multicolores y bandejas y platos con manjares.

—Compartiremos el pan —declaró Mario en tono resuelto—. Y discutiremos lo que tengamos que discutir; luego debes marcharte sin perder tiempo. ¿Confías en ese mensaje? ¿No correrás peligro si vuelves a tu patria?

A Devin ni siquiera se le había ocurrido tal idea.

—Supongo que sí —repuso Alessan con aparente indiferencia—. Pero sí, confío en Danoleón. Claro que sí. Él fue quien me trajo hasta ti.

—Lo sé muy bien —replicó Mario—. Lo recuerdo. Pero también sé que, a menos que las cosas hayan cambiado mucho, él no era el único sacerdote del santuario de Eanna; y los clérigos de la Palma no han sido nunca de fiar.

Alessan volvió a encogerse de hombros.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Mi madre se está muriendo, y no la veo desde hace casi veinte años, Oso. —Torció el gesto—. No creo que me reconozca mucha gente, aunque Baerd no me disfrace. ¿No te parece que he cambiado bastante desde que tenía catorce años?

En sus palabras había un leve deje de desafío.

—Algo —contestó Mario—. No tanto como se podría suponer. Incluso entonces eras un hombre adulto en muchos aspectos. Como lo era Baerd cuando se unió a ti.

Otra vez los ojos de Alessan parecieron dirigirse hacia el desfiladero, como si quisieran aprehender un recuerdo o una lejana imagen, allá en el sur. Devin tuvo la sensación de que se estaban diciendo más cosas de las que él estaba oyendo.

—Vamos —dijo Mario apoyando las manos en los brazos del sillón—, ¿queréis compartir conmigo esta alfombra sobre el prado?

—¡Quédate sentado! —exclamó Alessan bruscamente, aunque su rostro permanecía impasible—. ¿Cuántos hombres has traído contigo, Oso?

—Una compañía hasta el pie de las montañas, y estos seis hombres para atravesar el desfiladero. ¿Por qué?

Moviéndose con toda calma y sonriendo cortésmente, Alessan se sentó en la alfombra a los pies del rey.

—Muy poco prudente, traer tan pocos hombres hasta aquí.

—No hay ningún peligro. Mis enemigos son demasiado supersticiosos para aventurarse en las montañas. Lo sabes muy bien, Pichón. Los desfiladeros fueron considerados tabú hace mucho tiempo, cuando cesó el tráfico de caravanas con la Palma.

—En tal caso —replicó Alessan sin dejar de sonreír—, no puedo explicarme la presencia del arquero que acabo de ver tras una peña, senda arriba.

—¿Estás seguro? —preguntó Mario con una voz tan natural como la de Alessan, pero con una expresión de hielo en los ojos.

—Es la segunda vez que lo veo.

—Me siento muy afligido —declaró el rey de Quilea—. Esa persona sólo puede estar apostada ahí por una razón: matarme. Y, si empiezan a quebrantar el tabú de la montaña, vaya tener que tomar un montón de medidas. ¿Quieres vino?

Hizo un gesto y uno de los hombres de uniforme morado sirvió las copas con mano ligeramente temblorosa.

—Gracias —murmuró Alessan—. Erlein, ¿puedes hacer algo sin hacerte notar?

El mago palideció, pero habló con voz muy tranquila.

—No puedo intentar ninguna clase de ataque. Haría falta mucho poder y no le pasaría inadvertido a un Rastreador en las montañas.

—¿Y un escudo protector para el rey?

Erlein vaciló.

—Amigo mío —dijo Alessan con gravedad—, te necesito y voy a seguir necesitándote. Sé muy bien que utilizar tu poder mágico es un peligro… para todos nosotros. Pero necesito respuestas honestas para poder tomar decisiones inteligentes. Sírvele vino —añadió dirigiéndose a uno de los soldados.

Erlein aceptó el vaso y bebió.

—Puedo hacer una pantalla que lo proteja de las flechas. —Hizo una pequeña pausa y continuó—: ¿Quieres que lo haga? Entraña cierto riesgo.

—Hazlo —indicó Alessan—. Levanta el escudo protector tan discretamente como puedas.

Erlein torció el gesto pero no hizo ningún comentario. Movió ligeramente la mano izquierda de un lado a otro. Devin vio con toda claridad que le faltaban dos dedos; pero no vio que ocurriera nada especial.

—Ya está hecho —dijo Erlein con brusquedad—. El riesgo irá en aumento en proporción al tiempo que tenga que mantener el escudo.

Bebió otro trago de vino.

Alessan asintió y aceptó un trozo de pan y un plato con carne y queso que le ofreció uno de los quileos.

—Devin …

Devin había estado esperando que lo llamara.

—Veo el peñasco, sendero arriba —contestó con tranquilidad—. A la derecha, a un tiro de flecha. Finge que me envías de regreso.

—Coge mi caballo. En la silla hay un arco.

Devin sacudió la cabeza.

—Podría levantar sospechas… y además no soy demasiado hábil en el manejo del arco. Haré lo que pueda. ¿Podéis armar jaleo dentro de veinte minutos?

—Podemos armar mucho jaleo —respondió Mario de Quilea.

—Tendrás que subir dando un rodeo; te será más fácil por la izquierda según bajas, en el punto en que ese sendero traza una curva. A propósito, me gustaría que lo cogieras vivo.

Devin sonrió. De pronto Mario estalló en carcajadas y Alessan lo imitó. Erlein se quedó callado mientras el príncipe hacía un gesto imperioso a Devin.

—Si te lo has olvidado, ya puedes ir a buscarlo ahora mismo, cabeza de chorlito. Nosotros te esperaremos aquí disfrutando de la comida. A lo mejor te dejamos algo.

—¡No tengo la culpa! —protestó Devin a gritos con expresión malhumorada, mientras se dirigía a donde estaban atados los caballos.

Sacudiendo la cabeza y visiblemente contrariado, montó en su caballo gris y empezó a bajar el camino por el que habían ascendido.

Se detuvo en la curva del sendero, desmontó y ató el caballo. Después de pensarlo unos instantes, dejó la espada donde estaba, en la silla. Era consciente de que tal decisión podría costarle la vida, pero había visto junto al desfiladero las laderas

cubiertas de arboleda; cuando comenzara a ascender, la espada podría resultarle molesta y quizás hiciera ruido.

Se encaminó hacia el oeste, y pronto se encontró entre los árboles. Torció otra vez hacia el sur y comenzó a subir por donde el trazado del desfiladero y el terreno se lo permitían. La ascensión era dura y fatigosa y además tenía que darse prisa, pero Devin era hábil y siempre había sido ágil y veloz: una compensación por ser bajito. Subió a gatas por la empinada ladera, sorteando árboles y matorrales de serrano y agarrándose a las raíces que se hincaban en el inclinado terreno.

A mitad de la escalada, la arboleda terminaba ante un bajo pero abrupto risco orientado hacia el sudoeste. Podía escalarlo o dar un rodeo, torciendo hacia el desfiladero. Devin trató de adivinar su posición, pero era difícil porque no llegaba hasta él sonido alguno en aquel punto tan alejado de la senda. No estaba seguro de si ya estaba justo encima del lugar donde habían extendido la alfombra para comer. «Veinte minutos», les había dicho. Apretó los dientes, elevó una breve plegaria a Adaón y comenzó a escalar el peñasco. De pronto se le antojó una incongruencia que el hijo de un granjero Ásolino de las marismas del norte estuviera escalando un risco en la sierra de Braccio.

Pero él no era el hijo de un granjero Ásolino. Era de Tigana, como su padre, y su príncipe le había pedido que hiciera aquello.

Devin siguió escalando el peñasco procurando no desprender guijarros. Por fin alcanzó con las manos un saledizo en la roca y se agarró con fuerza; tras quedarse un segundo colgando, se dio impulso y logró subir. Avanzó a rastras una cierta distancia, con el estómago pegado al suelo, y con respiración jadeante miró hacia el sur.

Luego dirigió la vista hacia abajo. Contuvo el aliento al comprobar la suerte que había tenido: casi debajo de él había una figura escondida tras una peña. En la última parte de la escalada, cuando había subido por el risco que despuntaba por encima de los árboles, Devin habría podido muy bien ser visto.

Pero, como había escalado con sumo cuidado, sin hacer ruido, la figura de allá abajo no lo había descubierto, puesto que estaba vigilando atentamente al grupo que comía en el sendero. Devin no podía verlos desde donde estaba, pero oía sus voces. El sol se escondió tras una nube y Devin alcanzó a pegarse al suelo justo a tiempo, en el preciso momento en que el asesino miraba hacia arriba para calibrar el cambio de luz.

Devin sabía que para un arquero era muy importante la luz. Sería un tiro largo, cuesta abajo y la diana estaba parcialmente oculta por los guardias. Además sólo tendría tiempo de tirar una vez. Se preguntó si las flechas estarían envenenadas, y concluyó que era lo más probable.

Con suma precaución comenzó a gatear cuesta abajo, con la idea de acercarse al asesino por detrás. Le zumbaban los oídos al deslizarse hasta el abrigo de unos árboles. ¿Cómo iba a poder acercarse más para dejar fuera de combate a un arquero?

Justo entonces oyó el sonido de la flauta de Alessan acompañada por el arpa de Erlein. Poco después un coro de voces se puso a entonar una de las baladas más antiguas y alegres de las montañas. Hablaba de una legendaria banda de proscritos que habían recorrido aquellas colinas y riscos con absoluta impunidad hasta que habían sido sorprendidos y vencidos por Quilea y Certando:

Treinta hombres valientes llegaron a caballo desde el norte y cuarenta quileos se unieron a ellos.

Allá en las montañas se prometieron apoyo mutuo mientras Gan Burdash se alzaba desafiante.

La atronadora voz de Mario dominaba el coro de voces. Entonces Devin recordó algo y supo lo que tenía que hacer. Era consciente de que el plan era una locura, pero también se daba cuenta de que no tenía mucho tiempo ni tampoco demasiadas opciones.

El corazón le latía aceleradamente. Se secó con la manga el sudor de las manos y comenzó a moverse con celeridad por entre los árboles que bordeaban el risco que había escalado, dejando atrás a los cantantes. A unos cinco metros al este del risco y a unos seis por debajo de él había un asesino armado de un arco. El sol salió de entre las nubes.

Devin estaba encima y detrás del quileo. Si hubiera tenido un arco y hubiera sido experto en su manejo, habría tenido completamente a su merced al asesino.

Pero sólo contaba con un cuchillo, un cierto orgullo y seguridad en sí mismo y un enorme pino que se alzaba hasta el risco desde la peña tras la que se ocultaba el arquero. Ahora lo distinguía perfectamente: llevaba un pasamontañas verde, un arco y media docena de flechas.

Devin sabía lo que tenía que hacer. También sabía, porque en su patria había bosques, aunque no hubiera desfiladeros de montaña, que no podría bajar por aquel árbol sin hacer algún ruido, pese a las atronadoras y desafinadas voces que se oían abajo.

Eso significaba que sólo le quedaba una opción. A otros hombres quizá se les hubiera ocurrido un plan mejor, pero era él quien estaba sobre el risco. Devin se secó con sumo cuidado las manos húmedas de sudor y estudió con atención una rama que sobresalía entre las demás. Era la única que podría servirle. Trató de calcular lo mejor que pudo el ángulo y la distancia, dada su total falta de experiencia en

aquellos lances. De todos modos, lo que iba a hacer no era algo que se pudiera practicar a menudo.

Comprobó que el puñal estuviera bien sujeto al cinto, se secó las manos una vez más y se puso en pie. Por una absurda asociación de ideas se acordó de un día en que sus hermanos lo habían sorprendido colgado de un árbol para ver si de esa forma crecía un poco.

Sonrió forzadamente y avanzó hacia el borde del risco. Le pareció que la rama estaba absurdamente lejos, y además a medio camino del suelo. Se juró que, si salía de aquélla, Baerd tendría que enseñarle el manejo del arco.

Oyó que desde el sendero el confuso y desafinado coro llegaba al final de la balada:

Gan Burdash era el amo de las cumbres

y con su banda recorría riscos y cañadas,

pero setenta hombres valientes encontraron su guarida

y cuando salieron las lunas las montañas recobraron la libertad.

Devin saltó. El aire le azotó el rostro y la rama voló a su encuentro a toda velocidad. Extendió las manos, se aferró a la rama y quedó colgando unos instantes, lo suficiente para corregir el ángulo de la caída e ir a parar justo encima del asesino oculto tras la peña.

La rama aguantó, pero las hojas crujieron cuando él se balanceó, algo con lo que ya había contado. El quileo miró asombrado hacia arriba y cogió el arco.

Pero no con suficiente rapidez. Gritando con toda la fuerza de sus pulmones, Devin se dejó caer a plomo como un ave de presa de las montañas y cayó sobre su presa sin darle tiempo a reaccionar.

«Nuestro golpe, la patada desde el árbol veintisiete», pensó. Mientras caía, inclinó el torso para alcanzar de lleno al quileo e impulsó con todas sus fuerzas ambas piernas. El impacto fue tremendo. Aunque aterrizó sobre el cuerpo del otro, sintió en las piernas una enorme sacudida y se quedó sin respiración.

Rodaron juntos por tierra alejándose de la protección de la peña. Esforzándose angustiosamente por recobrar el aliento, Devin sintió que el mundo vacilaba y daba vueltas. Apretó los dientes y echó mano al cuchillo.

En ese momento se dio cuenta de que no era necesario. «Ya estaba muerto cuando caímos por tierra», había dicho Mario. Con un supremo esfuerzo, Devin recobró la

respiración. Le dolía mucho la pierna izquierda, pero procuró no hacer caso del dolor. Se libró del quileo inconsciente sin dejar de jadear y resollar. Entonces lo vio.

El asesino era una mujer. Dadas las circunstancias, no le sorprendió demasiado. No estaba muerta. Con el impacto de la caída de Devin, se había golpeado la frente con la peña y yacía de costado, sangrando profusamente por una brecha. Seguramente Devin le había roto algunas costillas de la patada; además se había hecho algunos rasguños y cortes al rodar por la ladera tras la caída.

Devin también estaba magullado y arañado. Se había destrozado la camisa y estaba lleno de rasguños por segunda vez en un solo día. Tenía gracia, o debería tenerla, aunque a decir verdad no se la encontraba. Todavía no.

Pero había salido de aquélla. Había hecho lo que le habían pedido. Recobró del todo la respiración mientras Alessan y uno de los soldados quileos subían a toda prisa sendero arriba. Devin vio con sorpresa que Erlein los seguía.

Se incorporó, pero el mundo daba vueltas a su alrededor y Alessan tuvo que sostenerlo. El guardia quileo dio la vuelta al cuerpo del asesino; miró fijamente a la mujer y le escupió en la cara.

Devin desvió la mirada, y sus ojos se encontraron con los de Alessan.

—Te vimos saltar desde allá abajo. Realmente debiste suponer que tenías alas para dar semejante salto —comentó el príncipe—. ¿Es que te ha dicho alguien que las tenías?

La expresión de sus ojos grises desmentía la ligereza del tono empleado.

—Temí por tu vida —añadió en voz baja.

—No se me ocurrió nada mejor —repuso Devin en tono de disculpa, sintiendo que comenzaba a invadirlo una sensación de orgullo—. La canción estaba volviéndome loco —agregó—. Tenía que hacer algo para haceros callar.

Alessan sonrió. Levantó un brazo y palmoteó cariñosamente el hombro de Devin. Baerd había hecho lo mismo en el establo de los Nievolene.

A Erlein le hizo gracia el chiste y se echó a reír.

—Volvamos —dijo el mago—. Te limpiaré esos arañazos.

Lo ayudaron a descender por la ladera, mientras el quileo se hacía cargo de la mujer y del arco. Devin vio que estaba hecho de una madera muy oscura, casi negra, y que tenía la forma de una luna creciente. De una punta le colgaba un mechón de cabellos grises. Se estremeció al imaginar de quién debían de ser.

Mario estaba de pie, apoyado en el respaldo del sillón; los observó mientras bajaban. Sus ojos apenas se posaron en los cuatro hombres y en la mujer; con

expresión fría y severa se clavaron en el negro arco de media luna. Parecía sobresaltado.

«Incluso algo más», pensó Devin, aunque no asustado.

—Creo que ya no tenemos necesidad de seguir jugando con las palabras —dijo Alessan—. Me gustaría decirte lo que necesito y tú me dirás si puedes hacerla; no habrá más que discutir.

Mario levantó una mano para hacerla callar.

Se había sentado con los tres hombres sobre la alfombra dorada, entre los cojines multicolores. Habían retirado los platos y bandejas, y dos de los soldados quileos se habían llevado a la mujer desfiladero arriba, donde aguardaba el resto de la compañía. Los otros cuatro se habían retirado a una distancia prudencial. El sol estaba alto, todo lo alto que podía estar tan al sur, a comienzos de la primavera. Hacía un día apacible y agradable.

—Este oso no sabe jugar con las palabras, Pichón —repuso el rey de Quilea—. Lo sabes bien. Probablemente sabes también otra cosa: cuánto sentiría tener que negarte algo. Preferiría que procediéramos de forma distinta. Me gustaría decirte lo que no puedo hacer, para que tú no me lo pidas y no me obligues a negártelo.

Alessan asintió y esperó callado a que hablara el rey.

—No puedo darte un ejército —declaró Mario con toda franqueza—. Todavía no, y a lo mejor nunca podré hacerlo. Mi poder está aún muy verde, lejos de la estabilidad que me permitiría llevar o enviar tropas al otro lado de las montañas. No puedo cambiar en poco tiempo tantos siglos de tradición. Ya no soy joven, Pichón.

Devin se sintió invadido por la emoción e intentó reprimirla. Era una ocasión demasiado solemne como para dejarse llevar por sentimientos infantiles. Sin embargo, apenas le cabía en la cabeza estar tan cerca, en el mismo meollo, de algo tan solemne e importante. Miró de reojo a Erlein y luego lo observó con más atención: en el rostro del brujo se reflejaba un interés similar.

Pese a sus años y a sus largos viajes, Devin dudaba que alguna vez el trovador-brujo hubiese estado tan cerca de acontecimientos de importancia.

Alessan sacudió la cabeza.

—Oso —dijo—, nunca te pediría nada semejante. Tanto por respeto a ti como por respeto a mí mismo. No quiero ser recordado como el hombre que por primera vez invitó al recién despertado poderío de Quilea a invadir la Palma. Si un ejército de Quilea se aventura más allá de estos desfiladeros, y ojalá tú y yo estemos ya muertos para no tener que verlo, deseo de todo corazón que sea rechazado y destruido con tantas pérdidas que a ningún rey del sur le queden ganas de intentarlo otra vez.

—Si es que por entonces sigue habiendo rey en el sur, y no otros cuatrocientos años de matriarcado —replicó Mario—. Muy bien, dime pues lo que necesitas.

Alessan estaba sentado con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre el regazo, dando la impresión de estar discutiendo algo de poca monta, como el orden de las canciones para la actuación de la noche.

Pero Devin vio que tenía los dedos blancos de tanto apretarlos.

—Primero quiero hacerte una pregunta —dijo con calma—. ¿Has recibido cartas con la oferta de reanudar el comercio?

—De los dos tiranos —asintió Mario—. Regalos, mensajes de felicitación y generosas ofertas para reanudar el comercio por tierra y por mar.

—Y los dos te instan a despreciar el ofrecimiento del otro diciéndote que no es de fiar y que su poder es inestable.

Mario esbozó una sonrisa.

—¿Es que interceptas mis cartas, Pichón? Eso me dicen, ni más ni menos.

—¿Y qué les has contestado? —fue la pregunta directa de Alessan.

Su voz, por primera vez, estaba tensa, y Mario lo advirtió.

—Nada todavía —contestó muy serio—. Quiero recibir más mensajes de los dos antes de tomar una decisión.

Alessan bajó los ojos y pareció notar por primera vez la rigidez de sus dedos. Los soltó y se llevó una mano a los cabellos con aquel gesto suyo tan característico.

—Pero tendrás que tomar una decisión —dijo con cierta dificultad—. Es evidente que necesitas reanudar el comercio. Tienes que demostrar a toda Quilea que puedes reportarle beneficios.

—El comercio con el norte es la forma más rápida de hacerlo, ¿no crees? —añadió con un encubierto desafío en la voz.

—Claro —respondió con sencillez Mario—. Es mi deber. Para eso me he convertido en su rey. Es sólo una cuestión de tiempo… y, después de lo que ha ocurrido esta mañana, es indudable que éste se me está agotando.

Alessan asintió como si hubiera sabido de antemano lo que iba a contestarle Mario.

—¿Qué vas a hacer entonces? —inquirió.

—Abrir los pasos a los dos tiranos. Sin preferencias, sin impuestos. Dejaré que Alberico y Brandín me envíen todos los regalos, presentes y mensajeros que deseen. Dejaré que el comercio con ellos me convierta en un verdadero rey…, un rey que aporte prosperidad a su pueblo y necesito empezar pronto. Sospecho que de inmediato. Tengo que conducir a Quilea por una nueva senda, para que la vieja se borre del todo. De otro modo moriré sin haber hecho nada más que vivir un poco más que el resto de los Reyes Anuales, y las sacerdotisas accederán de nuevo al poder antes de que mis huesos comiencen a blanquear. Alessan cerró los ojos. Devin oyó el rumor de las hojas y el lejano canto de los pájaros. Luego, Alessan volvió a mirar a Mario con expresión tranquila y dijo llanamente:

—Mi petición es la siguiente: dame seis meses antes de tomar una decisión sobre el comercio. Y, en ese intervalo, concédeme otra cosa.

—Es demasiado tiempo —repuso Mario en voz baja—. Pero acaba, Pichón. Dime qué es esa otra cosa.

—Tres cartas, Oso. Necesito que envíes tres cartas al norte. En la primera le dices a Brandín que aceptas su ofrecimiento, con reservas, y le pides tiempo para consolidar tu posición antes de exponer a Quilea a influencias externas. Debes dejarle bien claro que te inclinas hacia él porque te parece más fuerte que Alberico, más capaz de perdurar en el poder. En la segunda carta rehúsas, sintiéndolo mucho, el comercio con Astíbar. Le dices a Alberico que Brandín te ha intimidado con amenazas; que te gustaría comerciar con el imperio de Barbadior, que necesitas comerciar con ellos, pero que los ygrathios tienen en la Palma demasiado poder y tienes miedo de ofenderlos; que le deseas a Alberico toda suerte de fortunas y le pides que siga en contacto contigo de forma discreta. Le aseguras que seguirás observando con sumo interés lo que ocurre en el norte y le dices que todavía no le has comunicado a Brandín una decisión definitiva y que la retrasarás todo lo que puedas; y le envías al emperador tus más calurosos saludos.

Devin se sentía perdido, de modo que recurrió a la estratagema aprendida durante el invierno: escuchar, recordar y reflexionar más tarde. Pero los ojos de Mario brillaban de curiosidad y había desaparecido por completo su inquietante y fría sonrisa.

—¿Y la tercera carta? —preguntó.

—Se la envías al gobernador de la provincia de Senzio. Le ofreces reanudar de inmediato el comercio, sin impuestos, con prioridad sobre vuestras materias primas y protección para sus barcos en tus puertos. Le expresas tu profunda admiración por la forma en que han conservado la independencia y la iniciativa en tiempos tan adversos. —Hizo una pausa— y esta tercera carta, naturalmente …

—Será interceptada por Alberico de Barbadior. Pichón, ¿sabes lo que vas a poner en marcha? ¿Sabes qué peligroso es este juego?

—¡Espera un minuto! —interrumpió Erlein di Senzio levantándose.

—¡Calla! —le ordenó Alessan con una violencia que Devin jamás le había oído emplear.

Erlein cerró el pico. Respiraba con ansiedad y tenía los ojos encendidos de cólera por lo que le había parecido entender. Ni Alessan ni Mario se molestaron en mirado. Los dos, sentados sobre la alfombra dorada en medio de las montañas, parecían haberse olvidado de todos, excepto de ellos mismos.

—Lo sabes, ¿verdad? —dijo Mario por fin—. Lo sabes muy bien.

En su voz había una nota de asombro. Alessan asintió.

—La Tríada sabe que llevo mucho tiempo pensándolo. Si las rutas de comercio se abren, mi provincia y su nombre estarán perdidos para siempre. Con lo que tú puedes ofrecerle, Brandín se convertirá en un héroe y dejará de ser un tirano. Estará tan seguro que ya no podremos hacer nada, Oso. Tu dignidad real puede ser mi ruina y la de mi patria.

—¿Sientes haberme ayudado a conseguida?

Devin vio que Alessan luchaba con aquella idea; por debajo de lo que se podía ver y entender, corría una complicada carga de sentimientos encontrados. Escuchó con atención para registrado todo en la memoria.

—Quizá debería sentirlo —murmuró Alessan por fin—. En cierto modo, no deja de ser una especie de traición. Pero no, ¿cómo podría lamentar lo que conseguimos con tantos esfuerzos? —añadió con una sonrisa melancólica.

—Sabes que te quiero, Pichón —declaró Mario—. Os quiero a los dos.

—Lo sé. Los dos lo sabemos.

—Sabes a lo que me tengo que enfrentar cuando regrese a casa.

—Sí. Tengo buenas razones para recordarlo.

En el silencio que siguió, Devin sintió que lo invadía una tristeza que era el eco del estado de ánimo que había experimentado al final de la noche. Una sensación de la terrible distancia que siempre parecía separar a las personas. Simas que podían salvarse con sólo alargar el brazo.

¡Cuán anchurosas debían de ser esas simas para hombres como aquellos dos, con sueños tan imposibles y con el peso de quienes eran y lo que eran! ¡Qué difícil parecía salvar simas de tanta historia, tanta responsabilidad y tanto dolor!

—¡Oh, Pichón! —dijo Mario de Quilea con una voz que era poco más que un susurro—. A lo mejor fuiste una flecha disparada contra mi corazón desde la blanca luna, aquella noche, hace dieciocho años. Te quiero como a un hijo, Alessan bar Valentín. Te concederé los seis meses y enviaré las tres cartas. Enciende una hoguera en mi honor si te llega la noticia de que he muerto.

A pesar de lo poco que entendía, a pesar de que sólo vislumbraba la sombra de todo aquello, Devin sintió un nudo en la garganta que le dificultaba tragar saliva. Miraba a los dos hombres incapaz de decir a cuál de los dos admiraba más en aquellos momentos. Si al que había hecho la petición, sabiendo muy bien lo que

pedía, o al que había accedido, sabiendo muy bien a lo que accedía. Sin embargo, tenía la humillante e ineludible certeza de que, para llegar a ser un hombre de la talla de aquellos dos, le quedaba mucho camino por recorrer, una distancia que quizá no lograría nunca salvar.

Erlein di Senzio rompió el silencio con una voz tan tenebrosa como la muerte.

—¿Alguno de los dos tiene idea de la cantidad de hombres y mujeres inocentes que serán sacrificados por lo que vais a hacer?

Mario no dijo nada, pero Alessan se encaró con el mago, con ojos como pedazos de hielo.

—¿Tienes tú idea de lo cerca que has estado de que te mate por decir tal cosa?

Erlein palideció pero no se echó atrás; sus ojos ni siquiera pestañearon.

—Yo no pedí nacer en estos tiempos —agregó Alessan—. Es más, al nacer ni siquiera me correspondió la responsabilidad de enderezar todo esto —dijo con una voz tensa como un látigo—. Era el hijo menor, así que la responsabilidad debería haber recaído en mis hermanos, pero murieron junto al río Deisa con otros afortunados. —Reprimió una mueca de amargura y siguió hablando—. Estoy intentando actuar en bien de toda la Palma no sólo por Tigana y su perdido nombre. Por hacerla he sido considerado un traidor y un loco. Mi madre me maldijo por ello. Cargaré con su maldición. Si fracaso, a sus ojos seré el responsable de la sangre, la muerte y la destrucción de lo que era Tigana. ¡Pero no vaya permitir que me juzgues tú, Erlein di Senzio! No necesito que me digas qué peligro entraña todo esto. ¡Necesito que te limites a hacer lo que yo diga, ni más ni menos! Si vas a morir como un esclavo, tanto da que lo seas mío como de cualquier otro. Vas a combatir conmigo, senziano. ¡Quieras o no, vas a combatir conmigo por la libertad!

Se calló de golpe. Devin se sentía temblar, como si una titánica tempestad de truenos hubiera sacudido el cielo sobre los montes y hubiera desaparecido de repente.

—¿Por qué permites que siga vivo? —preguntó Mario de Quilea.

Alessan luchaba denodadamente por sosegarse. Pareció considerar por un instante la cuestión.

—Porque es un hombre valiente a su manera —contestó al fin—. Porque es cierto que su pueblo correrá un peligro muy grande con todo esto. Porque he abusado de sus poderes y de los míos y porque lo necesito.

Mario sacudió su enorme cabeza.

—Es mal asunto necesitar a un hombre.

—Lo sé, Oso.

—Puede volver junto a ti, incluso después de muchos años, y exigirte algo muy importante. Algo que no podrás negarle.

—Lo sé, Oso —repitió Alessan.

Los dos hombres se miraron uno a otro, sentados inmóviles sobre la alfombra dorada.

Devin desvió la vista porque se sentía un intruso entre aquel intercambio de miradas. En el silencio del desfiladero, bajo las cumbres de la sierra de Braccio, se oyó el dulce cantar de un pájaro. Devin miró hacia el sur y vio que se habían desvanecido las nubes blancas y que la luz del sol se reflejaba en la nieve de los picos. En el mundo parecía haber más belleza y más dolor de lo que jamás hubiera podido imaginar.

Cuando regresaron del desfiladero, Baerd estaba esperándolos a pocos kilómetros del castillo, solo con su caballo en medio del verdor de las colinas.

Sus ojos se iluminaron al ver a Devin y a Erlein, y tras la barba asomó una expresión de regocijo cuando Alessan se detuvo ante él.

—Desde luego, digas lo que digas, para estas cosas eres peor que yo.

—Peor no —repuso Alessan bajando con brusquedad la cabeza—. Igual de malo, quizás. Al fin y al cabo, no quisiste venir para que no se sintiera más presionado de lo debido …

—Y, después de ponerme verde por eso, vas y te llevas contigo a dos extraños como si así fuera a sentirse aún menos presionado. Me mantengo en mis trece: eres peor que yo.

—Pues ponme verde —replicó Alessan.

—¿Cómo está? —preguntó Baerd.

—Bastante bien, aunque muy nervioso. Devin evitó allá arriba que lo asesinaran.

—¿Cómo?

Baerd echó una rápida ojeada a Devin y vio los desgarrones de la camisa y de las calzas, los arañazos y los cortes.

—Vas a tener que enseñarme a manejar el arco —dijo el joven—. Es menos cansado y peligroso.

—Te enseñaré en cuanto tengamos ocasión —contestó sonriente Baerd. Luego pareció caer de pronto en la cuenta y añadió—: ¿Un intento de asesinato? ¿En las montañas? ¡No puedo creerlo!

La expresión de Alessan era grave.

—Lo siento, pero así es. La mujer llevaba un arco en forma de luna con un mechón de sus cabellos. Es evidente que el tabú de la montaña se ha levantado… al menos en lo que se refiere a los intentos de asesinato.

El rostro de Baerd se ensombreció de preocupación. Permaneció unos instantes inmóvil sobre el caballo; después dijo:

—Entonces no tiene en verdad otra opción. Ha de actuar con celeridad. ¿Dijo que no?

—Dijo que sí. Nos ha dado seis meses de plazo y se ha comprometido a enviar las cartas. —Tras unos instantes de duda aña¬ dió—: Me rogó que encendiéramos una hoguera en su memoria si moría.

Baerd alejó unos pasos su caballo y clavó la vista en el oeste. Los últimos rayos del atardecer teñían de ámbar el brezo y los helechos de las colinas.

—Siento un gran aprecio por ese hombre —murmuró con la mirada aún perdida en la distancia.

—Lo sé —repuso Alessan.

Baerd se acercó despacio al príncipe y ambos intercambiaron en silencio una elocuente mirada.

—¿Senzio? —preguntó Baerd.

Alessan asintió.

—Tendrás que explicarle a Alienor cómo interceptar el correo.

Estos dos vendrán conmigo al oeste. Tú, Catriana y el duque iréis hacia el norte, camino de Tregea. Pronto comenzaremos a cosechar lo que hemos estado sembrando, Baerd. Sabes tan bien como yo el tiempo de que disponemos, y sabes de sobra qué hacer hasta que volvamos a encontramos otra vez y de quién necesitamos ayuda en el este. No estoy demasiado seguro de Rovigo… pero dejo en tus manos todos estos asuntos.

—No me gusta que tomemos diferentes rumbos —dijo Baerd.

—A mí tampoco, por si te interesa saberlo. Si se te ocurre otra alternativa, no dudes en hacérmelo saber.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Hablar con algunas personas durante el viaje, y ver a mi madre. Después, todo depende de lo que me encuentre. Será mi cosecha en el oeste antes del verano.

Baerd echó una rápida ojeada a Devin y a Erlein.

—Procura no hacerte daño a ti mismo —le recomendó.

—Se está muriendo, Baerd —contestó Alessan con un encogimiento de hombros— y durante dieciocho años le he hecho bastante daño.

—¡No es cierto! —replicó el otro con repentina indignación—. Sólo conseguirás herirte a ti mismo con semejante idea.

Alessan suspiró.

—Se está muriendo, olvidada de todos y sola en un santuario de Eanna en una provincia llamada Corte la Baja. Ya no está en el Palacio del Mar de Tigana. No digas que no ha sufrido.

—¡No por tu culpa! —protestó Baerd—. ¿Por qué insistes en torturarte?

—He tomado algunas decisiones desde que regresamos de Quilea hace unos doce años. Estoy dispuesto a aceptar que hay personas que quizá desaprueben esas decisiones —declaró, lanzando una ojeada a Erlein—. Dejémoslo, Baerd. Te prometo que no dejaré que esos remordimientos me depriman, aunque no estés a mi lado. Devin me ayudará en caso de que lo necesite.

Baerd torció el gesto bajo la barba y pareció como si quisiera insistir más en el asunto; pero cuando habló lo hizo en un tono diferente.

—Así pues, ¿te parece que ha llegado el momento? ¿Crees que de verdad es hora de que suceda?

—Creo que tiene que suceder este verano, o en caso contrario no sucederá jamás. A menos que, supongo, alguien mate a Mario en Quilea y tengamos que regresar sin haber conseguido nada. Lo cual significaría que mi madre y otra mucha gente tenían razón. En tal caso tú y yo no tendríamos otra salida que embarcarnos hacia Chiara, asaltar las murallas del palacio, matar a Brandín de Ygrath y contemplar cómo la Palma se convierte en una avanzadilla del imperio de Barbadior. ¿Qué sería de Tigana entonces? —preguntó, más para sí mismo que a la espera de respuesta. Bajó el tono de voz antes de continuar—. Mario es la carta más arriesgada que jamás hayamos tenido en nuestras manos; todos estos años la hemos estado esperando y hemos estado luchando por conseguirla. Mario ha accedido a que la juguemos como mejor nos convenga, de modo que ahora tenemos la oportunidad. No nos vendría mal rezar en los días que se avecinan. La ocasión ha tardado bastante en presentarse.

Baerd estaba muy tranquilo.

—Bastante —repitió al fin, y algo en su voz hizo que Devin se estremeciera—. Que Eanna ilumine vuestro camino en los Días de los Rescoldos y también después.

Hizo una pausa, miró a Erlein y añadió:

—Os lo deseo a los tres.

La expresión de Alessan fue más elocuente que sus palabras.

—Que ilumine también vuestro camino, el de los tres —se limitó a decir antes de hacer girar al caballo para tomar la ruta hacia el oeste.

Devin se apresuró a seguirlo; volvió la cabeza una vez y vio que Baerd seguía en el mismo sitio con los ojos fijos en ellos, sentado muy erguido sobre el caballo. La luz del sol le iluminaba el cabello y la barba tiñéndolos de la tonalidad dorada que,

según recordaba, tenían cuando se habían conocido. La distancia no le permitía distinguir la expresión de su rostro.

En señal de despedida, Devin levantó una mano con la palma completamente abierta, y con alegría y satisfacción vio que Erlein hacía el mismo gesto.

Baerd alzó un brazo a modo de saludo; luego tiró de las riendas del caballo y se encaminó hacia el norte.

Alessan, imponiendo una marcha regular rumbo al oeste, no volvió la cabeza.