Capítulo 11

Elena permanecía en pie junto a la puerta de la casa de Mattio; escudriñaba la oscuridad del camino hacia el foso y el puente levadizo, contemplando cómo se iban apagando una tras otra las luces de las ventanas de Castelborso. De vez en cuando entraba gente en la casa y le dirigían un breve saludo o simplemente un movimiento de cabeza. Les esperaba una noche de lucha, y todos al llegar eran conscientes de ello.

Del pueblo que quedaba detrás de la casa no llegaba sonido alguno. Se habían apagado las velas, los fuegos habían sido sofocados y las ventanas cubiertas; incluso los resquicios de las puertas habían sido tapados con trapos. Todo el mundo sabía que los muertos rondaban la primera Noche de los Rescoldos.

En el interior de la casa de Mattio, situada en el extremo del pueblo, tampoco se oía ruido alguno, aunque habían llegado unas quince o veinte personas para reunirse allí. Elena no sabía cuántos Caminantes más iban a reunirse; sólo sabía que serían demasiado pocos. No habían sido demasiados el año pasado, ni tampoco el anterior, y habían salido muy malparados de las batallas. La Noche de los Rescoldos estaba matando a muchos Caminantes, y los jóvenes como Elena no eran suficientes para reemplazarlos. Por eso perdían todas las primaveras y por eso casi con toda seguridad iban a perder aquella noche también.

Era una noche estrellada; sólo había salido una luna, el blanco cuarto creciente de Vidomni. Hacía frío allá en las montañas a principios de la primavera, y Elena cruzó los brazos agarrándose los codos con las manos. El cielo sería muy diferente, y también la noche, dentro de pocas horas, cuando comenzara la batalla.

Carenna entró en la casa; le dirigió una cariñosa sonrisa, pero no se detuvo a hablar. No había tiempo para conversaciones. Elena pensó, preocupada, que sólo hacía dos semanas que Carenna había dado a luz, por lo que era peligroso para ella tener que realizar aquel esfuerzo. Pero la necesitaban; todos ellos eran muy necesarios, y las guerras de la Noche de los Rescoldos no se retrasaban por ninguna mujer ni por ningún hombre, ni por nada que sucediera en el mundo del día.

Saludó con un movimiento de cabeza a una pareja que no conocía, que entró en la casa detrás de Carenna con los vestidos cubiertos de polvo. Probablemente venían de muy lejos, del este, y habían calculado el tiempo para llegar después de la puesta del sol, cuando en la ciudad se hubieran cerrado puertas y ventanas y en el campo se hubieran apagado las solitarias granjas. Detrás de todas las puertas y ventanas, Elena sabía que los habitantes de los montes del sur estarían aguardando en la oscuridad y rezando.

Rezaban por la lluvia y el sol, para que la tierra fructificara en primavera y verano y diera en otoño ricas cosechas. Para que las sementeras de grano, de trigo, enraizaran, florecieran y crecieran en un suelo fértil y húmedo, como una promesa dorada. Aunque, encerrados en sus apagados hogares, no sabían nada de lo que iba a suceder aquella noche, rezaban para que los Caminantes de la Noche salvaran los campos, la estación, el grano, sus vidas.

Sin pensarlo, Elena se llevó la mano al pequeño adorno de piel que llevaba al cuello. El adorno encerraba el marchito vestigio del saco amniótico con el que había nacido; todos los Caminantes, al salir gritando de la matriz, iban envueltos en aquel saco transparente.

En todos los rincones de la Palma, las parteras consideraban aquello un buen augurio. Se decía que los niños que nacían con aquel saco estaban destinados a una vida bendecida por la Tríada. Allí, en los remotos confines del sur de la península, en aquellas salvajes regiones montañosas, las doctrinas y tradiciones eran diferentes. Allí los ritos antiguos estaban muy arraigados y se remontaban a tiempos muy remotos, tras pasar de mano en mano y de boca en boca desde generaciones. En los montes de Certando, cuando nacía un niño con un retazo de saco amniótico, no se decía simplemente que jamás podría morir ahogado en el mar o que estaba destinado a una vida afortunada.

Se decía que estaba destinado a la guerra.

Y, puesto que estaban destinados a la guerra, luchaban todos los años en la primera Noche de los Rescoldos con la que comenzaba la primavera y por lo tanto el año. Luchaban en los campos y por los campos, por las sementeras aún no crecidas que eran la esperanza de vida y la prometedora ofrenda de la tierra renovada. Luchaban por los que vivían en las grandes ciudades, olvidados de las verdades ancestrales de la tierra e ignorantes de tales tradiciones, y luchaban por los que vivían allí en Certando amontonados tras las murallas, que sabían sólo lo bastante para rezar y temer los ruidos que en la noche levantaban los muertos errantes.

Alguien tocó a Elena en el hombro. La muchacha se volvió y vio que Mattio la miraba con expresión enigmática. Ella sacudió la cabeza y se echó hacia atrás los cabellos.

—Todavía nada —dijo.

Mattio no replicó, pero a la pálida luz de la luna sus ojos tenían una expresión adusta sobre la negra y espesa barba. Antes de volver a entrar en la casa, le acarició el hombro con un gesto que intentaba infundirle ánimo.

Elena lo vio alejarse con paso decidido y seguro. Por la puerta abierta vio que volvía a sentarse a la mesa de caballete, frente a Donar. Miró a los dos hombres unos momentos y pensó en Verzar, en el amor y en la pasión.

Luego escrutó otra vez la oscuridad de la noche y la imponente silueta del castillo a cuya sombra había pasado toda la vida.

De pronto se sintió vieja, más de lo que le correspondía por su edad. Había dejado a sus dos hijos durmiendo en casa de sus padres, en una de aquellas cabañas cerradas a cal y canto en las que no se veía ni una luz. Su esposo dormía en el cementerio; había muerto junto con otros muchos en la batalla que se había librado hacía un año, cuando el contingente de los Otros se había presentado en mayor número que nunca y su triunfo había sido más cruel y malévolo.

Verzar había muerto pocos días después de la derrota, como todas las víctimas de aquellas batallas nocturnas.

Los tocados por la muerte en las guerras de la Noche de los Rescoldos no caían en los campos. Reconocían en sus almas aquel gélido y funesto toque —semejante a un dedo en el corazón, le había dicho Verzar—. Y regresaban a casa; seguían durmiendo, despertándose y trabajando durante un día, una semana o un mes, y luego se rendían a la muerte que los había reclamado como suyos.

En el norte, en las ciudades, se hablaba de la última puerta de Moriana, de la anhelada gracia que dispensaba en sus oscuros salones, de las intercesiones sacerdotales invocadas con velas y lágrimas.

En el sur, los nacidos con el saco amniótico, los que luchaban en las guerras de los Rescoldos y veían las sombras de los Otros que aparecían para combatir con ellos, no hablaban de cosas semejantes.

No es que fueran tan insensatos que renegaran de Moriana de las Puertas, de Eanna o de Adaón; simplemente sabían que había poderes más antiguos y misteriosos que la Tríada, poderes que venían de allende aquella península, de allende aquel mundo de dos lunas y un sol, le había dicho en una ocasión Donar. Una vez al año, los Caminantes de la Noche de Certando vislumbraban —estaban obligados a vislumbrar— un destello de aquellas verdades bajo un cielo que les era ajeno.

Elena se estremeció. Sabía que aquella noche nuevas víctimas serían reclamadas por la muerte, que el año próximo serían menos para combatir, y muchos menos el otro año. Ignoraba cuándo llegaría el final, pues no la habían iniciado en tales cosas. Tenía veintidós años y era madre, viuda, hija de un carretero de aquellas montañas. Había nacido con el saco de los Caminantes de la Noche en un tiempo en que año tras año todas las batallas se perdían.

También sabía que podía ver en la oscuridad más que cualquier otro; por eso Mattio la había colocado junto a la puerta escrutando el camino en espera de quien Donar había dicho que debería llegar.

Era la estación seca, de modo que el foso, tal como esperaba, tenía muy poca agua. En otros tiempos, los señores de Castelborso habían tenido a bien surtir el foso de criaturas que podían matar a un hombre. Baerd no esperaba encontrar semejantes monstruos, teniendo en cuenta los tiempos que corrían.

Lo vadeó a pie con el agua hasta las caderas, bajo el resplandor de las estrellas y la luz de Vidomni. El agua estaba fría, pero hacía muchos años que había dejado de molestarle la inclemencia de los elementos. Tampoco le perturbaba que fuera la Noche de los Rescoldos. Es más, con los años, aquello se había convertido en un rito de su propia cosecha: el hecho de que en toda la Palma se respetaran los días sagrados y la gente los observara aguardando en la silenciosa oscuridad tras los muros de sus casas, le proporcionaba a él la profunda sensación de soledad que su alma tanto anhelaba. Le resultaba muy atractiva la sensación de moverse por un mundo que apenas parecía respirar y que se replegaba en una primitiva oscuridad bajo las estrellas; en efecto, ningún fuego encendido por el hombre se elevaba hasta los cielos, donde sólo brillaban las llamas que la Tríada había encendido para su mayor gloria.

Si había fantasmas y espíritus rondando despiertos por la noche, deseaba verlos. Si los muertos de su pasado vagaban errantes por la oscuridad, deseaba suplicar su perdón.

Su propio dolor surgía de imágenes que jamás lo abandonarían. Imágenes de una serenidad desvanecida para siempre, de un mármol pálido iluminado por una luna igual que aquélla, de elegantes pórticos cuya perfecta armonía un hombre tardaría en comprender toda una vida, de dulces voces semientendidas por un niño medio dormido en la habitación contigua, de risas alegres que animaban la soleada mañana en un patio familiar, de la mano firme y segura de un escultor sobre su hombro. La mano de su padre.

Luego, el fuego, la sangre y las cenizas tiñendo de rojo el sol del mediodía.

Humo y muerte; mármol roto en pedazos; la cabeza arrancada de la estatua de un dios que rebotaba como un canto rodado en la arrasada tierra y se hacía añicos, pulverizada como la fina arena. Como la arena de las playas recorridas aquel tenebroso año en la oscuridad de la noche, playas infinitas, sin sentido, junto a un helado mar indiferente.

Todas esas imágenes eran los tenebrosos visitantes y compañeros de sus noches; ésas eran las visiones que lo habían acompañado durante casi diecinueve años. Cargaba con ellas como si fueran su equipaje, como un carro uncido a sus hombros, como una piedra que le aplastara el corazón; imágenes de su pueblo, de un mundo arrasado, de un nombre destruido, completamente destruido; su sonido empujado a la deriva año tras año, cada vez más lejos de las riberas del mundo de los hombres, como una marea que se retirara en la hora gris de un alba invernal. Muy parecido a la marea, pero en cierto modo diferente, porque, al fin y al cabo, las mareas acaban por subir otra vez.

Había aprendido a vivir con esas imágenes, porque no tenía otra elección, a menos que eligiera rendirse: morir o refugiarse en la locura como había hecho su madre. Aquel dolor formaba parte de su persona, y lo conocía tan bien como los demás hombres conocían la forma de sus propias manos.

Pero lo que le impedía dormir, lo que le hacía huir del sueño o de cualquier otro descanso, lo que le forzaba a vagar como había vagado de niño por los parajes desolados, no era ninguna de esas imágenes. No le inquietaba ni el destello del esplendor perdido para siempre, ni las imágenes de la muerte o de la nostalgia. Era, por encima de todo lo demás, el recuerdo del amor entre tantas cenizas y rumas.

En la oscuridad se venían abajo las barreras que levantaba contra el recuerdo de una primavera y un verano con Dianora, su hermana.

Por eso Baerd vagaba errante por las noches de la Palma, a la luz de las dos lunas, de una sola, o en la oscuridad iluminada sólo por las estrellas. Vagaba por las agostadas colinas de Ferraut, o por los viñedos de Astíbar o Senzio, o por las laderas nevadas de Tregea, o por aquellos montes en la Noche de los Rescoldos, al comienzo de la primavera.

Siempre vagaba errante envuelto por la oscuridad; olía la tierra, la sentía bajo los pies, escuchaba la voz del viento del invierno, saboreaba uvas, bebía el agua iluminada por la luna, se tendía sin moverse en un bosque para observar los movimientos de los depredadores nocturnos, y alguna vez, tras acechar largo rato a algún bandido o mercenario, Baerd mataba. Se convertía en un depredador nocturno que jamás descansaba y desaparecía enseguida. Era una especie de fantasma, como si una parte de su naturaleza hubiera fenecido con los muertos del río Deisa.

En todos los rincones de la tierra de la Palma, excepto en el suyo que había desaparecido para siempre, año tras año, había hecho esas cosas, mientras sentía el lento transcurrir de las estaciones y aprendía el significado de la noche en ese bosque, en aquel campo, junto a ese río o sobre aquel risco, mientras perseguía sin cesar y por doquier un descanso que le era negado una y otra vez.

Ya había estado muchas veces en los montes de Certando en la Noche de los Rescoldos. Él y Alessan habían recorrido aquel largo camino una y otra vez y habían compartido muchas cosas con Alienor de Castelborso; había, además, otra importante razón por la que debían dirigirse al sur de las montañas cada dos años. Pensó en las noticias que habían llegado del oeste, de la tierra natal. Rememoró la expresión del rostro de Alessan cuando leía la carta de Danoleón y su corazón temió por él. Pero aquello debía suceder al día siguiente y la carga correspondía por entero a Alessan, por mucho que él quisiera, como siempre, aliviar o compartir su peso.

La noche, sin embargo, era suya, lo llamaba a él. Solo en la oscuridad, pero acompañado por el sueño de Dianora, salió del castillo. Siempre se había dirigido hacia el oeste y luego hacia el sur de Borso, internándose en las colinas que llevaban al desfiladero.

Sentado a la mesa, resistiendo a la tentación de contar una vez más cuántos eran, Mattio trataba de aparentar que la situación era todo lo normal que podía ser en aquella noche de guerra. De pronto oyó que Elena llamaba a Donar desde fuera. Su voz era suya, como siempre, pero Mattio estaba en todo momento pendiente de ella; lo había estado durante años, incluso antes de que Verzar muriera.

Miró al otro lado de la mesa a Donar, pero el anciano ya se disponía a coger las muletas para avanzar renqueando sobre su única pierna hacia la puerta. Mattio lo siguió y, al ver que los demás los observaban con nerviosismo y aprensión, se esforzó por dirigirles una sonrisa de aliento. Carenna captó su intención y comenzó a hablar con voz tranquilizadora a los que parecían más nerviosos.

Mattio salió de la casa, tampoco él demasiado tranquilo, y vio que había llegado alguien. Un hombre de cabellos oscuros, barba cuidada y mediana estatura se había detenido frente a Elena y los miraba fijamente sin decir palabra. A la espalda llevaba una espada envainada, según la costumbre característica de Tregea.

Mattio volvió los ojos hacia Donar, cuyo rostro permanecía impasible. Pese a que era un hombre experimentado en las guerras de la Noche de los Rescoldos ya que conocía el don de Donar, no pudo reprimir un estremecimiento.

«Alguien debe llegar», había dicho la víspera el anciano líder de una sola pierna.

Y, desde luego, alguien estaba allí, a la luz de la luna, una hora antes de la batalla. Mattio miró a Elena, cuyos ojos no se apartaban del extraño. Estaba muy derecha, sin moverse, con las manos en los codos, disimulando lo mejor que podía el miedo y el asombro. Pero él había pasado muchos años observándola y podía ver que tenía la respiración agitada y acelerada. La amaba por su calma y por el deseo de ocultar su miedo.

Tras echar otra mirada a Donar, avanzó hacia el extraño con las palmas extendidas de Braccio. Pero esa noche, sin motivo aparente, sus pasos lo habían llevado en otra dirección, hacia el sudeste. Tomó el camino que conducía hasta el extremo del pueblo, acurrucado a los pies del castillo, y, al pasar junto a una casa que extrañamente tenía la puerta abierta, Baerd vio a una mujer de cabello rubio que parecía estar esperándolo a la luz de la luna, y entonces se detuvo.

—Sé bienvenido, aunque no es una noche apropiada para vagar por ahí —dijo con voz tranquila.

El otro asintió con un movimiento de cabeza. Tenía las piernas abiertas y firmes sobre el suelo, y era evidente que sabía muy bien cómo utilizar la espada.

—Según tengo entendido, tampoco es una noche para tener las ventanas y las puertas abiertas en estas montañas.

—¿Qué te hace pensar que entiendes estas montañas? —repuso Mattio con excesiva prontitud.

Elena seguía mirando a aquel hombre, con una extraña expresión en el rostro.

Al acercarse a ella, Mattio se dio cuenta de que ya había visto antes a aquel personaje. Había venido en otras ocasiones a visitar el castillo de la señora. Le parecía recordar que era músico, o comerciante de algo. Uno de esos hombres sin tierra que cruzaban y volvían a cruzar los caminos de la Palma. El corazón, que le había dado un salto al ver la espada, se tranquilizó un tanto.

El extranjero no contestó nada a aquel inconveniente comentario. Por lo que podía distinguirse a la luz de la luna, parecía meditar detenidamente el asunto.

—Lo siento —dijo por fin, para sorpresa de Mattio—. Perdonadme si por ignorancia me he inmiscuido en vuestras costumbres. Tengo mis razones para vagar por ahí. Enseguida me voy para dejaros en paz.

Y, en efecto, se volvió dispuesto a alejarse.

—¡No! —exclamó con desesperación Elena.

Donar por primera vez se dispuso a hablar.

—Esta noche no hay paz para nadie —declaró con aquella voz profunda en la que todos confiaban— y no te has inmiscuido en nuestras costumbres. Imaginé que alguien vendría por este camino, por lo que Elena estaba aguardándote.

El extranjero se volvió de nuevo. En la oscuridad sus ojos parecían más grandes y tenían una expresión nueva, más fría, más reflexiva, más chispeante.

—¿Para qué tendría que venir? —preguntó.

Se hizo el silencio. Donar se apoyó en las muletas y avanzó un poco. Elena se hizo a un lado para que pudiera detenerse ante el extranjero. Mattio observó que sus cabellos, que le llegaban hasta los hombros, parecían blancos a la luz de la luna, y que continuaba con los ojos fijos en aquel hombre de oscura melena.

—¿Para qué tendría que venir? —repitió el extranjero en tono apacible dirigiéndose a Donar.

Donar seguía dudando, y en aquel preciso instante Mattio se dio cuenta con horror de que el molinero, el jefe de todos ellos, tenía miedo. Un estremecimiento de aprensión lo sacudió porque de pronto entendió lo que Donar estaba a punto de hacer.

Y éste lo hizo: los puso a todos en manos de un hombre del norte.

—Somos los Caminantes de la Noche de Certando —contestó con voz firme y profunda—. Estamos en la primera Noche de los Rescoldos de primavera. Es nuestra noche. Debo preguntarte algo: cuando naciste, fuera donde fuera, ¿las parteras que asistieron a tu nacimiento declararon que habías nacido marcado por la fortuna?

Al tiempo que hablaba rebuscó bajo la camisa y sacó el saquito de cuero que encerraba el trozo de saco amniótico con el que había nacido.

Mattio vio de reojo que Elena se mordía el labio inferior. Observó que el extranjero estaba intentando comprender lo que Donar le acababa de decir y comenzó a calcular las posibilidades que tenía de matarlo si llegaba el caso.

El silencio se hizo tan espeso que parecieron aumentar los murmullos que procedían de la casa. El hombre de pelo oscuro había abierto los ojos de asombro y había erguido la cabeza; era evidente que sopesaba lo que se escondía tras lo que acababan de revelarle.

Entonces, sin decir una palabra, el extranjero se llevó una mano a la garganta, rebuscó bajo la camisa y, a la luz de la luna, los tres vieron el pequeño saquito de cuero que llevaba colgando.

Mattio oyó un débil sonido, como un suspiro de alivio, y se dio cuenta con retraso de que lo había exhalado él mismo.

—¡Que la tierra sea loada! —murmuró Elena sin poder contenerse.

Tenía los ojos cerrados.

—¡La tierra, y todo lo que de ella brota y reaparece! —añadió Donar con una voz asombrosamente temblorosa.

Dejaron que Mattio acabara.

—¡Todo lo que reaparece primavera tras primavera en un ciclo que no tiene fin! —dijo mirando al extranjero y al saquito, casi idéntico al que llevaba él mismo, Elena, Donar y los demás, todos los demás.

Aquellas palabras de invocación, pronunciadas sucesivamente por tres voces, hicieron comprender a Baerd la naturaleza de aquello con lo que había tropezado.

Hacía doscientos años, en un tiempo de plagas que parecía no tener fin en un tiempo de sequía, de violencia y de sangre en el sur había arraigado la herejía de Carlozzi, y desde los montes del sur había empezado a extenderse por toda la Palma, ganando fuerza y adeptos con asombrosa rapidez. La casta sacerdotal de la Palma había tomado severas medidas contra el dogma central de Carlozzi, según el cual la Tríada eran deidades muy jóvenes, que dependían y eran agentes de unos poderes más antiguos y misteriosos.

Encarados a tan pasmosa y absoluta unanimidad por parte de la clerecía y presas del pánico ante aquella época de plagas y devastación, los duques y los grandes duques, e incluso Valcanti, príncipe de Tigana, no habían tenido otra posibilidad de elección: los Carlozzini fueron capturados, juzgados y ejecutados en toda la península, en las variadas formas con que en aquellos tiempos se llevaban a cabo las ejecuciones en las distintas provincias.

Fue una época de violencia y sangre, doscientos año atrás, y ahora, allí estaba él, mostrando el saquito de piel que guardaba el trozo de saco amniótico de su nacimiento, y hablando con tres personas que acababan de confesarle ser Carlozzini.

Más aún: el anciano de una sola pierna había dicho que eran Caminantes de la Noche. La vanguardia, el ejército secreto de la secta. Elegidos de una forma que nadie sabía. Pero ahora él sí lo sabía, pues se lo habían mostrado. Se le ocurrió de pronto que estaba en peligro porque se había enterado del secreto; y además aquel hombretón de la barba parecía estar conteniéndose, como si estuviese a punto de estallar.

Pero la mujer que se había apostado de vigía estaba llorando. Era muy hermosa, de un estilo muy diferente al de Alienor, cuyos movimientos y palabras podían herir con una celeridad felina. Aquella mujer era tan joven y tímida que se negaba a creer que pudiera ser peligrosa y además estaba llorando. Por otra parte los tres habían pronunciado palabras en acción de gracias y de súplica. Se puso automáticamente en guardia aunque no le parecía que el peligro fuera inmediato.

—¿Qué tenéis que decirme? —preguntó, esforzándose por relajar los músculos.

Elena se enjugó las lágrimas del rostro y miró otra vez al extranjero, como si quisiera empaparse de su tranquila e irreductible solidez, de su realidad, de la increíble evidencia de que estaba con ellos. Tragó saliva con dificultad, dolorosamente consciente de los acelerados latidos de su corazón, tratando de superar la impresión que había sufrido al ver a aquel hombre surgir de entre las sombras de la noche para detenerse ante ella; y después, durante un interminable momento, ambos se habían mirado de hito en hito a la luz de la luna, antes de que ella adelantara impulsivamente la mano para tocarlo y asegurarse así de que era real. Sólo entonces había llamado a Mattio y a Donar. Algo muy raro parecía estar sucediéndole. Hizo un esfuerzo para concentrarse en lo que Donar estaba diciendo.

—Lo que he contado te da poder sobre la vida y la muerte de mucha gente —decía con voz suave el anciano—. Porque la casta sacerdotal desea todavía destruimos y el tirano de Astíbar se dejará guiar por lo que opine la clerecía en estas cuestiones. Creo que lo sabes muy bien.

—Lo sé —repuso el hombre de cabello oscuro en un tono igualmente apacible—. ¿Quieres decirme por qué confías en mí?

—Porque esta noche es una noche de batalla —contestó Donar—. Esta noche conduciré a la guerra a los Caminantes de la Noche, y ayer a la puesta del sol me quedé dormido y soñé que un extranjero se unía a nosotros. He aprendido a confiar en mis sueños, aunque nunca sé cuándo vaya tenerlos.

Elena vio que el extranjero asentía con aire tranquilo e imperturbable, captando aquello con la misma facilidad con que habría captado la presencia de ella en el camino. Vio que tenía bajo la camisa muy tensos los músculos del brazo y que mantenía el control de sí mismo como un hombre acostumbrado a la lucha. Le pareció ver en su rostro una expresión de tristeza, pero estaba demasiado oscuro como para poder asegurarlo, y se recriminó a sí misma por dejarse llevar de la imaginación en semejantes circunstancias.

Por otra parte, el hombre estaba solo y lejos de su casa en una Noche de los Rescoldos. Los hombres sin penas no harían nunca nada parecido, estaba segura. Se preguntó de dónde sería, pero temía preguntárselo.

—¿Eres el jefe de toda esta compañía? —le preguntó a Donar.

—Lo es —respondió con brusquedad Mattio— y lo mejor que puedes hacer es no fijarte tanto en su invalidez.

El tono desafiante evidenciaba que había malinterpretado la pregunta. Elena sabía cuán protector se mostraba Mattio respecto a Donar; era una de las cosas que más le gustaban de él.

Pero era un momento demasiado importante para malentendidos. Lo miró y sacudió la cabeza en señal de reproche.

—Mattio… —empezó a decir, pero Donar ya había puesto la mano sobre el brazo del herrero, y en aquel preciso momento el extranjero sonrió por primera vez.

—Reaccionas a un insulto que no he lanzado —dijo éste—. He conocido a otros hombres, con minusvalías tan grandes o incluso mayores que la suya, que conducían ejércitos y gobernaban hombres. Sólo intento orientarme, pues estoy más a oscuras que vosotros.

Mattio abrió la boca y volvió a cerrada, e hizo un torpe gesto de disculpa con los hombros y las manos. Donar contestó entonces a la pregunta del extranjero.

—Soy el jefe de los Caminantes, sí —respondió—. Los capitaneo en la batalla con la ayuda de Mattio. Pero debes saber que la guerra que tenemos que librar esta noche no es como las batallas que hayas podido conocer. Cuando salgamos de esta casa, habrá un cielo muy diferente del que ahora nos cubre. Y bajo ese cielo, en ese cambiante mundo de fantasmas y sombras, pocos de nosotros tendremos la apariencia que ahora tenemos.

El hombre del cabello oscuro se movió inquieto por primera vez. Casi contra su voluntad, bajó la vista para mirar las manos de Donar.

Donar sonrió y levantó la mano izquierda con los cinco dedos muy separados.

—No soy mago —lo tranquilizó—. Aquí hay poderes mágicos, sí, pero, aunque nos adentramos en ellos y estamos marcados por ellos, no les damos forma. No hay nada de brujería en todo esto.

—Ya veo —asintió el extranjero—. No te entiendo —continuó con singular cortesía—, pero imagino que me dices todo esto con un propósito. ¿Querrás decirme cuál es?

—Nos gustaría que nos ayudaras en la batalla de esta noche —contestó Donar.

Mattio rompió el silencio qué siguió a estas palabras y Elena se admiró al ver hasta qué punto se había tragado el orgullo.

—Nos haces falta, mucha falta.

—¿Contra quién lucháis? —preguntó el hombre.

—Los llamamos los Otros —explicó Elena, al ver que Mattio y Donar se quedaban callados—. Vienen a nuestro encuentro todos los años, generación tras generación.

—Vienen a devastar los campos, a arruinar las sementeras y las cosechas —agregó Donar—. Durante doscientos años los Caminantes de la Noche de Certando hemos combatido con ellos en esta Noche de los Rescoldos, y durante todo ese tiempo fuimos capaces de tenerlos a raya cuando nos atacaban desde el oeste.

—Pero —continuó relatando Mattio— durante los últimos veinte años la cosa ha ido de mal en peor y en las Noches de los Rescoldos de los tres últimos años fuimos derrotados, y muchos de los nuestros murieron. Las sequías de Certando se han agravado; supongo que lo sabes y que has oído hablar de las plagas que nos asolan. Ellos han …

El extranjero extendió la mano en un súbito e inesperado gesto.

—¿Durante los últimos veinte años? ¿Desde el oeste? —dijo con voz áspera.

Se acercó un poco más y clavó los ojos en Donar.

—Los tiranos llegaron hace veinte años, y Brandín de Ygrath se estableció en el oeste.

—Es cierto —asintió Donar, apoyándose en las muletas para mirarlo a los ojos—. Es una idea que ha asaltado a algunos de los nuestros, pero no creo que tenga sentido. Nuestras batallas en esta noche, todos los años, van más allá de la preocupación por quién gobierna en la Palma en una generación determinada, cómo gobierna o de dónde ha llegado.

—Y sin embargo… —empezó el extranjero.

—Y sin embargo —lo interrumpió Donar—, hay en todo esto misterios que escapan a mi comprensión. Si tú distingues designios que a mí se me escapan…, ¿quién soy yo para cuestionarlos o negar que puedan ser verdad?

Se llevó la mano al cuello y tocó el saquito de piel.

—Estás marcado como todos nosotros y soñé que te reunías a nuestro grupo esta noche. Aun así, no te hemos llamado, nadie lo ha hecho, y debo advertirte que la muerte nos saldrá al encuentro en los campos cuando lleguen los Otros. Pero también debo decirte que nuestra desesperada necesidad va más allá de estos campos, más allá de Certando, incluso creo que más allá de la península de la Palma. ¿Lucharás esta noche a nuestro lado?

El extranjero se quedó callado largo rato. Volvió la cabeza y miró hacia la luna y las estrellas; pero Elena tuvo la sensación de que estaba mirando en realidad dentro de sí mismo, de que no estaba mirando a los astros.

—¡Por favor! —se oyó a sí misma decir—. Por favor, ¿lo harás? Él no pareció haberla oído. Luego miró de nuevo a Donar.

—Entiendo muy poco de todo esto —declaró—. Tengo mis propias batallas que librar, y un pueblo al que he jurado lealtad, pero no veo en vosotros maldad, ni mentira, y me gustaría ver con mis propios ojos la forma que adoptan esos Otros. Si has soñado que me reunía con vosotros, me dejaré guiar por tu sueño. Se volvió entonces hacia Elena, que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Sí, lo haré —le dijo suavemente, sin sonreír, con una expresión grave en los oscuros ojos—. Lucharé esta noche a vuestro lado. Me llamo Baerd.

Después de todo, parecía haber oído la pregunta que ella le había hecho.

Elena reprimió las lágrimas y procuró conservar la calma. Pero en su interior había estallado un tumulto, un espantoso caos, y entre las nieblas de ese caos a Elena le pareció oír un sonido, como una simple nota que le surgiera del corazón. Detrás de Donar, Mattio dijo algo, pero ella no lo oyó. Seguía con los ojos fijos en el extranjero, y se dio cuenta de que había acertado, de que su intuición no la había engañado. En los ojos de aquel hombre había una tristeza tan profunda que no podía pasar inadvertida a nadie, ni aun en la oscuridad de la noche.

Ella desvió la mirada y cerró los ojos un momento, tratando de retener en su corazón un incierto sentimiento que pronto se desvanecería en la magia y el misterio de aquella noche. «Oh, Verzar —pensó—. Oh, amado mío».

Abrió los ojos y exhaló un suspiro.

—Yo me llamo Elena —dijo—. ¿Quieres entrar para conocer a los demás?

—Sí —añadió Mattio con brusquedad—. Entra, Baerd. Sé bienvenido a mi casa.

Ella distinguió en su voz un acento de dolor que intentaba disimular. Se estremeció al oírlo y lo compadeció a él, a su fuerza y a su generosidad. Odiaba causarle dolor, pero era la Noche de los Rescoldos y las mareas del corazón a duras penas podían ser contenidas, incluso a la luz del día.

Además, mientras los cuatro entraban en la casa, tenía serias dudas de poder encontrar alguna alegría en lo que acababa de suceder. Alguna alegría en aquel extranjero que había llegado hasta ella en la oscuridad, en respuesta al sueño de Donar o llamado por él.

Baerd observó la taza que una mujer llamada Carenna había puesto en sus manos. Era de barro tosco y burdo, estaba desportillada en el borde y tenía el color rojo natural de la tierra.

Miró a Carenna, luego a Donar, el anciano mutilado —el jefe, lo llamaban todos—, y por último al hombre de la barba y a la otra muchacha, Elena. Pese a las sombras que reinaban en la casa, había en su rostro una especie de luz, y Baerd tuvo que desviar la mirada porque aquella luz era algo —quizá lo único— que él no podía soportar. No sólo ahora, sino probablemente nunca en su vida. Echó una ojeada a los allí reunidos. Diecisiete: nueve hombres y ocho mujeres; todos sostenían sus tazas y lo aguardaban. Mattio había dicho que en el lugar del encuentro habría más gente. Pero no había podido decirle cuántos.

Sabía que se estaba comportando temerariamente. Se había dejado llevar por el poder de la Noche de los Rescoldos, por la innegable verdad del sueño de Donar, por el hecho de que habían estado esperándolo. A decir verdad, se había dejado llevar por la expresión de los ojos de Elena, cuando la había visto por primera vez junto a la puerta. Era una compleja tentación del destino, algo por lo que él pocas veces se había dejado arrastrar.

Pero ahora ya estaba metido en aquello, o a punto de meterse. Pensó en Alessan, en las veces en que lo había reprendido y se había burlado del príncipe, su hermano del alma, por dejar que su pasión por la música lo llevara por caminos peligrosos. ¿Qué diría ahora Alessan, o la lengua larga de Catriana? ¿O Devin? No, Devin no diría nada: tomaría nota con atención cuidadosa y certera, y sacaría conclusiones a su debido tiempo. Sandre le llamaría loco. Y a lo mejor lo estaba. Pero algo muy dentro de él había respondido a las palabras pronunciadas por Donar. Durante toda su vida había llevado el saquito de piel con el recuerdo de su nacimiento; una insignificante y trivial superstición. Le habían dicho cuando era niño que era un amuleto para protegerlo de perecer ahogado. Pero en aquellas tierras era algo más, y la taza que tenía entre las manos sería la señal de que lo aceptaba.

«Durante veinte años», había dicho Mattio.

«Los Otros vienen del oeste», había dicho Donar.

Podía tener poco que ver, o muchísimo, o nada, o todo. Miró a la mujer, a Elena, y apuró hasta el fondo el contenido de la taza.

La bebida era amarga, mortalmente amarga. Por un momento lo invadió el pánico irracional de haber sido puesto fuera de combate de haber sido envenenado en un sacrificio cruento de un misterioso rito primaveral de los Carlozzini.

Vio entonces las muecas que Carenna y Mattio hacían al apurar sus tazas y se tranquilizó.

La larga mesa había sido retirada, desmontada de los caballetes; por la habitación habían sido extendidos unos camastros para que se acostaran. Elena se le acercó y le hizo un gesto, que hubiera sido descortés pasar por alto, de modo que caminó Con ella hacia una de las paredes y se acostó en el camastro que le ofrecía. Ella se sentó sin decir nada en el lecho contiguo.

Baerd pensó en su hermana, en la nítida imagen de los dos caminando por un sendero oscuro y silencioso, los dos solos en un mundo vacío.

El molinero Donar se dirigió renqueante hacia el otro camastro junto al de Baerd, apoyó las muletas en la pared y se tumbó.

—Deja aquí la espada —le indicó.

Baerd enarcó las cejas. Donar le dirigió una sonrisa hierática, desprovista de regocijo.

—No te servirá de nada en el lugar al que vamos a ir. En los campos encontraremos nuestras armas.

Baerd dudó unos momentos luego, consciente de su temeridad, de aquella mística locura que no podía explicar, se sacó por la cabeza la espada envainada y la dejó junto a la pared, al lado de las muletas de Donar.

—Cierra los ojos —oyó que le decía Elena—. Es más fácil así. La voz sonaba extrañamente lejana. Lo que había bebido, fuera lo que fuese, comenzaba a hacerle efecto.

—Será como si nos durmiéramos —le explicó—, pero no estaremos dormidos. Que la Tierra nos depare su gracia y el cielo su luz.

Fue lo último que oyó.

No se durmió. Fuera lo que fuese, no tenía la sensación de estar dormido, porque ningún sueño podía ser tan vívido, en ninguno hubiera podido sentir aquel viento que le azotaba el rostro.

Estaba en un anchuroso campo, oscuro, en barbecho; olía el suelo de primavera y no recordaba cómo había llegado hasta allí. Había con él mucha gente, unos doscientos o más, y no recordaba haberlos visto. Debían de haber venido de otros pueblos de las montañas, tras reunirse en casas como la de Mattio.

La luz era muy rara. Alzó la mirada y Baerd vio que en el cielo la luna era enorme, llena y verde, del color verde oro de la primavera. Brillaba en un tono verdoso y dorado entre estrellas de unas constelaciones que jamás había visto. Giró sobre sí mismo, aturdido, desorientado, con el corazón acelerado, mientras buscaba una marca en los cielos que pudiera reconocer. Miró hacia el sur, donde deberían estar las montañas, pero bajo la luz verdosa su vista sólo abarcó campos y más campos, algunos en barbecho, otros con el grano maduro del verano en una estación que debería de ser la primavera. No vio ninguna montaña; ni picos coronados de nieve, ni el desfiladero de Braccio que conducía a Quilea. Dio otra vuelta sobre sí mismo. Tampoco Castelborso aparecía en el norte ni en el este. ¿Quizás al oeste?

«Al oeste». Con repentina premonición miró hacia allí. Suaves colinas subían y bajaban en una progresión que parecía no tener fin y Baerd vio que las colinas no tenían árboles, ni hierba, ni flores, ni matorrales, ni arbustos; estaban peladas, estériles, áridas.

—Sí, mira hacia allí —dijo la profunda voz de Donar a su lado—. Y entenderás por qué estamos aquí. Si esta noche perdemos el campo en el que nos encontramos, el año que viene, cuando volvamos, estará tan pelado como esas colinas. Los Otros están bajando a los trigales. Perdimos las batallas de esas colinas los últimos años. Ahora tenemos que luchar en la llanura y, si esto continúa así, una Noche de los Rescoldos, no muy lejana, nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos se encontrarán acorralados en el mar y perderán la última batalla de nuestra guerra.

—¿Y entonces? —preguntó Baerd con la mirada fija en el oeste, en las grises y devastadas colinas.

—Entonces las cosechas se perderán. No sólo aquí, en Certando. La gente morirá. De hambre o de enfermedades.

—¿En toda la Palma? —inquirió sin poder apartar la vista de aquella desolación, que le hacía evocar la horrible visión de un mundo sin vida.

Se estremeció. Se sentía enfermo.

—Toda la Palma, y más allá todavía, Baerd. No te llames a engaño: esto no es una escaramuza local, no es una batalla que se libre por una pequeña península. Se libra por el mundo entero, quizá por otros mundos, porque se ha dicho que el nuestro no es el único mundo esparcido por los Poderes entre el tiempo y las estrellas.

—¿Carlozzi os enseñó eso?

—Carlozzi nos lo enseñó. Y, si interpreto correctamente sus enseñanzas, nuestros sufrimientos aquí están relacionados con peligros aún mayores en otros lugares; en mundos que no hemos visto nunca o no veremos, excepto quizás en sueños.

Baerd sacudió la cabeza, sin dejar de mirar las colinas que se extendían hacia el oeste.

—Todo eso me resulta muy extraño, muy difícil. Soy escultor y, de vez en cuando, comerciante. He aprendido durante años a luchar, en contra de mi voluntad y de mi inclinación natural, pues vivo en una península invadida por enemigos de allende el mar. Ésa es la única manifestación del mal que puedo entender.

Apartó la vista del oeste y miró a Donar. Pese a que le habían avisado, se quedó asombrado. El molinero se erguía sobre dos piernas, y sus cabellos, grises y ralos, se habían convertido en una espesa mata castaña como la de Baerd; tenía los hombros erguidos y la cabeza muy tiesa. Estaba en la flor de la vida.

Una mujer se les acercó y Baerd reconoció a Elena, porque no había cambiado demasiado. Sin embargo, parecía más madura, menos frágil. Tenía cabellos cortos, del mismo color dorado que antes pese a aquella luz tan extraña. Vio que sus ojos tenían un intenso color azul.

—¿Hace una hora tenías los ojos de ese color? —le preguntó.

Ella sonrió, entre complacida y tímida.

—Ha pasado más de una hora, y no sé este año qué aspecto tengo. Acostumbro cambiar muy poco. ¿De qué color los tengo?

—Azules. De un intenso color azul.

—Bueno, siempre los he tenido azules. Quizá no de un intenso color azul, pero azules al fin y al cabo. ¿Quieres que te diga qué aspecto tienes tú?

Había en su tono cierta incongruencia, cierta ligereza. Incluso Donar tenía una expresión divertida.

—Dímelo.

—Pareces un muchacho —dijo con una risita—. Un muchacho de catorce o quince años, sin barba, demasiado delgado y con una mata de cabellos castaños que me gustaría cortarte si tuviera tiempo.

Baerd sintió que el corazón le daba un vuelco. Por un instante le dio la sensación de que se le paraba antes de comenzar a latir otra vez con esfuerzo. Apartó la vista de sus compañeros y se miró las manos. Parecían diferentes. Más suaves, menos arrugadas. La cicatriz de la cuchillada, que había recibido en Tregea hacía cinco años, había desaparecido. Cerró los ojos, sintiéndose al borde del desmayo.

—Lo siento, Baerd —se disculpó Elena—. No era mi intención …

Él sacudió la cabeza. Trató de hablar pero no pudo. Quería asegurarle a ella y a Donar que se encontraba bien, pero por primera vez en casi veinte años se sentía a punto de llorar.

Por primera vez desde aquel año, cuando tenía catorce, en que el príncipe y su padre le habían prohibido ir a la guerra. Le habían prohibido luchar y morir con ellos en los rojos bancales del río Deisa, cuando todo el esplendor había acabado.

—Tranquilízate, Baerd —oyó que le decía Donar con voz profunda y cariñosa—. Tranquilízate. Aquí resulta siempre todo muy extraño.

Entonces unas manos de mujer se posaron con suavidad en sus hombros y se deslizaron hasta su pecho; la mujer apoyó su mejilla en la espalda de él y lo abrazó, transmitiéndole su fuerza y su generosidad, mientras él se tapaba el rostro con las manos y se echaba a llorar.

Sobre sus cabezas, en la Noche de los Rescoldos, brillaba la luna llena con una luz verde y dorada y en torno a ellos se extendían aquellos extraños campos, unos en barbecho, otros recién sembrados, otros cargados de grano maduro antes de que hubiera llegado el tiempo de la siega, y otros, en el oeste, totalmente desnudos, desolados, arruinados.

—Ya llegan —anunció alguien avanzando hacia ellos—. Mirad. Cojamos las armas.

Reconoció la voz de Mattio. Elena lo soltó y retrocedió unos pasos. Baerd se enjugó los ojos y volvió a mirar hacia el oeste.

Y entonces vio que la guerra de los Rescoldos le estaba ofreciendo otra oportunidad; una oportunidad para remediar el amargo error que se había cometido en el mundo el verano en que él había cumplido catorce años.

Desde el oeste, por las colinas, se acercaban los Otros; estaban aún muy lejos, pero bajo aquella extraña luz los distinguía con toda nitidez: y llevaban todos el uniforme de Ygrath.

—¡Oh, Moriana! —susurró reteniendo el aliento.

—¿Qué ves? —preguntó Mattio.

Baerd lo miró; estaba más delgado y llevaba la barba negra arreglada de diferente forma, pero aun así lo reconoció.

—Son ygrathios —contestó con excitación—. Soldados del rey de Ygrath. Seguramente nunca los has visto en estas regiones, tan al este, pero no hay duda de que lo son; ellos son vuestros Otros.

Mattio pareció quedarse pensativo, y fue Donar quien habló.

—No te engañes, Baerd. Recuerda dónde estás y lo que te he dicho. No estamos en nuestra península; ésta no es una batalla del reino del día contra nuestros invasores de allende el mar. —Los veo, Donar. Sé muy bien lo que estoy viendo.

—Déjame decirte que yo veo horribles formas grises y pardas, desnudas, sin pelo, que bailan y se acoplan unas con otras burlándose de nuestra inferioridad.

—Los Otros son para mí algo muy diferente —afirmó Mattio con voz terminante y colérica—. Son altos, más altos que los hombres, van cubiertos de piel y su espina dorsal termina en una cola, como los gatos monteses. Andan sobre dos piernas, pero tienen garras en las manos y dientes muy afilados en la boca.

Con el corazón palpitante, Baerd volvió a mirar hacia el oeste bajo aquella misteriosa luz verde que los iluminaba. Pero, a media distancia, siguió viendo soldados que bajaban por las colinas; llevaban espadas, picas y los ondulados cuchillos de Ygrath.

Miró a Elena con expresión desesperada.

—Me disgusta nombrar lo que veo —murmuró ella bajando los ojos—. Me aterrorizan. Son criaturas de mis pesadillas infantiles. Pero no son lo que tú estás viendo, Baerd. Créeme. Créenos. Seguramente ves a los Otros con la forma que les da el odio de tu corazón, pero ésta no es la batalla de tu mundo diurno.

Él sacudió la cabeza en un gesto de violenta negación. Algo surgía de lo más profundo de su espíritu, le hervía la sangre en las venas. Los Otros estaban ahora más cerca, bajando a centenares de las colinas.

—Siempre estoy librando la misma batalla —dijo Baerd a Elena ya los otros dos hombres—. Toda mi vida. Sé muy bien lo que estoy viendo. Puedo aseguraros que ahora tengo quince, no catorce años; de otro modo no podría estar aquí. Ellos no me lo habrían permitido.

De pronto lo asaltó un pensamiento repentino.

—Decidme: ¿hay algún arroyo al oeste de donde nos encontramos, algún río cerca del lugar adonde están descendiendo?

—Sí —contestó Donar—. ¿Quieres combatir allí?

Una fiera alegría, salvaje e incontrolada, invadió a Baerd.

—Sí —declaró—, claro que sí. Mattio, ¿dónde tenemos que recoger las armas?

—Allí —indicó Mattio, señalando hacia el sudeste, hacia un campo cercano donde crecían largas espigas de trigo, pese a lo temprano de la estación—. Vamos. Llegarán al arroyo muy pronto.

Baerd no contestó y fue tras Mattio, seguido por Elena y Donar. Otros hombres y mujeres habían llegado ya al campo y se inclinaban para cortar las espigas que debían servirles de armas aquella noche. Era increíble, misterioso, pero estaba empezando a hacerse cargo de aquel lugar, a entender el poder mágico que se había puesto en marcha; un rincón de su mente, que trabajaba con independencia de la implacable lógica del reino del día, comprendió que aquellas doradas espigas que se hallaban en peligro eran las armas de aquella noche. Combatirían por los campos esgrimiendo espigas en sus manos.

Se metió con los demás en el campo de trigo, se inclinó y cortó una espiga. En la misteriosa luz verdosa de la noche tuvo la sensación de que le resultaba muy fácil cortarla, de que la espiga había subido al encuentro de su mano. Salió de nuevo al barbecho, sopesó la espiga, blandiéndola con sumo cuidado, y vio que se había endurecido como metal forjado. Cortaba el aire con un agradable silbido. Le pasó un dedo y se hizo sangre. La espiga era tan cortante como una espada y tenía muchos filos, como las legendarias espadas de Quilea siglos atrás.

Miró al oeste. Los ygrathios descendían por la colina más cercana, con sus armas brillando a la luz de la luna. «No es un sueño», se dijo.

Donar estaba a su lado, serio y ceñudo. Mattio se situó más allá con una apasionada expresión de desafío en el rostro. Hombres y mujeres se reunieron detrás de ellos; todos esgrimían espigas en las manos, todos tenían el mismo aspecto: fuertes, resueltos, valientes.

—¿Vamos? —les dijo Donar volviéndose a mirarlos—. ¿Vamos a combatir por los campos y por nuestro pueblo? ¿Vendréis conmigo a la guerra de los Rescoldos?

—¡Por los campos! —gritaron a coro los Caminantes de la Noche levantando hacia el cielo sus espadas vivientes.

Lo que Baerd di Tigana bar Saevar gritó lo gritó sólo para su propio corazón, pero avanzó con todos los demás, con una espiga de trigo en la mano como si fuera una espada, para combatir bajo la pálida luna verde de aquel lugar encantado.

Cuando los Otros caían, escamosos, ciegos y cuajados de gusanos, no les brotaba sangre. Elena sabía por qué, pues Donar se lo había explicado hacía años: la sangre significaba vida, y los adversarios con los que luchaban de noche eran enemigos de cualquier tipo de vida. Cuando caían bajo las espadas de trigo no fluía nada de ellos, nada rezumaba para ir a empapar la tierra.

Eran muchos. Siempre eran muchos; se arremolinaban en una masa gris como babosas, descendían colinas abajo y pululaban por el arroyo donde Donar, Mattio y Baerd se habían hecho fuertes.

Elena se aprestó a la lucha en medio del ruidoso y turbulento caos de aquella noche teñida de verde. Estaba aterrorizada, pero sabía que podría superar el miedo. Se acordó del terror que la había invadido en la primera guerra de los Rescoldos; se había preguntado entonces cómo ella, que en el mundo diurno apenas podía sostener una espada, iba a poder combatir con aquellas criaturas asquerosas semejantes a las que veía en sus pesadillas.

Pero Donar y Verzar habían mitigado sus temores: allí, en aquella verde noche de magia, era el alma y el espíritu lo que importaba, era el coraje y la pasión lo que configuraba los cuerpos bajo los que luchaban. Las Noches de los Rescoldos, Elena se sentía mucho más fuerte, mucho más ligera y rápida. También aquello la había asustado al principio, e incluso después: bajo la luna verde se convertía en alguien capaz de matar. Era una constatación que tenía que asumir, una adaptación que tenía que aceptar. Todos lo hacían, en mayor o menor grado. Todos eran muy diferentes de como solían ser a la luz del sol y de las dos lunas de su casa. En aquella noche de guerra, Donar, año tras año, recuperaba la perdida imagen que hacía tiempo había tenido.

Baerd también mostraba una apariencia muy distinta de la que cualquiera hubiera podido adivinar o esperar. Quince años, les había dicho; no catorce, de otro modo ellos no se lo habrían permitido.

Elena no lo entendía, pero no tenía tiempo para encontrarle un sentido. Los Otros estaban en el arroyo y trataban de trepar, con la horrible apariencia que su mente había conformado.

Esquivó el hachazo de una criatura que trepaba del arroyo chorreando agua, rechinó los dientes y lo acuchilló con una instintiva ferocidad que jamás hubiera imaginado tener. Sintió que la espada, su espada viviente, traspasaba la escamosa armadura y se clavaba en el cuerpo del enemigo cuajado de gusanos.

Luego, con un esfuerzo, sacó la espada, odiando lo que había hecho, pero odiando infinitamente más a los Otros. Se dio la vuelta, sin tiempo apenas de parar un golpe y retroceder ante dos nuevos asaltantes que se precipitaban contra ella con las fauces

abiertas, y alzó la espada en un desesperado intento de protegerse. De pronto vio que ante ella sólo se alzaba uno de los Otros; poco después, ninguno.

Bajó la espada y miró a Baerd, al extranjero del camino, a la promesa que le ofrecía la noche. Él le sonreía, en silencio, de pie sobre los cuerpos de los Otros que acababa de matar. Le sonreía y no le decía nada, aunque le había salvado la vida. Luego se volvió y regresó al río. Ella lo vio alejarse, lo vio perderse en la batalla, y no supo si abrigar una ligera esperanza ante su habilidad para matar o dar rienda suelta al dolor ante la expresión de sus ojos.

Pero no había tiempo que perder en tales pensamientos. El río hervía y bullía con el chapoteo que producían los Otros al meterse en el agua. Alaridos de dolor, gritos de rabia y de furia cortaban la verde noche como espadas de sonido. Vio que Donar, en la orilla sur, blandía con las dos manos la espada dibujando remolinos en el aire. Mattio se hallaba a su lado, cortando y clavando, a pie firme entre los cuerpos caídos, sublime en su coraje. Por doquier los Caminantes de la Noche de Certando se arrojaban a la caldera de su guerra.

Vio caer a una mujer y luego a otra, acosadas y derribadas por aquellas criaturas venidas del oeste. Gritó llena de furia y repugnancia y se dirigió corriendo hacia la orilla del río, donde estaba Carenna luchando con su espada; la sangre —la sangre que era vida y promesa de vida— le ardía con la urgencia de rechazar al enemigo. Rechazado esa noche, y después otras muchas, año tras año en cada una de las Noches de los Rescoldos, para que la siembra de primavera pudiera fructificar, para que la tierra pudiera derramar sus bienes en el otoño. Así un año, y otro año, y otro año.

En medio de aquel confuso caos de ruido y movimiento, Elena miró hacia arriba. Comprobó la situación de la luna, que todavía ascendía, y entonces no pudo menos que mirar hacia la colina más cercana situada al otro lado del arroyo, con el corazón encogido de temor. No había nadie. Todavía no.

Pero estaba casi segura de que pronto habría alguien. ¿Qué ocurriría entonces? Procuró no pensarlo. Ocurriría lo que tuviera que ocurrir. Ahora había que pensar sólo en la guerra que se extendía por doquier; ya era suficiente el terror que le infundían los Otros que surgían sin cesar del río.

Apartó sus pensamientos de la colina y atacó con fiereza. Sintió que su espada se clavaba en un escamoso hombro, Yoyó que el Otro emitía un sonido acuoso y burbujeante. Le des clavó la espada y la levantó a tiempo de detener un golpe sesgado, pero la brusquedad del movimiento la hizo tambalearse. Por detrás la sostuvo una mano que no alcanzó a ver, pero sabía que era la de Carenna.

Bajo las desconocidas estrellas, bajo la luz verde de aquella extraña luna, reinaba el caos y el frenesí; por doquier se oían gritos y alaridos, y las orillas del río estaban fangosas, resbaladizas, peligrosas. Los Otros que veía Elena eran acuosos, grises, llenos de parásitos y de úlceras abiertas. Apretó los dientes y siguió luchando,

dejando que en aquella Noche de los Rescoldos su espíritu guiara su cuerpo ágil. La espiga que blandía como espada dañaba con una vida que parecía proceder más de ella misma que de la propia Elena. La mujer estaba empapada de barro y agua estaba segura de que también de sangre, pero no había tiempo para comprobarlo; no había tiempo más que para combatir, golpear, cortar y luchar para mantenerse en pie sobre la resbaladiza ribera, porque caer habría significado la muerte.

Tuvo una imagen fugaz y alucinante de Donar luchando junto a ella, y también de Carenna. Luego vio que Donar se alejaba con un puñado de hombres para hacer frente a un avance del enemigo. Baerd se colocó a su izquierda para proteger el flanco que Donar había tenido que abandonar, pero, cuando ella lo miró por segunda vez, ya había desaparecido; la luna por entonces estaba muy alta.

De pronto vio dónde estaba. Se había metido en el río, sin aguardar a que los Otros llegaran hasta él, y los estaba atacando en el agua, gritando palabras incoherentes que ella no entendía. Era ágil, delgado, joven, y luchaba con un ardor mortal. Vio que los cuerpos de los Otros se apilaban a sus pies como un montículo gris que bloqueara la corriente. Sabía que él los veía de forma muy distinta. Le había dicho lo que veía: soldados de Ygrath, de Brandín, del tirano del oeste.

Movía la espada con tanta celeridad que casi parecía desvanecerse en destellos. Con el agua por las rodillas, se mantenía firme como un árbol y el enemigo no podía hacerla retroceder ni lograba sobrevivir a su mortal espada. Los Otros escapaban de él tropezando y tratando de abrirse paso entre los muertos para avanzar corriente abajo. Los estaba haciendo huir, combatiendo solo en el agua, con aquella extraña luz lunar reflejada en su rostro y en la espiga viviente que utilizaba como espada. Pero no era más que un muchacho de quince años. El corazón de Elena se encogió por él, mientras luchaba por sobreponerse a la abrumadora debilidad que la estaba invadiendo.

Deseaba por encima de todo mantener su propia posición, al norte de donde él estaba, en aquella ribera fangosa. Carenna estaba ahora más al sur, junto al río, luchando al lado de Donar. Dos hombres y una mujer de otro pueblo se unieron a Elena y los cuatro juntos lucharon por mantenerse firmes moviéndose como guiados por una sola mente.

No eran combatientes, no estaban entrenados para luchar. Eran granjeros, esposas de granjeros, molineros, herreros, tejedores, criadas, albañiles, cabreros de las colinas de la sierra de Braccio. Pero todos y cada uno de ellos habían nacido con el saco amniótico que en las montañas destinaba a los niños a las enseñanzas de Carlozzi y a la guerra de los Rescoldos y bajo la luna verde, que había llegado a su cenit y empezaba a descender, la pasión que les embargaba el alma les enseñaba a defender la vida con las espadas en que se habían convertido las espigas.

Así los Caminantes de la Noche de Certando combatían junto al río, luchando por el más misterioso y ancestral de los sueños, por los anchurosos campos que se extendían más allá de las ciudades amuralladas. Por el sueño de la Tierra, por el

suelo que renacía, fértil y prometedor, en el ciclo de las estaciones y los años; por el sueño de rechazar a los Otros, de alejarlos más y más, de alejarlos para siempre en un venturoso año que ninguno de ellos viviría para ver y en medio del tumulto y del frenesí, en medio de la ensordecedora violencia desatada junto al río, Elena y sus compañeros encontraron un momento de respiro. Elena tuvo ocasión de levantar la vista y observar que los enemigos estaban abandonando el río. Los Otros se dispersaban en confuso desorden hacia el oeste. Vio que Baerd, con el agua por las caderas, se adentraba en la corriente gritando al enemigo que volviera, maldiciéndolos con una voz tan torturada que ni él mismo habría podido reconocer por suya.

Casi sin fuerzas ya para tenerse en pie, Elena se apoyó en la espada procurando recobrar el aliento. Miró en torno y vio que uno de los hombres que había combatido junto a ella había caído de rodillas y se agarraba un hombro con la mano. Sangraba profusamente por una fea herida. Se arrodilló a su lado y se desgarró el vestido para improvisar un vendaje, pero él la detuvo con un gesto y le señaló hacia el otro lado del río. Elena miró hacia allí, hacia el oeste, y volvió a ser presa del pánico. En aquel momento en que parecían estar alcanzando la victoria, advirtió que la colina más cercana ya no estaba vacía: algo había aparecido en ella.

—¡Mira! —gritó un hombre junto al río—. ¡Él está con ellos otra vez! ¡Estamos perdidos!

Otras voces corearon aquel grito junto al río, gritos de horror, dolor y pánico, porque veían, todos veían que la sombría figura había vuelto a aparecer. En lo más profundo de su corazón, Elena había tenido la seguridad de que aparecería.

Tal como casi siempre había sucedido en los últimos quince o veinte años. Donar les había dicho que hasta entonces nunca había aparecido. Cuando la luna, verde y llena, comenzaba a ponerse, cuando parecía que tendrían alguna oportunidad de rechazar a los Otros, aparecía en la retaguardia enemiga aquella tenebrosa figura, envuelta en humo y niebla como en un sudario.

Los Caminantes la veían aparecer en los años de derrota, cuando eran forzados a retroceder, a abandonar. Avanzaba por los lugares de la batalla tan desesperadamente defendidos, por los campos perdidos, y los reclamaba como suyos. Ruina, enfermedad y desolación se extendían por donde pasaba, en todos los rincones de la tierra.

Ahora había aparecido en la más cercana de las devastadas colinas al oeste del río, envuelto en oscuros nubarrones y espesa niebla. Elena no podía distinguirle el rostro —nadie se lo había visto nunca—, pero en medio del humo y de la oscuridad vio que alzaba las manos y las extendía hacia ellos, para alcanzar a los Caminantes de la orilla del río. Elena sintió en el corazón un repentino helor, un terrible y aterrador estremecimiento, y las piernas le empezaron a temblar. Vio que las manos también le temblaban y le pareció que no podía hacer nada, nada en absoluto para infundirse valor.

En el río, los Otros —el ejército, los aliados o las amorfas proyecciones de aquella figura— lo vieron tender las manos hacia el campo de batalla, y gritaron con salvaje alegría. Elena vio que se agrupaban al oeste del río y se disponían a atacar otra vez, y se acordó, al límite de sus fuerzas, con el corazón embargado de desesperanza, que aquello era exactamente lo que había ocurrido la primavera pasada, y también la anterior. Se le encogió el ánimo ante la certeza del desastre que se avecinaba, mientras se esforzaba por encontrar el modo de aprestar su agotado cuerpo para resistir otro ataque.

Mattio estaba a su lado. Con una determinación sombría y desesperada de enfrentarse ciegamente al poder de aquella figura de la colina, dijo con voz entrecortada:

—¡Esta vez no! ¡No! ¡Que me maten! ¡No voy a retroceder otra vez!

Apenas podía mantenerse en pie y estaba sangrando de una cuchillada en el costado derecho y otra en la pierna. Cuando se irguió para avanzar hacia el río, Elena vio que cojeaba. Sin embargo, lo estaba consiguiendo; seguía y seguía avanzando para encararse contra lo que se cernía sobre ellos. Elena sintió que se le escapaba un sollozo de su seca garganta.

Los Otros los atacaban otra vez. El hombre herido que estaba junto a ella se levantó como pudo sosteniendo la espada con la mano izquierda, porque la derecha le colgaba inerte. Por toda la ribera del río había muchos hombres y mujeres heridos, algunos de gravedad. Aun así, aguardaban a pie firme con las espadas alzadas. Con el corazón rebosante de amor y de un orgullo punzante como el dolor, Elena vio que los Caminantes de la Noche no retrocedían. Ni uno solo. Estaban dispuestos a defender aquella tierra, o por lo menos a intentado. Elena sabía que algunos, incluso muchos de ellos, morirían en el intento.

Miró a Donar que estaba a su lado y se acobardó ante lo que leyó en su rostro.

—No —dijo Donar—. Es una locura. Debemos abandonar. No tenemos otra elección. Si esta noche caemos muchos en el combate, el año que viene será aún peor. Tengo que ganar tiempo, hay que tener la esperanza de que algún día las cosas cambiarán.

Las palabras sonaban como si se las arrancasen de la garganta. Elena sintió que comenzaba a llorar, de agotamiento y de algo más. Y, mientras desde el abismo de su fatiga le hacía un gesto a Donar intentando transmitirle comprensión y apoyo, deseando aliviar la crudeza de su dolor, mientras los Otros se precipitaban más y más cerca, triunfantes, aterradores, descansados, se dio cuenta de pronto de que Baerd no estaba en la orilla. Corrió hacia el río buscándolo, y entonces vio comenzar el milagro.

Ya no le cabía duda de ninguna clase. Desde el mismísimo momento en que aquella figura envuelta en nieblas apareció sobre la negra colina, Baerd supo lo que era. En cierto modo ya lo había intuido antes de que apareciera, y comprendió que por eso estaba él allí. Donar seguramente no lo sabía, pero por eso el jefe había soñado que alguien se reuniría con ellos, por eso sus pasos lo habían conducido aquella noche hasta el lugar donde Elena estaba escrutando la oscuridad. Parecía haber pasado mucho tiempo desde entonces.

No podía distinguir la figura con toda claridad, pero no importaba; en verdad no importaba en absoluto, pues sabía lo que era. Era como si los sufrimientos, dolores y penalidades de toda su vida, de su vida y de la de Alessan, lo hubieran llevado hasta aquel río bajo aquella luna verdosa, para que alguien supiera lo que representaba la figura sobre la negra colina y reconociera la naturaleza de su poder. El poder que los Caminantes de la Noche no habían podido resistir porque no lo entendían.

Oyó tras él un chapoteo y supo intuitivamente que era Mattio. Sin volverse le tendió la espada. Los Otros —los ygrathios de sus sueños y de su odio— se estaban agrupando en la margen izquierda.

Baerd hizo caso omiso de ellos. Eran meros instrumentos que ya no importaban, pues habían sido vencidos por el coraje de Donar y de los Caminantes. Ahora sólo la figura envuelta en sombras tenía significado, y Baerd sabía cómo manejárselas contra ella. No le hacía falta la destreza en las armas ni tampoco aquellas espadas de espigas. Ya no servían.

Exhaló un profundo suspiro, levantó las manos y las apuntó amenazadoramente contra la figura envuelta en un sudario de sombras, igual que ella les apuntaba amenazadoramente a ellos. Con el corazón rebosante de un viejo dolor y una joven certidumbre, consciente de que Alessan lo habría expresado mejor, pero sabiendo que aquella tarea había re caído sobre él y que aquello era exactamente lo que debía hacer, Baerd gritó con todas sus fuerzas en el misterio de aquella noche:

—¡Vete! ¡No te tenemos miedo! ¡Sé muy bien quién eres y de dónde procede tu poder! ¡Vete o te llamaré por tu nombre y te despojaré así de tu fuerza, porque los dos sabemos el poder que en esta noche tienen los nombres!

Poco a poco amainaron los espantosos alaridos al otro lado del río y se desvaneció el murmullo que levantaban los Caminantes. Todo quedó en silencio, en un silencio mortal. Baerd podía oír incluso la entre cortada y trabajosa respiración de Mattio que seguía tras él, pero no se volvió. Se mantuvo muy quieto, esforzándose por penetrar la niebla que envolvía la figura de la colina. Y, mientras la miraba fijamente, le pareció que bajaba un poco los brazos, que la espesa niebla se iba despejando.

No esperó más.

—¡Vete! —gritó otra vez, con más fuerza y más determinación en la voz—. Te he dicho que te conozco y te conozco. Eres el espíritu de los violadores de nuestro país. La presencia de Ygrath y de Barbadior en esta península. ¡La presencia de los dos tiranos! Eres la tiranía en una tierra que era libre. Eres la plaga y la ruina de estos campos. Has usado tu magia en el oeste para profanar y destruir un nombre. ¡Tuyo es el poder de la oscuridad y de la sombra bajo esta luna, pero yo te conozco y puedo nombrarte, y así todas tus sombras se desvanecerán!

A medida que hablaba comprobaba que las palabras que acudían a sus labios daban en el blanco. Estaba sucediendo: podía ver que la niebla se disipaba como arrastrada por el viento. Pero, aun en medio de la alegría que lo embargaba, comprendió que la victoria se estaba produciendo únicamente allí, en aquel lugar irreal. Pensó en su padre caído junto al río Deisa, en su madre, en Dianora, y alzó los brazos tensos y rígidos, mientras oía los murmullos de incrédula esperanza que se levantaban a su espalda.

Mattio susurró algo con voz emocionada. Baerd supuso que debía de ser una plegaria.

Los Otros se movían en desorden a la izquierda del río.

Mientras Baerd, inmóvil, con los brazos extendidos y el corazón agitado, seguía mirando, las sombras que envolvían al jefe de los Otros se levantaron y empezaron a disiparse por la cumbre de la colina. Por unos momentos Baerd creyó distinguir con toda claridad la figura; creyó ver a un hombre con barba, delgado, de mediana estatura, y supo cuál de los dos tiranos era: el que había venido del oeste. Y, ante aquella visión, algo desgarrador emergió de lo más profundo de su ser, como si una ola se hubiera roto contra su alma.

—¡Mi espada! —rugió—. ¡Rápido!

Tendió la mano hacia atrás, y Mattio le dio el arma. Ante ellos los Otros empezaban a retroceder, primero despacio, luego más y más deprisa. Pero aquel detalle no importaba ya, no importaba en absoluto.

Baerd seguía mirando a la figura de la colina. Vio que se despejaban las últimas sombras y elevó su voz una vez más con toda la fuerza y pasión del alma:

—¡Espérame! Si eres ygrathio, si eres de verdad el hechicero de Ygrath, quiero verte la cara. ¡Espérame! ¡Voy en tu busca!

En nombre de mi casa y de mi padre, vaya tu encuentro. ¡Soy Baerd di Tigana bar Saevar!

Con ferocidad, sin dejar de gritar su reto, se precipitó en el agua y escaló la otra orilla del río. Bajo las botas sentía como si fuera hielo la frialdad de la tierra devastada. Se daba cuenta de que se había internado en un terreno en el que no tenía

cabida la vida, pero en aquel momento, aquella noche, con aquella figura ante él, no le importaba nada. Ni siquiera morir.

El ejército de los Otros se batía en retirada, arrojaban las armas sin dejar de correr. Nadie le hacía frente. Alzó la vista otra vez. La luna parecía estar poniéndose a increíble celeridad; la vio detenerse, redonda y enorme, en la cumbre misma de la negra colina, y aquella silueta se recortó contra la luna verdosa. Las sombras se habían desvanecido, y casi podía ver con total nitidez aquella figura que se alzaba al otro lado de los campos arruinados.

Luego oyó una tremenda carcajada de burla, en respuesta a sus gritos de amenaza. Era la carcajada de sus sueños, la carcajada de los soldados en el año de la destrucción. Sin dejar de reír, sin darse prisa alguna, la figura se volvió y comenzó a bajar de la cumbre de la colina hacia el oeste.

Baerd echó a correr.

—¡Espera! —oyó que le gritaba la mujer llamada Carenna—. ¡No puedes internarte en los campos devastados cuando la luna se está poniendo! ¡Vuelve! ¡Hemos ganado!

Ellos habían ganado. Pero él no, pese a lo que pudieran decir o pensar los Caminantes de los montes. Su batalla, la suya y la de Alessan, no estaba más cerca de resolverse de lo que lo había estado antes de aquella noche. Pese a lo que había hecho por los Caminantes de la Noche de Certando, aquella victoria no era la suya, no podía serlo. Lo sabía muy bien en lo más profundo del corazón y su enemigo, la imagen del odio de su alma, lo sabía tan bien como él; por eso, a punto de desaparecer tras la cima de la colina, se burlaba de él.

—¡Espérame! —gritó Baerd otra vez, con una impetuosa fuerza que desgarró la noche.

Siguió corriendo, volando sobre la tierra estéril, con el corazón a punto de estallar por la carrera. Alcanzó a enemigos rezagados y los mató aunque sin dejar de correr, sin perder siquiera velocidad. No es que le importaran mucho, pero así al año siguiente los Caminantes tendrían que enfrentarse a menos enemigos. Los Otros se desparramaban en desorden, hacia el norte y hacia el sur, lejos de él, lejos de su camino hacia la colina. Baerd llegó a la ladera y comenzó a subir buscando asideros firmes para sus pies en el frío y devastado suelo. Llegó arriba trémulo y jadeante.

Se detuvo en la cima justo en el mismo lugar donde se había erguido la figura envuelta en sombras; miró hacia el oeste, hacia los valles desiertos y las montañas estériles que se alzaban detrás, y no vio nada. No había ni un alma.

Se giró hacia el norte y luego hacia el sur, con el corazón oprimido, y vio que el ejército de los Otros también parecía haber desaparecido. Volvió a mirar hacia el oeste y entonces comprendió.

La luna verde se había puesto.

Estaba solo en la tierra devastada bajo un cielo iluminado por desconocidas estrellas; Tigana estaba tan lejos de ser recuperada como siempre. Su padre seguía muerto y nunca regresaría a su lado, y su madre y su hermana estaban también muertas o perdidas en algún lugar del mundo.

Baerd cayó de rodillas en la arruinada colina. La tierra estaba fría como el invierno, más fría aún. Se le cayó la espada de entre los dedos, que de pronto habían perdido toda su fuerza. A la luz de las estrellas se miró las manos, las finas manos del muchacho que en otro tiempo había sido, y entonces, por segunda vez en aquella Noche de los Rescoldos, se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar como si el corazón acabara de rompérsele en ese instante y no muchos años atrás.

Elena llegó al pie de la colina y comenzó a subir. Le faltaba el aliento a consecuencia de la carrera, pero la ladera no era demasiado abrupta. Mattio la había sujetado por el brazo cuando se metió en el río y le había dicho que internarse por las tierras devastadas tras haberse puesto la luna significaría su muerte, pero Donar le había asegurado que ya no había peligro. Donar había sido incapaz de dejar de sonreír desde el momento en que Baerd había hecho huir a la figura envuelta en sombras. En su rostro había una expresión de asombrada e incrédula alegría.

La mayoría de los Caminantes, heridos, fatigados y ebrios de triunfo, habían regresado al campo en el que habían cogido sus armas. Desde allí regresarían a casa antes de la salida del sol. Siempre sucedía así.

Rehuyendo la mirada de Mattio, Elena había cruzado el río para ir tras Baerd, mientras oía cómo empezaban a entonarse los cantos. Sabía lo que iba a ocurrir en las acogedoras y sombrías hondonadas de aquel campo tras la victoria de los Rescoldos, y el corazón se le aceleraba al pensarlo. Podía adivinar cuál debía ser la expresión del rostro de Mattio mientras ella se metía en el río y lo cruzaba. Le pidió mentalmente perdón pero no aflojó el paso ni vaciló, y a mitad de camino hacia la colina echó a correr temiendo por el hombre a quien buscaba y por ella misma, sola en medio de aquella anchurosa y desierta oscuridad.

Baerd estaba sentado en la cima de la colina, donde se había alzado la sombría figura antes de desaparecer. Levantó la vista al acercarse Elena, y una extraña expresión de temor apareció por un instante en su rostro iluminado por las estrellas.

La muchacha se detuvo titubeante.

—Soy yo —dijo tratando de recobrar el aliento.

Baerd se quedó callado unos instantes.

—Lo siento —repuso al fin—. No esperaba a nadie. Por un instante…, por un instante te tomé por…, te tomé por algo que vi una vez de niño. Algo que cambió mi vida entera.

Elena no supo qué contestar. Sólo había pensado en llegar hasta allí, y, ahora que se encontraba frente a él, de pronto volvía a sentirse insegura. Se sentó delante de él sobre el árido suelo. Él la miró sin decir nada.

Elena exhaló un profundo suspiro y dijo con decisión:

—Deberías haber esperado a alguien. Deberías haber sabido que yo iba a venir.

Tragó saliva con el corazón palpitante.

Por unos momentos Baerd permaneció inmóvil, con la cabeza ligeramente ladeada, como si escuchara el eco de las palabras de ella. Luego sonrió. La sonrisa le iluminó el delgado y joven rostro y los ojos hundidos.

—Te lo agradezco —dijo—. Te lo agradezco mucho, Elena.

Era la primera vez que pronunciaba su nombre. En la distancia se oían los cantos del trigal. Arriba, en la negra bóveda celeste, las estrellas resplandecían con un brillo increíble.

Elena sintió que se ruborizaba, y bajó la vista para rehuir la mirada franca del hombre.

—Al fin y al cabo —murmuró con torpeza—, es peligroso internarse en estas tierras inertes; y tú no lo sabías. Nunca habías estado aquí. Con nosotros, quiero decir. No habrías sabido cómo volver a casa.

—Tengo una ligera idea —contestó él con seriedad—. Imagino que estaremos de regreso antes de la salida del sol. En cualquier caso, ya no son tierras baldías. Esta noche les hemos ganado. Elena, mira el camino por donde viniste.

La mujer volvió la cabeza. Se quedó sin aliento de asombro y alegría, al ver que por la senda que conducía hasta la colina, en lo que antes habían sido tierras estériles, estaban brotando flores blancas que se iban extendiendo por doquier.

Los ojos se le arrasaron en lágrimas que le emborronaron la vista. Pero ya había visto bastante. Comprendió que era la respuesta de la Tierra a lo que acababan de hacer aquella noche. Aquellas delicadas florecillas blancas que brotaban bajo las estrellas eran el espectáculo más hermoso que jamás hubiera visto en toda su vida.

Baerd le dijo con dulzura:

—Al venir hasta aquí has hecho brotar las flores, Elena. Debes decírselo a Donar, a Carenna, a los demás. Ganar la guerra de los Rescoldos no consiste sólo en sostener y defender la línea de batalla. Hay que perseguir a los Otros y hacerlos retroceder, Elena. Así se pueden reconquistar tierras perdidas en batallas anteriores.

Ella asentía; oía en sus palabras el eco de algo aprendido y olvidado hacía muchos años. Recitó de memoria:

—La tierra nunca muere del todo. Siempre puede resucitar. ¿Qué otro significado puede tener, si no, el ciclo de las estaciones y los años?

Se enjugó las lágrimas y lo miró.

En la oscuridad, el rostro de él tenía una expresión de profunda tristeza, pese a lo que estaba ocurriendo en torno. A Elena le hubiera gustado saber cómo disipar aquel dolor, y no sólo aquella noche.

—Supongo que es bastante cierto. O totalmente cierto aplicado a las cosas más grandes. Las más pequeñas, en cambio, sí pueden morir: la gente, los sueños, la patria …

Impulsivamente, Elena le cogió una mano. Era fina y suave y se abandonó entre las suyas aunque sin respuesta alguna. A lo lejos, al este del río, los Caminantes de la Noche entonaban canciones de bienvenida a la primavera, para alabar la bendición que la estación derramaba sobre las cosechas que se recogerían en verano. A Elena le hubiera gustado ser más sabia para poder dar una respuesta a la pena tan profunda y dolorosamente arraigada en el corazón de aquel hombre.

—Morir forma parte del ciclo —dijo—. Resucitamos con otra apariencia.

Pero aquello eran las enseñanzas de Donar, su forma de hablar, no la de ella.

Baerd seguía en silencio. Elena lo miró, pero todo lo que se le ocurría decirle se le antojaban tonterías, o eran palabras que había oído decir a otros. Pensó en algo que pudiese forzarlo a contestar y le preguntó:

—Dijiste que conocías a la figura envuelta en sombras. ¿Cómo es posible, Baerd? ¿Quieres contármelo?

Pronunciar su nombre le deparaba un extraño y casi ilícito placer.

Él volvió a sonreírle con amabilidad. Su rostro era también amable y juvenil.

—Donar tenía la clave de todo, y también Mattio; todos vosotros la teníais. Me dijisteis que habíais estado perdiendo durante unos veinte años. Donar me dijo que yo estaba demasiado atado a la transitoriedad de las batallas del reino del día, ¿lo recuerdas?

Elena asintió.

—No estaba del todo equivocado —siguió diciendo Baerd—. Vi aquí a los soldados ygrathios, y no eran reales, desde luego. Ahora lo comprendo. Por mucho que a mí me hubiera gustado que lo fueran. Pero tampoco yo estaba del todo equivocado.

Le apretó la mano por primera vez.

—Elena —siguió—, la maldad se alimenta de sí misma, y las maldades del reino del día, aunque transitorias, se añaden sin duda al poder de lo que vosotros combatís en las Noches de los Rescoldos. Se añaden sin duda, Elena, no puede ser de otro modo. Todo está relacionado. No podemos permitimos el lujo de mirar sólo a nuestra propia meta. Es una lección que me enseñó mi más querido amigo. Los tiranos en nuestra península han dado forma a un mal que va más allá de quien gobierna en un momento dado y esa maldad se ha desbordado en el campo de batalla donde vosotros, en nombre de la Luz, combatís a la Oscuridad.

—La Oscuridad se añade a la Oscuridad —murmuró ella, sin saber muy bien por qué.

—Eso es —asintió Baerd—. Eso es. Ahora entiendo vuestras batallas, entiendo que van mucho más allá de la guerra que yo libro en el mundo del día. Pero el hecho de que vayan más allá no significa que no exista una relación. Ahí residía el error de Donar. Si lo hubiera podido ver, se habría dado cuenta desde el principio.

—¿Y el nombre? —preguntó Elena—. ¿Qué tiene que ver el nombre con todo esto?

—Tiene muchísimo que ver —contestó Baerd en tono apacible.

Separó su mano de las de ella y se restregó los ojos.

—Los nombres tienen más importancia aquí, en este lugar mágico, que en el mundo, donde los mortales viven y mueren.

Dudó un instante; tras un silencio en el que se hicieron más audibles aún los cantos lejanos, susurró:

—¿Oíste cómo pronunciaba yo mi nombre?

Parecía una pregunta muy tonta, pues lo había pronunciado a gritos. Todos lo habían oído. Pero su expresión era tan solemne que ella no pudo menos que responder.

—Lo oí. Dijiste que te llamabas Baerd di Tigana bar Saevar.

Él se inclinó hacia ella, le tomó la mano y se la llevó a los labios, como si fuese la señora de uno de los castillos de las montañas y no la hija de un carretero del pueblecito al pie de Castelborso.

—Gracias —dijo con una voz rara—. Muchísimas gracias.

Creí…, creí que esta noche, aquí, todo podría ser muy distinto.

Elena sintió un hormigueo en el lugar donde la había besado; el corazón sele aceleró. Esforzándose por recobrar la compostura, le preguntó:

—¿Qué he hecho? No entiendo nada.

La expresión de él seguía siendo triste, pero menos manifiesta, más suave.

—Tigana es el nombre de una tierra que nos fue arrebatada. Su pérdida forma parte de la maldad que trajo a la figura envuelta en sombras a esta colina, y también a los campos de batalla en los que habéis combatido durante unos veinte años. Elena, no lo entenderás, no podrás entenderlo, pero créeme: no podrías haber oído el nombre de esa tierra en tu pueblecito, ni a la luz del día ni a la luz de las dos lunas. Aunque te lo hubiera dicho tan cerca como estamos ahora, o aunque lo hubiera pronunciado a gritos como lo hice junto al río.

La muchacha lo entendió. No comprendió la difícil complejidad de lo que estaba intentando explicarle, pero sí lo que más le importaba en aquellos momentos: entendió la causa de su dolor, la causa de aquella triste mirada en sus ojos.

—Tigana es tu patria —dijo— y no era una pregunta.

El asintió; todavía le tenía cogida la mano.

—Tigana es mi patria —repitió—. Los hombres la llaman ahora Corte la Baja.

Ella se quedó unos momentos silenciosa y pensativa.

—Debes decírselo a Donar —sugirió al fin—, antes de que regresemos de madrugada. Quizá sepa algo que pueda servirte de ayuda. Querrá ayudarte.

Algo brilló en el rostro de él.

—Lo haré —aseguró—. Hablaré con él antes de marcharme. Los dos se quedaron callados. «Antes de marcharme». Elena alejó de sí aquella idea cuanto pudo. Se dio cuenta de que tenía seca la garganta y el corazón casi tan acelerado como en la batalla. Baerd estaba inmóvil, y parecía muy joven. Quince años, había dicho. Apartó la mirada de él, insegura de sí misma otra vez, y vio que en torno a ellos la colina se había cubierto con una alfombra de flores blancas.

—¡Mira! —exclamó excitada e impresionada.

Él miró a su alrededor y sonrió con toda el alma.

—Las trajiste contigo —afirmó.

Allá abajo, en el trigal al otro lado del río, algunas voces seguían cantando. Elena sabía su significado. Estaban en la primera Noche de los Rescoldos de primavera. El principio del año, del ciclo de la siembra y la cosecha. Aquella noche habían ganado la guerra de los Rescoldos. Sabía lo que iba a ocurrir en aquel campo entre los hombres y las mujeres. Arriba, las estrellas parecían haberse aproximado, parecían estar casi tan cerca de ellos como las flores.

Tragó saliva e hizo acopio de valor.

—Hay otras cosas que son diferentes esta noche, aquí.

—Lo sé —repuso Baerd con dulzura.

Y entonces por fin se movió. Se puso de rodillas ante ella, en medio de las tiernas florecillas blancas, y le soltó la mano, pero le cogió la cara entre las suyas con tanta ternura que parecía como si temiera rompérsela o magullársela al simple contacto. Por encima del acelerado latido de su corazón, Elena le oyó susurrar su nombre una y otra vez como si fuera una especie de plegaria, y ella tuvo tiempo de murmurar el de él, todo completo, como si de un regalo se tratara, antes de que la besara.

Después, Elena ya no pudo pronunciar ni una palabra, porque el deseo y la pasión la desbordaron como si fuera una astilla, un pedacito de corteza arrastrada por una

enorme y precipitada ola. Pero Baerd estaba con ella. Estaban juntos en aquel lugar, desnudos entre las blancas flores recién brotadas en la colina.

Y, mientras lo estrechaba contra su cuerpo, sintiendo la intensidad de su deseo y de su ternura, Elena contempló por encima del hombro de él las luminosas estrellas de la Noche de los Rescoldos, y la asaltó el maravilloso y alegre pensamiento de que cada uno de aquellos diamantes celestiales tenía un nombre.

Luego, al sentir a Baerd sobre ella, aumentó su deseo y se diluyó el pensamiento consciente como si fuera polvo esparcido entre aquellas estrellas. Buscó con su boca la de él, lo estrechó más aún y cerró los ojos. Juntos dejaron que aquella enorme ola los arrastrara hasta el principio mismo de la primavera.