Capítulo 5

—¡Oh Moriana! —suspiró Alessan infundiendo a sus palabras un tono lastimero—. ¡Podría haberlo enviado a tu alto tribunal ahora mismo! Hasta un niño habría acertado a clavarle desde aquí una flecha entre ceja y ceja.

«Este niño, no, desde luego», pensó Devin con tristeza, mientras calculaba la distancia que había desde el escondrijo en el que estaban agazapados hasta la comitiva de barbadios que acababa de pasar ante ellos. Dirigió su vista hacia Alessan y se quedó mirándolo con respeto, En la mano empuñaba una ballesta que había recogido unos momentos antes del lugar donde la había ocultado.

—No te apures. La diosa lo reclamará cuando lo crea conveniente —replicó Baerd tranquilamente—. Tú mismo has dicho siempre que de nada valía que cualquiera de los dos muriera antes de lo debido.

—¿Disparo? —preguntó Alessan, casi con un gruñido.

—Ni se te ocurra. Estoy dispuesto a impedírtelo por cualquier medio —contestó Baerd.

Sus blancos dientes brillaban a la luz de la luna.

Alessan lanzó un juramento, pero enseguida se serenó y mostró de nuevo un talante divertido. El trato que se dispensaban los dos hombres era prueba evidente del largo tiempo que llevaban juntos. Según pudo ver Devin, Catriana no sonreía, y menos aún a él. Por otra parte, se dijo, él era quien se suponía que debía estar enfadado. Sin embargo, las actuales circunstancias le impedían fijarse en esos detalles. Se sentía a un tiempo lleno de ansiedad, de orgullo y excitación. Tal vez por eso fue el único que no notó la presencia de Tomasso, con las manos atadas a la espalda, entre los jinetes que acababan de pasar ante ellos.

—Deberíamos ante todo echar una ojeada al pabellón —murmuró Baerd infundiendo de nuevo un tono serio a la conversación—. Luego convendría darse prisa y salir huyendo. El hijo de Sandre os delatará al muchacho y a ti.

—Lo primero que deberíamos hacer es discutir qué pinta aquí el chiquillo —agregó Catriana.

El tono de su voz hizo que el malhumor volviera a apoderarse de Devin.

—¿El chiquillo? —repitió el aludido arqueando las cejas—. Yo pensaba que tenías pruebas más que suficientes de lo contrario —dijo clavando una mirada glacial en los ojos de la joven.

Su amor propio herido se vio recompensado por el rubor que cubrió el rostro de la cantante. Pero de poco le sirvió.

—Eso es indigno de ti, Devin —terció Alessan—. Espero no volver a escuchar ese tipo de comentarios. Catriana hubo de vencerse a sí misma para hacer lo que hizo esta mañana. Si has sido lo bastante perspicaz para venir hasta aquí después de lo sucedido, deberías ser igualmente inteligente para entender los motivos que tuvo para actuar como lo hizo. Más te valdría olvidar un poquito tu amor propio y pensar en lo que debe de estar pasando la pobre chica.

Sus palabras fueron pronunciadas en un tono perfectamente amable, pero Devin tuvo la sensación de que le echaban un jarro de agua fría. Tragó saliva y miró sucesivamente a Alessan y a Catriana. Pero los ojos de la joven estaban clavados en el cielo estrellado, muy por encima del humilde lugar que él ocupaba. Finalmente el tenor dirigió su vista, avergonzado, al suelo. De nuevo se sentía como si sólo tuviera catorce años.

—La verdad es que no tengo en mucho tu intervención, Alessan —oyó decir fríamente a Catriana—. Yo sé defenderme sola, y pruebas tienes de ello.

—Por no hablar de lo riguroso que te muestras —añadió Baerd como quien no quiere la cosa— con todo aquel que actúa con orgullo.

Alessan hizo caso omiso de aquellas palabras. Respondió, sin embargo, a Catriana de la siguiente guisa:

—Lucero de Eanna, ¿acaso crees que ignoro lo bien que sabes defenderte? Pero esto es distinto. No debemos dar demasiada importancia a lo sucedido esta mañana. No puedo permitir que el asunto dé lugar a más disputas, si queremos que Devin sea uno de los nuestros.

—¿Si queremos qué? —exclamó Catriana, horrorizada—. ¿Estás loco? ¿Es por la música? ¿Porque sabe cantar bien? ¿Cómo iba a poder un simple Ásolino…?

—¡Calma! —la interrumpió Alessan.

Catriana guardó silencio de mala gana. Devin, por su parte, incapaz de hacer otra cosa, siguió fingiendo estudiar con el mayor interés el terreno cubierto de hojas y hierba que tenía a sus pies. El desconcierto dominaba su mente y su corazón.

La voz de Alessan sonó llena de ternura cuando añadió:

—Catriana, tampoco él tiene la culpa de lo sucedido esta mañana. No lo acuses en vano. Hiciste lo que creías que era tu obligación y no te salió como esperabas. Tampoco a él puede culpárselo por seguirte. De maldecir a alguien, maldíceme a mí por no haberle impedido cruzar aquel umbral, pues habría podido hacerlo.

—¿Y por qué no lo hiciste? —inquirió Baerd.

Devin recordó la mirada de Alessan cuando cruzó la arcada que parecía dar acceso a aquel país de ensueño.

—Sí, ¿por qué? —preguntó también el interesado lleno de curiosidad—. ¿Por qué me dejaste ir tras ella?

La luz de la luna era en aquellos momentos de un intenso color azul. Vidomni se había ocultado por occidente tras las copas de los frondosos árboles. Sólo Ilarion brillaba en el cielo estrellado, dando a la noche una extraña luminosidad. Una «luz fantasma» como solía decir la gente del campo cuando la luna azul lucía sola en el cielo.

Alessan tenía el astro a sus espaldas, de suerte que sus ojos permanecían en la oscuridad. Durante unos instantes no se escucharon más que los rumores propios de la noche en el bosque: el murmullo de las hojas movidas por la brisa, el susurro de la hierba, los crujidos de las ramas caídas, un súbito batir de alas entre el follaje… De repente, a su izquierda, se oyó el aullido de un animal contestado enseguida por otro. Alessan dijo al fin:

—Porque conocía la melodía que su padre le enseñó a cantar de niño. Porque sé quién es su padre, que, por cierto, no es de Ásoli. Catriana, querida, tú podrás pensar lo que te parezca de mis debilidades, pero no ha sido solamente la música. Es uno de los nuestros, buena amiga. Baerd, ¿quieres comprobarlo?

Devin no entendió el significado de estas palabras en el nivel más superficial de su conciencia. No obstante, sintió que un frío extraño se apoderaba de él a medida que Alessan hablaba. Tenía la vertiginosa sensación, semejante a la de un ave de presa que se lanza en picado desde lo alto del firmamento, de haber llegado al punto en que desembocaba la puerta de Moriana franqueada en aquel bosque sombrío, iluminado por los rayos fantasmales de la luna azul.

Tampoco lo alivió dirigir la mirada hacia Baerd y contemplar el gesto de dolor que mostraba su rostro. Pese a la extraña luz que reinaba en el bosque, pudo apreciar cómo palidecía.

—Alessan… —musitó el hombre.

—Eres la persona que más quiero en el mundo —replicó éste en tono grave y sereno—. Has sido más que un hermano para mí. Por nada del mundo desearía hacerte daño, y menos que nunca ahora. Jamás lo consentiría. No te lo pediría de no estar bien seguro. Hazle la prueba, Baerd.

La actitud vacilante del pobre hombre no hacía sino aumentar la ansiedad de Devin. Cada vez entendía menos lo que estaba ocurriendo. Lo único que percibía era la importancia que parecían darle los demás a toda aquella escena.

Durante unos minutos no se movió ninguno de los cuatro. Finalmente Baerd dio unos cuantos pasos en la sombra, como para calmarse, y, asiendo por un brazo a Devin, lo condujo unos metros más allá de los otros, al pequeño claro que se abría entre los árboles.

Con un ágil movimiento de caderas, se agachó y se sentó en cuclillas. Tras unos instantes de vacilación, Devin imitó su gesto. Lo único que podía hacer era seguir las pautas dictadas por los demás. No tenía idea de a dónde podía ir a parar todo aquello. «No puede ser, teniendo en cuenta el rumbo que he tomado», recordó haber oído decir a Catriana esa misma mañana en el palacio. Cruzó las manos intentando controlar el temblor de que eran presa. Sintió un escalofrío, a sabiendas de que no era el relente el que lo producía.

Oyó que Alessan y Catriana se aproximaban, pero no volvió la vista atrás. De momento, lo más importante era la terrible expresión que, según podía ver, iba cobrando forma en los ojos de Baerd. El gigantesco rubio había dado muestras hasta entonces de ser tremendamente fuerte y, sin embargo, ahora daba una impresión de absoluta fragilidad. Como si cualquiera pudiese hacerlo añicos. De repente, y por segunda vez en aquella larguísima jornada, Devin sintió que entraba en un país de ensueño y que atrás quedaban los límites claros y bien definidos del mundo habitual.

De esa forma, a la luz azulada de Ilarion, escuchó cómo Baerd comenzaba su relato. Tuvo la sensación de que era un ensalmo, un tapiz de palabras tejido con retazos perdidos y al fin recuperados de su propia niñez. Y, al fin y al cabo, de eso se trataba.

—El mismo año en que Albarico conquistó Astíbar —dijo Baerd—, mientras las provincias de Certando y Tregea se preparaban para enfrentarse a él, cada una por su lado, antes incluso de que cayera Ferraut, Brandín, el rey de Ygrath, llegó a la península por occidente. Se apoderó con su escuadra del Gran Puerto de Chiara y conquistó la isla entera. No le costó ningún trabajo, pues el gran duque se suicidó en cuanto vio la cantidad de naves venidas desde Ygrath. Hasta aquí supongo que estás al corriente de lo sucedido.

Hablaba en voz muy baja. Devin hubo de inclinarse hacia él para entenderlo bien. A su espalda, una trialla cantaba su dulce y triste melodía, posada en una rama. Alessan y Catriana guardaban absoluto silencio. Baerd prosiguió su relato.

—Aquel año la península de la Palma se convirtió en un sangriento campo de batalla, en una enorme balanza obligada a mantener el equilibrio de poder por el que contendían Ygrath y el imperio de Barbadior. Ninguna de las dos potencias estaba dispuesta a dejar a la otra plena libertad de movimientos. Ése fue uno de los motivos que hicieron a Brandín venir hasta aquí. Había otro distinto, sin embargo, como luego supimos, que tenía que ver con su segundo hijo, su amadísimo Stevan. Brandín de Ygrath pretendía crear un segundo reino del que hacer heredero a su hijo menor. Pero no imaginó con qué iba a encontrarse.

La trialla seguía cantando. Baerd interrumpió su relato por unos instantes para escuchar su voz evanescente, más dulce incluso que la del ruiseñor, como si en ella oyera el eco de algo que le pertenecía.

—Los chiarenos fueron diezmados al pie del Sangario, cuando intentaban reagrupar sus fuerzas en las montañas. Acto seguido, Brandín conquistó la provincia de Ásoli, precedido por la fama de su poderío. Conocida era la fuerza de su magia, mayor incluso que la de Alberico, y, aunque el número de sus soldados era menor que el de las fuerzas barbadias que habían conquistado las provincias orientales, su lealtad y eficacia era mucho mayor. Pues si Alberico no era en su país sino un noble de segunda fila, cegado por la codicia y la ambición, que actuaba al servicio de su emperador con un ejército mercenario, Brandín regía en persona Ygrath y estaba a la cabeza de los soldados más esforzados de su reino. Llegar a Corte apenas le supuso una especie de paseo militar, en el transcurso del cual fueron derrotando uno tras otro a los ejércitos de todas las provincias, pues ninguno de nosotros pensaba por entonces en la posibilidad de actuar de común acuerdo con el vecino. Claro que tampoco lo haríamos después.

Baerd no tenía en aquellos momentos la serenidad suficiente para que su voz reflejara debidamente la ironía que pretendía imprimir a sus palabras.

—Desde Corte, Brandín decidió trasladarse con un pequeño contingente de sus tropas hacia Ferraut, donde pretendía cortar el paso a Alberico. Envió a su hijo Stevan hacia el sur con el encargo de conquistar la última provincia occidental que aún era independiente. Una vez cumplido este objetivo, el príncipe debía dirigirse a Ferraut y, juntando sus huestes a las de su padre, tenía que enfrentarse a los barbadios en la batalla que había de sellar definitivamente la suerte de la Palma.

»Ése fue su error, aunque difícilmente pudiera preverlo entonces, hace ahora dieciocho años. Acababa de llegar a la península y aún ignoraba el carácter de las distintas provincias que la conformaban. Supongo que pretendía dejar saborear a su hijo Stevan las mieles del triunfo y del mando supremo. Le entregó la mayor parte de su ejército y puso a su disposición a sus mejores generales, guardándose sus artes de hechicería para frenar a Alberico hasta poder contar con el grueso de sus tropas.

Baerd se interrumpió de nuevo. Sus ojos azules ofrecían un aspecto de total concentración. Cuando reanudó su relación, su voz sonaba con un timbre distinto. Devin tuvo la sensación de que en ella se reflejaba el eco de muchas vivencias pretéritas, perdidas todas y tristes.

—A orillas del Deisa —prosiguió—, a medio camino entre Certando y las costas de Corte, Stevan se encontró con la mayor resistencia que se opuso en toda la península a las fuerzas invasoras. Conducidos por su príncipe, pues el orgullo de aquella gente les había hecho dar tal nombre a su soberano, los habitantes de esa última provincia se enfrentaron a los ygrathios y les cortaron el paso en el río, haciéndolos retroceder con numerosas bajas.

Y el príncipe Valentín de la provincia… que ahora es conocida como Corte la Baja mató a Stevan de Ygrath, el hijo bienamado de Brandín, a la orilla del río, en un atardecer de sangrienta memoria.

Devin podía casi sentir cómo aquellas palabras reavivaban un antiguo dolor. Notó que Baerd miraba por vez primera en dirección al sitio que ocupaba Alessan. Los dos permanecieron mudos. Devin seguía con la mirada fija en el rubio, atento a las palabras que salían de sus labios, para reconstruir en su memoria, de cuya nitidez siempre se había jactado, el hermoso mosaico del pasado.

Justo en ese momento tuvo la sensación de que en los repliegues más íntimos de su mente empezaba a tañer una campana. Tocaba a rebato, como acontece en los rústicos templos de Adaón, cuando el repique de las campanas llama a los labradores a volver a la aldea. Era un sonido claro, aunque distante, que se esparcía sobre trigales ondulantes, dorados por el sol del crepúsculo.

—Brandín se enteró enseguida de lo sucedido gracias a sus artes de hechicería —prosiguió Baerd—. Inmediatamente dio la vuelta en dirección al sur, dejando a Alberico las manos libres para que se apoderara de Ferraut y Certando. Volvió atrás antes de que su magia y sus ejércitos sufrieran más menoscabos, con el ánimo rebosando de cólera, cual corresponde a un padre cuyo hijo ha sido muerto, para enfrentarse con sus enemigos donde éstos lo esperaban, a la orilla del Deisa.

Baerd clavó otra vez su vista en Alessan. Estaba palidísimo. La luz de la luna prestaba a su rostro un aire espectral.

—Brandín los aniquiló a todos —dijo—. Los aplastó sin piedad. Después de obligarlos a retroceder, se internó en el país, al otro lado del Deisa, y fue quemando cuantos campos y aldeas halló mientras los perseguía. No hizo prisioneros. Por el camino fue matando mujeres y niños, cosa que no había hecho en ningún otro sitio anteriormente. Pero es que en ningún otro sitio habían matado a su hijo. El alma de Stevan de Ygrath llevó consigo muchas otras almas al reino de Moriana. Su padre arrasó la provincia a sangre y fuego. Antes de acabar el verano, había derribado las orgullosas torres de la ciudad situada al pie de los montes… que ahora recibe el nombre de Stevania. Más allá, en la costa, redujo a polvo las murallas y los diques de la ciudad real levantada a la orilla del mar. En la batalla que se entabló junto a las riberas del río hizo prisionero al príncipe que había acabado con su hijo y a finales de ese mismo año lo mató en Chiara, después de torturarlo y mutilarlo del modo más cruel.

La voz de Baerd no era ya sino un leve susurro bajo el claro de luna y el fulgor de las estrellas. Pero tras ella seguía sonando aquella campana que avisaba de las penas aún por venir, que daba la alarma en la mente de Devin cada vez con más fuerza. Baerd prosiguió.

—Pero Brandín de Ygrath no estaba satisfecho. Haciendo acopio de toda su magia, del poder maléfico que poseía, lanzó sobre el país un hechizo que a nadie hasta entonces se le había pasado por la mente que pudiera llevarse a cabo. En virtud de ese maleficio… el nombre del país se esfumó para siempre. Lo arrancó de la mente de cuantos no hubieran nacido sobre su suelo. Aquélla fue su peor maldición, su venganza más refinada. Parecía de esa forma que nunca hubiésemos existido. Borró todo vestigio de nuestras hazañas, de nuestra historia y nuestro propio nombre.

Y en adelante nos llamó Corte la Baja, para ensalzar al peor de nuestros antiguos enemigos.

Devin oyó algo a su espalda y comprendió que era el llanto de Catriana. Baerd dijo entonces:

—Brandín decretó que ninguna persona pudiera oír y retener en su memoria el nombre de nuestro país, ni el de su capital a orillas del mar, ni tan siquiera el del alto bastión de torres doradas que guarda la vieja ruta de las montañas. Nos destruyó y asoló nuestros campos. Acabó con una generación entera y, para culminar su obra, borró nuestro nombre para siempre.

Sus últimas palabras no fueron un susurro ni un murmullo dirigido a la noche autumnal de Astíbar. Fueron un grito de denuncia, una acusación lanzada a los árboles, al cielo y las estrellas… A los astros, que habían contemplado la realización de tal iniquidad.

El dolor de aquellas palabras penetró en el alma de Devin como un dardo, que se clavó a una profundidad que ni siquiera Baerd hubiera podido imaginarse. Sentía un dolor tan hondo como nadie en el mundo habría podido imaginarse nunca, pues desde la muerte de Marra nadie sabía en realidad lo que significaba la memoria para Devin d’Ásoli. Aquella facultad de la mente se había convertido desde entonces en la piedra de toque de todo su ser.

La memoria era para él talismán y defensa, puerta y hogar a un tiempo. Significaba orgullo y amor, refugio de toda pérdida, pues si una cosa podía ser recordada, no se perdía del todo, no moría ni desaparecía para siempre. Marra podía vivir, su seco y austero padre podía tararearle una canción de cuna. Por eso, porque precisamente ahí radicaba su razón de ser, la antigua maldición de Brandín de Ygrath golpeó a Devin aquella noche como si acabaran de lanzársela a él solo, como si fuera un dardo que hiciese blanco en el corazón mismo de su modo y manera de concebir el mundo, y le escocía, por tanto, como una herida recién infligida.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró dominarse y concentrarse en recordar la historia, pues eso parecía en aquellos momentos lo más importante para él en el mundo. Sobre todo ahora, cuando aún resonaban en la noche las palabras de Baerd. Devin se quedó mirando al gigante rubio, cuya frente y garganta iban ceñidas por una cinta de cuero, y aguardó. Si antes podía decirse que era un chiquillo de mente rápida, ahora era un hombre bien despierto. Ahora ya sabía lo que iba a ocurrir. Había llegado el momento. Cuando Alessan habló a sus espaldas, Devin era mucho más viejo que una hora antes.

—La canción de cuna que te oí tocar ayer por la noche procedía de esa provincia, Devin. Era una canción de la ciudad de las torres. Nadie habría podido aprender como tú la melodía, de no ser originario del país… Por eso supe que eras de los nuestros. Por eso no te detuve cuando te vi salir detrás de Catriana. Dejé que Moriana decidiera lo que se ocultaba tras ese umbral.

Devin asintió con la cabeza. Al cabo de un instante dijo poniendo el mayor cuidado en sus palabras:

—De ser así, si te he entendido bien, yo sería uno de los que aún pueden escuchar y recordar el nombre que… para el resto de los mortales ha sido borrado de la faz de la tierra.

—Exactamente —respondió Alessan.

Devin se dio cuenta de que le temblaban las manos. Fijó en ellas su mirada, pero, por más que lo intentó, no pudo dominarlas.

—Entonces es algo que me ha sido arrebatado durante todos estos años —agregó—. ¿Te importaría… devolvérmelo? ¿Querrías decirme el nombre de mi tierra natal?

Sus ojos se clavaron en el rostro de Baerd, iluminado apenas por el fulgor de las estrellas, pues para entonces ya se había puesto Ilarion más allá de la espesa arboleda. Alessan había dicho que era Baerd quien debía pronunciar aquel nombre. Devin ignoraba el motivo. Se oyó una vez más cantar a la trialla en las tinieblas. Su garganta emitía una nota larguísima en tono descendente. Baerd habló entonces y Devin escuchó a alguien decir por vez primera:

—Tigana.

En su interior calló definitivamente la campana que había estado escuchando, cual si soñara con un campo de trigo nunca visto, y en aquel absoluto silencio que de pronto reinaba en su mente vino a romper una ola de nostalgia, como las gigantescas ondas marinas rompen en un escollo. Tras ésa vino otra y otra y otra, una, trayendo amor, y orgullo las demás. Tuvo una extraña sensación de vértigo, como si por las galerías de su sangre tocaran a rebato.

Vio entonces la mirada de Baerd fija en la suya. Vio su rostro rígido y blanco, e incluso en aquella oscuridad de las estrellas notó cómo a su tez asomaba el espanto, y algo más todavía: una sed dolorosa, un hambre que laceraba su alma sin compasión. Devin comprendió lo que era aquello y le proporcionó el alivio que tanto necesitaba.

—Gracias —dijo. Era evidente que ya no temblaba. Sintió un nudo en la garganta, pues ahora era a él al que tocaba hacer la prueba—. Tigana. Tigana. Nací en la provincia de Tigana. Mi nombre… Mi verdadero nombre es Devin di Tigana bar Garin.

Mientras hablaba, notó que en el rostro de Baerd brillaba algo parecido al éxtasis del placer. El rubio se restregó los ojos, como si desease verificar la realidad del

instante, impedir que se le escapara y se dispersara entre las sombras. Devin oyó a Alessan exhalar un profundo suspiro y, para su sorpresa, sintió cómo Catriana posaba sobre su hombro una mano, que enseguida retiró.

Baerd parecía como ausente, incapaz de pronunciar palabra. Por eso fue Alessan quien habló.

—Éste es uno de los nombres cancelados. Tigana se llamaba nuestra provincia y su capital a orillas de la mar. La ciudad más hermosa bajo la luz de Eanna que pueda uno imaginarse. O quizá, como mucho, la segunda ciudad más hermosa de la tierra.

En su voz había algo que le impedía definitivamente sonreír con franqueza. Sonreír y amar. Por vez primera Devin levantó los ojos hacia él y se quedó mirándolo.

—Si hubieras hablado con los de tierra adentro, con los naturales de la ciudad del río Sperion, cuya corriente nace en las montañas y fluye hacia poniente a su desembocadura, te habrían dado esta otra versión, pues siempre nos caracterizamos por nuestro orgullo y ambas ciudades fueron siempre rivales.

Al final, por más que se esforzara por disimularlo en sus palabras no había más que nostalgia.

—Tú naciste en esa ciudad del interior, Devin, lo mismo que yo. Somos hijos de ese alto valle y de las aguas de ese río tempestuoso. Nacimos en Avalle. Avalle de las Torres.

De nuevo en la mente de Devin sonaba una música, pero esta vez el nombre de la ciudad traía consigo unos ecos muy distintos de los de las campanas de hacía un instante. Ahora se trataba de una música que le hacía remontarse más atrás, hasta su padre y su propia niñez.

—Sabes la letra, ¿verdad? —dijo al fin.

—Por supuesto —contestó Alessan.

—¡Por favor, dímela!

Sin embargo fue Catriana la encargada de responderle con la voz que habría usado una madre para mecer a su hijo.

La primavera amaneció en Avalle.

¿Qué me importa lo que digan los sacerdotes? Hoy bajaré hasta el río

porque la primavera amaneció en Avalle.

Cuando sea mayor, que sea lo que dios quiera,

pero me haré una barca y marcharé muy lejos.

Seguiré la corriente hasta las playas

de la hermosa Tigana y aun más allá, muy lejos de mi Avalle.

Más doquiera que vaya, ya sea de día o de noche, entre aguas turbulentas o árboles esbeltos,

mi corazón me hará soñar por siempre

con torres de Avalle,

con los seres queridos que he dejado en Avalle.

La letra de la vieja melodía, triste y dulce a la vez, volvió a reconstruirse en la mente de Devin, que en realidad nunca la había olvidado. Pero con ella vino un sentimiento nuevo, una nostalgia que a punto estuvo de eclipsar la deliciosa interpretación de Catriana. No se trataba ahora de una ola ni de una trompeta que enardecía su sangre, eran sencillamente las aguas del anhelo que se removían. Del anhelo por algo que le había sido arrebatado de forma tan total y absoluta, que hasta podría haber pasado la vida entera sin conocer su pérdida.

Y Devin se puso a llorar mientras Catriana cantaba. Los muchachos bajitos y de aspecto aniñado aprendían enseguida en el norte de Ásoli lo peligroso que podía resultar derramar lágrimas en presencia de extraños. Pero aquella noche embargaba a Devin una emoción demasiado intensa para ser reprimida fácilmente.

Si había interpretado bien las palabras de Alessan, aquella canción era la nana que probablemente le cantara su madre para acunarlo. Aquella mujer cuya vida había sido truncada por Brandín de Ygrath. El muchacho inclinó la cabeza, no para ocultar el llanto, sino para mejor escuchar la dulce y amarga música que entonaba Catriana, la canción de un chiquillo que se atrevía a desobedecer las prescripciones de las autoridades, pese a su corta edad, y construía una barca con la que desafiaba a solas la vastedad del mundo, abandonando su tierra natal para nunca volver. Pese a su valentía y atrevimiento, el chiquillo no olvidaba jamás el país de sus antepasados.

¡Cuánto se parecía Devin a aquel chiquillo! Ésa era una de las razones que le arrancaban las lágrimas, porque le habían hecho olvidar a la fuerza aquellas torres, porque le habían arrebatado el sueño de su Avalle. De Tigana y sus playas.

Y las lágrimas siguieron rodando por sus mejillas en la oscuridad de la noche por su madre difunta y por su hogar perdido. En las tinieblas de un bosque, no lejos de Astíbar, aquel doble dolor se fundía en uno solo, que se identificaba en el fondo de su alma con el significado que siempre le había dado a la memoria y al olvido. En el fondo de su corazón Devin notó que algo empezaba a tomar forma. Algo que en adelante iba a cambiar el rumbo de su vida.

Enjugó su llanto con las mangas del jubón y levantó la vista. Ninguno de los presentes osaba decir nada. Vio que Baerd lo miraba. Deliberadamente Devin levantó la mano izquierda, la del corazón, y dobló cuidadosamente los dedos medio y anular dibujando la silueta de la península de la Palma, que era la forma de prestar juramento. Baerd levantó la diestra y adoptó la misma postura. Unieron las yemas de sus dedos y el tenor, cuya diminuta mano contrastaba con la manaza encallecida del otro, declaró:

—Si me buscas, me tendrás. Por el sagrado nombre de mi madre, muerta en aquella cruel batalla, juro no quebrantar mi lealtad hacia ti.

—Ni yo hacia ti —repuso Baerd—. Por el sagrado nombre de Tigana, hoy desaparecido.

Se oyó un crujido cuando Alessan se arrodilló a su lado.

—Devin —dijo serenamente—, he de advertirte algo. La empresa exige una cautela extrema. No podemos precipitamos. Puedes unirte a nuestra causa sin necesidad de romper con tu modo de vida habitual y de venirte con nosotros.

—No tiene otra opción —murmuró Catriana, que se había acercado también al grupo formado por los tres hombres—. Tomasso bar Sandre dará vuestros nombres a sus torturadores esta misma noche o mañana a más tardar. Mucho me temo que la carrera de Devin d’Ásoli como cantante termine justo cuando empezaba a descollar —dijo mirando a sus compañeros.

La oscuridad impedía descifrar el significado de su expresión.

—Se acabó —repitió Devin con calma—. Se termina en el momento mismo en que he conocido mi verdadero nombre.

La expresión de Catriana no se alteró. Era imposible adivinar lo que estaba pensando.

—Muy bien —terció Alessan. Levantó también él su mano izquierda encogiendo los dedos. Devin unió a ella su diestra. Alessan vaciló antes de añadir—: Un juramento por el sagrado nombre de tu madre es para mí más fuerte de lo que te imaginas. —¿La conociste acaso?

—Los dos la conocimos —respondió Baerd—. Nos sacaba diez años, pero todos los adolescentes de Tigana estábamos un poco enamorados de Micaela, y la mayoría de los hombres ya hechos y derechos lo estaba también, según tengo entendido.

Otro nombre más y con él un dolor lacerante de nuevo. El padre de Devin nunca había osado pronunciado ante él. Aquella noche le deparaba más sorpresas de lo que hubiera podido imaginarse.

—Todos envidiábamos y admirábamos a tu padre por encima de toda ponderación —agregó Alessan—. Aunque nos alegráramos de que al final fuera un hombre de Avalle quien consiguiera la mano de Micaela. Recuerdo el día en que naciste, Devin. Mi padre te envió un regalo con motivo de tu bautizo. Ya no recuerdo qué fue.

—¿Admirabas a mi padre? —exclamó el muchacho con una sombra de incredulidad en la voz.

Alessan se dio cuenta de su estupor y contestó:

—No lo juzgues por lo que acabó siendo. Sólo lo conociste después que Brandín aniquilara a una generación entera de tiganeses y destruyera lo que hasta entonces había constituido el mundo para él. Tu madre había muerto, Avalle había caído y Tigana había desaparecido. Él combatió en las dos batallas del Deisa y salió vivo de ambas.

Se oyó a Catriana murmurar algo por encima de sus cabezas.

—No sabía nada de eso —se excusó Devin—. Nunca nos dijo ni una palabra al respecto.

En su alma anidaba un nuevo dolor. «Cuántas amarguras en una sola noche», pensó.

—Pocos son los supervivientes a los que les gusta hablar de ello —comentó Baerd.

—Ni mi padre ni mi madre dijeron nunca nada —musitó Catriana en tono de sorpresa—. Nos llevaron lo más lejos posible, a un pueblecito de pescadores de aquí de Astíbar, cerca de Ardín, y nunca nos dijeron ni una sola palabra.

—Para protegeros —terció Alessan. Sus dedos seguían unidos a los de Devin. Su mano no era tan grande como la de Baerd—. Muchos de los padres que lograron salir con vida, escaparon para que sus hijos tuvieran la oportunidad de disfrutar de una existencia libre, lejos de la opresión y el maleficio de que fue víctima nuestro país, Tigana. O Corte la Baja, como nos vemos obligados a llamado hoy día.

—Huyeron —insistió Devin con terquedad.

Se sentía humillado, traicionado y defraudado a la vez.

—Piensa un poco, Devin —comentó Alessan sacudiendo la cabeza—. No formules juicios precipitados. Piensa un poco. ¿Realmente crees que aprendiste esa melodía por casualidad? Tu padre prefirió no cargar sobre tus hombros ni sobre los de tus hermanos el peligro de vuestro legado, pero os dio una impronta inmarcesible, una melodía sin letra, para vuestra seguridad, Yos echó al mundo con un bagaje que siempre serviría para identificaros inequívocamente como naturales de Tigana a quien también lo fuera, pero a nadie más. No creo que fuera simple casualidad. Lo mismo que tampoco puede ser fortuito el hecho de que la madre de Catriana pusiera en el dedo de su hija un anillo que la identificaba ante todo aquel que hubiera nacido donde ella.

Devin miró hacia atrás. Catriana extendió la mano para mostrarle el dedo. Reinaba una total oscuridad, pero sus ojos ya se habían acostumbrado y pudo así distinguir la

extraña figura que adornaba el anillo. Se trataba de una criatura medio pez, medio hombre.

—¿Te importaría —dijo entonces volviéndose hacia Alessan de nuevo— hablarme de él? De mi padre, quiero decir …

Del bruto y seco Garin, de aquel torpe labrador que vivía en la gris y húmeda Ásoli. El que, según quedaba ahora patente, era originario de Avalle de las Torres, en los montes de Tigana, al sur, y que en su juventud había amado y conseguido la mano de una mujer que despertaba la pasión en cuantos la veían. Que había combatido en las dos sangrientas batallas libradas junto al río y había sobrevivido a ambas y que, si Alessan no erraba, había permitido salir a correr mundo a aquel hijo suyo rápido e imaginativo, para que descubriera lo que por fin había logrado descubrir esa noche.

El hombre que —ya casi no le cabía duda alguna— casi con toda certeza le había mentido cuando le dijo que había olvidado la letra de la canción de cuna. ¡Cuánta responsabilidad se le echaba de repente encima!

—Te diré con mucho gusto lo que sé de él —respondió Alessan—, pero no esta noche. Catriana tiene razón y deberemos ponemos a salvo antes de que amanezca. Por lo pronto te juraré fidelidad como ha hecho Baerd, y acepto también tu juramento. Desde ahora y hasta el momento mismo de mi muerte serás uno de los míos.

Devin se volvió a Catriana y preguntó:

—¿Aceptas mi juramento?

—No tengo más remedio, me parece —replicó la muchacha echando hacia atrás su roja melena—. Mi opinión es que te has entrometido en nuestros asuntos y ahora no puedes deshacer el enredo. —Mientras así decía, extendió la mano izquierda con los dos dedos debidamente encogidos y unió las yemas de los demás a las de Devin—. Sé bienvenido —dijo—. Juro no quebrantar mi lealtad hacia ti, Devin di Tigana.

—Ni yo hacia ti, y perdona por lo de esta mañana —se excusó el joven.

Catriana retiró su mano y sus ojos se encendieron de coraje.

Devin notó su gesto pese a la oscuridad de la noche.

—¡Claro, claro! —respondió irónicamente la pelirroja—. Estoy segura de que así es. ¡Ya me di cuenta de lo desagradable que te resultaba la experiencia!

Alessan la interrumpió con aire divertido.

—Catriana, querida —dijo—. Acabo de prohibirle a Devin dar detalles de lo ocurrido. ¿Cómo voy a poder hacer efectiva la sentencia si tú te empeñas en recordárselo a todas horas?

—Yo soy aquí la parte agraviada, Alessan, no lo olvides —replicó la muchacha, cuyo tono de voz no revelaba ningunas ganas de reír—. En mí no ha de hacerse efectiva ninguna sentencia. No se nos puede juzgar a los dos por el mismo rasero.

—El rasero no es el mismo para nadie desde que te uniste a nosotros —comentó Baerd—. ¿Por qué iba ahora a ser diferente?

Catriana sacudió de nuevo la cabeza, pero no se dignó responder.

Los tres hombres se levantaron del suelo. Devin flexionó varias veces las piernas para aliviar el entumecimiento que sufrían sus miembros después de tanto rato de estar en cuclillas.

—¿Ferraut o Tregea? —inquirió Baerd—. ¿Hacia qué frontera nos dirigimos?

—A Ferraut —contestó Alessan—. En cuanto Tomasso hable, me tomarán por tregeo y… ¡Pobre hombre! De haber estado sereno, le habría disparado con mi ballesta cuando pasaron por delante de nosotros.

—¡Oh, menuda clarividencia la tuya! —comentó Baerd—. ¡Con veinte esbirros rodeándolo! De haberlo hecho, ahora estaríamos todos presos en Astíbar.

El fuego se había extinguido ya en las dos chimeneas del pabellón de caza de los Sandreni. Sólo el resplandor de las estrellas iluminaba la explanada. La constelación de la Diadema de Eanna se perdía por occidente, lo mismo que antes las dos lunas. Cuando los cuatro conspiradores llegaron al pabellón, cantaba un ruiseñor oculto en la enramada, como si respondiera a la trialla de antes. Alessan vaciló un instante antes de penetrar en la cabaña, pero inmediatamente se dirigió a la puerta encogiéndose de hombros. Devin reconoció aquel gesto típico del flautista y lo siguió.

Al rojo resplandor de las brasas, sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, pudieron contemplar la carnicería que había en la sala.

El ataúd seguía incólume sobre el catafalco, aunque la tapa había sido levantada y estaba algo astillada. En torno a él yacían los cadáveres de los cuatro caballeros que unas horas antes habían estado discutiendo con Alessan, los dos Sandreni, Niévole con el cuello y el pecho erizado de flechas, y el tronco decapitado de Scalvaia d’Astíbar.

Devin descubrió la cabeza del anciano a no poca distancia del cuerpo, rodeada de un gran charco de sangre. El cruento espectáculo casi le hizo perder el sentido.

—¡Moriana santa! —exclamó Alessan—. Señora de los muertos, acógelos en tu mansión eterna. Murieron prematuramente soñando con la libertad.

—Tres de ellos sí —se oyó a una voz decir desde el fondo de la sala—. El cuarto debería haber sido ahogado al nacer.

La sorpresa hizo a Devin dar un respingo, mientras el corazón empezaba a latirle a toda velocidad. El hombre que había pronunciado aquellas palabras se levantó de su asiento y se quedó mirándolos. Las sombras ocultaban por completo sus facciones.

—Pensé que volveríais —añadió.

«El sexto hombre», recordó Devin luchando por distinguir a la luz de los rescoldos la alta figura vestida de amplia túnica que los había saludado. Alessan no parecía tan sorprendido.

—Siento haberte hecho esperar —contestó—. Tardé más de la cuenta en desentrañar el enigma. Permíteme que te diga que lamento mucho lo ocurrido. —Hizo una breve pausa antes de agregar—: y acepta mis respetos, duque Sandre.

Devin quedó boquiabierto. Al cerrar las mandíbulas de golpe, se hizo daño en los dientes, pero todo lo daba por bien empleado con tal de que nadie se hubiera apercibido de su expresión. Los acontecimientos se sucedían a una velocidad excesiva para lo que era su costumbre.

—Acepto tus condolencias —respondió la figura situada ante ellos—, aunque no merezco tu respeto ni el de nadie. Antes quizá sí me fuera debido, pero ya no. Estás hablando con un viejo loco…, como me llaman los barbadios. Un hombre que ha pasado demasiados años solo y se ha enredado en su propia telaraña. Tenías mucha razón cuando hace unas horas hablabas de negligencia. Me ha costado tres hijos en una sola noche, y dentro de un mes, o incluso acaso menos, no quedará ni rastro de los Sandreni.

La voz sonaba fría y desapasionada, como si sólo fuera capaz de expresar la cruda objetividad y no supiera lo que era la piedad. Su tono era el de un juez en la sala sombría de un tribunal supremo.

—Siempre habrías podido tú desviar mi flecha —replicó Alessan.

—¿Hay alguna esperanza de que no hable? —terció Devin—. Estaba pensando en Ménico, ¿sabes? Si sale a relucir mi nombre …

—Todo el mundo acaba por hablar, cuando es torturado —respondió Alessan sacudiendo la cabeza— y más si hay hechicerías de por medio. Yo también estaba pensando en Ménico, pero no podemos hacer nada, Devin. Ésa es una de las realidades que se le hacen a uno patentes, cuando se lleva una vida como la nuestra. Casi todo lo que hacemos supone un riesgo para alguien. ¡Ojalá supiera —añadió— qué es lo que ocurrió en el pabellón después que nos fuimos!

—Decías que debíamos pasar a echar una ojeada —le recordó Catriana—. ¿Tenemos tiempo aún?

—Es cierto, y creo que nos dará tiempo —repuso Alessan—. Sin embargo hay en toda esta historia algo que no acaba de encajar. Sigo sin saber cómo pudo suponer Sandre d’Astíbar que yo …

Se detuvo un instante. El silencio del bosque era casi total. No se oía más que el canto de las cigarras y el murmullo de las ramas movidas por el viento. La trialla había enmudecido hacía un buen rato. Alessan levantó súbitamente una mano y se la pasó por la cabellera. Sacudió la cabeza y exclamó:

—¡Oh, Baerd, sólo tú sabes lo tonto que puedo llegar a ser en ocasiones! ¡Lo he llevado toda la vida escrito en la palma de la mano! ¡Vamos, deprisa! —dijo en tono de apremio—. ¡Ojalá no sea demasiado tarde!

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Alessan.

—El muchacho nos ha traicionado. —La sentencia sonó hueca, fatal, irrevocable.

—Oh, monseñor —murmuró Baerd—. ¡Vuestra propia familia! —Mi nieto. El hijo de Gianno.

—¡Maldita sea su alma! —exclamó el rubio con fiereza, pero sin inmutarse—. Ahora está ya en manos de Moriana y la diosa sabrá lo que ha de hacer con ella. ¡Que sea retenida en las tinieblas hasta el fin de los tiempos!

El viejo pareció no escuchar sus palabras.

—Taeri lo mató —murmuró como ausente—. Nunca pensé que tuviera tanto valor ni que fuera tan rápido. Luego él mismo se clavó un puñal, para no dar a los barbadios el gusto de matarlo. Nunca creí que fuera tan valiente —repitió.

Devin distinguió en la sombra dos cadáveres tendidos junto a la menor de las chimeneas. Tío y sobrino yacían tan cerca uno de otro que casi parecían abrazarse a los pies del ataúd vacío.

—Dijiste que nos esperabas —musitó Alessan—. ¿Podrías explicarme el motivo?

—Es el mismo que a vosotros os hizo volver.

Sandre avanzó hacia la chimenea, dando por primera vez pruebas de poder moverse. Cogió un tronco y lo arrojó a las brasas, casi apagadas ya. El aire levantó una lluvia de chispas. Lo acomodó en el hogar ayudándose del atizador, hasta que del rescoldo surgió una lengua de fuego que enseguida empezó a devorar la corteza reseca. El duque dio media vuelta y al fin logró Devin contemplar su blanca cabellera, su encanecida barba y los pómulos salientes, que eran el rasgo más destacado de su rostro. En los ojos, profundamente hundidos en sus cuencas, brillaba un resplandor desafiante.

—Estoy aquí —repuso Sandre— por el mismo motivo que vosotros. Porque la causa sigue. Sigue adelante pase lo que pase y muera quien muera. Sigue mientras mi pecho aliente y mientras palpite en él un corazón capaz de sentir odio. Mi causa y la tuya siguen en pie hasta que muramos.

—Así que lo escuchaste todo —comentó Alessan—. Oíste lo que dije desde el interior de tu ataúd.

—El efecto del bebedizo concluyó al anochecer. Me desperté antes de llegar al pabellón. Oí todo lo que dijiste y entendí buena parte de lo que preferiste no decir. Ya sé quién eres.

Avanzó decididamente hacia Alessan. Levantó una mano huesuda y señalándolo con el dedo dijo:

—¡Sé exactamente quién eres, Alessan bar Valentín, príncipe de Tigana!

Aquello era excesivo. El cerebro de Devin no era capaz de digerir tantas novedades. Su mente se veía inundada de noticias, cada una llegada de una fuente distinta, y todas contradictorias. El pobre muchacho se veía abrumado ante la cantidad y magnitud de los acontecimientos. Se hallaba en una estancia en la que una hora antes había seis hombres. Ahora, cuatro de ellos estaban muertos, víctimas de una violencia incontrastable. Por otra parte, el único al que había creído muerto, aquel en cuyo funeral había cantado esa misma mañana, era el único que quedaba vivo de los de Astíbar. ¡Si es que en efecto era de Astíbar!

Porque, si realmente lo era, ¿cómo había podido pronunciar el nombre de Tigana, teniendo en cuenta el relato que acababan de hacerle en el bosque? ¿Y cómo sabía que Alessan era —de nuevo una noticia difícil de asimilar— un verdadero príncipe, el hijo, nada menos, de aquel Valentín que había dado muerte a Stevan de Ygrath y que había provocado la refinada venganza de Brandín?

Devin se detuvo un instante intentando digerir todo aquello. Se puso a escuchar y a contemplar la escena, decidido a absorber en su memoria, infalible hasta entonces, lo más posible de cuanto sucediera en adelante. Luego, cuando tuviera tiempo, ya recapacitaría debidamente. Fue así como, al cabo de un largo silencio, que venía a subrayar su sorpresa y su estupefacción, oyó decir a Alessan:

—Ya lo entiendo. Por fin lo entiendo todo. Siempre pensé que eras un gigante de talla sobrehumana. Desde que te vi por vez primera hace veintitrés años, cuando acudí a mis primeros Juegos de la Tríada. Pero eres aún más grande de lo que creía. ¿Cómo es que sigues vivo? ¿Cómo has podido mantenerlo oculto durante tantos años?

—¿Oculto el qué?

Ahora era Catriana la que hablaba. Su voz venía a demostrar tanto desconcierto como el que a él lo embargaba. Devin se sintió mejor. Por fin no era el único que estaba in albis.

—¡Es un mago! —exclamó Baerd.

De nuevo un silencio.

—Los magos de la Palma —dijo al fin Alessan— son inmunes a los hechizos, a menos que hayan sido dirigidos específicamente contra ellos. En realidad lo mismo les ocurre a todos los magos, sean de donde sean y saquen de donde saquen sus poderes. Por esa razón, entre otras muchas, Brandín y Alberico se han dedicado durante todos estos años a descubrir y luego a asesinar a cuantos magos hubiera en la península.

—Y lo han podido hacer porque ser mago, desgraciadamente, nada tiene que ver con la prudencia, ni siquiera con el más elemental sentido común —añadió Sandre d’Astíbar en tono cáustico.

Volviose de nuevo hacia la chimenea y otra vez atizó el fuego, como si tal operación fuera lo más importante que para él había en el mundo. La llama prendió al fin con fuerza e iluminó de un rojo intenso la habitación.

Sobreviví —prosiguió el duque— sencillamente porque nadie sabía que era mago. Ésa es la única razón. Empleé mis poderes apenas cinco veces en todos los años que estuve al frente del gobierno, y siempre bajo el manto protector de algún otro hechicero. Desde que llegaron los brujos a la península, no he recurrido a la magia para nada. Ni siquiera la empleé para fingir mi muerte. El poder de Alberico y Brandín es más fuerte que el nuestro, mucho más. Quedó de manifiesto desde el momento en que llegaron a nuestra tierra. La magia no tuvo en la Palma nunca tanto auge como en otros lugares. Lo sabíamos muy bien y, como podéis suponer, nos atuvimos a las circunstancias. ¿De qué sirve un maleficio o un dardo mental si lo único que va a conseguir uno es que lo claven en una rueda celeste, de esas que tanto gustan a los barbadios? —La voz del viejo duque denotaba una amargura irónica y mordaz.

—O a Brandín —lo corrigió Alessan.

—Muy bien, o a Brandín —admitió Sandre—. Eso es lo único que tienen en común ese par de aves carroñeras…, aparte del hecho de dividirse la Palma entre los dos. Su único afán es monopolizar la magia en toda la península.

—Y lo han conseguido —afirmó Alessan—. O casi. Llevo más de doce años buscando a un mago en vano.

—¡Alessan! —exclamó Baerd de súbito.

—¿Y eso por qué? —preguntó el duque en ese mismo instante.

—¡Alessan! —repitió el rubio encarecidamente.

El príncipe de Tigana miró a su amigo y negó con la cabeza.

—No, éste no, Baerd —replicó de forma enigmática—. No puede ser Sandre d’Astíbar.

Se volvió una vez más hacia el duque y vaciló antes de hablar eligiendo cuidadosamente sus palabras. Por fin, haciendo gala de su habitual orgullo, dijo:

—Supongo que no ignoras la leyenda, por lo demás bien cierta, de que todo el linaje real de Tigana, todos sus príncipes, desde el primero hasta el último, tienen la facultad de hacer vasallo suyo a cualquier mago, sin que éste pueda librarse de su sometimiento hasta el día en que muera su señor.

Por vez primera, en los hundidos ojos del duque Sandre pudo verse un destello de curiosidad, de auténtico interés por lo que le contaban.

—Sí, conozco la historia. El único mago que tuvo conocimiento de mis poderes, una vez adquiridos, me advirtió que tuviera cuidado con los príncipes de Tigana. Era ya viejo y empezaba a chochear. Recuerdo que me eché a reír cuando me lo contó. ¿Y ahora me sales tú con que tenía razón?

—La tenía, y la sigue teniendo, aunque aún no se me ha presentado la ocasión de confirmarlo. Está en la raíz de nuestra historia. Tigana es la provincia predilecta de Adaón de las Olas. Nuestro primer príncipe, Kahal, fue engendrado por el dios en Micaela, aquella a quien llamamos Madre mortal de todos nosotros, y la línea sucesoria de los príncipes no se ha interrumpido hasta la fecha.

Devin sintió que en su alma se fundía un complejo cúmulo de emociones. No habría sabido nombrar todas y cada una de las pasiones que se enredaban en aquellos momentos en el fondo más íntimo de su ser. Micaela. Se dispuso a no perder detalle de cuanto oyera y viera, con el firme propósito de grabárselo todo en la memoria. Por de pronto oyó la risa de Sandre d’Astíbar.

—También conozco esa historia —replicó el duque en tono burlón—. Un simple pretexto para justificar la típica arrogancia tiganesa. ¡Príncipes de Tigana! No duques, no: ¡príncipes! ¡Descendientes del dios! —Volvió a reír mientras amagaba a Alessan con el atizador—. De tener razón, ¿cómo ibas a estar aquí esta noche soportando el hedor que exhala la cruda realidad de los tiranos y de estos pobres muertos, de la lamentable situación, en una palabra, por la que atraviesa hoy día la península entera? ¡Y aún te atreves a venirme con esas patrañas!

—Son ciertas —contestó Alessan sin inmutarse—. Por eso somos lo que somos. Para el dios habría sido todo un desdoro conceder a sus descendientes un título de rango inferior. El regalo de Adaón a su hijo mortal no podía ser la inmortalidad, pues Eanna y Moriana se lo habrían impedido. Le concedió, en cambio, un poder exclusivo sobre los magos de la Palma, y lo mismo a los hijos e hijas de su hijo, mientras se mantuviera la línea de sucesión directa de la casa real de Tigana. Si dudas de mi palabra y prefieres que lo comprobemos, haré lo que quería Baerd que hiciera, y te someteré imponiendo mi mano sobre tu frente, duque. No conviene despreciar así como así una historia tan antigua, Sandre d’Astíbar, y si somos orgullosos es porque tenemos sobrados motivos para ello.

—Ya no —dijo el duque en tono despectivo—. Desde que llegó Brandín no tenéis ya ninguno.

El rostro de Alessan estaba desencajado. Abrió la boca, pero volvió a cerrarla antes de replicar.

—¿Cómo te atreves? —intervino Catriana.

«Menuda valentía», pensó Devin.

El príncipe y el duque hicieron caso omiso de sus palabras y siguieron mirándose de hito en hito. El gesto burlón que mostraba la faz de Sandre fue poco a poco borrándose hasta adoptar su habitual expresión de amarga tristeza. La desesperación podía leerse en las profundas arrugas que le surcaban la frente, en sus ojos hundidos, en el gesto alicaído de sus labios.

—No habría esperado de ti semejante actitud —musitó Alessan— y menos, dadas las circunstancias.

—No estás en situación de esperar nada de mí —replicó el duque sin levantar la voz— y menos, dadas las circunstancias.

—¿Habremos, pues, de separarnos?

Durante unos minutos, que a Devin se le hicieron interminables, quedó en suspenso entre ambos interlocutores un proceso de cálculo y resolución que no acababa de concluirse, un proceso en el que se mezclaban el dolor, la rabia y el inflexible orgullo de sus castas. El joven tenor se sorprendió a sí mismo conteniendo el aliento, como si sus nervios quisieran adecuarse a la tensión reinante.

—Preferiría no hacerla —respondió por fin Sandre d’Astíbar—. No así al menos —añadió mientras Devin recobraba el aliento—. ¿Querrás aceptar las disculpas de un hombre que ha caído tan bajo como nunca creyó que pudiera encontrarse?

—Por supuesto —contestó simplemente Alessan— y habrás de verme pidiéndote consejo antes de separamos por un tiempo. Han cogido preso a tu hijo mediano. Mañana mismo dará al verdugo los nombres de Devin y mío, si no lo ha hecho ya esta noche.

—Esta noche no —musitó el duque como ausente—. Alberico no ve ya peligro. Además estará muy débil después de lo que le ha pasado. Dejará en paz a Tomasso hasta que pueda disfrutar con él. Hasta que esté de humor para… jugar.

—Esta noche o mañana, da lo mismo —terció Baerd en tono expeditivo—. El caso es que hablará. Nosotros hemos de estar lejos antes de que lo haga.

—Puede que sí o puede que no —murmuró Sandre en el mismo tono indiferente de antes. Paseó su mirada por los cuatro cadáveres tendidos en la sala—. Me gustaría saber qué fue exactamente lo que sucedió. Yo estaba en el ataúd y no pude ver nada, pero estoy en condiciones de afirmar que Alberico utilizó esta noche una magia tan potente, que aún se nota su rastro en esta estancia, y la empleó para salvar su vida.

Scalvaia hizo algo, no sé qué, pero a punto estuvo de acabar con ella. —Y, clavando sus ojos en Alessan, añadió—: A punto de entregar a Brandín de Ygrath el dominio de toda la península.

—¿Lo oíste, pues? —exclamó Alessan—. ¿Estarás de acuerdo conmigo entonces?

—Creo que siempre fui consciente de ello, pero también sé que casi logré engañarme a mí mismo negándome esa realidad. Estaba tan obsesionado con mi propio enemigo asentado aquí en mi provincia, en Astíbar. Necesitaba oírselo decir a otro, pero eso era lo único que me hacía falta. Sí, estoy de acuerdo contigo. Hay que derrocarlos a los dos.

Alessan asintió con la cabeza y por un instante pareció que cedía la tensión contenida a duras penas.

—Aún hay muchos que piensan lo contrario. Aprecio en lo que valen tus palabras —dijo.

Dirigió una mirada a Baerd, ligeramente festiva, y luego otra vez al duque.

—Hablaste del empleo de la magia por parte de Alberico, como si semejante circunstancia quisiera decir algo especial. ¿Qué significa? Somos legos en la materia.

—No tenéis de qué avergonzaros. No siendo magos, nadie podría tildaros de ignorantes —contestó sonriendo el duque—. La respuesta es, sin embargo, palmaria: esta estancia rebosa de tal forma hechicería que, fueran cuales fuesen los poderes que utilizara yo esta noche, su aureola quedaría totalmente enmascarada por la de él. Creo poder afirmar que vuestros nombres no serán pronunciados mañana ante el verdugo.

—Comprendo —se limitó a decir Alessan. Devin, en cambio, no comprendía nada. Tenía, por el contrario, la sensación de estar perdido en una vorágine de informaciones—. ¿Eres capaz de viajar por los aires? ¿Puedes desplazarte hasta allí y sacarlo vivo? —preguntó el príncipe con ojos brillantes.

Sandre hizo un gesto negativo. Levantó la mano izquierda, con los cinco dedos bien abiertos.

—No me corté dos dedos, como hacen los magos al pronunciar los votos perpetuos de fidelidad a la Palma. Mis poderes se hallan muy limitados. No puedo decir que lo sienta. De haberlo hecho, nunca habría sido duque de Astíbar, teniendo en cuenta los prejuicios y las leyes vigentes en esta provincia en lo que a brujería se refiere… Pero al menos, podré hacer algo. Puedo trasladarme yo hasta la mazmorra, sí, pero no tengo fuerzas suficientes para sacar a otro. Pero algo podré hacer.

—Ya comprendo —repitió de nuevo Alessan. Su tono era esta vez diferente. Se produjo un silencio. Se pasó la mano por su cabellera en desorden y dijo—: Lo siento.

La expresión del duque permaneció inalterable. Sus ojos no revelaban ninguna emoción. Detrás de él se oyó el crepitar del fuego y una lluvia de chispas se perdió por el tiro de la chimenea.

—Pongo una condición —dijo al fin Sandre.

—¿Cuál?

—Que me permitáis acompañaros. Ahora soy un difunto para todo el mundo excepto para Moriana. Aquí en Astíbar no puedo hablar con nadie ni hacer nada. Si quiero seguir adelante con mi muerte fingida, tendré que acompañaros. Príncipe de Tigana, ¿aceptas en tu séquito a un humilde mago? ¿A un mago que se une a ti libremente y no como vasallo, como pretende no sé qué leyenda?

Durante largo rato Alessan permaneció en silencio con los ojos clavados en el duque. Sus manos no temblaban ya. De repente se echó a reír. Su risa fue como un rayo de luz, como una oleada de calor en la atmósfera yerta de la habitación.

—¿Cuánto apego sientes por tu barba y tus canas? —preguntó en un tono de voz totalmente inverosímil dadas las circunstancias.

Al cabo de un instante, Devin escuchó un sonido extrañísimo. Tardó unos segundos en reconocer en él las carcajadas del propio duque de Astíbar.

—Haz de mí lo que quieras —dijo al fin Sandre conteniendo la risa—. ¿Qué planes tienes? ¿Vas a teñir mis rizos de rojo, como los de la chica?

—Espero que no sea necesario —contestó el príncipe—. Una compañía como la nuestra tiene ya bastante con una cabellera semejante. Dejo el asunto en manos de Baerd. Para tu información, has de saber que son muchas las cosas que dejo en sus manos.

—Pues yo mismo me pondré en ellas —afirmó Sandre e hizo una profunda reverencia al hombre de la melena rubia.

Baerd, por su parte, según pudo comprobar Devin, no parecía muy contento. Tampoco a Sandre le pasó inadvertida la expresión de su rostro.

—No prestaré juramento alguno —dijo el duque—. Hice un voto cuando Alberico conquistó Astíbar y no pienso hacer ninguno más. Te aseguro, eso sí, que haré cuanto esté en mi mano para que no lamentes nunca el haber tomado esta decisión. ¿Te basta con eso?

—Sí —respondió Baerd.

Devin intuyó que las palabras que escuchaba tenían una importancia capital y que ninguno de aquellos hombres hablaba a la ligera ni decía otra cosa más que la pura verdad. En ese instante su mirada fue a clavarse en Catriana, y se dio cuenta de que ella también lo estaba observando. La muchacha apartó la vista de inmediato.

—Creo que debo apresurarme y hacer lo que tengo que hacer —resumió Sandre—. La estela dejada por Alberico me obliga a realizar mi hechizo aquí mismo, a que éste sea el punto de partida y de llegada de mi propia magia. En cuanto a vosotros, supongo que no tendréis ganas de pasar la noche entre un montón de cadáveres, por ilustres que sean. ¿Habéis acampado en el bosque? ¿Cómo podré encontraros luego?

La idea de la brujería seguía resultándole a Devin bastante inquietante, pero las últimas palabras de Sandre le habían dado una idea. Aquélla era la primera ocurrencia clara que tenía desde que había puesto los pies en la cabaña.

—¿Estáis seguro de poder impedir hablar a vuestro hijo? —exclamó.

—Por completo —replicó el duque sin inmutarse.

Devin frunció el entrecejo.

—Muy bien —dijo—. Me parece que ninguno de nosotros corre peligro inminente, excepto vos, señor. Nadie debe veros. Por mi parte, a mí me gustaría despedirme de Ménico e intentar explicarle los motivos de mi partida —añadió dirigiéndose a Alessan—. Le debo mucho y no me agradaría quedar mal con él.

—No te lo perdonará, Devin, aunque no sea rencoroso —replicó el príncipe con aire meditabundo—. El éxito de esta mañana es lo que un empresario como Ménico siempre ha soñado y, por mucho que le digas, lo cierto es que seguirá necesitándote para hacer realidad otra vez ese sueño.

Devin tragó saliva. Aquellas palabras le resultaban demasiado crudas, pero no podía negar que estaban cargadas de razón. Una temporada o dos cobrando los honorarios que, según le había oído decir, iba a poder exigir de ahora en adelante, habrían permitido al viejo maestro comprarse en Ferraut la posada que tanto ansiaba, el retiro en el que decía que le habría gustado establecerse cuando sus huesos no fueran ya capaces de seguir recorriendo los caminos de la Palma. Allí serviría cerveza y vino a los clientes, y podría ofrecer un lecho y un plato de guisado a los viejos amigos y también a los nuevos, que decidieran hacer un alto en su penoso viajar. Allí podría también ponerse al corriente de todos los cotilleos del momento y sacar a relucir las viejas historias que tanto le agradaban. Allí, en fin, durante las largas noches de invierno, cómodamente sentado al pie de la chimenea, deleitaría a los huéspedes con las infinitas canciones de su repertorio.

Devin se metió las manos en los bolsillos con aire pensativo.

Se sentía triste.

—No me gustaría desaparecer así como así. Además, seríamos tres miembros de la compañía los que desertáramos de un golpe. Por otra parte, mañana tenemos dos conciertos …

—¡Es verdad, ahora me acuerdo! —exclamó Alessan torciendo el gesto.

—Tres —puntualizó Catriana inesperadamente.

—Sí, tres —repitió el príncipe—. Y otro al día siguiente en el gremio de tejedores. Ahora que me acuerdo, también tengo pendiente una sustanciosa apuesta en el Pelión que debo ir a cobrar.

Sus palabras atrajeron, como era de esperar, las protestas de Baerd.

—¿Crees de verdad que la Fiesta de la Vendimia seguirá como si tal cosa después de lo ocurrido? ¿Piensas volver a tocar en Astíbar como si nada hubiera pasado? Ya me he visto en otras como ésta, Alessan, y no me gusta nada repetir la experiencia.

—En efecto, estoy seguro de que la Fiesta continuará como si tal cosa. —Era Sandre quien hablaba— Alberico es ante todo astuto y me parece que los acontecimientos de esta noche reforzarán aún más su sentido de la prudencia. Permitirá que el pueblo siga celebrando sus fiestas según estaba previsto, hasta que toda la gente venida del campo y la distrada se desperdigue de nuevo por sus granjas. Después sí, después descargará el golpe sin contemplaciones. Por supuesto, sólo sobre las tres familias presentes en el pabellón de caza. Francamente, al menos es así como yo actuaría.

—¿Impuestos? —inquirió Alessan.

—Tal vez. Los subió al doble después del intento de envenenamiento de los Canziano, pero aquello fue muy distinto. Aquello fue un intento de asesinato en un lugar público, y por tanto no tenía más remedio que infligir un castigo ejemplar. Esta vez, en cambio, creo que no será para tanto. Entre las tres familias tendrá víctimas suficientes para llenar sus cruces celestes.

A Devin le resultaba doloroso el modo que tenía el duque de hablar de aquellas cosas, como si carecieran por completo de importancia. Eran los suyos los que tenían la vida pendiente de un hilo. Su primogénito, sus nietos, sus sobrinos y primos, todos iban a acabar en las malditas ruedas mortíferas de los barbadios. El joven se preguntaba con temor si algún día también él llegaría a expresarse con aquel cinismo; si el capítulo de su vida que acababa de comenzar aquella noche lograría endurecer su ánimo hasta ese punto. Intentó imaginarse a sus hermanos clavados en una rueda mortífera en las calles de Ásoli y sintió que su mente no podía tolerar aquel cuadro espantoso. Inconscientemente realizó con la mano un gesto con el que pretendía ahuyentar el mal agüero.

Lo cierto era que sólo pensar en Ménico le producía ya bastante desazón, y eso que con él la cosa se limitaba a una cuestión monetaria y punto. Los músicos cambiaban constantemente de compañía. O montaban la suya propia. O se retiraban de la vida ambulante y se colocaban en cualquier negocio que les ofreciera un poco de estabilidad. Sin duda, muchos de sus colegas esperarían que trabajara por su cuenta después del triunfo cosechado aquella mañana. La idea podría haberlo atraído en otro momento, pero no en aquél. Devin no soportaba pasar por un desagradecido. De pronto se le ocurrió otra cosa.

—¿Y no resultaría un tanto extraño que desapareciéramos de improviso después del funeral? ¿Justo cuando Alberico descubre una conjura directamente relacionada con el entierro del duque? Queramos o no, estamos de algún modo vinculados a los Sandreni. ¿Nos conviene llamar la atención hasta ese punto? Nuestra desaparición no pasaría inadvertida, desde luego.

—Por ahí sí que entro —declaró Baerd—. Eso sí que es sensato, aunque me cueste trabajo reconocerlo.

—Muy sensato, desde luego —confirmó Sandre. Devin se sonrojó un poco al ver que su persona era blanco de la mirada escrutadora del duque—. Vosotros dos —añadió señalando al tenor y a Catriana— me reconciliáis con la juventud de hoy día.

En esta ocasión Devin prefirió no mirar a la chica. Por el contrario, sus ojos fueron a posarse sobre el cuerpo del nieto de Sandre, que yacía inerte junto a la chimenea, con la garganta atravesada por la daga de su propio tío.

Alessan rompió el silencio carraspeando intencionadamente.

—Por otra parte —dijo adoptando un curioso tono de voz—, hay otro argumento de peso. Sólo quien haya pasado tantas noches al raso como yo, apreciará como es debido mis deseos de dormir en una buena cama. En resumidas cuentas —concluyó con un guiño—, tu elocuencia me ha persuadido, Devin. Llévanos otra vez a la posada con Ménico. Hasta un lecho compartido con un par de syrenyistas que roncan armoniosamente resulta mejor que dormir en el duro suelo, disfrutando del silencio relativo de Baerd.

El rubio le lanzó una mirada amenazadora.

—Me abstendré de exponer a la vergüenza pública —dijo¬, cuáles son tus hábitos nocturnos. Esperaré aquí solo el regreso del duque. Esta noche habremos de incendiar el pabellón. Huelgan las explicaciones. De lo contrario se notaría la falta del cadáver cuando volvieran los criados. Nos veremos todos en el escondite del bosque dentro de tres días, cuando os parezca que estáis bien descansados. Eso suponiendo —añadió en tono sarcástico— que las costumbres urbanas no os impidan dar con un simple escondite entre los árboles.

—Ya sabría yo dar con él, aunque se perdiera —repuso Catriana.

Alessan los miró a los dos con expresión contrita.

—No es justo —protestó—. Es sólo por la música. Los dos sabéis que ése es el único motivo.

Devin no entendía nada. Alessan seguía con la mirada fija en su compañero.

—Sabes que sólo vuelvo por lo de la música.

—Por supuesto que lo sé —contestó Baerd sin alterarse—. Sólo que temo que la música acabe causando nuestra ruina un día de éstos —añadió en otro tono.

Al captar las miradas que se intercambiaron, Devin aprendió inesperadamente algo nuevo —y eran ya muchas las cosas que llevaba aprendidas aquella noche—, esta vez acerca de la naturaleza del amor y las leyes que rigen las relaciones de los seres humanos.

—Ve —dijo Baerd torciendo el gesto, en vista de que Alessan aún vacilaba. Catriana ya había salido—. Te veré cuando concluya la fiesta —añadió—. Estaremos en el escondite, y no pienses que podrás reconocernos fácilmente.

Alessan le hizo un guiño y al instante Baerd respondió con una sonrisa. Su cara era ahora completamente distinta. Devin se dio cuenta de que no sonreía a menudo.

Cuando salió a la oscuridad en pos de Alessan y Catriana, aún iba pensando en aquel detalle.