Como era de esperar, el largo camino por el que se adentraron aquel día no conducía de vuelta a la posada. Atravesando el bosque, los tres músicos salieron a la carretera que conducía de Ardín a Astíbar. En silencio, bajo el manto estrellado del cielo otoñal, lo único que se oía era el canto de las cigarras en la espesura a uno y otro lado de la calzada. Devin se alegraba ahora de haber cogido el jubón de lana, pues hacía mucho frío. Seguramente helaría.
Era extraño hallarse en pleno campo a aquellas horas de la madrugada. Cuando salían de gira, Ménico tenía siempre la precaución de tener alojados y bajo techo a sus músicos antes de la hora de cenar. Pese a las estrictas medidas adoptadas por los tiranos contra ladrones y bandoleros, los que solían andar de noche por los caminos de la Palma no eran en general personas decentes. Personas como él lo había sido hasta esa misma mañana. Gracias a la seguridad que le prestaban su escondite y sus capacidades, había cosechado un magnífico triunfo… por efímero que resultara al fin. De cualquier forma sabía lo que era el verdadero éxito. Ahora, en cambio, estaba caminando por un sendero solitario, en medio de la oscuridad, y había prestado un juramento que lo destinaba con toda probabilidad a una rueda mortal; en Chiara, si no en Astíbar. O en ambas regiones incluso, caso de que Tomasso hablara.
Tenía una extraña sensación de abandono. Confiaba en los hombres con los que había hecho causa común; confiaba incluso, en honor a la verdad, en la muchacha… Pero en el fondo no los conocía demasiado. No tanto como a Ménico o a Eghano, con quienes llevaba mucho tiempo.
Se le ocurrió entonces que lo mismo cabía decir de la causa que había abrazado unas horas antes. Ni siquiera conocía Tigana; ni siquiera sabía con exactitud lo que había llevado a Brandín de Ygrath a volcar sobre ella toda su hechicería. Devin iba a dar un giro de ciento ochenta grados a su vida por una historia que le habían contado a la luz de la luna, por una canción de cuna, por un recuerdo de su madre: por algo que, en definitiva, se reducía casi a una mera abstracción. A un nombre.
Era, no obstante, lo suficientemente honrado consigo mismo para preguntarse abiertamente si lo que estaba a punto de hacer venía motivado por sus veleidades aventureras —por el esplendor que a su persona pudieran contagiar Alessan, Baerd o el viejo duque Sandre—, o más bien por el hondo dolor que había sentido esa noche en el bosque. Todavía ignoraba la respuesta y tampoco sabía qué papel desempeñaba en todo aquello Catriana, qué papel desempeñaba su propio padre, su orgullo o simplemente la voz de Baerd relatando su ruina en plena noche.
Lo cierto era que, si Sandre d’Astíbar impedía hablar a su hijo, como había prometido, Devin no encontraría ningún obstáculo para seguir adelante su carrera, tal como lo había hecho durante los últimos seis años. Al fin podría cosechar los triunfos y disfrutar de los premios que se le auguraban. El tenor sacudió la cabeza. Qué curiosa era la vida. Ahora le resultaba de todo punto inconcebible seguir actuando de pueblo en pueblo en compañía de Ménico, recorriendo la península de punta a punta, viviendo como hasta esa mañana. Tenía la sensación de haber cruzado un puente tremendo y definitivo. ¿Tenía que dar un hombre ese tipo de pasos?, se preguntó ¿Cuántas veces se veía en el brete de elegir su vida distinguiendo con perfecta claridad y en el momento mismo de tomar su decisión las razones que a ello lo inducían?
Despertó bruscamente de sus ensoñaciones cuando Alessan se detuvo y levantó la mano en señal de advertencia. Sin necesidad de intercambiar una sola palabra, los tres desaparecieron de nuevo entre los árboles que flanqueaban el camino. Al cabo de un instante se vio el resplandor de una antorcha y Devin pudo oír el rechinar de una carreta que se aproximaba. Se oían también voces, una de hombre y otra de mujer. «Alguien que vuelve tarde a casa después de la fiesta», pensó. Ello quería decir que no había sido suspendida, aunque, en cierto modo, parecía que aquello hubiera dejado de tener importancia. Aguardaron a que pasara la carreta.
Ésta, sin embargo, no siguió adelante. El caballo se detuvo con un leve tirón de las riendas justo delante del sitio donde se ocultaban los tres músicos. Un hombre saltó del pescante y se le oyó farfullar mientras abría el candado de una cancela.
—Realmente soy demasiado indulgente. Cada vez que miro esta birria de enseña me viene a la cabeza que habría debido encargársela a un verdadero artesano. ¡La indulgencia de un padre tiene sus límites! ¡O debería tenerlos!
Devin reconoció a un tiempo el lugar en que se hallaba y la voz del protestón. Un impulso incontrolable de recuperar las costumbres que habían sido las suyas antes de aquella extraña noche lo hizo salir de su escondite.
—¡Confía en mí! —susurró a Alessan, que intentaba detenerlo—. ¡Es un amigo! —Y salió al camino—. Yo pensaba que no estaba tan mal —dijo en voz alta—. No conozco a ningún artesano que pudiera hacerlo mejor. Además, Rovigo, a decir verdad, recuerdo que lo mismo me dijiste ayer por la tarde en El Pájaro Verde.
—Reconozco esa voz —respondió al instante el interpelado—. Reconozco esa voz y debo confesar que me siento encantado de volver a escucharla. Aunque me hayas desenmascarado en presencia de una esposa gruñona y de una hija que lleva haciéndome sufrir años y años. Eres Devin d’Ásoli, si no me equivoco.
Cogió el farol que colgaba de la carreta y se dirigió al sitio donde estaba su amigo. Devin escuchó la risa sofocada de las dos mujeres que iban en la tartana. Alessan y Catriana salieron asimismo al camino, imitando su gesto.
—¿Cómo ibas a equivocarte? —replicó el muchacho—. Permíteme que te presente a dos compañeros míos: Catriana d’Astíbar y Alessan di Tregea. Éste es Rovigo, un mercader con el que estaba tomándome unas copas en un local de lo más elegante, cuando Catriana se las compuso para que me pusieran perdido de morapio y me echaran a la calle.
—¡Ah! —exclamó Rovigo levantando el farol—. ¡Conque ésta es tu hermanita!
Iluminada por la linterna, Catriana sonrió como si tal cosa y dijo a modo de explicación:
—Tenía que hablar con él, ¡no vayas a pensar que me gusta frecuentar ese tipo de ambientes!
—¡Una mujer sabia y próvida! —comentó el mercader guiñándole un ojo—. Ojalá mis hijas fueran la mitad de inteligentes que ella, pero ninguna, puedes estar seguro —añadió—, se atrevería a acercarse por El Pájaro Verde a menos que tuviera un romadizo tan fuerte que le anulara por completo el sentido del olfato. Alessan se echó a reír.
—Bien hallado seáis en este oscuro camino, maese Rovigo, y tanto más lo seáis, si, como supongo, sois el patrón del navío La Sirena de los Mares.
Devin se quedó mirándolo estupefacto.
—Por desgracia soy el dueño y patrón de esa birria de embarcación —contestó Rovigo con amabilidad—. Pero ¿cómo es que la conoces, amigo?
—Porque alguien me pidió que te buscara —repuso Alessan con el talante alegre—. Te traigo noticias de Ferraut. Me dio muchos recuerdos para ti un tipo gordo y pecoso llamado Taccio.
—¡Mi querido representante en Ferraut! —exclamó el mercader—. ¡Me alegro mucho de verte! Pero, por Adaón, ¿cómo lo conociste?
—Siento decirte que fue en otra taberna. Yo estaba tocando y él… Bueno, según dijo, intentaba escapar a su justo castigo. En realidad éramos los últimos parroquianos que quedaban en el local. El hombre no tenía ningunas ganas de volver a su casa por razones que encontré más que justificadas, y nos pusimos a charlar.
—No hace falta esforzarse mucho para ponerse a charlar con Taccio —afirmó Rovigo.
Devin oyó una risa sofocada procedente del interior de la carreta. Aquello no sonaba a la gazmoñería propia de una hija antipática e imposible de casar. El cantante empezaba a entender cuál era la actitud del mercader respecto a las mujeres de su familia, y se sorprendió a sí mismo sonriendo en medio de la oscuridad.
—El buen Taccio me explicó cuál era su situación —seguía diciendo Alessan—. Por eso cuando mencioné que acababa de integrarme en la compañía de Ménico di Ferraut y que por tanto iba a venir aquí para las fiestas, me encargó que te buscara y que te confirmara verbalmente el contenido de cierta carta que, al parecer, te ha enviado.
—Media docena de cartas suyas he recibido ya —farfulló Rovigo—. Pero venga, cumple tu cometido y dame esa confirmación verbal, amigo Alessan.
—El bueno de Taccio me pidió que te jurara por la Tríada y los tres dedos de la Palma —la voz de Alessan remedó, para dar mayor verosimilitud a su mensaje, el tono perentorio del representante— que, como no le envíes antes de los primeros fríos del invierno la cama que te encargó, el dragón que duerme a su lado cada noche se despertará enfurecido de su letargo le pondrá fin a su vida y con ella a los muchos servicios que te ha venido prestando a lo largo de los años.
Las ocupantes de la carreta prorrumpieron en aplausos y comentarios jocosos. La voz de la esposa, confirmando la idea que de ella se había hecho Devin, no correspondía ni mucho menos a la de una vieja gruñona.
—¡Eanna y Adaón, protectores del matrimonio, impidan que suceda tamaña desgracia! —exclamó Rovigo en tono piadoso—. La cama ha sido encargada ya. Es más, puedo afirmar que ya está concluida su fabricación y que en cuanto terminen las fiestas la enviaré a Ferraut.
—En ese caso el dragón podrá seguir en su letargo y Taccio salvará la vida —comentó Alessan adoptando el soniquete propio de la «moraleja» que suele acompañar el final de un espectáculo de títeres.
—La verdad sea dicha —se oyó decir a una mujer de voz dulce y cariñosa—, no comprendo por qué os produce ese pavor la pobre Ingonida. Rovigo, escucha, ¿es que se nos ha olvidado lo que son los modales? ¿Vamos a tener a la puerta a nuestros amigos con el frío que hace?
—Por supuesto que no, querida mía —se apresuró a responder el mercader—. Es sólo que de imaginarme la furia de Ingonida he quedado paralizado de espanto.
Devin no podía parar de reír. Hasta Catriana, notó, había distendido su habitual ceño de superioridad o indiferencia.
—¿Volvíais a la ciudad? —preguntó Rovigo. ¡La primera ocasión de actuar con disimulo!
Alessan dejó que fuera el cantante quien saliera del paso.
—Sí —contestó Devin—, hemos salido a dar un paseo para refrescarnos las ideas y escapar del escándalo y ahora nos disponíamos a enfrentamos de nuevo con el gentío que llena la ciudad.
—Supongo que toda la noche habéis estado acechados por los admiradores —comentó el mercader.
—Pues sí —repuso Alessan—. Parece que nos hemos hecho famosos.
—En fin, bromas aparte —dijo Rovigo—. Comprendo que tengáis ganas de volver a la fiesta. Cuando nos fuimos nosotros, aún no había llegado a su punto más alto. Las celebraciones durarán la noche entera, por supuesto, pero confieso que no me gusta dejar solas en casa a las pequeñas demasiado tiempo, y además, a Alais, mi hija mayor, a poco que se excite, empiezan a darle mareos y vahídos.
—¡Qué pena! —repuso Alessan como si tal cosa.
—¡Padre! —protestó la muchacha desde el interior de la carreta.
—¡Rovigo, deja de decir tonterías! —¡o te echo encima un cubo de agua fría cuando estés en lo mejor de tus sueños!— exclamó la madre, escandalizada, aunque, a juicio de Devin, sus palabras no expresaban un enfado sincero.
—¡Así se escribe la historia! —comentó el mercader haciendo un gesto expresivo con la mano derecha—. ¡Hasta cuando estoy durmiendo me tratan de cualquier manera! Pero bueno, si no os asusta la estridencia de mi santa mujer y la perspectiva de pasar un rato con otras tres escandalosas, estaré encantado de poderos ofrecer un humilde resopón. En mi casa podréis tomar una copa con más tranquilidad que en ningún establecimiento de Astíbar.
—Y, si nos hacéis el honor de pernoctar en ella, encontraréis también tres camas dispuestas a acoger vuestros cansados miembros —agregó Alix—. Os escuchamos cantar y tocar esta mañana en los funerales del duque. Realmente estaríamos muy honrados de teneros entre nosotros.
—¿Estuvisteis en el palacio? —preguntó Devin sorprendido.
—¿Cómo íbamos a estar? —farfulló Rovigo—. Estábamos en la plaza, como el resto de la multitud. —Vaciló antes de añadir—: Sandre d’Astíbar fue un hombre que merecía todos mis respetos y admiración. Las tierras de los Sandreni lindan al este con mis posesiones, mucho más modestas. Piensa que el bosque por el que habéis estado paseando es suyo. Fue un excelente vecino hasta el fin de sus días. Yo tenía intención de asistir a sus exequias…, pero, cuando me enteré de que la compañía de mi joven amigo había sido elegida para actuar en su funeral, entonces… Pero bueno, ¿queréis hacer el favor de pasar?
Esta vez Devin cedió la iniciativa a Alessan. El falso flautista, cuya blanca dentadura brilló en la oscuridad al sonreír, replicó:
—Ni en sueños se nos ocurriría rechazar una invitación tan amable. Así tendremos ocasión de brindar por el traslado de la cama de Taccio hasta Ferraut y porque el dragón siga disfrutando de su letargo.
—¡Oh, pobre Ingonida! —exclamó Alix desde el interior de la carreta, luchando en vano por contener la risa—. ¡Qué injustos sois con ella!
Dentro de la casa continuaron las risas, pero esta vez a la luz de las velas y al calor de la lumbre. Allí los aguardaban otras tres mocitas de innegable atractivo, cuyos nombres no pudo captar Devin, distraído por las risitas sofocadas y los rubores mal disimulados de las tres doncellas. La de más edad de éstas, que debía de haber cumplido ya los diecisiete, tenía la voz muy dulce y una mirada curiosamente pícara y comprometedora. Alais, en cambio, era muy distinta. A la luz del zaguán pudo comprobar que la hija mayor de Rovigo era de pequeña estatura, seria y delgada. Tenía una hermosa melena negra, lisa y larga, y sus ojos azules irradiaban una dulzura como no recordaba Devin haber visto en su vida. Comparado con el suyo, el azul de los ojos de Catriana resultaba en exceso desafiante, y su roja cabellera recordaba la melena de un león.
Llevarlas de su prurito de hospitalidad, las mujeres de la casa no se sintieron satisfechas hasta no verlos confortablemente acomodados en los sillones de la sala de estar tapizada de verde Yoro. En la chimenea ardía un enorme fuego que servía para mantener a raya el frío de la noche otoñal. El pavimento estaba protegido por una mullida alfombra cuyo dibujo revelaba a las claras, incluso a alguien tan poco versado en esos detalles como Devin, que procedía de Quilea. La muchachita de diecisiete años —que resultó llamarse Selvena— se sentó graciosamente en ella, justo a los pies de Devin, y, volviendo la cabeza hacia él, le dedicó una sonrisa irresistible. Al joven no le pasó inadvertida la irónica mirada que le lanzó Catriana desde el lugar que ocupaba cerca de la chimenea, pero prefirió no darse por aludido. Alais estaba de momento en la cocina, ayudando a su madre. En ese mismo instante apareció Rovigo, procedente de la bodega, con tres botellas en la mano.
—Espero —dijo sonriendo con malicia— que a todos os guste el famoso vino azul de Astíbar.
Aquella pregunta tan sencilla llevaba para Devin una aureola inequívoca de buena fortuna, que parecía justificar su reacción impulsiva de hacía un instante, cuando estaban ocultos en el bosque. No pudo contenerse y clavó su mirada en Alessan, que lo recompensó con una sonrisa extraña, como si con ella diese a entender que estaba de acuerdo en todo. Rovigo descorchó la botella y sirvió las copas.
—Si alguna de estas pérfidas os molesta —dijo como quien no quiere la cosa—, no os contengáis y espantadla como si fuese un gato.
De los vasos salía un hermoso humillo azul. Selvena arregló el vuelo de su vestido sobre la alfombra, haciendo caso omiso del comentario de su padre, harta probablemente ya de oír ese tipo de bromas. La dueña de la casa —discreta, limpia, hermosa, la verdadera antítesis del cómico modelo descrito por Rovigo en El Pájaro Verde— entró en la sala seguida de Alais y una vieja sirvienta. En un dos por tres se dispuso sobre el aparador un suculento resopón.
Devin aceptó la copa que le tendía Rovigo, y aspiró con deleite el aroma helado que despedía. Se acomodó en su sillón, dispuesto a disfrutar de aquellos momentos de placer. Selvena se levantó de pronto ante la mirada de reconvención de su madre,
pero sólo para llenar un plato de comida y ofrecérselo a Devin, deshaciéndose en sonrisas. De inmediato volvió a sentarse en la alfombra, más cerca del muchacho, dicho sea de paso. Alais sirvió a Alessan y a Catriana, mientras las dos hermanas pequeñas se sentaban también en el suelo junto al sillón de su padre. El mercader hizo un gesto de falso enfado al verlas a su lado, pero saltaba a la vista su satisfacción.
Devin estaba seguro de no haber visto a nadie tan feliz como él. Evidentemente en sus ojos se revelaban sus ideas, pues Rovigo exclamó, encogiéndose de hombros:
—¡Ay, hijitas!
—¡Así que se darían con un canto en los dientes…! —le recordó Devin indicando con la mirada a la esposa del mercader.
Rovigo se echó a reír. Alix, con gesto igualmente bien humorado, se había dado perfecta cuenta del juego de indirectas.
—Otra vez ha estado diciendo tonterías por ahí, ¿verdad? —preguntó la buena mujer moviendo la cabeza con gesto de amistosa reconvención—. Déjame que adivine… Según él, era una especie de foca y mi carácter era perverso y gruñón; en cuanto a las niñas, ni juntando los pocos encantos que tienen entre las cuatro, saldría una mujer mínimamente aceptable. ¿Me equivoco?
Devin se echó a reír y vio que Rovigo miraba lleno de orgullo a su mujer.
—Exacto —respondió el muchacho—, pero en defensa suya he de decir que no he oído a nadie hacer una definición tan horrenda con tanta gracia como él.
Devin recibió en recompensa una sonora carcajada de Alix, mientras que Alais, ocupada en arreglar el aparador, le dirigía de soslayo una sonrisa de maravillosa gravedad.
Rovigo levantó su copa, agitándola lentamente en círculo para que el humillo que salía de su interior formase un curioso dibujo, y exclamó:
—¿Queréis brindar conmigo en memoria de nuestro buen duque y por la gloria de la música? No me gusta hacer brindis triviales con vino azul.
—Ni a mí —replicó Alessan gravemente y levantando también su copa, dijo—: Por la memoria. Por Sandre d’Astíbar. Por la música —y añadió algo para su coleto antes de acercarse el vino a los labios.
Devin degustó, por tercera o cuarta vez en su vida, la estupenda complejidad de sensaciones que llevaba consigo el gélido vino azul, orgullo de Astíbar. No había en toda la Palma ningún producto que pudiera comparársele, y buena prueba de ello eran los precios que alcanzaba. Levantó la vista y saludó a Rovigo con su copa.
—Por todos vosotros —intervino de repente Catriana—. Por la amabilidad en medio de las tinieblas del camino.
Sus labios sonreían y en su sonrisa no podía leerse, como de costumbre, la ironía o la burla. Devin quedó sorprendido, pero enseguida se reprochó a sí mismo lo injusto de su reacción.
«No, teniendo en cuenta el rumbo que he tomado», había dicho Catriana en el palacio de los Sandreni. Ahora comprendía lo que había querido decir, pues él también había tomado ese rumbo, pese a los esfuerzos que había hecho la muchacha por impedírselo. Intentó atraer su mirada, pero no lo consiguió; estaba hablando con Alix, que se había sentado a su lado. Devin volvió por un momento su atención al plato.
Al cabo de un instante, Selvena le dijo, posando suavemente la mano sobre su pierna:
—¿Querrías cantamos algo, por favor? —Y acompañó su petición con una sonrisa maravillosa—. Alais y mis padres te escucharon esta mañana en la ciudad, pero nosotras nos hemos pasado todo el día en casa… —añadió sin apartar la mano.
—¡Selvena! —exclamaron a un tiempo la madre y la hermana mayor.
La joven dio un respingo al escuchar su nombre, pero Devin advirtió que era hacia su padre hacia quien se volvía mordiéndose el labio inferior. Rovigo la miró con seriedad.
—Querida —dijo en un tono de voz que en nada recordaba las bromas de hacía un instante—, tienes que aprender una cosa. Nuestros amigos tocan y cantan para ganarse la vida. Están aquí de invitados y, como comprenderás, pequeña mía, no se pide a un huésped que trabaje en casa.
Selvena tenía los ojos arrasados en lágrimas. Bajó humildemente la vista, mientras Rovigo, en el mismo tono serio que había empleado lo con su hija, decía a Devin:
—Acepta mis disculpas. Lo decía de buena fe, puedes estar seguro.
—No me cabe la menor duda —afirmó el joven, mientras Selvena hipaba a sus pies—. No hacen falta disculpas de ningún tipo.
—Por supuesto que no, de veras —añadió Alessan, apartando el plato—. Tocamos para ganamos la vida, desde luego, pero también porque así la vida resulta más hermosa, y tocar entre amigos no es trabajar, Rovigo.
Selvena se enjugó el llanto y lo miró agradecida.
—Yo también tendré mucho gusto en cantar cualquier cosa —dijo Catriana. Y, mirando por un instante de reojo a Selvena, añadió—: A menos, claro, que desees escuchar sólo a Devin.
El tenor se estremeció, aunque el dardo no iba dirigido contra él. Selvena dio de nuevo un respingo, ruborizándose por segunda vez. Devin vio por el rabillo del ojo la indescifrable expresión que adoptaba el semblante de Alais.
Selvena protestó que, por supuesto, era a los tres a los que se refería al decir aquello. A Alessan parecía divertirle mucho el cariz que había tomado la situación. Al fijarse en él, Devin intuyó que aquel hombre sociable y relajado que tenía ante la vista era tan príncipe de Tigana como la altiva y arrogante figura que había visto en el pabellón de caza.
«Es su forma de evadirse», pensó de repente. Y, a medida que la idea iba ganando espacio en su cerebro, comprendió que estaba en lo cierto. Lo había oído tocar el Lamento de Adaón.
—Muy bien —dijo entonces Rovigo sonriendo amablemente a Catriana—, si tenéis la bondad de perdonar a esta desvergonzada, que me sonroja reconocer por hija mía, os diré que tengo en casa un montón de flautas de Tregea… Sólo la Tríada conoce el motivo. Me parece recordar que un día tuve la vana esperanza de que algunas de estas inútiles desarrollara algún tipo de talento.
Alix, sentada a unos cuantos metros de su esposo, amagó con lanzarle una cuchara. Recuperando su habitual descaro y buen humor, el mercader mandó a la menor de sus hijas a buscar las flautas, mientras él se disponía a rellenar las copas.
Devin se dio cuenta de que Alais, sentada junto al fuego, clavaba en él sus ojos. El muchacho le sonrió con aire meditabundo, pero ella no respondió a su gesto, aunque no apartó de él los ojos, de expresión tierna y seria a la vez. El tenor sintió que el corazón empezaba a latirle a un ritmo extraño.
Al final, una vez concluida la cena, Catriana y él cantaron por espacio de más de una hora acompañados por la flauta de Alessan. En medio de su interpretación, cuando se disponían a ejecutar una vieja balada de los montes de Certando, Rovigo salió un instante de la habitación y enseguida volvió con un par de tambores de Senzio. Se puso a tocar con timidez, de forma apenas audible, pero al fin cobró ánimos y los acompañó con el repiqueteo de sus dedos sobre el cuero cada vez que repetían el estribillo. Y lo cierto es que se le daba tan bien el papel de tamborilero, como todos los demás que Devin le había visto desempeñar hasta el momento. Catriana le dedicó incluso una sonrisa deslumbrante. El mercader no necesitó más para acompañarlos en la siguiente canción y en la otra y aun en la siguiente.
La verdad, pensó Devin, es que cualquiera se contentaría con una mirada de esos ojos azules para hacer lo que fuera por ellos, y no era porque Catriana se hubiera dignado dedicarle una mirada de ésas, ni mucho menos. De repente, se sintió sumamente desconcertado.
Alguien —Alais, por supuesto— había vuelto a llenar su copa. La apuró un poco más deprisa de lo que hubiera sido conveniente, dada la legendaria fuerza del vino azul, y comenzó una nueva canción. La última que podían quedarse a escuchar las dos menores, sentenció Alix pese a las protestas de las pequeñas.
No podía cantar nada de Tigana y naturalmente tampoco procedía nada relacionado con el amor o la pasión, por lo que decidió entonar la vieja canción que
narraba la creación de las estrellas por obra de Eanna. En ella afirmaba la diosa que se comprometía a guardar en su memoria el nombre de todas, hasta la más remota, para que ninguna pudiera ser olvidada en la inmensidad del espacio o el tiempo.
Era la alusión más directa que podía hacer al significado que tenía para él aquella noche, a los motivos que había tenido para adoptar la resolución que había tomado.
Cuando empezó a cantar, vio la expresión reflexiva que adoptaba el semblante de Alessan, y notó que Catriana clavaba en él una mirada fugaz y enigmática. Rovigo dejó de tocar el tambor y se puso a escuchar embelesado. Alais, cuya negra melena brillaba como el azabache iluminada por el fuego de la chimenea, lo miraba también con un aire de concentrada gravedad. Cantó un verso entero para ella sola, ya que, por fidelidad a la canción, debía fijar su atención en sí mismo, en el fondo de su corazón, sede de su mejor música, pues era Eanna la destinataria de aquel himno, Eanna en su calidad de inventora de los nombres.
Sin darse cuenta, transportado por su propia melodía, su vista se fijó en una estrella de brillos blanquiazules llamada Micaela, y, atraída por ella, su voz subió hasta alcanzar las notas más altas, en compañía de la de Catriana, para luego, en un tono más suave, concluir aquel íntimo viaje y acabar la canción.
Selvena y sus hermanas pequeñas aprovecharon el silencio producido tras la interpretación de Devin y se retiraron a sus aposentos sin protestar. Al cabo de un momento Alix las imitó, seguida, para sorpresa del tenor, de la hermosa Alais. Al llegar al umbral, la joven se volvió y dijo dirigiéndose a Catriana:
—Debes de estar muy cansada. Si lo deseas, te mostraré tu cuarto. Espero que no te moleste compartirlo conmigo. Normalmente Selvena y yo dormimos en la misma habitación, pero esta noche ella irá al cuarto de las pequeñas.
Devin esperaba que Catriana hiciera algún comentario irónico, o algo peor, ante aquella flagrante discriminación de hombres y mujeres. Sin embargo, la pelirroja volvió a sorprenderlo, vacilando por un instante antes de levantarse.
—Estoy muy cansada, en efecto —dijo—. Y no me importa en absoluto compartir la habitación contigo. Me recuerda a mi casa.
Devin, a quien lo chocante de la situación había arrancado una sonrisa de los labios, comprendió de repente que aquella expresión estaba totalmente fuera de lugar. Pero Catriana había notado su sonrisa. El muchacho hubiese preferido que no fuera así, pues probablemente no comprendiera el significado de su gesto. Se le ocurrió de pronto que aquella mañana había hecho el amor con ella. De nuevo le parecía estar en las nubes.
Los tres varones permanecieron en silencio durante algunos minutos, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Por fin Rovigo se levantó y rellenó las copas.
Echó otro leño al fuego y se quedó mirándolo hasta que prendió la llama. Suspiró gravemente y se sentó otra vez. Se puso a jugar con su copa mientras clavaba su vista sucesivamente en sus dos huéspedes. Fue sin embargo Alessan el que rompió el silencio.
—Devin es amigo —dijo—. Podemos hablar tranquilamente. Aunque me temo que estará enfadadísimo con nosotros.
El tenor dio un respingo en su asiento y apartó el vaso. Rovigo lo miró de soslayo, mientras en sus labios quería dibujarse una expresión de sorna. Por fin, dirigiendo la vista hacia Alessan, repuso:
—Ya decía yo. Me suponía que, dadas las circunstancias, tenía que estar de nuestra parte.
También Alessan sonreía satisfecho. Al sentirse blanco de todas las miradas, Devin se ruborizó. Su cerebro intentó remontarse a los acontecimientos del día anterior.
—Cuando ayer me abordaste en El Pájaro Verde —exclamó— no fue casualidad, ¿verdad, Rovigo? Alessan te envió, claro. Le ordenaste que me siguiera, ¿no? —añadió dirigiéndose al príncipe.
Los dos hombres intercambiaron una mirada de complicidad antes de que Alessan se decidiera a responder.
—Así es —admitió—. Tenía la sospecha de que iban a celebrarse los funerales de Sandre d’Astíbar y de que probablemente nos convocarían a una audición. No podía perderte de vista.
—Debo confesar que te seguí por toda la calle de los Templos —agregó Rovigo.
Devin se percató de su expresión avergonzada, pero, aun así, el joven tenor se sentía furioso y perplejo.
—¡Entonces todo lo que me contaste en la taberna era mentira! ¡Todo eso de que en cuanto pisabas tierra te presentabas en El Pájaro Verde era pura patraña!
—No, eso precisamente era verdad —replicó Rovigo—. Todo lo que te dije era cierto, Devin. Cuando las circunstancias te obligaron a adentrarte en el barrio del puerto, resulta que se te ocurrió meterte en un local del que soy parroquiano.
—¿Y Catriana? —preguntó Devin con disgusto—. ¿Qué me decís de ella? ¿Cómo es que…?
—Cuando vi que Goro no ponía reparos en servirte, envié a un muchacho a la fonda para que le avisara. No te enfades, Devin, todo aquello fue hecho con la mejor intención.
—En efecto —confirmó Alessan—. Ahora estás en condiciones de comprenderlo en parte. El único motivo de que Catriana y yo estuviéramos en Astíbar con la compañía de Ménico es que abrigábamos la sospecha de que Sandre iba a morir.
—¡Un momento! —exclamó Devin—. ¿Qué es eso de que lo sospechabas? ¿Cómo podías saber que iba a fallecer?
—Rovigo me lo dijo —contestó Alessan. Dejó pasar unos minutos antes de añadir—: lleva nueve años actuando para mí en Astíbar. Cuando lo conocí saqué de él la misma impresión que tú ayer, y más o menos con la misma inmediatez.
Devin, aún un poco desconcertado, clavó sus ojos en el mercader que el día anterior se había hecho amigo suyo aparentemente de forma casual. Aunque ahora comprendía que aquello de casual había tenido poco. Rovigo posó su copa encima de la mesa.
—Los dos tiranos me provocan los mismos sentimientos que a ti —dijo sin inmutarse—. Lo mismo me da Alberico aquí, que’Brandín de Ygrath, soberano de Chiara, Corte, Ásoli y la provincia natal de Alessan, cuyo nombre, por mucho que me esfuerce, soy incapaz de escuchar y pronunciar.
—¿Y el duque Sandre? —preguntó Devin—. ¿Cómo supiste que…?
—Estuve espiándolos —respondió el mercader con la mayor frescura—. No me costó trabajo. Solía controlar los ires y venires de Tomasso. Estaban tan obsesionados por Alberico, que, para un simple vecino de la distrada como yo, nada había más fácil que colarse en su finca. Me enteré de lo de Tomasso y, aunque me esté mal el decirlo, el año pasado escuché todos los detalles concernientes a la muerte del duque espiando por las ventanas de la mansión y el pabellón de caza.
Devin dirigió inmediatamente su vista hacia Alessan. Abrió los labios como si fuera a decir algo, pero de nuevo los cerró sin pronunciar una sola palabra. El príncipe asintió con la cabeza.
—Gracias —dijo, y luego, mirando a Rovigo, añadió—: Ahora también hay algunas cosas que te conviene ignorar, para tu salvaguardia y la de tu familia. Como comprenderás, a estas alturas no se trata de falta de confianza.
—Después de tantos años de conocernos, no hace falta que me lo asegures —murmuró Rovigo—. ¿Qué puedes decirme de lo ocurrido esta noche?
—Alberico se presentó en el pabellón de caza poco después de llegar yo. Baerd y Catriana nos avisaron y por eso me dio tiempo a ocultarme… junto con Devin, que se había colado en la cabaña por su cuenta y riesgo.
—¿Qué es eso de por su cuenta y riesgo? —exclamó el mercader sin entender nada.
—Sé arreglármelas muy bien solo —replicó Devin levantando orgullosamente el mentón. Por el rabillo del ojo vio la sonrisa burlona de Alessan y de repente se sintió ridículo. Añadió con timidez—: Oí lo que decían los Sandreni durante el intermedio de nuestra actuación.
Rovigo parecía con ganas de hacer unas cuantas preguntas más, pero miró a Alessan y se contuvo. Devin se lo agradeció profundamente.
—Cuando, después que pasó el peligro volvimos al pabellón, nos encontramos muertos a los encargados de velar al difunto. Tomasso había sido apresado. Baerd se ha quedado en la cabaña para ocuparse de una serie de cosas aún pendientes. Luego quemará el edificio y punto.
—Nos cruzamos con un destacamento de barbadios cuando volvíamos de la ciudad —comentó Rovigo—. Y vi que Tomasso bar Sandre los acompañaba. Sentí miedo por ti, Alessan.
—Y con razón —respondió éste sencillamente—. Hubo un delator. Fue el muchacho, Herado, el hijo de Gianno, que había sido comprado por Alberico.
En el semblante del mercader se leía la incredulidad.
—¿Uno de la familia? ¡Moriana lo condene a las tinieblas por toda la eternidad! —farfulló con aspereza—. ¿Cómo fue capaz de hacer una cosa así?
—Muchas cosas han cambiado desde que llegaron los tiranos, ¿no te parece? —replicó Alessan encogiéndose de hombros, como solía hacer.
Se produjo una pausa mientras Rovigo se esforzaba por dominar la indignación y la sorpresa. Devin fue el encargado de romperla con una tosecilla.
—Y tu familia —preguntó—. ¿Saben todos…?
—No están al corriente de nada —contestó el mercader recuperando la sangre fría—. Ni Alix ni las muchachas habían visto hasta hoy a Alessan o a Catriana. Conocí a Baerd y a Alessan en Tregea hace nueve años, y una noche descubrimos que teníamos en común una serie de sueños, cuya realización se encargaban de obstaculizar ciertos enemigos también comunes. Me contaron algunos de sus proyectos y yo les dije que estaba dispuesto a ayudarlos a llevarlos a cabo en la medida de mis posibilidades, sin poner en peligro, eso sí, ni a mi esposa ni a mis hijas, y eso es lo que vengo intentando y seguiré haciéndolo. Espero vivir lo suficiente para escuchar el juramento que Alessan formula cada vez que toma vino azul.
Sus últimas palabras fueron pronunciadas con absoluta calma, pero también con innegable pasión. Devin miró a su príncipe y recordó la frase inaudible que había susurrado inmediatamente antes de apurar su copa. Alessan clavó sus ojos en Rovigo.
Rovigo no dijo nada.
—Hay algo más que debes saber. Devin es uno de los nuestros, y no sólo por lo que parece. Me enteré casualmente de ello ayer por la tarde. También él nació en mi provincia antes de caer en manos de Brandín. Por eso está aquí.
—¿Cuál es ese juramento? —preguntó Devin, y añadió ya con menos seguridad—: ¿Me es lícito saberlo?
—No es algo que afecte demasiado a la situación —contestó Alessan—. Se trata de una oración que recito siempre entre dientes. Es una vieja costumbre. En fin, es ésta: Tigana, que tu memoria sea para mí como un cuchillo clavado en el corazón.
Devin cerró los ojos. Se quedó solo con el eco de la voz y el sonido de las palabras. Todos guardaron silencio. El tenor abrió por fin los ojos y miró a Rovigo. Éste tenía el entrecejo fruncido, en señal de profunda consternación.
—Amigo mío, Devin puede entenderlo —dijo con amabilidad—. Es parte del legado del que… ¿Qué me has oído decir tú?
Rovigo abrió los brazos dando a entender su frustración.
—Lo mismo que la primera vez que me vi en tal situación. Lo mismo que aquella noche de hace nueve años, cuando brindamos con vino azul. Te oí decir que ojalá la memoria de no sé qué fuera como un cuchillo clavado en tu corazón. Pero no oí el no sé qué, y ahora me lo he vuelto a perder.
—Tigana —repitió Alessan en un tono delicadísimo, como si fuera de cristal translúcido.
Devin vio que la expresión de Rovigo se tornaba cada vez más triste y desconcertada. El mercader tomó de nuevo su copa y la apuró de un trago.
—¿Te importaría…? Otra vez, por favor.
—Tigana —dijo Devin adelantándose a Alessan, aunque en el fondo su deseo era que ese legado que llevaba consigo, esa pena profunda e inalienable, fuera aún más suyo. Pues aquél era su país. O lo había sido, al menos, de suerte que su nombre era parte del suyo y, si uno se perdía, también se perdía el otro. ¡Aquello era un robo manifiesto!—. Que tu memoria sea para mí como un cuchillo clavado en el corazón —repitió.
Al concluir la frase, se le quebró la voz, pese a sus esfuerzos por pronunciarla con la misma firmeza que Alessan.
Rovigo sacudió la cabeza visiblemente turbado y desorientado.
—¿Y es la magia de Brandín la que está detrás de todo esto? —preguntó.
—Así es —repuso Alessan con frialdad.
Al cabo de un instante, Rovigo se arrellanó en su asiento frotándose las manos.
—Lo siento —dijo—. Perdonadme los dos. No debería habéroslo pedido. Ha sido como volver a abrir una herida.
—Fui yo quien se lo pidió —objetó Devin.
—La herida, por lo demás, está siempre abierta —afirmó Alessan.
En el semblante de Rovigo se leía una compasión infinita. Resultaba difícil reconocer en él al hombre que hacía bromas sobre la posibilidad de casar a sus hijas con cualquier patán de Senzio. El mercader se levantó bruscamente de su asiento y se puso a atizar el fuego, con el único objeto, a todas luces, de distraerse, pues los leños ardían a la perfección. Mientras él se entretenía de esa forma, Devin miró a Alessan. Rovigo sorprendió su mirada, pero ninguno dijo nada. Alessan arqueó levemente las cejas y se encogió de hombros, como Devin había visto que solía hacer a menudo.
—¿Y ahora qué haremos? —inquirió Rovigo d’Astíbar volviendo a su sillón. Tenía el rostro enrojecido, acaso por efecto del fuego—. Estoy tan abrumado por lo que acabo de ver como la primera vez. No me gusta la magia. Especialmente cuando es de esta magnitud. Para mí sigue teniendo su importancia el poder oír un día lo que hoy no se me permite escuchar.
Devin sintió de nuevo un escalofrío de excitación recorrerle la columna vertebral: ése era el otro tipo de sensación que más le había impresionado aquella noche. Ya no recordaba en absoluto el escozor que le había causado el saber que había sido engañado por Rovigo la tarde anterior. Tanto éste como Baerd y el príncipe eran tres hombres con los que se podía contar para cualquier cosa, y, para colmo, los veía forjando unos planes capaces de cambiar el actual mapa de la Palma, si no del mundo entero. ¡Y él estaba con ellos compartiendo aquel sueño de libertad! Tomó un largo sorbo de vino azul.
Advirtió entonces que la expresión de Alessan mostraba su preocupación. De repente daba la impresión de estar aguantando una nueva carga, más dificultosa, si cabe, que la anterior. Se arrellanó lentamente en su asiento y, pasándose muy despacio la mano por la revuelta cabellera, clavó los ojos en Rovigo y permaneció así un buen rato, sin despegar los labios.
Sin saber a cuál de los dos volverse, Devin se sintió de pronto perdido otra vez. Pero su excitación se calmó con la misma rapidez con que se había producido.
—Rovigo —dijo al fin Alessan—, ¿no te hemos comprometido ya demasiado? Debo confesar que después de conocer a tu esposa y a tus hijas, todo esto me resulta más difícil. El año que se avecina va a traer consigo muchos cambios, y no sé cómo decirte los peligros que ello supondrá. Esta noche han muerto cuatro hombres en esa cabaña y calculo que sabrás tan bien como yo a cuántos ciudadanos de Astíbar clavarán en las ruedas de la muerte durante las próximas semanas. Una cosa era pedirte que tuvieras los ojos bien abiertos aquí y en los lugares que fueras visitando durante tus viajes, que te fijaras en las actividades de Alberico o de Sandre, que te encontraras con Baerd y conmigo de vez en cuando para cambiar impresiones… Pero ahora las cosas se presentan muy distintas y temo exponerte a demasiados peligros.
—Ya sabía yo que me vendrías con ésas —contestó Rovigo sacudiendo la cabeza—. Te agradezco tu preocupación, pero mira, Alessan, llevo ya mucho tiempo haciéndome a la idea. No cabía esperar que esa libertad fuera a conseguirse gratuitamente. Hace tres días me dijiste que la próxima primavera iba a significar un momento crucial para todos nosotros. Si en el futuro puedo seros útil, no importa cómo, de cualquier forma debes decírmelo. —Vaciló un instante antes de añadir—: Una de las razones por las que quiero tanto a mi esposa, es porque me daría la razón, si ahora estuviese con nosotros y supiera lo que nos traemos entre manos.
La expresión de Alessan seguía siendo de tremenda inquietud.
—Pero no lo está, y no sabe lo que nos traemos entre manos —dijo— y no faltan razones para ello. Por el contrario, a partir de esta noche serán aún muchas más. Pero es que para colmo están tus hijas… ¿Cómo voy a pedirte que las pongas en peligro?
—¿Por qué quieres decidir por mí? ¿O por ellas? —replicó Rovigo amablemente, pero sin vacilar—. ¿Dónde está nuestra libertad de elección, si tú eliges por nosotros? Por supuesto, prefiero no hacer nada que las ponga en peligro, y tampoco puedo suspender por completo mis actividades comerciales. Pero, dentro de estos márgenes, ¿no hay nada que pueda hacer por vosotros?
Devin guardaba silencio, pues comprendía al fin cuál era el origen de las dudas de Alessan. Él no había dado ninguna importancia a este detalle, mientras que Alessan llevaba toda la noche con esa preocupación. Se sentía maniatado y lleno de temor, aunque no por sí mismo.
«Siempre habrá alguien que corra peligro a causa de nuestras actividades» —había dicho Alessan refiriéndose a Ménico cuando estaban en el bosque. Devin empezaba por fin a comprender cuánta razón tenían sus palabras.
No deseaba hacerles daño de ninguna manera. Un poco más sereno al fin, Devin había recuperado la seguridad, pese a las muchas preocupaciones subsidiarias que parecían acecharlo en el camino que acababa de tomar. Se enfrentaba ahora cara a cara con la distancia que este mismo camino imponía entre él y —al menos eso creía— las personas que pudiera llegar a conocer. Incluso entre él y sus amigos, incluidas las personas con las que compartía aquel sueño. De nuevo le vino a la memoria la figura de Catriana y entendió su comportamiento de aquella mañana en el palacio mejor de lo que lo había hecho una hora antes.
Dejó que la prudencia le impusiera el silencio y se dedicó a observar a sus compañeros. Fijó la vista en el semblante de Alessan, momentáneamente desprevenido, y pudo leer en él el trabajo que le costaba tomar una decisión. Vio cómo el príncipe suspiraba profundamente y echaba sobre sus hombros una carga más, que venía a ser el precio de su sangre. En los labios de Alessan se dibujó una sonrisa extraña.
—Pues sí, sí que lo hay —contestó a Rovigo—. Hay en efecto algo que puedes hacer por nosotros. —Vaciló un instante, y luego, de repente, su sonrisa se hizo más franca y añadió—: ¿Habías pensado alguna vez en buscar un socio para tus negocios?
Por un instante dio la impresión de que Rovigo no entendía la pregunta, pero enseguida su rostro se iluminó con una sonrisa de sagacidad.
—Ya veo —respondió—. Necesitas acceder a determinados ambientes.
—Eso por una parte —repuso—. Pero también es que ahora somos más. De momento tenemos a Devin y quizá se nos unan otros antes de la primavera. Las cosas son muy distintas de cuando estábamos solos Baerd y yo. Llevo dándole vueltas a esta idea desde que se nos unió Catriana.
Su voz sonaba más resuelta. Devin recordó haberlo escuchado hablar en aquel tono cuando estaban en el pabellón de caza.
—Si hacemos negocios juntos —continuó Alessan—, dispondremos de medios legales para mantenernos en contacto, y este invierno voy a necesitar muchísima información. Si nos hacemos socios, tendremos una buena excusa para escribirnos a menudo comunicándonos noticias relativas a la situación comercial. Y, por supuesto, todos los asuntos tienen un aspecto comercial.
—Por supuesto —asintió el mercader clavando los ojos en los de Alessan.
—Podemos comunicamos directamente si tienes medios para ello; o bien podemos utilizar de intermediario a Taccio di Ferraut. A propósito —añadió mirando a Devin—, conozco a Taccio. No ha sido mera coincidencia. Seguro que pensabas que era un invento. —En realidad Devin ni siquiera había pensado en eso, pero, antes de que pudiera responder, Alessan estaba de nuevo hablando con Rovigo—. Supongo que tendrás un servicio de correos en el que se pueda confiar.
Rovigo asintió con la cabeza.
—¿Sabes?, el problema es que, si bien podríamos seguir moviéndonos como músicos ambulantes, la actuación de esta mañana nos dará a conocer en todas partes. De haber tenido tiempo para pensar en ello, habría descuidado un poco mi instrumento; o le habría dicho a Devin que no se esmerara tanto en su interpretación.
—Nunca lo habrías consentido —le interrumpió el tenor con absoluta calma—. Por muchas cosas que seas capaz de hacer, nunca consentirías en estropear una pieza musical.
Alessan se mordió el labio, acusando recibo del golpe. Rovigo sonreía cachazudamente.
—Puede que así sea —musitó el príncipe—. Al fin y al cabo era algo especial, ¿no?
Se produjo un breve silencio. Rovigo se levantó y echó otro leño al fuego.
—Lo cierto es que resulta bastante coherente —prosiguió Alessan—. Ciertos lugares y ciertas actividades resultan inaccesibles para los artistas, sobre todo si se trata de artistas famosos. Como mercaderes, en cambio, podríamos llegar a muchos más sitios.
—A determinadas islas por ejemplo —conjeturó Rovigo mientras atizaba el fuego.
—Por ejemplo —asintió Alessan—. Ése podría ser uno de los sitios que te decía. Aunque ahí las posibilidades corren parejas de uno y otro lado: los artistas son siempre bienvenidos en la corte de Brandín de Chiara. Ello implica una opción más, y a mí me gusta disponer siempre de varias opciones. En ocasiones, algunos de los personajes por los que me he hecho pasar han tenido necesariamente que desaparecer o incluso morir.
Su voz sonaba serena y objetiva. Tomó un sorbo de vino. Al cabo de un instante volvió a mirar a Rovigo que se acariciaba la barbilla imitando de maravilla la actitud de un codicioso hombre de negocios.
—Muy bien —dijo el mercader adoptando un tono cauteloso—. Según veo, vuestra propuesta es de lo más… interesante, caballeros. Eso sí, me veo en la obligación de haceros un par de preguntas previas. Como comprenderéis, conozco a Alessan desde hace algún tiempo, pero esta perspectiva todavía no se nos había presentado. —Frunció el entrecejo poniendo un gesto de exagerada sagacidad—. En fin, vamos a ver, ¿qué sabéis vosotros de negocios?
Alessan se echó a reír sonoramente, pero enseguida recuperó su habitual gravedad.
—¿Dispones de numerario? —preguntó.
—Acabo de llegar a puerto —respondió Rovigo—. Tengo lo que he cobrado en dos días de ventas y dispongo de algún crédito sobre las ganancias que pueda obtener en las próximas semanas. ¿Por qué?
—Yo te propondría comprar una cantidad razonable de grano, siempre que no llame la atención, claro, en las próximas cuarenta y ocho horas. Mejor en veinticuatro, si puede ser.
Rovigo parecía pensativo.
—Sí, es posible —repuso—. Por otra parte los medios de que dispongo son limitados, de manera que difícilmente podríamos llamar la atención con cualquier compra que llegase a efectuar. Además, sí tengo un contacto: el mayordomo de la finca que los Nievolene poseen junto a la frontera de Ferraut.
—No, de los Nievolene no quiero saber nada —replicó Alessan.
Se produjo una nueva pausa. Rovigo asintió lentamente con la cabeza.
—Ya entiendo —dijo, sorprendiendo una vez más a Devin con su rapidez de reflejos—. Crees que se producirán unas cuantas confiscaciones apenas concluyan las fiestas, ¿no?
—En efecto —respondió Alessan—. Entre otras novedades aún más desagradables. ¿Tienes otra fuente para la adquisición del trigo?
—Siempre podría encontrarla. —Rovigo posó su mirada en Alessan y Devin—. Cuatro socios, ¿verdad? —añadió al cabo de un instante—. Vosotros tres y Baerd, ¿no es eso?
Alessan hizo un gesto de asentimiento.
—Casi has acertado. Pero, pon que somos cinco. Puede que haya otra persona con la que tengamos que dividir nuestras ganancias; si no te importa, claro.
—¿Por qué iba a importarme? —replicó Rovigo encogiéndose de hombros—. Eso a mis ganancias no las afecta. ¿Conoceré a esa persona? —agregó.
—Así espero, tarde o temprano os conoceréis —respondió Alessan— y tengo el convencimiento de que os llevaréis bien.
—¡Estupendo! —exclamó Rovigo—. Las condiciones habituales de una asociación mercantil son que el dueño del capital invertido se lleve las dos terceras partes de la ganancia, y que el tercio restante quede para los demás socios, que ponen el tiempo y son los que viajan. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que habéis dicho, admitiendo que, en efecto, las informaciones que me deis serán valiosas, propongo que cada parte se lleve la mitad de las ganancias que puedan producir nuestros negocios. ¿Os parece bien?
Su mirada se clavó en Devin, que respondió sin perder la compostura:
—De perlas.
—De hecho es más que justo —añadió Alessan.
De repente la expresión de su rostro era otra vez de temor. Por un instante dio la sensación de que iba a decir algo.
—Pues hecho —sentenció Rovigo—. No hay nada más que decir, Alessan. Mañana nos trasladaremos a Astíbar a formalizar el contrato y a estampar cuantos sellos sean necesarios. ¿Qué camino pensáis seguir en cuanto se acaben las fiestas?
—El de Ferraut, me parece —respondió Alessan—. Podemos discutir adónde vamos luego, pero de momento tengo cosas que hacer allí, y también me ronda cierta idea sobre un negocio en Senzio que puede resultar interesante.
—¿Ferraut? —exclamó Rovigo haciendo caso omiso de sus últimas palabras. En su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción—. ¡Ferraut! ¡Espléndido! ¡Absolutamente espléndido! Por lo pronto me vais a ahorrar un buen dinero. Os daré una carreta, pero a cambio habréis de llevar a Ingonida su nueva cama.
Mientras subía la escalera hacia su habitación, Alais era incapaz de recordar otro momento más feliz en su vida. No es que fuera propensa a los cambios de humor, como Selvena, pero la vida solía ser en su casa excesivamente tranquila, sobre todo cuando su padre estaba fuera. ¡Ahora, en cambio, cuántas cosas estaban ocurriendo!
Rovigo había vuelto a casa después de un viaje más largo de lo habitual por las costas del sur. Alix y Alais nunca estaban tranquilas cuando sabían que el mercader traspasaba la cordillera y entraba en Quilea, por mucho que les jurara y perjurara que no se exponía a ningún peligro. Para colmo, el último viaje lo había emprendido con el otoño ya avanzado, cuando los vientos empiezan a tornarse traidores. Pero ya estaba de regreso, y con él había coincidido la celebración de la Fiesta de la Vendimia. Aquel año era la segunda vez que Alais acudía a los festejos, y la joven procuraba disfrutar cada minuto del día y de la noche, abriendo bien los ojos para absorber cuanto pudiera ofrecerse a su visita.
También ella había acudido a la plaza atestada de público situada ante el palacio de los Sandreni y había permanecido en recogido silencio, escuchando la hermosísima voz procedente del patio del palacio que había logrado imponer un extraño silencio sobre la multitud allí congregada; una voz que lamentaba la muerte de Adaón entre los cedros de Tregea con tanta dulzura y con tanta tristeza a la vez, que por un instante la muchacha había temido ponerse a llorar en público. Había tenido que cerrar los ojos para que no se le saltaran las lágrimas.
Se había sentido sorprendida y ufana a un tiempo al oír referir a su padre que la tarde anterior había estado tomando unas copas con uno de los cantantes que actuaban en los oficios fúnebres del duque. Según dijo, había invitado al joven artista a pasarse por casa, para presentarle a sus cuatro desastres de hijas. La salida de Rovigo no le molestó en absoluto. Si su padre hubiera hablado en otro tono, sí que se habría extrañado, pero ni ella ni sus otras hermanas abrigaban la menor duda respecto al afecto que por ellas sentía el mercader. No les hacía falta más que mirarlo a los ojos.
A última hora de la noche, cuando regresaban a casa, sobresaltada ya por el estruendoso galopar de los esbirros barbadios con los que se habían cruzado por el camino, se asustó extraordinariamente cuando oyó una voz que los llamaba desde la oscuridad, justo a la puerta de su casa.
Sin embargo, cuando oyó la respuesta de su padre y fue percatándose de quién era el dueño de aquella voz, Alais pensó que el corazón iba a estallarle en el pecho. Sintió que el rubor le asomaba a las mejillas y dio gracias por estar protegida por las tinieblas de la noche.
Cuando se puso de manifiesto que los músicos iban a entrar a casa con ellos, necesito un acto supremo de voluntad para recuperar la calma y mostrarse con la compostura propia de una primogénita, merecedora de la confianza de sus padres.
Una vez en casa, la cosa resultó más fácil, pues, en el mismo momento en que los dos invitados varones cruzaron el umbral.
Selvena adoptó su típica actitud de pequeña coqueta. El descaro de su hermana era tan evidente, que Alais se vio forzada a redoblar su habitual discreción. Selvena llevaba ya casi seis meses llorando como una desesperada noche tras noche, pues cada día veía más posible cumplir los dieciocho años —su aniversario estaba ya a la vuelta de la esquina— sin haberse casado.
Devin, el tenor, era más bajito y tenía un aspecto más juvenil de lo que Alais se figuraba. Pero era gracioso y ágil, tenía la sonrisa a flor de labios y su mirada demostraba una agudeza e inteligencia natural que contribuía a componer una figura de lo más agradable. La melena castaña y rizada que llegaba a taparle casi por completo las orejas venía a resaltar su atractivo. Pese a los comentarios de su padre en sentido contrario, Alais suponía que sería un jovenzuelo arrogante y presumido, pero, para mayor satisfacción suya, daba la impresión de todo lo contrario.
El otro músico, Alessan, parecía unos quince años mayor que Devin, o quizá más. Su ensortijada cabellera negra aparecía prematuramente encanecida en las sienes, mejor dicho, apenas plateada. Tenía un rostro afilado y expresivo; sus ojos eran de un gris clarísimo y la boca grande y carnosa. La intimidaba un poco, aunque desde el primer momento se puso a bromear con su padre, justo como a Rovigo le gustaba que lo trataran.
Quizá fuera precisamente eso, pensó Alais. Pocas personas había conocido capaces de equipararse a su padre, lo mismo en las bromas que en todo lo demás, y el hombre aquel de rostro afilado y rasgos enigmáticos sabía ponerse a su altura como si fuera la cosa más natural del mundo. Alais se preguntaba, aun siendo consciente de la arrogancia que ello suponía, cómo un simple músico de Tregea era capaz de algo semejante. Por otra parte, pensó, tampoco es que supiera mucho de los artistas.
Ello hacía que sintiera aún más curiosidad, si cabe, por la mujer que los acompañaba. Alais concluyó que Catriana era hermosísima. Su elevada estatura, sus espléndidos ojos azules enmarcados por aquella maravillosa cabellera roja, que competía con el fuego que ardía en la chimenea, la hacían sentir insignificante. Curiosamente, sin embargo, la presencia de la cantante, junto con el descarado coqueteo de su hermana Selvena, más que ponerla nerviosa la tranquilizaba. Sencillamente, aquella especie de frenesí, de rivalidad, de actividad desenfrenada no iba a conseguir sacarla de sus casillas. Fijándose con atención, la joven vio que Catriana pillaba a Selvena acariciando el pie de Devin, e interceptó la irónica mirada que la pelirroja dirigió a su compañero.
Alais decidió marchar a la cocina. Tal vez su madre y Menka necesitaran ayuda. Alix le dirigió una rápida mirada de agradecimiento, pero no dijo nada.
La cena quedó lista en un dos por tres. Al volver a la sala, la joven se puso a ayudar a servir los platos y por fin tomó asiento en su lugar preferido junto al fuego, limitándose a observar y escuchar. Al poco rato no pudo por menos que agradecer el descaro de Selvena, pues a ningún otro se le habría ocurrido pedir a los huéspedes que cantaran para ellos.
En esta ocasión tenía a los artistas a la vista, de modo que decidió mantener los ojos bien abiertos. Devin cantó en un momento determinado directamente para ella y, pese al rubor que asomaba a sus mejillas, la muchacha logró dominarse y no apartar de él la mirada. Hasta que concluyó la canción, cuyo argumento versaba sobre el día en que Eanna impuso su nombre a las estrellas y las constelaciones, Alais notó que sus ideas derivaban por senderos desconocidos hasta entonces… del estilo de aquellos que cada noche se entretenía en recorrer Selvena. Alais esperaba que los presentes atribuyeran a la proximidad del fuego los colores que asomaban a sus mejillas.
Teniendo en cuenta lo buena observadora que era, había una cosa que la sorprendía. Era evidente que existía algo entre Catriana y Devin, pero no se trataba de amor, ni siquiera de ternura, al menos tal como ella concebía estos sentimientos. De vez en cuando intercambiaban miradas, sí, pero esas miradas eran más de desafío que de otra cosa. Recordó una vez más que el mundo de aquella gente distaba mucho de parecerse al suyo.
Las pequeñas dieron las buenas noches. Cosa extraña, Selvena las imitó sin protestar y se atrevió a despedirse de ellos saludándolos formalmente con el típico choque de dedos. Alais notó la mirada que le dirigía su padre e inmediatamente se levantó al igual que su madre.
Fue un extraño impulso el que la obligó a invitar a Catriana a acompañarla. Apenas lo hubo hecho, pensó en el efecto que debían de haber causado sus palabras en la otra mujer, tan independiente y, al parecer, acostumbrada a la compañía de los hombres. Alais se estremeció ante la sola idea de haberse comportado como una provinciana cualquiera y, ya se disponía a recibir una andanada, cuando Catriana se levantó y aceptó cortésmente su invitación.
«Me recuerda a mi casa», había dicho. Mientras subían la escalera, Alais volvió a escuchar aquellas palabras y, al pasar por delante de los apliques y los tapices traídos por su padre de un viaje a Khardhun, intentó figurarse qué extraño impulso podía haber conducido a una chica de su edad a emprender una vida aventurera, recorriendo caminos polvorientos, sin saber nunca dónde iban a descansar sus huesos. Qué noches debían de ser las suyas, teniendo que enfrentarse a extraños que sin duda darían por segura su ligereza de costumbres al verla siempre en compañía de hombres. Por más que lo intentó, la joven no pudo imaginarse lo que era aquello. Sin embargo, o quizá precisamente por eso, su corazón se sintió de pronto atraído por ella.
—Gracias por cantar para nosotros —dijo con timidez.
—No tiene importancia. Con ello apenas si logramos corresponder a vuestra amabilidad —repuso Catriana.
—Ni mucho menos —protestó Alais—. Ven, nuestra habitación está ahí. Me alegro mucho de que te recuerde a tu casa. En fin, espero que sean buenos recuerdos …
Aquello era una forma de ir tanteando el terreno, aunque esperaba no haber sido demasiado indiscreta. Sentía deseos de charlar con aquella mujer, de hacerse amiga suya, de aprender cuanto fuera posible acerca de unos modos de vida tan distintos de los suyos.
Se metieron a un tiempo en la cama. Menka les había encendido el fuego y había retirado el embozo. Los edredones habían sido rellenados aquel mismo día con plumas traídas de contrabando por su padre desde Quilea, donde los inviernos eran mucho más crudos que en Astíbar.
Catriana se echó a reír y arqueó ligeramente las cejas mientras echaba una ojeada a la habitación.
—Bueno, lo de compartir la habitación sí que me trae buenos recuerdos —dijo—, aunque ésta es muy distinta de la que teníamos en casa. Mi padre es un humilde pescador, así que ya te puedes imaginar …
Alais se sonrojó un poco, temerosa de haberla ofendido, pero, antes de que pudiera reaccionar, Catriana se volvió hacia ella y dijo como quien no quiere la cosa:
—Dime, ¿vamos a tener que atar a tu hermana o qué? Parece una gata en celo, y yo dependo de la supervivencia de mis dos compañeros.
Alais pasó en un segundo de sentirse torpe y descarada a ruborizarse de nuevo ante la desenvoltura de la otra; pero la amable sonrisa que asomaba a los labios de la cantante le devolvió la tranquilidad y no pudo por menos que echarse a reír.
—Es terrible, ¿verdad? Ha prometido quitarse la vida de mala manera si no se ha casado para el próximo otoño, cuando lleguen las fiestas.
—He conocido a muchas como ella en mi pueblo —replicó Catriana sacudiendo la cabeza— y también en mi vida por esos mundos de Dios. La verdad es que no consigo entenderlas.
—Ni yo —se apresuró a decir Alais. Catriana se quedó mirándola. La hija de Rovigo sonrió con timidez y agregó—: Me parece que tenemos algo en común, ¿no?
—Algo es algo —respondió Catriana adoptando una actitud de indiferencia—. ¡Qué bonitos! —comentó acariciando levemente los tapices de lana que adornaban la pared—. ¿Dónde los adquirió tu padre?
—Los he hecho yo —respondió Alais.
De pronto tuvo la impresión de que la otra le estaba dando coba y no pudo evitar sentirse irritada.
Debió de traicionarla el tono de su voz, pues Catriana la miró de reojo. Las dos mujeres permanecieron en silencio un buen rato sin dejar de observarse mutuamente. Por fin dijo Catriana encogiéndose de hombros:
—Mira, me cuesta trabajo hacer amistades. Por otra parte, dudo mucho que valga la pena que te esfuerces en ser amable conmigo.
—No es ningún esfuerzo —respondió Alais sin inmutarse—. En realidad —añadió tanteando el terreno— tal vez necesite tu ayuda para atar a Selvena dentro de un rato.
Catriana sonrió sorprendida.
—No hará falta —dijo sentándose en la cama—. Ninguno de mis amigos le tocaría un pelo de la ropa siendo como son huéspedes de tu padre. Ni siquiera si se colara de rondón en su cuarto sin llevar puesto más que un guante.
Sorprendida por segunda vez, pero al mismo tiempo excitada y divertida, Alais se sentó de un brinco en su cama con las piernas colgando. Catriana la imitó inmediatamente.
—Capaz sería —cuchicheó, incapaz de contener la risa—. Creo incluso que tiene uno rojo escondido no sé dónde.
—Pues habrá que ponerle una soga como si fuera una novilla —comentó Catriana—. Pero, ya te digo, no corre peligro.
—Los conoces muy bien, supongo —comentó Alais.
Aún no sabía si sus palabras iban a ser respondidas con un bufido o con una sonrisa. Según podía comprobar, no era fácil tratar con ella.
—Conozco mejor a Alessan —respondió Catriana—. Pero Devin debe de llevar también sus buenos años deambulando por ahí y estoy segura de que conoce las reglas.
Apartó por un instante la vista, mientras los colores de sus mejillas se encendían ligeramente.
Recelosa de un nuevo respingo por parte de la otra, Alais dijo con cautela:
—Bueno, yo no sé nada de eso. ¿Es que hay reglas? ¿Alguno de ellos se…? ¿Te causa problemas viajar con ellos?
—¿El tipo de problemas con los que tu hermana está deseando encontrarse? —replicó la pelirroja encogiéndose de hombros—. A los músicos ni se les ocurre. Existe una especie de código no escrito, pues, de lo contrario, sólo podría formar parte de las compañías ambulantes un tipo de mujer muy especial, y con ello la principal perjudicada sería la música. Y esto es en realidad lo más importante en la mayoría de las compañías. Al menos en las que duran. Si un hombre molesta demasiado a una chica, puede resultar muy perjudicado, pues, si se repite la historia con frecuencia, acaba por no encontrar quién lo contrate.
—Ya entiendo —respondió Alais imaginándose la situación.
—No obstante, se supone que todo el mundo tiene su pareja —agregó Catriana—. ¡Como si fuera algo imprescindible! Tienes que quitarte de en medio como si fueras una tentación. Por eso siempre acabas encontrando algún compañero que te gusta. Muchas chicas se lían entre ellas, claro; es bastante frecuente …
—¡Oh! —exclamó Alais, llevándose las manos al regazo.
Catriana, que no necesitaba más para darse cuenta de la situación, la miró con una mezcla de burla y de malicia.
—No te preocupes —dijo clavando los ojos precisamente en el punto que la muchacha pretendía defender—, no es mi caso.
Alais bajó los brazos bruscamente, con las mejillas encendidas de rabia.
—No es que me preocupara —respondió intentando no darle demasiada importancia, y al ver la expresión de sorna de su compañera preguntó—: ¿Entonces cuál es tu caso?
La expresión de burla se borró como por encanto del rostro de Catriana, que tardó un buen rato en responder.
—Al final resulta que tienes un poquito de genio —le espetó—. Empezaba a dudarlo.
—No seas tan presuntuosa —replicó Alais un tanto irritada—. ¿Qué tenías tú que dudar o no de mí? ¿Y por qué tenía yo que disipar tus dudas?
De nuevo tardó Catriana un poco en contestar y cuando lo hizo consiguió sorprenderla una vez más.
—Lo siento —dijo—. De veras, no soy muy buena para estas situaciones, ya te lo advertí. —Y, apartando la vista, añadió—: Lo que pasa es que me has tocado en un punto débil y cuando eso ocurre no soy capaz de dominarme.
La irritación de Alais se disipó tan pronto como había aflorado, en cuanto la otra se decidió a hablar. No debía olvidar, se dijo, que era una invitada. No tuvo, sin embargo, ocasión de responderle de inmediato, pues en ese instante entró en la habitación Menka llevando un barreño de agua caliente. Detrás de ella entró el niño que estaba de aprendiz con Rovigo trayendo otro barreño de agua en las manos y unas cuantas toallas al hombro. El pobre muchacho no se atrevía a levantar los ojos del suelo, aturdido por entrar en la habitación de dos chicas mayores. Depositó con sumo cuidado el barreño y las toallas sobre la mesa situada al pie de la ventana y salió apresuradamente.
El escándalo que producía Menka cada vez que entraba en algún sitio rompió por completo el clima de intimidad creado entre las dos muchachas, con lo que de bueno
y malo podía tener aquello, se dijo Alais. Una vez que se hubieron marchado los criados, las mujeres se lavaron en silencio. Alais echó una mirada de soslayo al cuerpo esbelto y grácil de Catriana y comprendió que nada tenían que hacer frente a ella su escasa estatura, la morbidez de sus formas y la vida recatada que había llevado siempre. Se metió precipitadamente en la cama, temerosa de tener que reanudar la conversación.
—Buenas noches —dijo.
—Buenas noches —repuso Catriana al cabo de un instante. Alais quiso leer una invitación a proseguir la charla en la forma de decírselo, pero no estaba segura de que así fuera. Si Catriana tenía ganas de seguir hablando, concluyó, sólo tenía que empezar a hacerlo.
Apagaron sus respectivas velas y permanecieron calladas en la semioscuridad de la alcoba. Alais se puso a contemplar los rojos destellos de la chimenea, restregó los pies sobre el ladrillo caliente que Menka había colocado en su cama, y pensó que nunca le había parecido tan grande la distancia que separaba su lecho del de Selvena.
Más tarde, aún despierta, pese a que el fuego había quedado ya reducido a cenizas, oyó abajo a los hombres prorrumpir en carcajadas. El cálido sonido de la risa de su padre logró contagiarla y aliviar su tristeza. Papá estaba en casa. Su presencia la hacía sentir sana y salva. Alais sonrió para sus adentros en la oscuridad. Sintió subir a los tres hombres y luego oyó cómo cada uno se retiraba a su habitación.
Aún permaneció despierta un rato con el oído atento, por si sentía a su hermana salir al pasillo, aunque en realidad no creía que Selvena se atreviera a tanto. En vista de que no oía nada acabó quedándose dormida.
Soñó que estaba tumbada en la cima de un monte, en un lugar rarísimo, y que había un hombre a su lado. De repente éste se inclinaba hacia ella. El cielo sin luna estaba cuajado de estrellas. Soñó que yacía con él en lo alto de aquel monte barrido por el viento, sobre un lecho de flores cubiertas de rocío. Y, en aquel lugar desconocido, Alais sintió de pronto su corazón henchirse de unas ansias que jamás se habría atrevido a confesar despierta.
¡Qué frío hacía en la mazmorra en la que lo habían encerrado! Las piedras estaban húmedas y tenían un tacto helado. Olía a orina y a deyecciones. Sólo le habían permitido quedarse con su camisa de hilo y los calzones. La celda estaba llena de ratas. La oscuridad reinante le impedía verlas, pero en cuanto entró allí había podido escuchar sus roznidos. Lo habían mordido incluso un par de veces, cuando quiso adormilarse un poco.
Primero lo habían desnudado. El nuevo capitán de la guardia —nombrado a toda prisa en sustitución del que se había suicidado en el pabellón de caza— había dado permiso a sus subordinados para que se entretuvieran jugando un poco con él antes de encerrarlo en la celda. Todos conocían la reputación de Tomasso. En realidad, era del dominio público, pues él mismo se había asegurado de que así fuera. Era parte del plan.
Los guardias, pues, lo habían despojado de sus vestiduras en la lóbrega sala en que pernoctaban y se habían burlado de él con grosería y maldad. Se habían dedicado a pincharlo con la punta de sus espadas o con el caliente atizador de la chimenea. Se lo habían pasado incluso por encima del sexo, y le habían quemado las nalgas y el vientre. Atado como estaba, lo único que había podido hacer era cerrar los ojos y desear que todo pasara cuanto antes.
Sin embargo, quién sabe por qué, el recuerdo de Taeri se lo impedía. No podía creer que su hermano menor hubiera muerto. Ni que al final hubiera sido tan valiente y decidido. Aquellos recuerdos hacían que se le formara un nudo en la garganta, pero no conseguía romper a llorar. No estaba dispuesto a permitir que los barbadios lo vieran llorar. Él era un Sandreni. Y, desnudo e indefenso como estaba, aquello significaba para él mucho más de lo que había significado nunca.
Por eso mantuvo los ojos abiertos y fijos en el nuevo capitán. Hizo todo lo posible por hacer caso omiso de las brutalidades de que era objeto, y las crueles alusiones a las sevicias a las que pensaban someterlo a la mañana siguiente. ¡Qué poca imaginación tenían en el fondo! Él sabía que la realidad iba a ser peor. Muchísimo peor.
Lo hirieron en un par de ocasiones con las espadas hasta hacerle sangre, aunque no demasiada. Tomasso sabía bien que habían recibido órdenes de dejarlo en condiciones de sentir las hábiles manos de los verdugos profesionales. Alberico no podía perderse el espectáculo. Lo de ahora no era más que un juego.
Por fin, harto de la mirada fija de Tomasso, el capitán decidió que ya corría bastante sangre por las piernas del prisionero, y ordenó a sus hombres detenerse. Le cortaron, pues, las ligaduras, le devolvieron parte de sus ropas y, proveyéndolo de una manta mugrienta y piojosa, lo bajaron a las mazmorras del castillo y lo encerraron en una de ellas.
La entrada de la celda era tan baja, que, pese a ir de rodillas, acabó dándose un golpe en la cabeza. «Más sangre», pensó, al retirar la mano de la magulladura. Sin embargo, ¿qué importaba ya?
Lo que no podía soportar eran las ratas. Siempre le habían dado miedo. Plegó la manta en tantos dobleces como pudo, intentando utilizarla como arma defensiva, aunque de poco valía en aquella oscuridad.
Tomasso habría deseado ser físicamente más valiente. Sabía lo que le aguardaba en cuanto amaneciera. Y, ahora que estaba solo, la simple idea del dolor lo aterraba.
De pronto oyó un ruido y se dio cuenta de que eran sus propios gemidos. Intentó dominarse, pero de nada le valía. Estaba solo en poder de sus enemigos, envuelto en
las tinieblas y rodeado de ratas a las que ni siquiera podía mantener a raya. Sentía que su corazón había sido hecho pedazos y que en su pecho no quedaban más que restos. Sacando fuerzas de flaqueza, intentó formular una maldición contra el traidor de Herado, pero ninguna podía equipararse con la felonía cometida por su sobrino. No había nada que pudiera compararse con aquello.
Oyó el roznido de otra rata y descargó ciegamente sobre ella aquella arma improvisada. Notó que daba en algo, y desde luego se oyó un chillido. Golpeó sin parar en el lugar del que provenía el ruido. Al fin pensó que la había matado. Aunque estaba temblando, aquella actividad frenética parecía haber vencido su debilidad. Ya no lloraba. Se recostó contra la superficie húmeda de la pared de piedra, cuyo contacto reavivó el dolor de las heridas. Cerró los ojos, por más que no se veía nada, y le pareció que vislumbraba un rayo de luz.
Debía de haberse quedado dormido, pues de repente despertó gritando de dolor. Una rata lo había mordido en el muslo. Descargó un nuevo golpe con la manta, pero estaba temblando y se sentía muy débil. Tenía el labio hinchado, debido al puñetazo que Alberico le había propinado en la cabaña, y le costaba trabajo tragar. Se pasó la mano por la frente y notó que estaba ardiendo de fiebre.
Por eso, cuando vio aproximarse la luz de una vela, creyó que se trataba de una alucinación. No obstante, ahora podía ver el sitio donde estaba. La celda era pequeñísima; junto a su pierna yacía una rata muerta, y había otras dos vivas, tan grandes como conejos, al lado de la puerta. Observó que en la pared frontera había sido dibujado torpemente un sol; sus rayos habían sido trazados arañando en la piedra con alguna herramienta punzante. Pero aquel sol tenía un aspecto tristísimo. Tomasso no recordaba haber visto nada parecido en toda su vida y, sin embargo, se quedó mirándolo largo rato.
Después volvió la vista hacia la trémula luz de la vela, y comprendió que se trataba, sin duda alguna, de una alucinación o de un sueño. Era su padre quien la sujetaba, vestido con el manto fúnebre de color azul plateado. Su rostro mostraba una expresión para él desconocida.
Pensó que debía de tener una fiebre altísima. Su mente delirante forjaba la imagen que mayor bien podía hacer a su corazón destrozado. En los ojos del hombre que lo había azotado durante tres días, cuando sólo era un niño, y que al final se había dignado considerarlo útil para conspirar durante veinte años contra el tirano venido de Barbadior, se veía ahora una expresión de ternura o, para decirlo con todas las letras, de verdadero amor.
Aquella astuta y paciente laboriosidad había concluido esa misma noche. O mejor dicho, exactamente iba a concluir en cuanto amaneciera del modo más horrible y doloroso que cabía imaginar. Aun así ¡qué agradable le resultaba aquel sueño! ¿Qué importaba si sólo era efecto de la calentura? Había una luz que conseguía mantener a
raya a las ratas. Parecía incluso aliviar la sensación de frío que producían los muros y el suelo de piedra.
Tomasso elevó su mano temblorosa hacia la llama. Aunque tenía la garganta seca como la estopa, logró musitar algo ininteligible. «Lo siento», quería decir. Poco importaba que sólo fuera un sueño: deseaba pedir perdón a la imagen amada de su padre, pero sus labios no acertaban a pronunciar debidamente las palabras.
Sin embargo, como todo era un sueño, la imagen de Sandre pareció entenderle.
—No tengo nada que perdonarte —oyó decir Tomasso. ¡Qué dulce sonaba la voz de su padre!—. Fue culpa mía. Mía únicamente. No sólo esto, sino lo otro también. Sabía desde el principio cuáles eran las limitaciones de Gianno y siempre había puesto mis esperanzas en ti, desde que eras pequeño. Por eso… me afectó tanto… aquello.
El pabilo tembló. En el fondo de su corazón, Tomasso sintió que empezaba a cicatrizar una vieja herida. Poco importaba que sólo fuera un sueño, que no fuera más que producto de su deseo nunca satisfecho, que fuera apenas la vana fantasía del amor que le había sido negado.
—Déjame que sea yo quien te pida perdón por cometer la locura que te ha conducido hasta aquí. ¿Me creerás si te digo que, a mi modo, siempre me he sentido orgulloso de ti?
Tomasso gimió débilmente. Aquellas palabras eran un bálsamo suavísimo para aquel dolor que nunca había sentido con tanta intensidad. Las lágrimas le empañaban la tenue luz de la vela e intentó llevarse las manos al rostro para enjugarse el llanto, sin dejar ni un momento de asentir con la cabeza. De pronto le vino una idea a la mente y, levantando la mano izquierda —la del corazón, la de los juramentos y la fidelidad— la tendió hacia el espectro de su padre.
Entonces, como procedente de un largo viaje, de una separación de años y años, de un olvido funesto, producto del tiempo y la distancia, la figura de Sandre se inclinó hacia su mano y padre e hijo juntaron sus dedos en el clásico gesto de saludo y despedida.
Tomasso no pensaba que aquel contacto pudiera parecerle tan real. Cerró por un instante los ojos, deseoso de grabar en su cerebro la intensidad de sus sentimientos. Cuando los volvió a abrir, le dio la impresión de que su padre le ofrecía algo: una redoma o algo parecido. Tomasso no entendía nada.
—Es lo último que puedo hacer por ti —dijo el espectro con una voz extraña, inesperadamente melancólica—. Si mis poderes fueran mayores, haría más, hijo mío, pero ya no te harán daño. Bebe esto, Tomasso, bébelo y todo este horror desaparecerá, te lo prometo; después espérame, espérame si puedes en la mansión de Moriana. Mi deseo sería acompañarte.
Tomasso seguía sin entender, pero la voz de su padre sonaba tan serena y persuasiva, que tomó en sus manos la redoma. De nuevo se extrañó al notar lo real de su consistencia.
Su padre parecía animarlo. Con mano temblorosa, Tomasso levantó la tapa y, con un ademán lánguido —en una última y trágica parodia de sí mismo—, levantó la vasija como si deseara brindar con ella por el exquisito poder de su imaginación, y se la llevó a los labios. «Qué trago tan amargo», pensó.
En el semblante de su padre vio una sonrisa triste. «Pero una sonrisa no debe ser triste», quiso decir. Aquella misma frase se la había dicho en una ocasión a un jovencito, un novicio del templo de Moriana, en cuya celda estaba prohibido penetrar so pena de sacrilegio. Sintió que le pesaba la cabeza y le pareció que empezaba a dormirse, pese a estar ya dormido. No entendía nada. Sobre todo no entendía por qué su padre, que llevaba dos días muerto, le pedía que lo esperara en la mansión de Moriana.
Levantó otra vez la vista hacia Sandre para que se lo explicara, pero tenía nublada la vista. Se percató de ello porque el semblante de su padre, que lo miraba emocionado, parecía incapaz de contener las lágrimas. ¡Su padre llorando! Aquello era imposible, aun en sueños.
—¡Adiós, hijo! —le oyó decir.
«¡Adiós!», intentó responder. No estaba seguro de haber pronunciado esta palabra, ni siquiera de haberla pensado, pero en ese instante todo se volvió oscuro, como si hubieran echado sobre su cabeza un manto tupidísimo, y dejó de dar importancia a lo que pudiera decir o no decir.