Hacía frío en aquella torrentera junto al camino. Un seto poco espeso de abedules los separaba de la finca de los Nievolene, pero no los abrigaba del viento, que, cuando se levantaba, cortaba como un cuchillo.
La víspera por la noche había nevado, fenómeno infrecuente tan al norte, incluso en pleno invierno. Por eso habían pasado tanto frío durante la segunda noche de viaje desde que habían salido a caballo de la ciudad de Ferraut, pero Alessan se había negado a hacer un alto. Mientras se les echaba encima la noche, el príncipe había ido cayendo en un creciente mutismo y Baerd tampoco pronunciaba palabra. Así pues, Devin había tenido que tragarse sus preguntas y se había limitado a concentrarse en la marcha para no quedar rezagado.
Habían cruzado la frontera de Astíbar ya de noche y habían llegado a las tierras de los Nievolene poco después de que rompiera el alba. Habían dejado los caballos atados en un soto a poco menos de un quilómetro hacia el suroeste y habían seguido el camino a pie hasta aquella torrentera. Por la mañana Devin se había quedado dormido a ratos. A la luz del sol, la nieve confería al paisaje una belleza extraña y frágil, pero a media tarde el cielo comenzó a cubrirse de nubes grises y el frío hacía olvidar cualquier percepción estética; además, no había tardado demasiado en ponerse de nuevo a nevar.
Cuando Devin oyó el ruido de jinetes que se acercaban, se dio cuenta de que por una vez la Tríada les tendía las manos abiertas, de que las diosas y el dios habían por fin decidido concederles la oportunidad de nevar a cabo una acción verdaderamente temeraria. Se apretó tanto como pudo contra el suelo húmedo de la torrentera y se acordó de Catriana y del duque, que se habían quedado con Taccio en Ferraut, bien protegidos y calentitos.
En medio de la grisura del paisaje apareció un pelotón de una docena de mercenarios barbadios. Venían riendo y cantando bulliciosamente. El aliento de los caballos y de los hombres levantaba con el frío nubes de blanco humo. Devin los vio pasar pegado al suelo de la torrentera; oía muy cerca el tranquilo respirar de Baerd. Los barbadios se detuvieron junto a las puertas de lo que en otro tiempo habían sido las tierras de los Nievolene. Ya no lo eran, desde luego tras las confiscaciones que habían tenido lugar con la llegada del otoño. El jefe del pelotón desmontó y se dirigió hacia las puertas cerradas. Con un ademán que levantó vítores y risas entre sus hombres abrió las puertas de hierro con dos llaves que pendían de una vistosa cadena.
—La primera compañía —musitó Alessan; eran las primeras palabras que pronunciaba en muchas horas—. Eligió a Karalius. Ya dijo Sandre que lo haría.
Contemplaron cómo las puertas eran abiertas de par en par y los jinetes entraban a medio galope. El último en entrar cerró tras él las puertas de hierro. Baerd y Alessan aguardaron unos instantes y por fin se incorporaron. Devin los imitó, estremeciéndose por lo entumecido que se sentía.
—Tenemos que encontrar la taberna del poblado —dijo Baerd en un tono tan extrañamente adusto que Devin no pudo menos que mirarlo en la creciente oscuridad; pero la expresión de su rostro era inescrutable.
—No daremos con ella si no nos aventuramos a entrar —repuso Alessan—. Mientras permanezcamos aquí, no averiguaremos nada.
Baerd asintió y sacó de un bolsillo de la zamarra un papel doblado.
—¿Qué tal si empezamos con el hombre de Rovigo?
El hombre de Rovigo resultó ser un marinero retirado que vivía en el poblado a un quilómetro y medio hacia el este. Les dijo dónde estaba la taberna, y además, por una insignificante suma de dinero, les dio un nombre: el de un conocido espía de Grancial y de la segunda compañía de los barbadios. El viejo marinero contó el dinero, escupió con aire meditabundo, les dijo dónde vivía el hombre y les informó de sus costumbres. Dos horas más tarde, cuando el espía recorría el sendero que llevaba desde su granja a la taberna del poblado, Baerd lo estranguló. Ya era noche cerrada. Devin lo ayudó a transportar el cadáver hasta las puertas de los Nievolene y lo escondieron en la torrentera.
Baerd no pronunció ni una palabra y a Devin no se le ocurrió nada que decir. El espía era un sujeto barrigudo y calvo, de mediana edad, y no tenía aspecto de malvado. Parecía simplemente un hombre sorprendido camino de su taberna favorita. Devin se preguntó si tendría esposa e hijos. No habían interrogado al confidente de Rovigo acerca de tales detalles; y ahora Devin se alegraba de no haberlo hecho.
Se reunieron en el poblado con Alessan, que estaba vigilando la taberna. Sin decir palabra señaló un robusto caballo pardo atado entre otros fuera de la taberna. Era el caballo de un soldado. Entonces los tres hombres retrocedieron poco menos de un quilómetro hacia el oeste y se dispusieron de nuevo a esperar, echados boca abajo sin perder de vista la carretera. Devin se dio cuenta de que no sentía ni frío ni cansancio; ya no había tiempo para preocuparse de tales sensaciones.
Horas más tarde, bajo la gélida mirada de Vidomni que iluminaba el cielo invernal, Alessan mató al hombre a quien habían estado aguardando. En el preciso instante en que oyó el suave relincho del caballo del soldado, Devin se percató de que el príncipe ya no se hallaba a su lado; en un abrir y cerrar de ojos todo había concluido.
Devin oyó un sonido sofocado, más parecido a una tos que a un grito. El caballo relinchó asustado y el joven, con cierto retraso, se incorporó para dominar al animal.
Entonces se dio cuenta de que tampoco Baerd estaba a su lado. Cuando gateó fuera de la cuneta y se encontró en la carretera, el soldado, que llevaba el distintivo de la segunda compañía, estaba ya muerto y Baerd había dominado al caballo. Por el aspecto del uniforme, era evidente que el soldado no estaba de servicio y había sido sorprendido en su camino de regreso al acuartelamiento de la frontera. El barbadio era un hombre robusto, como casi todos ellos, pero a la luz de la luna su rostro parecía el de un hombre muy joven.
Cargaron el cadáver atravesado sobre el caballo y regresaron a las puertas de los Nievolene. A través de la tortuosa calzada que conducía a la casa señorial les llegaban los ruidosos cantos de los hombres de la primera compañía; la quietud del aire invernal llevaba el eco hasta muy lejos. Junto a la luna brillaban las estrellas, pues las nubes se empezaban a dispersar. Baerd bajó del caballo el cadáver del barbadio y lo apoyó en uno de los pilares de las puertas. Mientras Alessan y Devin sacaban el otro cadáver de la torrentera, Baerd ató el caballo del barbadio a cierta distancia del camino.
A cierta distancia, pero no demasiado lejos, pues les interesaba que lo encontraran más tarde.
Alessan dio un golpecito en el hombro de Devin, y éste forzó los dos cerrojos con la habilidad que había aprendido de Marra hacía una eternidad, según ahora le parecía. Estaba satisfecho de poder aportar su humilde colaboración. Los cerrojos eran aparatosos pero fáciles de abrir. Los arrogantes Nievolene no habían tenido nunca miedo de los intrusos.
Alessan y Baerd cargaron cada uno con un cadáver y traspasaron las puertas. Devin las cerró con sumo cuidado y se adentraron en los jardines. Pero no se dirigieron hacia la casa. Guiados por la pálida luz de la luna que se reflejaba en la nieve, se dirigieron hacia los establos.
Allí encontraron un obstáculo. El establo de mayor tamaño estaba cerrado por dentro, y Baerd señaló silenciosamente el resplandor de una antorcha que se filtraba bajo las puertas; con un gesto remedó la presencia de un guardián.
Los tres hombres miraron hacia arriba y, en el flanco este del establo, iluminado por el resplandor de Vidomni, vieron un pequeño ventanuco abierto.
Devin miró a Alessan, luego a Baerd y después otra vez al príncipe y a los cadáveres que ambos hombres portaban. Apuntó con un dedo a la ventana y luego se señaló a sí mismo. Tras meditar un momento, Alessan asintió con la cabeza.
En silencio, sin dejar de escuchar los confusos cantos que venían de la casa señorial, Devin escaló el muro exterior del establo de los Nievolene. Ayudado por la luz de la luna y por su propio instinto fue encontrando asideros para las manos y los pies. Cuando alcanzó el ventanuco, miró por encima del hombro y vio que Ilarion estaba apareciendo por el este.
Se deslizó por la ventana y se encontró en el desván. Abajo, un caballo resopló y Devin contuvo el aliento. Con el corazón palpitante se quedó inmóvil, escuchando. No oyó nada más. Entonces, con sigilo, avanzó gateando entre la acogedora paja del desván y miró hacia abajo.
El guardián estaba dormido. Tenía el uniforme desabrochado y a la luz de un candil se veía una botella de vino vacía. Devin imaginó que debía de haber perdido a los dados y que por eso había tenido que hacerse cargo de la guardia en un lugar donde no había más que caballos y paja.
Bajó por una escalera sin hacer el menor ruido, y a la luz vacilante del candil, en medio de aquel olor a heno, animales y vino tinto, Devin mató por primera vez a un hombre, clavando su puñal en la garganta del barbadio dormido. No era desde luego el modo como había imaginado hacerlo en sus sueños de esforzadas hazañas.
Le costó trabajo dominar la náusea que lo embargó. Trató de convencerse a sí mismo de que lo había mareado el olor del vino, pero lo cierto es que el hombre había sangrado más de lo que él hubiera podido imaginar. Antes de abrir la puerta a sus compañeros, limpió la hoja del puñal.
—¡Bien hecho! —dijo Baerd, haciéndose cargo de lo que había ocurrido, al tiempo que posaba por un instante la mano en el hombro del muchacho.
Alessan no dijo nada, pero a la tenue luz del candil Devin leyó en sus ojos una inquietante conmiseración.
Baerd se puso enseguida manos a la obra.
Dejaron al guardián donde estaba, y arrastraron hacia uno de los cobertizos al espía y al soldado de la segunda compañía. Baerd estudió cuidadosamente la situación durante unos instantes, sin darse la menor prisa; luego colocó los cadáveres de una forma determinada y delante de ellos cerró la puerta con una calza. Devin supuso que todos aquellos preparativos iban destinados a que más tarde se creyera que la puerta había quedado atrancada por el desprendimiento de una viga.
Los cantos habían ido desvaneciéndose gradualmente en la casa señorial. Ahora sólo se oía la voz de un borracho que canturreaba una melancólica copla sobre un amor perdido hacía muchos años. Poco después también aquella voz acabó por enmudecer.
Era lo que Alessan había estado aguardando. A una señal suya prendieron fuego a la paja y a la madera del establo y de los dos cobertizos adyacentes, en uno de los cuales habían dejado los dos cadáveres. Luego salieron huyendo. En el preciso instante en que abandonaban la hacienda de los Nievolene, los establos eran pasto de las llamas. Los caballos relinchaban enloquecidos.
Tal como habían supuesto, nadie los persiguió. Alessan y Sandre lo habían planeado todo meticulosamente en Ferraut. Los cuerpos carbonizados del espía y del
soldado de la segunda compañía serían hallados por los hombres de Karalius, y los mercenarios de la primera compañía sacarían las conclusiones pertinentes.
Llegaron adonde habían dejado los caballos y se dirigieron hacia el oeste. Pasaron otra fría noche a la intemperie, turnándose para hacer guardia. Todo había salido muy bien, tal como habían planeado, pero Devin hubiera deseado poder soltar los caballos, pues sus relinchos seguían persiguiéndolo en sueños.
Por la mañana, Alessan compró un carro a un granjero cerca de la frontera de Ferraut, y Baerd regateó con un leñador un cargamento de troncos recién cortados. Pagaron el nuevo impuesto de paso y vendieron la madera en el primer acuartelamiento que encontraron al otro lado de la frontera. También compraron lana para llevar a Ferraut, donde debían reunirse con los otros.
Según dijo Alessan, no había por qué desperdiciar la ocasión de sacar alguna ganancia del viaje. Tenían responsabilidades para con sus compañeros.
De hecho, un desconcertante número de funestos acontecimientos habían sacudido la Palma Oriental durante el otoño y el invierno que siguieron al descubrimiento de la conspiración de los Sandreni. Aisladamente, aquellos acontecimientos no tenían la menor importancia; pero la acumulación de todos ellos inquietaron e irritaron tanto a Alberico de Barbadior que sus ayudantes y mensajeros comenzaron a juzgar que, si habían de vérselas cara a cara con el tirano, su cometido podía resultar peligroso para su integridad física.
Alberico era un hombre famoso por la ecuanimidad y serenidad de su carácter, incluso allá, en Barbadior, donde sólo había sido el jefe de una familia noble de rango mediano; pero durante el último invierno el genio de Alberico había estallado a menudo de forma intemperante.
Sus ayudantes coincidían en afirmar que todo había comenzado después de que aquel Sandreni traidor, Tomasso, hubiese sido encontrado muerto en las mazmorras cuando iba a ser librado a manos de profesionales de la tortura. Alberico, que aguardaba en la sala de interrogatorios, había montado en cólera. Los guardianes, que pertenecían a la tercera compañía de Siferval, habían sido ejecutados sin juicio, al igual que el nuevo capitán de la guardia, cuyo predecesor se había suicidado la noche anterior. El propio Siferval, que estaba en Certando, había sido llamado a Astíbar y había tenido que vérselas con su superior en una sesión a puerta cerrada que lo había dejado agotado y tembloroso durante horas.
La cólera de Alberico había rayado en lo irracional. Sus ayudantes comentaban que lo sucedido en el bosque lo había sacado de sus casillas. Desde luego, no tenía buen aspecto; había algo extraño en uno de sus ojos, y su forma de andar era muy rara. Después, en los días y semanas que siguieron, cuando los espías de cada una de las tres compañías comenzaron a presentar sus informes, se hizo evidente que la ciudad de Astíbar no creía —o pretendía no creer— que hubiera sucedido nada en el bosque ni que un Sandreni hubiera osado tramar ninguna conspiración.
No les cabía en la cabeza que los señores de Scalvaiani y Nievolene hubieran urdido una conjura juntamente con la familia ducal, y mucho menos que dicha conjura fuera capitaneada por Tomasso bar Sandre. Se rumoreaba que la gente de la ciudad se reía de tal posibilidad. Todos conocían de sobra el ancestral odio que separaba a aquellas tres familias, así como las historias que se contaban del hijo mediano de Sandre, el supuesto cabecilla de la pretendida conspiración. En toda Astíbar se comentaba que Tomasso podía raptar a un muchacho del templo de Moriana, pero ¿cómo iba a conspirar contra un tirano, y para colmo en connivencia con los señores de Scalvaiani y Nievolene?
No; los ciudadanos de Astíbar eran demasiado avispados como para dar crédito a tales rumores. Cualquiera que tuviera la más mínima noción de geografía y de economía podía colegir lo que en realidad estaba ocurriendo. No cabía duda; con la invención de aquella «amenaza» por parte de tres hombres que se contaban entre los cinco hacendados más ricos de la distrada, Alberico estaba simplemente buscando una excusa para una apropiación de tierras que de otro modo no pasaría de ser un burdo latrocinio.
Ya era desde luego una casualidad que las fincas de los Sandreni estuvieran en el centro, que las granjas de los Nievolene se extendieran hacia el sudoeste a lo largo de la frontera con Ferraut, y que los viñedos de los Scalvaiani dibujaran un fértil cinturón en el norte, donde se cultivaban las mejores cepas de vino azul. En las tabernas y en los salones de khav todos coincidían en que era una conspiración decididamente útil para Alberico.
Además, habían matado a todos los conspiradores en menos de quince días. ¡Qué justicia tan expeditiva! ¡Qué hábil acumulación de pruebas contra todos ellos! Se dijo que había un espía entre los Sandreni, pero también había sido asesinado, por supuesto. Se dijo que Tomasso bar Sandre había sido la cabeza de la conspiración, y también él por desgracia había sido asesinado.
Siguiendo el ejemplo de Astíbar, las cuatro provincias de la Palma Oriental reaccionaron con la misma amarga y sarcástica incredulidad. Todas ellas habían sido conquistadas y sometidas al yugo de los barbadios, pero no por ello habían perdido la capacidad de pensar y de ver las cosas tal como eran. Reconocían los planes de un tirano de una simple ojeada.
¿Tomasso bar Sandre un taimado y peligroso conspirador? Astíbar, tambaleándose bajo el impacto económico de las confiscaciones y bajo el horror de las ejecuciones, aún sacó fuerzas de flaqueza para burlarse de tal posibilidad, y precisamente por esas fechas comenzaron a circular desde el oeste, desde la propia Chiara, unos versos cruelmente satíricos; se decía que eran obra de Brandín, pero era más probable que el autor fuera alguno de los poetas que rondaban por aquella corte. Los versos satirizaban a un Alberico que veía conspiraciones incubadas en todos los corrales y las aprovechaba como excusa para apoderarse de las gallinas y de los
productos de todas las huertas de la Palma Oriental. Incluían además algunas indirectas sexuales no demasiado sutiles que servían para redondear rimas y metros.
Los poemas aparecieron pegados a los muros de toda la ciudad; y también en Tregea, Certando y Ferraut. Los barbadios los arrancaban casi con la misma celeridad con que aparecían, pero por desgracia las rimas los hacían muy fáciles de memorizar y la gente tenía bastante con oírlos o leerlos una sola vez …
Alberico tendría que reconocer después que había perdido el control. Asimismo tendría que admitir para su coleto que sus arrebatos de cólera nacían no sólo de la indignación sino también del miedo.
Realmente había habido una conspiración liderada por aquel remilgado Sandreni y realmente había estado a punto de ser asesinado en aquel maldito pabellón de caza.
Y era verdad. No había fraude ni engaño. La justicia estaba de su parte, pero no tenía ni una confesión, ni un testigo, ni la menor prueba de nada. El espía había muerto, y también Tomasso; y Alberico hubiera necesitado a ambos vivos. Sobre todo a Tomasso. En sueños lo había visto atado y destrozado en una de aquellas máquinas de tortura.
Por eso, tras la inexplicable muerte del pervertido y la desagradable noticia de que nadie en ninguna de las cuatro provincias daba crédito a lo sucedido, Alberico había abandonado las prudentes medidas que en un principio había tomado para responder a la conspiración.
Las tierras fueron, desde luego, confiscadas, pero además los miembros supervivientes de las tres familias fueron detenidos y pasados por las ruedas mortales en Astíbar. Cuando Alberico dio semejante orden, no le había pasado por la imaginación que los muertos llegaran a ser tantos. Se había expandido un hedor insoportable y algunos niños tardaron mucho tiempo en morir en las ruedas. De ahí que resultara tan difícil concentrarse en los asuntos de Estado que se trataban en los edificios de la Plaza Mayor.
Aumentó las contribuciones en Astíbar y por primera vez exigió un impuesto de tránsito a los mercaderes que viajaran de una provincia a otra, parecido al arancel que se pagaba al pasar de la Palma Oriental a la Occidental. Por lo menos que pagaran, ya que habían decidido no dar crédito a lo que le había sucedido en aquella cabaña del bosque.
Y aún fue más lejos. La mitad de la enorme cosecha de trigo de los Nievolene fue embarcada rumbo a Barbadior. Había sido una medida acertada, considerando que la había tomado en un arranque de cólera. Con aquel envío al imperio había hecho bajar en aquellas latitudes el precio del grano, lo cual había perjudicado a los dos rivales más antiguos de su familia y lo había hecho popular a los ojos de la plebe, aunque ésta no contaba demasiado en Barbadior.
Al mismo tiempo, en la Palma, Astíbar se vio obligada a importar grano de Certando y de Ferraut, y con los nuevos impuestos Alberico iba a sacar una sustanciosa tajada de la inflación de los precios.
Contemplar los efectos de tales medidas hubiera podido mitigar su cólera e incluso alegrarlo, pero se lo impidió una cadena de pequeños acontecimientos que fueron sobreviniendo.
Por primera vez los soldados comenzaron a mostrarse intranquilos. Con el aumento de las privaciones aumentó también la tensión; estallaron algunos incidentes en Tregea donde siempre había habido enfrentamientos. Los mercenarios, como era de prever, exigieron más paga, puesto que tenían que trabajar más. Si se la concedía, perdería lo que había ganado con las confiscaciones y los nuevos impuestos.
Se vio, pues, obligado a enviar una carta al emperador. Era su primera petición en dos años. Junto con una caja de vino azul de Astíbar, procedente de sus propiedades del norte, le remitía una súplica urgente para ser acogido bajo la tutela del imperio. Eso supondría que los mercenarios recibirían un sueldo complementario del tesoro de Barbadior y que él mismo tendría bajo su mando tropas del imperio. Como siempre, le recordaba el papel fundamental que había desempeñado al impedir la expansión de Ygrath en aquella peligrosa península. Admitía haber empezado su carrera en aquellas tierras como un aventurero por cuenta propia, expresión que le pareció muy afortunada, pero ahora que era un hombre más experimentado y prudente deseaba depender más directamente del imperio para ser de mayor utilidad a su soberano.
Y para ser emperador y verse cubierto por el manto de la dignidad imperial, aunque fuera con retraso…, si bien tales deseos no podían incluirse en una carta.
Por toda respuesta, Su Majestad le envió unas elegantes colgaduras del palacio imperial y una carta en la que elogiaba su lealtad y se lamentaba de que circunstancias internas le impidieran concederle la ayuda económica que le pedía. Como siempre. Lo invitaba también a regresar a casa con todos los honores y a dejar los agobiantes problemas de aquellas tierras de ultramar en manos de un experto en política colonial nombrado por el propio emperador.
Aquello tampoco era ninguna novedad. Suponía dejar el nuevo territorio bajo la égida del imperio. Renunciar a tener un ejército propio. Regresar a casa para recibir unos cuantos honores, dedicarse a la caza y gastar el dinero en sobornos y pertrechos cinegéticos. Esperar a que el emperador muriera sin nombrar sucesor, y matar o ser matado en las luchas sucesorias.
Alberico le expresó su más sincera gratitud, sus más profundas excusas y le adjuntó otra caja de vino.
Poco después, hacia el final del otoño, un considerable número de hombres de la tercera compañía, que había caído en desgracia, desertó y se embarcó de regreso a
casa. Los jefes de la primera y segunda compañías aprovecharon esa misma semana —pura coincidencia, desde luego— para presentar oficialmente la petición de un aumento de paga y para recordar de pasada a Alberico las promesas de repartos de tierra que había hecho a los mercenarios. Se le sugería con delicadeza que dichos repartos debían empezar por los jefes.
Le entraron ganas de ordenar que estrangularan a los dos hombres. Sintió deseos de freír aquellos codiciosos cerebros reblandecidos por el alcohol con una descarga de su poder mágico. Pero no podía permitírselo; además, después de aquel encuentro en el bosque que había estado a punto de costarle la vida, el despliegue de sus poderes mágicos le resultaba todavía agotador. Y, encima, ni un solo habitante de aquella península creía que aquel encuentro se hubiera llevado a cabo.
Por eso se había limitado a sonreír a los dos jefes y les había asegurado que tenía in mente entregar a uno de ellos una parte de las tierras de los Nievolene recientemente confiscadas. Añadió más con pena que con ira que había descartado del reparto a Siferval por el comportamiento de sus hombres, pero que ellos dos… Bueno, eran harina de otro costal aunque le costaría, desde luego, tomar una decisión. Les dijo que los observaría durante cierto tiempo y que ya les haría saber su decisión.
Karalius, el capitán de la primera compañía, lo había acosado preguntándole qué quería decir con «cierto tiempo».
Le entraron ganas de matarlo allí mismo, mientras el hombre sostenía el casco bajo el brazo y mantenía los ojos bajos en señal de hipócrita deferencia.
—Oh, quizás en primavera —había contestado él a la ligera, como si tales detalles carecieran de importancia entre hombres de buena fe.
—Cuanto antes mejor —había añadido en tono tranquilo Grancial, el capitán de la segunda compañía.
Alberico le había dirigido una mirada que sólo mostraba una parte de la ira que realmente sentía. Todo tenía un límite.
—Una pronta decisión permitiría al agraciado preparar la tierra antes de la siembra de primavera —había explicado Grancial con impaciencia y, si cabe, con cierto enfado.
—A lo mejor me decido pronto —había dicho Alberico sin comprometerse—. Ya os lo haré saber.
Cuando los dos jefes estaban ya en la puerta, había añadido:
—Por cierto, Karalius, ¿serías tan amable de enviarme a ese capitán tan joven y competente? Ese de la barba negra ahorquillada. Necesito un hombre de sus cualidades para una misión delicada y confidencial.
Karalius había pestañeado y había asentido con la cabeza.
Era importante, muy importante, que aquellos dos hombres no se sintieran demasiado seguros de sí mismos, reflexionó cuando se hubieron marchado, mientras luchaba por mantener la calma. Por otra parte, sólo a un loco de remate se le ocurriría enemistarse con sus tropas. Sobre todo cuando entraba dentro de sus más remotos planes regresar a casa al frente de ellas; a poder ser por invitación del propio emperador, pero no necesariamente. No; a decir verdad, no necesariamente.
Al hilo de esas reflexiones, decidió subir los impuestos en Tregea, Certando y Ferraut, para equipararlos a los de Astíbar, y además envió un correo a Siferval, de la tercera compañía, apostado en los montes de Certando, elogiando la tarea que había llevado a cabo para mantener la tranquilidad en aquella provincia. Había que fustigarlos y luego atraerlos. Había que asustarlos y hacerles saber que su suerte dependía de él. Era una simple cuestión de equilibrio.
Pero, por desgracia, una cadena de pequeños acontecimientos amenazaba con romper el equilibrio del este de la Palma mientras el otoño desembocaba en el invierno con unas semanas inusualmente frías.
Algún maldito poeta de Astíbar aprovechó aquella estación húmeda y lluviosa para colgar en los muros una serie de elegías en honor del fallecido duque de Astíbar. El duque, jefe de una intrigante familia cuyos miembros habían sido casi todos ejecutados, había muerto en el exilio. Aquellos versos laudatorios eran sin duda reos de alta traición.
La tarea resultó difícil. Los escritores detenidos en una primera redada por los salones de khav negaron haberlos compuesto, pero después se pusieron de acuerdo y todos los escritores detenidos en una segunda redada se confesaron autores de los versos.
Algunos consejeros le sugirieron pasarlos por las ruedas, pero Alberico había meditado las desmesuradas consecuencias que podrían derivarse de tal medida, y que no harían sino aumentar las ya marcadas diferencias entre su corte y la de los ygrathios. En Chiara los poetas competían por tener acceso a Brandín y se estremecían como cachorrillos al más mínimo elogio por su parte; componían himnos de alabanza al tirano y escribían por encargo obscenos y mordaces ataques contra Alberico. En cambio allí, en el este de la Palma, todos los escritores parecían potenciales agitadores, enemigos del estado.
Por eso Alberico se tragó la cólera, alabó la perfección técnica de los versos y liberó a los poetas, no sin antes sugerirles, eso sí, que estaría encantado de leer versos, igualmente bien compuestos, sobre alguno de los temas satíricos que pudiera inspirarles la figura de Brandín de Ygrath. Incluso se había esforzado por sonreírles, y había enfatizado aquello de que «estaría encantado», preguntándose si alguno de aquellos altaneros poetas sería capaz de captar la indirecta.
Ninguno la captó. Es más, dos días después apareció una nueva poesía en los muros de toda la ciudad. Hacía referencia a Tomasso bar Sandre. El poema
lamentaba su muerte y, aunque pareciera increíble, pretendía que Tomasso había adoptado deliberadamente una sexualidad pervertida como metáfora viviente de la sojuzgación de su tierra y de las penalidades que sufría Astíbar bajo la tiranía.
Cuando Alberico hubo entendido lo que el poeta expresaba, ya no tuvo otra salida: sin detenerse en nuevas investigaciones, ordenó que aquella misma tarde fueran detenidos en los salones de khav una docena de poetas al azar y que antes de la puesta del sol fueran torturados, mutilados y desmembrados en las ruedas celestes, donde todavía se encontraban los cadáveres de los familiares de los conspiradores. Clausuró por un mes los salones de khav y no volvieron a aparecer más poesías.
Por lo menos en Astíbar. Pero el mismo día en que se hizo pública la subida de impuestos en la Plaza del Mercado de Tregea, una mujer de cabellos negros se suicidó saltando desde uno de los siete puentes, en señal de protesta contra tal medida. Antes de saltar dirigió una encendida arenga al público y arrojó unas octavillas que reproducían las Elegías de los Sandreni compuestas en Astíbar; sólo los dioses podían saber cómo habían llegado a sus manos. Nadie sabía quién era esa mujer. Dragaron las aguas heladas del río, pero el cuerpo jamás apareció. La corriente de los ríos de Tregea es muy rápida pues descienden directamente de las montañas al mar.
En quince días los poemas habían circulado por toda la provincia y habían llegado hasta Certando y el sur de Ferraut antes de que comenzaran a caer las primeras nevadas del invierno.
Brandín de Ygrath envió a Astíbar un elegante mensajero cubierto de pieles con una elegante nota en la que alababa las elegías como la primera obra realmente meritoria compuesta en el territorio de los barbadios; por lo cual felicitaba cordialmente a Alberico.
Alberico le agradeció el detalle y le prometió que encargaría a uno de aquellos inspirados poetas que compusiera un poema en honor de la vida y hazañas guerreras del príncipe Valentín de Tigana.
Sabía perfectamente que debido al hechizo del ygrathio sólo Brandín sería capaz de leer esta última palabra, pero eso era lo único que le importaba.
Tenía el convencimiento de que con aquello le había ganado la partida, pero el suicidio de aquella mujer en Tregea lo había puesto nervioso y no podía sentirse satisfecho. Todos aquellos acontecimientos lo estaban desbordando, puesto que resucitaban la violencia que había tenido que combatir el primer año después de su llegada a esas tierras. La situación se había mantenido en calma durante mucho tiempo, pero el nuevo cariz de los acontecimientos, que además se había hecho público y notorio, no presagiaba nada bueno.
Por un momento consideró la posibilidad de reducir otra vez los impuestos, pero la desechó porque tal medida no sería considerada como producto de la benevolencia sino de la debilidad. Además, necesitaba dinero para el ejército. De su tierra había llegado el rumor de que el estado de salud del emperador se agravaba por momentos y de que apenas se dejaba ver ya en público. Alberico sabía muy bien que tenía que mantener contentos a sus mercenarios.
Hacia el final del invierno tomó la decisión de recompensar a Karalius con la mitad de las antiguas propiedades de los Nievolene.
La noche después de hacer pública la medida —primero entre las tropas y luego en la Plaza Mayor de Astíbar—, el establo y varios cobertizos de la finca de los Nievolene quedaron destruidos por un incendio.
Alberico ordenó al instante realizar una investigación, pero dos días después deseó no haberlo hecho. Al parecer, entre las humeantes ruinas habían encontrado dos cadáveres, atrapados por una viga desprendida que había obstruido la puerta. Uno pertenecía a un espía de Grancial y de la segunda compañía. El otro a un soldado barbadio, también de la segunda compañía.
Karalius se apresuró a retar a Grancial, en el lugar y hora que éste eligiera. Grancial eligió inmediatamente lugar y hora. Alberico amenazó con pasar al superviviente por las ruedas mortales y logró impedir con ello el duelo, pero desde entonces los dos jefes dejaron de hablarse. Estallaron peleas entre los hombres de las dos compañías; una que tuvo lugar en Tregea se saldó con unos quince muertos y una treintena de heridos.
En la distrada de Ferraut fueron encontrados muertos tres espías, desmembrados por las ruedas de un carro como salvaje parodia de la justicia del tirano. No pudieron tomarse represalias, pues habría supuesto admitir que los tres eran espías.
En Certando dos hombres de la tercera compañía de Siferval desertaron y desaparecieron en la nieve; era la primera vez que sucedía algo así. Siferval informó que ninguna mujer de la localidad parecía estar implicada en el asunto, y que los dos hombres eran íntimos amigos. El jefe de la tercera compañía no tuvo más remedio que admitir la evidencia y desagradable hipótesis de la deserción.
Ya en pleno invierno, Brandín de Ygrath envió otro cortés mensajero con otra carta. Agradecía a Alberico los poemas que le había prometido y le aseguraba que estaría encantado de leerlos. Le pedía además para su saishan seis mujeres de Certando, tan jóvenes y lindas como la muchacha que Alberico le había permitido capturar hacía algunos años en la Palma Oriental. Incomprensiblemente, el contenido de la carta llegó a conocimiento del pueblo.
Las risas que se levantaron supusieron la muerte a más de uno. Para acallarlas, Alberico ordenó a Siferval que se apoderara de seis mujeres ancianas en el sudoeste de Certando. Hizo que las cegaran, las desjarretaran y las dejaran bajo la enseña de un correo en la nevada frontera de Corte la Baja, entre las fortalezas de Sinave y Forese. Ordenó a Siferval que pusiera una carta en una de las mujeres rogando a Brandín que acusara recibo de sus nuevas amantes.
Que lo odiaran tanto como lo temían.
De regreso de la frontera, Siferval le comunicó que había seguido el soplo de un espía y había encontrado a los dos desertores viviendo juntos en una granja abandonada. Habían sido ejecutados ipso facto; uno de ellos —añadía el informe de Siferval había sido primero castrado, para que muriera como había vivido. Alberico lo felicitó calurosamente.
Sin embargo, el invierno siguió siendo movido. Los acontecimientos parecían atropellarse en lugar de obedecer a sus dictados. Mientras en la Palma comenzaban a notarse los ecos de la primavera, Alberico comenzó a pensar noche tras noche en la novena provincia que todavía no estaba bajo su dominio, la provincia que se extendía al otro lado de la bahía: Senzio.
El mercader de los ojos grises hablaba con mucho sentido común. Aunque estaba de acuerdo con lo que decía aquel hombre, Ettocio habría preferido que el sujeto hubiera elegido otra taberna de la carretera para tomar su almuerzo. La conversación estaba dando un giro peligroso, y la Tríada sabía muy bien que muchos mercenarios barbadios pasaban por aquella carretera principal entre las ciudades de Astíbar y Ferraut. Si alguno de ellos se detenía en la taberna, seguramente no sería tan indulgente como para atribuir a los efluvios de la primavera el tono de aquella charla. Con toda probabilidad le retirarían por un mes la licencia; de ahí que Ettocio mirara constantemente con nerviosismo hacia la puerta.
—¡Y ahora dobles impuestos! —estaba diciendo con amargura aquel hombre flaco mientras se pasaba la mano por los cabellos—. ¡Encima del invierno tan duro que hemos pasado! ¡Encima de lo que hizo con el trigo! Si pagamos en la frontera y además tenemos que pagar para pasar las puertas de la ciudad, ¿qué nos va a quedar de ganancia, en nombre de Moriana?
En la habitación se levantó un airado murmullo de asentimiento. En una taberna llena de mercaderes no podía ser de otro modo. Era muy peligroso. Ettocio, que seguía sirviendo bebidas, no era el único que tenía la mirada fija en la puerta. Un joven apoyado en la barra levantó los ojos del panecillo y del pedazo de queso que estaba comiendo y le dirigió una mirada de simpatía.
—¿Ganancias? —dijo con sarcasmo un mercader de lana del norte de Ferraut—. ¿Por qué tendría el barbadio que preocuparse por nuestras ganancias?
—¡Ni más ni menos! —asintió el otro con ojos brillantes—. Por lo que he oído, lo único que desea es esquilmar cuanto pueda la Palma para hacerse con la tiara del imperio cuando regrese a Barbadior.
—¡Chitón! —emitió fuera de sí Ettocio, incapaz ya de dominarse.
Tomó un trago de su jarro de cerveza y se apresuró a cerrar la ventana. Era una pena, porque hacía un día hermosísimo, pero la situación se le estaba yendo de las manos.
—Permitidme deciros además —añadió el esbelto mercader ¬que no se detendrá aquí, sino que seguirá apoderándose de toda nuestra tierra como ha comenzado haciendo en Astíbar. ¿Os apostáis a que en menos de cinco años todos nosotros seremos criados o esclavos?
Entre el airado coro de respuestas que suscitó tal pregunta se dejó oír una carcajada desdeñosa. Todos se callaron de pronto para mirar a la persona a quien al parecer aquella observación había resultado tan graciosa. Todas las caras estaban ceñudas. Ettocio se puso a limpiar con inquietud la barra.
El guerrero de Khardhun seguía riéndose sin hacer caso de las miradas que le dirigían. Su rostro, duro y cetrino, expresaba auténtica diversión.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, viejo? —preguntó con frialdad el hombre de los ojos grises.
—Tú —respondió el khardhu muy divertido, con una sonrisa que parecía la de la muerte—. Bueno, todos vosotros. Jamás vi tantos hombres ciegos reunidos en una habitación.
—¿Te importaría explicar lo que quieres decir exactamente? —inquirió con aspereza el mercader de lana de Ferraut.
—¿Hace falta que os lo explique? —murmuró el khardhu abriendo desmesuradamente los ojos en son de burla—. Bueno, vamos allá. ¿Por qué, en nombre de vuestros dioses, de los míos o de los suyos, iba a molestarse Alberico en esclavizaros?
Señaló con un escuálido dedo al comerciante que había comenzado aquella conversación y añadió:
—Si lo intentara, supongo que todavía queda suficiente hombría en la Palma Oriental para que os considerarais ofendidos. ¡O incluso… os rebelarais!
Acompañó estas últimas palabras con un gesto que parodiaba lo que se susurra en secreto.
Luego se inclinó hacia atrás y se echó a reír otra vez desaforadamente. Nadie lo imitó. Ettocio seguía mirando con inquietud hacia la puerta.
—Por otra parte —siguió diciendo el khardhu sin dejar de reírse—, si se limita a estrujaros, a agobiaras con impuestos, contribuciones y confiscaciones, logrará exactamente lo mismo sin necesidad de poner a nadie en el brete de intentar evitarlo. Os lo aseguro, caballeros —añadió, bebiendo un largo trago de cerveza—, Alberico de Barbadior es un hombre muy listo.
—Y tú —replicó el mercader de los ojos grises desde su mesa no eres más que un arrogante e insolente extranjero.
La sonrisa del khardhu se desvaneció. Paseó su mirada por los parroquianos y Ettocio se alegró de que la espada curva del guerrero estuviera con las demás armas detrás de la barra.
—Hace treinta años que vivo aquí —dijo el hombre, con voz suave—. Apostaría que tantos como tienes tú. Cuando todavía te meabas en la cama, yo ya trabajaba protegiendo caravanas en esta ruta. Y, si soy extranjero, bueno… permíteme que te diga que, según mis últimas informaciones, Khardhun es todavía un país libre. Rechazamos al invasor, lo cual es más de lo que puede decir cualquier habitante de la Palma.
—¡Teníais poderes mágicos! —gritó de pronto el joven de la barra dominando el estruendo que había estallado en la taberna—. ¡Nosotros no! ¡Ésa es la única diferencia! ¡La única!
El khardhu se volvió a mirar al joven con un gesto de desprecio.
—Si quieres dormir tranquilo por las noches, creyendo que ésa es la única diferencia, allá tú, jovencito. A lo mejor así te sentirás mejor cuando tengas que pagar esta primavera los nuevos impuestos o cuando tengas hambre en otoño por la falta de trigo. Pero, si quieres saber la verdad, yo te la diré gratis.
Mientras hablaba, el estruendo había cedido, pero varios hombres se habían puesto en pie y lo miraban con ferocidad.
El khardhu paseó la mirada en torno como si considerara que el muchacho de la barra no fuera digno de su atención.
—Rechazamos a Brandín de Ygrath cuando nos invadió, porque Khardhun luchó como un solo país. Todos a una. Vuestro pueblo fue arrasado por Alberico y por Brandín porque todos vosotros estabais demasiado ocupados discutiendo por cuestiones fronterizas, decidiendo qué duque o qué príncipe debería comandar el ejército, qué sacerdote o sacerdotisa debería bendecirlo, quién debería combatir en el centro y quién en el ala derecha, dónde debería librarse la batalla, o a quién amaban más los dioses. Vuestras nueve provincias acabaron por caer en manos de los hechiceros, una a una, dedo a dedo, y ellos os hicieron pedazos como si fuerais huesos de pollo. Yo siempre acostumbro decir —añadió en medio del silencio que ahora reinaba en la habitación— que una mano lucha mejor cuando se cierra en un puño.
A continuación pidió a Ettocio otra cerveza.
—¡Maldita sea tu insolencia, asqueroso khardhu! —dijo el mercader de los ojos grises con una voz tan rara que Ettocio se volvió a mirarlo—. ¡Así te condenes para siempre a la oscuridad de Moriana, porque has dado en el clavo!
Ettocio no esperaba aquella salida, ni tampoco los demás parroquianos. Se dio cuenta de que el ambiente se había cargado peligrosamente y contrastaba con el esplendor de la primavera y el agradable calor del sol que reinaban en el exterior.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó con pena el joven de la barra sin dirigirse a nadie en particular.
—Maldecir, beber y pagar los impuestos —respondió con amargura el mercader de lana.
—Debo decir que os compadezco —manifestó un solitario comerciante de Senzio con aires de suficiencia.
El comentario no podía ser más inoportuno. Incluso Ettocio, que pocas veces perdía la calma, se sintió irritado.
El joven de la barra saltó encolerizado.
—¿Por qué? ¡No te creo! ¿Qué derecho tienes? —gritó golpeando con furia sobre el mostrador.
El rollizo senziano sonrió con el aire de superioridad que parecía ser común a todos sus paisanos.
—¡Ni más ni menos! ¿Qué derecho tienes? —volvió a la carga el mercader de los ojos grises—. La última vez que estuve allí, los comerciantes de Senzio tenían las manos tan metidas en los bolsillos para pagar los impuestos al este y al oeste que ni siquiera podían sacar sus avíos para complacer a sus mujeres.
Un estridente coro de carcajadas remató el comentario. Incluso el viejo khardhu no pudo reprimir una sonrisa.
—La última vez que estuve allí —repuso el senziano con el rostro congestionado—, el gobernador de Senzio era uno de los nuestros, y no alguien venido de Ygrath o Barbadior.
—¿Qué le ocurrió al duque? —saltó el mercader de Ferraut—. Senzio fue tan cobarde que vuestro duque se rebajó a aceptar el cargo de gobernador para no indisponerse con los tiranos. ¿Y de eso es de lo que estás tan orgulloso?
—¿Orgulloso? —se burló el mercader flaco—. No tiene tiempo de sentirse orgulloso de nada. Está demasiado ocupado mirando a diestro y siniestro para ver al emisario de qué tirano puede ofrecerle su esposa.
Se levantó otra vez un coro de groseras carcajadas.
—Tienes una lengua muy afilada para ser un hombre de un país sojuzgado —dijo con frialdad el senziano. Las risas cesaron—. ¿De dónde eres que te permites burlarte del coraje de los demás?
—De Tregea —respondió el otro con calma.
—De la ocupada Tregea —lo corrigió el senziano con intención—. De la sojuzgada Tregea. Su gobernador es un barbadio.
—Fuimos los últimos en rendirnos —replicó el tregeo un tanto desafiante—. Borifort resistió más que cualquier otro lugar.
—Pero acabó por caer —repuso el senziano en tono terminante, seguro de su ventaja—. Yo que tú no me permitiría el lujo de burlarme de las mujeres de los demás. Sobre todo después de oír las historias de lo que los barbadios hicieron en Tregea y tengo entendido que muchas de vuestras mujeres estaban muy satisfechas con …
—¡Cierra tu sucia bocaza! —aulló el tregeo poniéndose en pie de un salto—. ¡Ciérrala o te la cerraré yo para siempre, mentiroso y repugnante senziano!
El estruendo estalló de nuevo, más fuerte aún que antes. Ettocio hizo sonar con furia la campana que había en la barra para restaurar el orden.
—¡Basta! —gritó—. ¡Si no os calláis, os echaré a patadas! Era una amenaza muy seria y todos se callaron.
La sarcástica risa del guerrero khardhu dejó oírse otra vez. El hombre se había puesto en pie. Arrojó unas monedas sobre la mesa para pagar la cuenta y paseó la mirada por la habitación sin dejar de reírse.
—¿Veis ahora lo que quería decir? —murmuró—. Sois como deditos que se pinchan y se empujan unos a otros. Siempre lo habéis hecho, ¿no es cierto? y supongo que siempre lo haréis. Hasta que no quede nada excepto Barbadior e Ygrath.
Caminó contoneándose hacia la barra para recoger su espada.
—¡Eh, tú! —dijo de pronto el tregeo de los ojos grises, mientras Ettocio le tendía al khardhu la curva espada envainada. El guerrero se volvió despacio.
—¿Sabes usar eso tan bien como usas la lengua? —le preguntó el tregeo. Los labios del khardhu se curvaron en una triste sonrisa.
—Se ha teñido de rojo una o dos veces.
—¿Estás trabajando para alguien en estos momentos? El khardhu lo miró de arriba abajo con insolencia.
—¿Adónde te diriges? —inquirió a su vez.
—He cambiado de planes —contestó el otro—. No se puede ganar dinero en Ferraut con tantos impuestos que pagar. Calculo que tendré que ir más lejos. Te pagaré por escoltarme al sur de los montes de Certando.
—Es una zona peligrosa —murmuró el khardhu con aire sombrío.
El tregeo lo miró con cierta guasa.
—¿Por qué crees que quiero contratarte? —le preguntó. El khardhu volvió a sonreír.
—¿Cuándo nos vamos? —dijo.
—Ahora mismo —repuso el tregeo levantándose para pagar. Recogió en la barra su espada corta y ambos salieron juntos de la taberna. La luz del sol se filtró cuando abrieron la puerta.
Ettocio había tenido la esperanza de que la paz se restablecería al marcharse aquellos dos, pero el joven de la barra murmuró algo acerca de unirse en un frente común, comentario que además de peligroso era una insensatez. Desgraciadamente para Ettocio, el mercader de lana de Ferraut oyó el comentario y el ambiente de la taberna volvió a cargarse en tanto se agotaba el nuevo tema de discusión.
Pero el tema dio para mucho; se prolongó durante toda la tarde, después de que el muchacho se hubo marchado y aquella misma noche, con un público completamente distinto, Ettocio se sorprendió a sí mismo discutiendo con un tratante de vinos de Astíbar y otro de Senzio. Esgrimió el argumento que había oído del khardhu, el de los dedos que eran rotos uno tras otro porque nunca llegaban a cerrarse en un puño. Lo encontraba muy convincente y atinado. Observó que los hombres asentían mientras lo escuchaban. Era una sensación extraña y agradable, pues jamás los clientes le habían prestado atención excepto cuando les decía que era hora de cerrar.
Le gustó aquella sensación. En los días que siguieron repitió el mismo razonamiento en cuanto se le presentaba la más mínima oportunidad. Por primera vez en su vida Ettocio comenzó a ganarse fama de hombre inteligente.
Desafortunadamente, una tarde de verano un mercenario barbadio le oyó por la ventana abierta. No se limitaron a retirarle la licencia, pues por aquellos días la tensión había subido de modo considerable en todo el territorio de la Palma. Detuvieron a Ettocio y lo ejecutaron en la rueda, a las mismas puertas de su taberna; le cortaron las manos y se las metieron en la boca.
Pero por entonces muchísimos hombres habían escuchado sus razonamientos, y muchísimos hombres habían asentido al oírlo.
Devin se reunió con los otros cuatro casi dos quilómetros al sur de la posada del cruce de caminos, en la polvorienta carretera que conducía a Certando. Lo estaban esperando. Catriana iba sola en el primer carro, pero Devin subió al segundo y se sentó junto a Baerd.
—La cosa está que arde, hirviendo como un puchero de khav —dijo alegremente al ver que el otro alzaba una ceja en son de burla.
Alessan iba a caballo, con la espada al cinto. Devin se fijó en el detalle y también vio el arco de Baerd justo detrás del asiento, al alcance de la mano. Varias veces en aquellos seis meses Devin había tenido ocasión de comprobar la rapidez de Baerd en
echar mano del arma. Alessan, que cabalgaba sin sombrero bajo el sol de la tarde, le sonrió.
—Supongo que revolviste bien el puchero después de que nos marchamos.
Devin sonrió.
—No hacía falta revolver demasiado. A estas alturas los dos actuáis como verdaderos profesionales.
—Tú también —dijo el duque siguiendo el carro a medio galope—. Esta vez me encantó tu arrebato de cólera. Pensé incluso que ibas a arrojarme algo.
Devin le sonrió. La blancura de los dientes de Sandre resaltaba contra la postiza negrura de su rostro.
«No esperes reconocernos», le había dicho Baerd cuando se separaron en los bosques de los Sandreni seis meses antes.
Devin se esperaba ya algo parecido, aunque no aquello.
La transformación del propio Baerd lo había sorprendido, pero sólo hasta cierto punto; se había dejado crecer un poco la barba y se había quitado el relleno de los hombros del jubón. No era tan corpulento como le había parecido a Devin al principio. También había cambiado el color de sus cabellos: antes eran rubios, ahora de un tono castaño que parecía natural. También tenía ahora los ojos castaños, no del brillante color azul de antes.
Pero el aspecto de Sandre d’Astíbar era completamente distinto. Incluso Alessan, que sin duda se había acostumbrado con los años a aquel tipo de transformaciones, soltó un silbido de asombro al ver al duque. Sandre se había convertido en un viejo guerrero de Khardhun, la tierra allende el mar del norte; en uno de aquellos tipos que Devin sabía que habían frecuentado las carreteras de la Palma hacía veinte o treinta años, en los tiempos en que los mercaderes no se aventuraban a viajar solos y los guerreros de Khardhun con sus horripilantes espadas curvas eran contratados para proteger a las caravanas de los forajidos.
En cierto modo, y eso era precisamente lo más misterioso, con la barba rasurada y los blancos cabellos teñidos de gris oscuro, el flaco y moreno rostro de Sandre y sus ojos, hundidos y fieros, eran exactamente iguales a los de un mercenario khardhu. Baerd le había explicado que ésos eran los detalles que le habían llamado la atención la primera vez que había visto al duque a la luz del día y lo que le había sugerido que podría disfrazarlo de aquella guisa.
—¿Pero cómo? —recordó haber preguntado Devin.
—Lociones y pócimas —había bromeado Alessan.
Según le explicó más tarde Baerd, él y el príncipe habían pasado unos cuantos años en Quilea, después de la caída de Tigana. Al sur de las montañas, aquella forma de disfrazarse —tiñéndose la piel, los cabellos y hasta los ojos— era un arte perfeccionado y ancestral, y parte esencial de los Misterios de la Diosa Madre y también de los ritos menos litúrgicos y secretos del teatro; y, desde luego, había desempeñado un papel complejo y fundamental en la tumultuosa historia de Quilea, siempre desgarrada por rivalidades religiosas.
Baerd no le había explicado lo que él y Alessan habían estado haciendo en aquellas tierras ni cómo había llegado a aprender y a dominar los secretos de aquel arte.
Catriana tampoco lo sabía, lo cual hizo sentirse a Devin un poco mejor. Una tarde se lo habían preguntado a Alessan, y por primera vez habían recibido una respuesta que oirían otras muchas veces a lo largo del otoño y del invierno.
—En primavera —les dijo Alessan.
En primavera muchas cosas se aclararían, en un sentido u otro.
Se dirigían hacia algo importante, pero tendrían que esperar hasta entonces. Ahora no había tiempo para explicaciones. Antes de los Días de los Rescoldos de la primavera dejarían el recorrido que habían venido haciendo —Astíbar, Tregea, Ferraut—. Y se dirigirían hacia el sur a través de los anchurosos trigales de Certando. Alessan les había dicho que entonces muchas cosas cambiarían. En un sentido o en otro, había repetido.
No había sonreído al decirles todo eso, aunque era un hombre de sonrisa fácil.
Devin recordó que entonces Catriana se había acariciado los cabellos con una expresión maliciosa y colérica en los ojos.
—Se trata de Alienor, ¿verdad? —acusó más que preguntó—. La mujer esa de Castelborso.
Alessan hizo una mueca de burlona sorpresa.
—No, querida —dijo—. Nos detendremos en Borso, pero no tiene nada que ver con ella. Si no te conociera tan bien, si no supiera que tu corazón pertenece sólo a Devin, diría que estás celosa, cariño.
La pulla consiguió el efecto deseado. Catriana había montado en cólera, y Devin muy avergonzado, se había apresurado a cambiar de conversación. Alessan tenía una peculiar forma de comportarse con los compañeros. Pese a su sincera y afable cortesía, pese a su genuina camaradería, trazaba una barrera que los demás sabían que no debían cruzar. Si algo le sentaba mal, cosa que rara vez ocurría, su reacción podía herir profundamente, aunque jamás perdiera el control. Incluso el duque se había dado cuenta de que era mejor no presionar a Alessan en ciertos temas. Por eso, cuando le preguntaron sobre los acontecimientos que se avecinaban, Sandre les dijo que sabía tanto como ellos de lo que iba a ocurrir cuando llegara la primavera.
Al reflexionar sobre tales cosas, mientras el otoño daba paso al invierno y comenzaban a caer las primeras nevadas, Devin tuvo plena conciencia de que Alessan era el príncipe de una tierra que estaba agonizando cada día un poco más; y decidió que, teniendo en cuenta tales circunstancias, no era extraño que en Alessan hubiera barreras que no se pudieran cruzar. Lo más delicado, sin embargo, era saber hasta qué punto podían intimar con él sin aventurarse por recovecos que obviamente les estaban vedados.
Una de las cosas que Devin comenzó a aprender durante aquel largo invierno fue a tener paciencia. Aprendió a guardarse las preguntas para el momento más oportuno e incluso a callárselas y tratar de encontrar las respuestas por sí mismo. Si había que retrasar hasta la primavera la comprensión exacta y total de lo que ocurría, estaba dispuesto a esperar. Entretanto, se dedicó en cuerpo y alma a lo que llevaban entre manos.
Se le había clavado un cuchillo en el corazón aquella estrellada noche de otoño en el bosque de los Sandreni.
No tenía ni idea de lo que les esperaba cuando cinco días más tarde se habían puesto en camino con el carromato de Rovigo y tres caballos más, rumbo a Ferraut, con una cama y un considerable cargamento de imágenes en madera de la Tríada. Taccio le había comunicado por carta a Rovigo que podía sacarse una considerable ganancia con la venta de imágenes religiosas de Astíbar a los mercaderes de la Palma Occidental. En especial porque, según se enteró luego Devin, los objetos de arte relacionados con la Tríada estaban libres de impuestos; con tal exención los dos hechiceros intentaban mantener tranquila y contenta a la casta sacerdotal.
Aquel otoño y aquel invierno, Devin aprendió mucho acerca del comercio y también acerca de otras cosas. Con el recién adquirido hábito de la paciencia, aprendió a escuchar en silencio mientras en las interminables jornadas Alessan y el duque intercambiaban ideas e iban transformando los toscos carbones de un concepto en diamantes de pulimentadas caras. Y, aunque por las noches soñaba en reunir un ejército para liberar Tigana y tomar por asalto las legendarias murallas del puerto de Chiara, no tardó mucho en entender a través de las heladas jornadas de viaje que los planes de Alessan y el duque iban por unos derroteros muy distintos.
Por eso seguían dirigiéndose hacia el este, no hacia el oeste, y hacían todo lo que estaba en sus manos por sembrar la agitación en los dominios de Alberico, siguiendo los planes, pulidos como diamantes, de Alessan y Sandre. En una ocasión, en uno de esos días en que por el motivo que fuera se dignaba hablarle, Catriana le comentó que Alessan estaba obrando con mucha más decisión y agresividad que el año anterior, cuando ella se les había unido.
Devin supuso que a lo mejor era por influencia de Sandre. Catriana había sacudido la cabeza. En parte sí, pero había algo más, una novedosa perentoriedad cuyas causas no podía llegar a entender.
—Lo averiguaremos en primavera —había dicho Devin encogiéndose de hombros.
Ella lo había mirado fijamente como si se sintiese ofendida por su ecuanimidad.
Sin embargo, había sido precisamente Catriana quien había sugerido la idea más agresiva y arriesgada de todo el invierno: el simulado suicidio de Tregea, tras arrojar los poemas sobre los Sandreni compuestos por un joven poeta. Alessan les había informado que el poeta se llamaba Adreano y que su nombre estaba en la lista, proporcionada por Rovigo, de los doce escritores elegidos al azar que habían sido pasados por las ruedas durante la represalia de Alberico. Alessan se había entristecido mucho al enterarse de tales acontecimientos.
En la carta de Rovigo había más información, aparte de las usuales noticias comerciales que servían de tapadera. La habían recogido en una taberna al norte de Tregea que servía de puesto de correo a los mercaderes de las rutas del noreste. Ellos iban por entonces hacia el sur, sembrando por doquier rumores sobre la inquietud que reinaba entre los soldados. El último informe de Rovigo apuntaba por segunda vez a la inminente subida de impuestos para atender las nuevas exigencias de los mercenarios. Sandre, que parecía conocer asombrosamente bien la mentalidad del tirano, se mostró completamente de acuerdo.
Después de cenar, sentados en torno al fuego, Catriana les había propuesto el plan. Devin no podía dar crédito a sus oídos: había visto la altura de los puentes de Tregea y la impetuosidad de las aguas del río. Además estaban en pleno invierno y el frío iba en aumento.
Alessan, todavía inquieto por las noticias de lo que ocurría en Astíbar, se mostró de acuerdo con Devin y vetó el plan de forma terminante. Pero Catriana adujo dos argumentaciones. En primer lugar había nacido a orillas del mar y era mejor nadadora que ellos y que cualquier otro. En segundo lugar, como bien le constaba a Alessan, un salto semejante, un suicidio, y además en Tregea, remataría a la perfección todo lo que habían estado tratando de conseguir en la Palma Occidental.
—Eso es cierto, aunque sienta tener que reconocerlo —recordó Devin que había dicho Sandre tras un largo silencio.
Alessan había accedido a regañadientes y había ido a Tregea para estudiar sobre el terreno el río y los puentes.
Cuatro días después, Devin y Baerd, protegidos por las sombras del crepúsculo, se habían agazapado en los bancales del río de la ciudad de Tregea, en un lugar que a Devin se le antojó muy distante del puente que Catriana había elegido. El viento era helado, la oscuridad creciente y además las tumultuosas aguas del río eran profundas, negras y heladas.
Mientras aguardaban, había intentado sin éxito clasificar los complejos sentimientos que experimentaba por Catriana. Pero estaba demasiado angustiado y demasiado congelado.
El corazón le había dado un salto, sacudido por una extraña y triple conjunción de alivio, admiración y envidia, cuando vio que Catriana emergía junto al bancal donde ellos estaban. Llevaba la peluca en la mano para que no pudiera enredarse en alguna rama y ser encontrada posteriormente. Devin la metió en un saco que llevaba mientras Baerd frotaba con vigor el cuerpo tembloroso de Catriana y lo envolvía en ropas secas. Cuando Devin la vio tiritando, amoratada por el frío y dando diente con diente, se desvaneció toda su envidia, desplazada por un sentimiento de orgullo.
Era de Tigana, igual que él. Todavía no podía pronunciarse aquella palabra, pero los dos estaban trabajando juntos, aunque de forma un tanto compleja y elíptica, para poder recobrar aquel nombre.
A la mañana siguiente habían abandonado la ciudad rumbo al noroeste, hacia Ferraut, con dos carros cargados de khav. Había empezado a nevar. Tras ellos quedaba la ciudad sumida en rumores y confusión por causa de aquella desconocida muchacha morena de la distrada que se había suicidado. Desde entonces a Devin le había resultado muy difícil mostrarse intolerante y antipático con Catriana. Por lo menos la mayoría de las veces. Ella, en cambio, seguía permitiéndose el lujo de simular de vez en cuando que ni siquiera lo veía.
A Devin le parecía prácticamente imposible que hubieran podido hacer el amor alguna vez; le parecía mentira que la boca de ella hubiera besado la suya, que sus manos le hubieran acariciado el pelo mientras la abrazaba.
Por descontado, jamás hacían ni la más mínima alusión a lo que había ocurrido. Devin no la evitaba, pero tampoco la buscaba, la muchacha tenía un humor tan imprevisible que temía cómo hubiera podido reaccionar. Haciendo uso de la paciencia que ahora lo caracterizaba, se conformaba con que ella subiera a su carro o se sentara a su lado junto al fuego, cuando le viniera en gana, y a veces lo hacía.
En la ciudad de Ferraut, por tercera vez durante aquel invierno, tras el simulado suicidio de Tregea, habían sido magníficamente agasajados por Ingonida, entusiasmada aún por la cama que le habían traído. El gordo y congestionado Taccio los atendía a todos con igual solicitud, pero su mujer seguía mostrándose particularmente solícita con el duque, disfrazado de khardhu; cuando estaban solos, Alessan no perdía ocasión de burlarse de Sandre por tal motivo.
Había llegado otro paquete de Rovigo. Cuando lo abrieron, encontraron dos cartas; una de ellas, pese al tiempo transcurrido, exhalaba un aroma embriagador.
Alessan enarcó burlonamente las cejas y entregó la perfumada carta a Devin. Ingonida gorjeó y unió las manos en un gesto que significaba aventura amorosa. Taccio le sirvió sonriente otra copa.
Aquel perfume no podía ser sino de Selvena. La expresión de Devin, cuando cogió el sobre, debió de ser singularmente reveladora, porque oyó que Catriana soltaba una risita, aunque tuvo buen cuidado de no mirarla.
La carta de Selvena contenía una sola frase, tan precipitada como la propia muchacha. Aun así, era tan sugerente que Devin se negó a enseñársela a los demás cuando se lo pidieron.
En realidad, Devin se vio obligado a admitir que sentía más interés por las cinco pulidas líneas que Alais había añadido a la misiva de, su padre. Con pequeña y pulcra escritura se limitaba a informar que había encontrado y copiado otra variante del Lamento de Adaón en uno de los templos de Astíbar dedicados al dios, y añadía que estaría encantada de dársela a conocer a todos ellos cuando pasaran por allí otra vez. Firmaba sólo con la inicial.
Rovigo informaba en la carta que Astíbar había recobrado la calma después de la ejecución de los doce poetas en la Plaza Mayor junto a los familiares de los conspiradores. Que el precio del trigo seguía subiendo, que podría hacerse cargo de todo el Villa verde de Senzio que pudieran obtener a un precio discreto, que se esperaba que Alberico hiciera muy pronto público el nombre del jefe a quien iba a premiar con parte de las tierras confiscadas a los Nievolene; añadía que sabía de buena tinta que el lino de Senzio estaba todavía barato en Astíbar, pero que seguramente pronto subiría.
Las noticias referentes a las tierras de los Nievolene les inspiraron la puesta en escena de una chispeante discusión entre Alessan y el duque.
Y esas chispas habían generado una hoguera.
Los cinco emprendieron un rápido recorrido por la cuidada carretera que conducía a Senzio, con más objetos religiosos. Con la ganancia de las estatuillas compraron vino verde, regatearon un considerable cargamento de lino —para sorpresa de todos, Baerd se había revelado muy hábil en negociaciones de esa clase—, y regresaron a Taccio tras haber pagado los elevados impuestos en las fortalezas y ciudades fronterizas de ambas provincias.
Los estaba esperando otra carta. Tras algunas simuladoras noticias comerciales, Rovigo les informaba que se esperaba para finales de semana el anuncio público sobre las tierras de los Nievolene. Añadía que lo sabía por una fuente digna de crédito. La carta estaba fechada cinco días antes.
Por la noche, Alessan, Baerd y Devin habían pedido un tercer caballo a Taccio, que se había sentido muy satisfecho de que no le comunicaran sus planes; habían cabalgado hacia la frontera de Astíbar y se habían metido en una torrentera paralela a la carretera que conducía hasta las puertas de la hacienda de los Nievolene.
Siete días después estaban de regreso con un carro nuevo y un cargamento de lana sin devanar para que la vendiera Taccio. El rumor del incendio había llegado antes que ellos y se había extendido por doquier, según les dijo Sandre. Habían estallado numerosas reyertas en las tabernas de Ferraut entre hombres de la primera y segunda compañía.
Le dejaron a Taccio el carro nuevo y se encaminaron sin prisas hacia Tregea. No necesitaban tres carros; al fin y al cabo eran socios de una modesta empresa comercial. Se conformaban con sacar humildes ganancias, teniendo en cuenta los impuestos y contribuciones que gravaban su trabajo. Hablaban mucho sobre esos impuestos y contribuciones, a menudo en público. A veces con una franqueza que los parroquianos no estaban acostumbrados a escuchar.
Alessan se peleó con el irónico khardhu docenas de veces en las posadas y tabernas de la carretera, y lo contrató docenas de veces. A menudo Devin también desempeñaba un modesto papel, al igual que Baerd. Ponían sumo cuidado en no repetir jamás la representación. Catriana llevaba un detallado registro de los lugares en que habían estado y de las cosas que habían dicho y hecho. Devin le había asegurado que ellos podían memorizarlo, pero la muchacha había seguido tomando notas a pesar de todo.
En público el duque se llamaba «Tomaz», pues «Sandre» era un nombre muy poco corriente en la Palma y aún hubiera resultado más extraño y peligroso en un guerrero khardhu. Devin recordaba que se había quedado muy pensativo cuando en otoño el duque le había comunicado su nuevo nombre. Se había preguntado qué debía sentirse al tener que matar a un hijo, e incluso al sobrevivir a los hijos. O al enterarse de que los cuerpos de sus familiares, aun los más lejanos, habían sido desmembrados en las ruedas mortales de Barbadior. Trataba de imaginar qué debía sentirse ante todas aquellas desgracias.
Aquel otoño y aquel invierno, la vida y lo que ésta significaba para un hombre se había convertido para Devin en una cuestión dolorosa y compleja. A menudo se acordaba de Marra, malograda en su camino hacia la madurez, hacia lo que hubiera tenido que ser su vida. La echaba de menos y su recuerdo le producía un dolor a veces insoportable. Con ella habría podido hablar de todas esas cosas. Los compañeros tenían sus propias preocupaciones y no quería abrumados con más sufrimientos. Se preguntaba si Alais bren Rovigo habría entendido todas esas cosas que lo estaban torturando. No lo creía probable; había vivido demasiado protegida, demasiado retirada como para que la inquietaran semejantes ideas. Una noche soñó con ella; fueron unas imágenes vívidas e intensas. A la mañana siguiente se instaló junto a Catriana en el primer carro, inusitadamente callado, estremecido e inquieto por la proximidad de la muchacha y de aquella mata de cabellos rojos que contrastaba con el pálido paisaje invernal.
A veces se acordaba del soldado del establo de los Nievolene, que había perdido a los dados y se había bebido una botella de vino lejos de los cantos de sus camaradas, y a quien él había degollado mientras dormía. ¿Había venido al mundo aquel soldado sólo para ser un hito en el camino de Devin di Tigana?
Era un pensamiento tremebundo. Con el tiempo, después de haberlo meditado en aquellas interminables jornadas invernales, Devin había decidido que no. Aquel hombre había tropezado Con mucha gente a lo largo de su existencia. Sin duda había
causado placer y dolor y seguramente había experimentado ambas sensaciones. El momento de la muerte no era lo que definía su viaje bajo las luces de Eanna, o como quiera que se llamara aquel viaje en el imperio de Barbadior.
No obstante, resultaba difícil encontrar un orden en todo aquello. ¿Había vivido y muerto Stevan de Ygrath sólo para que el dolor de su padre sembrara la destrucción en una pequeña provincia y acabara con su gente y sus tradiciones? ¿Había nacido el príncipe Valentín di Tigana sólo para blandir la espada mortal que había desencadenado aquella destrucción? ¿Y para qué había nacido su hijo menor?
¿Y el hijo menor del granjero Ásolino que había huido de Avalle cuando se había convertido en Stevania? Ciertamente era difícil encontrar un sentido a todo aquello.
Una mañana, en Senzio, cuando los primeros efluvios primaverales comenzaban a suavizar el aire del norte, Baerd había regresado del renombrado mercado de armas con una resplandeciente y magnífica espada para Devin. En la empuñadura tenía incrustada una piedra de color negro. No le dio explicación alguna, pero Devin sabía que aquello tenía que ver con lo que había ocurrido en el establo de los Nievolene. El regalo no contestaba a ninguna de sus preguntas, pero al menos le levantó el ánimo. Baerd comenzó a enseñarle el manejo del arma cuando hacían un alto a mediodía para comer.
Devin estaba preocupado por Baerd, en parte porque sabía que también Alessan lo estaba.
La primera impresión que le había causado en la cabaña había sido un tanto inexacta: le había parecido un hombre robusto y rubio, frío y competente. Pero Baerd tenía en realidad el pelo oscuro y no era demasiado voluminoso; además, aunque después de seis meses de convivencia no dejaba de impresionarle lo competente que se mostraba en un asombroso y variado número de cosas, había llegado a la conclusión de que no era un hombre frío; sólo cauteloso y reservado, encerrado en una herida que le había sido infligida hacía mucho tiempo.
En cierto modo, se daba cuenta Devin, Alessan era más fácil de tratar que Baerd. De vez en cuando el príncipe era capaz de relajarse conversando, riendo y sobre todo tocando la flauta. Baerd, en cambio, parecía no poder relajarse nunca; erraba por el mundo dando vueltas y más vueltas al hecho de que Tigana hubiera desaparecido.
A veces, por las noches, tal inquietud le impedía conciliar el sueño junto al fuego que habían encendido cerca de la carretera. Se levantaba sin decir nada, sin hacer el menor ruido, y se internaba solo en la oscuridad.
Devin observaba cómo Alessan se fijaba en Baerd mientras se perdía en la noche.
—En una ocasión conocí a un hombre como él —comentó con tristeza Sandre una noche en que Baerd había abandonado el ambiente caldeado de una taberna para internarse en una neblinosa noche invernal en las colinas de Tregea, cerca de Borifort—. Necesitaba marcharse solo para sofocar por sí mismo la sed de matar.
—Eso podría ser en parte una explicación de lo que le sucede a Baerd —había señalado Alessan.
Eran pensamientos tenebrosos que nacían del tenebroso ambiente de una noche de invierno.
Pero ahora ya había llegado la primavera, y, mientras la savia de la tierra resurgía verde y oro bajo la templada luz del sol, Devin sentía que también su espíritu se elevaba ante la agitación y la inquietud del mundo por el que cabalgaban.
«Hay que esperar a la primavera», había dicho Alessan entre los árboles marrones y rojos del otoño y las viñas desnudas y vendimiadas. Ya estaban en primavera; se acercaban con rapidez los Días del Rescoldo y por fin había llegado el tan esperado momento de dirigirse hacia Certando y hacia las respuestas que allí les aguardaban. Devin no podía dominar ni quería dominar la sensación que lo invadía, del mismo modo que la savia invade la vegetación de los bosques: lo que tenía que suceder iba a suceder muy pronto.
Encaramado al segundo carro, junto a Baerd, se sentía gloriosa y plenamente vivo. Delante de ellos el resplandor del sol de la tarde se reflejaba en la melena de Catriana, y algo extraño y maravilloso embargaba la sangre del muchacho. Notaba que Baerd lo observaba con curiosidad, e incluso sorprendió en su rostro una leve sonrisa. No le importó lo más mínimo. A decir verdad, le satisfizo. Al fin y al cabo Baerd era un amigo.
Devin entonó una canción. Era una balada muy antigua, La Canción del Caminante:
Estoy muy lejos de la casa donde nací,
en una senda desconocida y tortuosa,
pero cuando el sol se ponga aparecerán las dos lunas
y las estrellas de Eanna me oirán contar mi historia.
Alessan, cualquiera que fuera su estado de ánimo, casi siempre estaba dispuesto a acompañar una canción y, con toda seguridad, cuando Devin empezara la segunda estrofa, sonaría la flauta de Tregea. Devin se volvió a mirarlo y el príncipe le guiñó un ojo.
Catriana les dirigió una mirada de reconvención. Devin le sonrió y se encogió de hombros; de pronto se oyó el pegadizo sonido de la flauta de Alessan. Catriana intentó en vano reprimir una sonrisa; se unió a ellos en la tercera estrofa y después comenzó otra canción.
Meses más tarde, en verano, Devin evocaría la imagen de los cinco en aquella primera hora de viaje rumbo al sur y aquel recuerdo lo haría sentirse viejo.
En cambio, aquel día se sentía muy joven. En cierto modo todos se sentían así, incluso Sandre, que unió al coro su nada despreciable voz de barítono, convertido en un hombre nuevo con la esperanza de alcanzar un sueño largo tiempo acariciado.
Siguiendo el ejemplo de Catriana, Devin entonó una tercera canción y elevó su hermosa voz camino adelante para conducirlos bajo la luz del sol por la senda que los llevaría hasta Certando, hasta la señora de Castelborso, quienquiera que fuese, y hasta lo que Alessan tenía que encontrar en aquellos montes.
Cercana ya la hora del crepúsculo, divisaron en el camino a un Viajero.
Aquello no resultaba en principio extraño. Después de todo, estaban todavía en Ferraut, en la poblada región al norte de la fortaleza de Ciorone, donde los frecuentados caminos de Tregea y de Corte se encontraban con la ruta que iba de norte a sur, por la que ellos estaban transitando. Pero, por otra parte, era raro encontrar hombres que viajaran solos, y por eso Devin y Baerd se pusieron a escrutar las cunetas por si divisaban algún emboscado.
Era una precaución rutinaria; se hallaban en una región en la que los ladrones no sobrevivían demasiado tiempo y además aún era de día. Cuando se hubieron acercado un poco más, Devin vio que el hombre llevaba un arpa colgada a la espalda. Un trovador. Devin sonrió; siempre resultaban una compañía agradable.
El hombre se había dado la vuelta y estaba aguardándolos. Cuando Catriana detuvo junto a él el carro, el sujeto le hizo una reverencia tan cortés que casi resultaba chocante en aquel solitario camino.
—Llevo disfrutando de vuestro canto durante casi dos kilómetros —dijo seguidamente—. Pero debo confesar que me produce mucho más placer veros de cerca.
Era alto, bastante mayor, y tenía el cabello largo y canoso y los ojos muy vivos. Dirigió a Catriana la clase de sonrisa que caracterizaba a los trovadores de la Palma, y la blancura de sus dientes resaltó contra su rostro curtido.
—¿Hacia el sur en pos de la primavera? —le preguntó ella sonriendo ante el cumplido—. ¿Siguiendo la ruta tradicional?
—Sí, claro —respondió él—. La ruta tradicional, como cada año. Y odiaría tener que confesar a alguien tan joven y bella como vos cuántos años llevo repitiéndola.
Devin saltó del carro y se acercó al hombre para confirmar cierta sospecha.
—Seguramente yo podría adivinado —dijo sonriendo—, porque me parece que te recuerdo. Coincidimos en Certando en la época de las bodas. ¿No tocabas el arpa con Burnet di Corte hace dos años?
Los vivos ojuelos del hombre lo examinaron de arriba abajo.
—Sí —admitió el trovador al cabo de un rato—. Soy Erlein di Senzio y trabajé una temporada para ese maldito Burnet. Luego me timó en las cuentas y decidí que sería más feliz trabajando por cuenta propia. Vuestras voces me parecieron de profesionales. ¿Lo eres tú?
—Soy Devin d’Ásoli. Trabajé con Ménico di Ferraut unos cuantos años —mintió con toda desfachatez.
—Y ahora te dedicas a otras cosas más rentables —comentó Erlein echando una ojeada a la carga de los carros—. ¿Todavía anda Ménico por esos caminos? ¿Sigue tan gordo como siempre?
—Sí a ambas preguntas —respondió Devin disimulando la culpabilidad que todavía le asaltaba cuando pensaba en su antiguo jefe de troupe— y también Burnet, según he oído decir últimamente.
—¡Que se pudra! —exclamó Erlein—. Aún me debe dinero.
—Bien —dijo Alessan desde su caballo—. No podemos hacer nada por remediar eso, pero podemos llevarte hasta Ciorone antes del toque de queda. Puedes viajar con Baerd —añadió con prontitud al ver que Erlein echaba una rápida ojeada al asiento vacío junto a Catriana.
—Os lo agradecería muchísimo… —comenzó a decir Erlein.
—No me gusta la fortaleza de Ciorone —le interrumpió de pronto Sandre—. Está lleno de timadores y de gente que enseguida sabe lo que llevas y adónde vas. Es un lugar plagado de facinerosos. Parece que será una noche apacible… Creo que estaríamos mejor si acampamos fuera de la ciudad.
Devin miró con sorpresa al duque. Era la primera vez que expresaba una opinión semejante.
—Bueno, en realidad, Tomaz, no veo por qué… —empezó a decir Alessan.
—Tú me contrataste, mercader —gruñó Sandre—. Querías que trabajara para ti y es lo que estoy haciendo. Si no te gusta lo que digo, págame y ya encontraré a otro.
Los ojos brillaban de cólera en su atezado rostro, y su tono de voz no dejaba lugar a dudas para ninguno de ellos; por la razón que fuera, Sandre tenía sobrados motivos para actuar como lo estaba haciendo.
—Un poco más de educación, por favor —soltó Alessan volviendo su caballo para encararse con el duque—. O te despediré y dejaré que cargues con tus viejos huesos hasta encontrar a otro idiota que te contrate. No sé cómo —añadió dirigiéndose a Erlein— me las he apañado para topar con el khardhu más arrogante de las carreteras que cruzan la Palma.
—Todos son arrogantes —replicó el trovador moviendo la cabeza—. Les viene de esas espadas curvas que llevan.
Alessan se echó a reír; Devin lo imitó.
—Todavía queda una hora de luz —se quejó Baerd—. Podemos llegar a la fortaleza tranquilamente. ¿Por qué dormir en el suelo?
—Lo sé —suspiró Alessan—. Pero, lo siento en el alma: nosotros no conocemos esta ruta y Tomaz sí. Supongo que deberíamos hacerle caso; de otro modo estaríamos desperdiciando su sueldo, ¿no te parece?
Miró a Erlein, se encogió de hombros y añadió:
—Tu viaje en carro a Ciorone se acaba de ir al traste.
—No se puede perder lo que nunca se ha tenido —repuso el trovador con una sonrisa—. Ya me las arreglaré.
—Serás bienvenido si quieres compartir nuestra fogata —intervino Devin, confiando en haber interpretado bien la mirada rápida, que le había dirigido el duque, aunque no estaba seguro de lo que pretendía.
Ante su sorpresa, Erlein enrojeció y pareció en cierto modo avergonzarse.
—Os lo agradezco, pero no tengo nada que aportar a la mesa ni al fuego.
—Has estado mucho tiempo por esos caminos de dios —comentó Sandre en tono apacible—. Hacía años que no oía esa expresión de labios de alguien nacido en la Palma. Es una tradición que ya se ha perdido.
—Tienes un arpa, ¿verdad? —intervino Catriana en el momento más oportuno con voz dulcísima.
Clavó la vista en Erlein y luego bajó los ojos con coquetería.
—Sí —dijo el trovador, afirmando lo que era obvio y devorando con la mirada a Catriana.
—Entonces no tienes las manos vacías —declaró Alessan en tono resuelto—. Devin y mi hermana saben cantar, como has podido comprobar, y yo no me las arreglo del todo mal con la flauta. Será muy agradable oír la melodía de un arpa después de cenar bajo las estrellas.
—Ni una palabra más —asintió Erlein—. Seréis una agradable compañía; hace demasiado tiempo que mi boca sólo pronuncia palabras de sabiduría para mis propios oídos.
Alessan se echó a reír otra vez.
—Si no recuerdo mal, hacia el oeste hay un bosquecillo a orillas de un arroyo —dijo Sandre—. Un lugar apropiado para acampar.
Sin dar tiempo a que nadie añadiera nada más, Erlein di Senzio se encaramó al carro y se instaló al lado de Catriana. Devin abrió la boca pero la cerró al instante a un gesto disimulado y terminante de Sandre.
Catriana condujo el carro hacia el oeste, hacia el bosquecillo que había indicado el duque. Devin la oyó reír ante un comentario del trovador.
Pero no perdía de vista a Sandre, y Alessan y Baerd tampoco. El duque estaba mirando a Erlein, que iba delante de ellos. Con un gesto rápido levantó la mano izquierda doblando el tercero y cuarto dedo. Dirigió una significativa mirada a Alessan y después volvió a mirar al hombre que viajaba junto a Catriana. Devin no entendió el gesto. «¿Un juramento?», pensó confundido.
Sandre bajó la mano con los ojos fijos en los del príncipe. Tenía una expresión extraña y desafiante. Alessan se había puesto repentinamente pálido, y entonces Devin lo entendió todo.
—¡Que Adaón me valga! —susurró Baerd en un tono que hizo dar un respingo a Devin—. ¡No puedo creerlo!
Tampoco Devin podía.
Lo que Sandre les estaba diciendo era, ni más ni menos, que Erlein di Senzio era un brujo. Alguien que había perdido dos dedos al vincularse al poder mágico de la Palma.
Y Alessan bar Valentín era un príncipe de la estirpe de Tigana. Lo cual significaba, si las historias de Adaón y Micaela eran ciertas, que podía obligar a un brujo a someterse a su arbitrio.
Devin se acordaba muy bien de que en la cabaña Sandre no había creído en tal cosa. Pero ahora estaba dando una oportunidad a Alessan; eso explicaba el desafío que se leía en sus ojos.
Una oportunidad, o por lo menos la posibilidad de una oportunidad. Pensando con más rapidez de lo que jamás hubiera hecho, Devin se volvió hacia Baerd.
—Cuando lleguemos allí —le dijo en voz baja—, sígueme la corriente. Se me ha ocurrido una idea.
Sólo más tarde tendría tiempo de reflexionar en lo mucho que había cambiado en seis meses. Sólo en seis meses, el tiempo que va de los Rescoldos de otoño a los de primavera. Allí estaba ahora hablándole en aquel tono a Baerd, y por si fuera poco éste le prestaba atención …
Encontraron el arroyo, tal como había dicho o imaginado Sandre. Detuvieron los carros muy cerca, y comenzó la rutina usual del crepúsculo. Catriana se ocupó de los caballos, y Devin fue a buscar leña, mientras Alessan y el duque disponían los sacos de dormir y organizaban los bártulos de cocina y las vituallas.
Baerd cogió el arco y desapareció entre los árboles. Veinte minutos después estaba de vuelta con tres conejos y un rollizo grele sin alas.
—Estoy impresionado, muy impresionado —le dijo Erlein, que estaba con Catriana junto a los caballos.
—Son para pagar la música después —explicó Baerd con la extraña sonrisa que utilizaba para regatear en las ferias de las ciudades.
Devin había estado observando a Erlein con el mayor disimulo posible. Cuando por fin logró vislumbrar la mano izquierda del trovador, que nunca estaba quieta más de un segundo, le pareció ver en torno a ella una aureola borrosa y desdibujada.
Había estado aguardando el regreso de Baerd y ahora, con la llegada de éste, se puso manos a la obra.
—¡Eh, tú! —interpeló sonriendo al cazador—. Tienes el aspecto de una pieza de caza. Vas a asustar a todos los mercaderes que encontremos. Amigo mío, necesitas un corte de pelo antes de que lleguemos a un lugar civilizado.
—Más te valdría callar, bribón, con la pinta que tienes —saltó Baerd al tiempo que arrojaba las presas junto al montón de leña—. ¿O es que intentas estar hecho una facha para ahuyentar a Alienar en Borso?
Alessan se echó a reír, y Erlein lo imitó.
—Nada puede ahuyentarla —bromeó el trovador—. Y ése tiene la edad preferida de Alienar.
—¿La edad preferida? —repitió Alessan, riendo—. Le gustan los hombres a partir de los doce años; y no hace feos a los viejos con tal de que no estén ya bajo tierra.
—No me hacen gracia esos comentarios —declaró Catriana muy digna mientras los cinco hombres reían a carcajada limpia.
—Lo siento —se disculpó Alessan tratando de reprimirse, mientras ella se le plantaba delante con los brazos en jarras.
—No lo sientes en absoluto, pero deberías sentirlo —replicó Catriana—. Sabes perfectamente que me desagrada este tipo de conversaciones. Me ponen violenta. Sólo hablas así cuando estás ocioso. ¡Haz algo de provecho y córtale el pelo a Devin; tiene un aspecto espantoso, peor del que acostumbra tener!
—¿A mí? —protestó Devin—. ¿Mis cabellos? ¿Qué quieres decir? Es Baerd quien tiene un aspecto horrible, no yo. ¿Qué pasa con él? Él es quien necesita …
—Todos necesitáis un buen corte de pelo —sentenció Catriana en un tono que no admitía réplica.
Por unos instantes sus ojos se clavaron con expresión crítica en la melena de Erlein. Abrió la boca, lo pensó mejor y la cerró dominándose por pura cortesía. Erlein se ruborizó y se llevó la mano derecha a los cabellos que le llegaban hasta los hombros. Su mano izquierda jugueteaba mientras tanto con unos guijarros que había recogido junto al arroyo.
—Me parece —comentó Devin con malicia— que has insultado a nuestro huésped. Eso lo hará sentirse como en su casa.
—Yo no he dicho ni una palabra, Devin —se defendió Catriana.
—No tenías necesidad de hacerla —terció Erlein con tristeza—. Esos magníficos ojos que tienes parecían poco satisfechos con lo que veían.
—Los ojos de mi hermana casi nunca están satisfechos con lo que ven —gruñó Alessan, que estaba rebuscando en uno de los sacos, de donde sacó unas tijeras y un peine—. No hay duda de que me han llamado al orden. Queda media hora de luz. ¿Quién va a ser la primera víctima?
—Yo —se ofreció Baerd—. Te aseguro que no vaya dejar que me toques ni un pelo, cuando anochezca.
Erlein observó con interés cómo Alessan llevaba a Baerd hasta una roca junto al arroyo y procedía, con bastante habilidad por cierto, a cortarle el pelo. Catriana regresó junto a los caballos tras dirigirle a Erlein una rápida y enigmática mirada. Sandre agrupó la leña para encender el fuego y se puso a despellejar los conejos y el grele mientras tarareaba una cancioncilla.
—¡Más leña, muchacho! —le indicó de pronto a Devin sin levantar ni siquiera la mirada; lo cual quedó muy bien, desde luego.
«Oh, Moriana —se dijo Devin embargado de excitación y orgullo—. ¡Qué buenos son todos!».
—Más tarde —contestó, tendiéndose en el suelo—. Hay leña suficiente por ahora, y Alessan tiene que cortarme el pelo.
—No —intervino Alessan desde el arroyo, captando la táctica de Sandre—. Ve por leña, Devin. No va a haber luz suficiente para los tres. Te lo cortaré mañana, ya Erlein ahora, si es que le apetece. Catriana tendrá que conformarse con ver tu espantoso aspecto una noche más.
—¡Como si un corte de pelo fuera a remediárselo! —gritó Catriana desde el otro lado del claro.
Erlein y Baerd se echaron a reír.
Refunfuñando, Devin se levantó y se dirigió perezosamente hacia el bosquecillo.
Tras él oyó la voz de Erlein.
—Te estaré muy agradecido —estaba diciéndole el trovador a Alessan—. No me gustaría que otra mujer me mirara como tu hermana acaba de hacer.
—No le hagas caso —aconsejó Baerd riendo mientras regresaba junto al fuego.
—Es imposible no hacerle caso —repuso Erlein en voz bien alta para que lo oyera Catriana.
Luego se levantó, caminó hacia la orilla y se sentó en la roca frente a Alessan. El rojo disco del sol se estaba ocultando tras el arroyo.
Con una brazada de leña, Devin se acercó al lugar, ya envuelto en sombras, donde Catriana estaba ocupándose de las cabalgaduras. Ella lo oyó llegar, pero continuó cepillando un caballo sin apartar la vista de los hombres que estaban junto al arroyo.
Devin la imitó. Recortados por el reflejo del sol poniente, parecía como si Alessan y el trovador se hubieran transformado en figuras de un paisaje sin tiempo. En la creciente oscuridad sus voces se oían con una nitidez extraña.
—¿Cuándo te cortaste el pelo por última vez? —preguntaba Alessan sin dejar de mover las tijeras entre las greñas grises de Erlein.
—No me acuerdo —confesó el trovador.
—Bueno —bromeó Alessan inclinándose para mojar el peine en el río—, en estos andurriales no tenemos por qué seguir la moda de la corte. Te lo recortaré un poco más por este lado. Eso es, bien. ¿Te peinas hacia atrás o hacia delante?
—Hacia atrás, casi siempre.
—Muy bien.
Las manos de Alessan se movieron hacia la coronilla de Erlein, y las tijeras refulgieron a la luz del sol.
—Es un peinado un poco pasado de moda, pero se supone que los trovadores tienen que parecer pasados de moda, ¿verdad? Es parte de su encanto. Quedas sometido en nombre de Adaón y en mi propio nombre. Soy Alessan, príncipe de Tigana, y ahora me perteneces, brujo.
Sin darse cuenta, Devin dio un paso atrás. Vio que Erlein trataba de zafarse, pero la mano de Alessan lo sujetaba con firmeza y las tijeras, tan ocupadas hacía un momento, estaban peligrosamente cerca de su garganta. El trovador quedó inmovilizado unos instantes que fueron más que suficientes.
—¡Así te pudras! —exclamó Erlein cuando Alessan lo soltó, y retrocedió unos pasos.
El mago se puso en pie como si la roca le quemara y se encaró con el príncipe, con el rostro congestionado por la ira.
Temiendo por Alessan, Devin avanzó hacia el arroyo con la intención de coger la espada. Entonces vio que Baerd había empuñado el arco y apuntaba una flecha hacia el corazón de Erlein. Devin se detuvo junto a Sandre, que tenía la espada curva en la mano, y miró de reojo el oscuro rostro del duque; aunque la luz ya no era mucha, le pareció leer en él una expresión de temor.
Se volvió al punto hacia los dos hombres que estaban junto al arroyo. Alessan había dejado las tijeras y el peine sobre la roca, y estaba en pie, tranquilo, con los brazos en jarras y la respiración acelerada.
Erlein estaba literalmente sacudido por la cólera, y Devin tuvo la impresión de que se había descorrido un telón. En los ojos del mago competían el odio y el terror, y tenía la boca torcida en un espasmo. Levantó la mano izquierda y señaló hacia Alessan Con ademán de violento rechazo.
En ese momento Devin vio con absoluta nitidez que le faltaban el tercero y cuarto dedos: la antigua marca del vínculo que unía a los brujos al poder mágico de la Palma.
—¿Alessan? —dijo Baerd.
—Todo está bien. No puede utilizar sus poderes contra mi voluntad.
La voz de Alessan sonaba tranquila, casi ajena, como si todo aquello le estuviera ocurriendo a otra persona. Sólo entonces se dio cuenta Devin de que el gesto del brujo había respondido a un intento de lanzar un hechizo contra Alessan. Nunca había imaginado estar tan cerca de un fenómeno semejante. Sintió que se le ponía la piel de gallina, y no se debía a la fresca brisa del crepúsculo.
Erlein bajó la mano despacio y dejó de temblar.
—¡Que la Tríada te maldiga! —dijo en voz baja—. ¡Que maldiga los huesos de tus antepasados y destruya la vida de tus hijos y de los hijos de tus hijos por lo que acabas de hacerme! Era la voz de un hombre dolorosa y brutalmente agraviado. Alessan no pestañeó ni dio un paso atrás.
—Hace casi diecinueve años que fui maldecido, y también mis antepasados y los hijos que tanto yo como mi pueblo pudiéramos tener. He dedicado mi vida entera a conjurar tal maldición mientras el tiempo me lo permita. Por eso te he sometido a mí. El rostro de Erlein adquirió una espantosa expresión.
—Los príncipes de Tigana han sabido desde siempre cuán terrible era el don que les había concedido el dios; cuán tremendo poder eran capaces de ejercer sobre el alma de un hombre libre. Tú mismo sabes muy bien… —tuvo que interrumpirse, con el rostro muy pálido y las manos crispadas, para recuperar el control sobre sí mismo—… tú mismo sabes muy bien que tal don ha sido utilizado en raras ocasiones.
—Dos veces —repuso Alessan con absoluta tranquilidad—. Tengo entendido que dos veces. Así lo dicen los libros antiguos, aunque me temo que hoy día todos están reducidos a cenizas.
—¡Dos veces! —repitió Erlein con voz estridente—. ¡Dos veces durante las innumerables generaciones que se han venido sucediendo desde los albores de esta península! ¿Y ahora tú, ridículo principito sin tierra que gobernar, te atreves a imponer por capricho tus manos sobre mí?
—No por capricho, y lo he hecho precisamente porque no tengo patria. Porque Tigana está muriendo y desaparecerá para siempre si no hago algo para remediarlo.
—¿Y eso te da derecho sobre mi vida y mi muerte?
—Tengo un deber que cumplir —replicó con solemnidad Alessan—. Debo utilizar todos los instrumentos que estén a mi alcance.
—¡Yo no soy un instrumento! —gritó Erlein desde lo más profundo de su corazón—. Soy un hombre libre, dueño de mi propio destino.
Al observar el rostro de Alessan, Devin vio hasta qué punto le había llegado al alma aquel grito. Durante unos momentos reinó el silencio junto al río. Devin vio que el príncipe respiraba profundamente, como si quisiera recobrar el equilibrio perdido al tener que cargar con un peso que se sumaba a los que ya venía soportando. Un nuevo tributo que tenía que pagar por ser quien era.
—No voy a mentirte diciéndote que lo siento —dijo por fin Alessan eligiendo con cuidado las palabras—, pues llevo muchos años soñando con encontrar un mago. Pero quiero decirte con toda sinceridad que comprendo muy bien todo lo que has dicho, que comprendo que me odies. Te aseguro que me duele hacer lo que la necesidad me exige.
—¡No te exige nada en absoluto! —replicó Erlein con la seguridad del hombre que sabe que tiene razón—. Somos hombres libres. Siempre podemos elegir.
—En ocasiones a algunos nos está vedado elegir —terció de pronto Sandre, que avanzó unos pasos hasta situarse junto a Devin—. Algunos hombres están obligados a elegir por aquellos que no pueden hacerla, ya sea por falta de voluntad o de poder —añadió acercándose a los dos hombres que estaban junto al oscuro y rumoroso arroyuelo—. Del mismo modo que nosotros podríamos elegir no asesinar a un hombre que trata de matar a nuestros hijos, así Alessan podría haber elegido no someter a un mago que pudiera ser vital para su pueblo, para sus hijos. Erlein di Senzio, déjame decirte que ninguna de esas dos opciones le está permitida a un hombre de honor.
—¡De honor! —escupió Erlein—. ¿Acaso es honorable someter a un hombre de Senzio al destino fatal de Tigana? ¿Cómo puede un príncipe condenar a un hombre libre a morir con él y luego hablar de honor? Llámalo mejor abuso de poder.
—No —replicó el duque con su voz de barítono.
Era casi de noche, y Devin ya no podía distinguir los hundidos ojos de Sandre; detrás oyó que Baerd estaba encendiendo el fuego. En el manto azul oscuro del cielo comenzaban a aparecer las primeras estrellas. Allá al oeste, detrás del arroyo, se vislumbraba en el horizonte un destello carmesí.
—No —repitió Sandre—. El honor de un gobernante y también su deber consisten en velar por su patria y su pueblo. Es la única verdad, lo único que importa, y por ello hay que pagar a veces el precio de obrar contra las propias convicciones y hacer cosas que duelen hasta la médula. Cosas —agregó con voz suave— como lo que el príncipe de Tigana acaba de hacerte a ti. Erlein respondió con desprecio, sin dejarse convencer:
—¿Cómo se atreve alguien que lleva una espada de Khardhun a utilizar la palabra «honor» y a hablar de las pesadas cargas de un príncipe?
Devin se dio cuenta de que sus palabras eran hirientes, aunque su voz sonaba como la de un hombre desorientado y asustado.
Nadie contestó. Tras ellos la fogata prendió con una llamarada violenta y anaranjada que iluminó el rostro congestionado de rabia de Erlein y el flaco y cetrino de Sandre. Devin vio que detrás de los dos hombres Alessan seguía en el mismo sitio, sin moverse.
Por fin habló el duque.
—Los guerreros khardhus que he conocido eran hombres muy versados en cuestiones de honor, aunque no pretendo que me creas. Sin embargo, no te llames a engaño: yo no soy un mercenario khardhu. Mi nombre es Sandre d’Astíbar y fui en otro tiempo el duque de esa provincia. Por eso tengo una ligera idea de lo que es el poder.
Erlein se quedó boquiabierto.
—También soy brujo —añadió Sandre con toda sencillez—. Por eso te he reconocido: por el tenue hechizo que utilizáis para disimular vuestras manos.
Erlein cerró la boca. Miraba fijamente al duque como si quisiera penetrar más allá de su disfraz o escrutar la verdad en lo más profundo de sus hundidos ojos. Luego, casi de mala gana, bajó la vista.
Sandre tenía los cinco dedos en la mano izquierda que mantenía abierta. Los cinco dedos.
—Nunca llegué a consumar el vínculo definitivo —explicó el duque—. Tenía doce años cuando se evidenció mi poder mágico. Era el hijo y heredero de Tellani, duque de Astíbar. Tuve que elegir: di la espalda al poder mágico y me decidí por el gobierno de los hombres. Quizás he usado mis insignificantes poderes sólo cinco veces en toda mi vida. O seis —rectificó—. La última vez fue hace muy poco tiempo.
—Entonces es cierto que había una conspiración contra los barbadios —murmuró Erlein olvidándose por unos instantes de su cólera para tratar de entender todo aquello— y entonces… Sí, claro. ¿Qué fue lo que hiciste? ¿Matar a tu hijo en las mazmorras?
—Sí —contestó Sandre en voz baja y neutra.
—Podrías haberte cortado los dos dedos y liberarlo. —Quizás.
Devin, al oírlo, lo miró sorprendido.
—No lo sé. Hice mi elección hace muchos años, Erlein di Senzio.
Y, con esas tranquilas palabras pareció como si la sombra de otro dolor se cerniera sobre el claro iluminado por la fogata.
Erlein soltó una carcajada forzada y cruel.
—¡Bonita elección! —se burló—. Ahora tu ducado se ha esfumado y también toda tu familia, y tú te has sometido como un brujo esclavo a un arrogante tiganés. ¡Debes de sentirte muy satisfecho!
—Eso no es cierto —intervino Alessan desde el arroyo.
—Estoy aquí por propia voluntad —dijo Sandre con voz suave—. Porque la causa de Tigana es la causa de Astíbar, y de Senzio, y de Chiara… Todos tenemos la misma elección. ¿Moriremos como víctimas propiciatorias o como hombres que tratan de recuperar la libertad? ¿Nos ocultaremos de los hechiceros como has estado haciendo tú todos estos años? ¿O uniremos nuestras manos por primera vez en esta enloquecida península de belicosas provincias aferradas cada una a su propio orgullo, y los echaremos a los dos fuera?
Devin se estremeció. Las palabras del duque habían sonado en la oscuridad iluminada por el fuego como un reto a la noche. Pero cuando cesaron pudo oírse por toda respuesta el aplauso irónico de Erlein.
—Magnífico —declaró con desprecio—. Debes acordarte de esas palabras cuando tengas que infundir ánimo a un ejército de inocentones. Discúlpame si esta noche no puedo conmoverme ante discursos que hablan de libertad. Antes de que se pusiera el sol yo era un hombre libre con todo el camino por delante. Ahora no soy más que un esclavo.
—No eras un hombre libre —saltó Devin.
—¡Claro que lo era! —le contestó con violencia Erlein—. Quizás hubiera leyes que te oprimían, y unos gobernantes que me hubiera gustado ver sustituidos por otros. Pero los caminos son más seguros de lo que lo eran cuando este hombre gobernaba en Astíbar o el padre de ese otro en Tigana…, y además yo vivía como me venía en gana. Tendréis que disculpar mi insensibilidad, pero el hechizo de Brandín de Ygrath sobre el nombre de Tigana no me quitaba ni mucho menos el sueño.
—Te disculpamos —repuso Alessan en un tono premeditadamente contenido—. Te disculpamos. No vamos a intentar que cambies de parecer ahora. Pero déjame decirte algo: te devolveré la libertad de la que hablas cuando el nombre de Tigana pueda ser oído otra vez en el mundo. Espero, quizás en vano, que para entonces estés colaborando con nosotros por propia voluntad, pero por ahora te aseguro que me conformo con la coacción que puedo ejercer sobre ti gracias al don de Adaón. Mi padre y mis hermanos murieron junto al Deisa luchando por la libertad, y con ellos la flor y nata de toda una generación. No he soportado tantas desgracias y amarguras para oír cómo un cobarde minimiza la destrucción de un pueblo y de su patrimonio.
—¡Con que un cobarde! —exclamó Erlein—. ¡Así te pudras, arrogante principito! ¿Cómo sabes que soy un cobarde?
—Ni más ni menos que por lo que nos has contado —replicó Alessan, ahora muy enfadado—. Hablaste de caminos más seguros, de unos gobernantes que te hubiera gustado ver sustituidos por otros.
Dio unos pasos hacia Erlein como si quisiera fulminarlo.
—Has sido lo peor que se puede ser: el súbdito complaciente de dos tiranos. Tu concepto de libertad es precisamente lo que ha permitido que fuéramos conquistados y sojuzgados. ¿Te considerabas un hombre libre? Sólo eras libre para esconderte…, para cagarte en los pantalones si un hechicero o alguno de sus rastreadores se acercaban a unos quince quilómetros de tu disimulado hechizo. Eras libre para pasar junto a las ruedas mortales donde se pudrían tus compañeros brujos, limitándote a apartar la vista y seguir tu camino. Pero ya no, Erlein di Senzio. Por la Tríada te aseguro que ahora estás metido en esto. Tanto como todos los hombres de la Palma. Escucha mi primera orden: ¡tienes que usar tu magia para disimular tus dedos como antes!
—No —contestó Erlein en tono terminante.
Alessan no añadió nada más. Se limitó a esperar. Devin vio que el duque, hacía amago de dirigirse hacia los dos hombres, pero luego se detenía, y recordó que Sandre no había creído que todo aquello hiera posible.
Pero ahora, a la luz de las estrellas y de la fogata que había encendido Baerd, él y todos los demás veían que sí lo era.
Erlein se resistía. Inquieto por lo que estaba ocurriendo, sin entender apenas nada, Devin fue haciéndose cargo poco a poco de la lucha que tenía lugar en el espíritu del mago. Ésta se traslucía en su postura tensa y rígida, en el áspero jadeo de su entrecortada respiración, en sus ojos fuertemente cerrados y en la crispación de sus dedos.
—No —gruñía Erlein una y otra vez, con creciente esfuerzo—. ¡No, no, no!
Cayó de rodillas, como un árbol que se desplomara. Tenía la cabeza ligeramente inclinada y los hombros hundidos como si aguantaran un peso abrumador. Comenzó a sacudirse en espasmos; todo su cuerpo se estremecía.
—No —repitió otra vez en un largo y quebrado suspiro. Abrió las manos y las apoyó en el suelo. Al resplandor del fuego su rostro parecía una máscara de agonía, y pese al frescor de la noche sudaba copiosamente. De improviso abrió la boca.
Devin desvió la mirada lleno de compasión y terror poco antes de que el grito del mago desgarrara la noche. En aquel preciso momento Catriana se le acercó corriendo y enterró la cabeza en su hombro.
Aquel grito de dolor, como el aullido de un animal torturado, se prolongó en el aire entre el fuego y las estrellas durante un tiempo que pareció eternizarse espantosamente. Después, Devin se dio cuenta de que los envolvía un impresionante silencio, roto sólo por el crepitar del fuego, el suave murmullo del arroyo y la respiración entrecortada y fatigosa de Erlein di Senzio.
Sin decir ni una palabra, Catriana lo soltó. Devin la miró pero ella rehuyó sus ojos. Por fin Devin volvió la vista al brujo.
Erlein estaba todavía de rodillas ante Alessan, sobre la hierba primaveral que crecía en los bancales del río. Todavía se estremecía, pero sólo por obra de los sollozos. Cuando el mago alzó la cabeza. Devin vio huellas de sudor y lágrimas, y observó que te¬ nía las manos sucias de barro. Despacio, Erlein levantó la mano izquierda y la miró como si no le perteneciera. Todos vieron entonces lo que había ocurrido, o la ilusión de lo que había ocurrido.
Tenía cinco dedos. Había respondido el hechizo.
Junto al río, cerca de los árboles, se oyó el grito breve y claro de una lechuza. Devin se dio cuenta de que algo había cambiado en el cielo, y levantó la mirada. La azul Ilarion, en cuarto creciente, había aparecido por el este.
«Una luz fantasmal», pensó Devin, y al instante deseó no haberlo pensado.
—¡Honor! —exclamó Erlein di Senzio con voz apenas audible.
Alessan no se había movido desde que había dado la orden. Miró al brujo al que había sometido y dijo en tono tranquilo:
—Me ha desagradado tener que hacerla, pero creo que no había más remedio. Espero que con una vez sea suficiente. ¿Vamos a cenar?
Pasó junto a Devin, el duque y Catriana y fue a reunirse con Baerd que aguardaba junto al fuego, con la comida lista. Embargado de emoción, Devin se fijó en la inquisitiva mirada que Baerd dirigía a Alessan. Luego se volvió y vio que Sandre estaba ayudando a Erlein a levantarse.
Por un momento, Erlein pareció hacer caso omiso de su ayuda, pero después, con un suspiro, se agarró al brazo del duque y se levantó.
Devin y Catriana se dirigieron hacia la fogata, seguidos por los dos magos.
La cena transcurrió en silencio. Erlein cogió un plato y un vaso y se retiró a una roca junto al arroyo, en el límite del resplandor del fuego. Observándolo, Sandre murmuró que seguramente un hombre más joven se habría negado a probar bocado.
—Tiene el instinto de la supervivencia —añadió el duque—. Un brujo que ha pasado por tanto tiene que tenerlo por fuerza.
—¿Se quedará con nosotros? —preguntó Catriana en voz baja.
—Creo que sí —respondió Sandre. Bebió un sorbo de vino y se volvió hacia Alessan—. Pero supongo que esta noche tratará de escapar.
—Lo sé —dijo el príncipe.
—¿Tenemos que impedírselo? —inquirió Baerd.
Alessan sacudió la cabeza.
—Vosotros no. Yo lo haré. No puede marcharse a menos que yo se lo permita. Si lo llamo, tendrá que volver… Lo tengo… atado a mi mente. Es una sensación muy extraña.
«Muy extraña, desde luego», pensó Devin. Miró al príncipe y luego a la oscura silueta junto al río. No podía imaginarse cómo debía de ser aquella sensación. Mejor dicho, casi podía imaginárselo, lo cual le resultaba profundamente perturbador.
Al darse cuenta de que Catriana lo miraba, se volvió hacia ella, y esta vez ella no rehuyó sus ojos. También ella tenía una expresión rara; Devin supuso que sentía el mismo nerviosismo y la misma sensación de irrealidad que él. De pronto evocó con nitidez la presión de la cabeza de ella sobre su hombro hacía sólo una hora. Entonces apenas se había percatado, pues tenía puesta toda su atención en Erlein. Trató de dirigirle una sonrisa que le infundiera confianza, pero no estaba muy seguro de haberlo conseguido.
—¡Trovador, prometiste que tocarías el arpa! —exclamó dé pronto Sandre.
El mago no se molestó en contestar. Devin había olvidado la promesa por completo, aunque en realidad no estaba de humor para canciones y suponía que Catriana tampoco.
Y así fue como Alessan cogió la flauta de Tregea y comenzó a tocarla solo junto al fuego.
Tocaba espléndidamente con una estudiada economía de sonido; en unas melodías tan dulces que Devin podía casi imaginar cómo las estrellas de Eanna y la azul luna creciente detenían el paso para no alejarse inexorablemente de la gracia de aquella música.
Al poco rato, Devin cayó en la cuenta de lo que Alessan estaba haciendo y casi le entraron ganas de llorar. Se quedó muy quieto para recobrar el control y miró al príncipe, sentado al otro lado de las rojas y anaranjadas llamas.
Alessan tocaba con los ojos cerrados, y daba la impresión de que su flaco rostro se había quedado reducido a los huesos de las mejillas. El sonido de la flauta parecía derramar, como de la pila votiva de un templo, todo el anhelo que lo embargaba, así como la bondad y el sentido de la responsabilidad que Devin sabía tan arraigados en el fondo de su alma. Pero, en realidad, no era aquello lo que hacía llorar a Devin.
Los sonidos, las melodías dolorosas, dulces y conmovedoras que Alessan estaba tocando conformaban una canción de Senzio.
Una canción dedicada a Erlein di Senzio, envuelto en la amargura y en las sombras de la noche junto a los bancales del río.
«No voy a decirte que lo siento —le había dicho Alessan al mago mientras se ponía el sol—. Pero te aseguro que me duele».
Y aquella noche, escuchando la música que el príncipe de Tigana sacaba de la flauta, Devin entendió la diferencia. Observó a Alessan, y luego observó cómo los demás miraban al príncipe; y, al fijarse en Baerd, sintió que le aumentaban las ganas de llorar. Sus propios dolores se avivaban a la llamada de la flauta. Dolor por Alessan y por el dominado Erlein. Dolor por Baerd y sus inquietos paseos nocturnos. Por Sandre, por sus diez dedos y por su hijo muerto. Por Catriana y por sí mismo, por toda su generación sin raíces, errante en un mundo sin nombre. Por toda aquella acumulación de dolores y por lo que hombres y mujeres tenían que sufrir para ponerles remedio.
Catriana cogió un saco y abrió y sirvió otra botella de vino. La tercera copa. Y, como siempre, vino azul. Llenó en silencio el vaso de Devin. Apenas habían cruzado una palabra durante toda la noche, pero se sentía más cerca de ella de lo que había estado en mucho tiempo. Bebió despacio, observando el humo que salía del vaso y se perdía en la frescura de la noche. Allá arriba las estrellas eran como helados puntos de fuego, y la luna era tan azul como el vino y estaba tan lejos como la libertad y la patria.
Devin apuró el vaso y lo depositó en el suelo. Cogió la manta y se acostó. Por primera vez en mucho tiempo se puso a pensar en su padre y en los gemelos.
Poco después Catriana también se acostó, no muy lejos de él. Normalmente extendía el saco y la manta al otro lado del fuego, lejos de él y junto al duque. Devin comprendió que había un intento de acercamiento en aquel cambio y que quizás aquella noche les ofrecía una oportunidad para salvar la distancia que los separaba, pero estaba tan rendido por tantos y tan abrumadores dolores que no podía hacer ni decir nada.
Le deseó en voz baja buenas noches, pero ella no le respondió. Aunque no estaba seguro de que lo hubiera oído no se las repitió. Cerró los ojos. Poco después los abrió de nuevo y miró a Sandre al otro lado de la fogata. El duque tenía los ojos clavados en las llamas, y Devin se preguntó qué estaría viendo. Se lo preguntó, pero a decir verdad no deseaba saberlo. Erlein era una sombra, un punto más oscuro que resaltaba en la oscuridad que envolvía los bancales del río. Devin se apoyó en un codo para mirar a Baerd, pero éste ya se había marchado para caminar solo en la noche.
Alessan no se había movido ni había abierto los ojos. Cuando Devin se durmió, todavía seguía tocando solo y triste.
Lo despertó un golpecito de Baerd en el hombro. Todavía era de noche y hacía frío. El fuego se había reducido a brasas y cenizas. Catriana y el duque dormían, pero Alessan se hallaba de pie junto a Baerd. Estaba pálido pero tranquilo, y Devin se preguntó si se habría acostado.
—Necesito tu ayuda —murmuró Baerd—. Levántate.
Temblando de frío, Devin apartó la manta y se puso las botas.
Ya no había luna. Miró hacia el este pero no había señal alguna del alba en el horizonte. Todo estaba en calma. Medio dormido se puso la chaqueta de lana que Alais le había enviado a Ferraut por medio de Taccio. No tenía idea de cuánto había dormido ni de qué hora era.
Acabó de vestirse y fue a aliviarse entre los árboles del río. En la helada atmósfera veía el humo que levantaba su aliento. La primavera estaba cerca, pero todavía no se hacía notar en plena noche. El cielo estaba despejado, cuajado de estrellas. Cuando el sol saliera, haría un magnífico día. Pero ahora, mientras se abrochaba los pantalones, se sentía congelado.
Entonces se dio cuenta de que no había visto a Erlein por parte alguna.
—¿Qué ha pasado? —susurró a Alessan cuando volvió al campamento—. Dijiste que podías hacerla volver.
—Sí —se limitó a contestar el príncipe. Al acercarse, Devin se dio cuenta de que parecía muy cansado—. Se resistió tanto que ha perdido el conocimiento en algún lugar por allí —añadió apuntando hacia el sudeste.
—Vamos —lo apremió Baerd—. Coge la espada.
Tuvieron que cruzar el arroyo, de modo que Devin acabó de despertarse al contacto del agua helada. Soltó un gruñido.
—Lo siento —dijo Baerd—. Podría haber salido solo, pero no sé si ha ido muy lejos o qué puede depararnos esta región. Alessan lo quiere en el campamento antes de que recobre el sentido. Por eso hacían falta dos hombres.
—No, no importa —contestó Devin, sin poder evitar que le entrechocaran los dientes.
—Supongo que podría haber despertado al duque. O podría haberme ayudado Catriana …
—¿Cómo? No, de verdad, Baerd. Estoy bien. Estoy …
Se interrumpió al ver que Baerd se reía de él. Con retraso se daba cuenta de que le estaba tomando el pelo, pero ello lo hizo sentirse en cierto modo reconfortado, pues lo interpretó como un signo más de confianza y de camaradería. Poco a poco se iba
sintiendo más y más identificado con lo que Alessan y Baerd habían estado tratando de conseguir durante años.
Enderezó los hombros y procuró seguir a Baerd en la oscuridad con paso firme.
Tras casi una hora de camino encontraron a Erlein en un olivar. Devin tragó saliva cuando vio lo que había ocurrido, y Baerd soltó entre dientes un silbido; no era una visión muy agradable.
Erlein estaba inconsciente. Se había atado a un árbol dando a la cuerda una docena de vueltas. Baerd se inclinó para recoger la cantimplora del mago y vio que estaba vacía; Erlein había mojado los nudos para hacerlos más fuertes, y había dejado el saco y el cuchillo a considerable distancia, fuera del alcance de la mano.
La cuerda estaba deshilachada y enmarañada. Parecía como si hubiese podido deshacer un cierto número de nudos, pero quedaban unos cinco o seis.
—Fíjate en los dedos —dijo Baerd en tono sombrío.
Los tenía llenos de sangre. Era evidente lo que había sucedido: había tratado de impedirse a sí mismo toda posibilidad de obedecer a las llamadas de Alessan. Devin se preguntó qué había pretendido con aquello. ¿Acaso que el príncipe supusiera que había logrado escapar y se olvidara de él?
En realidad, Devin tenía sus dudas de que lo que había hecho Erlein obedeciera a algún planteamiento racional. Era pura y simplemente un desafío y había que reconocer, aunque fuera de mala gana, la feroz rebeldía que implicaba. Ayudó a Baerd a cortar las ligaduras. Erlein aún respiraba pero seguía inconsciente. Devin evocó por un momento la imagen del brujo derribado y gritando junto al río y comprendió lo que debía de haber sufrido. Se preguntó qué clase de horrendos gritos había escuchado la noche en aquel agreste y solitario lugar.
Sentía una extraña mezcla de respeto, piedad y cólera contra el trovador de cabellos canos. ¿Por qué tenía que ponérselo tan difícil? ¿Por qué tenía que aumentar con más dolor la pesada carga de Alessan?
Por desgracia, conocía algunas respuestas y no eran demasiado consoladoras.
—¿Tratará de quitarse la vida? —le preguntó a Baerd de pronto.
—No lo creo. Como bien dijo Sandre, tiene muy desarrollado el instinto de la supervivencia. No volverá a intentar escapar de nuevo. Tenía que huir por lo menos una vez para comprobar lo que podía ocurrirle. Yo hubiera hecho lo mismo. —Dudó un momento y añadió—: Pero no me esperaba lo de la cuerda.
Devin cogió el saco y los avíos de Baerd, el arco, el carcaj y la espada. Éste se cargó al hombro el cuerpo inconsciente del mago y tomaron dirección este. Cuando llegaron al arroyo en el horizonte aparecía la primera grisura del alba que hacía palidecer el resplandor de las estrellas.
Los demás estaban levantados, esperándolos. Baerd dejó a Erlein junto al fuego que Sandre había avivado de nuevo. Devin dejó caer los avíos y las armas y se dirigió al arroyo en busca de agua. Cuando regresó, Catriana y el duque habían comenzado a lavar y vendar las maltrechas manos de Erlein. Le habían abierto la camisa y le habían arremangado las mangas dejando al descubierto los espantosos verdugones producidos por el roce de la cuerda al intentar liberarse.
«O quizá por todo lo contrario», pensó sombríamente Devin. ¿Sólo las ataduras le impedían ser un hombre libre? Levantó la vista y vio que Alessan estaba mirando a Erlein, pero no pudo vislumbrar absolutamente nada en la inescrutable expresión del príncipe.
El sol se levantó y poco después Erlein volvió en sí. Fue obvio que se esforzaba por adivinar dónde se encontraba.
—¿Un poco de khav? —le preguntó Sandre como si tal cosa.
Los cinco estaban sentados en torno al fuego, desayunando y bebiendo humeantes tazas. La luz que aparecía en el este era un pálido y delicado vestigio, una promesa, que se reflejaba en las aguas del arroyo y teñía de un color verde oro los brotes y las hojas de los árboles. El aire vibraba con el canto de los pájaros y con los saltos de las truchas en el arroyo.
Erlein se incorporó y se quedó mirándolos. Devin vio cómo observaba los vendajes de las manos y luego los caballos ensillados y los carros cargados, listos para emprender la marcha.
A continuación clavó los ojos en el rostro de Alessan. Los dos hombres, tan extrañamente vinculados, se miraron de hito en hito sin pronunciar palabra. Por fin Alessan sonrió, con una sonrisa que Devin conocía muy bien; una sonrisa que le suavizaba los rudos rasgos del rostro y le iluminaba los ojos de color pizarra.
—Si hubiera sabido que te desagradaba tanto el sonido de una flauta tregea —dijo Alessan— me habría guardado muy bien de tocarla.
Tras unos segundos de tensión, Erlein di Senzio rompió a reír de un modo horrible. Su risa carecía de alegría, no expresaba ningún sentimiento que pudiera ser compartido. Tenía los ojos muy cerrados y las lágrimas le resbalaban por el rostro.
Nadie dijo nada ni hizo el más mínimo movimiento. Cuando por fin Erlein hubo recobrado la compostura, se enjugó la cara con una manga, puesto que tenía las manos vendadas, y miró a Alessan. Abrió la boca para decir algo pero la volvió a cerrar.
—Lo sé —le dijo Alessan en tono muy tranquilo—. Lo sé muy bien.
—¿Un poco de khav? —volvió a ofrecerle Sandre al cabo de un momento.
Esta vez Erlein aceptó una humeante taza que sostuvo cuidadosamente entre las manos vendadas. Poco después levantaron el campamento y reemprendieron la marcha hacia el sur.