Dianora aún podía recordar el día en que había llegado a la isla.
Aquella mañana de otoño soplaba una brisa muy parecida a la del presente día de primavera. Por el cielo, de un intenso azul, cruzaron unas cuantas nubes, empujadas por el mismo viento que condujo la Nave del Tributo hasta el puerto de Chiara. Más allá de éste, en las afueras de la ciudad, las estribaciones de los montes deslumbraban con los abigarrados colores del otoño. Las hojas mostraban una infinita gama de tonalidades distintas, que iban del rojo al dorado, pasando por el verde. ¡Qué bien lo recordaba!
También el aparejo de la Nave del Tributo era rojo y dorado, los colores de fiesta de los ygrathios. Entonces lo ignoraba, pero tiempo había tenido desde aquel día para enterarse. Se situó en la proa de la nave para contemplar por vez primera el esplendor del puerto de Chiara. Aquél era el muelle desde el que los grandes duques solían lanzar un anillo al agua; desde allí había saltado Letizia a rescatarlo y había recibido en premio la mano del duque. Aquélla fue la primera ocasión en que se celebró el Salto del Anillo, proeza que se convertiría en símbolo del orgullo y la fortuna de Chiara hasta que, siglos más tarde, la hermosa Onestra cambió el final de la historia y se suspendió la prueba para siempre. Pese al tiempo que llevaba sin celebrarse, todas las criaturas de la Palma conocían la leyenda. Las niñas de todas las provincias jugaban a zambullirse en busca del anillo para luego emerger, con la piel y el cabello resplandecientes por el agua, dispuestas a casarse con un maravilloso duque de fantasía.
Desde la proa de la Nave del Tributo, Dianora contempló el puerto y el palacio, y más allá la majestuosa silueta del Sangario, coronado de nieve. Los marineros de Ygrath no se atrevieron a turbar su silencio. Desde que el barco había salido a alta mar, se habían mostrado muy gentiles con ella, permitiéndole incluso situarse en el castillo de proa para observar el panorama a medida que iban acercándose a la isla. Siempre trataban bien a las mujeres a las que consideraban realmente dignas de ser elegidas para el saishan. El capitán capaz de traer una prisionera con posibilidades de convertirse en favorita de Brandín, podía labrarse una espléndida carrera en la corte del tirano.
Ahora, sentada en el balcón del saishan, protegida por una artística celosía de las miradas curiosas de los desocupados que llenaban la plaza, Dianora contemplaba las banderas de Chiara e Ygrath ondeando al viento primaveral. Recordó que cuando llegó a Chiara también soplaba el viento, pero entonces lo tenía de espaldas y hacía que su larga cabellera le cayera desordenada sobre el rostro. Se vio a sí misma al pie de las velas multicolores contemplando las frondosas colinas que rodeaban al altivo Sangario; debajo se extendía el mar, azul y blanco de espuma, y por encima de su cabeza tenía el esplendor del cielo y las caprichosas formas de las nubes. ¡Cómo contrastaban el tumulto y el caos de la gente del puerto con la serenidad y la grandeza del palacio ducal! Las aves revoloteaban en torno a los tres palos de la Nave del Tributo, lanzando graznidos. Por oriente, el sol resplandecía en el horizonte y en las aguas del mar. ¡Qué mundo tan vibrante! Con el nuevo día venía la promesa de otra vida, espléndida de gloria y hermosura.
Hacía más de doce años de aquello. Contaba por entonces veintiuno, y en su corazón, cual si fueran dos de las serpientes de Moriana, se enroscaban el odio y una intención secreta.
La habían escogido para el saishan.
Las circunstancias de su apresamiento habían sido como una premonición y efectivamente, cuando la condujeron a presencia de Brandín, los famosos ojos grises del tirano clavaron en ella una mirada de satisfacción. Llevaba un vestido de seda, aún lo recordaba, de un color claro, elegido a propósito para resaltar su cabellera oscura y sus ojos castaños.
Estaba segura de que iba a resultar escogida. Pese a los cinco años que llevaba ansiando aquel momento, no sintió ninguna alegría ni tampoco se apoderó de ella el miedo al considerar que, de ser elegida, nunca más podría volver a traspasar las puertas y los muros del saishan, que se cerrarían definitivamente para ella. Tenía su odio y su intención secreta, y fuera de aquello nada más le importaba.
O al menos eso pensaba a los veintiún años. Pese a todo lo que había vivido ya hasta entonces, se decía Dianora doce años después, sentada ante su balcón, ¡qué poco conocía de las cosas que más importan a una mujer!
Aparte del viento, lo cierto era que hacía un poco de fresco junto al mirador. Aunque los Días de los Rescoldos se estaban echando encima sin que nadie se diera cuenta, apenas habían empezado a brotar las flores en los valles y en las laderas del monte; la verdad era que, por muy al norte que se encontrara la isla, la primavera se estaba retrasando demasiado.
¡Qué distinto era todo en su tierra!, se dijo Dianora. A veces todavía quedaba nieve en los montes del sur cuando pasaban los Días de los Rescoldos de primavera.
Sin siquiera volverse, la dama levantó una mano. Al instante su eunuco le sirvió una taza humeante de khav de Tregea. Como solía decir Brandín en privado, había que seleccionar con cuidado a qué productos se imponían restricciones comerciales y aduaneras; de lo contrario la vida era un auténtico suplicio. El khav era uno de los bienes que se libraban de esas restricciones. Sólo en palacio, claro. Fuera de los muros de éste se bebían únicamente los productos, de inferior calidad, procedentes de Corte o de la neutral Senzio. En una ocasión llegó una delegación comercial de esta provincia y unos cuantos mercaderes de khav intentaron persuadido de la excelente calidad de la cosecha de aquel año. Para demostrarlo, le ofrecieron una tacita. «¡Qué neutro es todo lo vuestro! —había respondido Brandín mientras saboreaba la infusión—. Tan neutro, que casi ni se nota su presencia».
Los mercaderes se retiraron consternados y pálidos, intentando en vano descifrar el significado profundo de aquellas palabras. Más tarde Dianora comentaría a Brandín el tiempo que habían pasado los senzianos en aquella ingrata tarea. El tirano se echó a reír. ¡Qué bien había sabido siempre entretenerlo, incluso cuando era demasiado joven e inexperta para hacerlo a propósito!
Aquello le recordó que esa mañana la servía un eunuco joven, pues Scelto había bajado a la ciudad a comprar el vestido para la recepción que iba a tener lugar esa misma tarde. El que ahora la servía era uno de los nuevos castrados, enviado desde Ygrath para reforzar la servidumbre del saishan de la colonia, que cada vez adquiría más importancia.
Se lo veía ya experimentado. Por crueles que fueran los métodos de Vencel, no podía negarse su efectividad. Decidió no decirle que el khav no estaba lo bastante fuerte. Seguramente el pobre muchacho quedaría desolado y con eso sería peor el remedio que la enfermedad. Ya hablaría directamente con Scelto para que se ocupara de arreglarlo todo. Vencel no tenía por qué enterarse.
Resultaba conveniente que algún castrado sintiera por ella agradecimiento y no sólo temor. El terror se producía solo. Bastaba tener presente el rango que ostentaba dentro del saishan. La gratitud y el afecto eran algo distinto. Era ella personalmente quien debía inspirarlo.
Esta primavera iba a hacer ya doce años y medio, pensó otra vez inclinándose hacia delante para observar mejor a través de la celosía los preparativos que estaban realizándose en la explanada para recibir a Isolla de Ygrath. A los veintiuno, pensó, debía de haber estado en el apogeo de su belleza. Según creía recordar, ni a los quince ni a los dieciséis había poseído aquella gracia. Su familia ni siquiera se había molestado en ocultarla a los ojos de los soldados ygrathios.
A los diecinueve había empezado a cambiar la cosa, aunque para entonces ya había abandonado su país e Ygrath no suponía peligro alguno para los habitantes de Certando, que estaba bajo el dominio de Barbadior. O por lo menos así era en la mayoría de los casos, se corrigió al recordar —aunque no le hiciera ninguna falta, pues siempre lo tenía presente—, que en el saishan ella era Dianora di Certando, y al otro lado de palacio, en la alcoba de Brandín, también se llamaba así.
Ahora había cumplido ya los treinta y tres y, sin saber cómo, del mismo modo absurdo en que habían ido pasando los años, se había convertido en uno de los grandes personajes de palacio, y ser influyente en palacio significaba serlo en toda la Palma. Dentro del saishan únicamente Solores di Corte podía jactarse de tener acceso frecuente a Brandín, pero Solores era seis años mayor que ella, uno de los primeros frutos capturados por la Nave del Tributo.
Incluso ahora le resultaba a veces demasiado increíble todo aquello. Los eunucos jóvenes se echaban a temblar en cuanto notaban que los miraba de reojo. Los cortesanos, tanto si procedían de Ygrath como si eran naturales de alguna de las cuatro provincias de la Palma regidas por Brandín, buscaban su consejo y su apoyo ante el tirano. Los músicos le escribían canciones, los poetas le recitaban versos y componían odas loando hiperbólicamente su hermosura y su buen juicio. Los ygrathios la comparaban con las hermanas de su dios, los chiarenos con la legendaria Onestra antes de realizar el último Salto del Anillo por el gran duque Cazal, si bien la totalidad de los vates detenía la comparación en el momento del salto, sin recordar sus trágicas consecuencias.
Después de escuchar una de esas demostraciones de virtuosismo adjetival por parte de Doarde, comentó con Brandín, durante una cena en privado, que una de las cosas que diferenciaban a hombres y mujeres era que, cuando eran ellos los poderosos, los hombres se volvían atractivos, mientras que, cuando lo era una mujer, la única cosa que resultaba atractiva era elogiar su belleza.
Brandín se quedó pensativo al oír sus razones e inclinando ligeramente la cabeza se puso a acariciarse la barba. Dianora no ignoraba que aquel comentario resultaba un tanto atrevido, pero para entonces ya conocía demasiado bien a su señor.
—Dos preguntas nada más —dijo Brandín, tirano de la Palma Occidental, tomando entre las suyas la mano que ella había posado con indolencia encima de la mesa—. ¿Crees que tienes poder, Dianora mía?
La pregunta no la pilló desprevenida.
—Sólo gracias a ti, mi señor, y sólo durante el corto tiempo de que dispongo antes de envejecer y de que tú dejes de permitirme acompañarte. —Sus últimas palabras eran una pequeña pulla dirigida a Solores, aunque con bastante discreción, se dijo—. Lo cierto es que, mientras sigas mandándome llamar, toda la corte creerá que gozo de poder y los poetas dirán que soy la más hermosa de las mujeres. Más hermosa que la diadema de estrellas que corona la convexidad del mundo… o como fuera aquello.
—«La curvada diadema», creo que decía exactamente —la corrigió Brandín con una sonrisa.
Ahora le tocaba recibir algún piropo, pensó la favorita, pues él nunca los escatimaba. Su mirada, sin embargo, era franca y directa. Por fin dijo:
—Y aquí va la segunda pregunta. ¿Te resultaría atractivo si no fuera por el poder que poseo?
Aquello, recordaba ahora, sí que casi la había cogido de sorpresa. La pregunta no podía ser más inesperada. Además, había caído demasiado cerca del punto en que,
por muy aletargadas que estuvieran, anidaban aquellas dos serpientes que le atenazaban el corazón.
Dianora había bajado los ojos y los había clavado en sus manos enlazadas. «Igual que las serpientes», se había dicho, pero al instante había rechazado la idea. Ladeó la cabeza y se quedó mirándolo de soslayo, con aquella expresión de sagacidad que sabía tan de su agrado. Dijo por fin simulando sorpresa:
—Ah, ¿pero tú tienes poder aquí? No me había percatado.
Brandín soltó una sonora carcajada. Ella sabía que los guardias apostados a la puerta de la alcoba los estarían escuchando. En Chiara todo el mundo hacía comentarios; la isla se alimentaba de chismes y cotilleos. Aquella noche tenían un rumor más con el que deleitarse. No era ninguna novedad, por otra parte. Aquellas carcajadas no venían sino a confirmar por enésima vez el gran placer que hallaba Brandín de Ygrath en la compañía de su Dianora.
Aún sonriente, la condujo al tálamo contagiándole su buen humor y hasta su risa franca. El monarca satisfizo sus instintos sin prisas, recurriendo a los múltiples medios que había sabido enseñar a su concubina a lo largo de tantos años de vida en común. Los de Ygrath estaban muy versados en ese tipo de placeres, y al fin y al cabo Brandín seguía siendo, por encima de cualquier otra cosa, rey de Ygrath.
¿Y ella? Iluminada por el sol primaveral, Dianora cerró los ojos y se recreó en el recuerdo de su cuerpo, su corazón y su mente rebelándose a los dictados de su alma no sólo aquella noche, sino muchas otras anteriormente, durante muchos años, hasta llegar al presente día, en que todo su ser sentía una necesidad desesperada de tener cerca a su amante.
A Brandín de Ygrath, a quien estaba decidida a matar cuando había llegado hasta Chiara hacía exactamente doce años, con aquellas dos serpientes enroscadas en el corazón, por haber reducido a Tigana, su país natal, al estado de postración en el que ahora se hallaba.
Si es que podía seguir llamándose país a aquella tierra que él había asolado, incendiado y diezmado, arrebatándole incluso el sonido de su propio nombre. Del nombre que ella misma llevaba.
Porque era Dianora di Tigana bren Saevar. Su padre había caído en la segunda batalla del Deisa, empuñando una espada y no el cincel propio de su oficio de escultor. Su madre había perdido el juicio a resultas de la brutal ocupación que siguió a la derrota militar, y su hermano, que tenía exactamente los mismos ojos y el mismo color de pelo que ella, a quien había amado por encima incluso de su propia vida, se había visto obligado a exiliarse y perderse en la vastedad del mundo. ¡Y cuando tomó aquella decisión contaba apenas quince años!
Dianora no sabía qué había sido de él. Ignoraba si vivía o si había muerto, o si se había limitado a poner tierra por medio entre él y su península, otrora tan ufana y
ahora sometida al poder de los tiranos, dividida en provincias a cual más decadente. ¡Y por si fuera poco, el nombre de la más orgullosa de aquellas provincias había sido eliminado de la memoria de la gente!
Brandín era el causante de todo aquello, y ella había pasado infinidad de noches entre sus brazos, años y años durmiendo con él, víctima de una pasión lacerante, de un deseo incontrolable que sólo se saciaba cuando recibía la llamada del tirano. Su voz significaba para ella conocimiento, ingenio y gracia, agua fresca en medio de la sequía de su vida. Su risa, cuando se decidía a dar rienda suelta a su buen humor, cuando ella lograba provocársela, era como el bendito sol que logra abrirse paso entre las nubes. Sus ojos, en fin, tenían el color inquietante e indescifrable del mar iluminado por la luz fría de un amanecer de otoño o primavera.
Entre las viejas leyendas de Tigana había una que contaba cómo Adaón se había levantado una mañana del agua gris del mar y había ido en busca de Micaela para yacer con ella sobre la larga y oscura curva de la playa. Dianora conocía la historia tan bien como su propio nombre; su verdadero nombre.
Sabía asimismo otras dos cosas con toda claridad: que su hermano o su padre le habrían quitado la vida con sus propias manos, si hubieran visto en lo que se había convertido, y que ella misma habría aceptado aquel final cruel de su existencia, consciente de ser merecedora de tal destino.
Pero su padre había muerto. Su corazón se estremeció ante la sola idea de que su hermano hubiera podido correr una suerte pareja, aunque la muerte le habría ahorrado el dolor extremo de ver hasta qué punto había llegado su Dianora. Ésta no pasaba ni una sola mañana sin rezar a la Tríada, y en especial a Adaón de las Olas, rogando que lo guardaran vivo y a salvo allende los mares, en donde no pudiera recibir noticias de una tal Dianora de ojos oscuros, lo mismo que los suyos, que ocupaba el puesto de favorita en el saishan del tirano.
A menos, replicó la silenciosa voz de su corazón, a menos que llegara el día en que por fin hallara fuerzas para llevar a cabo una acción tal que, haciendo olvidar todo lo sucedido hasta entonces en la isla, haciendo olvidar que cada noche enlazaba sus brazos al cuello de Brandín y gritaba de pasión al sentir sus deseos satisfechos, devolviera a la vida, a las gargantas y a los oídos de los hombres, mujeres y niños de toda la península, cierto nombre perdido, cuyos ecos, traspasando las fronteras de la Palma y Quilea, llegaran hasta los confines más remotos del mundo.
El nombre de Tigana se había perdido, sí, mas, si las diosas y el dios así lo permitían, si aún sabían lo que era la ternura o la misericordia, no sería para siempre.
Y quizás un día —tal era el sueño que la asaltaba todas las noches que dormía sola, en cuanto Scelto salía de su cuarto y apagaba la vela, después de untar su piel con perfumes y aceites—, quizás un día hallara el modo de conseguir que su hermano milagrosamente oyera el nombre de Tigana pronunciado de labios de un extraño, en un mundo remoto, en la corte de algún reino lejano o en cualquier mercado exótico, y se enterara así, con el corazón —aquel corazón que ella conocía tan bien— a punto de estallarle en el pecho por la alegría, de que aquel nombre amado había vuelto a la vida por obra suya.
Para entonces ella habría muerto ya, no le cabía la menor duda. En lo tocante a la muerte de Stevan, el rencor de Brandín seguía tan vivo como el primer día. Aquélla era la única estrella que se había puesto en sus vastos dominios. ¿Pero qué importancia tenía la muerte, si el nombre de Tigana era así restaurado y su hermano vivía para saber que había sido ella, ella y Brandín, los que…? Brandín había de comprender que bien se merecía su amada un gesto como ése de su parte, después de haberle perdonado la vida durante tanto tiempo, después de tantas noches de amor apasionado en que, pudiendo hacerlo, no lo había asesinado mientras dormía confiado a su lado.
Tal era el sueño de Dianora. Solía despertarse sobresaltada, con las mejillas húmedas y frías de tanto llorar, excitada por aquellos sentimientos tan profundos e intensos. Nadie había sido testigo de sus lágrimas excepto Scelto, la persona en quien más confiaba de cuantas conocía.
Sintió los pasos ligeros del eunuco que entraba en su aposento y se dirigía sigilosamente al balcón. No había nadie en el saishan que se moviera como lo hacía Scelto. De todos era sabida la tendencia que tenían los castrados a la indolencia y al exceso en las comidas, sucedáneo evidente de otros placeres que les estaban vedados. Pero no era ése el caso de Scelto. Seguía tan esbelto como la primera vez que lo había visto y no desdeñaba realizar los encargos que los demás castrados intentaban evitar a toda costa: salía a hacer recados por las empinadas calles de la ciudad, sin importarle el hecho de tener que trasladarse a las afueras y subir a las aldeas situadas junto a la falda del monte Sangario, para comprar unas simples hierbas benéficas o unas sencillas flores silvestres con las que adornar los aposentos de su señora.
Parecía no tener edad, aunque, desde luego, ya no debía de ser un niño cuando Vencel se lo había asignado. Dianora le calculaba unos sesenta años. El día en que Vencel muriera —cosa harto difícil de imaginar, por cierto—, lo más probable era que fuese Scelto quien lo sucediera al frente del saishan.
Nunca habían hablado de aquel asunto, pero Dianora estaba convencida de que el buen hombre habría estado dispuesto a renunciar a un cargo tan ventajoso, si ello hubiera significado tener que separarse de ella. También sabía —y eso era quizá lo que más la emocionaba—, que habría hecho lo mismo incluso en caso de que Brandín hubiera dejado por completo de convocarla a su dormitorio, y se hubiera convertido en un miembro más del saishan, una de tantas olvidadas, sin influencia ya y cargada de años.
Aquélla era otra de las cosas que nunca habría creído que pudieran pasarle, cuando el odio la había traído una tarde de otoño hasta el puerto de Chiara en la Nave del Tributo. ¿Quién había de decirle que iba a encontrar la amabilidad y las atenciones de un buen amigo en aquella ala del palacio en la que las mujeres debían aguardar la llamada de su señor entre unos hombres que habían perdido la virilidad?
Scelto se acercó un poco más y carraspeó ligeramente anunciando su presencia.
—¿Verdad que es horrible? —murmuró sin siquiera volverse a mirarlo.
—Desde luego —respondió Scelto acercándose un poco.
Dianora lo miró de soslayo y sonrió al contemplar su cabeza cana, sus labios finos y su nariz ganchuda, terriblemente mutilada. «Pasó hace mucho tiempo», le había contestado cuando le había preguntado por ella. Una reyerta con otro hombre a causa de una mujer, allá en Ygrath, a raíz de la cual su contrincante había perdido la vida. El sujeto en cuestión resultó ser un noble y a él no le perdonaron su osadía. Aquella desgracia le costó ser horriblemente mutilado y perder la libertad. La historia produjo en Dianora una honda impresión, mucho más profunda de lo que dejó traslucir. Por otra parte, recordó haber pensado a posteriori, todo aquello suponía para ella una gran novedad, mientras que para Scelto era toda una vida, algo sucedido muchos años atrás, y a lo que, sin duda, había acabado por acostumbrarse.
El hombre extendió ante ella el magnífico vestido de color escarlata que había ido a recoger a la ciudad. La sonrisa del servidor venía a confirmarle que había hecho bien en insistir a Vencel para que le proporcionara el dinero necesario para adquirir una prenda tan bella. Sabía que más tarde el jefe del saishan le pediría algún favor a cambio, pues siempre hacía lo mismo, pero así era como funcionaban las cosas en aquella ala del palacio y, a la vista de aquella obra tan magnífica, no se podía quejar.
—¿Qué se pondrá Solores? —preguntó.
—Hala no me lo ha querido decir —murmuró Scelto compungido.
Dianora no pudo por menos que echarse a reír al ver el gesto que ponía su servidor.
—Estoy segura de que intentó guardar el secreto —comentó—. Pero dime, venga, ¿qué va a ponerse?
—Un traje verde —repuso Scelto sin poder aguantarse—, de talle alto y sin escote, con unos grandes pliegues a la altura de las caderas. Sandalias doradas y luego un montón de oro por todas partes. El cabello lo llevará recogido en un moño alto, claro. Va a ponerse unos pendientes nuevos.
Dianora volvió a echarse a reír. Scelto se permitió esbozar una sonrisita de satisfacción.
—Me he tomado la libertad —añadió— de comprar otra cosita, aprovechando que estaba en la ciudad.
Metió la mano en uno de los pliegues de su túnica y le mostró una cajita. Dianora la abrió y se quedó atónita al contemplar la gema que había en su interior. La luz que penetraba a través de las celosías la hacían brillar como si fuera una tercera luna, comparable a Vidomni e Ilarion, el astro azul.
—Pensé —comentó el eunuco— que con este vestido te sentaría mejor que cualquier otra joya que a Vencel se le ocurriera sacar del tesoro del saishan.
—Es hermosísima, Scelto —murmuró Dianora sacudiendo la cabeza, maravillada—. ¿Pero podemos permitimos un gasto tan grande? ¿Tendré que pasarme sin chocolate toda la primavera y el verano que viene?
—¡No sería mala idea! —replicó el eunuco haciendo caso omiso de sus primeras palabras—. ¡Te has comido ya dos onzas mientras he estado fuera!
—¡Scelto, basta ya! ¡Tú sigue espiando a Solores y entérate bien en qué gasta sus chiaros! De acuerdo, puede que yo también tenga mis gustos y mis placeres particulares, pero, que yo sepa, ninguno tiene nada de malo. ¿Crees acaso que he engordado?
El anciano arqueó las cejas.
—¿Qué quieres que te diga? —respondió al fin de mala gana.
—Pues piensa en una respuesta convincente —contestó Dianora haciéndole un desplante—. Mientras tanto, te diré que el muchacho se ha portado bastante bien esta mañana. Bueno, excepto en lo tocante al khav. Estaba demasiado flojo. ¿Harás el favor de explicarle cómo me gusta?
—Ya lo hice. Le dije que lo hiciera flojita.
—¿Qué has dicho? Scelto, desde luego …
—Es que tomas demasiado khav. Siempre haces lo mismo al acabar el invierno, debido acaso al cambio de tiempo, de suerte que, con la llegada de la primavera, te cuesta trabajo conciliar el sueño. ¡Sabes perfectamente que tengo razón! ¡Así que o tomas menos khav o lo tomas más flojo! Mi obligación es velar por tu descanso y porque duermas tranquila.
Dianora permaneció un instante sin saber qué decir.
—¡Tranquila! —acertó al fin a exclamar—. ¡Menudo susto debí de darle a la criatura! ¡Qué horrible trance!
—Ya me ocupé yo de advertirle lo que debía decir —replicó Scelto con absoluta calma—. Debía echarme a mí la culpa.
—¡Vaya! ¿Y qué habría pasado si yo se lo hubiera explicado todo a Vencel directamente? ¡Oh, Scelto, habría dejado morir de hambre al pobre muchacho!
El ligero carraspeo de Scelto venía a significar que dudaba mucho que su señora se hubiera aventurado a dar semejante paso. Su expresión denotaba tal sagacidad que Dianora no fue capaz de reprimir la risa.
—Muy bien —dijo al fin en tono jocoso—. Tomaré menos khav, pero que sea bien fuerte, Scelto. Si no, ¿a qué tomarlo? Por lo demás, no creo que sea el khav lo que me quita el sueño. Sencillamente es que el tiempo no me deja dormir.
—Entraste en el saishan en primavera —murmuró el servidor y todas las mujeres se muestran intranquilas cuando vuelve la estación en la que entraron en el saishan… —Vaciló antes de añadir—; Yo, señora, no puedo hacer nada al respecto, pero creo que el khav no viene sino a agravar la situación.
Sus ojos castaños expresaban la preocupación que lo embargaba y el afecto que sentía por su ama.
—No tengas cuidado —replicó ésta.
El eunuco sonrió.
—¿Y quién, si no, iba a preocuparse por ti?
Se produjo un breve silencio. Dianora se quedó escuchando los rumores procedentes de la plaza.
—Hablando de preocupaciones —dijo Scelto esforzándose visiblemente por cambiar de conversación—, quizás estemos prestando demasiada atención a lo que Solores hace o deja de hacer. Tal vez deberíamos fijamos un poco más en la joven esa de los ojos verdes.
—¿En Lassica? —exclamó Dianora con asombro—. ¿A santo de qué? Brandín no la ha convocado a sus aposentos ni una sola vez y lleva ya aquí más de un mes.
—Exacto —repuso Scelto e hizo una pausa con el único afán de despertar la curiosidad de su señora.
—¿A qué te refieres, Scelto?
—Hmm, según me ha contado Tesio, el encargado de sus cuidados, no ha conocido en todo el saishan a otra mujer con un… control de su cuerpo como el suyo, ni con… una capacidad semejante para disfrutar del amor.
El visible sonrojo del eunuco al pronunciar esta frase hizo patente a su señora la crudeza de sus palabras. Era habitual entre las habitantes del saishan, aparte de otras costumbres aún más retorcidas, utilizar a los castrados para saciar sus apetitos insatisfechos, pues solía pasar mucho tiempo sin que las convocaran a pasar la noche en el otro extremo del palacio.
Dianora nunca había hecho a Scelto ese tipo de requerimiento. La sola idea le producía escalofríos. Era una especie de insulto a sí misma. A menudo le venía a la memoria que el hoy castrado había sido otrora un hombre en toda regla que había matado a otro a causa de una mujer. Pese a lo estrecho de sus relaciones durante los
últimos años, éstas nunca habían discurrido por unos derroteros tan resbaladizos. Resultaba extraña, pensó, e incluso cómica la timidez que llegaba a apoderarse de ambos ante la sola mención de semejantes prácticas, y la Tríada sabía lo habituales que eran en el ambiente cerrado del saishan.
Dianora volvió la vista hacia la ventana y se puso a contemplar a través de la celosía el panorama abigarrado de la plaza, dando así tiempo a Scelto de serenarse. Con todo, el chismorreo aquel le resultaba divertido. Se puso incluso a pensar cuál sería el momento y el modo más conveniente de referírselo a Brandín.
—Amigo mío —dijo al fin—, puede que me conozcas bien, pero te aseguro que yo también conozco perfectamente a Brandín. —Y se quedó mirando por un instante al eunuco—. Es más viejo que tú, Scelto; debe de haber cumplido ya los sesenta y cinco y, por motivos que no llego a comprender del todo, piensa vivir en la Palma, según me ha dicho, otros sesenta años más o menos. Ni toda la brujería del mundo le permitiría prolongar la vida tanto tiempo si Lassica es, en efecto, tan… excepcional como pretende Tesio. Esa chica acabaría con él, por mucho gusto que le diera, en un par de años como máximo.
Scelto volvió a ruborizarse y miró de soslayo, por si había alguien cerca. Estaban solos. Dianora se echó a reír, en parte debido a lo cómico de la situación, aunque en parte también para ocultar la pena que sentía cada vez que había de mentir de aquella forma. Siempre, en definitiva, que había de esconder aquel único secreto que ocultaba a Scelto. El único secreto que importaba.
Por supuesto que conocía las razones que obligaban a Brandín a permanecer en la Palma y a hacer uso de su hechicería para prolongar su vida en aquel país que, sin duda alguna, constituía para él una especie de doloroso destierro.
Debía esperar a que murieran todos los que hubieran nacido en Tigana.
Sólo cuando hubieran muerto todos, podría abandonar la tierra en la que su hijo había hallado la muerte. Sólo entonces la tremenda venganza que deseaba tomar se vería definitivamente cumplida, pues no podía quedar sobre la faz del mundo nadie que guardara memoria cierta de lo que había sido Tigana antes de su caída, nadie que recordara a Avalle de las Torres, las canciones, relatos y leyendas que hablaran de ella, toda la historia, en fin, de aquel malhadado país.
Sólo entonces habría desaparecido para siempre. Setenta u ochenta años bastarían para conseguir un olvido que en otros casos habría costado milenios, pues muchas culturas del pasado seguían siendo hoy día un nombre pronunciado con dificultad, o un título pomposo —el de emperador del Universo, por ejemplo—, descifrado al cabo del tiempo por los sabios en un viejo cascote. De Tigana no quedaría ni eso.
Brandín volvería a su país dentro de sesenta años. Para entonces ella habría muerto ya y también lo habrían hecho todos los tiganeses más jóvenes que ella, los nacidos en el año de la conquista, los últimos herederos de Tigana, los últimos niños que aún podrían oír y pronunciar el nombre de la tierra que los había visto nacer.
Brandín se daba ochenta años de plazo para conseguir su propósito. Tiempo más que suficiente, teniendo en Cuenta la longevidad media de los habitantes de la Palma.
Ochenta años de olvido. Ochenta años para eliminar definitivamente cualquier vestigio de Tigana. Los libros, las pinturas, los tapices, las estatuas, la música: todo había desaparecido. Todo había sido destruido, aplastado o incendiado el año mismo en que había caído derrotado Valentín, cuando Brandín se precipitó sobre el país con la furia del padre que ha perdido a su hijo, provocando en sus víctimas el odio al invasor.
Aquél había sido el año más doloroso en la vida de Dianora, pues había sido testigo de la destrucción de todo el esplendor y la hermosura que antaño había dado de sí su tierra natal. Debía de contar por entonces quince o dieciséis años, y era demasiado joven para entender del todo la envergadura de aquella catástrofe. Había sentido, sí, la muerte de su padre y el aniquilamiento de sus obras, producto de sus manos y su paciente laboriosidad. Había sentido igualmente la muerte de muchos amigos y conocidos, víctimas de aquella brutal represión, y el espanto que se apoderó de la ciudad. Lo que, sin embargo, no pudo entender en aquellos momentos fueron las gravísimas consecuencias que aquel horror iba a tener en su futuro.
Muchas personas perdieron la razón en aquel año. Otros huyeron con sus hijos intentando rehacer sus vidas lejos de los incendios que pretendían reducir a cenizas su memoria; lejos de los martillos que destrozaban las estatuas de los príncipes que adornaban los pórticos del Palacio del Mar. Algunos huyeron tan lejos por las galerías de su mente que acabaron perdiendo el juicio. Eso es lo que le ocurrió a su madre.
Ahora, muchos años más tarde, Dianora estaba sentada en el balcón del palacio de Chiara. Clavó su vista en Scelto y comprendió por la expresión preocupada de su rostro que había permanecido demasiado tiempo en silencio. A sus labios asomó una sonrisa forzada. Llevaba ya muchos años en aquel lugar y había aprendido a disimular a la perfección. A sonreír incluso cuando era necesario. Hasta a Scelto, pese a lo mucho que le dolía engañarlo, y sobre todo a Brandín, a quien, desde luego, tenía que engañar si no quería morir.
—Lassica no me preocupa en absoluto —dijo al fin, reanudando la conversación como si nada hubiera pasado.
Y de hecho no había pasado nada. No eran más que recuerdos, viejos recuerdos que acudían a su mente. Nada de peso, nada que significara algo especial para el resto del mundo, nada que le importara a nadie. Sólo un deseo.
—Es demasiado poco inteligente para saber divertirlo, y demasiado joven para relajarlo como sabe hacer Solores —comentó dejando oír su risa argentina—. No obstante, me alegro de que me lo hayas contado. Ya veré yo la manera de utilizar tus informaciones. Dime, ¿está ya Tesio harto de servirla? ¿Crees que debo insinuar a Vencel que le asigne un criado más joven? ¿O quizá mejor varios?
Consiguió hacerle sonreír y ruborizarse a un tiempo. Siempre ocurría lo mismo. Cuando lograba hacerle reír, era como si el viento disipara las nubes y dejara ver de nuevo el claro cielo primaveral.
Cuánto le habría gustado a Dianora saber arrancar esas risas dieciocho años antes a su madre y a su hermano. ¡Cuánto tiempo había pasado! ¡Y qué difícil resultaba entonces reír! ¿Quién habría podido reírse? El cielo azul no era más que una burla ante la envergadura de la catástrofe sufrida.
Vencel —cuya obesidad crecía de día en día, tal como comprobó Dianora— aprobó los atuendos de Solores, Nesea, Quilmene y el suyo propio. Sólo ellas cuatro eran consideradas dignas de asistir a la recepción que iba a celebrarse en la Sala de Audiencias, en atención al conocimiento que tenían demostrado de la etiqueta y el protocolo propios de un acto oficial. Scelto le había comentado ya en varias ocasiones que en el saishan podía olerse la envidia que provocaba semejante elección. Dianora ni se había fijado; estaba acostumbrada a suscitar ese tipo de pasiones.
Vencel abrió desmesuradamente sus astutos ojillos al estudiar su atuendo. Dianora lucía sobre la frente la hermosa piedra roja prendida en una cinta de oro blanco que servía de paso para sujetar su oscura melena. Arrellanado en un montón de cojines, el jefe del saishan jugaba distraídamente con los pliegues de su túnica blanca. El sol que penetraba en la sala por el amplio ventanal situado a su espalda iluminaba su calva de un modo ridículo.
—No recuerdo haber visto esa gema en nuestro tesoro —murmuró con su vocecita chillona.
¡Qué poco apropiada resultaba a su figura obesa y a su rango! El desconcierto que producía era tal que cualquiera que la oyera habría juzgado a su dueño muy por debajo de sus merecimientos, y muchos habían sido los que habían pagado semejante error a un precio altísimo. Incluso con la vida.
—No estuvo nunca en él —respondió Dianora con amabilidad—. ¿Pero querrás guardarla en el joyero cuando regresemos de la recepción?
Había sido Scelto quien le había sugerido proponérselo así. Vencel podía ser venal y corrompido en muchos otros aspectos, pero no en lo que al formalismo de su cargo se refería. Era demasiado listo para caer en semejante tentación. De nuevo era ése un rasgo de su carácter que a muchos les había costado caro no saber reconocer. El anciano asintió graciosamente antes de responder:
—Ya de lejos se nota que es una piedra magnífica.
Dianora se acercó a él y se inclinó dócilmente para que pudiera admirarla a su gusto. Sintió el penetrante aroma a flores del campo con las que se perfumaba el viejo
en cuanto el invierno empezaba a dejar de mostrarse inclemente. Era un olor dulzón, pero no desagradable.
Sólo en una ocasión le había inspirado miedo Vencel, un miedo en el que se mezclaban la repulsión que en ella provocaba su obesidad, y los rumores acerca de las atrocidades que, según se contaba, le gustaba hacer con los castrados jóvenes y con algunas de las mujeres del saishan, encerradas en él por razones puramente políticas y sin esperanza alguna de volver a ver el mundo exterior ni de visitar el ala del palacio ocupada por Brandín. Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que el jefe del saishan y Dianora habían llegado a entenderse. También Solores había firmado un acuerdo tácito con Vencel semejante al suyo, y gracias al sutil equilibrio de fuerzas así alcanzado, entre los tres controlaban como mejor podían aquel mundo cerrado, hipersensible y cargado de aromas pesados, habitado por un conjunto de mujeres ociosas y frustradas y de hombres a medias.
Vencel rozó delicadamente con el dedo la piedra que adornaba la frente de Dianora.
—Es un hermoso ejemplar —repitió, esta vez con pleno conocimiento de causa—. Ya hablaré con Scelto al respecto. Tengo cierta experiencia en estos asuntos, ¿sabes? Este tipo de gemas procede del norte, ¿sabes? De mi país. Se extraen en las minas de Khardhun. Me pasé la infancia jugando a las canicas con ellas. Era el juego propio de los príncipes. Entonces estaba bastante más arriba que ahora, ¿sabes? No olvides que un día fui rey de Khardhun.
Dianora asintió con la cabeza. Aquella actitud formaba parte del acuerdo tácito que regía las relaciones que mantenía con Vencel. Por más que repitiera aquel burdo embuste —y, de una forma u otra, llegaba a decirlo un montón de veces al día—, ella se limitaba a asentir con gravedad, como si supiera calibrar en la forma debida el tremendo mensaje que ocultaba la afirmación de su propia decadencia.
Sólo cuando se encontraba a solas en sus aposentos con Scelto, podía dar rienda suelta a sus sentimientos y reírse con él como una niña ante la sola idea de que el obeso jefe del saishan había sido un día mucho más de lo que era ahora, o ante el cruel remedo que sabía hacer su servidor de la voz y los gestos de Vencel.
—¡Qué bien te sale! —solía comentar mientras Scelto la peinaba o sacaba brillo a sus zapatillas de larguísima punta.
—Tengo habilidad para ese tipo de cosas, ¿sabes? —respondía el servidor elevando la tesitura de su voz en tono burlón, tras asegurarse, eso sí, de que no había nadie cerca. Y, haciendo mil y un aspavientos, añadía—: No olvides que un día fui rey de Khardhun.
Dianora reía como una chiquilla consciente de estar haciendo una travesura. Lo peor era que, cuanto más consciente de ello era, menos capacidad tenía de dominarse.
Un día llegó incluso a preguntar a Brandín sobre la veracidad del caso. Según le contó éste, la campaña sobre Khardhun había sido sólo un triunfo sin importancia. Para entonces ya había aprendido a ser franco con ella. En Khardhun, en aquel país septentrional situado allende los mares, lejos de los pueblos de la costa y las arenas ardientes del desierto, había una magia potentísima, mucho mayor que la conocida en la Palma, y sólo comparable a la de Ygrath.
Brandín ocupó una de sus ciudades y logró establecer un ligero control sobre ciertas regiones situadas a las puertas del gran desierto que se extendía hacia el norte. Sufrió, sin embargo, graves pérdidas. Los khardhu habían alcanzado fama como guerreros y su nombradía llegaba hasta la Palma: muchos incluso se habían puesto al servicio de las belicosas provincias de la península antes de que la ocuparan los tiranos.
Según contó Brandín, Vencel era un heraldo que había sido hecho prisionero al término de la campaña. Cuando lo capturaron, ya había sido castrado. Brandín no conocía el motivo, pero, según contó, en el norte tenían la costumbre de emascular a los mensajeros. En cuanto lo llevaron a Ygrath, se vio con claridad cuál era el sitio que le correspondía. Ya por entonces estaba gordísimo.
Dianora se incorporó cuando Vencel retiró su dedo de la piedra.
—¿Nos acompañarás abajo? —preguntó.
Se trataba de una simple formalidad.
—Creo que no —respondió el eunuco mayor, como si en aquel instante se le hubiera antojado quedarse en el saishan. Quizá Suelto y Hala sepan arreglárselas para ocupar mi lugar. Hay unas cuantas cosas que requieren mi atención aquí, ¿sabes?
—Ya entiendo.
Dianora intercambió una mirada con Solores y ambas levantaron la mano abierta en un gesto respetuoso de saludo. En realidad Vencel no había salido del saishan en los últimos cinco años. Incluso para moverse por las estancias de aquel mismo piso utilizaba una ingeniosa plataforma rodante, convenientemente cubierta de cojines. Dianora no recordaba ya cuando lo había visto en pie por última vez. Suelto y Hala, el servidor de Solores, eran quienes en la práctica se encargaban de representar al saishan en público. No obstante, Vencel seguía convencido de que era así por delegación voluntaria de sus funciones.
Bajaron la escalera que conducía al mundo exterior. Una vez en el piso de abajo se sometieron de buen grado a la revisión de rigor —respetuosa, pero completa llevada a cabo por los dos esbirros que montaban guardia ante las magníficas puertas de bronce que servían de frontera a aquel ámbito exclusivamente femenino. Dianora respondió a las miradas cautelosas de los guardias con una sonrisa franca. Uno de ellos contestó a su gesto con timidez. Los vigilantes eran cambiados a menudo. A aquellos dos todavía no los conocía, pero una sonrisa era una buena forma de empezar a ganárselos para su causa y un buen amigo nunca estaba de más.
Una vez fuera del saishan, Suelto y Hala, vestidos de marrón, como era de rigor según su oficio, condujeron a las cuatro mujeres por el corredor principal del palacio hasta la gran escalera central. Allí los eunucos cedieron paso a sus señoras. Dianora y Solores abrían la marcha caminando con cierto orgullo, pero sin altivez.
—Al fin y al cabo no eran más que dos concubinas del conquistador de la Palma Occidental.
Naturalmente todo el mundo se dio cuenta de su llegada. Siempre se notaba la llegada de las mujeres del saishan. Había numerosas personas que aguardaban a ser recibidas en la Sala de Audiencias paseando por el vestíbulo pavimentado con costosos mármoles. Les cedieron el paso respetuosamente. Algunos de los circunstantes, poco avezados en la etiqueta de palacio, intercambiaron una sonrisita al cruzarse con ellas. A Dianora le había costado no poco trabajo acostumbrarse a aquellas actitudes. Otros, más duchos en aquellas lides, mostraban en sus rostros una expresión muy distinta. Solores y ella se detuvieron de nuevo por un momento antes de cruzar la gran arcada que daba paso a la Sala de Audiencias, esta vez con toda intención. Los vestidos de las dos mujeres, verde el de la una y rojo escarlata el de la otra, eran el blanco de todas las miradas. Por fin, entraron juntas en la sala.
Al poner el pie en ella, Dianora dio gracias mentalmente, como cada vez que acudía a una recepción, a la idea que había tenido Brandín de cambiar las normas del saishan en aquella colonia tan distante de Ygrath. Según le habían contado, en la metrópoli nunca habría sido posible una situación como la presente. Allí, el mero hecho de que un hombre viera a una de las mujeres del gineceo y con mayor motivo si se atrevía a dirigirle la palabra, significaba la muerte del incauto. Y el mismo castigo se aplicaba a la desgraciada. Y también al jefe del saishan, como se había encargado de aclararle en su momento Vencel.
En Chiara, sin embargo, las cosas habían sido distintas casi desde el comienzo. Con el paso de los años, Dianora había comprendido que parte de la gratitud que sentía debía reservarla para Dorotea, la reina de Ygrath, que había preferido quedarse en la corte con su hijo mayor, Girald, en vez de acompañar a su augusto consorte en aquel lejano destierro que se había impuesto a sí mismo. Decisión personal de Dorotea, según unos, o, según otras versiones, del propio Brandín, que no le había pedido que lo acompañara.
Empujada por una especie de intuición, Dianora prefería quedarse con esta última versión de los hechos, pero era lo bastante inteligente para saber a qué se debía que así fuera y, por supuesto, aquél era uno de los argumentos de los que nunca hablaba con Brandín. No era que se tratase de un tema tabú, pues Brandín no era de esos; sencillamente era que no sabía si podría soportar la respuesta que su señor quisiera darle, en caso de plantearle abiertamente la cuestión.
En cualquier caso, lo cierto era que con Dorotea en Ygrath, no había muchas damas de noble cuna dispuestas a realizar una travesía tan peligrosa y a disgustar de
paso a la soberana, con el único motivo de instalarse en la Palma. A ello se debía que en la corte de Brandín en Chiara no hubiera muchas damas con las que contar, y de ahí el cambio de las normas del saishan. Por si fuera poco, durante sus primeros años en la isla, Brandín envió la Nave del Tributo con el encargo expreso de buscar para su gineceo a las hijas de las familias más ilustres de Corte y Ásoli, mientras él mismo se encargaba de escoger a las naturales de Chiara. En cuanto a Corte la Baja, que otrora había llevado un nombre bien distinto, no se dignó tomar a ninguna de sus mujeres como concubina, cumpliendo estrictamente sus propias disposiciones. El odio, por supuesto, era mutuo y estaba tan profundamente arraigado en él como en los habitantes de la provincia oprimida, por lo que naturalmente el saishan no era el sitio más idóneo para albergar a ninguna mujer procedente de ella.
Mandó venir a muy pocas de las concubinas que tenía en Ygrath, dejando el saishan prácticamente intacto. Su actitud no era ni mucho menos gratuita. En efecto, el control del gineceo venía a confirmar de manera simbólica la autoridad y el rango ostentados por Girald, que gobernaba Ygrath en nombre de su padre con el título de regente.
Con los cambios introducidos en la colonia, el nuevo saishan resultaba muy distinto del otro. Vencel y Scelto se habían encargado de hacérselo saber así a Dianora. El ambiente que en él reinaba era distinto por completo y su carácter igualmente no podía ser más diverso.
En fin, lo cierto era que, además de las numerosas mujeres de Corte, Chiara o Ásoli, y las pocas procedentes del gineceo de Ygrath, había en el saishan una tal Dianora, natural de Certando. Y eso que esta provincia había caído en manos de los barbadios. Por lo menos todos la consideraban de Certando…
Dianora recordó que casi había estallado una guerra por su causa.
Cuando su hermano abandonó el hogar, Dianora debía de contar apenas dieciséis años. Su padre, famoso escultor en tiempos más felices, había muerto en la guerra, y su madre prácticamente no había vuelto a hablar desde el día en que había quedado viuda. La muchacha decidió, pues, que en adelante el único objetivo de su vida había de ser matar al tirano que había instalado su corte en Chiara.
Haciendo de tripas corazón, como había oído decir que hacían los varones en el campo de batalla —como su padre debió de haber hecho a orillas del Deisa—, se dispuso a abandonar a su madre y la casa paterna, otrora rebosante de alegría. El propio príncipe de Tigana solía frecuentarla y la muchacha aún lo recordaba paseando del brazo de su padre por el patio, discutiendo y alabando las obras que el artista tenía entre manos.
Antes de entrar en la Sala de Audiencias, Dianora se miró en los espejos que adornaban la galería y aprobó mentalmente la imagen que la dorada superficie de éstos reflejaba. Al punto, y de forma casi instintiva, buscó con la vista al canciller, D’Eymon de Ygrath, el hombre más poderoso de la corte. Después del propio rey, se entiende.
Como era de esperar, el ministro tenía ya los ojos fijos en Solores y en ella, y su mirada era tan adusta como de costumbre. Aquella expresión la había preocupado cuando se topó con ella por vez primera. Había tenido la sensación de que D’Eymon no la encontraba de su agrado o, peor aún, que despertaba sus sospechas. No tardó en comprobar que aborrecía y odiaba prácticamente a todas las personas que llegaban a palacio. Todo el mundo chocaba con la misma mirada glacial y escrutadora. Lo mismo sucedía en Ygrath, le contaron más tarde. La lealtad de D’Eymon hacia Brandín era total y absoluta, casi fanática, e igualmente inquebrantable era el celo que ponía en defender a su rey de todo posible enemigo.
Con el paso del tiempo Dianora había llegado a sentir, aunque a regañadientes al principio, cierto respeto por aquel ygrathio de ceño adusto. Entre sus éxitos contaba la confianza que últimamente creía percibir en él, y no tan últimamente, en realidad, pues, de lo contrario, no habría podido pasar la noche con Brandín mientras éste dormía.
El éxito de su engaño, se dijo con una mezcla de orgullo y socarronería. Lo malo era que su ironía iba dirigida contra ella misma.
D’Eymon hizo un pequeño movimiento circular con la cabeza y repitió el gesto para Solores. Eso era lo que se esperaba de ellas: que se mezclaran con el público asistente y le dieran conversación.
Ninguna de las dos debía ocupar el asiento situado junto al trono. A veces se les había dado permiso para hacerlo —y también a la hermosa Chloese, muerta prematuramente hacía unos meses—, pero Brandín se mostraba muy puntilloso cuando había en la corte personas recién venidas de Ygrath. En esas ocasiones, el asiento situado a la derecha del trono debía permanecer vacío. Por deferencia a Dorotea, la reina ausente.
Brandín aún no había hecho su aparición en la sala, pero Dianora vio enseguida a Rhun, el bufón renco y calvo, que se dirigía a uno de los criados que servían el vino. El tipejo, de expresión torpe y obtusa, llevaba un suntuoso traje blanco con ribetes de oro, y por su atuendo adivinó Dianora cómo iba a aparecer vestido Brandín. Aquel detalle formaba parte de la curiosa y compleja relación que mantenían los reyes-brujos de Ygrath con sus bufones.
Durante siglos el bufón real había constituido en aquel país una especie de sombra o proyección del propio soberano. Se vestía como el monarca, comía a su lado en los banquetes públicos y aparecía junto a él siempre que había de conferirse algún honor o de dictarse alguna sentencia. Todos ellos, desde tiempo inmemorial, eran lisiados o tenían alguna malformación, en ocasiones monstruosa. Rhun caminaba arrastrando una pierna, la expresión de su rostro era horripilante, tenía las manos retorcidas e imposibilitadas y, cuando hablaba, de sus labios salía un balbuceo apenas
comprensible. Sabía distinguir a los cortesanos, pero no siempre reconocía a todos, y en ocasiones no reaccionaba como cabía esperar, cosa que solía esconder una especie de mensaje del rey.
Dianora no acababa de comprender aquello y dudaba de que algún día lo consiguiera. Sabía que Rhun controlaba su diminuta y confusa mente, pero no ignoraba que había algo más en él. En su persona se veía con toda claridad el influjo de la hechicería, de la sutil magia que imperaba en Ygrath.
Algo, desde luego, tenía muy claro. Además de servir —de forma harto gráfica— para recordar al rey su naturaleza mortal y sus consiguientes limitaciones, el bufón de Ygrath, vestido siempre igual que su señor, podía a veces funcionar como una especie de voz, de reflejo externo de los pensamientos y las emociones del soberano.
De ahí que nunca pudiese uno tener la seguridad de que las palabras y las acciones de Rhun, por torpes y balbucientes que parecieran, salían espontáneamente de su persona o si, por el contrario, eran revelación inequívoca del humor de Brandín, y no tener en cuenta el detalle podía resultar sobremanera peligroso.
En aquellos momentos se le veía risueño y contento. Pellizcaba y daba tirones a todas las personas que encontraba, agachándose continuamente a recoger su gorra ribeteada de oro, que una y otra vez dejaba caer. No por ello, sin embargo, perdía el humor y, siempre que se agachaba y volvía a ponérsela, estallaba en sonoras carcajadas. Todos los cortesanos aduladores o deseosos de obtener algún favor se precipitaban a recogérsela y a tendérsela con la mayor gentileza, con lo que Rhun redoblaba escandalosamente sus risas.
Dianora debía confesar que el bufón le resultaba por demás inquietante, aunque procuraba ocultar sus sentimientos tras el manto de la sincera compasión que en ella despertaban sus muchas penalidades y su edad a todas luces avanzada. Pero, en el fondo, lo que más desasosiego le producía era que Rhun estaba íntimamente ligado a la magia de Brandín, que era una extensión de ésta, un mero instrumento suyo, y que los poderes mágicos del rey eran la fuente de toda su tristeza y su temor, y también de su culpa.
De ese modo, con el paso de los años había aprendido a evitar encontrarse a solas con el bufón. Sus ojos candorosos —sorprendentemente parecidos a los de Brandín— le resultaban sumamente inquietantes. Cuando se quedaba mirándolos un buen rato, parecían de una profundidad insondable, como si sólo tuvieran superficie, y, para colmo, poseían la virtud de reflejar su imagen de un modo muy distinto de cómo podía contemplarse en los dorados espejos del palacio. ¡Y qué poco agradable le resultaba la imagen que de ella devolvían!
En la entrada misma de la sala, Solores se encaminó hacia la derecha, con la gracia refinada que le daba su larga experiencia, y Dianora hacia la izquierda, lanzando sonrisas a todas las personas que conocía. Nesea y Quilmene, por su parte, castaña la
una y rubia como el ámbar la otra, cruzaron la sala juntas, creando a su alrededor una rigidez palpable en todos los presentes.
Dianora vio de lejos al poeta Doarde en compañía de su esposa y su hija. La muchacha, de unos diecisiete años en apariencia, estaba visiblemente inquieta. Debía de ser la primera recepción oficial a la que asistía, pensó. Doarde le dirigió una sonrisa untuosa desde el extremo opuesto de la sala e hizo una complicada reverencia. Pese a la distancia que los separaba, Dianora fue capaz de leer en sus ojos el malestar que lo embargaba. Organizar semejante fiesta para recibir a un músico de Ygrath debía por fuerza resultar insultante para el poeta más celebrado de la colonia. Se había pasado todo el invierno alardeando de los versos que Brandín le había encargado componer para enviar al barbadio con motivo de la muerte de Sandre d’Astíbar, y durante unos meses no había habido quien lo soportara. Aquel día, no obstante, Dianora lo encontraba más tolerable de lo habitual, aunque, en su opinión, era un verdadero fraude como artista.
En cierta ocasión así se lo había hecho saber a Brandín, pero éste se había limitado a responder que el estilo rimbombante de Doarde le resultaba divertido. De hecho, sus gustos apuntaban en otra dirección en lo que a arte se refería.
«Y fuiste tú quien destruyó ese arte», se había quedado con las ganas de replicarle.
¡Cuántas cosas se había quedado con las ganas de replicarle, recordando el dolor casi físico que había sentido al ver la cabeza rota y el torso desmembrado del último Adaón esculpido por su padre, cruelmente abandonado en el pórtico del Palacio del Mar! Su hermano había servido como modelo para la estatua del joven dios. Recordó que se había quedado mirando los fragmentos de la escultura con los ojos secos, aunque hubiera deseado echarse a llorar, ya no sabía adónde habían ido a parar sus lágrimas.
Volvió a clavar la vista en la hija de Doarde, reconociendo su juvenil excitación. ¡Diecisiete años tan sólo!
Apenas cumplida esa edad, ella había cogido la mitad de la plata guardada en la caja fuerte de su padre, pidiéndole a su alma que la perdonara. Hubiera deseado la bendición de su madre, pero tan sólo Eanna, que todo lo ve a la luz de sus estrellas, habría podido compadecerse de ella.
Se fue sin despedirse de nadie. En el momento de partir, contempló por última vez a la luz de una vela la figura alicaída de su madre, siempre despierta en la desesperante soledad del lecho. Dianora tuvo que hacer de tripas corazón, como si fuera un soldado en el campo de batalla. No derramó ni una sola lágrima.
Cuatro días más tarde cruzaba la frontera de Certando después de vadear el río por un punto solitario situado al norte de Avalle. No le resultó fácil llegar hasta allí, pues los soldados de Ygrath aún se dedicaban por entonces a arrasar los campos, y en la ciudad de Avalle pasaban día y noche entregados a la labor siniestra de derribar las torres a golpe de pico. Algunas, sin embargo, aún permanecían en pie,
como pudo comprobar al divisar sus gráciles siluetas desde el punto fronterizo al que había arribado, si bien la mayoría ya habían sido arruinadas a ras de suelo. La ciudad se distinguía apenas por la densa cortina de humo y polvo que la ocultaba.
Por esas fechas ya ni siquiera se llamaba Avalle. La maldición había caído sobre ella por obra y gracia de la magia de Brandín. Aquella ciudad polvorienta y envuelta en humo se llamaba ahora Stevania. Dianora no podía entender que un padre pusiera el nombre de su hijo bienamado a aquel lugar espantoso, otrora tan bello. Más tarde lo comprendería todo. El nombre no tenía nada que ver con el recuerdo que Brandín guardaba de Stevan; el cambio iba sólo dirigido a los habitantes de la ciudad y a los de la provincia llamada en otro tiempo Tigana. No era sino el recordatorio constante e ineludible de la persona cuya muerte había significado para ellos la ruina y la desolación. Los tiganeses vivían ahora en una provincia llamada Corte la Baja —y durante siglos sus enemigos más encarnizados habían sido sus vecinos de Corte—, el mismo nombre humillante que recibía ahora su capital.
Avalle de las Torres se llamaba ahora Stevania. La venganza del rey de Ygrath iba más allá de la mera ocupación, del incendio, la desolación y la muerte. Abarcaba también a los nombres y a la propia memoria, fábrica de la identidad personal. Aquel castigo denotaba una sutileza y una crueldad extraordinarias.
El mismo año en que Dianora abandonó el país se exiliaron también muchas otras personas, pero nadie llevaba en la cabeza ni remotamente una idea tan arraigada como la suya. Por eso la mayoría, deseosos de poner tierra por medio, se establecieron en las llanuras más distantes de Certando, o en Ferraut y Tregea, o hasta en la propia Astíbar. Todos preferían aguantar la tiranía cada vez más onerosa de Alberico de Barbadior y alejarse, cuanto fuera posible, de la imagen palpable de lo que Brandín había hecho con ellos y con su patria.
Dianora, en cambio, tenía aquella imagen clavada en el alma, la acunaba en su pecho y la alimentaba con odio, dando así a su recuerdo la forma de este sentimiento destructivo. Ésas eran las dos serpientes que anidaban en su corazón.
Por eso no se adentró más que unas cuantas leguas en Certando. Aún guardaba memoria de los campos de trigo, por esas fechas crecido ya y dorado. No se veía, sin embargo, rastro ninguno de persona humana, pues todo el mundo había huido hacia el norte al tener noticia de que Alberico de Barbadior, una vez consolidadas sus conquistas en Ferraut y Astíbar, se disponía ahora a atacar una nueva provincia.
A finales del otoño era ya dueño de toda Certando y para la primavera, tras un asedio que duró el invierno entero, había tomado Borifort de Tregea, la última plaza fuerte que le ofreció resistencia. No necesitó tanto tiempo Dianora para encontrar en los montes de Certando un sitio en el que establecerse, y lo hizo en una aldea —veinte casas apenas y una venta—, situada al sur de Sinave y Forese, las dos grandes fortalezas, una a cada lado de la frontera, que guardaban respectivamente la entrada de Certando y la del país que pronto se acostumbraría a llamar Corte la Baja.
Aquella comarca limítrofe con los montes del sur no era ni mucho menos tan buena como la situada al norte. La primavera era mucho más corta. A menudo soplaba un viento gélido procedente de las sierras de Braccio y Sfaroni, que traía consigo, apenas pasaba el verano, las primeras nieves y con ellas un riguroso y larguísimo invierno. Por la noche se oían los aullidos de los lobos y al día siguiente los campesinos podían ver en la nieve sus huellas procedentes de las montañas y las que señalaban su regreso a las cumbres.
Antaño, en los tiempos en que aún había relaciones comerciales por tierra con Quilea, la aldea había conocido cierta prosperidad al hallarse situada al pie de un ramal de la gran calzada que conducía al puerto de Sfaroni. Por eso se explicaba que un villorrio tan minúsculo tuviera una venta tan grande, provista de cuatro dormitorios en el piso superior para alojar a unos viajeros que ya no pasaban por allí desde hacía lustras.
Tras ocultar debidamente la plata de su padre a la entrada del pueblo, en una de las colinas boscosas que lo rodeaban, se puso a trabajar de sirvienta en el mesón. Naturalmente no cobraba estipendio alguno, habiéndose de contentar con obtener a cambio de sus servicios un cuarto en el que dormir y un plato de sopa, no muy abundante al principio debido a la escasez de alimentos sufrida a raíz de la guerra. Además tenía la obligación de trabajar en el campo con las demás mujeres y los niños en las labores de recolección.
A sus amos les contó que venía del norte, de Ferraut, que su madre había muerto, y que su padre y su hermano se habían ido a la guerra. Se había quedado sola, dijo, bajo la tutela de un tío suyo, que había pretendido abusar de ella, y por eso se había visto obligada a huir de casa. Dianora, que siempre había tenido mucha traza para imitar cualquier tipo de acentos, pasó ante sus nuevos convecinos por una auténtica norteña. Por lo menos enseguida dejaron de hacerle preguntas. Por aquel entonces había muchas personas que cruzaban la Palma de arriba abajo, y no era habitual que la gente perdiera el tiempo con preguntas. Comía poco y a la hora de trabajar en el campo lo hacía como el que más. En la venta, por otra parte, no había mucho trabajo estando como estaban los hombres en la guerra. Dormía en una de las habitaciones del piso superior, pudiendo disponer incluso de un cuarto para ella sola. En una palabra, teniendo en cuenta el carácter de aquella gente y los tiempos que corrían, no podía quejarse del trato recibido.
Cuando la luz y el lugar lo permitían —habitualmente por las mañanas y sobre todo, desde ciertos campos situados en alto—, dirigía la vista hacia el oeste, más allá del río que marcaba la frontera, y divisaba lo que quedaba de las torres y el humo que cubría la ciudad llamada antaño Avalle. Un día, a finales de año, se sorprendió al comprobar que ya no veía nada. En realidad hacía ya algún tiempo que no se veía nada. La última torre había sido derribada.
Por aquel entonces habían empezado también a regresar los hombres, cansados y abatidos. Volvía a haber trabajo en la cocina y ella tenía además que servir las mesas y atender en el mostrador. Sus amos daban por supuesto —y de hecho ella misma llevaba ya haciéndose a la idea desde cierto tiempo atrás— que no tendría inconveniente en dejar subir a su cuarto a todo cliente que se mostrara dispuesto a pagar la tarifa estipulada por conseguir sus favores.
Al parecer, todas las aldeas debían tener una mujer dedicada a esos menesteres, y en la suya ella era sin duda la candidata más apropiada para el cargo. Intentó no darle importancia, pero aquello era precisamente lo que más trabajo le costaba aceptar de su nueva situación. Aun así, había que dejarse de remilgos. Tenía una misión que cumplir. Si estaba en aquel sitio, era por algo; tenía que vengarse y aquello, aquello justamente —se decía cada vez que había de subir a su cuarto en compañía de algún cliente— formaba parte de su plan. Hizo una vez más de tripas corazón y acabó sometiéndose. De hecho no siempre le resultó tan duro como había pensado en un principio.
Puede que alguno lo notara, pues no faltaron incluso quienes quisieron tomarla por esposa. Un día se sorprendió a sí misma pensando en uno de esos pretendientes mientras estaba fregando el comedor. Se trataba de un hombre tranquilo y amable. Se había mostrado tímido la primera vez que había subido con ella al cuarto, siempre que acudía al establecimiento se lo veía pendiente de todos sus movimientos.
Ese mismo día decidió que había llegado el momento de abandonar la aldea. Se quedó atónita al comprobar que había pasado tres años en ella. Estaban en primavera.
Una noche se escapó de la venta sin despedirse de nadie, recordando el día en que llegó a ella. En las márgenes del camino había lirios en flor, y corría una brisa agradable. Tras desenterrar su tesoro a la luz de ambas lunas, prosiguió su camino sin volver la vista atrás y tomó la ruta del norte, que conducía a la fortaleza de Sinave. Tenía apenas diecinueve años.
Diecinueve años. Sin darse cuenta se había convertido en una hermosa joven. Sus formas huesudas se habían suavizado, al tiempo que su rostro perdía los últimos rasgos infantiles. Ahora tenía un óvalo perfecto, de finas mejillas, que denotaban cierta austeridad de carácter. Sin embargo, la expresión le cambiaba por completo en cuanto se reía, tornándose animada y cariñosa —quién sabe por qué no había olvidado lo que era la risa—, y la inesperada agitación que se apoderaba de sus brillantes ojos oscuros parecía prometer sensaciones que trascendían el puro deleite. El hombre que la veía reír o que sabía arrancarle una sonrisa, volvía a contemplar esa expresión en sus sueños o en el recuerdo que acompaña a los sueños, aun al cabo de muchos años de haberla visto.
En Sinave se vio asediada por los barbadios, con su opresiva corpulencia y su brutalidad congénita. Tuvo que forzarse a sí misma para serenarse y no salir
huyendo de allí de inmediato. Pensó que con quince días tendría bastante. Necesitaba causar sensación, para que todo el mundo la recordara.
Todos tenían que guardar memoria de aquella campesina, bonita y ambiciosa, procedente de una aldea perdida de los montes. Aquella chica que permanecía por lo general en silencio mientras los hombres sostenían sus ruidosas conversaciones de taberna, pero que, cuando hablaba, lo hacía con gracia y animación. ¡Qué gusto daba oírla contar las curiosísimas leyendas de su tierra natal! ¡Y qué buena narradora era, con aquella dicción seca y aquellas vocales excesivamente abiertas, conocidas en toda la Palma como típicas de los montes de Certando!
Sus relatos solían ser tristes —casi todas las historias lo eran por entonces—, pero de vez en cuando Dianora deleitaba a la concurrencia con la imitación de algún rústico de su tierra que, con el campanudo acento propio de la comarca, pontificaba sobre lo divino y lo humano como todo un doctor. Sus oyentes entonces eran incapaces de contener la risa.
Era evidente que la chiquilla disponía de dinero, ganado, probablemente, del modo en que las muchachas bonitas como ella solían hacerlo. No obstante, compartía una habitación con otra chica en la mejor de las dos fondas que había en la fortaleza, y a ninguna de ellas se las había visto subir a su cuarto en compañía de ningún hombre, y tampoco había testigos que pudieran afirmar que aceptaban invitaciones de nadie. Quizá los soldados barbadios habrían podido causarles algún problema —de hecho se los habían causado a muchas, y bastante graves, el invierno pasado—, pero habían llegado órdenes muy estrictas procedentes de Astíbar y últimamente no se atrevían a propasarse con nadie.
Su deseo, confió una noche Dianora a la tertulia de jóvenes caballeros de la que había entrado a formar parte, era ponerse a trabajar en alguna hostería o fonda a la que concurriera un público selecto. Ya estaba harta de locales de tres al cuarto, dijo. Alguno de los presentes mencionó entonces el Hostal de la Reina, en Stevania, en Corte la Baja.
Lanzando para sus adentros un suspiro de alivio, Dianora empezó a hacer preguntas sobre el establecimiento. Hacía tiempo que conocía las respuestas, pero durante tres días había estado lanzando indirectas con la esperanza de que alguno de sus compañeros de mesa mencionara aquel nombre de forma espontánea. Por fin llegó a la conclusión de que recurrir a excesivas sutilezas era perder el tiempo con aquellos certandeses indocumentados, de suerte que hubo de ser ella misma quien sacara la conversación casi por los pelos.
Se puso a escuchar con fingida incredulidad la viva descripción que no tardaron en hacerle dos de sus nuevos amigos de la innovación más singular y elegante que habían introducido los ygrathios en Corte la Baja. Se trataba de una fonda a cuyo cargo estaba un famoso cocinero traído directamente de la metrópoli por el actual gobernador de Stevania. El funcionario, según los rumores, era un sujeto dado a los placeres de la mesa y a la buena música ejecutada para su deleite en discretos
aposentos reservados. Él mismo había prestado su inestimable ayuda al cocinero para que estableciera su negocio en los bajos de una antigua casa de empeño y así poder disfrutar al fin de un ambiente lujoso en el que celebrar sus banquetes. Acudía a cenar a la fonda varias veces por semana, comentaron los chismosos.
Dianora los oyó una vez más ponderar las excelencias del lugar. Precisamente había tenido noticias de él espiando la conversación de unos mercaderes venidos a Sinave, mientras tomaba buena nota de las costumbres que en la ciudad había en el vestir. Necesitaba renovar su vestuario por completo. En adelante, no iba a haber quien la conociera.
Desde el momento mismo en que escuchó su nombre, comprendió que el Hostal de la Reina era el punto ideal para llevar a cabo su plan. Un plan que había de cambiar enteramente la vida que había llevado hasta ese momento.
Se enteró así de que no estaba permitida la entrada en el local a ninguna persona nacida en Corte la Baja. Los comerciantes de Corte, de Ásoli y los de la lejana Chiara tenían las puertas siempre abiertas. Y, por supuesto, cualquier ygrathio, ya fuera soldado, mercader o lo que quisiera, llegado hasta aquella remota colonia en busca de fortuna, estaba invitado a saludar respetuosamente el retrato de Su Majestad la reina Dorotea que adornaba la cancela. Eran asimismo bienvenidos los mercaderes que, cruzando la frontera de la Palma Oriental, estaban dispuestos a pagar en moneda contante y sonante los ricos manjares que ofrecía el establecimiento.
Únicamente los enemigos declarados del rey, los naturales de Corte la Baja y de la propia Stevania, tenían prohibido el acceso a la fonda. El selecto ambiente del restaurante no podía ser mancillado por la ralea inmunda de los que habían asesinado al príncipe de Ygrath.
Ni uno solo había logrado traspasar el umbral, le dijo el mercader de Ferraut que regresaba a su país cargado con ricos curtidos de Stevania. El buen hombre pensaba vender su mercancía en sus lejanas tierras del norte a un precio más que conveniente, aun admitiendo que aquel año las cosas se habían puesto por las nubes y el comercio andaba de capa caída. En vista de que no se los admitía como clientes, los habitantes de la ciudad se habían negado a trabajar en el local. Nadie estaba dispuesto a trabajar en la fonda de camarero, de pinche, de mozo de cuadras, ni siquiera de músico. Hasta los artesanos se habían abstenido de colaborar en la decoración de las lujosas estancias del Hostal de la Reina.
Al tener conocimiento de su actitud, el gobernador había sufrido un ataque de cólera y había amenazado a sus súbditos recordándoles su obligación de servir a los conquistadores y de trabajar en lo que éstos tuvieran a bien ordenarles, y había jurado estar dispuesto a cumplir sus amenazas aunque para ello tuviera que enviar a más de uno a la mazmorra o levantar unas cuantas ruedas mortales.
Arduini, el cocinero, en cambio, se había mostrado contrario al empleo de tales procedimientos. Haciendo gala de un temperamento artístico, que al punto se convirtió en la comidilla de la región entera, el maestro había declarado que no se podía montar ni sacar adelante un establecimiento de calidad obligando a la gente a trabajar en él a la fuerza. Aquellos modales no estaban a su altura. En su restaurante, había dicho Arduini de Ygrath, hasta los caballerizos debían aprender a realizar su cometido con un gusto exquisito y un cierto estilo.
La noticia había hecho reír a todo el mundo. ¡Caballerizos con estilo! ¡Pues no faltaba más! Sin embargo, todas aquellas risas, comentó a Dianora el mercader, no tardaron en convertirse en muestras de respeto, cuando quedó patente que Arduini sabía lo que se hacía. El Hostal de la Reina era como una especie de oasis en medio de los desiertos de Khardhun. Entre las ruinas y la desolación de Stevania, el establecimiento brillaba con la gracia de la lejana Ygrath. El buen hombre se lamentó —aunque con discreción, en realidad, para no levantar sospechas— de la total ausencia de esos rasgos de civilización entre los barbadios que habían conquistado su provincia natal.
Por supuesto, respondió a la pregunta aparentemente casual de Dianora, Arduini aún andaba escaso de personal. Stevania no era hoy día más que un poblacho y, para colmo, la provincia sufría los impuestos más altos y la ocupación militar más opresiva de toda la Palma. De ahí que prácticamente nadie estuviera dispuesto a trasladarse hasta allí en busca de trabajo. Como era natural, ni a un solo ygrathio se le pasaba por la imaginación abandonar la metrópoli para colocarse de camarero o de caballerizo —por muy alabado que fuera su estilo— en semejante sitio, de suerte que cualquier persona dispuesta a trabajar era bien recibida.
Al escuchar sus palabras, Dianora cambió todos sus planes. Elevando una plegaria muda a Adaón, orientó la línea de su vida en la dirección marcada por aquella información absolutamente casual. Hasta ese momento su intención había sido la de dirigirse a Corte, aunque la perspectiva no dejaba de suscitar en ella ciertos resquemores. Aquél había sido siempre su objetivo casi final. Casi noche tras noche se había preguntado si los tres años pasados en Certando habrían sido suficientes para desorientar a los impertinentes interesados en seguir el rastro de su vida anterior. Pero tampoco se le ocurría nada mejor que hacer. Ahora tenía por fin algo en perspectiva.
Fue así como, unos días más tarde, el ruidoso grupo de jóvenes con el que solía reunirse por las noches en la taberna más animada de Sinave, vio por vez primera a su nueva amiga tomar una copita de más. No faltaron mancebos a quienes su actitud dio ánimos para intentar propasarse.
—¡Decidido! —exclamó Dianora con su bonita voz, en la que se notaba un ligero acento sureño, y apoyó su cabeza en el hombro del carpintero que tenía al lado—. ¡Manos a la obra! Mañana mismo cruzo la frontera y me vaya ver a la reina de Ygrath. ¡Que la Tríada la bendiga!
«Que la Tríada proteja mi alma», pensaba en realidad mientras por fuera bromeaba con sus compañeros de francachela. Pese a su apariencia animada, estaba completamente sobria, mientras las palabras que se veía obligada a pronunciar para cubrir las apariencias le helaban la sangre en las venas.
Las risotadas de los demás silenciaron sus palabras. Si metían tanto escándalo era en parte para que no se la oyera, pues, estando como estaba Certando bajo dominio de los barbadios, no era prudente brindar de aquella forma por la reina de Ygrath. Dianora se echó a reír al darse cuenta de su temeridad y se encogió de hombros. El carpintero y otro amigo más le propusieron acompañarla hasta su habitación, pero su petición fue desestimada con un gracioso mohín y todos acabaron la velada bebiendo en compañía de unos soldados fuera de servicio en la única taberna de Sinave que permanecía abierta hasta la madrugada.
Según la opinión general, la muchacha era demasiado independiente, demasiado pueblerina para ver cumplidas sus ambiciones. Después de tomarse unas cuantas copas más, todos coincidieron en atribuirle la sonrisa más atractiva que habían visto en su vida. Cuando estaba contenta, había algo en sus ojos que la hacía verdaderamente irresistible.
A la mañana siguiente, Dianora estaba ya arreglada y con la maleta hecha en la puerta principal de la fortaleza. Acordó con un mercader de Senzio, de edad madura, aunque de bastante buen ver, que le diera un pasaje en su carreta hasta Stevania. El buen hombre iba a vender allí especias de Barbadior, que constituían un auténtico lujo en la provincia. Aunque, en el fondo, la única razón que lo impulsaba a viajar hasta aquella ciudad pobre y en decadencia, según confesó, era el nuevo restaurante que habían abierto en ella, un local llamado Hostal de la Reina, del que se hacía lenguas todo el mundo. Dianora pensó que semejante coincidencia era un signo de buen augurio y encerró por tres veces el pulgar entre los demás dedos para que su deseo se cumpliera.
Los caminos eran mucho mejores de lo que ella recordaba. De hecho, los comerciantes que viajaban por ellos parecían sentirse seguros. Comentó su impresión a su compañero, quien, por toda respuesta, se limitó a hacer una mueca sarcástica.
—Los tiranos han limpiado de bandoleros la mayoría de las calzadas. Pero eso es sólo una manera más de defender sus propios intereses. Su deseo es que no haya más ladrones que ellos y que nadie nos robe antes de pagar los impuestos y aranceles por ellos establecidos. —Escupió discretamente al polvo del camino—. Personalmente, te confieso, prefiero a los bandoleros. Con ellos siempre podía uno llegar a un trato.
No habían pasado ni cinco minutos cuando Dianora tuvo una prueba evidente de lo que decía su amigo. Junto al camino habían sido levantadas dos ruedas mortales en las que estaban clavados los presuntos ladrones. El viento las agitaba y de la boca de los desgraciados pendían sus manos cortadas. El hedor era insoportable.
El senziano se detuvo en la aduana de Forese a arreglar unas cuentas. Pagó sin rechistar los aranceles decretados y se puso pacientemente a la cola para que los guardias inspeccionaran su carreta y le dieran el permiso de entrada. Las ruedas mortales, le explicó más tarde con el estilo conciso que caracterizaba a los de Senzio, no estaban reservadas sólo para los bandoleros y los magos.
El retraso sufrido en la frontera los obligó a detenerse en una venta para pasar la noche, en donde paraba asimismo un numeroso grupo de mercaderes de Ferraut. Dianora no tardó en retirarse a descansar. Había conseguido una habitación para ella sola, pero, por si acaso, tomó la precaución de asegurar la puerta con una maciza cómoda de roble. Nadie, sin embargo, se atrevió a molestarla; sólo sus sueños le impidieron dormir tranquila. Se hallaba de vuelta en Tigana y al mismo tiempo no lo estaba, pues aquel país ya no existía. Pronunció entre dientes el nombre bienamado, como si de un talismán o una oración se tratara, antes de caer profundamente dormida. Pero su sueño era inquieto y se veía poblado de imágenes horrendas de destrucción e incendios.
La noche siguiente hubieron de pasarla otra vez en una venta a orillas del río, fuera de las murallas de Stevania, pues llegaron después de la caída del sol, cuando se daba el toque de queda y se cerraban las puertas de la ciudad. Esta vez cenaron solos y Dianora se entretuvo charlando con el senziano hasta bien entrada la noche. El buen hombre era persona decente y sobria, con lo que venía a desmentir el tópico creado en torno a los habitantes de su provincia natal, a quienes todos tildaban de decadentes e inmorales. Era evidente que ella le gustaba. Dianora, por su parte, se sentía satisfecha a su lado y hasta le resultaban atractivos sus modales secos y el ingenio del que hacía gala al hablar. No obstante, se acostó sola una noche más. Aquello no era la aldea de Certando; aquí no tenía ninguna obligación o, al menos, entre sus obligaciones no estaba conceder tantas confianzas. En cuanto al placer y las necesidades ordinarias de todo ser humano… Sinceramente, si alguien le hubiera hablado de aquello, la muchacha no habría entendido nada.
Tenía sólo diecinueve años y se hallaba en el país que antaño había sido Tigana.
A la mañana siguiente, dentro ya de las murallas de la ciudad, se despidió del senziano chocando levemente con él la palma de la mano. Daba la impresión de que al buen hombre le había afectado la conversación de la noche anterior, pero Dianora se marchó sin volver la vista atrás y, antes de que el otro encontrara las palabras que su mirada delataba que estaba buscando, la muchacha había desaparecido entre la multitud.
No lejos de allí encontró un hostal en el que su familia nunca había parado. No era que le preocupara la eventualidad de ser reconocida, pues era consciente de lo mucho que había cambiado y de la cantidad de muchachas llamadas Dianora que vivían en la Palma. Pagó tres noches por adelantado y salió a la calle tras dejar sus pertenencias en su habitación.
Dio una vuelta por la ciudad que no mucho tiempo atrás había sido Avalle de las Torres, situada a la verde orilla del río Sperion, justo en el punto en el que su curso torcía hacia poniente en busca del mar. Mientras paseaba sintió que un dolor profundísimo iba apoderándose de ella; lo que más daño le hacía era comprobar cómo un lugar podía seguir siendo el mismo pese a los cambios experimentados.
Recorrió los barrios de las tenerías y los laneros. Se vio a sí misma del brazo de su madre. Recordó que una vez había venido a Avalle toda la familia con motivo de la inauguración de una de las estatuas de su padre, que había sido colocada en una plaza o pórtico, ya no sabía bien. Reconoció la tiendecita en la que había comprado su primer par de guantes grises con las monedas ahorradas expresamente con ese fin y que había recibido como regalo de cumpleaños.
El gris era un color propio de señoritas, no de niñas, le había dicho el tendero en tono sorprendido. «Ya lo sé», había respondido ella, que contaba tan sólo seis años de edad. Estaba orgullosísima de ser ya tan mayor. Su madre se había echado a reír al oír su ocurrencia. Qué curioso: hubo un tiempo en que su madre sabía reír. Dianora recordó con amargura aquella risa.
En el barrio de los laneros vio a multitud de mujeres trabajando afanosamente. Muchas eran todavía unas niñas. Cardaban e hilaban los vellones como lo habían hecho sus madres y sus abuelas desde tiempo inmemorial, sentadas junto a las puertas de las casas, para así aprovechar la claridad de la mañana. En la otra orilla del río se veían los patios y cobertizos donde más tarde se teñían las madejas.
Cientos y cientos de años antes, cuando Quilea, el país situado al sur, detrás de las montañas, instauró el matriarcado, se produjo un retraimiento general que supuso graves pérdidas para Avalle. Quizá fuera la ciudad de la Palma a la que más había afectado el cambio de sistema implantado por sus vecinos. Al ser cortada una de las dos rutas comerciales que cruzaban los montes, la población se vio en peligro de desaparecer. Pero, haciendo un gran esfuerzo de imaginación, rayana casi en el genio, Avalle había sabido cambiar la orientación de su comercio. En el curso de una sola generación, la ciudad, otrora centro financiero y mercantil entre las provincias del norte y el sur, se convirtió en la capital de la industria de la piel y el teñido de la lana. Avalle siguió aquella nueva senda hacia la prosperidad y la riqueza con renovado orgullo, y sus torres siguieron levantándose cada vez más airosas.
Dianora se dio cuenta de pronto de que durante todo el tiempo había estado recorriendo los extrarradios de Stevania, los barrios obreros y las casas de los artesanos, sin atreverse a ir al centro, a la zona que circundaba la colina donde en otro tiempo se levantaban las famosas torres. Se detuvo pensativa y silenciosa en medio de la explanada que se abría al final de la calle del Gremio de Laneros. A un extremo de ésta se levantaba un pequeño templo de Moriana, fabricado en bellísimo mármol rosado. Se quedó mirando por un instante la hermosa construcción. Acto seguido, levantó la vista al cielo y continuó el paseo.
La muchacha había comprendido algo que en aquellos momentos le parecía una verdad irrepetible. A menudo, pensó, da la sensación de que las cosas no cambian, los detalles superficiales de la existencia permanecen inalterables; en cambio, el núcleo, el pulso, el corazón de aquéllas, lo que constituye su razón de ser, puede no guardar ningún parecido con lo que fueron en el pasado.
Las espaciosas calles parecían ahora más amplias que nunca, pero en realidad era así porque estaban casi vacías. Sintió que a su izquierda, donde antaño se instalaba el mercado del río, se avivaba ligeramente el revuelo y la locuacidad de la gente, pero aquello no era, calculó de memoria, ni la cuarta parte, ni una mínima fracción del vocerío que antaño lo había animado, en unos tiempos perdidos para siempre. ¡Qué poca gente había! Muchos habían emigrado o habían muerto, y la escasa concurrencia que se veía en las calles hacía resaltar aún más si cabe la presencia de soldados de Ygrath. Dianora paseó su mirada por la amplia avenida que se abría a uno de los extremos del templo y conducía hacia el centro.
«Sabemos construir calles amplias y rectas», solían decir los naturales de Avalle. Incluso en sus primeros tiempos, cuando las ciudades eran en general un conglomerado de tortuosos callejones que facilitaban su defensa, ellos se habían jactado de aquella maestría suya. «No habrá ciudad como la nuestra en todo el mundo —repetían una y otra vez—, y, si un día nos vemos en la necesidad de defenderla, lo haremos desde nuestras torres».
Y así fue. Dianora se estremeció de pena al contemplar el horizonte de torres desmochadas. Era como si alguien se estuviera burlando de su vista, mientras ésta buscaba sin cesar un objeto que tenía la seguridad de deber encontrar en aquel paisaje.
Desde los días primeros de vida de aquella vasta y elegante ciudad a orillas del Sperion, las torres habían constituido un elemento inseparable de Avalle. Eran fiel testimonio del orgullo tiganés, de la pura arrogancia de aquel pueblo, como decían los naturales de las demás provincias, Corte, Chiara o Astíbar. Eran, por otra parte, símbolo del afán de emulación y la rivalidad de sus habitantes, pues, en efecto, en cuanto una familia rica o un gremio de comerciantes o artesanos tenía recursos suficientes para ello, levantaba una torre propia, tan alta como la del vecino, o más si era posible. Gráciles unas veces, marciales otras, ya fueran de ladrillo rojo o de piedra dorada o gris, las torres de Avalle se erguían hacia el cielo de Eanna como un bosque rodeado de murallas.
De hecho, los conflictos internos llegaron en un momento dado a revestir mucha seriedad, sin que faltaran ejemplos de asesinato o sabotaje, mientras los arquitectos y albañiles exigían por sus trabajos salarios exorbitantes. Fue el príncipe Alessan, tercero de ese nombre, quien doscientos años antes hubo de poner fin a tanto desafuero desde la capital, Tigana del Mar.
Encargó a Orsaria, el arquitecto más célebre de la época, la construcción de un palacio en Avalle, cuya torre, según aseguró, tenía que ser la más alta de la ciudad, y
al mismo tiempo promulgó un decreto por el que se impedía la construcción de otra más alta, y así fue. La aguja de la Torre del Príncipe, grácil y esbelta, cuyas filas alternas de mármol blanco y verde venían a recordar la presencia del mar en aquella ciudad de tierra adentro, puso fin a la continua rivalidad de los avalleses por alcanzar las cotas más altas en sus construcciones, y a partir de entonces, siguiendo el ejemplo de aquel Alessan, todos los príncipes y princesas de Tigana nacieron en Avalle, en el palacio coronado por aquella esbeltísima aguja. Con ello venían a confirmar que todos ellos pertenecían a un tiempo a las dos principales ciudades de la provincia: a Tigana de las Olas y a Avalle de las Torres.
Dianora sabía que antaño había habido más de setenta torres, y que la culminación de todas ellas era aquel grácil chapitel blanco y verde levantado por Alessan. ¿Antaño decía? ¡Si sólo cuatro años antes aún era así!
Sintiendo en su vista la herida infligida por aquella ausencia, Dianora se preguntó qué era una persona que pasaba los días como ella había pasado los suyos; que hablaba, caminaba, trabajaba, comía, amaba, dormía, en ocasiones se reía, pero a la cual le había sido arrancado el corazón. ¡Y ni siquiera quedaba cicatriz! ¡Ni rastro que recordara el cuchillo que había abierto la herida!
Los escombros habían sido cuidadosamente retirados. Ningún humo ensuciaba la claridad del cielo, como no fueran los que delataban las actividades más inocuas de la vida cotidiana. El día era luminoso, y los pájaros cantaban un himno de bienvenida al buen tiempo. Nada, nada en absoluto delataba la existencia de las famosas torres en aquella ciudad en constante decadencia que era Stevania, en aquel poblacho perdido en el rincón más remoto de la península de la Palma, en aquella provincia oprimida por encima de toda ponderación.
«¿Qué es una persona en tales circunstancias?», volvió a preguntarse Dianora. No sabía qué responderse a sí misma. ¿Qué respuesta iba a darse? La nostalgia iba de nuevo haciendo presa en su corazón, y tras; ella venía el odio, como si ambos sentimientos acabaran de nacer, más finos y lacerantes que nunca.
Recorrió las amplias avenidas que conducían al centro de Stevania. Pasó ante las garitas de los soldados que guardaban la entrada del palacio del gobernador. No tardó en hallar el Hostal de la Reina, y enseguida encontró colocación en él. Debía empezar a trabajar aquella misma noche. Necesitaban urgentemente sus servicios, y era difícil encontrar personal. Arduini de Ygrath, que se encargaba personalmente de seleccionar a sus empleados, decidió que aquella espléndida muchacha de Certando tenía un estilo particular. Eso sí, dijo, tendría que esforzarse para deshacerse de aquel acento montañés tan vulgar que la caracterizaba. Dianora prometió intentarlo.
Al cabo de seis meses, hablaba ya, en efecto, como los naturales del país, observó el huésped. Para entonces, la había hecho salir de la cocina y le había encargado el servicio de las mesas del salón principal. Dianora vestía un uniforme en tonos crema y marrón que hacía juego con los tonos dominantes en la decoración del local, y realmente eran los que a ella mejor le sentaban.
La muchacha era silenciosa, diestra, modesta y bien educada. Recordaba de maravilla los nombres de los clientes y las preferencias del dueño. Aprendía las cosas con una rapidez sorprendente. Al cabo de cuatro meses, durante la primavera, cuando aún no contaba ni siquiera veintiún años, Arduini le propuso el puesto de recepcionista, que todos sus compañeros ansiaban alcanzar, encargada de saludar a la clientela del Hostal de la Reina, y de supervisar al resto del servicio.
Arduini no fue capaz de dar crédito a sus oídos cuando escuchó la negativa de Dianora a aceptar aquel puesto. Lo cierto era que sabía sorprender a más de uno. La joven, sin embargo, era consciente de que aquel cargo resultaba demasiado vistoso, y sus propósitos eran otros. Sus planes seguían siendo trasladarse a Corte cuanto antes, siempre bajo la falsa identidad de certandesa, y, aunque pretendía aprovechar su relación con el Hostal de la Reina, aquel puesto resultaba demasiado vistoso. Sabía perfectamente que cuando se ocupa un lugar demasiado destacado, la gente empieza a hacer preguntas.
Por eso, cuando Arduini le propuso el ascenso, fingió un nerviosismo propio de una provinciana recién llegada a la ciudad. Rompió dos vasos y vertió una fuente, y llegó a derramar una copa de vino verde de Senzio sobre el traje del mismísimo gobernador.
Se presentó ante Arduini con los ojos arrasados en lágrimas y le suplicó que le diera un poco de tiempo para alcanzar mayor seguridad en el oficio. El huésped se mostró de acuerdo. Daba la casualidad, por otra parte, de que se había enamorado de ella. Le propuso incluso convertirla en su amante. También supo la cauta joven componérselas para rechazar esta pretensión, alegando la inevitable tensión que provocarían sus relaciones en el resto del personal, circunstancia que sin duda habría de influir en la buena marcha del local. Sus argumentos no pudieron ser más acertados, pues, de hecho, la verdadera amante de Arduini era el Hostal de la Reina.
Por lo pronto, Dianora había decidido que no iba a dejarse tocar por ningún hombre. Ahora estaba en territorio ygrathio y tenía un objetivo claramente definido. Las normas habían cambiado por completo. De momento tenía la intención de trasladarse a Corte en cuanto llegara el otoño. Estaba sopesando sus posibilidades y las disculpas que pensaba dar para justificar aquel nuevo paso, cuando los acontecimientos se precipitaron para sorpresa de todos. De ella la primera.
Mientras daba una pausada vuelta por la Sala de Audiencias, Dianora se detuvo a saludar a la esposa de Doarde. La buena mujer resultaba de su agrado. El poeta aprovechó la circunstancia para presentarle a su hija. La muchacha se ruborizó, pero halló el modo de hacer una cortés inclinación de cabeza, como correspondía a la ocasión. Dianora le dedicó una sonrisa de amabilidad y siguió adelante.
Se le acercó un criado que le ofreció khav en un cáliz negro guarnecido de gemas encarnadas. Se trataba de un regalo recibido años atrás de Brandín. En ocasiones como aquélla, esa copa era su marca de identificación. En las recepciones oficiales Dianora bebía únicamente khav. Lanzó una mirada de remordimiento hacia la puerta en que sabía que estaba Scelto y tomó un sorbo de su bebida. ¡Bendita fuera la Tríada y benditos los cultivadores de Tregea que obtenían aquellos frutos! El khav estaba fuerte, como a ella le gustaba, y exhalaba un aroma exquisito.
—Mi señora Dianora, estáis más hermosa que nunca.
La interpelada dio media vuelta reprimiendo apresuradamente la expresión de disgusto que aquella voz inconfundible había provocado en su rostro. Se trataba de Neso de Ygrath, un hidalgucho llegado recientemente de ultramar a la corte de Brandín con la única pretensión de obtener algún cargo importante en la colonia. Lo más que podía decirse de él, según Dianora, era que se trataba de un ser venal y sin tacto alguno. Le dirigió una sonrisa radiante y le permitió incluso estrechar su mano.
—¡Querido Neso, qué amable eres al mentir con tanta galantería a una mujer de mi edad!
Le gustaba expresarse de aquella forma. Al fin y al cabo, como le había comentado Scelto en cierta ocasión, haciendo gala de su perspicacia, si ella era vieja, ¿qué no sería Solares? Neso protestó, como era de esperar, encarecidamente y se puso a alabar de forma exagerada el primor de su atuendo y la belleza de sus joyas, ponderando con la mirada y la lengua propias de un cortesano consumado lo bien que sentaban los colores de su copa al vestido y el aderezo que llevaba puestos. A continuación, bajando la voz, le preguntó por enésima vez si sabía algo nuevo acerca del nombramiento de recaudador jefe de Ásoli. ¡Como si no fuera nada!
De hecho se trataba de un cargo ventajosísimo. El anterior beneficiario del puesto había hecho una gran fortuna o, al menos, según parecía, había ganado bastante y se disponía a regresar a Ygrath dentro de poco. Dianora encontraba repugnante aquella forma de enriquecerse y se había atrevido incluso a decírselo con esas mismas palabras al propio Brandín. El soberano le había respondido de buen humor —cosa que a ella la había irritado en gran manera— que cada vez le resultaba más difícil encontrar a personas dispuestas a ejercer un cargo en lugares tan inhóspitos y poco atractivos como el norte de Ásoli, si de paso no se les ofrecía la posibilidad de conseguir una modesta fortuna.
Brandín había clavado en ella sus ojos grises, enmarcados en unas pobladísimas cejas negras, hasta que la vio aceptar la tremenda verdad que encerraba su explicación. Dianora levantó al fin la vista y asintió de mala gana. ¡Cómo se había reído Brandín entonces!
—¡Qué peso me quitas de encima! —había dicho—. Me alegra mucho comprobar que estás de acuerdo con mi forma de pensar y de gobernar.
Dianora se había ruborizado hasta la raíz del pelo, pero enseguida había recuperado la compostura y se había reído con él de lo absurdo de su presunción. ¡Cuánto tiempo hacía de aquello! Ahora se limitaba a intentar discretamente que cargos como aquél no fueran a parar a manos de los ygrathios más ambiciosos, entre los cuales había de elegir Brandín al afortunado. Estaba dispuesta a impedir, en la medida de sus posibilidades, que Neso obtuviera el puesto. El problema radicaba en que D’Eymon, por razones que a ella se le escapaban, parecía favorecer su causa. Dianora había incluso encargado a Scelto que intentara descubrir el motivo.
Al verse interpelada de aquel modo, la hermosa dama congeló su sonrisa y en su rostro se pintó una expresión de serio interés por el asunto. Bajando el tono de su voz, pero no por ello inclinándose más hacia el rechoncho cortesano, murmuró:
—Hago lo que puedo. Deberías tener en cuenta que tu proyecto encuentra una fuerte oposición.
Neso aguzó la vista para verla a través de la columna de humo que salía de su copa de khav. Con una sutileza que demostraba la práctica adquirida en aquel tipo de ejercicios, su mirada fue a clavarse detrás de Dianora, donde ésta sabía que se hallaba D’Eymon esperando la llegada del rey. El cortesano volvió a clavar sus ojillos en ella arqueando levemente las cejas. Dianora se encogió de hombros, como si pretendiera disculparse.
—¿Tendríais… alguna sugerencia que hacerme? —preguntó con ansiedad Neso.
—Por mi parte yo empecé siempre sonriendo un poquito —respondió Dianora con mordacidad.
Aquella actitud enigmática, conocida ya de toda la corte, no era nada nuevo.
Neso lanzó una risa forzada y se puso a aplaudir entusiásticamente, como si hubiera escuchado un chiste ingeniosísimo.
—Perdonadme, señora —dijo sonriendo tal como indirectamente se le había ordenado hacer—. ¡Es que me interesa tanto el asunto!
«Más le interesará a la población de Ásoli, sanguijuela», pensó Dianora, mientras posaba su mano delicada en las abullonadas mangas del traje de Neso.
—Ya lo sé —dijo con amabilidad—. Haré lo que pueda. Eso… si las circunstancias me lo permiten.
Neso podría ser lo que quisiera, pero estaba acostumbrado a ese tipo de salidas. Una vez más su falsa risa respondió al presunto chiste de la concubina.
—Espero poder favorecer de algún modo esas circunstancias —dijo al fin.
Dianora sonrió también y retiró la mano. Ya era más que suficiente. Esa misma tarde Scelto recibiría una nueva ayuda monetaria. Quizá lo bastante alta para cubrir en buena parte el gasto que había supuesto la joya adquirida por la mañana. En cuanto a D’Eymon, lo más probable era que le tocara hablar directamente con él del
asunto al cabo de unos días. Bueno, tan directamente como cabía hacerla con aquel hombre.
Tomó un sorbo de khav y siguió adelante. Doquiera dirigiese sus pasos, siempre había gente que se le acercaba. Mala política era en la corte de Brandín no estar a buenas con Dianora di Certando. Mientras conversaba distraídamente con todos aquellos desconocidos, la dama mantenía el oído atento a los bastonazos del lacayo que habían de anunciar la entrada de Brandín. Notó que Rhun estaba haciendo muecas ante un espejo y riéndose de su propia cara. Se le veía de buen humor. Era buena señal. De repente, al volverse hacia la derecha, vio un rostro que resultaba muy de su agrado, y desde luego no podía negarse el gran papel que había desempeñado su dueño en el desarrollo de su propia historia.
Pudiera decirse, y con razón, que todo había sido culpa del gobernador. Ansioso como estaba por aliviar la evidente frustración que sentía Rhamano, capitán aquel año de la Nave del Tributo, ordenó a la camarera certandesa —aquella que le había pedido disculpas de un modo tan encantador unos días antes, cuando le derramó el vino encima— que trajera unas cuantas botellas más, eso sí, siempre de lo mejor que hubiera en la bodega del Hostal de la Reina, aunque, por lo visto, todos los comensales habían bebido ya más de la cuenta.
Rhamano, lo suficientemente joven todavía para ser ambicioso, pero también lo bastante maduro para ser consciente de que se le estaban acabando las oportunidades, había hecho un comentario bastante mordaz aquella mañana en torno al estado en que se hallaban las cosas en Stevania y sus alrededores. «¡Menudo poblacho!», había murmurado como el que no quiere la cosa. La recaudación había sido tan exigua, que no estaba muy seguro de que valiera la pena volver a remontar el río la próxima primavera… teniendo en cuenta el modo en que se llevaba la administración de la comarca.
El gobernador, que no abrigaba ya muchas ambiciones, pero que necesitaba seguir aún unos cuantos años en el cargo para redondear su fortuna con el porcentaje que le correspondía de los aranceles e impuestos provinciales, así como de las multas y confiscaciones impuestas por los tribunales de justicia, se estremeció y maldijo para sus adentros la conjunción de planetas que lo había puesto en aquella situación. ¿Por qué diablos tenía tan mala suerte, con lo que se esforzaba él en ser decente y pasar inadvertido en todo lo que hacía?
A menos que recurriera al poder de convicción que tenía entre sus súbditos el despliegue masivo de las fuerzas militares a su mando, no había forma de sacar más dinero ni riquezas de aquella región sumida en la miseria. Si lo que de verdad deseaba Brandín era obtener algún provecho económico de Stevania, más le habría valido no aplastar la ciudad y su distrada con tanto rigor como lo había hecho.
Al gobernador, por supuesto, ni en sueños se le habría ocurrido manifestar en voz alta ni baja aquellas ideas, pero lo cierto era que cumplía su cometido lo mejor que podía. Si intentaba exprimir al gremio de curtidores o pañeros más de lo debido, lo único que iba a conseguir era llevarlos a la quiebra, con lo que Stevania, poco poblada ya de por sí —sobre todo escaseaban los varones en la flor de la edad—, habría acabado convirtiéndose en una ciudad fantasmal, y había recibido del rey órdenes explícitas de evitarlo a toda costa. Y, si las órdenes del rey eran tan contradictorias, ¿cómo diablos iba a llevarlas a la práctica un funcionario de rango intermedio como él?
Pero era obvio que con aquel maldito Rhamano no valían quejas, por razonables que fueran. ¿Qué podían importarle al capitán los problemas del gobernador? Los capitanes de la Nave del Tributo eran juzgados con arreglo a la cantidad y calidad del botín que llevaran a Chiara. Su cometido era presionar cuanto pudieran a los funcionarios locales, hasta el punto incluso en ocasiones de obligarlos a ceder parte de sus propias ganancias para que el cargamento del barco se acercara lo más posible a la cantidad que les había sido asignada. El pobre gobernador se había resignado ya a actuar de aquel modo, si, en el plazo de esa semana, no lograba obtener de los campesinos de la distrada el producto suficiente para dejar satisfecho a Rhamano, y estaba convencido de que no iba a conseguirlo. El tipo aquel era ambicioso, y en Corte, que era el próximo destino de la nave, habían tenido una cosecha muy mala aquel año.
La finca de recreo que pensaba construirse cuando se retirara al este de Ygrath, en un promontorio estratégicamente situado, le parecía aquella noche más lejos que nunca. Cuando pidió que les trajeran una nueva botella, mentalmente echaba de menos el mar azul y los espléndidos bosques que rodearían la casa que probablemente nunca llegaría a tener.
Por otra parte (como acostumbraban decir por allí), sus intentos de aplacar las iras de aquel Rhamilio parecían haber surtido efecto cuando menos se lo esperaba. El gobernador había pedido a su maravilloso Arduini —en realidad el verdadero y único placer de que disponía en aquel lugar perdido— que preparara para ellos una cena inolvidable. «Todas mis cenas son inolvidables», había respondido el cocinero, como cabía esperar. Pero el gobernador había acabado dulcificando su ánimo con una sabia mezcla de halagos e ygras de oro, y recordándole —aunque sus palabras no fuesen del todo fieles a la verdad, como se confesaría más tarde— que su huésped tenía acceso directo al rey.
El banquete había resultado una serie continua de descubrimientos; el servicio había sido eficaz, amable y en modo alguno agobiante, y el vino, en fin, el complemento ideal al arte innegable de los platos de Arduini. Rhamano, a quien al parecer costaba no poco trabajo mantener en buena forma su estado físico, había pasado de la frugalidad inicial a una apreciación cada vez más positiva de la velada, y por fin a un estado de absoluta placidez y expresividad. Hasta el punto de que, en
un determinado momento, mientras tomaban la penúltima botella de vino dulce, importado de la lejana Ygrath, se había emborrachado del todo.
Aquélla era la única explicación posible de que, una vez concluida la cena y cerrado el Hostal de la Reina, el capitán capturara a la camarera de pelo oscuro que les había servido durante el banquete para llevársela como tributo a Brandín, y no había tardado en trasladarla a la galera fondeada en el río. ¡A una camarera! Más aún: ¡a una camarera de Certando!, y Certando se hallaba al otro lado de la frontera, donde el poder estaba en manos de Alberico de Barbadior, no en las de Brandín de Ygrath.
El gobernador de Stevania se despertó al alba con la cabeza embotada aún por la borrachera, cuando un aterrado miembro del consejo se presentó en sus aposentos trayéndole unas noticias de lo más inquietantes. Sin tiempo apenas para vestirse adecuadamente y echando de menos un sorbo de khav bien cargado, tanto más necesario por cuanto sentía un fortísimo dolor de cabeza, el gobernador se aprestó a escuchar los motivos de tan inesperada irrupción.
—¡Detened esa galera! —exclamó cuando las terribles implicaciones que podía tener el gesto del capitán fueron abriéndose paso en su mente algo más despejada.
Aunque su intención era lanzar un gruñido de furia, su garganta sólo pudo emitir un chillido de alarma lo bastante explícito, sin embargo, para que el consejero saliera corriendo a cumplir sus órdenes.
Obstruyeron el paso por el río Sperion y detuvieron a Rhamano justo cuando estaba a punto de levar anclas.
Por desgracia el capitán de la Nave del Tributo dio muestras de una terquedad contraria a las reglas más rudimentarias impuestas por el sentido común, y se negó en redondo a entregar a la muchacha. El gobernador, casi ciego de ira, contempló por un instante la posibilidad de hacer volar la embarcación, la galera de Brandín, rey de Ygrath, señor de Burrakh, de Khardhun, tirano de las provincias occidentales de la península de la Palma, en la que ondeaba el estandarte del propio soberano y la bandera del reino de Ygrath.
Las ruedas mortales, pensó en ese instante el gobernador, habían sido ideadas precisamente para los funcionarios de rango inferior que se atrevían a intentar ese tipo de acciones. Mientras tanto, su cerebro se esforzaba por ver con claridad a la dudosa luz del alba el medio de hacer entrar en razón al capitán de la nave, presa evidentemente de una locura momentánea.
—¿Pretendes acaso provocar un conflicto armado? —gritó desde el muelle.
Se veía obligado a hablar desde la orilla del río, pues no le permitían subir a la galera. A la pobre muchacha, por lo demás, no se la veía por ninguna parte. Sin duda alguna había sido encerrada en el camarote del capitán. Ojalá hubiera muerto, se dijo
el gobernador. Ojalá muriera él también, pensó más tarde. Ojalá el famoso cocinero Arduini no hubiera puesto nunca los pies en Stevania.
—¿Y por qué razón —respondió con calma el capitán Rhamano desde el puente— habría de tener tan funestas consecuencias el hecho de que yo cumpla con mi deber?
—¿Pero es que la sal marina ha oxidado el poco cerebro que los dioses te han dado? —exclamó el funcionario torpemente. El capitán frunció el entrecejo—. ¡Pero por las siete hermanas del dios! ¿No te das cuenta de que es una certandesa? ¿No ves lo fácil que le resultaría a Alberico declararnos la guerra por ese motivo?
El pobre hombre estaba sudando, y hubo de enjugarse la frente con un trapo rojo que le tendió uno de sus sirvientes.
Rhamano se mostraba sorprendentemente sereno, pese a que la noche anterior había bebido tanto o más que el propio gobernador, cuyas razones no parecían impresionarle lo más mínimo.
—Por lo que a mí respecta —respondió al fin el capitán—, es una habitante de Stevania; trabaja en Stevania y ha sido capturada en Stevania. En mi opinión, ello la hace perfectamente apta para el saishan o para lo que Su Majestad decida en su sabiduría hacer con ella. —Y, señalando con el dedo al gobernador, añadió—: y ahora retira todas esas embarcaciones del río o las abordaré y las hundiré en el nombre de las siete hermanas y en el del rey de Ygrath. A menos —agregó apoyándose en la borda que te pongas telepáticamente en contacto con Chiara para que el propio rey sea quien dé una solución al conflicto.
En la colonia había un refrán que decía: «Quedarse desnudo de cabo a rabo». Exactamente así es como dejaba al gobernador la insidiosa propuesta del capitán. La frase describía con absoluta precisión la forma en la que el mediocre gobernador de Stevania se sentía en aquellos momentos. Volvió a enjugarse el sudor de la frente y el cuello con aquel trapo rojo.
A todos los administradores regionales de la Palma Occidental se les había hecho saber que no debían ponerse en comunicación telepática con el soberano a no ser que tuvieran una razón de verdadero peso. Los poderes que se veía obligado a emplear Brandín para mantener ese tipo de contacto con sus subordinados carentes de facultades mágicas eran enormes.
Desde luego no era plato de gusto para nadie tomar semejante iniciativa, sobre todo teniendo en cuenta lo temprano de la hora, y el hecho de que probablemente el monarca estaría todavía durmiendo. Por otra parte, tampoco resultaba agradable apelar a la presencia mental del rey cuando la propia mente se hallaba embotada y entorpecida por efecto del alcohol, y más cuando el asunto a tratar no parecía ser, en el fondo, sino la captura de una simple campesina para la Nave del Tributo.
Eso por un lado. Pero por otro estaba la amenaza de guerra en la frontera, y en su cerebro martilleaba sin compasión la posibilidad de que las cosas revistieran una
importancia aún mayor. Pues, en nombre del dios y sus hermanas, ¿quién era el guapo que conocía el modo en que actuaba la tortuosa mente de Alberico, el tirano de Barbadior? ¿Cómo reaccionaría, o mejor dicho, cómo decidiría reaccionar ante aquel incidente? Prescindiendo del burdo análisis de la situación que hacía Rhamano, lo cierto era que sólo por el hecho de trabajar en el Hostal de la Reina resultaba evidente que la muchacha no era de Corte la Baja. ¡Por las siete hermanas, si ni siquiera era posible capturar para el tributo a los naturales de la provincia! El propio rey lo había prohibido terminantemente. Para poder capturarla, debía ser certandesa, así que, si Rhamano se empeñaba en decir que era una residente de Stevania, significaba que era de Corte la Baja, y por lo tanto no podía ser capturada, y por lo tanto… ¡Y por lo tanto es que ya no sabía nada! El gobernador tenía el pañuelo chorreando de sudor. Pidió uno nuevo, con la sensación de que aquel sol matutino iba a derretirle la sesera.
Durante los largos años al servicio del rey, lo único que había ansiado era alcanzar un puesto tranquilo, ni siquiera excesivamente lucrativo, como merecía el apoyo prestado por su familia a las pretensiones de Brandín al trono de Ygrath. No aspiraba a más. Se contentaba con disponer un día de una casita en el promontorio del este, desde la cual pudiera contemplar cómo salía el sol desde el fondo del mar, y con poder salir de montería con sus galgos. ¿Acaso era pedir demasiado?
Por un instante pensó lavarse las manos y desentenderse de todo aquel asunto —¡a ver si los malditos habitantes de la península podían mejorar aquella frase!—, dejando que el estólido capitán de la Nave del Tributo marchara río abajo hasta donde quisiera. De hecho, pensó, aunque, ¡ay!, demasiado tarde, podría haberse quedado en la cama fingiendo no haber recibido el mensaje a tiempo. En tal caso nadie habría podido echarle la culpa a él del comportamiento de un marino medio borracho. Cerró los ojos, paladeando el exquisito sabor de semejante oportunidad, por desgracia perdida.
Ya era tarde. Ahí estaba, a la orilla del río, muerto de calor y deslumbrado por la brillante luz del sol, con casi toda Stevania al corriente de la conversación que acababa de mantener con Rhamano. El gobernador dirigió mentalmente una breve plegaria a los dioses protectores de las cosechas y los bosques, mientras a su cabeza venía la imagen de su ansiada finca a orillas del mar, cuyas posibilidades veía cada vez más remotas.
—Bueno, déjame subir a bordo —ordenó con toda la energía de que fue capaz—. No querrás que me ponga en comunicación telepática con Su Majestad desde el muelle… Necesito un asiento y una buena taza de khav bien fuerte, o de lo que en definitiva pase por tal en un cascarón como ése.
El disgusto de Rhamano era más que evidente, cosa que al gobernador producía un placer malsano. Finalmente fueron satisfechas sus peticiones. La mujer fue encerrada en el sollado y a él lo dejaron a solas en el camarote del capitán. Lanzó
varios suspiros. Se quemó la lengua al tomar precipitadamente un sorbo de khav caliente, pero ello le sirvió al menos para despabilarse un poco. Por fin, por vez primera en los tres años que llevaba en el cargo, se concentró hasta que en su mente apareció la imagen nítida que Brandín le había enseñado a reconocer, y su pensamiento formuló en tono perentorio el nombre de su rey.
Con una rapidez sorprendente oyó en su cerebro la voz fría de Brandín, en la que siempre podía percibirse un ligero tono de burla. El gobernador tenía una profunda sensación de vértigo. Aun así, intentó recuperar la compostura y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, explicó a grandes rasgos —según le habían enseñado, la rapidez era vital en tales circunstancias— cuál era la situación a la que se enfrentaba. Se disculpó dos veces por importunar de aquel modo a Su Majestad, pero no se atrevió a hacerlo una tercera por más que así lo apremiaba su instinto de conservación. ¿De qué podía servir el instinto de un diplomático cuando se enfrentaba directamente con las artes de hechicería? Sentía que le dolía todo el cuerpo, sometido a la tensión discontinua de aquella conversación telepática.
Al final, sin embargo, a punto estuvo de estallar en himnos de agradecimiento a las veinte deidades de su devoción, debido a la alegría que sintió al comprobar que el soberano le daba a entender que no estaba enfadado. Es más, que había hecho bien al ponerse en comunicación telepática con él. En efecto, la ocasión venía pintiparada para comprobar la capacidad de reacción de Alberico, de modo que debía permitirse a Rhamano capturar a la muchacha para la Nave del Tributo, dejando bien claro —insistió encarecidamente el soberano— que se trataba de una certandesa de nacimiento. Una certandesa que se hallaba de paso en Corte la Baja; ésa era la justificación que debía dar a la medida tomada: no tenía que buscar evasivas ni aducir que se trataba de una ciudadana de Stevania ni nada por el estilo. Así descubriría qué tipo de mentalidad tenía ese brujo barbadio de tres al cuarto.
La actuación del gobernador estaba plenamente justificada, afirmó el soberano. En la mente del funcionario la imagen de la casa a orillas del mar recobró toda la viveza y frescura que había tenido hasta hacía unos instantes, mientras se deshacía en manifestaciones de amor y agradecimiento hacia la persona de su soberano. Brandín hubo de cortar por lo sano e interrumpirlo con brusquedad.
—Bueno, ya hemos terminado —dijo— y vete a descansar de una vez, que menuda resaca tienes.
El gobernador permaneció un buen rato a solas en el camarote del capitán intentando convencerse de que las últimas palabras de Brandín habían sido pronunciadas en tono jocoso y no de reconvención. No le cabía la menor duda. Vaya, estaba segurísimo.
Las cosas se precipitaron a una velocidad vertiginosa. La galera recibió permiso para zarpar y esa misma mañana salió de la ciudad. Por la noche el soberano volvió a ponerse en comunicación telepática con el gobernador en dos ocasiones. Una, para ordenarle que reforzara discretamente la guarnición del puesto fronterizo de Forese,
pero, eso sí, sin que las tropas acumuladas en él fueran tan numerosas que constituyeran una provocación para sus vecinos. El gobernador se pasó la noche en vela intentando discernir cuál era la cantidad adecuada.
De la capital llegaron refuerzos por el río con objeto de asegurar la guarnición de Stevania. Al poco tiempo recibió instrucciones del monarca para que se pusiera de acuerdo con un posible legado de Barbadior, llegado de Certando, al cual debía recibir con la mayor amabilidad, pero remitiendo la solución final del conflicto a la propia Chiara. Le previnieron también del peligro que había de que se produjera una incursión relámpago desde la fortaleza de Sinave. En tal caso, debía aniquilar sin compasión a los osados que se atrevieran a poner sus pies en el territorio de Corte la Baja. Pese a la poca experiencia que tenía en aniquilamiento de ningún tipo, el gobernador juró que cumpliría las órdenes sin dudar.
Según le advirtieron, debía aconsejar a los mercaderes que retrasaran unos días su viaje en caso de que tuvieran proyectado dirigirse hacia la Palma Oriental. No debía dictar una orden oficial; sencillamente había de presentar la medida como un consejo prudente que cualquier hombre de negocios sabría aprovechar convenientemente. La mayoría, en efecto, así lo hizo.
Al final no ocurrió nada. Alberico prefirió pasar por alto el incidente. Al no desear que las cosas tomaran unas proporciones desmesuradas, no le quedó más remedio, para salvar la cara, que no darse por aludido. Al principio corrieron rumores de que su venganza recaería sobre los mercaderes o los músicos ambulantes de la Palma Occidental que tuvieran la desgracia de hallarse de paso en sus provincias, pero finalmente no hubo nada. Los barbadios se limitaron a considerar que la muchacha era una certandesa de origen instalada oficialmente en Corte la Baja. Justo lo que Rhamano se había obstinado en repetir la mañana en que la capturó.
No obstante, en las provincias dependientes de Ygrath se repetía hasta la saciedad que era una certandesa de los pies a la cabeza. Todos afirmaban que era una mujer nacida en territorio barbadio y que Brandín la había capturado burlándose descaradamente de Alberico. Según todos los rumores, era además bellísima.
Rhamano empleó el resto del verano y los primeros días del otoño en regresar a Chiara. La galera prosiguió su viaje río abajo cargada con los tributos de todo el territorio. Poco a poco, la nave, con sus flamantes velas desplegadas, recorrió las costas de Corte y Ásoli, recogiendo en los correspondientes puertos los impuestos y las donaciones asignados con antelación.
En Corte la cosecha había sido particularmente mala aquel año y fue preciso ejercer no poca presión para alcanzar las cuotas mínimas. En dos ocasiones permanecieron anclados durante algunos días, mientras el capitán se adentraba en el país con objeto de forzar la entrega del tributo. Rhamano buscaba sin descanso mujeres cuya utilidad no fuera simplemente la de meras rehenes o símbolos vivientes del predominio de Ygrath; mujeres que dieran brillo al saishan y, de paso, aceleraran
la carrera de un mísero capitán de la Nave del Tributo, cuyo máximo deseo era alcanzar un cargo en tierra firme después de veinte años surcando los mares.
Descubrió tres posibles candidatas. Entre ellas, una doncella perteneciente a una familia nobilísima, cuya existencia le reveló un delator. Para capturarla hubo de arrasar e incendiar la finca que su padre poseía en Corte. Fue una verdadera lástima tener que recurrir a aquel expediente.
Por fin, cuando el otoño empezaba a estar ya maduro, y hasta las llanuras de la inhóspita Ásoli se volvían un poco más humanas al disfrutar de algunas horas al día sin llover, la Nave del Tributo rebasó las traicioneras aguas del estrecho de Ásoli y se adentró en el mar de Chiara. Al cabo de unos días penetró en el Gran Puerto de la isla con sus hermosas velas rojas y doradas brillando al sol del mediodía.
Rhamano llevaba en su nave oro, piedras preciosas, plata y monedas de todo tipo. En sus bodegas se acumulaban los cueros de Stevania, las planchas de madera de Corte y las enormes ruedas de queso de las comarcas costeras de Ásoli. Llevaba especias, hierbas aromáticas, cuchillos, cristales tallados, lana y vino. Asimismo iban a bordo dos muchachas de Corte y una de Ásoli, a las que acompañaba una cuarta cuya importancia era muy superior. Se trataba de la famosa belleza morena que, al término de la travesía, era conocida ya en toda la península como la mujer que había estado a punto de provocar una guerra. Se llamaba Dianora di Certando, aquella Dianora que había decidido llegar hasta la isla desde el primer momento, desde que empezó a trazar sus planes sentada junto al fuego medio apagado de la casa paterna una noche estival de hacía ya varios años; aquella que había templado su ánimo como si fuese acero —lo mismo que, según decían, hacían los hombres antes de entablar combate—, con el propósito de ser capturada y llevarla a la isla para pasar el resto de sus días en el saishan del tirano. Había tardado cinco años en conseguido y su corazón estaba lleno de muerte: en él llevaba a su padre, caído en la batalla, a su hermano desaparecido y a su pobre madre, cuya mente había volado a regiones de todo punto ignotas. En sus sueños surgían las figuras de los tres envueltas en las llamas de su tierra incendiada.
Y aquel paisaje lúgubre, aquellas imágenes de muerte y desolación seguían acompañándola en el barco. Seguía con sus sueños, pero ahora, a medida que la silueta de Chiara iba tornándose más y más definida bajo el sol matutino, aparecía algo más: era una especie de incredulidad respecto al rumbo que había seguido su vida hasta el momento. No podía comprender cómo las cosas habían acabado saliéndole tan mal y al mismo tiempo se habían ajustado con tanta precisión a los planes que se había trazado desde el primer momento. Había intentado convencerse de que se trataba de un mal augurio y había apretado por tres veces el pulgar con el puño apretado para que, al entrar en aquel nuevo mundo, sus deseos se hicieran realidad.