Cinco días después, la víspera de los Días de los Rescoldos de primavera, llegaron a Castelborso.
Durante toda la tarde del último día de viaje hacia el sur, Devin había estado observando las montañas. Un niño criado en las húmedas llanuras de Ásoli no podía menos que sentir respeto ante las impresionantes serranías sureñas: las montañas de Braccio, allí en Certando, las de Parravi al este, hacia Tregea, y hacia el oeste, cerniéndose sobre lo que en otro tiempo había sido Tigana, las montañas de Sfaroni, coronadas de nieve, cuya fama conocía aunque nunca las hubiera visto.
El día estaba ya muy avanzado. Aquella misma tarde, allá lejos, en el norte, Isolla de Ygrath yacía muerta y desmembrada bajo una ensangrentada sábana en la Sala de Audiencias del palacio de Chiara.
El sol, oculto tras el agreste espolón de las montañas, teñía los picos de tonos morados, rojos y púrpuras. En las cimas más altas todavía brillaba y resplandecía la nieve. Devin apenas podía distinguir la abrupta línea del desfiladero de Braccio: uno de los tres míticos desfiladeros que en algunas épocas había unido la península de la Palma con Quilea, que se extendía más al sur.
En épocas remotas, antes de que se hubiera instaurado el matriarcado en Quilea, había habido relaciones comerciales entre los territorios separados por las montañas, y los ritos piadosos de los Días de los Rescoldos de primavera eran el presagio de la reanudación de la actividad mercantil, pues se sabía que muy pronto los desfiladeros quedarían despejados de nieve. En aquellos tiempos las ciudades y fortalezas de los montañosos territorios del sur eran florecientes y prósperas. Estaban además muy bien fortificadas, porque un ejército podía pasar perfectamente por las mismas rutas que las caravanas. Pero ningún rey de Quilea se había sentido jamás lo suficientemente seguro en el trono como para aventurarse al frente de un ejército en las regiones del norte, pues las Sumas Sacerdotisas se hubieran quedado al acecho en Quilea aguardando a que acabaran vencidos o muertos.
En Certando, los ejércitos de los señores habían ensangrentado espadas y flechas combatiendo unos con otros con un odio que se había transmitido de generación en generación y que se había convertido en materia de leyendas.
Hacía algunos siglos, en los tiempos de Achis y Pasitea, había acabado por imponerse el matriarcado en Quilea; y, bajo el poder de las sacerdotisas, el país se había encerrado en sí mismo como una flor al atardecer y las caravanas habían dejado de circular.
Las ciudades de los territorios del sur se habían visto reducidas a aldeas, o bien, aun conservando su poderío y vigor, habían cambiado su forma de ser y vuelto los ojos al norte, a intereses diferentes, como había sucedido en Avalle de las Torres, en Tigana. En los montes de Certando, los poderosos señores, que en otro tiempo habían presidido suntuosas cortes en sus enormes castillos fortalezas, acabaron convirtiéndose en anacronismos vivientes. Los enfrentamientos y batallas entre ellos, que otrora respondían al fluctuar de los acontecimientos en la Palma, acabaron estallando por los motivos más nimios, aunque no por eso fueron menos sangrientos y enconados.
Cuando trabajaba con Ménico di Ferraut, Devin había tenido muchas veces la impresión de que todas las baladas del repertorio hacían referencia a algún señor o al hijo menor de éste perseguido por sus enemigos en aquellos riscos; o a malhadados amantes separados por el odio de sus padres; o a las sangrientas hazañas de esos padres, encerrados como halcones indómitos en las inexpugnables fortalezas de aquellas estribaciones de las montañas de Braccio.
Y de todas esas baladas, que cantaban la crueldad de las batallas y la destrucción de pueblos a sangre y fuego, lloraban los imposibles amores de jóvenes que se mataban arrojándose a silenciosos lagos escondidos en nebulosas colinas; de todas esas baladas, Devin tenía la impresión de que la mitad hacían referencia al clan de los Borso y se desarrollaban en el imponente y amenazador esplendor de Castelborso, junto al desfiladero de Braccio.
Hacía ya mucho tiempo, desde que habían desaparecido de Quilea las caravanas, que no se componían nuevas baladas. Pero en las últimas dos décadas habían surgido otras en torno a las habladurías y chismorreos del momento. Muchas, a decir verdad. En efecto, por su peculiar forma de ser y por su forma de vivir, Alienor de Castelborso se había convertido en una leyenda para los hombres y mujeres que frecuentaban los caminos.
Y, aunque esas historias más recientes eran historias de amor, como lo habían sido la mayoría de las antiguas, tenían muy poco que ver con desgraciados amantes que lamentaran su destino en desolados riscos, pues más bien hacían referencia a ciertos cambios que habían tenido lugar en Castelborso. Hablaban de alfombras y tapices admirablemente tejidos, de sedas, encajes y terciopelos, de extrañas obras de arte que adornaban las habitaciones que antaño habían visto cómo rudos caballeros planeaban a media noche correrías e incursiones mientras inquietos perros de caza se disputaban los huesos entre las mesas.
Sentado en el segundo carro junto a Erlein, Devin apartó la vista de las cumbres iluminadas por los últimos rayos del sol y contempló el castillo al que se dirigían. Escondido en un repliegue entre las colinas, rodeado por un foso, tras el que se agolpaba un pequeño poblado, Borso era poco más que una sombra. Observando con atención, Devin distinguió algunas luces en las ventanas. Las últimas luces que se encenderían hasta que acabaran los Días de los Rescoldos.
—Alienor es una amiga —era lo único que Alessan había tenido a bien comentar—. Una vieja amiga.
Y como tal los recibió cuando su senescal, alto, encorvado y con una magnífica barba blanca, los hizo pasar con ceremonia al gran salón agradablemente caldeado por una chimenea.
Alessan tenía el rostro arrebolado cuando ella des enlazó sus largos dedos de los cabellos de él y separó los labios de los suyos. Había sido un abrazo prolongado por parte de los dos. Luego Alienor retrocedió sonriente unos pasos para observar a los compañeros de Alessan.
Dedicó a Erlein un gesto que evidenciaba que lo reconocía.
—Bienvenido otra vez, trovador. Han pasado dos años, ¿no es así?
—Casi, señora. Me honra comprobar que te acuerdas de mí —repuso Erlein recuperando las maneras juveniles que había mostrado antes de que Alessan lo sometiera.
—Creo recordar que entonces viniste solo. Me complace verte ahora en tan agradable compañía.
Erlein abrió la boca para decir algo pero la cerró enseguida. Alienor dirigió a Alessan una breve e inquisitiva mirada.
Al no recibir respuesta alguna, miró al duque con unos ojos que reflejaban una tremenda curiosidad. Con aire pensativo apoyó la mejilla en un dedo e inclinó la cabeza hacia un lado. Sandre, disfrazado, soportaba aquel escrutinio con aire impasible.
—Un trabajo magnífico —dijo Alienor de Borso en voz muy baja para que no la oyeran ni el senescal ni los criados que estaban junto a las puertas—. Supongo que Baerd ha conseguido que toda la Palma te tenga por un khardhu. Me pregunto quién eres en realidad bajo ese disfraz —añadió con una sonrisa radiante.
Devin no sabía si estaba impresionado o inquieto. Instantes después aquel dilema había pasado a ser irrelevante.
—¿No lo sabes? —repuso Erlein en voz muy alta—. Un descuido terrible. Permíteme que haga las presentaciones. Señora, te presento a …
No pudo añadir una palabra más.
Devin fue el primero en reaccionar, cosa que le sorprendió cuando tuvo tiempo de reflexionar sobre todo aquello. Pero siempre había sido de prontas reacciones y además estaba muy cerca del brujo, y lo único que se le ocurrió fue pegar un salto y darle un tremendo puñetazo en la barriga.
Todo sucedió un segundo antes de que Catriana, que estaba al otro lado de Erlein, se apresurara a poner la mano sobre la boca del brujo. Erlein se dobló de dolor por el
puñetazo de Devin e hizo perder el equilibrio a Catriana, quien se vio impulsada hacia delante y fue a caer entre los brazos de Alienor.
Todo había sucedido escasamente en unos tres segundos. Erlein cayó de rodillas sobre la magnífica alfombra, y Devin se arrodilló junto a él. Oyó que Alienor hacía salir a los criados de la habitación.
—¡Eres un insensato! —exclamó Baerd dirigiéndose al mago.
—Desde luego que lo es —asintió Alienor en un tono muy diferente donde se evidenciaba su irritación—. ¿Cómo puede ocurrírsele a alguien que yo fuera a tener algún interés en saber la verdadera identidad de un guerrero khardhu?
Todavía sostenía a Catriana por la cintura, de una forma totalmente innecesaria. La soltó entonces y contempló con expresión divertida cómo la joven retrocedía rápidamente.
—Eres una criatura impetuosa, ¿no es cierto? —murmuró con voz suave.
—No demasiado —repuso Catriana, deteniéndose unos pasos más allá.
La boca de Alienor dibujó una mueca muy peculiar. Miró a Catriana de arriba abajo con expresión crítica.
—Estoy muy celosa de ti —declaró con toda parsimonia— y lo estaría igualmente aunque te cortaran ese cabello y te cerraran esos ojos. ¡Con qué hombres tan magníficos te ha sido dado viajar!
—¿De verdad te lo parecen? —contestó Catriana con voz neutra, mientras el rubor le asomaba al rostro.
—¿De verdad te lo parecen? —remedó Alienor—. ¿Quieres darme a entender que no lo has comprobado por ti misma? Querida niña, ¿qué has estado haciendo todas esas noches? ¡Pues claro que son magníficos! No desperdicies la juventud, querida.
Catriana la miró con aire retador.
—No creo que la esté desperdiciando —replicó—, pero supongo que tenemos puntos de vista muy diferentes en esa cuestión.
Devin se estremeció, pero la respuesta de Alienor fue muy contenida.
—Quizás —asintió sin inmutarse—. Pero, a decir verdad, creo que coincidiríamos más de lo que te imaginas. A medida que te hagas mayor, te darás cuenta de que esa gélida frialdad está bien para la muerte y para los finales, pero no para los principios. Sean cuales sean. Por otra parte —añadió con una sonrisa que era todo amabilidad—, me aseguraré de que esta noche tengas muchas mantas para preservarte del frío.
Erlein soltó un gruñido y distrajo la atención de Devin fija hasta entonces en las dos mujeres. Oyó que Catriana decía:
—Te agradezco la gentileza.
No le vio la expresión, pero por el tono adivinó cuál debía de haber sido.
Sostuvo la cabeza de Erlein mientras el brujo se esforzaba por recobrar el aliento. Alienor no se molestó en mirarlos. Saludó a Baerd con amistosa cortesía, utilizando un tono que armonizaba perfectamente con la actitud de Baerd hacia ella.
—Lo siento —se disculpó Devin con Erlein—. No se me ocurrió nada mejor.
Erlein le hizo un débil gesto con la mano que aún tenía ulcerada, aunque antes de llegar al castillo había insistido en quitarse los vendajes.
—Yo lo siento —susurró el mago ante la sorpresa de Devin—. Me olvidé de la presencia de los criados —dijo, enjugándose la boca con el dorso de la mano—. No ganaré nada con que nos maten. No es ésa mi idea de la libertad. Ni tampoco esta postura es digna de un hombre de mediana edad. Ya que me has derribado, puedes ayudarme a ponerme en pie.
Por primera vez Devin oía en la voz del trovador una débil nota de humor. Como Sandre había dicho, tenía el instinto de la supervivencia.
Con tanto cuidado como pudo, lo ayudó a levantarse.
—Ese joven tan violento —estaba diciendo Alessan— se llama Devin d’Ásoli. También sabe cantar. Si te portas bien, a lo mejor canta para ti.
Devin se alejó de Erlein; absorto como había estado en lo que acababa de suceder, no se encontraba preparado para afrontar lo que tenía ante los ojos.
«No es posible que esta mujer tenga cuarenta años», no pudo menos que pensar. Con suma cortesía esbozó la reverencia que le había enseñado Ménico para poder disimular su confusión. Alienor tenía casi cuarenta años, estaba seguro; había enviudado dos años después de casarse, cuando Cornaro di Borso había muerto en la invasión barbadia de Certando. Las historias y descripciones de la hermosa viuda de aquel castillo del sur habían empezado a circular poco después.
Pero no habían acertado ni siquiera a esbozar la belleza de la mujer que ahora estaba delante de él, vestida con una larga túnica de un azul tan oscuro que era casi negro. Tenía los cabellos negros, peinados en un moño que le coronaba la cabeza y sostenidos por una diadema de oro blanco engarzada de piedras preciosas. En torno al rostro le caían algunos rizos que enmarcaban artísticamente el óvalo de la cara. Tenía los ojos de color añil, casi violeta, largas pestañas y una boca carnosa y roja que sonreía de forma peculiar mientras miraba a Devin.
El muchacho se esforzó por sostener su mirada. Y, al hacerlo, sintió como si las compuertas de sus venas se abrieran de par en par y la sangre le fluyera como un impetuoso río que corría cada vez a más velocidad. Ella ensanchó aún más su sonrisa como si pudiera ver lo que estaba ocurriendo en su interior, y su mirada se hizo aún más penetrante.
—Supongo —dijo Alienor di Certando antes de volverse a mirar de nuevo a Alessan— que tendré que intentar portarme bien, si es que así consigo que cantes para mí.
Devin vio —no pudo menos que verlo— que sus pechos eran firmes y generosos. La túnica era muy escotada y sobre la piel resaltaba un diamante que, colgado del cuello, despedía destellos blanquiazules.
Sacudió la cabeza, luchando por recobrar el dominio y un tanto desconcertado ante su propia reacción. «Es ridículo», se repetía a sí mismo. Las historias que había oído le habían hecho perder el sentido y su imaginación se había dejado llevar por el opulento y sensual mobiliario de la habitación. Levantó los ojos para distraerse y al momento deseó no haberlo hecho.
En el techo, alguien experimentado en el arte de amar había pintado el primer acoplamiento de Adaón con Eanna. La diosa tenía el rostro de Alienor y el artista la había pintado en el momento mismo del arrobamiento, cuando las estrellas habían manado de su éxtasis.
El fondo del fresco estaba decorado con esas estrellas surgidas de la diosa; pero era difícil mirar el fondo del fresco. Devin bajó confuso los ojos. Le ayudó a recobrar la compostura la mirada que en esos momentos le estaba dirigiendo Catriana: era una mezcla de cáustica ironía y de algo más que Devin apenas pudo discernir. Pese al esplendor y la belleza de su mata de pelo, Catriana tenía un aire especialmente juvenil. Devin pensó que casi parecía una niña que no hubiera asumido su condición de mujer ni se diera cuenta de ella.
En cambio, la señora de Castelborso era una mujer de los pies a la cabeza. Devin notó que llevaba las uñas pintadas con el mismo inquietante color negro azulado de la túnica.
Tragó saliva y desvió otra vez la mirada.
—Os esperaba ayer —estaba diciendo Alienor a Alessan—. Os estuve aguardando todo el día y me acicalé para recibiros, pero no llegasteis.
—Tanto mejor —murmuró Alessan con una sonrisa—. Si te hubiera visto más bella aún que ahora, no habría podido reunir las fuerzas necesarias para marcharme.
Alienor sonrió con malicia y se dirigió a los demás.
—¿Habéis visto cómo me atormenta este hombre? No hace ni un cuarto de hora que ha llegado y ya habla de marcharse. ¡Estoy aviada con semejantes amigos!
El comentario iba dirigido como por casualidad a Devin. El muchacho tenía la boca seca; la mirada de ella le perturbaba de tal modo que no podía pronunciar palabra. Ensayó una sonrisa con la sospecha de que debía de tener la expresión de un fatuo o de un imbécil.
«Vino», pensó Devin al borde de la desesperación. Necesitaba con urgencia un vaso de cualquier cosa.
Como llamados por arte de magia, aparecieron tres criados vestidos de librea azul; cada uno de ellos portaba una bandeja con siete vasos de vino. Devin vio que los vasos de dos de las bandejas estaban llenos de un vino rojo que debía de ser de Certando.
El vino de la tercera bandeja era azul.
Al volverse hacia Alessan, Devin advirtió que el príncipe estaba mirando a Alienor con una expresión que rememoraba algo muy privado y compartido hacía tiempo. Por unos instantes el semblante y el porte de la mujer se alteraron, como si por unos momentos dejara a un lado el complejo entretejido de la seducción, y Devin, que después de seis meses se había convertido en un hombre perspicaz y sutil, creyó ver en sus ojos un indicio de tristeza.
Luego ella habló y entonces Devin estuvo seguro de lo que había visto. En cierto modo, eso lo calmó y derramó una luz diferente y apacible en la atmósfera de la habitación.
—Es algo que probablemente no olvidaré —dijo con ternura Alessan, señalando los vasos de vino azul.
—Yo tampoco —repuso él—. Puesto que comenzó aquí.
Ella guardó silencio un momento con la mirada baja. Cuando volvió a levantada, los ojos le resplandecían.
—He recibido muchas cartas para ti. Pero la última llegó hace muy poco —dijo—. La trajo hace dos días un joven sacerdote de Eanna que parecía tenerme miedo durante todo el tiempo que permaneció aquí. No quiso ni siquiera quedarse a dormir, aunque llegó cuando se ponía el sol. Te juro que por las prisas con que se marchó parecía temer que si se quedaba a cenar le fuera a quitar hasta el hábito.
—¿Y se lo hubieras quitado? —bromeó Alessan.
Ella hizo una mueca.
—Probablemente no. No vale la pena molestarse por esos tipos de Eanna. Pero era guapo. Casi tan guapo como Baerd, imagínate.
Baerd, imperturbable, se limitó a reír. Alienor lo miraba con coquetería. «Él también», pensó Devin. Aquellas miradas hablaban de acontecimientos y cosas compartidas hacía mucho tiempo. De pronto se sentía muy joven y en terreno movedizo.
—¿De dónde venía ese último mensaje? —preguntó Alessan. Alienor dudó unos instantes.
—Del oeste —se limitó a contestar, paseando una rápida mirada por los demás con una velada interrogación en los ojos que Alessan captó.
—Puedes hablar con toda franqueza. Confío en todos ellos —dijo con cuidado de no mirar a Erlein.
Devin sí lo miró, pero si esperaba alguna reacción especial del brujo se quedó con un palmo de narices.
Con un gesto, Alienor hizo salir a los criados. El anciano senescal también se había marchado para ocuparse del alojamiento de los huéspedes. Cuando se quedaron solos, Alienor se dirigió a un escritorio que había junto a una de las cuatro chimeneas y sacó de un cajón un sobre sellado. Volvió junto a ellos y se lo entregó a Alessan.
—Lo envía el propio Danoleón —indicó—. Viene de tu provincia, cuyo nombre no puede ser todavía ni oído ni pronunciado.
Era algo que Devin no esperaba en absoluto.
—Disculpadme —murmuró Alessan, antes de alejarse hacia la chimenea más próxima y abrir la carta.
Alienor, en tanto, les ofreció una copa de vino rojo. Devin bebió un largo trago y, al dejar su copa, advirtió que Baerd no había tocado la suya y tenía la mirada clavada en Alessan. Hizo lo propio y vio que el príncipe había acabado de leer la carta y permanecía muy quieto con los ojos fijos en el fuego.
—Alessan —lo llamó Baerd.
Alienor se volvió al oírlo, pero Alessan no se movió; parecía que ni siquiera lo había oído.
—Alessan —repitió Baerd con impaciencia—, ¿qué sucede?
Lentamente el príncipe de Tigana apartó la vista del fuego y los miró. En realidad, notó Devin, no los miraba a ellos; sólo a Baerd. Su rostro tenía una expresión adusta y fría. «La gélida frialdad está bien para los finales», recordó Devin sin desearlo.
—Es, en efecto, de Danoleón, y viene del santuario —explicó Alessan con voz neutra—. Mi madre se está muriendo. Tendré que salir para allá mañana mismo.
El rostro de Baerd había palidecido tanto como el de Alessan.
—¿Y la reunión? —preguntó—. ¿La reunión de mañana?
—Eso es lo primero —dijo Alessan—. Después de la reunión, suceda lo que suceda, regresaré a nuestra patria.
Teniendo en cuenta la impresión que produjeron aquellas noticias y el impacto que las palabras y la reacción de Alessan había causado en todos ellos, Devin se sorprendió muchísimo al oír que alguien llamaba a su puerta ya avanzada la noche, cuando aún no se había dormido.
—Un momento —dijo en voz baja mientras se ponía los pantalones.
Se pasó a toda prisa una camisa por la cabeza y se encaminó descalzo hacia la puerta, estremeciéndose por la frialdad de las baldosas. Con el cabello revuelto y despeinado abrió la puerta.
En el vestíbulo, con una vela en la mano que dibujaba misteriosas e inquietantes sombras en las paredes del pasillo, estaba Alienor en persona.
—Ven —se limitó a decirle.
No le sonrió y Devin no pudo vislumbrarle los ojos tras la vela. Llevaba un vestido de color blanco crema orlado de piel; le llegaba hasta el cuello, pero Devin podía adivinar perfectamente el contorno del pecho. El cabello, suelto, le caía a la espalda como una negra cascada.
Devin vaciló; sentía la boca seca y la mente dispersa y torpe. Se llevó una mano a la cabeza para tratar de poner en orden los cabellos.
—Déjalos como están —dijo ella acariciándole los rizos castaños con aquella inquietante mano de uñas oscurísimas—. Déjalos —repitió dándose la vuelta.
Devin la siguió. La siguió a ella, al resplandor de la vela y al caótico fluir de su sangre; recorrieron un largo pasillo y luego otro más corto, atravesaron una serie de habitaciones vacías y subieron por una escalera de caracol. Arriba, un resplandor de luz anaranjada salía por unas puertas abiertas de par en par. Devin cruzó el umbral tras la señora de Castelborso. Echó una ojeada al resplandor del fuego, a las intrincadas colgaduras de las paredes, a la profusión de alfombras extravagantes que cubrían el suelo y al enorme lecho con dosel lleno de cojines de todos los tamaños y colores. Junto a la chimenea, un enorme perrazo de caza de color gris le echó una mirada sin moverse del sitio.
Alienor dejó la vela, cerró las puertas y se volvió hacia él apoyándose contra la madera barnizada. Sus ojos parecían enormes, de un inquietante color negro. Devin sintió el martille o de la sangre en sus venas.
—Estoy ardiendo —dijo Alienor.
Algo en su interior, donde aún quedaba sentido de la medida y capacidad de ironía, quiso protestar, incluso reírse de semejante declaración. Pero al mirarla notó claramente su respiración acelerada y entre cortada y su rostro congestionado. Le acarició la mejilla con una mano que no parecía pertenecerle.
Estaba ardiendo.
Alienor emitió un jadeante gruñido y, cogiéndole la mano, le clavó los dientes en la palma.
El dolor desencadenó en Devin un deseo como jamás había sentido. Oyó un extraño sonido y se dio cuenta de que lo había emitido él. Dio un paso hacia ella y la cogió entre sus brazos. Los dedos de ella se aferraron y tiraron de sus cabellos, y su
boca lo besó con una avidez y una urgencia que desencadenaron el fuego de su pasión hasta la inconsciencia.
Todo desapareció o estaba desapareciendo: Tigana, Alessan, Alais, Catriana, los recuerdos… Incluso la capacidad de recordar, que había sido su tabla de salvación y su orgullo. El recuerdo de los pasillos que lo habían conducido hasta aquella habitación, el recuerdo de caminos, de años y de habitaciones, de todas las habitaciones que lo habían llevado hasta allí, y a ella.
Le quitó la ropa y enterró el rostro entre sus pechos. Ella jadeó y le desgarró la camisa hasta quitársela. Devin sintió que le arañaba la piel de la espalda. Torció la cabeza y la mordió hasta saborear la sangre. La oyó reír.
Nunca, nunca jamás había hecho algo semejante.
Sin saber cómo, se encontraron en la cama, entre el desorden de los cojines. Alienor estaba desnuda encima de él, clavada a su sexo, recorriéndole el cuerpo con la boca, mientras ambos se agitaban juntos en un frenesí que se afanaba por perder el mundo de vista en la medida de lo posible.
Por unos instantes Devin creyó entender. En un irreflexivo momento de visceral inspiración creyó comprender por qué Alienor estaba haciendo aquello. Creyó comprender la naturaleza de aquella pasión que no era lo que parecía ser. Si hubiera podido prolongar aquel momento, si hubiera podido alcanzar un lugar tranquilo en el firmamento, habría logrado dar un nombre a aquello, habría logrado dar forma a aquella imprecisa conciencia. Lo intentó con toda el alma …
Ella gritó en el colmo del paroxismo y se aferró a él con manos agarrotadas. El deseo destruyó en Devin toda capacidad de pensar, todo intento de pensar. Con un movimiento brusco que arrojó al suelo los cojines, montó encima de ella sin abandonar el cálido abrigo de sus muslos. Alienor tenía los ojos cerrados y murmuraba palabras inaudibles.
Devin comenzó a moverse dentro de ella como si quisiera conjurar todos los demonios y sufrimientos, todas las brutales realidades que sacudían en aquellos días el mundo de la Palma. Cuando alcanzó el clímax, se quedó estremecido y agotado. No sabía dónde estaba; sólo tenía una idea confusa de su propio nombre.
La oyó murmurar algo en voz muy baja, una y otra vez, antes de despegarse suavemente de él. Devin se tumbó de espaldas con los ojos cerrados y se quedó inmóvil, mientras los dedos de ella le recorrían la piel. Alienor jugueteaba con las manos de él, acariciándolas y guiándolas; le acariciaba con labios y dedos el pecho, el vientre, el sexo, los muslos, las piernas, los pies.
Cuando se dio cuenta de lo que la mujer había hecho, se encontró atado de pies y manos a la cama, sin poder moverse debajo de ella. Abrió mucho los ojos, asustado y asombrado, y luchó por soltarse, pero en vano, pues ella lo había inmovilizado con ataduras de seda.
—Ha sido una manera muy prometedora de empezar la noche —dijo Alienor con voz ronca—. ¿Quieres que ahora te enseñe algo más?
Se incorporó, desnuda y esplendorosa, con la piel amoratada por las marcas que él le había causado, y cogió algo del suelo, junto a la cama. Devin la miró asombrado al ver lo que sostenía.
—Me has dominado contra mi voluntad —dijo con cierta desesperación—. No es ésta la idea —que yo tengo del amor.
Se retorció otra vez con hombros y caderas para soltarse, pero estaba muy bien atado.
Por toda respuesta Alienor le dirigió una luminosa sonrisa. Devin nunca había podido imaginar que una mujer pudiera ser tan hermosa. En lo más profundo de sus ojos brillaba un destello primitivo, peligroso y aterrador. Devin sintió que, asombrosamente pronto, su sexo volvía a erguirse. Ella lo vio y sonrió aún más. Con una de sus largas uñas le acarició suave, casi reflexivamente, el sexo.
—Acabará por serlo —murmuró la misteriosa señora de Castelborso.
La blancura de sus dientes se dejó ver entre los labios. Devin notó la dureza de sus pezones cuando ella abrió las piernas para cabalgarle otra vez, y vio que acariciaba lo que había cogido de la alfombra junto a la cama. Detrás de ella, junto a la chimenea, el perro lobo había levantado su hermosa cabeza y los observaba.
—Acabará por serlo —repitió Alienor—. Confía en mí. Deja que te lo enseñe una y otra vez y ya verás como muy pronto ésta será también tu idea del amor. Oh, sí, Devin, ya verás cómo lo será.
Comenzó a moverse sobre su cuerpo y, cuando se tendió encima de él, Devin perdió de vista la luz de la vela. Se retorció otra vez para soltarse, pero sólo por unos instantes, porque los latidos del corazón se le iban acelerando a medida que lo desbordaba el deseo; y la compleja pasión de Alienor también se estaba desbordando, como mostraba la oscuridad de sus ojos, la urgencia de sus movimientos y el acelerado ritmo de su respiración.
Y, antes de que la noche terminase, antes siquiera de que hubiera transcurrido la mitad, antes de que se consumieran las últimas velas del invierno, ella había demostrado una y otra vez que tenía razón. Y, al final, era ella quien yacía abierta y atada entre las cuatro columnas del mundo en que se había convertido aquella cama, y Devin ya no sabía qué clase de hombre era ahora para poder hacer las cosas que le estaba haciendo a Alienor. Cosas que lo empujaban a murmurar y a gritar su nombre una y otra vez. Pero sí sabía muy bien que ella lo había transformado y había sabido encontrar en él un lugar donde su necesidad de olvidar podía equipararse a la de ella.
Poco después se apagó la vela que estaba junto a la cama, dejando tras de sí un tenue y aromático humillo. El juego de sombras y luces de la habitación cambió totalmente, como ambos notaron, pues ninguno de los dos se había quedado dormido. El fuego de la chimenea se había reducido a rescoldos, y el perro seguía echado en el mismo lugar, con la orgullosa cabeza entre las patas.
—Es mejor que te vayas —dijo Alienor acariciándole el hombro—, mientras quede aún una vela que puedas llevarte. A oscuras podrías perderte.
—¿Guardas los Días de los Rescoldos? —preguntó un poco sorprendido ante tal devoción—. ¿Has prohibido encender fuego?
—He prohibido encender fuego —repuso ella con tristeza—. De lo contrario, la mitad de mis criados me abandonarían, y no quiero ni pensar lo que podrían hacer los granjeros y aldeanos de los alrededores. Se desencadenaría una tormenta en el castillo y atraería una antigua maldición de espigas de trigo empapadas en sangre. Estamos en los montes del sur, Devin, y aquí se respetan religiosamente los ritos.
—¿Tan religiosamente como respetas tú los tuyos?
Ella sonrió y se desperezó como un gato.
—Supongo que sí. Los granjeros esta noche y mañana harán cosas que prefiero no saber.
Con un sinuoso movimiento se inclinó hacia los pies de la cama para coger algo que había en la alfombra. Tenía un cuerpo suave y blanco, aunque aún eran visibles las marcas que él le había producido.
Le tendió los pantalones con un gesto que a Devin se le antojó brusco y displicente por lo que la miró fijamente sin moverse. Ella sostuvo la mirada, pero en sus ojos no había ni dureza ni menosprecio alguno.
—No te enfades —le dijo Alienor con dulzura—. Después de lo espléndido que has estado, no puedes marcharte enfadado. Te he dicho dos verdades respecto a los ritos de los Rescoldos, y te será difícil encontrar el camino a tu cuarto sin luz. —Dudó unos instantes y añadió—: Además, desde que murió mi marido siempre he dormido sola.
Devin no dijo nada. Se levantó y se vistió. Encontró la camisa tirada entre la cama y la puerta. Estaba tan desgarrada que le hubieran podido entrar ganas de reír, pero no estaba de humor. En realidad, estaba enfadado; sentía algo cercano al enfado o algo más complejo todavía. Recostada desnuda entre los cojines, Alienor contempló cómo se vestía. Él la miró maravillándose aún de su belleza felina; pese al cambio de humor, era consciente de que a la mujer le sería fácil volver a despertar en él la pasión.
Pero, mientras la observaba, lo asaltó un pensamiento que había permanecido dormido en el primario frenesí de las últimas horas. Se arregló como mejor pudo la camisa y cogió una vela de una palmatoria de latón.
Alienor había seguido sus movimientos con la cabeza apoyada en una mano y los negros cabellos en desorden; a media luz su cuerpo se le ofrecía con un esplendoroso regalo. La expresión de sus ojos era sincera y franca, y su sonrisa generosa, incluso amable.
—Buenas noches —dijo ella—. No sé si lo sabes, pero serás bienvenido si algún día deseas regresar.
El comentario lo sorprendió. Sabía, sin necesidad de que se lo dijeran, que ella estaba honrándolo con aquellas palabras, pero el incierto pensamiento que había surgido en él era ahora firme y se entremezclaba con otras imágenes; por eso, aunque le devolvió la sonrisa y le hizo un gesto de asentimiento, no se sintió ni orgulloso ni honrado.
—Buenas noches —contestó, volviéndole la espalda.
Junto a las puertas se detuvo y, fuera porque se había acordado de que Alessan había dicho que el vino azul había empezado allí o fuera por alguna otra razón que tarde o temprano llegaría a comprender, volvió junto a ella. Alienor no se había movido. La miró, ebrio por la opulencia de la habitación y por la belleza de la mujer en el lecho. Mientras estaba de pie junto a la cama se apagó otra vela al otro lado de la habitación.
—¿Es esto lo que nos sucede? —preguntó Devin despacio, eligiendo con cuidado las palabras para expresar el pensamiento que lo había asaltado—. Cuando ya no somos libres, ¿es esto lo que le sucede a nuestro amor?
Pese a la distancia y el temblor de la luz, vio que los ojos de ella cambiaban de expresión. Durante largo tiempo Alienor le sostuvo la mirada.
—Eres muy listo —replicó por fin—. Alessan ha sabido escoger. Él esperó sin moverse.
—¡Vaya! —exclamó Alienor con voz ronca, simulando asombro—. El muchacho quiere una respuesta concreta. Una respuesta sincera de una mujer que habita en un castillo en el extremo del mundo.
A lo mejor era un efecto de la temblorosa luz, pero parecía que Alienor mirara hacia otro lugar, más allá de donde estaba Devin, más allá incluso de los tapices que adornaban la habitación.
—Es una de las cosas que nos suceden —dijo ella al cabo—. Una especie de insurrección ciega que en cierto modo se rebela contra las leyes del día que nos dominan y que no podemos quebrantar.
Devin reflexionó unos instantes.
—Es posible —asintió con aire meditabundo—. O, tal vez, en algún rincón de nuestra alma reconocernos que no merecemos más que esto, que no merecemos nada que vaya más allá. Puesto que no somos libres y lo hemos aceptado.
Vio que ella pestañeaba y luego cerraba los ojos.
—¿Esto es lo que merezco? —preguntó ella.
Una espantosa tristeza abrumó a Devin. Tragó saliva con dificultad.
—No —dijo—. No, no te lo mereces.
Cuando salió de la habitación, ella seguía con los ojos cerrados.
Devin se sentía abrumado, más que simplemente agotado; caminaba despacio bajo la pesada carga de sus pensamientos. Al bajar por la escalera tropezó y tuvo que agarrarse al muro con la mano que tenía libre. Con el brusco movimiento dejó la vela desprotegida y ésta se apagó.
Lo rodeaba la más completa oscuridad, y el castillo estaba sumido en el silencio: Con pasos cautelosos, Devin bajó la escalera y dejó en una repisa la vela apagada. De vez en cuando, por los ventanucos que se abrían en lo alto de los muros, la luz de la luna alumbraba tenuemente el pasillo; pero la disposición de los corredores y la oscuridad de la noche no facilitaban iluminación alguna.
Por unos instantes consideró la posibilidad de volver sobre sus pasos en busca de otra vela, pero, mientras aguardaba que sus ojos se habituaran a la oscuridad, Devin creyó adivinar el camino que lo llevaría de regreso a su habitación.
Pronto se encontró desorientado, aunque no se alarmó en absoluto. Teniendo en cuenta el estado de ánimo que lo embargaba, le parecía muy en consonancia deambular a altas horas de la noche por los silenciosos y oscuros pasadizos de aquel castillo perdido entre las montañas, sintiendo bajo los pies la frialdad de las losas.
«No hay pasos mal dados. Sólo senderos por los que no sabíamos que estábamos destinados a caminar».
¿Quién le había dicho aquello? Las palabras habían acudido a su mente desde algún rincón oscuro de la memoria. Se metió por un pasillo desconocido y atravesó una habitación llena de cuadros. Mientras caminaba cayó en la cuenta de quién había pronunciado aquellas palabras: había sido un anciano sacerdote de Moriana, en el templo de la diosa que estaba junto a la granja de su familia, en Ásoli. Había enseñado a los gemelos y luego a Devin a leer y a sumar, y al darse cuenta de que el niño pequeño tenía una bonita voz, le había enseñado los primeros rudimentos de la música.
«No hay pasos mal dados», pensó Devin otra vez, y entonces, con un estremecimiento que no pudo reprimir, se acordó de que no estaba en el nadir de una noche cualquiera, sino en la última noche del invierno, la primera de los Días de los Rescoldos, cuando los muertos vagan por doquier, según la tradición.
Los muertos. ¿Quiénes eran sus muertos? Marra, su madre, a la que nunca había conocido. ¿Tigana? ¿Podía decirse que un país, que una provincia había muerto?
¿Podía fallecer y ser llorada como si fuera un ser viviente? Pensó en el barbadio al que había matado en el establo de los Nievolene, y apretó el paso sobre las losas oscuras del enorme y silencioso castillo.
Tuvo la sensación de caminar durante un tiempo interminable, durante un tiempo fuera del tiempo; no veía un alma, no oía nada fuera de su respiración y del sofocado eco de sus propias pisadas; por fin reconoció la estatua de una hornacina. Hacía unas horas, por la tarde, la había contemplado con admiración a la luz de las antorchas. Sabía que su habitación estaba un poco más adelante, torciendo a la derecha. Se había equivocado de camino y había dado un largo rodeo por el ala opuesta de Castelborso.
También sabía que la habitación situada frente a la estatua del arquero barbudo era la de Catriana.
Miró a un lado y a otro del corredor, pero sólo distinguió espesas sombras entre las ligeras bandas de luz que proyectaba la luna desde los altos ventanales. Aguzó el oído, pero no distinguió sonido alguno. Si los muertos vagaban, lo hacían en silencio.
«No hay pasos mal dados», le había dicho el anciano sacerdote hacía mucho tiempo.
Pensó en Alienor, acostada entre los ricos cojines y las velas, y lamentó lo que le había dicho al final. Lamentaba muchísimas cosas. La madre de Alessan se estaba muriendo. La suya había muerto.
«La gélida frialdad está bien para la muerte y para los finales», le había dicho Alienor a Catriana en el salón.
Tenía frío y se sentía muy triste. Avanzó unos pasos y quebró el silencio dando unos golpecitos a la puerta de la habitación de Catriana.
Por muchas razones, Catriana había pasado la noche en vela. Alienor la había perturbado; no sólo por la desenfrenada sensualidad que se desprendía de ella, sino además por el pasado desconocido y reservado que obviamente compartía con Alessan y Baerd.
Catriana odiaba lo desconocido, la información que se le vedaba. Todavía desconocía lo que Alessan iba a hacer al día siguiente, no sabía de qué iba a tratar aquella misteriosa reunión en los montes; y la ignorancia la inquietaba e incluso la asustaba, aunque no tenía conciencia de ello.
Le hubiera gustado ser como Devin, aceptar con tanta tranquilidad como él que había cosas que se podían saber y otras que no. Había observado cómo guardaba las piezas de lo que iba aprendiendo, y esperaba con paciencia reunir las que faltaban para ponerlas en orden como si de un rompecabezas infantil Se tratara.
A veces lo admiraba por ello, pero otras la encolerizaba ver cómo aceptaba las frecuentes reticencias de Alessan y la reserva natural de Baerd. Catriana necesitaba saber. Había vivido demasiados años en la ignorancia, desconociendo incluso su propia historia en aquel pueblecito de pescadores de Astíbar, y le urgía recuperar el tiempo perdido; por eso a veces se desesperaba hasta el llanto.
Así se había sentido aquella noche, antes de quedarse medio dormida y soñar con su casa. Desde que se había marchado, había soñado a menudo con su casa y en especial con su madre.
Aquella noche se había visto a sí misma paseando por el pueblecito; había pasado junto a la última casa, la de Tendo, había visto incluso el perro, y luego se había dirigido hacia el familiar recodo de la costa donde su padre había comprado una cabaña abandonada y la había reparado para albergar a la familia.
En sueños había visto muy lejos el bote, pescando entre el matutino oleaje del mar. Parecía primavera. Su madre estaba en la puerta de la cabaña remendando las redes bajo los primeros rayos del sol. Su vista había ido empeorando con los años y le resultaba difícil coser por las tardes. El último año que había pasado en su casa, Catriana se había encargado de remendar las redes por la tarde.
Era una hermosa mañana. Las piedras de la playa resplandecían, y del mar soplaba una brisa ligera y fresca. Todos los botes se habían hecho a la mar para aprovechar la mañana, pero era difícil reconocer a quién pertenecían. Catriana había recorrido el sendero hasta detenerse en el recién reparado porche; aguardó a que su madre levantara la mirada, la viera y se pusiera en pie de un salto para acogerla entre sus brazos.
Su madre levantó la mirada, pero la dirigió pestañeando hacia el mar para comprobar la posición del bote. Era un hábito antiguo e irreflexivo que probablemente había acabado por dañarle la vista. En aquel pequeño bote tenía a su marido y a sus tres hijos.
No vio a su hija. Con una punzada de dolor, Catriana se dio cuenta de que era invisible. Se había marchado, los había abandonado y ya no estaba con ellos en aquel lugar. Vio que su madre tenía muchas canas y se le encogió el corazón al distinguir a plena luz del sol sus manos ajadas y estropeadas y el rostro muy cansado. Su madre le había parecido siempre muy joven hasta que Tiena, el bebé, había muerto hacía seis años durante la peste. Las cosas habían cambiado después de aquello.
«No es justo», pensó; y en sueños lo dijo en voz alta, pero no la oyeron. Sentada en el porche en una silla de madera, su madre seguía remendando redes y levantando de vez en cuando la cabeza para comprobar la posición de uno de los pequeños botes que entre otros muchos se agitaba en medio de las aguas de aquel mar oriental, tan alejado del mar que tanto había amado ella.
Catriana se despertó con el cuerpo agitado por el dolor que en su alma evocaban aquellas imágenes. Abrió los ojos y esperó a que se aquietaran los latidos de su
corazón, acurrucada bajo varias mantas en una habitación de Castelborso, el castillo de Alienor.
Alienor, que tenía la misma edad que la agotada y fatigada madre de Catriana. Realmente no era justo. ¿Por qué la abrumaba la culpabilidad, por qué tenía que seguir viendo en sueños aquellas tristes y dolorosas imágenes, desde que había abandonado su casa? ¿Por qué, si había sido su propia madre quien le había dado el anillo, cuando tenía catorce años y el bebé acababa de morir? El anillo que la distinguía como tiganesa a los ojos de quien estuviera familiarizado con los antiguos símbolos.
Hacía dos años que Alessan bar Valentín y Baerd la habían reconocido por ese anillo, mientras ella vendía anguilas y telanquys recién pescados en la ciudad de Ardín, justo al norte de su pueblo.
A los dieciocho años no era una persona que confiara en cualquiera. Ni entonces ni después había podido explicar por qué confió en aquellos dos hombres y dio con ellos un paseo río arriba cuando hubo acabado el mercado. Si hubiera tenido que explicarlo, habría dicho que algo en Baerd le había inspirado confianza.
Durante aquel paseo le habían hablado del anillo y de Tigana, y su vida había tomado otro rumbo. Desde aquel momento el tiempo había adquirido un ritmo distinto y había nacido en ella la urgencia de saber.
Aquella noche, en casa, después de que los muchachos se hubieron acostado, les había dicho a sus padres que sabía de dónde procedían y cuál era el significado del anillo. Le preguntó a su padre qué pensaba hacer para recobrar Tigana y qué había hecho durante todos esos años. Por primera vez en su vida vio encolerizarse a su apacible padre, y por vez primera también recibió de este una bofetada.
Su madre se puso a llorar, mientras su padre recorría la casa con el aspecto de un hombre poco habituado a los arranques de cólera; juró por la Tríada que no había salvado a su mujer y a su hija de la invasión de los ygrathios y de la destrucción para sumirse otra vez ahora en aquel pasado y antiguo dolor.
Catriana se enteró entonces de la segunda cosa que había cambiado el rumbo de su vida.
El hermano más pequeño se había puesto a llorar, y el padre se había precipitado fuera de la habitación dando un portazo que hizo temblar las ventanas. Catriana y su madre se miraron largo rato en silencio mientras iba cediendo en el piso de arriba el llanto del niño. Catriana alzó la mano y contempló el anillo que había llevado durante los últimos cuatro años. Dirigió a su madre una inquisitiva mirada y su madre asintió con la cabeza y dejó de llorar. Se dieron un abrazo que ambas sabían que podía ser el último.
—Catriana había encontrado a Alessan y a Baerd en la posada más conocida de la ciudad de Ardín. Era una noche luminosa, lo recordaba muy bien, pues las dos lunas brillaban casi llenas. El sereno de la posada le había dirigido una impúdica mirada cuando ella subió sigilosamente a la habitación que le había indicado.
Catriana había llamado a la puerta y Alessan había abierto al oír su nombre. Antes de que ella pudiera decir nada, sus grises ojos se habían ensombrecido como si presintieran la carga abrumadora de una pena.
—Me voy con vosotros —había dicho ella—. Mi padre fue un cobarde. Huyó antes de la invasión. Quiero subsanar tal comportamiento, pero no me acostaré con vosotros. Nunca me he acostado con un hombre. ¿Puedo confiar en vosotros dos?
Despierta en Castelborso, enrojeció en la oscuridad al rememorar aquello. Debió de haberles parecido a los dos una jovencita inexperta y ridícula. Pero ninguno se atrevió a reír, ni siquiera a sonreír. Nunca lo olvidaría.
—¿Sabes cantar? —se limitó a preguntarle Alessan.
Se quedó dormida otra vez pensando en las melodías, en las canciones que durante dos años había cantado con ellos de un lado a otro de la Palma. Esta vez soñó con agua; soñó que estaba en el mar, junto a su hogar, haciendo lo que más le gustaba en el mundo: nadar. Se sumergía en busca de conchas en aquellos anocheceres de verano, entre los rutilantes peces, sintiendo que las aguas del mar la abrazaban como una segunda piel.
Después, sin transición alguna, el sueño cambió y se encontró encaramada a un puente de Tregea, estremecida por el viento helado del invierno, y más asustada de lo que hubiera podido imaginar. Sólo ella tenía la culpa, su orgullo y su constante y devoradora necesidad de reparar el hecho de que sus padres hubieran huido de la patria. Se vio balanceándose sobre la baranda del puente, vio allá abajo las oscuras y tumultuosas aguas y oyó por encima del rumor de la corriente los latidos de su corazón …
Poco antes de dar aquel salto en sueños, se despertó de la pesadilla porque lo que había tomado por los latidos de su corazón no eran más que golpes que alguien daba en la puerta.
—¿Quién es? —inquirió.
—Devin. ¿Me dejas entrar?
Catriana se incorporó hasta quedar sentada en la cama y se tapó con las mantas hasta la barbilla.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—En realidad, no lo sé muy bien. ¿Puedo entrar?
—El cerrojo no está echado —contestó ella, asegurándose de que las mantas la taparan bien, aunque en realidad no importaba porque la oscuridad era completa.
Le oyó entrar, pero sólo distinguió la silueta de su figura.
—Gracias —dijo él—. Deberías echar el cerrojo, ya sabes. Catriana se preguntó si el muchacho sabría hasta qué punto le disgustaban aquellos comentarios.
—A la única persona a quien puede ocurrírsele vagar por ahí de noche es a nuestra huésped, y no es probable que le apetezca venir a verme. A tu izquierda hay una silla.
Le oyó buscarla y luego dejarse caer en el asiento con un suspiro.
—Supongo que tienes razón —repuso con voz fatigada—. Lo siento. En verdad no necesitas que te digan cómo cuidar de ti misma.
Ella esperaba oír algún deje de ironía, pero no fue así.
—Parece que me las he arreglado bastante bien sin tu protección —contestó Catriana en tono apacible.
Devin se quedó unos instantes callado y después dijo:
—Catriana, no sé muy bien por qué estoy aquí. Esta noche me siento muy raro. Estoy muy triste.
Sorprendida por el extraño tono de su voz, ella dudó unos momentos; luego, cubriéndose cuidadosamente con las mantas, alargó la mano para coger un pedernal.
—¿Vas a encender fuego los Días de los Rescoldos? —inquirió Devin.
—Pues claro.
Encendió una vela que había junto a la cama. Después, como si lamentara la brusquedad de su réplica añadió:
—Mi madre encendía una vela, sólo una, en recuerdo de la Tríada, según decía. Entendí lo que quería decir cuando me marché con Alessan.
—Es extraño. También mi padre lo hacía —comentó Devin, asombrado—. Nunca le di importancia ni supe por qué lo hacía.
Mi padre no era un hombre a quien le gustara dar explicaciones.
La joven se volvió para mirarlo, pero él estaba hundido en la silla y tenía el rostro entre las sombras.
—¿Un recuerdo de Tigana? —dijo Catriana.
—Podría ser. Como si…, como si la Tríada no mereciera demasiada devoción o respeto por lo que había permitido que sucediera.
Hizo una pausa y en tono meditabundo agregó:
—Otra muestra de nuestro orgullo, ¿no te parece? De esa arrogancia tiganesa de la que acostumbra hablar Sandre. Regateamos con la Tríada y en cierto modo les pasamos la cuenta: nos han quitado el nombre, pues nosotros les escamoteamos parte de sus ritos.
—Supongo que sí —repuso ella, aunque sin demasiado convencimiento.
A veces Devin decía cosas como aquélla. Ella no lo veía como un acto de orgullo o como un regateo, sino como un simple recuerdo del agravio sufrido.
Un recuerdo, como el vino azul de Alessan.
—Mi madre no es una mujer orgullosa —dijo sorprendiéndose a sí misma.
—Yo no sé cómo era la mía —contestó él con voz tensa—. No sé si podría afirmar que mi padre es un hombre orgulloso. Supongo que no sé demasiadas cosas de él.
—Devin —dijo la joven de pronto—, acércate un poco. Déjame verte.
Comprobó que las mantas le llegaban hasta la barbilla, y se inclinó despacio hacia delante; a la luz de la vela vio sus cabellos despeinados, la camisa desgarrada y las marcas de uñas y dientes.
Sintió un arrebato de cólera, seguido de una ansiedad aún más profunda que no tenía nada que ver con él, por lo menos directamente.
Escondió ambas reacciones tras una burlona carcajada.
—Veo que, en efecto, nuestra huésped ha estado vagando por ahí. Parece que llegues de una batalla.
Devin se esforzó por sonreír, pero había en sus ojos una sombra que Catriana pudo distinguir a la luz de la vela y que la llenó de inquietud.
—¿Ésas tenemos? —Optó por seguir con el tono sarcástico—. ¿La agotaste y vienes aquí en busca de más? Déjame decirte …
—No —la interrumpió él—. No se trata de nada de eso. Es… difícil, Catriana. Ha sido una noche… muy dura.
—Tu aspecto lo pregona, desde luego —replicó ella secamente asiendo con fuerza las mantas.
—No me refiero a eso —insistió Devin—. Es muy extraño, muy complicado. Creo haber entendido algo en esa habitación. Creo …
—¡Devin, ahórrate los detalles! —Estaba enfadada consigo misma por lo nerviosa que la ponía todo aquello.
—No, no. No se trata de lo que imaginas, aunque al principio sí lo fuera. Pero… —Soltó un suspiro—. Creo que lo que aprendí tiene algo que ver con lo que los tiranos nos han hecho. No sólo Brandín, no sólo en Tigana. También Alberico. Tiene algo que ver con lo que ambos nos han hecho a todos nosotros.
—¡Cuánta perspicacia! —se burló ella—. Debe de haber resultado mucho más hábil de lo que te figurabas.
Él se quedó muy callado. Se reclinó en la silla y la cabeza volvió a quedarle entre las sombras. En el silencio reinante su respiración iba recobrando el ritmo normal.
—Lo siento —dijo Catriana por fin—. No quería decir lo que he dicho. Estoy cansada. He tenido pesadillas esta noche. ¿Qué quieres de mí, Devin?
—No estoy seguro —repuso el muchacho—. Supongo que tu amistad.
De nuevo Catriana se sintió intranquila y desasosegada. Reprimió las ganas de soltarle que escribiera una carta a una de las hijas de Rovigo.
—Nunca he tenido demasiados amigos —confesó en cambio—. Ni siquiera cuando era niña.
—Yo tampoco —afirmó él, inclinándose otra vez hacia delante y alisándose torpemente los cabellos—. Pero creo que entre tú y yo hay algo más —añadió—. A veces me odias, ¿verdad?
A ella le dio un vuelco el corazón.
—No hablemos de eso, Devin. Yo no te odio.
—A veces sí —insistió el joven en aquel tono extraño y solemne—. Por lo que ocurrió en el palacio de los Sandreni.
Hizo una pausa y exhaló un profundo suspiro.
—Porque fui el primer hombre con el que hiciste el amor —agregó.
Catriana cerró los ojos y trató, sin éxito, de desear que no hubiera pronunciado aquella última frase.
—¿Lo sabías?
—Entonces no; me lo figuré más tarde.
Piezas de otro rompecabezas puestas en orden con paciencia, tras haberlas sometido a un cuidadoso estudio. Abrió los ojos y le echó una mirada muy poco afable.
—¿Y te imaginas que discutir tan interesante cuestión nos convertirá en amigos?
Devin hizo una mueca.
No, seguramente no. No lo sé. Pensé que debía decirte que quería ser amigo tuyo. —Hizo una pequeña pausa y continuó—: Honestamente no lo sé, Catriana. Lo siento.
La muchacha comprobó con sorpresa que su estupor y su cólera se habían desvanecido. Vio que Devin se apoyaba otra vez en el respaldo, exhausto, y ella se reclinó a su vez en el cabezal de la cama. Permaneció un rato pensativa, maravillándose de la calma que la embargaba.
—No te odio, Devin —reconoció por fin—. De verdad, no te odio. Nada de eso. No voy a negarte que sea un recuerdo incómodo, pero no creo que sea un impedimento para lo que tenemos que hacer. Que al fin y al cabo es lo que realmente importa, ¿no es así?
—Supongo que sí —dijo él—. Si es que es lo único que importa.
—Lo que te dije antes es bien cierto: nunca he tenido demasiados amigos.
—¿Por qué?
Otra vez piezas para el rompecabezas.
—No estoy segura, pero quizá fui siempre una niña tímida, tirando a orgullosa. Nunca me sentí a gusto en nuestro pueblecito, aunque era el único lugar que conocía. Desde que oí a Baerd nombrar a Tigana, desde que oí ese nombre, no ha existido nada más en el mundo para mí. Es lo único que cuenta, por encima de todo lo demás.
Casi podía oír cómo Devin meditaba aquellas palabras.
—Gélida frialdad para los finales —comentó él. Eran las palabras que Alienor le había dirigido a ella—. Todavía estás viva, Catriana —continuó—. Tienes un corazón, una vida que vivir, puedes encontrar la amistad, incluso el amor. ¿Por qué te cierras en un único deseo?
Y entonces se oyó a sí misma contestar:
—Porque mi padre nunca combatió. Huyó de Tigana como un cobarde antes de las batallas libradas junto al río.
Después de haber pronunciado tales palabras, deseó haberse mordido la lengua hasta hacerse sangre.
—¡Oh! —exclamó él.
—Ni una palabra, Devin. No digas ni una palabra.
El joven obedeció y se quedó muy quieto, casi invisible, hundido en la silla. Catriana apagó la vela, pues no quería que la viera, y después, como reinaba una total oscuridad y él seguía obedientemente en silencio, poco a poco fue recobrando la calma. Tenía que superar aquel difícil momento sin echarse a llorar. Le llevó mucho tiempo, pero por fin fue capaz de exhalar un largo suspiro y comprobó que se sentía mejor.
—Gracias —murmuró, no muy segura de lo que le estaba agradeciendo. Seguramente su silencio.
No recibió respuesta alguna. Esperó unos instantes y lo llamó por su nombre, pero no hubo respuesta. Escuchó con atención Y oyó el ritmo regular de la respiración de un hombre dormido.
Como tenía sentido del humor, le hizo gracia la situación.
Era evidente que Devin había pasado una noche difícil, y no en el sentido ordinario del término.
Pensó en despertarlo y enviarlo de vuelta a su habitación. Si los veían salir de allí juntos por la mañana, más de uno enarcaría las cejas. Pero descubrió que no le importaba en absoluto. También advirtió que le importaba menos de lo que había imaginado que él hubiera descubierto aquella verdad sobre su persona y de que se hubiera enterado además de otra sobre su padre, pero en realidad también sobre ella. Se preguntó asombrada por qué le importaba tan poco.
Consideró la posibilidad de taparlo con una de las mantas, pero reprimió el impulso. Por alguna razón no quería que él al despertarse por la mañana se diera cuenta de que lo había tapado.
Las hijas de Rovigo hacían esa clase de cosas, pero ella no. Es más: la hija menor lo habría metido en la cama y en ella misma, a pesar de su estado de ánimo y de su fatiga. ¿Y la mayor? Le habría tejido una colcha a milagrosa velocidad para arroparlo y habría añadido una nota detallando el tipo de oveja de la que había extraído la lana y la historia del dibujo que había escogido.
Catriana sonrió para sí en la oscuridad y se acurrucó para dormir. La inquietud parecía haberla abandonado por fin y no volvió a soñar. Cuando despertó, poco después del alba, Devin se había marchado. No supo hasta mucho más tarde cuán lejos lo había hecho.