Capítulo 8

Qué extraño, pensó Dianora, mientras atravesaba la Sala de Audiencias atestada de gente, en el interior de la cual se filtraba la luz primaveral a través de las vidrieras de los altos ventanales; qué forma tan curiosa tenían de transformarse las vivencias juveniles en complicadas ambigüedades, apenas se traspasaban los umbrales de la edad adulta.

Tomó un sorbo de su rica copa de khav mientras consideraba cómo, en una palabra, se había doblegado a ver los matices y dificultades de las cosas que antes le parecían muy sencillas. En realidad, todo seguía siendo igual que el primer día, cuando la Nave del Tributo la había conducido hasta la isla. Todas sus acciones estaban veladas por un halo de secreto: tanto su identidad, como la hazaña que aún no se había atrevido a llevar a cabo.

Se trataba, de hecho, de la razón nuclear de su existencia, pero una vez más prefirió olvidarla en los repliegues más remotos de su conciencia. Hoy no podía ser y menos aún de día. Aquellas ideas sólo podía permitírselas cuando se hallaba a solas, de noche, en el saishan. Sólo Scelto, apostado a la entrada de su dormitorio, podía tener conocimiento de sus insomnios, o descubrir, cuando se levantaba, el rastro que las lágrimas le habían dejado en las mejillas.

Aquello eran ideas de la noche y ahora estaban en pleno día, y para colmo en un lugar público.

Se dirigió hacia uno de los presentes y le dedicó una sonrisa cordial. Sujetando graciosamente la copa entre los dedos, hizo el ademán de saludo típico de Ygrath a aquel hombretón vestido con sobriedad, pese a las tres gruesas cadenas de oro que llevaba al cuello.

—¡Me alegro de verte! —murmuró al acercarse—. ¡Qué agradable sorpresa! Es tan difícil que el Guardián de los Tres Puertos se digne dejar sus quehaceres y venga a visitar a sus viejos amigos …

Por desgracia Rhamano seguía siendo tan testarudo y difícil de convencer como siempre. No había quien le hiciese dar su brazo a torcer. Dianora había intentado dominarlo desde la noche aquella en que fue sacada del Hostal de la Reina atada como una novilla y la metieron en la Nave, del Tributo.

Ahora se limitó a sonreír. Últimamente estaba algo más grueso, debido al paso de los años y a su actual destino, que lo obligaba a permanecer en tierra firme, pero seguía siendo el mismo que un día la había llevado hasta allí. En realidad, uno de los pocos ygrathios que despertaban en ella auténtica simpatía.

—Déjate de melindres, rapaza, que no es lo tuyo —respondió de buen humor el interpelado—. Eso se queda para los ociosos que no tienen otra cosa que hacer en todo el día sino ponerse en manos del peluquero y dedicarse a hablar mal de quienes, como yo, tenemos arduos trabajos que acortan nuestro descanso y nos hacen encanecer prematuramente.

Dianora se echó a reír. En los espesos rizos negros de Rhamano, envidia de medio saishan, no se veía ni una sola cana. La mujer clavó intencionadamente sus ojos en ellos.

—Tienes razón, soy un mentiroso —reconoció el viejo capitán con ecuanimidad acercándosele un poco para que sólo ella pudiera oírlo—. Este invierno no ha podido ser más tranquilo. ¡Parecía un cementerio! Es cierto que habría podido venir a verte, pero ya sabes lo poco que me va eso de venir a la corte. Se me caen los palos del sombrajo cuando tengo que hacer tanta reverencia.

Dianora volvió a echarse a reír y le pellizcó suavemente el brazo. Rhamano se había portado muy bien con ella durante la travesía que la condujo a la isla, y siempre se había mostrado cortés y amable, incluso cuando no era más que una simple habitante del saishan del rey, aunque, eso sí, su presencia allí era ya bastante singular. Dianora sabía que era de su agrado y tampoco ignoraba, pues así se lo había comunicado el propio D’Eymon, que el antiguo capitán de la Nave del Tributo era un administrador eficiente y justo.

Ella había sido quien había contribuido a su ascenso cuatro años antes. Supervisar la reglamentación marítima y administrar los tres principales puertos de Chiara significaba un grandísimo honor para cualquier marino, si bien, a juzgar por el atuendo sencillo de Rhamano, se trataba de un puesto demasiado cercano a la fuente del poder para sacar de él unas ganancias sustanciosas.

Pasó ligeramente la lengua por los incisivos mientras pensaba, gesto sobre el cual había llamado su atención el propio Brandín. Según él, solía hacerlo siempre que tenía alguna sugerencia o alguna petición que presentar. Nada la asustaba tanto como el conocimiento casi perfecto que el rey tenía de su personalidad.

—No es más que una idea —dijo por fin a Rhamano sin alterar el tono de la voz—, pero ¿te interesaría trasladarte durante unos años al norte de Ásoli? No es que pretenda deshacerme de ti, claro. Como es bien sabido, el lugar no puede ser más inhóspito, pero podría resultar muy provechoso y, en mi opinión, siempre estaría mejor esquilmado por una persona decente que por cualquiera de los buitres que andan merodeando por aquí.

—¿Te refieres al puesto de recaudador? —preguntó Rhamano con delicadeza.

Dianora asintió.

El marino enarcó un tanto las cejas, pero acostumbrado como estaba a la discreción cortesana, no dio mayores muestras de interés o sorpresa. Se limitó a

dirigir la vista al trono por encima del hombro de su interlocutora, que, como movida por un sexto sentido, se estaba volviendo ya hacia ese mismo lugar.

Así pues, cuando el heraldo golpeó por dos veces el suelo con su bastón y fue anunciada la entrada de Brandín en la Sala de Audiencias, Dianora tenía ya los ojos finos en el Trono Sagrado de la isla y en la puerta situada detrás de éste. El rey hizo su aparición seguido por los dos sacerdotes y la sacerdotisa de Adaón.

Arrastrando la pierna, Rhun corrió a situarse junto a su señor, vestido exactamente igual que él.

Según le había dicho Brandín en una ocasión, la verdadera demostración de poder no consistía en que veinte lacayos atronaran a todos los circunstantes anunciando la llegada de su señor.

Cualquier nuevo rico podía llamar la atención así. La prueba decisiva, la demostración más palmaria del propio poder consistía en entrar en una estancia silenciosamente y observar lo que sucedía.

Lo que sucedió en aquella ocasión fue lo habitual. Durante los últimos diez minutos todos los presentes en la Sala de Audiencias habían estado expectantes, como si se hallaran al borde de un precipicio. En aquel instante todos los cortesanos le rindieron pleitesía. Ni una sola de las personas que atestaban la estancia se atrevió a pronunciar palabra cuando el heraldo golpeó su bastón anunciando la llegada de Su Majestad. El eco de los bastonazos resonó en la sala silenciosa como un verdadero trueno.

Brandín estaba de un humor excelente. Dianora habría podido jurarlo sólo con verlo desde lejos, sin que le hiciera falta comprobar la apariencia de Rhun. El corazón le latía a rebato. Siempre le sucedía lo mismo cuando Brandín entraba en una sala en la que ella se encontrara. Pese a haber pasado ya tantos años, a pesar de los pesares, seguía reaccionando de la misma manera. Muchas eran las líneas que hacían confluir en aquel hombre su vida entera, e irremediablemente así había de ser.

El monarca dirigió su mirada en primer lugar hacia D’Eymon, como de costumbre, quien, a su vez, le hizo una profunda reverencia, sin cambiar la expresión de su rostro, al modo en que lo hacían los ygrathios. A continuación, llevado siempre por la fuerza de la costumbre, miró a Solores y le sonrió.

Por fin se volvió hacia Dianora. Pese a la serenidad que ésta intentaba demostrar, seguía siendo incapaz de dominarse cada vez que sentía clavados en su persona los penetrantes ojos grises de Brandín. Su mirada era una especie de toque, una presencia ardiente y glacial a la vez, como todo su ser, y era capaz de producirle aquella sensación con sólo mirarla desde el extremo más apartado de una sala atestada de público.

En una ocasión, muchos años atrás, se había atrevido, aprovechando que estaban en la cama, a formularle una pregunta que llevaba inquietándola largo tiempo.

—¿Recurres a tus poderes de hechicería cuando me haces el amor o cuando me ves en un lugar público?

No estaba segura de cuál era la respuesta que deseaba recibir ni de la reacción que su pregunta pudiera provocar en su amante. En su opinión, las implicaciones de aquella cuestión habían de resultarle halagadoras o, cuando menos, divertidas. Sin embargo, con Brandín no había nunca seguridad de nada, pues su pensamiento discurría por los senderos más singulares y sutiles. De ahí que cualquier pregunta, y más aún si era particularmente reveladora, pudiera resultar peligrosa. Aun así, para ella revestía una importancia capital. Si su respuesta era afirmativa, despertaría en ella el encono asesino que sentía Contra su persona, aquel encono que parecía haber perdido desde que había puesto los pies en esa extraña isla.

Su expresión debía de denotar una gran seriedad, pues Brandín volvió hacia ella la cabeza que tenía recostada en la almohada. La apoyó en el brazo y se quedó mirándola un buen rato en silencio. Por fin, sacudiendo la cabeza, respondió:

—No del modo en que a ti te parece. Mis poderes de brujo no los empleo contigo para nada, excepto en lo tocante a los niños. Ya sabes que no deseo tener más hijos.

Efectivamente lo sabía, lo mismo que todas sus otras mujeres.

Al cabo de un instante, él añadió con gran cautela:

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué es lo que te pasa?

Por un instante Dianora creyó percibir un eco de incertidumbre en su voz, pero con Brandín no podía una nunca estar segura.

—¿Que qué es lo que me pasa? —respondió—. Muchas cosas. Muchas.

Y por una vez se puso a hablar con él revelando toda la verdad que guardaba en su corazón. Los ojos claros de Brandín denotaban una profunda comprensión que a ella le resultaba imposible de soportar. Había algo que la impulsaba a acurrucarse de nuevo a su lado, que la obligaba imperiosamente a saltar una vez más sobre el cuerpo de él y a repetir sin cesar el mismo proceso de siempre en su integridad: la traición y el recuerdo se mezclaban indefectiblemente con el deseo, lo mismo que el licor ambarino que, según se decía, era la bebida de la Tríada. Una bebida demasiado fuerte para los simples mortales.

—¿Hablas en serio respecto a ese destino en Ásoli?

La voz de Rhamano sonaba con suavidad. Brandín no había ocupado el trono inmediatamente, sino que se había puesto a pasear por la sala, dando con ello nuevas muestras de su excelente humor. Rhun renqueaba a su lado con una sonrisa enigmática en el rostro.

—Te confieso que no se me pasó nunca por la imaginación —añadió el antiguo capitán de la Nave del Tributo.

Dianora hizo un esfuerzo enorme para volver a concentrar en él sus pensamientos. Por un instante no comprendió de qué le estaba hablando, pese a haber sido ella quien había suscitado la conversación. Tal era la influencia que sobre su persona ejercía Brandín. No era bueno, pensó. Por muchas razones no le convenía que así fuera.

—Pues te lo digo en serio —respondió al fin volviéndose hacia Rhamano—, aunque no estoy segura de que te interese. Y eso que no te faltan posibilidades. El cargo que actualmente ostentas es de más relumbrón, desde luego, y, por supuesto, un destino en Chiara es un destino en Chiara. Por otra parte, Ásoli te proporcionaría una magnífica oportunidad de enriquecerte y me imagino que sabes lo que ello supondría. En fin, ¿a ti qué es lo que te interesa?

La forma de plantear la pregunta era algo burda, y más teniendo en cuenta que era a un amigo a quien iba dirigida. El marino parpadeó un instante y se acarició las cadenas que indicaban su rango.

—¿Con que a eso es a lo que se reduce todo? —preguntó en tono dubitativo—. ¿Eso es lo que piensas? ¿Acaso no puede uno estar movido por otro interés que el de aceptar un nuevo desafío o…, aun a riesgo de que mis palabras te parezcan una tontería, por el afán de servir al rey?

Fue Dianora la que parpadeó en esta ocasión.

—Me ruborizas —dijo al cabo con sencillez—. Rhamano, te aseguro que has conseguido ruborizarme. —Y, posando una mano sobre la manga del uniforme de su amigo para calmar sus protestas, añadió—: A veces me sorprendo a mí misma. Eso es lo que consigue hacer de mí esta vida de intrigas.

Oyó un ruido de pasos a sus espaldas y las palabras que pronunció fueron dirigidas más a la persona que se acercaba que a la que tenía delante.

—A veces me sorprende lo que es capaz de hacer de mí la vida cortesana.

—¿Debería sorprenderme también a mí? —preguntó Brandín de Ygrath.

Se unió a ellos mostrando una sonrisa resplandeciente en los labios. Sin embargo, no tocó a Dianora. No solía tocar en público a ninguna de las habitantes del saishan, y aquélla era una audiencia de ygrathios. Conocía perfectamente las reglas por él mismo impuestas. Las vidas de todos debían adecuarse a ellas.

—Señor —repuso Dianora, volviéndose hacia él y esbozando una reverencia. Su voz conservaba un vago deje de provocación—. ¿Os parece que soy más cínica ahora que cuando me trajo hasta aquí este hombretón?

La mirada jocosa de Brandín se paseó de la concubina al marino. No parecía hacer falta que le recordaran que había sido el capitán quien le había llevado a Dianora en la Nave del Tributo. Esta lo sabía y él sabía que así era. Toda aquella charla formaba parte de su galanteo verbal. La perspicacia del soberano conducía a la mujer hasta los límites de la suya, y así uno y otro descubrían hasta dónde eran capaces de llegar.

Dianora se dio cuenta, acaso porque había estado hablando del asunto con Rhamano unos minutos antes, de que la barba de Brandín tenía más canas que pelos negros.

El monarca asintió juiciosamente, afectando sumo interés por la pregunta.

—Pues yo diría que sí. Me parece que tu cinismo y tus dotes de manipulación han ido aumentando en la misma medida que ha ido engordando nuestro hombretón.

—¿Tanto? —protestó Dianora—. ¡Pero, señor, si está gordísimo!

Los dos hombres se echaron a reír. Rhamano se acarició satisfecho el abultado vientre.

—Esto es lo que sucede —replicó— cuando se tiene a un hombre veinte años comiendo mojama en alta mar y de pronto lo exponen a los placeres de la capital del reino.

—De acuerdo —respondió Brandín—. Eso quiere decir que deberemos enviarte otra vez lejos de aquí hasta que estés de nuevo seco como un bacalao.

—Monseñor —contestó Rhamano sin dilación—, estoy a vuestras órdenes. —Su expresión era grave y atenta.

Brandín se dio cuenta de ello y también cambió de tono cuando respondió:

—Lo sé. Me gustaría que hubiera más hombres como tú en la corte. En mis dos cortes. Gordo o flaco, no me olvido de ti, Rhamano, piense lo que piense Dianora.

Aquello era un halago muy significativo, una promesa de nuevas venturas, pero también una dilación momentánea de toda expectativa. Rhamano hizo una ceremoniosa reverencia y se retiró discretamente. Brandín, por su parte, dio un paso hacia delante seguido de Rhun. Dianora fue tras él, como suponía que era su obligación. Cuando se aseguró de que nadie más que el bufón podía oír sus palabras, Brandín se volvió hacia ella. Dianora comprobó, para disgusto suyo, que el rey borraba la sonrisa de sus labios.

—¿Qué estabas haciendo? ¿Le ofrecías el puesto de recaudador en Ásoli?

Dianora no pudo reprimir un gesto de contrariedad. A veces era incapaz de disimular sus sentimientos.

—No es justo —protestó—. Estás utilizando tus dotes de hechicero.

La sonrisa volvió a asomar a los labios del monarca. Dianora sabía que eran blanco de todas las miradas.

—En absoluto —musitó Brandín—. ¿Cómo iba a malgastarlas en algo tan evidente?

—¿Evidente? —repitió la concubina.

—No ha sido culpa tuya, mi dulce manipuladora. Fue Rhamano el que adoptó unos aires de excesiva gravedad en cuanto mencioné la posibilidad de destinarlo fuera de aquí, y el único destino importante que está libre en estos momentos es el de recaudador en Ásoli, de modo que… —dejó inconclusa la frase. La sonrisa volvió a iluminar su rostro.

—¿Tan mal iría para el cargo? —preguntó Dianora en tono desafiante.

Realmente era desconcertante la facilidad que tenía Brandín para sondear cualquier tipo de situación. La mujer comprendió que, si se atrevía a insistir, podía llevarse un nuevo susto.

—¿A ti qué te parece? —fue la respuesta que recibió.

—¿A mí? ¿Que qué me parece? —Enarcó exageradamente las cejas—. ¿Cómo un simple objeto de placer para Su Majestad iba a atreverse a opinar sobre un asunto de tamaña importancia?

—¡Vaya! —contestó Brandín moviendo suavemente la cabeza—. ¡Una observación muy aguda! En fin, tendré que consultar con Solores al respecto …

—Si ella es capaz de hacerte una observación más aguda —replicó Dianora con brusquedad—, ten por seguro que me arrojo al mar desde el balcón principal del saishan.

—¿Pasando por encima de la explanada del puerto? ¡Menuda carrerilla tendrás que tomar!

—Lo mismo necesitaría Solores para hacer una observación aguda —respondió Dianora con sequedad.

Brandín fue incapaz de contener la risa. La corte entera estaba pendiente de ellos. Todos los presentes pudieron escuchar sus carcajadas y extraer las conclusiones pertinentes, que, en último término, no eran más que una. Scelto, pensó Dianora, seguramente recibiría nuevas aportaciones a su peculio particular antes que acabara la jornada, y no sólo de Neso de Ygrath.

—Esta mañana, cuando fui a la montaña —comentó Brandín adoptando de nuevo un tono grave—, vi una cosa muy interesante, algo sobremanera insólito.

Dianora comprendió que ése era el motivo de que quisiera hablar a solas con ella. Esa mañana Brandín había subido al Sangario y eran muy pocos, fuera de la concubina, los que estaban al corriente de ello. El monarca había preferido mantener en secreto su aventura, por si acaso le salía mal, y Dianora estaba dispuesta a tomarle el pelo por ello.

A comienzos de la primavera, cuando los vientos empezaban a cambiar y antes de que las últimas nieves de Certando y Tregea y las comarcas meridionales de lo que en otro tiempo había sido Tigana se fundieran del todo, llegaban los tres Días de los Rescoldos que marcaban el final del año.

En toda la Palma no se encendía ni un solo fuego que no es tuviera ya ardiendo de antemano. Los más devotos habían de ayunar al menos durante el primero de los

tres días. Las campanas de los templos de la Tríada permanecían en silencio. Las personas debían quedarse en sus casas durante toda la noche, en especial en cuanto sonaba el toque de queda del primero de ellos, que era el día de los difuntos.

También en otoño se celebraban otros Días de los Rescoldos, justo a mediados de año, cuando llegaba la temporada de luto por la muerte de Adaón, acaecida en las montañas de Tregea, cuando el sol empezaba a decaer, mientras Eanna se vestía de duelo y Moriana se retiraba a su mansión subterránea. Pero los Días de la Primavera inspiraban un temor más profundo, sobre todo en el campo, pues era mucho lo que dependía de los días subsiguientes: el fin del invierno, la temporada de siembra y la esperanza de grano, de vida, en la plenitud del verano que había de llegar.

En Chiara, por lo demás, había otro rito distinto de todos los que se celebraban en la Palma. En la isla se contaba la leyenda de que Adaón y Eanna se habían enamorado y habían pasado tres días y tres noches completas en la cima del Sangario. Según la tradición, la tercera noche, al llegar al vértice de su pasión, Eanna de las Luces había creado las estrellas y las había esparcido por el firmamento como un encaje resplandeciente que adornara la oscuridad. Y, siempre según esa tradición, nueve meses más tarde —esto es, tres veces tres—, la Tríada se había completado con el nacimiento de Moriana, en pleno invierno, en una gruta situada en ese mismo monte.

Con Moriana habían llegado al mundo la vida y la muerte, y con ellas los hombres mortales destinados a caminar bajo las estrellas recién nombradas, las dos lunas que custodian la noche, y el sol de la mañana.

Por esta razón, Chiara había afirmado siempre su predominio sobre las demás provincias de la Palma, y también por esta razón la isla había nombrado a Moriana guardiana de su destino: Moriana de las Puertas, señora de todos los umbrales. Así al menos lo creían todos cuantos sabían que cualquier isla es un mundo en sí mismo, que arribar a una isla es arribar a otro mundo. Aquella verdad, conocida en todo el orbe a la luz de las lunas y de las estrellas, no era siempre tenida presente a plena luz del día.

Por eso cada tres años, al comenzar el año de Moriana, el primer Día de los Rescoldos de Primavera, los jóvenes de Chiara competían por ser los primeros en llegar a la cima del Sangario, en una carrera celebrada al amanecer, para cortar una rama de sonrai, la planta carmesí de bayas tóxicas, típica de aquel monte, siempre bajo la mirada vigilante de los sacerdotes de Moriana, que habían permanecido en vela toda la noche, mientras andaban sueltos los espíritus de los muertos. El primero que lograra bajar de la montaña era nombrado señor del Sangario y permanecía en el cargo hasta que transcurrieran otros tres años.

En épocas pretéritas, en un pasado muy remoto, el señor del San gario era perseguido y muerto en su montaña por las mujeres de la isla, seis meses más tarde, el primer Día de los Rescoldos de otoño. Pero ya no era así. Hacía mucho que había caído en desuso dicha costumbre. En la actualidad el joven campeón se veía asediado

y pretendido por todas las mujeres, ansiosas por obtener la bendición de su semilla. Un tipo muy distinto de persecución, había comentado en una ocasión Dianora a Brandín.

Al monarca, sin embargo, no le había hecho ninguna gracia. Aquel rito no le parecía en absoluto divertido. De hecho seis años antes, el soberano de Ygrath había decidido participar en la carrera, el día antes de que se celebrara la competición oficial, y al cabo de tres años había repetido la experiencia. La hazaña no había estado mal para un hombre de su edad, teniendo en cuenta los largos y duros entrenamientos que requería la prueba. Dianora no sabía lo que le resultaba más extraño, si el hecho de que Brandín realizara aquel acto con tanto sigilo, o el orgullo viril que había sentido las tres veces que había subido al monte y bajado corriendo.

Ahora, en la Sala de Audiencias, Dianora formuló la pregunta que se suponía debía plantear:

—¿Y qué es lo que viste?

La mujer no sabía, pues los mortales no es fácil que conozcan cuándo están a punto de llegar al umbral de la diosa, que aquella pregunta iba a suponer un hito en su vida.

—Una cosa muy rara —repitió Brandín—. Naturalmente ya había dejado atrás a los guardias que me acompañaban.

—Por supuesto —murmuró Dianora mirándolo de soslayo. Brandín sonrió.

—Recorrí a solas buena parte del camino de subida. Casi todos los árboles a ambos lados del sendero seguían estando muy frondosos. La mayoría eran fresnos, aunque también había algunas secuoyas.

—¡Qué interesante!

En esta ocasión Brandín la fulminó con la mirada. Dianora se mordió los labios y adoptó una expresión contrita.

—Eché un vistazo a la derecha —prosiguió Brandín— y vi un enorme peñasco gris, una especie de plataforma situada donde comenzaban los árboles. Sentada en aquella roca había una criatura, una mujer diría yo, de aspecto casi humano.

—¿Casi humano?

Dianora ya no le tomaba el pelo. A veces, cuando cruzamos el umbral de una puerta de Moriana, somos conscientes de que algo importante está a punto de suceder.

—Eso es lo que tenía de insólito mi visión. Desde luego no era enteramente humana. Aquella melena verde y aquella tez cetrina no eran propias de un ser humano. La blancura de su piel era tal, que se transparentaba con toda nitidez el azul de sus venas. Te lo juro, Dianora. Tampoco he visto en mi vida unos ojos como aquéllos. Pensé que era un engaño producido por la luz, un espejismo del sol, cuyos rayos se filtraban a través de los árboles. Pero no se movió ni se apartó de mi camino ni siquiera cuando me detuve a observarla.

Dianora sabía ya con toda exactitud de lo que se trataba. Las viejas criaturas que habitan las aguas, los bosques y las grutas databan de un tiempo tan remoto casi como la propia Tríada, y, por la descripción del soberano, había entendido qué era lo que había visto. También sabía muchas otras cosas que la hicieran estremecerse de espanto.

—¿Y tú qué hiciste? —inquirió intentando dar a su pregunta un tono ligero.

—Pues te diré que no supe qué hacer. Me puse a hablar, pero ella no respondió. Di unos cuantos pasos hacia ella, pero enseguida dio un salto y retrocedió. Se detuvo en la espesura. Yo le tendí mis manos abiertas, pero, al parecer, mi gesto la asustó o quizá la ofendió, y al instante salió huyendo.

—¿La seguiste?

—Estaba a punto de hacerla cuando llegó uno de los guardias.

—¿Y él la vio? —preguntó Dianora con excesiva rapidez. Brandín se quedó mirándola con curiosidad.

—Se lo pregunté, pero me dijo que no, aunque estoy seguro de que su respuesta habría sido siempre la misma incluso en caso de haberla visto. ¿Por qué me lo preguntas?

La mujer se encogió de hombros.

—Te habría confirmado si era real o no —mintió.

Brandín sacudió la cabeza.

—Lo era. No fue ninguna visión. De hecho —añadió como si la idea acabara de ocurrírsele en ese momento—, me recordó a ti.

—Por su…, ¿cómo dijiste?… ¿melena azul y piel verdosa? —replicó Dianora dejándose guiar por sus instintos cortesanos. No obstante, lo que estaba a punto de suceder no era cosa baladí. Se esforzó en ocultar el aturdimiento que sentía y añadió—: Muchas gracias por el cumplido, monseñor. Supongo que, hablando con Scelto y Vencel, podríamos conseguir ese color de piel. En cuanto a lo del pelo azul no sería muy difícil, si te excita hasta ese punto …

El soberano sonrió levemente.

—Pelo verde, no azul —comentó casi de pasada— y me recordó a ti, Dianora —repitió mirándola de un modo extraño—. Me recordó mucho a ti. Me pregunto por qué sería. ¿Sabes algo acerca de ese tipo de criaturas?

—No —respondió la dama—. En Certando no tenemos leyendas que hablen de mujeres de melena verde que habitan en los montes.

Estaba mintiendo. Para que su mentira sonara más convincente, clavó en Brandín una mirada franca. Apenas podía dar crédito a las palabras del soberano, pero éste no perdía el buen humor por tan poca cosa.

—¿Y qué leyendas tenéis entonces en los montes de Certando? —preguntó con una sonrisa.

—Cuentos de seres peludos, con piernas como troncos de árbol que por la noche devoran cabras y doncellas.

Brandín sonrió abiertamente.

—¿Es que hay tantas por allí?

—Cabras, sí —contestó la mujer con cara seria—. Doncellas, menos. Los apetitos de esos seres peludos no son un gran aliciente para conservar la virginidad. ¿Tienes acaso intención de enviar una patrulla a buscar a tu famosa criatura?

La gravedad de la cuestión le hizo contener la respiración, mientras Brandín se decidía a responder.

—No creo que lo haga. Tengo la sospecha de que esos seres sólo se dejan ver cuando ellos quieren.

Dianora sabía que, en efecto, así era.

—No se lo he dicho a nadie más que a ti —añadió el soberano de improviso.

Dianora no fue capaz de disimular la expresión de su semblante. Aquella noticia suponía una absoluta novedad para ella.

Pensó que necesitaba urgentemente estar a solas, pero era en vano: aún tardaría mucho en ver satisfechos sus deseos, de modo que más le valía olvidar aquella historia y relegarla al fondo más recóndito de su cerebro junto con todos los demás deseos y anhelos que se veía obligada a reprimir a diario.

—Gracias, señor —musitó, consciente de llevar ya un buen rato hablando en privado con el soberano; consciente, como siempre, de la impresión que tal circunstancia podía causar en los demás.

—Bueno —comentó Brandín de pronto, adoptando un tono distinto—, todavía no me has preguntado qué tal me fue la carrera. Debo decirte que eso fue lo primero que me preguntó Solores.

Aquellas palabras los llevaron al terreno habitual en sus conversaciones.

—Perfecto —contestó Dianora con fingido desdén—. ¿Qué hiciste? ¿La mitad del recorrido? ¿Tres cuartos quizá?

En los ojos grises del rey brilló un destello de indignación.

—¡Qué presumida eres a veces! —farfulló—. Te permito demasiadas confianzas. Si no te importa, llegué hasta la cima del monte y bajé con una ramita de bayas de sonrai. Tengo mucho interés en comprobar si alguno de los participantes en la carrera de mañana sube y baja con tanta rapidez.

—Bueno —replicó la dama al punto—, ellos no podrían echar mano de la hechicería.

—Dianora, ¿qué dices?

El tono de su voz le hizo comprender que se había propasado. Como siempre que se veía en esa situación, tuvo la sensación de que se abría una sima bajo sus pies.

Sabía perfectamente para qué la necesitaba Brandín. Conocía qué motivos lo impulsaban a darle licencia para mostrarse mordaz e impertinente. Hacía tiempo que había descubierto por qué era tan importante para él el humor y el ingenio que aportaba a sus conversaciones. Sabía que constituía el equilibrio perfecto a la amable protección que le deparaba Solores, incapaz de poner objeciones o de exigirle nada. Ambas, por su parte, servían de contrapeso al austero ejercicio de la política y el gobierno impuesto por D’Eymon, y los tres, a su vez, giraban en torno a la estrella que era Brandín. Aquel sol voluntariamente exiliado, expulsado del firmamento que le era propio, de sus tierras, sus mares y su pueblo, se había ligado a esta península ajena por virtud de una nostalgia, de un dolor, de una venganza.

Dianora era consciente de todo aquello. Conocía al rey a la perfección, pues de ello precisamente dependía su vida. No solía cruzar aquella línea siempre presente ante ella, invisible e inviolable. Cuando lo hacía, lo más normal era que se encontrara con algo en apariencia tan trivial como aquello. Qué paradójico le resultaba el modo que tenía Brandín de ridiculizar las cosas, de burlarse de ellas o incluso de incitarla a hacer comentarios vejatorios sobre la corte y la colonia entera para, en cambio, reaccionar puerilmente cuando veía su orgullo herido por las dudas que ella misma pudiera manifestar en torno a su capacidad de subir y bajar el monte a la carrera.

En esos momentos Brandín no tenía más que pronunciar su nombre en un cierto tono, para que ella viera abrirse una sima de insondable profundidad en el pavimento marmóreo de la Sala de Audiencias.

En la corte del tirano, no debía olvidarlo nunca, era una simple cautiva, más una esclava que una cortesana. Por otra parte, era una impostora que vivía en una constante mentira, mientras su país natal fenecía poco a poco y se borraba de la memoria de la gente. ¡Y pensar que había jurado matar a aquel hombre, cuya mirada era para ella como un hierro candente en la piel o un veneno que le corriera por las venas!

Doquiera que volviese la mirada, no veía sino abismos que se abrían a sus pies.

Aquella mañana Brandín había visto una riselka. No sólo él, sino posiblemente otro hombre. Intentó dominar su temor y al fin consiguió encogerse de hombros, para enseguida, arqueando las cejas, decir como quien no quiere la cosa:

—¡Qué divertido! —comentó consciente de cuál era la reacción que el rey esperaba de ella incluso en aquellos momentos. Sobre todo en aquellos momentos—. Según dices, te encantó, te emocionó incluso el interés demostrado por Solares, sin duda fingiendo gran agitación, acerca de tu ascensión a la montaña. Según dices tú mismo, fue lo primero que te preguntó. Pero seguro que por dentro lo que se preguntaba era si habías logrado llegar a la cumbre o no. En cambio yo, que tengo la certeza de que lo conseguiste, si trato tu hazaña como algo baladí y le quito importancia, precisamente por no caberme duda de tus capacidades…, me gano tu enfado y tu reprimenda. Al fin y al cabo, dime, Majestad, ¿cuál de las dos en justicia te ha honrado más?

Brandín permaneció un buen rato en silencio. Dianora, por su parte, sabía que toda la corte estaba pendiente de la expresión de su rostro, aunque, de momento, poco le importaba a ella esa circunstancia, y tampoco le importaba su pasado ni el encuentro que él había tenido en la montaña. El abismo que se abría ante ella empezaba y acababa en los profundos ojos grises de Brandín que buscaban los suyos.

Cuando por fin habló éste, su voz tenía un tono muy distinto, que ella conocía a la perfección, pues era capaz, se hallara donde se hallase, de hacerla derretirse de pasión. Las piernas empezaron a temblarle, pero no de miedo en esta ocasión.

—Me gustaría poseerte aquí mismo —dijo Brandín, rey de Ygrath, con el rostro ardiendo de pasión—, aunque fuera en pleno suelo, delante de toda mi corte.

Dianora tenía la garganta seca. Sintió que el pulso se le paraba y que el rubor le subía a las mejillas. Tragó saliva con dificultad.

—Acaso fuera más prudente que lo hicieras esta noche —musitó intentando que su voz sonara ligera, pero no forzada por las circunstancias, aunque sin reprimir la ardiente mirada que las palabras del rey hicieron asomar a sus ojos.

La lujosa copa de khav que llevaba en las manos tembló. Brandín lo notó y ella comprendió que su actitud, como de costumbre, no venía sino a avivar los deseos de su amante. Tomó un sorbo de su bebida, sujetando la jarra con ambas manos, con afán de dominarse.

—Sí, será mejor que lo hagas por la noche —repitió, abrumada como siempre por los sentimientos que se habían adueñado de todo su ser. Sabía lo que Brandín deseaba que dijera en aquellos momentos, en aquella estancia atestada de cortesanos y emisarios de la capital del reino. Por ello, articulando cada sílaba con estudiada claridad y clavando en él sus ojos oscuros, agregó—: Al fin y al cabo, señor, a tu edad deberías reorganizar tus fuerzas. Ya hiciste esta mañana parte de la carrera cuesta arriba …

Al cabo de un instante y por segunda vez en esa mañana, la corte de Chiara vio cómo su rey, Brandín de Ygrath, echaba hacia atrás su hermosa cabeza morena y dejaba oír su risa. Al mismo tiempo, no muy lejos de él, Rhun, el bufón, estallaba en sonoras carcajadas.

—¡Isolla de Ygrath!

Esta vez no fue sólo el bastón del heraldo el que anunció la entrada de la recién llegada, sino una fanfarria de trompetas y un redoble de tambores.

Situada como estaba en mitad de la sala, Dianora tuvo tiempo de observar concienzudamente la solemne aparición que hizo la mujer a quien Brandín había calificado como el mejor músico de Ygrath. Los cortesanos se habían dispuesto en dos espesas filas, haciendo un pasillo a la recién llegada que se acercaba hacia el estrado en el que estaba el trono.

—¡Qué hermosa está todavía! —murmuró Neso de Ygrath—. ¡Y eso que cumple ya los cincuenta! …

Quién sabe cómo se las habría arreglado para colocarse junto a Dianora, en primera fila. Aquel tono empalagoso logró, como de costumbre, sacarla de quicio, pero no se permitió a sí misma traslucir su irritación. Isolla llevaba una sencillísima túnica de color azul oscuro, ceñida a la cintura por una fina cadena de oro. Lejos de lo que eran los dictados de la moda por aquellos pagos, llevaba el pelo corto, sin ocultar las canas. Probablemente, pensó Dianora, la moda iba a cambiar pronto en cuestión de peinados. La colonia siempre iba en este terreno algo atrasada respecto a Ygrath.

Isolla avanzaba sin prisa, segura de sí misma, a través del pasillo que le habían abierto los cortesanos. Brandín la esperaba ya con una sonrisa en los labios. Le encantaba ver que algún célebre artista de Ygrath se aventuraba a emprender aquel viaje largo y peligroso a través del mar para visitar su segunda corte.

Unos cuantos pasos más atrás, llevando el estuche del laúd de Isolla, como si fuera un objeto de incalculable valor, Dianora se sorprendió de ver al poeta Camena de Chiara, envuelto en su famoso manto de tres pliegues. Se oyó un murmullo entre los asistentes. Evidentemente no había sido ella la única a quien había pillado de sorpresa el gesto del artista.

Sin pensarlo, lanzó una mirada al lugar en el que se hallaba Doarde, en compañía de su esposa y su hija. Pudo así observar cómo en su rostro se pintaba un estremecimiento de odio y de miedo al ver acercarse a su joven rival. Aquella expresión desapareció al instante, siendo sustituida por una perfecta máscara de estudiado desdén hacia aquel humillante gesto de Camena, que se rebajaba de ese modo a servir de mozo de carga a una ygrathia.

Sin embargo, se dijo Dianora, estaban en la corte de Ygrath. De pronto intuyó que, probablemente, Camena había conseguido que sus versos hubieran sido puestos en música. Si Isolla cantaba uno de sus poemas, habría supuesto un éxito tremendo para él, que no era sino un simple poeta de Chiara. Y eso bastaba para explicar por qué

exaltaba tanto a Isolla —y de paso a todos los artistas de Ygrath— cargando con su instrumento. La política del arte, pensó la dama, era tan compleja como en último término la que regía provincias y naciones.

Isolla se detuvo, como era de rigor, a unos quince pasos del estrado sobre el que se elevaba el trono, muy cerca de donde se hallaban Dianora y N eso. A continuación hizo la triple reverencia, mientras Brandín, prodigándole con su gesto un grandísimo honor, se levantaba para darle la bienvenida. A sus labios asomó una sonrisa, la misma que iluminaba el rostro de Rhun, situado tras él a la izquierda.

Por motivos que luego no sería capaz de explicarse a sí misma, Dianora apartó la vista del monarca y la cantante y la dirigió al poeta que cargaba el laúd. Camena se había detenido media docena de pasos detrás de Isolla y tenía la mirada clavada en el pavimento de mármol. El cuadro se veía afeado por la extraña mirada desorbitada del artista. «Hojas de nilth» —pensó—. «¡Camena se droga!». Dianora notó que la frente del poeta estaba perlada de sudor, aunque en la Sala de Audiencias no hacía ni pizca de calor.

—Sé bienvenida, Isolla —dijo Brandín con simpatía—. ¡Cuánto tiempo hacía que no te veíamos ni oíamos tu voz!

Dianora observó que Camena cambiaba ligeramente el modo de sujetar el laúd. Pensó que se disponía a abrir el estuche. Pero aquél no tenía el aspecto de un laúd corriente. De hecho …

En ese instante sólo fue capaz de ver una cosa clara; fue la historia de la riselka lo que le hizo ver todo con tanta nitidez. La historia misma y el hecho de que Brandín no supiera a ciencia cierta si el otro hombre, el guardia, la había visto también o no. Un hombre significaba un cambio de vida. Dos significaban una muerte. Fuera como fuese, algo debía ocurrir, y entonces ocurrió.

Los ojos de todo el mundo estaban clavados en Brandín e Isolla. Sólo Dianora vio cómo Camena levantaba la funda de terciopelo que ocultaba el laúd. Sólo Dianora vio que no se trataba precisamente de un laúd. Y ella era también la única que había oído a Brandín contar su encuentro con la riselka.

—¡Muere, Isolla de Ygrath! —gritó Camena.

Sus ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas, mientras levantaba la funda de terciopelo y apuntaba la ballesta oculta en ella.

Con la rapidez propia de un hombre mucho más joven que él, Brandín extendió la mano para crear un escudo mágico en torno a la cantante amenazada de muerte. Exactamente como era de esperar que reaccionara, pensó Dianora.

—¡No, Brandín —exclamó la dama— mi blanco eres tú!

Y asiendo por un brazo a Neso de Ygrath, que asistía boquiabierto junto a ella a la escena, se lanzó en medio del pasillo en el que estaban situados los conspiradores.

El dardo, dirigido con toda precisión a la izquierda del punto donde se hallaba Isolla, justo al corazón del monarca, fue a clavarse en el hombro del desgraciado Neso, que no podía salir de su asombro. El cortesano lanzó un grito de susto y de dolor.

Dianora cayó de rodillas al suelo, justo detrás de Isolla, abrumada por la tensión vivida. Dirigió la vista hacia arriba y la mirada que, contempló en el rostro de la artista quedaría grabada en su memoria hasta el fin de sus días. Apartó de allí los ojos, pues la emoción y el odio eran demasiado imponentes. Se sentía tan débil después de aquel momento dramático que hubo de hacer un esfuerzo supremo para levantarse. Miró a Brandín, que ni siquiera había sido capaz de bajar la mano. Isolla estaba todavía protegida por una pantalla mágica. En realidad, de hecho, la cantante no había corrido peligro en ningún momento.

Los guardias habían detenido a Camena, que hincaba ahora ambas rodillas en tierra. Dianora no había visto nunca a nadie tan pálido; hasta sus ojos estaban blancos por efectos de la droga. Por un instante dio la impresión de que fuera a desmayarse, pero entonces, lanzando hacia atrás la cabeza, pese a la férrea presión que ejercían sobre él los poderosos brazos de los soldados ygrathios, abrió la boca en un gesto de agonía y exclamó:

—¡Viva Chiara! ¡Libertad para Chiara! Un puñetazo brutal le selló los labios.

El eco de su voz tardó, sin embargo, un buen rato en desvanecerse. La sala era enorme y el silencio reinante absoluto. Nadie se atrevía a moverse. Dianora tuvo la sensación de que la corte entera retenía el aliento. Nadie deseaba llamar la atención.

Neso lanzó un gemido de espanto y de dolor, rompiendo así la tensión latente en la estancia, y dos soldados se precipitaron a socorrerlo. Dianora seguía aún temiendo perder el sentido, incapaz de dominar el temblor de sus manos. Isolla de Ygrath permanecía inmóvil.

«No puede moverse», pensó Dianora. Brandín la tenía sujeta en la inevitable prisión de su dominio mental, como una flor encerrada en la hoja de un herbario. Los esbirros levantaron a Neso y lo sacaron fuera. Dianora retrocedió unos pasos, dejando a Isolla sola delante del rey. Quince tremendos pasos separaban las dos figuras.

—Camena no era más que un juguete —comentó Brandín en tono grave—. Chiara no tenía prácticamente nada que ver Con esto, no creas que lo ignoro. Lo único que puedo ofrecerte en estos momentos es una muerte fácil, pero, dime, ¿por qué lo hiciste?

Su voz sonaba fría y contenida. Dianora no había escuchado nunca un tono parecido. Clavó los ojos en Rhun, que lloraba lastimosamente. Por su rostro deforme corrían las lágrimas.

Brandín bajó la mano, liberando a Isolla de su prisión, y ésta al fin pudo moverse. De su semblante desapareció la expresión de odio y en su lugar apareció otra de desafiante orgullo. Quizás estaba convencida de salir airosa de la conjura, pensó Dianora. Tal vez creyera que, una vez muerto el rey, habría podido salir libre de aquella estancia. De no ser así, ¿qué la hacía reaccionar de aquel modo?

Isolla intentó responder, manteniéndose en todo momento firme y erguida.

—Estoy a punto de morir —dijo—. Los médicos me han dado menos de tres meses de vida. En ese tiempo, el mal que llevo dentro habrá alcanzado mi cerebro. Incluso hay canciones que ya no recuerdo. Canciones que fueron mías durante más de cuarenta años.

—Lo siento —musitó Brandín. La perfección de su cortesía parecía casi sobrehumana—. Todos hemos de morir tarde o temprano, Isolla. Algunos incluso prematuramente, cuando son jóvenes. Pero no todos conspiran para quitar la vida a su rey. Tienes mucho que explicarme antes de que permita que den alivio a tus sufrimientos.

En aquel instante se vio vacilar por vez primera a la cantante. Apartó la vista de la hechicera mirada del monarca y tardó unos instantes en replicar:

—No puedes ignorar que lo que hiciste merecía un castigo. —¿Y qué es lo que he hecho, si se puede saber?

—Elevaste a tu hijo muerto por encima del que quedó con vida —respondió irguiendo la cabeza Isolla—, haciendo a tu propia esposa víctima de tu venganza. Diste a esta tierra más valor que a tu propio país. ¿Pensaste en algún momento, por breve que fuera, en tu otro hijo, en tu esposa y en tu patria, mientras llevabas a cabo la venganza sobrehumana que planeaste por la muerte de Stevan?

Dianora sintió que los latidos de su corazón le producían un dolor lacerante. Había en todo aquello un nombre que no podía ser pronunciado. Notó que Brandín apretaba los labios en un gesto singular, que sólo le había visto en raras ocasiones. Pero, cuando habló, su voz sonó tan controlada como de costumbre.

—Creo que siempre mostré con todos una consideración más que justa. Girald ostenta el gobierno de Ygrath, tal como correspondería que lo ostentara a mi muerte. Posee incluso mi saishan. En cuanto a Dorotea, durante los primeros meses de mi estancia aquí la invité en varias ocasiones a reunirse conmigo.

—Sí, para que envejeciera a tu lado, mientras tú permanecías joven. Ninguno de los reyes-brujos de Ygrath se atrevió nunca a hacer nada parecido, por temor a que los dioses castigaran al país por la impiedad de su soberano. ¿Y en Ygrath, pensaste en algún momento en Ygrath? ¿Y en Girald? El no es el rey. Su padre es quien lo sigue siendo. El título es tuyo todavía. ¿Qué significa poseer la llave del saishan frente a la cruda realidad? Morirá incluso antes que tú, Brandín, a menos que alguien te mate. ¿Y qué sería de él en tal caso? ¡No es natural! ¡No es natural lo que has hecho y debes pagar por ello!

—Por todo hay que pagar —replicó Brandín sin inmutarse—. Todo tiene su precio. Incluso vivir. Pero nunca pensé tener que pagárselo a mi propia familia. —Se produjo un breve silencio—. Isolla; he de prolongar mi vida hasta que termine la tarea que he empezado.

—Pues pagarás por ello —repitió la artista—, lo mismo que pagarán Girald y Dorotea. ¡E Ygrath entera!

«Y Tigana —pensó Dianora, que ya no temblaba y sentía de nuevo un profundo dolor en el fondo de su alma—. También Tigana lo está pagando. Con sus estatuas caídas y sus torres abatidas, sus hijos muertos y su nombre perdido».

Dirigió la vista a Brandín y luego a Rhun.

—Te escucho —dijo al cabo el monarca—. Tus palabras me han revelado mucho más de lo que me has dicho en realidad. Sólo deseo saber una cosa. Dime cuál de los dos es responsable de esta iniquidad.

Sus palabras tenían un perceptible deje de tristeza. Rhun arrugó su espantoso semblante en un gesto de dolor, mientras con las manos hacía aspavientos de desesperación.

—¿Y por qué crees? —replicó Isolla encarándose a él con la altanería de quien no tiene ya nada que perder. ¿Que no podríamos obrar de común acuerdo? ¿Por qué había de ser uno solo el responsable, rey de Ygrath?

Su voz sonó tan áspera como el contenido de sus palabras.

Brandín asintió lentamente con la cabeza. Era evidente el dolor que sentía. Dianora podía percibirlo en su forma de hablar, pese a los intentos que hacía por dominarse. Para cerciorarse no le hacía falta mirar a Rhun.

—Muy bien —musitó el soberano— y en cuanto a ti, ¿qué te prometieron a cambio de tu colaboración? ¿Hasta ese punto me odias?

La mujer vaciló unos instantes. Por fin, en el mismo tono altivo y desafiante, contestó:

—Puede que ame a la reina hasta ese punto.

Brandín cerró los ojos.

—¿Cómo es eso?

—Igual que tú la abandonaste cuando preferiste este destierro y el respeto a un muerto en lugar del amor y el tálamo de tu esposa.

En circunstancias normales o cuando menos casi normales, la corte habría reaccionado de algún modo ante aquella osadía. No obstante, Dianora no escuchó ninguna protesta; sólo el rumor de la respiración de los presentes, atentos a la mirada

que Brandín dirigió a la cantante. En el rostro de la ygrathia se pintaba una extraña expresión de triunfo.

—La invité a venir —repitió el monarca—. Habría podido obligarla a trasladarse aquí, pero preferí no recurrir a ese medio. Había dejado bien claro cuáles eran sus deseos y yo no quise contrariarla. Consideré que aquélla era la manera más justa de obrar por mi parte. Según parece, mi pecado fue no obligarla a tomar un barco y venirse a la isla.

En su fuero interno, Dianora sintió que eran muchas las pasiones y el dolor que pugnaban por adueñarse de ella. Vio a D’Eymon situado a espaldas de Brandín; su rostro mostraba un color terroso, casi enfermizo. Por un instante se cruzaron sus miradas, pero el ministro apartó al instante la vista. Ya pensaría más tarde en qué forma utilizar aquel repentino ascendiente que creyó tener sobre él; de momento el pobre hombre sólo le inspiraba compasión; sabía que esa misma noche presentaría su dimisión. Era probable incluso que ofreciera quitarse la vida, según la vieja costumbre de la metrópoli. Brandín no lo aceptaría, por supuesto, pero después de aquello nada volvería a ser lo mismo en el gobierno y por varias razones.

—Creo que ya me has dicho cuanto quería saber —declaró Brandín.

—El chiareno actuó por cuenta propia —confesó Isolla de improviso. Dirigió la vista a Camena, sujetado férreamente por los guardias—. Se unió a nosotros cuando visitó Ygrath hace dos años. Creyó que nuestros propósitos coincidían al menos hasta aquí.

—Conque hasta aquí —repitió seriamente Brandín—. Ya me figuraba yo. Gracias por confirmar mis sospechas —añadió con gravedad.

Se produjo una breve pausa.

—Prometiste que me darías una muerte fácil —manifestó la cantante irguiéndose con orgullo.

—Sí —asintió Brandín—, te lo prometí.

Dianora contuvo la respiración. Con rostro inexpresivo, el rey se quedó mirando a la artista durante un espacio de tiempo que se hizo interminable.

—No puedes figurarte —dijo al fin casi con un susurro— la alegría que me dio saber que volvería a escuchar tu música.

Acto seguido, hizo un gesto con la diestra, exactamente el mismo que solía hacer para despedir a los criados, y la cabeza de Isolla estalló como un fruto maduro. De su garganta brotó un chorro de sangre y su cuerpo se desplomó como un muñeco. Dianora estaba tan cerca de la infortunada, que la sangre le salpicó el rostro y su hermoso traje. El susto le hizo dar un respingo, mientras veía que lo que había sido la cabeza de Isolla se convertía(acaso por efecto de una ilusión óptica, en un amasijo repugnante de reptiles y serpientes).

Se oyó un griterío de horror y los cortesanos huyeron despavoridos ante aquel espectáculo espantoso. De repente, sin embargo, una figura avanzó en medio de la concurrencia. Renqueando, a punto casi de caer por tierra por efecto de la precipitación, el personaje desenvainó la espada. Por fin, empuñando el acero con las dos manos, Rhun, el bufón, golpeó con saña el cuerpo sin vida de la cantante.

Tenía el rostro desencajado de ira y una espuma viscosa le chorreaba por la comisura de los labios cuando, dando un tajo propio de un carnicero, cercenó un brazo del cuerpo decapitado. Del torso mutilado de Isolla salió un líquido verdoso que inmediatamente produjo un charco pestilente en el pavimento de la Sala de Audiencias. Dianora oyó a sus espaldas gritar de horror a alguien.

—¡Stevan! —chilló entonces Rhun.

Dianora sintió que, en medio de la náusea, el terror y el desconcierto producido por toda aquella escena, se apoderaba de todo su ser una compasión infinita. Clavó su vista en el bufón, que se afanaba frenéticamente en torno al cadáver de Isolla, vestido exactamente igual que el rey, empuñando en sus manos deformes una espada real.

—¡Música, Stevan! ¡Música, Stevan! —repetía de un modo obsesivo la horrible criatura, alzando y bajando el fino estoque a cada sílaba, pronunciada de forma casi ininteligible, pero con una ferocidad espeluznante, pinchando despiadadamente el cuerpo sin cabeza ya y sin brazos, convertido en un amasijo de carne sanguinolenta.

Llevado de aquella furia insólita, el bufón perdió el equilibrio y cayó de rodillas en el suelo, cubierto de sangre y de un líquido grisáceo y purulento.

—¡Música! —exclamó al fin Rhun, en tono tranquilo esta vez, y con una claridad insólita en él.

La espada se le escurrió de entre los dedos y quedó cómicamente sentado en el charco de sangre que rodeaba el cuerpo mutilado de la cantante, con la cabeza ladeada de forma miserable y su lujoso vestido de corte, blanco y oro, manchado de rojo, llorando como si literalmente le hubiesen partido el alma.

Dianora miró entonces a Brandín. El soberano permanecía inmóvil, en la misma postura que había mantenido todo el rato, con los brazos caídos a ambos lados del tronco. Contemplaba el cuadro horripilante que ante sí tenía con expresión de total distanciamiento.

—Todo tiene su precio —dijo al fin, casi para su coleto, en medio del tumulto y el griterío que reinaba ahora en la Sala de Audiencias. Dianora dio unos cuantos pasos vacilantes hacia él, pero, antes de alcanzarlo, ya el monarca le había dado la espalda seguido de D’Eymon. Los dos personajes abandonaron la estancia por la puerta situada detrás del trono.

Cuando salió, los repugnantes seres surgidos de la cabeza de Isolla desaparecieron como por encanto, pero no el cuerpo mutilado de la cantante ni la penosa figura del

bufón deforme. Dianora tuvo la sensación de ser la única persona que quedaba en la sala, y efectivamente todos los cortesanos corrían despavoridos hacia las puertas de salida. Sintió que la sangre de Isolla la quemaba, allí donde la había salpicado.

El gentío se empujaba y chocaban unos contra otros en su precipitación por salir de aquel lugar espantoso, una vez que se hubo retirado Su Majestad. Dianora observó cómo los esbirros se llevaban maniatado a Camena di Chiara por una puerta lateral.

Otro grupo de soldados cubrió el cadáver de Isolla con una sábana, para lo cual hubieron previamente de quitar de en medio a Rhun. El bufón no parecía entender nada de lo que estaba sucediendo. Por lo pronto, seguía llorando desconsoladamente, con el rostro desfigurado en una mueca grotesca, como la de un niño que berrea al ver insatisfechos sus caprichos. Dianora se llevó una mano a la mejilla y al retirarla comprobó que tenía los dedos empapados de sangre. Los esbirros tendieron la sábana sobre el cadáver de la cantante. Uno de ellos recogió el brazo que Rhun había cercenado con su espada y lo metió igualmente debajo del lienzo. Dianora contempló sin inmutarse toda la operación. Tenía la sensación de llevar todo el rostro ensangrentado. A punto casi de perder el control de sus actos, miró a su alrededor en busca de ayuda, la que fuera.

—Ven, señora —oyó decir a una voz que sonó a sus espaldas cuando más la necesitaba—, ven. Déjame que te conduzca de vuelta al saishan.

—Oh, Scelto —musitó—, sí, por favor, sácame de aquí. Por favor, Scelto.

Las noticias prendieron como un incendio en la yesca del saishan, arrasándolo todo en un cataclismo de voces y gritos de terror. ¡Un atentado maquinado en Ygrath! ¡Con participación de Chiara! ¡Y por poco lo habían conseguido!

Scelto condujo a Dianora a toda prisa hasta sus aposentos y, con gesto de desdeñosa superioridad, cerró la puerta con cerrojo en las narices de toda aquella multitud ociosa que se agolpaba ante las habitaciones de su señora, como un enjambre de avispas vestidas de seda. Desnudó a Dianora sin cesar ni un instante de murmurar entre dientes, la lavó cuidadosamente y la envolvió con la mayor delicadeza en un amplio albornoz. La pobre mujer no dejaba de temblar y era incapaz de articular palabra. El eunuco encendió la chimenea y sentó a su señora al amor de la lumbre. Dianora se bebió dócilmente la tisana de mahgoti que le sirvió para calmar sus nervios. Dos tazas llenas hasta el borde, una detrás de otra, hubo de beberse antes de serenarse un poco. Por fin cesaron los temblores. No obstante, aún le costaba trabajo hablar. Scelto la obligó a permanecer junto al fuego. En cualquier caso, tampoco ella era capaz de levantarse del asiento.

Tenía la sensación de haber recibido un mazazo en la cabeza. Le parecía que nunca más iba a poder controlar sus pensamientos ni dar una respuesta adecuada a los acontecimientos de los que había sido testigo. Sólo una idea parecía ir tomando cuerpo en su cerebro y destacarse sobre las demás, martilleando incesantemente sus sienes, como el bastonazo del heraldo anunciando a un recién llegado. La idea, sin embargo, era tan descabellada, tan insensata que intentó deshacerse de ella como pudo, aun a riesgo de que la asaltara una fuerte jaqueca. Pero fue incapaz de dominada. Aquel pensamiento tomaba forma definitivamente y no paraba de martillearle las sienes: ¡Le había salvado la vida!

Tigana había estado a punto de volver a la vida. Sólo un respiro se lo había impedido. El respiro de Brandín, que aquel dardo podría haber cortado para siempre. La patria no era más que un sueño, el sueño de la noche anterior. Un lugar donde solían jugar los niños, rodeado de torres y montañas, junto a un río de aguas cristalinas, que corría entre bancales de arena blanca y dorada, y desembocaba junto a un palacio situado a orillas del mar. La patria no era más que una nostalgia, un sueño desesperado, un nombre oído en sueños y ahora comprendía que el gesto realizado aquella tarde acaso supusiera que ese nombre desapareciera para siempre de la faz de la tierra, quedara para siempre relegado a su existencia en sueños, hasta que todos ellos se desvanecieran.

¿Y ahora qué podía hacer? ¿Cómo hacerse cargo de lo que todo aquello suponía? Había llegado hasta allí para matar a Brandín de Ygrath, para devolver a Tigana la vida quitándosela a él y en vez de eso …

De nuevo se apoderaron de ella los temblores. Murmurando entre dientes como siempre, Scelto reavivó el fuego y le envolvió las piernas en otra manta y el pobre hombre lanzó una exclamación desesperada al ver los ojos de su señora arrasados en lágrimas. De pronto alguien llamó a la puerta y oyó que el eunuco salía precipitadamente a abrir lanzando unas maldiciones como nunca hubiera imaginado que pudiera proferir.

Poco a poco empezó a recuperarse. Por el color de la luz que se filtraba en la estancia a través de los altos ventanales, comprendió que empezaba a anochecer. Se frotó las mejillas con el dorso de la mano y se levantó del asiento. Debía estar lista para cuando oscureciera. Brandín hacía llamar a su favorita del saishan en cuanto se ponía el sol.

Una vez de pie, se alegró al notar que las piernas eran capaces de sostenerla. Scelto se precipitó a su lado protestando por su impaciencia, pero se contuvo enseguida al ver la expresión de su rostro. Sin pronunciar palabra, la acompañó al baño. Su gesto altanero silenció la curiosidad de los criados. Dianora pensó que aquel hombre a medias habría sido capaz de fulminarlos si se hubiesen atrevido a despegar los labios, aunque nunca había oído a nadie quejarse de él ni acusado de modales violentos. Al menos desde el lance que concluyó con la muerte de su rival y la pérdida de su virilidad.

Se dejó bañar y perfumar por los criados. Aquella tarde se había manchado de sangre. Sintió el chorro de agua sobre la piel y la raíz de los cabellos. A continuación Scelto le pintó las uñas de las manos y los pies, apenas una sombra nacarada. Nada que recordara el color de la sangre, la ira o el dolor. Los labios debía pintárselos del mismo tono. Sin embargo, dudaba mucho que hicieran el amor aquella noche. Se abrazarían uno a otro y eso sería todo. Volvió a sus aposentos a esperar que la llamaran.

La luz que penetraba a través de las celosías le hizo comprender que había caído la noche. Todas las habitantes del saishan sabían perfectamente cuándo caía la noche. Mandó salir a Scelto para informarse de la hora a la que era esperada, pero el eunuco regresó a los pocos momentos para comunicarle que Brandín había hecho llamar a Solores.

La ira se apoderó de ella al oír la noticia. La furia explotó en su interior lo mismo que había explotado la cabeza de Isolla en la Sala de, Audiencias. Dianora apenas podía respirar debido a lo impetuoso de su rabia. Nunca en su vida había sentido nada semejante. Parecía que en su corazón hubiera un caldero de aceite hirviendo. Cuando cayó Tigana, cuando su hermano se vio obligado a marchar al destierro, su odio había sabido tomar forma, había podido ser controlado, encauzado, dirigido a un objetivo claro, como una llama bien graduada que ella sabía que iba a arder durante largo tiempo.

Aquello era un infierno. Tenía un caldero de aceite hirviendo en su interior, un recipiente mágico, tremendo, cuyo contenido rebosaba como la lava de un volcán. De haber tenido delante a Brandín, le habría sacado el corazón sin emplear más que uñas y dientes, igual que las mujeres que habían quitado la vida a Adaón, allá en los collados de Tregea. Vio que Scelto retrocedía. Sabía que el eunuco no había tenido nunca miedo, ni de ella ni de nadie. Pero poco importaba ahora aquel pormenor.

Lo que importaba, todo lo que importaba, lo único que importaba era que había salvado la vida a Brandín de Ygrath aquella misma tarde, que por él había ensuciado de sangre y pus el limpio recuerdo que guardaba de su tierra y el juramento que había prestado muchos años atrás, antes de venir aquí. Por él había violado la esencia de todo lo que había sido en otro tiempo; se había violado a sí misma más despiadadamente de lo que lo hiciera ninguno de los hombres con los que se había acostado por dinero en aquella habitación de la fonda de Certando.

¿Y qué había recibido a cambio? A cambio de aquel gesto suyo Brandín había mandado llamar a Solores di Corte, permitiendo así que ella pasara la noche a solas.

No, no debería haberlo hecho.

Poco importaba que incluso en el fondo de su indignación Dianora comprendiera las razones que había tenido el monarca para tomar aquella decisión. Sabía lo poco que le hacían falta aquella noche su ingenio y su inteligencia, su chispa, sus preguntas y sus sugerencias. O su pasión. Lo que necesitaba era la amabilidad

complaciente y reflexiva de Solores; algo que, al parecer, ella no era capaz de darle. La adoración más rendida, la ternura y la voz dulce. Lo que aquella noche necesitaba era un refugio en el que descansar. Lo comprendía muy bien, pues eso precisamente era lo que también ella necesitaba con desesperación después de todo lo ocurrido, y era de él de quien lo necesitaba.

Pero aquella noche debía pasarla a solas en su lecho, sin tener nada ni nadie en quien refugiarse. Dianora se vio desnuda, incapaz de ocultarse a sí misma lo que pudiera sobrevenirle una vez que se apagaran los fuegos de su furor.

Permaneció insomne toda la noche. Oyó la primera y la segunda campanada que señalaban el final de las vigilias nocturnas, pero, antes de que sonara la tercera, que anunciaba la llegada del alba, en su interior se habían producido dos grandes novedades.

La primera era el regreso inexorable del único recuerdo que había procurado mantener a raya entre los muchos que guardaba del año en que Tigana había sido conquistada, y que, uno a uno, tanto dolor le habían producido. Pese a todo, lo cierto era que no tenía adónde volverse y estaba expuesta a todos los peligros en la tiniebla de esa Noche de los Rescoldos, sin encontrar amarras a las que sujetarse, irremisiblemente a la deriva en el piélago de su vida.

Brandín, mientras tanto, en el extremo opuesto del palacio, buscaba consuelo en Solores di Corte, pero ella yacía a la intemperie, sola, incapaz de alejar las imágenes que la asaltaban de aquellos terribles años pretéritos. Imágenes de amor y sufrimiento, de la penosa pérdida del amor, demasiado lacerante para permitir que su gélido viento barriera el delicado paisaje de su corazón.

El dedo de la muerte había señalado a Brandín de Ygrath esa misma mañana y ella había sido la única capaz de apartarlo, impidiendo al monarca atravesar la última puerta de Moriana. Aquélla, sin embargo, era la Noche de los Rescoldos, noche de sombras y fantasmas. No podía ser una noche normal y de hecho no lo era. Dianora vio cómo uno tras otro, en incesante progresión, igual que las olas del mar, la asaltaban los recuerdos de su hermano, los últimos que de él guardaba antes de que se alejara para siempre.

Lo habían considerado demasiado joven para participar en la batalla del Deisa. El príncipe Valentín había anunciado, poco antes de marchar hacia el norte, que ningún joven menor de quince años podía ser alistado en el ejército. Alessan, su hijo menor, había sido confiado a Danoleón, el sumo sacerdote de Eanna, con objeto de que lo ocultara y lo protegiera en las montañas del sur.

El ataque de Brandín se produjo inmediatamente después de la muerte de Stevan, tras la única victoria que lograron cosechar los tiganeses. Ni los varones curtidos que

habían tomado parte en la batalla y habían sobrevivido, ni las mujeres, los viejos y los niños que habían quedado en la retaguardia, ignoraban que la llegada de Brandín suponía el fin del mundo en el que habían vivido y que tanto habían amado.

Sin embargo, no llegaron a figurarse hasta qué punto era literalmente exacta su presunción ni qué era capaz de hacer con ellos el rey-brujo de Ygrath, y lo que en efecto hizo. Habrían de percatarse de ello en los días y meses subsiguientes. La crueldad de aquella vivencia se convertiría en un tumor enquistado en el alma de los supervivientes.

«Los caídos en el Deisa sí que tuvieron suerte». Tal era la frase que repetían cada vez con más frecuencia los infortunados que habían permanecido con vida tras la muerte de Tigana. Dianora y su hermano se quedaron viviendo con su madre, cuya mente se quebró como la tensa cuerda de un arco al conocerse el resultado de la segunda batalla del Deisa. En cuanto la vanguardia del ejército ygrathio penetró en la ciudad y ocupó las plazas y las calles de la hermosa Tigana, destruyendo las casas nobles y el propio Palacio del Mar, la pobre mujer soltó la última amarra que la unía al mundo consciente y se adentró en un laberinto mudo y sonriente, al cual no podía acompañada ninguno de sus hijos.

A menudo sonreía y saludaba a objetos y personas invisibles, sentada entre las ruinas de lo que había sido su patio, rodeada de bloques de mármol destrozados. Aunque estaban en pleno verano, el corazón de su hija sufría como si sobre su tierna fibra el invierno hubiera descargado una helada cruel.

Dianora se dispuso a recomponer la casa como pudiera, pese a que tres de los criados y aprendices de su padre habían muerto con él en la batalla. Otros dos huyeron poco después de que llegaron los ygrathios y empezó la destrucción: Tampoco podía echárselo en cara. Sólo se quedó una anciana sirvienta y el aprendiz más joven.

Su hermano y el otro muchacho aguardaron a que se aplacara la larguísima oleada de incendios y demoliciones, y por fin buscaron trabajo como peones en las labores de des escombro y reparación de las murallas cuando los ygrathios permitieron una reconstrucción parcial de toda aquella ruina. Parecía que la vida quería volver a la normalidad. O al menos a lo que pasaba por tal en una ciudad llamada ahora Corte la Baja, capital de la provincia homónima.

Vivían en un mundo en el que nadie, excepto ellos mismos, podía escuchar el nombre de Tigana. Enseguida dejaron de pronunciarlo en público. El dolor era insoportable. El corazón se les encogía cuando veían la mirada de estupor e incomprensión que mostraba el semblante de los ygrathios o de los comerciantes y banqueros de Corte que no tardaron en abalanzarse sobre su yermo país en busca de las ganancias que podían obtenerse de las ruinas y la posterior reconstrucción de la ciudad. Literalmente aquel dolor no tenía nombre.

Dianora recordaba con una claridad lacerante la primera ocasión en que había llamado a su país Corte la Baja, al igual que todos los demás supervivientes, y en la memoria de todos ellos aquel momento quedó clavado como el anzuelo en la boca del pez. Los caídos en el Deisa, tanto los de la primera como los de la segunda batalla, sí que habían tenido suerte.

Aquel verano y el subsiguiente otoño, Dianora fue testigo de la triste madurez que se veía obligado a alcanzar antes de tiempo su joven hermano. ¡Qué pena le daba ver la sonrisa perdida del desventurado muchacho, su infancia rota prematuramente! De lo que no era consciente era de lo hondo que había arraigado en su propio rostro la amargura de aquella experiencia. Dianora había cumplido los dieciséis al comienzo del verano, y su hermano haría quince cuando llegara el otoño. La jovencita hizo un pastel para celebrar su aniversario y dar así una mínima alegría a su hermano, al aprendiz, a su madre, a la vieja sirvienta y a sí misma. No invitaron a nadie. Durante todo el año había quedado suspendido el derecho de reunión de los ciudadanos. Su madre sonrió cuando le tendió un pedazo del pastel. Pero Dianora sabía que su sonrisa nada tenía que ver con ninguno de los presentes.

También su hermano lo sabía. Con una expresión grave en el rostro, besó a su madre y luego a su hermana, y salió a la oscuridad de la noche. Naturalmente estaba prohibido andar por las calles después del toque de queda, pero algo incomprensible lo impulsaba a pasear por ellas y a acercarse a las hogueras que ardían en casi todas las esquinas. Era como si quisiese desafiar a las patrullas ygrathias para que lo castigaran por no haber cumplido aún los quince años antes de que empezara la guerra.

Aquel otoño fueron apuñalados dos soldados al amparo de la oscuridad. En respuesta se levantaron veinte ruedas mortales, y entre los infortunados que fueron colgados de ellas se contaron seis mujeres y cinco niños. Dianora conocía a casi todos ellos. No había quedado mucha gente en la ciudad y todos se conocían unos a otros. Durante el resto de su vida no podría olvidar los gritos de los niños moribundos disminuyendo de intensidad a medida que transcurrían las horas. No se produjo ni un solo atentado más.

Su hermano, sin embargo, continuó saliendo por las noches. Dianora permanecía en vela hasta que lo oía regresar. El muchacho siempre hacía ruido adrede para que ella lo escuchara y se durmiera tranquila. No comprendía cómo podía saber que lo esperaba despierta, pues nunca le comentó nada al respecto. Habría sido muy guapo con su cabellera oscura y sus ojos negros, de no ser por su extrema delgadez y las ojeras producidas por el insomnio y el sufrimiento que lo acongojaba. Aquel primer invierno no hubo mucho que comer —la mayor parte de la cosecha había sido quemada y el resto confiscado—, pero Dianora se las ingenió para alimentar debidamente a los cinco habitantes de la casa. Por lo que no podía hacer nada era por la mirada triste del adolescente. Aquel año casi todo el mundo mostraba un aspecto semejante. Dianora no tenía más que mirarse al espejo para comprobado.

Durante la primavera, los soldados ygrathios descubrieron un nuevo entretenimiento. Lo raro era que no hubiesen descubierto antes aquel fruto de la terrible venganza ideada por Brandín. Dianora recordaba que estaba asomada a la ventana del piso de arriba el día que empezó. Se había asomado a ver a su hermano y al aprendiz —que por supuesto ya no era tal—, mientras atravesaban la espaciosa explanada que se abría delante de la casa, camino del trabajo. Hacía una mañana hermosísima y el viento había barrido las nubes. De repente, un puñado de soldados apareció por el extremo opuesto de la plaza y se acercó a los dos muchachos. Tenía la ventana abierta para refrescar la habitación y dejarse acariciar por la tibieza de la brisa matutina, de suerte que pudo oído todo.

—¡Ayudadnos! —exclamó uno de los soldados con una sorna que ella misma pudo percibir desde donde estaba—. Nos hemos perdido —comentó mientras sus compañeros rodeaban a los pobres muchachos. Su intervención arrancó un coro de sonoras carcajadas de sus acompañantes. No faltó quien diera un codazo a su vecino—. ¿Podéis decimos dónde estamos? —preguntó el gracioso.

Bajando con modestia los ojos, su hermano pronunció el nombre de la plaza en la que se hallaban y los de las calles circundantes.

—¡Eso no me sirve! —protestó el soldado—. ¿De qué me valen los nombres de las calles, si ni siquiera sé en qué ciudad estoy?

De nuevo se oyeron risas. Dianora se estremeció.

—En Corte la Baja —respondió el aprendiz rápidamente mientras su hermano permanecía en silencio.

Los provocadores lo notaron.

—¿En qué ciudad? A ver, dímelo tú —ordenó el cabecilla cogiendo por las solapas al chiquillo.

—Ya te lo he dicho, en Corte la Baja —repitió el aprendiz.

Uno de los soldados le propinó una sonora bofetada que casi derribó al suelo a la criatura, pero éste ni siquiera se acarició la mejilla dolorida para no dar ese gusto a su ofensor.

Con el corazón latiéndole a galope tendido, Dianora vio que su hermano levantaba la vista del suelo. El sol iluminaba su oscura cabellera. La joven pensó que iba a fulminar al soldado. «Va a ser su ruina», se dijo. Se asomó a la ventana apoyando las manos en la barandilla. En la plaza reinaba un silencio sepulcral, y el sol brillaba majestuosamente.

—En Corte la Baja —balbució su hermano, como si cada palabra fuera una piedra en la que tropezara.

Los soldados los dejaron marchar en medio de sonoras risotadas de escarnio. Por hoy tenían bastante. Ambos muchachos se convirtieron en las víctimas favoritas de la compañía encargada de vigilar el barrio enclavado entre el Palacio del Mar y el centro de la ciudad, donde se elevaban los tres templos. Los edificios no habían sido derruidos; sólo lo habían sido las estatuas que adornaban los pórticos y los interiores. Dos de las esculturas eran obra de su padre, una Moriana joven y seductora, y una figura colosal de Eanna que extendía las manos hacia lo alto en el momento de crear las estrellas.

Los muchachos empezaron a salir de casa cada día más temprano y a dar rodeos para no encontrarse con la soldadesca. Aun así, casi a diario daban con ellos. Para entonces los ygrathios se aburrían solemnemente y los esfuerzos de los jovencitos por evitados les ofrecían un singular pasatiempo.

Dianora solía asomarse a aquella ventana cuando los dos adolescentes cruzaban la plaza, como si al contemplar la escena compartiera con ellos su desgracia y pudiera de ese modo aminorar en parte su sufrimiento. Los soldados se acercaban a ellos casi a diario en cuanto ponían el pie en la plaza. Dianora estaba en la ventana el día en que decidieron cambiar su juego.

En aquella ocasión era por la tarde. Ese día sólo se trabajaba media jornada, pues era festivo, la octava del Día de los Rescoldos de primavera. Los ygrathios, lo mismo que los barbadios en oriente, habían decidido no enfrentarse a la Tríada ni a sus sacerdotes. Los muchachos salieron de casa en cuanto almorzaron.

Los soldados no tardaron en rodeados apenas llegaron al centro de la plaza. Parecía que no se cansaran nunca de su jueguecito. Aquella tarde, sin embargo, cuando el cabecilla empezó la consabida letanía insistiendo en que andaba perdido y no sabía dónde estaba, acertaron a pasar por allí cuatro mercaderes procedentes del puerto. En ese instante uno de los soldados tuvo una ocurrencia perversa.

—¡Alto! —exclamó.

Los comerciantes se detuvieron de inmediato. Estando en Corte la Baja, había que obedecer las órdenes de los soldados ygrathios, por caprichosas que sonaran.

—Acercaos —añadió el soldado.

Sus compañeros abrieron el círculo para que los mercaderes quedaran justo delante de los muchachos. Dianora tuvo una premonición que la hizo estremecer, como si un dedo helado la hubiera tocado en la nuca. Los cuatro mercaderes dijeron ser naturales de Ásoli; su origen resultaba evidente con sólo ver sus ropas.

—Bien —dijo el soldado—. Ya sé lo ladrones que sois todos. Ahora escuchadme. Este par de novatos os va a decir el nombre de su ciudad y de su provincia. Si podéis repetir lo que dicen, por mi honra y por la de Brandín, rey de Ygrath, os daré veinte ygras de oro.

Aquella cifra era toda una fortuna. Pese a lo lejos que estaba del escenario de la conversación, Dianora pudo percibir el destello de codicia en los ojos de los Ásolinos. La joven entornó los párpados, consciente de lo que estaba a punto de suceder y del dolor que ello iba a producirle. Deseó con tanta vehemencia ver a su padre vivo en aquellos momentos, que casi se echó a llorar. Pero allí estaba su hermano, rodeado de soldados. Reprimió las lágrimas y abrió bien los ojos.

—Tú —dijo el soldado al aprendiz, que era por quien siempre empezaba el juego—. Tu provincia tenía antes otro nombre. Dinos ahora mismo cómo se llamaba.

Dianora vio cómo el chiquillo, cuyo nombre era Naddo, palidecía de miedo o de ira, y quizá por ambas cosas. Los cuatro mercaderes aguzaron el oído sin atender a más razones. La joven notó que Naddo miraba a su hermano en busca de consejo o tal vez con ánimo de disculparse. Al matón no le pasó el gesto inadvertido.

—¡Nada de eso! —exclamó y, desenvainando la espada, añadió—: Por tu vida, pronuncia ese nombre.

Naddo lo pronunció con toda claridad.

—Tigana.

Naturalmente ninguno de los comerciantes fue capaz de repetir la palabra que acababan de escuchar. No habrían podido hacerlo ni por veinte ygras ni por veinte veces veinte. Dianora leyó en sus ojos su codicia desilusionada y el terror que se apodera de cualquiera que se enfrenta con un acto de hechicería.

Los soldados se echaron a reír, bromeando entre ellos. La voz de uno recordaba el cacareo de un gallo. Se volvieron hacia su hermano.

—¡Basta! —exclamó el muchacho antes de que le ordenaran a él repetir la operación—. ¡Ya os habéis divertido bastante! No pueden oírlo, bien lo sabéis. ¿Qué queréis demostrar?

La criatura sólo tenía quince años y era bastante menudo. El flequillo casi le tapaba los ojos. Hacía más de un mes que Dianora no le cortaba el pelo, y llevaba toda la semana pensando hacerlo. Sujetó con fuerza la barandilla de la ventana y el rostro se le puso más blanco que la cera. Habría dado una mano por impedir lo que estaba a punto de suceder. Se percató de que había más personas asomadas a las ventanas, pendientes de aquella escena. Muchos eran también los transeúntes que se habían detenido a curiosear. Todos eran presa del miedo y la tensión.

Y eso precisamente era lo peor del caso, pues, al verse rodeados de público, los matones estaban obligados a imponer su autoridad de cualquier modo. Lo que había comenzado como un juego, se convertía en algo muy distinto al hacerse todo un espectáculo público. Dianora sintió deseos de apartar la vista.

Anhelaba que su padre hubiera salido con vida del Deisa, que hubiera regresado en compañía de Valentín y que también su madre volviera de aquel país ignoto al que la había desterrado su razón perdida.

Se quedó contemplando la escena con pavor. Deseaba compartido todo con su hermano. Estaba dispuesta a ser su testigo y a recordarlo para siempre, consciente incluso en esos momentos de la importancia que había de revestir en el futuro aquel acontecimiento.

El soldado que había desenvainado la espada apoyó la punta del acero en el pecho del muchacho. El sol posmeridiano arrancaba destellos de la hoja desnuda. Era una simple herramienta de trabajo, la espada de un soldado. Se oyó un rumor extraño, procedente de las personas congregadas en las cuatro esquinas de la plaza. El chiquillo acertó al fin a decir, casi al borde de la desesperación:

—¡Pero si no pueden entenderme! Sabes perfectamente que no pueden. Nos habéis destruido. ¿Crees que hace falta seguir causándonos más pesares? ¿Crees realmente que es necesario hacemos sufrir más?

«No tiene más que quince años —suplicó mentalmente Dianora aferrándose a la barandilla de la ventana con todas sus fuerzas—. No tenía la edad reglamentaria para ir a la guerra. No se lo permitieron. Perdonadlo, por favor».

Los cuatro mercaderes de Ásoli se retiraron al instante del grupo. Uno de los esbirros, el de las risotadas que parecían el cacareo de un gallo, empezó a dar muestras de hallarse a disgusto, como si le desagradara que las cosas hubieran llegado tan lejos. Pero ahora era imposible dar marcha atrás. Se había congregado una gran muchedumbre de gente en la plaza y el chico, al fin y al cabo, había tenido una oportunidad. En verdad no había otra elección.

El cabecilla de los matones empujó levemente la espada y acto seguido la retiró con la misma rapidez. El desgarrón que había producido en la túnica azul del muchacho se tiñó de inmediato de rojo, y la mancha fue creciendo hasta cubrirle por completo la pechera.

—¡El nombre! ¡Dilo! —lo conminó el sayón sin inmutarse.

Su voz no daba muestras de vacilación. Dianora comprendió que era un profesional de la muerte y que se disponía a cumplir con su cometido.

Vio entonces cómo el muchacho abría las piernas como si desease clavarse en el suelo de la plaza. Vio que cerraba los puños y que echaba hacia atrás la cabeza fijando la vista en aquel cielo inclemente. Ella había sido testigo de la escena y aquel recuerdo no se le borraría nunca de la mente. Fue entonces cuando lo oyó gritar.

El joven les dio lo que querían, obedeció la orden, pero no lo hizo con temor ni desconfianza, y mucho menos con vergüenza. Irguiéndose sobre la tierra de sus antepasados, de pie frente a la casa de sus padres y sin apartar la vista de aquel sol deslumbrante, emitió un grito que salía de lo más hondo de su corazón.

—¡Tigana! —exclamó para que todos pudieran oírlo. Y, alzando aún más la voz, repitió—: ¡Tigana! —Y por tercera vez, al límite ya de sus fuerzas, con orgullo, con amor, con nostalgia, casi como un desafío volvió a gritar—: ¡TIGANA!

Su voz retumbó en la anchurosa plaza, en las calles circundantes, en las ventanas a las que se habían asomado los curiosos, por encima de los tejados de las casas, hasta llegar al mar y a los templos de la Tríada, e incluso más allá. El nombre de su patria resonó en el aire límpido de la tarde, como un grito de dolor. Y, aunque los cuatro mercaderes no pudieran entenderlo ni tampoco los soldados, las mujeres y los niños que espiaban por las ventanas, los hombres que asistían como petrificados a la escena, todos los nativos del país en suma, oyeron claramente su grito, lo retuvieron en sus corazones y guardarían para siempre en su memoria el orgullo con que fue pronunciado aquel nombre maldito y bien amado.

Los soldados no tuvieron más que echar una ojeada a su alrededor para entenderlo todo. En el rostro de la muchedumbre congregada en la plaza podía leerse un mismo sentimiento. El muchacho no había hecho sino cumplir la orden que ellos mismos le habían dado, pero su juego se había vuelto en contra de ellos, la broma había derivado en algo que se les escapaba de las manos.

Entonces se pusieron a golpearlo. Llovieron sobre el muchacho patadas y puñetazos. El pobre Naddo tampoco se libró de la paliza, por el solo delito de hallarse cerca. La multitud, sin embargo, no se dispersó, como habría sido lo normal en esas circunstancias. Contemplaron la escena en un silencio insólito, teniendo en cuenta lo abultado de su número. Lo único que se oía era el ruido de los golpes que los soldados descargaban sobre los infortunados muchachos, pues ninguno de los dos les dio el gusto de gritar o llorar, y ellos no se atrevían a abrir la boca.

Por fin, cuando les pareció bien, dispersaron a la multitud entre amenazas e insultos. Estaban prohibidas las aglomeraciones, aunque habían sido ellos quienes la habían motivado en este caso. Al cabo de un instante no quedaba un alma en la plaza. Sólo a través de los postigos semientornados la gente pudo contemplar el espectáculo que ofrecía la plaza vacía, en medio de la cual yacían dos adolescentes cubiertos de polvo, con los vestidos ensangrentados e iluminados por el sol inmóvil de la tarde. Y, mientras tenía lugar aquel drama, los pájaros habían seguido cantando en el cielo. Dianora no lo olvidaría nunca.

Hubo de esforzarse de mala manera para no moverse de donde estaba, para no bajar a la calle y reunirse con ellos. Para dejarlos realizar su proeza solos como era razón que fuera. Al cabo de un rato vio cómo su hermano se levantaba lentamente, con movimientos pausados, cual si fuera un anciano. Vio cómo se dirigía a Naddo y, después de hablar con él, lo ayudaba a ponerse en pie, y por fin, como debía ser, vio también que, ensangrentados, con la ropa hecha jirones y cojeando de mala manera, apoyándose uno en otro, encaminaban sus pasos sin volver la vista atrás hacia el lugar en el que debían trabajar aquel día.

Dianora los vio marchar con orgullo y los ojos arrasados en lágrimas. Sólo cuando las dos criaturas doblaron la esquina y desaparecieron de su vista se retiró de la ventana. Sólo entonces soltó la barandilla que agarraba con desesperación, y sólo

entonces, sin que nadie la viera, permitió que el llanto corriera libremente por sus mejillas. Un llanto de amor por el dolor de su hermano, y de orgullo a la vez.

Cuando regresaron a casa por la noche, la vieja sirvienta y ella calentaron agua, los lavaron y les curaron las heridas y moretones como mejor pudieron.

Después de cenar, Naddo les comunicó su intención de abandonar la ciudad. Pensaba irse aquella misma noche. No podía soportarlo, dijo volviéndose hacia Dianora, pues su hermano le había vuelto el rostro en cuanto pronunció las primeras palabras.

Allí no había quien viviera, dijo el antiguo aprendiz con apasionamiento, pese a tener el labio tumefacto, que apenas le permitía articular palabra. ¿Qué podía hacer uno con aquellos soldados y aquellos impuestos desorbitados? Si un joven quería hacer algo en la vida, afirmó el muchacho, no tenía más remedio que marcharse. Buscó desesperadamente en la mirada de ella un poco de comprensión. A continuación, presa de un extraño nerviosismo, dirigió la vista al rincón de la habitación hacia el cual se había vuelto el hermano de Dianora, pero éste les volvía la espalda a ambos.

—¿Y adónde vas a ir? —preguntó la muchacha.

—A Ásoli —respondió Naddo.

Se trataba, como todos sabían, de un país duro y lluvioso, donde la humedad y el calor resultaban insoportables cuando llegaba el verano. Tenía la ventaja, no obstante, de que había espacio para nuevas sangres. Según le habían contado, los Ásolinos acogían bien a los recién llegados, mucho mejor que los habitantes de las provincias orientales, en manos ahora del tirano barbadio. Adonde no pensaba ir por nada del mundo era a Corte o a Chiara. Un tiganés no podía caer tan bajo, dijo. Su hermano emitió un ruido extraño al oír sus palabras, pero no se volvió. Naddo dirigió otra vez hacia él la vista y tragó saliva.

Había otros dos jóvenes que estaban también haciendo planes, comentó. Planes para escapar aquella misma noche de la ciudad y dirigirse al norte. Llevaban ya una temporada arreglándolo todo, añadió, pero él no estaba demasiado convencido. Lo ocurrido aquella tarde, sin embargo, había acabado de persuadirlo.

—Que Eanna ilumine tus pasos —respondió la joven.

Naddo había sido un aprendiz excelente y después se había convertido en un amigo valeroso y leal. A diario aumentaba el número de los que emigraban. La provincia de Corte la Baja era, un lugar inhóspito para cualquiera, y más con aquellos tiempos que corrían. El joven tenía el ojo izquierdo completamente tumefacto. ¡Y pensar que podían haberle quitado la vida con la mayor impunidad unas horas antes tan sólo!

Más tarde, una vez empaquetadas sus escasas pertenencias, cuando estaba ya a punto de salir, Dianora le entregó cierta cantidad de plata, de la que su padre había

escondido al principio de todo aquel período infausto. Le dio incluso un beso de despedida. El pobre chico no pudo contener el llanto. Le dijo que saludara a su madre de su parte y abrió la puerta de salida. Se detuvo un instante en el umbral y volvió la vista atrás con los ojos arrasados en lágrimas.

—¡Adiós! —exclamó acongojado dirigiéndose a la figura absorta en el movimiento que las llamas describían en la chimenea del fondo.

Al ver la expresión de su rostro, Dianora suplicó mentalmente a su hermano que se volviera. Pero éste no lo hizo. Se arrellanó en su asiento y echó un nuevo tronco al fuego.

Naddo se quedó mirándolo unos momentos y después, volviendo la vista hacia Dianora, esbozó una sonrisa trémula y salió a la oscuridad de la noche. Más tarde, cuando se extinguió el fuego, también su hermano se decidió a salir. Dianora permaneció sentada junto a la chimenea contemplando cómo poco a poco iban apagándose los rescoldos. A continuación fue a echar un vistazo a su madre y se retiró a su dormitorio. Acostada sobre el mullido lecho, Dianora sintió que un peso insoportable le agobiaba el cuerpo, y no era, desde luego, el de los confortables edredones que la cubrían.

Aún estaba despierta cuando regresó su hermano. Como de costumbre, oyó el ruido que hacía al subir la escalera del piso superior, como hacía siempre para darle a entender que volvía sano y salvo; no obstante, no lo oyó abrir ni cerrar la puerta de su dormitorio. Era tardísimo. Permaneció atenta unos minutos más, abrumada por todos los sufrimientos del día. A continuación, como si se hallase bajo los efectos de una droga, se levantó y encendió una vela. Se acercó a la puerta y la abrió.

El muchacho se hallaba de pie en el rellano de la escalera. A la luz insegura de la vela, Dianora observó que por sus mejillas tumefactas corría un torrente incesante de lágrimas. Notó que le temblaban las manos y que era incapaz de articular palabra.

—¿Por qué no me despedí? —le oyó decir con un hilo de voz—. ¿Por qué no me obligaste a despedirme de él?

Nunca lo había visto tan afligido, ni siquiera cuando llegó la noticia de la muerte de su padre.

Con el corazón destrozado, Dianora depositó la palmatoria en un pedestal sobre el que antaño se había apoyado un busto de su madre, salido del cincel de Saevar di Tigana. Se acercó al muchacho y lo estrechó entre sus brazos intentando apaciguar sus sollozos. Nunca lo había visto llorar hasta entonces. Lo condujo a su habitación y lo acostó en su cama, sin apartarlo de sí. Permanecieron largo rato abrazados, mientras sus lágrimas se fundían en un solo río amargo. Dianora no sabría decir cuánto tiempo duró aquello.

La ventana del dormitorio estaba abierta. Sintió el leve soplo de la brisa en la enramada del jardín. Se oyó el canto de un pájaro y la respuesta que daba otra ave

situada al otro extremo de la calle. El mundo parecía el escenario de un sueño, o quizás un lugar lleno de sufrimiento, o mejor dicho, un ámbito en el que se mezclaban ambas sensaciones. En la sacrosanta oscuridad de la noche, Dianora le quitó la camisa, teniendo buen cuidado de no rozar su cuerpo malherido, y acto seguido se sacó la blusa por la cabeza. Sentía los latidos de su corazón, semejantes a los de un animal del bosque abatido por la jauría. Notó cómo el pulso de él se aceleraba en el momento de acariciarle el cuello con los dedos. Ambas lunas se habían puesto ya, y el viento se estrellaba contra las ramas de los árboles.

Y así, rodeados de aquella oscuridad que los aislaba, en aquella tiniebla de la noche sin luna y de su vida abrumada por las penalidades, los dos hermanos buscaron un refugio de compasión el uno en el otro, sin tener en cuenta si su gesto era lícito o no. Pero ellos necesitaban como fuera protegerse de aquel mundo en ruinas.

—¿Qué es lo que estamos haciendo? —lo oyó murmurar en un momento dado.

Por fin, cuando se calmó el ritmo vertiginoso de los latidos de sus corazones, permanecieron largo rato abrazados. Tras calmar su pasión tan largamente contenida, el muchacho exclamó:

—¿Qué es lo que hemos hecho?

Y muchos años después, en la soledad de su lecho en el saishan de Chiara, Dianora recordaba aún la respuesta que le había dado.

—Oh, Baerd —había dicho—, ¿qué es lo que nos han hecho?

Su romance duró toda la primavera y parte del verano. Habían cometido lo que la gente llamaba el pecado de los dioses, pues, según la tradición, Adaón y Eanna eran hermanos, y de su unión había nacido Moriana. Dianora, sin embargo, no se sentía en modo alguno diosa y el espejo no dejaba lugar a dudas: lo único que reflejaba era un rostro delgado, con unos ojos enormes. Sólo sabía que la dicha que la embargaba era un sentimiento aterrador. La culpabilidad de su acción la consumía a ojos vista, pero ello no le impedía considerar que su amor por Baerd era lo más importante que había en su vida. Había algo, no obstante, que la asustaba y era saber que Baerd la amaba con la misma pasión, que sus sentimientos eran tan hondos como los de ella misma. El corazón la traicionaba constantemente, incluso cuando hallaban un momento para satisfacer sus deseos culpables. A su juicio, la llama de su pasión ardía con demasiada fuerza en aquel país que tenía prohibido todo destello de alegría.

Baerd entraba en su habitación todas las noches. La criada tenía su alcoba en el piso de abajo, y su madre, cuando no permanecía despierta, dormía en un mundo al que ella sola tenía acceso. En la oscuridad del cuarto de Dianora, ellos por su parte se perdían el uno en el otro intentando apaciguar su nostalgia, conscientes a pesar de todo de que cometiendo aquel delito sólo buscaban recuperar la inocencia perdida.

Aun así, había noches en las que el muchacho se veía impelido a salir y a recorrer las calles solitarias de la ciudad. No ocurría tan a menudo como unos meses antes, por lo cual Dianora daba gracias a los dioses y hallaba una especie de justificación a su comportamiento. Últimamente habían sido detenidos varios jóvenes que se habían atrevido a desafiar el toque de queda y no había habido modo de librarlos de las ruedas mortales. Si lo que estaba haciendo servía para preservar su vida, Dianora estaba dispuesta a comparecer ante cualquier tribunal que quisiera acusarla, incluso en la mansión de Moriana.

Pese a todo, no podía retenerlo todas las noches. En ocasiones, Baerd se veía impulsado a salir por una urgencia que ella no era capaz de compartir ni tan siquiera de entender. De todos modos, el muchacho intentaba explicárselo. Según él, la ciudad era muy distinta si estaba iluminada por las dos lunas, por una sola o por el frágil resplandor de las estrellas. El leve juego de luces y sombras le permitía volver a ver en sus calles vacías la Tigana de antaño. Podía caminar en silencio hasta la orilla del mar y subir de nuevo al castillo en ruinas, dominado por la tiniebla, reconstruyéndolo mentalmente tal como había sido en otro tiempo.

Necesitaba experimentar aquella sensación, le dijo. No desafiaba nunca a los soldados que patrullaban por la ciudad y llegó incluso a prometerle no hacerla nunca. Ni siquiera los veía, le aseguró, pues desaparecían en aquel mundo evanescente creado por su imaginación. Necesitaba escapar adentrándose en los recuerdos que conservaba de la ciudad destruida. A veces, le contó, se escabullía por ciertas resquebrajaduras de la muralla, que sólo él conocía, y paseaba por la orilla del mar, escuchando tan sólo el rumor de las olas.

Por la mañana trabajaba en la reconstrucción de aquellos edificios que las autoridades habían permitido reconstruir. El trabajo era durísimo, superior con mucho a las fuerzas de un muchacho delgado como él. Los comerciantes más ricos de Corte, la provincia que durante siglos había sido su más encarnizada enemiga, recibieron permiso para instalarse en la ciudad, adquirir a precio irrisorio los solares de los edificios destruidos y reconstruirlos para montar en ellos el negocio que mejor les placiera.

Al final de la jornada, Baerd regresaba a casa lleno de desollones y cardenales, e incluso, en más de una ocasión, Dianora distinguió en su hombro la huella dejada por un látigo. La muchacha no ignoraba que si unos soldados se hartaban de bromas y jueguecitos, no faltaban quienes inventaban otros nuevos. Aquellos desmanes sólo se producían allí; en las demás provincias la soldadesca se comportaba con menos licencia y el rey de Ygrath procuraba gobernar su territorio con cuidado para consolidar su poder y oponer sus dominios al de los barbadios. En Corte la Baja, sin embargo, todo era diferente. Allí habían dado muerte a su hijo.

Dianora se fijó en la marca de los latigazos, pero no se atrevió a preguntar nada, y mucho menos tuvo valor para pedirle que no siguiera soñando con su ciudad perdida cuando por la noche se apoderaba de él aquella necesidad de ilusiones.

Habría preferido seguir viviendo aterrorizada y morir cien veces por cada una que lo oía cerrar la puerta tras de sí y salir a la calle en plena noche. Al final siempre volvía a escuchar cómo la abría y cómo subía la escalera del piso superior, para por fin detenerse junto a su dormitorio y penetrar en él y estrecharla en sus brazos.

La historia se prolongó durante todo el verano hasta que concluyó tan súbitamente como había comenzado. Todo acabó como en realidad había ella sabido siempre que terminaría, desde el primer momento, mientras yacía en la oscuridad y oía el canto de aquellos pájaros en la enramada.

Una noche regresó, como de costumbre, de sus paseos. La luz azul de Ilarion iluminaba el cielo cubierto de espesas nubes. La otra luna ya se había puesto, y la noche era hermosísima. Dianora había pasado largas horas junto a la ventana contemplando la luz de la luna sobre los tejados del vecindario. Cuando regresó su hermano, ella ya se había acostado, pero, apenas oyó el ruido de la puerta, el corazón empezó a latirle apresuradamente, henchido de un sentimiento en el que se mezclaban el alivio, el arrepentimiento y el deseo. Baerd entró en su dormitorio.

Pero no se acostó con ella. Se arrellanó en una silla junto a la ventana y se quedó en silencio. Presa de un extraño temor, la muchacha encendió la vela y se quedó mirándolo. Estaba palidísimo. Dianora permaneció en silencio y esperó.

—Estuve en la playa —dijo al fin Baerd en tono tranquilo—. Vi a una riselka.

Sabía que la cosa tenía que acabar así.

—¿La vio alguien más? —preguntó ella.

El muchacho negó con la cabeza. Se quedaron mirándose uno a otro. Dianora no acertaba a comprender cómo era que seguía tan tranquila apretando con fuerza la almohada entre las manos, y en medio de aquel silencio una verdad fue abriéndose camino en su conciencia, una verdad que debía de llevar ya acechando en su interior largo tiempo.

—Sigues aquí sólo por mí —dijo al fin.

Sus palabras no eran más que eso; no pretendía con ellas hacerle ningún reproche. Había visto una riselka.

El muchacho cerró los ojos.

—¿Lo sabías? —contestó tan sólo.

—Sí —mintió.

—Lo siento —añadió Baerd.

Dianora comprendió que a él probablemente le resultara todo más fácil si era capaz de ocultarle lo inesperado y doloroso que para ella era en realidad todo

aquello. Era un regalo que le hacía. Quizás el último que recibiera de ella en toda su vida.

—No te preocupes —musitó dejando caer las manos para que él las viera—. De verdad te comprendo.

Y, en efecto, lo comprendía, aunque sentía su corazón como un pájaro herido, incapaz de remontar el vuelo.

—La riselka… —empezó a decir él. Se detuvo. Sabía que se trataba de una vivencia única, realmente tremenda—. Lo deja todo bien claro —continuó el muchacho—. Es el cambio de vida que me ofrece la profecía. No tengo más remedio: he de marcharme.

Dianora vio que en sus ojos brillaba un destello de amor y pensó que debía ser fuerte; fuerte para ayudado a que la abandonara. «Hermano mío —pensó—, ¿vas a dejarme ahora?».

—Ya veo que lo deja todo bien claro —dijo al fin—. Comprendo que debes dejarme. Está escrito en las rayas de tu mano. —Tragó saliva. Era más duro de lo que había pensado—. ¿Y adónde piensas ir? —dijo. «Amor mío», añadió para sus adentros.

—He estado pensándolo —contestó Baerd enderezándose en su asiento.

Dianora observó que el muchacho extraía toda su fuerza de la serenidad que ella aparentaba y siguió fingiendo lo mejor que pudo.

—Me iré a buscar al príncipe —repuso al cabo.

—¿A quién? ¿A Alessan? ¡Si ni siquiera sabemos si está vivo! —replicó Dianora a su pesar.

—Corren rumores de que sí lo está —añadió el joven—. Según se cuenta, su madre se ha ocultado entre los sacerdotes de Eanna y ha enviado lejos al príncipe para su seguridad. Si nos queda alguna esperanza, si aún podemos seguir soñando con nuestro futuro y con Tigana, será gracias a Alessan.

—Apenas tiene quince años —musitó Dianora, incapaz de contenerse. «Lo mismo que tú —pensó—. Oh, Baerd, ¿adónde han ido a parar tus años mozos?».

A la luz de la vela el rostro del muchacho no parecía, ni mucho menos, el de un quinceañero.

—No creo que la edad cuente mucho —replicó el joven—. La tarea que me aguarda no será fácil ni llevará poco tiempo. Eso, si conseguimos llevarla a cabo. Cuando llegue el momento, tendrá más de quince años.

—Y tú también.

—Y tú —replicó Baerd—. Oh, Dia, ¿que será de ti?

Sólo su padre la llamaba así. Sorprendentemente aquel diminutivo estuvo a punto de hacerle perder el dominio de sí misma.

—No sé —respondió sacudiendo la cabeza—. Cuidaré de nuestra madre. Me casaré. Si soy prudente, con lo que tenemos no me faltará de nada. —De repente vio la expresión de su rostro y añadió—: No te preocupes, Baerd. Escúchame bien: ¡has visto una riselka! ¿Vas acaso a desafiar a tu destino y te vas a quedar a desescombrar la ciudad durante el resto de tu vida? Hoy día a nadie se le ofrecen alternativas demasiado halagüeñas, y mi suerte no será peor que la de los demás. Intentaré buscar algún modo de realizar mis sueños, como vas a hacer tú —añadió irguiendo con orgullo la cabeza.

En verdad era extraño, pensó al rememorar la escena al cabo de los años, que pronunciara esa frase precisamente aquella noche, como si también ella hubiera visto la riselka y, con la marcha de Baerd, hubiera quedado también claro su destino. Sola y yerta de frío como estaba en sus aposentos del saishan, no sentía tanta soledad ni tanto frío como sintió aquella última noche en Tigana. Baerd no gastó mucho tiempo, una vez conseguido su permiso para marcharse. Dianora se levantó y lo ayudó a hacer el hatillo. El muchacho no quiso llevarse ni una sola onza de plata. Su hermana le aparejó algo de comer, para que la primera jornada de aquel largo viaje no resultara demasiado penosa. Una vez en la puerta, en la oscuridad de la noche estival, se fundieron en un apretado abrazo, sin pronunciar palabra. Ninguno lloró, como si ambos supieran que habían pasado ya los tiempos de las lágrimas.

—Si el dios y la diosa nos aman —dijo Baerd—, volveremos a vernos. Pensaré en ti durante todos los días de mi vida. Te quiero, Dianora.

—Y yo a ti —respondió la muchacha—. No hace falta que te diga cuánto. Que Eanna ilumine tu camino y te traiga de regreso a casa.

No dijo más. No se le ocurría nada más.

Una vez que se hubo alejado, Dianora se sentó en la sala y tomó entre sus dedos un viejo chal de su madre. Permaneció contemplando la ceniza de aquel último fuego de la noche hasta que amaneció. Para entonces ya había echado raíces en su corazón el núcleo del cruel plan que luego pondría en práctica.

El plan que, al cabo de los años, la conduciría hasta donde ahora estaba, hasta aquel otro lecho solitario que ocupaba esta otra Noche de los Rescoldos, noche de trasgos y fantasmas, en la que no deberían haberla dejado sola.

Sola con sus recuerdos, con la conciencia de lo que había consentido que le ocurriera una vez en la isla, en la corte de Brandín y con Brandín mismo. Fue de esa manera como Dianora vivió en aquella Noche de los Rescoldos dos experiencias atroces.

La primera fue el recuerdo de su hermano, cuya figura veía primero flotando en las tranquilas olas de un mar dorado y desaparecer después con las cenizas de aquella chimenea casi apagada.

La segunda, consecuencia inexorable de la anterior, surgida aquel mismo año, muchísimo tiempo atrás, surgida del recuerdo, del sentimiento de culpa, del dolor lacerante que le causaba hallarse sola en el lecho justamente aquella noche… La segunda, en fin, era el resultado de aquella maraña de acontecimientos concatenados y venía a ser la resolución que tanto tiempo llevaba dilatando. Por fin había tomado una decisión. Los años no habían pasado en balde y ante ella se abría una línea de acción que no ignoraba debería haber seguido mucho antes. Hasta sus últimas consecuencias.

Allí estaba ahora, yerta de frío, irremisiblemente insomne, consciente de que aquel helor que sentía venía más de dentro de sí misma que del exterior. Sabía que en algún rincón del palacio Camena di Chiara estaba siendo sometido a tortura por intentar matar al tirano y liberar a su patria, y no se había arredrado, pese a saber que con aquello se jugaba la vida.

Precisamente en esos momentos debían de estar administrándole el tormento. Con el orgullo propio de todo profesional que se precie, el verdugo debía estar rompiéndole los dedos uno a uno, quebrándole los brazos y las piernas. Se ocuparía bien en llevar a cabo su cometido como debía. Lo haría con precaución, casi con solicitud, atento a los latidos de su corazón, para que, una vez que le hubiera partido el espinazo —que era siempre la última medida—, pudiera aún ser colgado vivo de una rueda y ser expuesto en el puerto, a la vista de todos, de suerte que, si había alguien dispuesto a imitado, supiera lo que le esperaba.

Dianora nunca hubiera creído que Camena tuviera tanto valor, ni que su corazón fuera capaz de tanto apasionamiento. Siempre le había hecho gracia y lo había considerado un tipejo afectado, envuelto en su manto de tres pliegues lo mismo en invierno que en verano; un artista, en definitiva, de poca monta, ansioso de medrar al amparo de la corte.

Ahora, sin embargo, era muy distinto. Desde esa tarde no había tenido más remedio que cambiar la imagen que de él se había hecho. Después de lo sucedido, ahora que su cuerpo había sido puesto en manos del verdugo y no tardaría en aparecer colgado de una rueda mortal, se le planteaba una pregunta que no era capaz de eludir, del mismo modo que no podía enterrar en su memoria el recuerdo de Baerd, más vivo ahora que nunca. ¿Cómo iba a librarse de aquella cuestión palpitante, tan desprotegida e insomne como estaba en aquellos momentos?

En su alma se había abierto camino una idea lacerante, como el viento gélido del invierno a través de las rendijas de las puertas. ¿Qué había hecho de ella el gesto de Camena?

¿En qué se había convertido el proyecto que aquella chiquilla de dieciséis años había trazado, con el corazón henchido de orgullo, la noche misma en que su hermano abandonó el hogar de sus antepasados, la noche en que éste vio a la riselka mientras paseaba por la playa a la luz de la luna, y decidió salir en busca de su príncipe?

Conocía perfectamente la respuesta a aquella pregunta. ¿Cómo iba a ignorada? Sabía cuál era el nombre que mejor le cuadraba. Todos los calificativos que venían a su mente la escocían como cuando se aplica vino a una herida sangrante. Y, quemándose por dentro, aunque por fuera se sintiese temblar, Dianora se esforzó una vez más por dominarse y emprender el penoso viaje, nunca concluido, que la llevaba desde el otro extremo del palacio, donde dormía el soberano de Ygrath, hasta el fondo de su corazón.

Pero aquella noche todo fue muy distinto. De un modo u otro las cosas habían cambiado irremisiblemente a causa de lo ocurrido por la tarde, de la claridad meridiana de su comportamiento en la Sala de Audiencias. Una vez aceptado ese hecho, Dianora empezó a sentir cómo su corazón se alejaba, lenta y dolorosamente, del calor del amor que antes la inflamaba. Cómo volvían a arder otros fuegos largo tiempo apagados: los de su hogar; los de la ciudad en llamas, los del palacio incendiado, los de un país entero destruido por el incendio.

Y, por supuesto, en aquel fuego abrasador no hallaba el menor alivio. ¿Y cómo iba a encontrarlo? Lo único que hacía era recordarle quién era ella y el objetivo que traía cuando llegó hasta allí.

Y así, en medio de las tinieblas de una Noche de los Rescoldos, cuando todas las puertas y ventanas del país se cerraban para proteger a sus habitantes de los muertos y la magia del campo, Dianora se repitió la vieja cantilena:

Un hombre ve a la riselka:

su vida ha de cambiar.

Dos hombres ven a la riselka:

uno debe morir.

Tres hombres ven a la riselka:

la vida de uno cambia, la de otro acaba, bendito es el tercero.

Una mujer ve a la riselka:

claro está su destino.

Dos mujeres ven a la riselka:

una parirá un hijo.

Tres mujeres ven a la riselka:

claro está el destino de una, otra parirá un hijo, bendita es la tercera.

«Cuando amanezca —se dijo a sí misma abrumada por aquel galimatías de sentimientos encontrados—. Cuando amanezca empezará todo, como debería haber empezado y acabado todo hace ya muchos años».

La Tríada sabía qué doloroso, qué imposible le había resultado tomar una decisión, qué difícil y engañoso se le había antojado el sueño de hacer que las cosas casaran y salieran al gusto de todos. Pero ahora al fin estaba segura de algo: lo único que le había hecho falta era tener un punto claro en aquel tortuoso sendero hacia la traición al que, por lo visto, la conducía el destino y de labios del propio Brandín había escuchado lo claro que lo tenía.

En cuanto amaneciera empezaría todo.

Mientras tanto podía seguir allí, insomne y sola, como había permanecido otra noche muchos años atrás, en la sala de su casa, que ahora recordaba.