Era casi la hora del crepúsculo cuando Tomasso bar Sandre, escoltando el féretro de su padre, salió de la ciudad por la puerta de Levante. Moderando el paso de su cabalgadura, el hijo del duque permitió al fin vagar a su imaginación tras cuarenta y ocho horas de intensas emociones.
El silencio no podía ser más completo. Aquel camino se veía de ordinario atestado de campesinos que aprovechaban esa hora tardía para regresar a la distrada antes de que se cerraran las puertas de la ciudad. Apenas sonaba el toque de queda, al caer el sol, las calles de Astíbar quedaban desiertas y sólo las pisaban las patrullas de soldados barbadios y los pocos que se atrevían a desafiar su vigilancia con tal de procurarse una mujer, una jarra de vino o algún otro placer que necesitase la discreción del manto de la noche.
Aquélla, sin embargo, no era una ocasión habitual. Durante esa noche y las dos siguientes se había suspendido el toque de queda. La recolección de las uvas había terminado y la cosecha no podía ser mejor. La Fiesta de la Vendimia hacía que las calles de Astíbar estuvieran llenas de cánticos y bailes y aun de alguno que otro exceso menos inocuo durante tres largas noches. Sólo por ese tiempo la ciudad podía permitirse el lujo de creerse igual a la decadente y sensual Senzio. Ni el duque antaño ni el severo Alberico últimamente se habían atrevido a malquistarse con el pueblo sin necesidad, negándole aquel tradicional desahogo tras la austeridad que había de soportar durante todo el año.
Tomasso volvió la cabeza y contempló su ciudad natal. El rojo disco del sol poniente, rodeado de nubes, iba ocultándose tras las cúpulas y las torres de los templos. Sus rayos brillaban sobre Astíbar, que quedaba sumida en una extraña luz. Se había levantado una ligera brisa y parecía que quería dejarse notar. Tomasso pensó que acaso debiera ponerse los guantes, pero decidió no hacerlo: para ello habría tenido que quitarse los anillos, y los destellos que lanzaban las gemas a aquella luz fugaz del atardecer resultaban demasiado atractivos. Definitivamente se había echado encima el otoño y los Días de los Rescoldos se aproximaban a pasos agigantados. No iba a tardar mucho, cuestión de días apenas, en caer las primeras heladas. Naturalmente su efecto se haría notar en las preciosas uvas que habían quedado sin recoger en ciertas viñas previamente seleccionadas, pues habían sido destinadas —si la Tríada lo permitía— a producir el famoso vino azul que constituía el orgullo de la provincia.
Tras él avanzaban penosamente los ochos criados cargados con las andas sobre las que descansaba el sencillo ataúd de madera sin labrar, adornado tan sólo con el escudo ducal, en que yacía el padre de Tomasso. A ambos lados del féretro
cabalgaban en silencio los dos caballeros encargados de velarlo, y no era de extrañar su actitud taciturna, teniendo en cuenta la naturaleza de su misión y el odio centenario que se profesaban las familias de aquellos dos hombres.
«Aquellos tres hombres», pensó Tomasso. En realidad eran tres, contando al difunto, que con tanto escrúpulo había planeado todo aquello, sin olvidar ni un solo detalle. Él era quien había previsto cuál de los dos había de situarse a cada lado del féretro, quién había de ir delante y quién detrás. Por no hablar de la extraña elección que suponía designar a los dos caballeros de Astíbar encargados de velarlo durante toda la noche en el pabellón de caza, y de acompañarlo luego, en cuanto amaneciera, hasta la cripta de los Sandreni. O, por mejor decir, los dos caballeros a quienes se podía y aun se debía confiar el secreto de lo que iba a ocurrir aquella noche durante el velatorio.
Aquella idea lo hizo estremecer. Pero logró dominar sus temores, como había aprendido a hacer durante los años —¡ay, cuántos habían sido!— que había pasado discutiendo el asunto con su padre.
Ahora, sin embargo, Sandre había muerto y le tocaba actuar a él solo. En cualquier caso, la luz violeta que iba envolviendo el paisaje le recordó que se les estaba echando encima la noche, objeto de sus preocupaciones. A sus cuarenta y dos años, Tomasso era consciente de que, si no se contenía, nada le resultaba más fácil que sentirse como cuando era niño.
El pequeño de doce años, por ejemplo, que era cuando su padre, el duque Sandre d’Astíbar, lo descubrió revolcándose desnudo en un pajar con el hijo del caballerizo mayor, que había cumplido ya los dieciséis.
Su amante había sido ejecutado sin tardanza, aunque sin armar revuelo, para no dar pie a las habladurías. Su padre lo había azotado durante tres días seguidos, teniendo buen cuidado de que el látigo abriera cada mañana las heridas infligidas la noche anterior. A su madre le prohibieron acercarse a él. Nadie se acercó a él.
Había sido uno de los pocos errores de su padre, pensó Tomasso remontándose con la imaginación a otro crepúsculo otoñal vivido treinta años antes. Sabía que su actual afición al látigo a la hora de hacer el amor databa de aquellos terribles tres días. Se trataba de una de sus «delicias», como solía llamarlas.
El duque, sin embargo, no había vuelto a castigarlo de ese modo. Ni tampoco de ninguna otra forma tan directa. Cuando perdió la esperanza de mantener en secreto las preferencias, por llamarlas de alguna manera, de su hijo mediano, y quedó de manifiesto que era imposible alterar o eliminar sus hábitos, Sandre se limitó a hacer caso omiso de la existencia de Tomasso.
Sus relaciones siguieron así durante más de diez años.
Sandre se empeñó en educar a Gianno, el primogénito, para que le sucediera en el gobierno, y lo mismo hizo con Taeri, el menor. Esta precaución, sin embargo, venía a confirmar la sospecha de que era a este último, en realidad, al que consideraba su posible heredero. Tomasso, en cambio, pasó a ser durante más de una década prácticamente un ser inexistente en la familia de los Sandreni.
Aunque eso no significaba que no fuera conocido en otros ambientes, no sólo en Astíbar, sino incluso en alguna de las provincias vecinas. Por razones que ahora le pesaba reconocer, durante todo aquel tiempo Tomasso se había formado el propósito de eclipsar la fama de los jóvenes disolutos del pasado, sobre cuya depravación seguía haciéndose lenguas Astíbar cuatrocientos años después de la muerte de alguno de ellos.
Y ahora podía asegurar que lo había conseguido en gran medida.
Sin duda alguna, la «incursión» en el templo de Moriana, en plena Noche de los Rescoldos, realizada hacía un montón de primaveras, perduraría aún muchos años en la memoria de la gente como el súmmum o paradigma —aunque todo depende del punto desde el cual se contemple la «escala», como solía decir— del libertinaje sacrílego.
La famosa incursión, sin embargo, no había supuesto cambio alguno en las relaciones con su padre. Sencillamente, desde aquella ocasión en el pajar, cuando Sandre regresó de su paseo a caballo una hora antes de lo habitual, habían cesado por completo todas sus relaciones y, por lo tanto, no tenía sentido hablar de cambios. Su padre y él procuraban únicamente no cruzar una palabra ni dirigirse la mirada, tanto durante la cena familiar como en las ceremonias públicas. Si Tomasso tenía conocimiento de alguna noticia que, en su opinión, valía la pena que llegara a oídos de Sandre —y nada tenía de particular que así fuera, teniendo en cuenta los círculos que frecuentaba y el peligro constante en que vivía por entonces su padre—, se lo comunicaba a su madre durante el almuerzo que semanalmente tomaba con ella, y ésta era la encargada de hacérselo saber al duque. Tomasso no ignoraba, por otra parte, que la pobre mujer se ocupaba de enterar a Sandre de cuál era su fuente de información, aunque poco importaba esto en realidad.
La duquesa murió al beber una copa de vino envenenado que iba dirigida a su esposo el último año de gobierno de Sandre, habiéndose esforzado hasta el día postrero de su vida por conseguir la reconciliación del duque con su hijo.
Quizás algunas personas dotadas de un alma más romántica que las que poseían su padre y él, creyeran que, con el forzoso estrechamiento de, los lazos familiares sobrevenido a raíz de aquel cruel suceso, se había logrado al fin la mediación que durante tantos años, hasta el momento mismo de su muerte, se había esforzado por conseguir la infortunada dama. Pero los interesados sabían que no había sido así.
De hecho, sólo la llegada de Alberico en nombre del imperio de Barbadior, con sus dotes de hechicería y la brutal eficacia de sus esbirros, hizo que una noche, a altas
horas de la madrugada, Tomasso y Sandre sostuvieran al fin una curiosa charla al cabo de dos años de destierro. Todo se debió a la invasión de Alberico, pero también a una circunstancia añadida, a saber: la tremenda e innegable estolidez de Gianno d’Astíbar bar Sandre, heredero titular de la arruinada dinastía.
A esos dos motivos vino a sumarse una tercera amarga verdad, de la que paulatinamente fue haciéndose cargo el orgulloso duque en su destierro. Poco a poco había ido convenciéndose de que, si en alguno de sus retoños se manifestaba una mínima parte de las dotes más perspicuas de su carácter, si algo de su sutileza y perspicacia, de su habilidad para ocultar sus pensamientos y descubrir los de los demás, si una sola de todas sus virtudes había sido transmitida a alguno de sus hijos, el mediano, Tomasso, era el que las había heredado en su mayoría.
Tomasso, aquel degenerado que amaba a los jovencitos y no iba a poder dejar herederos, ni siquiera un nombre que fuera pronunciado con respeto ni en Astíbar ni en ningún rincón de la península.
En lo más profundo de su ser, donde acometía la dificultosa tarea de enfrentarse con los sentimientos que abrigaba hacia su padre, Tomasso siempre había reconocido —lo mismo en el pasado que en aquellos momentos, durante el último viaje emprendido por Sandre aquel atardecer—, que una de las ocasiones en la que el duque dio pruebas más ciertas de su talla como gobernante fue aquella noche de invierno, ya tan distante en el tiempo, en la que rompió el silencio absoluto que había guardado durante diez años. La noche en que se decidió a hablar de nuevo con su segundo hijo y acabó haciéndole su confidente.
Su único confidente en la dolorosa empresa de expulsar de Astíbar y de toda la Palma Occidental a Alberico, con su escolta de hechicería y soldados barbadios. ¡Cuánta prudencia había sido precisa en aquellos dieciocho años! La empresa se había convertido para ambos en una verdadera obsesión a medida que el comportamiento de Tomasso en público iba volviéndose más excéntrico y decadente, convirtiendo su voz y su forma de hablar en una parodia —en el fondo, la parodia de sí mismo— del pederasta amanerado y lleno de remilgos.
Todo respondía a un plan trazado durante la entrevista mantenida aquella noche con su padre a altas horas de la madrugada en la finca que poseían en las afueras de la ciudad.
El papel adoptado por Sandre había consistido en hacerse pasar por el desterrado incapaz, a los ojos del mundo, de librarse de aquella condena, que a todas horas maldecía a la Tríada por haberle deparado una suerte tan dura, y así pasaba los días, gastándolos en apariencia en riñas con los criados, en cacerías y en borracheras provocadas por el vino de sus propios lagares.
Tomasso, sin embargo, nunca había visto a su padre borracho de verdad, y en cuanto a él, tampoco utilizaba su típica voz atiplada y gangosa cuando estaba a solas con Sandre.
Ocho años antes habían intentado llevar a cabo un atentado. Un cocinero, cuyas referencias fue la familia Canziano la encargada de procurar, montó una venta en Ferraut, cerca de la frontera con Astíbar. Durante más de seis meses toda la gente ociosa se dedicó a cantar las excelencias de la posada, alabando la exquisitez de sus guisos y lo selecto de la clientela. Nadie recordaba, en cambio, cuál había sido la fuente de tales rumores. Tomasso sabía perfectamente lo útil que podía resultar intercalar comentarios de ese tipo, como quien no quiere la cosa, entre sus amigas de los templos. Los sacerdotes de Moriana, en particular, eran famosos por lo insaciable de su apetito. De todos sus apetitos.
Al cabo de seis meses de echar a rodar el plan, Alberico de Barbadior se detuvo un día a almorzar en la famosa venta de Ferraut, justo casi en la frontera de Astíbar, cuando regresaba de presidir los Juegos de la Tríada… Tal y como Sandre había pronosticado.
Aquel mismo día, al atardecer, a todos los responsables de la venta —criados, camareros, caballerizos, cocineros, pinches y dueños— les rompieron la espalda, las piernas y los brazos, les cortaron las manos y los ataron vivos a las famosas ruedas celestes de Barbadior. La venta fue incendiada y derruida a ras de suelo. La provincia entera de Ferraut vio doblado el montante de sus contribuciones por espacio de dos años, y el mismo aumento sufrieron los impuestos en Astíbar, Tregea y Certando, aunque sólo por uno. Durante los seis meses siguientes, todos los miembros de la familia Canziano a los que pudo hallarse, fueron apresados, torturados en público y quemados en la Plaza Mayor de Astíbar, después de cortarles las manos y metérselas en la boca, eso sí, para que los gritos no molestaran a Alberico ni a sus consejeros, que despachaban en el palacio frontero. Así fue como Sandre y Tomasso descubrieron que un hechicero no podía ser envenenado.
Durante los seis años siguientes, padre e hijo se limitaron a continuar sus charlas nocturnas en la mansión rodeada de viñedos, y a reunir toda la información posible acerca de Alberico y de la situación reinante en Barbadior, su país de origen, donde, según se decía, el emperador iba envejeciendo y volviéndose cada vez más inútil a medida que pasaban los años.
Tomasso empezó a coleccionar bastones con la empuñadura tallada en forma de genital es masculinos, que encargaba fabricar en los rincones más remotos de la península. Según se decía, había hecho labrar más de uno utilizando como modelo los atributos de sus amantes. Sandre se dedicaba a organizar cacerías. Gianno, el heredero, consolidando su antigua fama de mujeriego impenitente, aumentaba sin parar el número de sus hijos, legítimos e ilegítimos. A los jóvenes Sandreni se les permitía mantener una modesta casa en la ciudad gracias a la política ideada por Alberico de gobernar el país con la mayor discreción posible, a menos que el peligro de su propia persona o el riesgo de revueltas populares le aconsejara lo contrario.
Llegado el momento, no dudaba en levantar ruedas celestes incluso para niños indefensos. El palacio de los Sandreni en Astíbar permanecía vacío, con sus muebles
y lujosos tapices cubriéndose de polvo y moho, como símbolo de lo que aguardaba a quienes osaran resistirse al poder del Tirano. Los más supersticiosos afirmaban haber visto luces fantasmales a través de las ventanas, en especial en las noches de luna o durante los Días de los Rescoldos que anualmente se celebraban en primavera y en otoño, cuando, según el vulgo, los muertos se paseaban por las calles.
Por fin, una madrugada, Sandre comunicó a Tomasso sin previo aviso que pensaba morirse dos años después, la víspera de la Fiesta de la Vendimia. A continuación, le dio el nombre de los dos caballeros encargados de asistir al velatorio y el motivo de su elección. Aquella misma noche, Tomasso y él decidieron que ya era hora de poner al corriente de sus planes a Taeri, el menor de los tres hijos del duque. Se trataba de un joven valiente, no del todo estúpido, y podía ser necesario para ciertos menesteres. Les vino a la memoria uno de los presuntos hijos de Gianno, aunque fuera ilegítimo, llamado Herado, que por entonces contaba ya veintiún años y daba muestras de poseer alguna inteligencia y ambición; en él cifraban la única esperanza de que las nuevas generaciones tornaran parte en los disturbios que, según Sandre, habían de producirse inmediatamente después de su muerte.
En realidad no se trataba de definir cuáles eran los miembros de la familia en los que se podía confiar. Al fin y al cabo, la familia era siempre la familia. Lo que estaba en cuestión era saber cuáles de sus integrantes podían resultar útiles, y una señal inequívoca de la decadencia que afectaba al linaje de los Sandreni era que sólo salían dos nombres.
La conversación había transcurrido sin apasionamiento por parte de ninguno de los interlocutores, recordó Tomasso, a la cabeza del cortejo fúnebre de su padre, que en esos momentos tomaba el sendero flanqueado de árboles en dirección al sur. De hecho, sus entrevistas se habían caracterizado siempre por una atmósfera de frialdad, y aquélla no había sido la excepción. Al retirarse, sin embargo, no había sido capaz de conciliar el sueño en toda la noche, obsesionado como estaba por la Fiesta de la Vendimia de dos años después, fecha en la que, según sus propios planes, tan juiciosos y exactos en todo lo demás, su padre había decidido morir, dando con ello a Tomasso la oportunidad de realizar una nueva intentona. Aunque esa vez iba a ser diferente.
Pues bien, la fecha había llegado. Ya había pasado incluso, llevándose consigo el alma de Sandre d’Astíbar al lugar ignoto al que van a parar las almas de los hombres. Aquella idea hizo a Tomasso cruzar los dedos, como queriendo alejar los malos agüeros. Oyó la voz del mayordomo que ordenaba a los criados encender las antorchas. A medida que oscurecía, empezaba a hacer frío. Sobre su cabeza, los últimos rayos del sol ponían una sombría nota rojiza en las escasas nubes que manchaban el cielo. Ya había anochecido. Tomasso sintió un estremecimiento, al cruzar por su mente la idea de las almas errantes. La de su padre y la suya propia.
Vidomni, la luna blanca, ya había salido y poco después surgiría por el horizonte el disco azul de Ilarion, que perseguía desesperadamente a la primera. Las dos estaban llenas. De hecho, la procesión habría podido continuar sin necesidad de antorchas, debido a la claridad que irradiaban los dos astros, pero el fulgor de las hachas se avenía de maravilla con las lúgubres circunstancias y el estado de ánimo de Tomasso, que ordenó a la comitiva tornar el sendero de la izquierda. Un poco más allá, en medio del bosque de los Sandreni, se levantaba el sencillo pabellón de caza que su padre tanto había amado.
Los lacayos depositaron el féretro sobre el caballete dispuesto en medio de la anchurosa sala. Se encendieron las velas y las dos chimeneas situadas a ambos extremos de aquélla. En un rincón había sido colocada una mesa ricamente adobada con manjares y vinos exquisitos. Los criados abrieron las ventanas con objeto de ventilar el recinto.
El mayordomo los hizo salir por indicación de Tomasso. Debían regresar a la mansión de sus señores, situada a corta distancia del pabellón, y no volver hasta el amanecer, una vez concluido el velatorio.
Por fin estaban solos. Tomasso, Niévole y Scalvaia, los dos caballeros tan cuidadosamente seleccionados por su padre dos años antes.
—¿Una copa de vino, señores? —preguntó Tomasso—. Dentro de poco llegarán los otros tres.
Pronunció estas palabras con la mayor naturalidad, adoptando deliberadamente el tono melifluo y artificial tan conocido en todo Astíbar. Sintió un íntimo regocijo al comprobar el efecto que tenía sobre los dos señores, que se miraron uno a otro con expresión severa.
—¿Qué otros tres? —farfulló Niévole, que durante toda su vida había odiado a Sandre.
Sin embargo, se guardó mucho de hacer ningún comentario sobre la voz atiplada de Tomasso, lo mismo que Scalvaia. Bastante decía ya con su pregunta, y ambos caballeros estaban acostumbrados a no pronunciar nunca una palabra más de las debidas.
—Mi hermano Taeri y mi sobrino Herado… Uno de los bastardos de Gianno —respondió, como el que no quiere la cosa, mientras destapaba un par de botellas de vino rojo, de la reserva especial de los Sandreni.
Sirvió las copas y se las ofreció a los otros, deseoso de ver cuál de los dos era el primero en romper el pequeño silencio que, como su padre había previsto, produjeron sus palabras.
—¿Y quién es el tercero? —preguntó suavemente Scalvaia.
Tomasso felicitó a su padre mentalmente. A continuación, sujetando con descuido el pie de la copa para que el vino exhalara libremente su aroma, dijo:
—No sé. Mi padre no me comunicó su nombre. Habló de vosotros dos y de nosotros tres, pero afirmó que en la reunión que habíamos de celebrar esta noche habría un sexto personaje. La elección de la palabra había sido cuidadosamente meditada.
—¿«Reunión»? —repitió Scalvaia con la mayor elegancia—. Creo que me han informado mal. Tenía la ligera impresión, pobre de mí, de que había sido convocado a un velatorio.
Los negros ojos de Niévole parecían echar chispas en su rostro barbudo y moreno. Los dos caballeros clavaron sus miradas en Tomasso.
—Será algo más que eso —contestó Taeri, que en ese instante entró en la habitación, seguido de Herado.
Tomasso vio con placer que ambos iban vestidos con exquisita sobriedad, tal como exigía la ocasión, y que, pese a lo intempestivo de su aparición, el rostro de Taeri mostraba una expresión de absoluta seriedad.
—Conocéis a mi hermano, supongo —murmuró Tomasso sirviendo otras dos copas a los recién llegados—. Quien seguramente no os habrá sido presentado aún es Herado, el hijo de Gianno.
El joven hizo una leve inclinación, sin despegar los labios, como era de rigor. Tomasso se dirigió a su hermano y su sobrino con las copas en la mano.
El silencio empezaba a prolongarse demasiado, cuando Scalvaia decidió sentarse en un sillón arrastrando trabajosamente su pierna enferma. Levantó su bastón y apuntó hacia Tomasso. La vara permaneció inmóvil en el aire.
—Mi pregunta es muy sencilla —comentó fríamente con su voz bien timbrada—. ¿Por qué llamas a esto una reunión, Tomasso bar Sandre? ¿Por qué hemos sido traídos hasta aquí so pretexto de un velatorio?
El hijo del duque dejó de jugar con su copa. Por fin había llegado el momento. Miró sucesivamente a los dos caballeros.
—Vosotros dos —replicó con sequedad— erais considerados por mi padre los dos únicos nobles que quedaban en Astíbar con algo de poder. Hace dos inviernos, decidió, y así me lo hizo saber, que tenía la intención de morir la víspera de esta fiesta. Justo cuando Alberico no pudiera impedir que se celebraran unos funerales como es debido…, lo cual incluiría un velatorio como éste. Justo cuando vosotros estuvierais en Astíbar, para que yo pudiera nombraros oficialmente sus veladores.
Hizo una estudiada pausa en su relación, mientras sus ojos se clavaban deliberadamente en los dos caballeros.
—Mi padre tomó esa determinación para que pudiéramos reunimos sin despertar sospechas. Para que no nos interrumpiera nadie ni corriéramos peligro de ser descubiertos, pues se trata de poner en práctica ciertos planes destinados a derrocar el poder que Alberico detenta en Astíbar.
Su mirada seguía clavada en los ojos de ambos nobles, pero Sandre había sabido elegidos muy bien. Ninguno de los dos daba la menor seña de sentirse sorprendido o disgustado. En su rostro no se movía ni un solo músculo.
Scalvaia bajó poco a poco su bastón hasta depositarlo sobre la mesilla situada a su lado. Tomasso se sorprendió a sí mismo admirando la magnífica empuñadura de ónice que lo remataba. Qué extraños mecanismos tenía la mente.
—¿Sabes? —murmuró Niévole desde el asiento que ocupaba junto a la chimenea—, llegó a pasárseme por la cabeza una idea semejante cuando intenté adivinar el motivo que pudo tener tu padre (¡la Tríada lo maldiga!)… En fin, perdóname, no se puede acabar así como así con una costumbre profundamente arraigada… —Sus labios mostraban una sonrisa mordaz en la que no había huella de arrepentimiento, y sus ojos, desde luego, no indicaban en absoluto una intención de disculpa—. Bueno, los motivos que pudiera tener el duque Sandre para convocarme a su velatorio… Sin duda sabía cuántas veces intenté adelantar una circunstancia como la actual durante los años en que tuvo el poder.
Tomasso le devolvió la misma sonrisita gélida.
—Estaba seguro de que te extrañaría —replicó cortésmente al hombre que, casi con toda seguridad, había pagado a quienes prepararon el vino emponzoñado que había causado la muerte de su madre—. Estaba asimismo convencido de que aceptarías venir, siendo como eres uno de los últimos representantes de una casta a punto de extinguirse, no sólo en Astíbar, sino probablemente en toda la península.
El barbudo Niévole alzó su copa en respuesta a sus palabras.
—Sabes ser muy halagador, Bar Sandre. Y debo decirte que me gusta mucho más la voz que empleas ahora, que los suspiritos y la gazmoñería con que sueles hablar en otras ocasiones.
Scalvaia no podía ocultar lo divertido que le resultaba aquel diálogo. Taeri se echó incluso a reír a carcajadas. Herado permanecía atento y cauteloso. El muchacho era del agrado de Tomasso, aunque no del modo tan particular en que solían gustarle los mozos de su edad, como se había apresurado a asegurar a su padre la vez que hablaron de él.
—A mí también me gusta más —repuso—. Siendo quienes sois y teniendo presente vuestro carácter, os estaréis preguntando todo el rato, no me cabe la menor duda, por qué me he comportado en ciertos aspectos de mi vida del modo que os es bien conocido. Pues bien, resulta ventajoso parecer un degenerado impenitente.
—Lo puede resultar —reconoció Scalvaia con amabilidad—, si se posee un plan en beneficio del cual pueda redundar un tal equívoco. Pero bueno, hace un instante has pronunciado un nombre y diste a entender que todos nos alegraríamos si su portador moría de una vez o se marchaba de nuestra tierra. Dejemos por un momento de lado las posibilidades que tendría semejante eventualidad.
Su mirada resultaba de todo punto indescifrable, algo de lo que su padre ya le había avisado. Tomasso no respondió. Taeri parecía empezar a sentirse incómodo, pero guardó silencio, según se le había advertido. Se puso a dar paseos por la sala, hasta que se sentó en el extremo más alejado del catafalco.
Scalvaia prosiguió:
—No puedes ignorar que, diciendo lo que nos acabas de decir, te has puesto a ti y a todos los tuyos en nuestras manos, o tal es la conclusión que cualquiera podría extraer en un primer momento. Aunque debo admitir que, si cualquiera de nosotros se levantara e intentara volver a Astíbar para delatar vuestra traición, no tardaría en reunirse con vuestro padre en el mundo de los muertos, antes incluso de salir de estos bosques.
Sus palabras sonaban como si hubieran sido dichas al azar, como si se tratara de una bagatela, cuya confirmación se esperaba antes de pasar a otros asuntos de mayor sustancia.
—No creo —mintió Tomasso negando con la cabeza—. Nos sentimos muy honrados con vuestra presencia y sois totalmente libres de marcharos cuando gustéis. Por supuesto, os daríamos escolta, si así lo desearais, pues el camino puede resultar bastante traicionero con esta oscuridad. Mi padre, sin embargo, me indicó que reparara en el siguiente hecho: aunque por vuestra causa nos colgaran de una de esas ruedas mortales después de ser cruelmente torturados, lo más probable es…, casi seguro, vaya…, que Alberico se viera obligado a hacer lo mismo con vosotros por el simple hecho de haber sido considerados capaces de convertiros en cómplices nuestros, y ya sabéis lo que les pasó a los Canziano tras el desgraciado incidente que tuvo lugar hace unos años en Ferraut …
—Fue obra de Sandre, ¿verdad? ¡Y los Canziano no tuvieron nada que ver!
—Sí, fue obra nuestra —reconoció Tomasso sin inmutarse—. Y debo confesar que aprendimos bien la lección.
—También la aprendieron los Canziano —murmuró Scalvaia secamente—. Tu padre siempre odió a Fabro bar Canzián.
—No puede decirse que mantuvieran unas relaciones inmejorables —dijo Tomasso con suavidad—. Aunque debo agregar que, si vas a fijarte en esos detalles, lo más probable es que pierdas de vista el meollo del asunto.
—El meollo desde tu punto de vista —lo corrigió Niévole con dureza.
Inesperadamente Scalvaia acudió en ayuda de Tomasso.
—No es justo, monseñor —dijo dirigiéndose al anciano barbudo—. Si hay algo que debamos reconocer en estos momentos, es que el odio y los deseos de Sandre supieron saltar por encima de viejas rencillas y rivalidades. Su verdadero objetivo era Alberico.
Sus ojos azules, de una claridad glacial, se clavaron por unos instantes en los de Niévole, quien acabó por darle la razón. Scalvaia se arrellanó en su asiento, como si a ello lo obligaran las molestias de su pierna imposibilitada.
—Muy bien —dijo entonces a Tomasso—. Ya nos has dicho el favor de decimos quién eres realmente —contestó con absoluta frialdad—. Quizá mi padre lo supiera, pero nosotros no.
—Y me temo que seguiréis sin saberlo de momento —replicó el otro, y tras una breve pausa añadió: Aunque puedo afirmar que, si jurara, como habéis hecho vosotros, por mi honor y mi linaje, seguramente el peso de mi juramento eclipsaría a los que acaban de pronunciarse en esta sala.
La prontitud con que fueron dichas estas palabras hizo resaltar aún más su arrogancia. Tomasso se apresuró a frenar el acceso de ira que estaba a punto de sofocar a Niévole diciendo:
—No te opondrás, sin embargo, a damos cierta información respecto a tu persona, aunque de momento nos ocultes tu nombre. Acabas de afirmar que Alberico es sólo un instrumento para ti.
¿En qué sentido, Alessanno di Tregea? —preguntó, satisfecho de recordar el nombre pronunciado la noche anterior por Ménico di Ferraut—. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Qué te ha traído hasta aquí?
El rostro del recién llegado, enjuto y de pómulos salientes, parecía más que nunca una máscara, y en ese instante se le oyó replicar serenamente:
—Quiero a Brandín. Quiero ver muerto a Brandín de Ygrath más de lo que deseo la inmortalidad de mi alma, cuando ésta traspase la última puerta de Moriana.
Se produjo un nuevo silencio, interrumpido sólo por el crepitar de la leña en las dos espaciosas chimeneas. Al oír aquel nombre, Tomasso tuvo la sensación de que el frío del invierno se había apoderado repentinamente de la habitación.
—¡Bravo! ¡Qué palabras más tremendas! —murmuró Scalvaia suavemente, haciendo añicos con su ironía la sombría atmósfera reinante en la sala.
Niévole y Taeri se echaron a reír. Scalvaia, sin embargo, permanecía serio. El recién llegado respondió al golpe con una ligera inclinación de cabeza.
—No es éste un asunto, monseñor, sobre el cual me permita ninguna frivolidad —comentó—. Si vamos a trabajar juntos, será necesario que lo tengáis bien presente.
—No puedo por menos que reconocer que sois un joven extremadamente orgulloso —replicó Scalvaia con sequedad—. No deberíais olvidar quién es la persona que tenéis delante.
El comentario obligó al otro a refrenar su mordacidad.
—El orgullo es un defecto heredado de mis antepasados —respondió al fin—. Me temo que no puedo evitarlo. Pero, por supuesto, tengo bien presente quién eres, y no sólo tú, sino también los Sandreni y monseñor Niévole. Por eso estoy aquí. Durante todos estos años no he hecho otro oficio más que descubrir a cuantos disidentes pudieran existir en la península. En ocasiones, me he encargado de alentar, aunque siempre con discreción, sus sentimientos. Esta noche marca para mí todo un hito, pues es la primera vez que me avengo a asistir personalmente a una reunión como ésta.
—Sin embargo, acabas de decir que Alberico no significa nada para ti —le interrumpió Tomasso, maldiciendo en su fuero interno a su padre por no haberle informado mejor sobre aquel sexto personaje.
—Y así es, en efecto. En sí mismo no me interesa nada —se corrigió el intruso—. ¿Me permitís? —añadió y, sin aguardar respuesta, se levantó del peculiar asiento que ocupaba en el alféizar de la ventana y se dispuso a servirse una copa de vino.
—Adelante, por favor —lo invitó Tomasso, aunque ya a destiempo.
El desconocido se sirvió una generosa ración de añejo rojo. Se la bebió de un trago y se sirvió otra copa. Finalmente, dio media vuelta y encarándose a los otros prosiguió su discurso. Los ojos de Herado, desmesuradamente abiertos, estaban fijos en él.
—Dos cosas nada más —dijo por fin el llamado Alessan—. Y tenedlas bien presentes si de verdad os tomáis en serio la libertad de la península. Primera: si derrocáis y matáis a Alberico, no tardaréis ni tres meses en caer bajo el poder de Brandín. Y segunda: si derrocan o matan a Brandín, Alberico será dueño de toda la Palma en el mismo breve espacio de tiempo.
Se interrumpió un instante. Sus ojos —grises, según comprobó Tomasso— se clavaron sucesivamente en todos los presentes con expresión desafiante. Ninguno hizo el menor comentario. Scalvaia jugaba con la empuñadura de su bastón.
—Hay que tener bien claras estas dos premisas —prosiguió el extraño sin cambiar de tono—. Ni mi proyecto ni el vuestro puede pasarlas por alto. Hoy por hoy, constituyen dos verdades irrebatibles en lo que a la situación de la península se refiere. Los dos hechiceros venidos de ultramar han conseguido un equilibrio de fuerzas y, por diferentes que fueran las cosas hace dieciocho años, en estos momentos ese equilibrio es el único existente en nuestro país. Hoy por hoy, sólo el poder de uno impide al otro desplegar todas sus artes de magia con la misma impunidad que cuando nos conquistaron. Si queremos hacernos con el poderío de uno, habrá de ser adueñándonos del otro… O haciendo que se destruyan mutuamente.
—¿Y cómo vamos a conseguirlo? —se apresuró a preguntar Taeri.
El rostro enjuto del desconocido, cuya cabellera mostraba numerosas canas prematuras, se volvió hacia él y sonrió escuetamente.
—Paciencia, Taeri bar Sandre. Aún he de deciros unas cuantas cosas respecto a ciertos descuidos que aquí se han cometido, antes de decidir si vaya unir mis fuerzas a las vuestras, y digo esto con el mayor respeto para el difunto, quien, al parecer, y ello no deja de resultarme curioso, fue quien nos juntó aquí a todos. Me temo que habréis de someteros a mi tutela o no podremos llevar a cabo nada juntos.
—Los Scalvaiani no se han sometido nunca de buen grado a nada ni a nadie, según consta en las crónicas y en la memoria de la gente —replicó con voz aterciopelada el caballero del bastón y no pienso ser yo quien rompa la tradición de mi casta.
—¿Preferirías acaso —repuso el otro— ver que tus planes, tu vida y hasta la larga historia de tu noble linaje eran apagados de un soplo, lo mismo que se hace con las velas durante los Días de los Rescoldos, debido únicamente a la precipitación con que se han hecho los preparativos?
—Más valdría que te explicaras —terció Tomasso en un tono glacial.
—A eso voy. ¿Quién fue el que eligió una noche de doble luna para celebrar esta reunión? —exclamó Alessan. Su voz parecía de repente tan afilada como un cuchillo—. ¿Por qué no hay guardianes apostados en el sendero del bosque, para avisar si viene alguien…, como, por ejemplo, he hecho yo? ¿Por qué esta tarde no se dejó ni un solo lacayo vigilando el pabellón? ¿No se os ha pasado por la cabeza que a estas horas podríais estar los cinco más muertos que el duque, con la diferencia de que vosotros llevaríais las manos cortadas colgando de la boca, de no ser yo quien soy?
—Mi padre… Sandre… dijo que Alberico no nos seguiría —saltó Tomasso con furia—. Estaba completamente seguro de ello.
—Y probablemente tenía razón. Pero no podéis permitir que vuestra perspectiva se limite de esa manera. Siento decirte que tu padre rumió a solas sus propias obsesiones durante demasiado tiempo. Su atención estaba demasiado centrada en Alberico exclusivamente, y la prueba está en todo lo sucedido durante estos dos últimos días. ¿Qué me decís de los curiosos, o simplemente de la gente dispuesta a obtener algún beneficio sin importarles el precio que hayan de pagar por él? ¿O del chismoso más inofensivo que de pronto decide seguiros hasta aquí para ver lo que hacéis? Cualquiera podría hacer una cosa así con el único objeto de jactarse al día siguiente de sus conocimientos en la primera taberna que encontrara, pero ¿verdad que ni a ti ni a tu padre se os ocurrió tener en cuenta semejante eventualidad? ¿Verdad que no pensasteis que alguien pudiera enterarse del lugar donde ibais a celebrar la reunión, y que se las arreglara para llegar hasta aquí antes que vosotros?
Sus palabras encontraron un eco hostil. Se oyó el crepitar del fuego en una de las chimeneas, y a continuación una lluvia de chispas cayó sobre el hogar. Herado se levantó sobresaltado de su asiento.
—Tal vez os interese saber —prosiguió el llamado Alessan en un tono más suave— que mi gente lleva vigilando los accesos a la cabaña desde que llegasteis. O que desde esta tarde hay aquí una persona espiando las labores de los criados y ahora a nosotros.
—¿Cómo? —exclamó Taeri—. ¿Una persona aquí? ¿En nuestro pabellón?
—Sólo para protegeros a vosotros, y a mí mismo claro —añadió el intruso apurando el fondo de su copa, y dirigió la vista a la galería superior, envuelta en sombras, en la que se guardaban los jergones—. Espero que fuera para eso, amigo —comentó elevando la voz—. En fin, te has ganado una copa de vino, después de tantas horas con el gaznate seco oculto entre esos trastos polvorientos. ¿Quieres hacer el favor de bajar, Devin?
En realidad había resultado facilísimo.
Ménico, en cuya bolsa sonaban más monedas de las que había visto juntas en toda su vida de empresario, había decidido ceder la actuación prevista para aquella noche en casa del vinatero a Burnet di Corte. Éste, que andaba necesitado de trabajo, se sintió honradísimo de aceptar el favor. El vinatero, por su parte, aunque a regañadientes, acabó también por transigir imaginándose la suma a la que habría ascendido la tarifa de Ménico después del triunfo cosechado por su compañía en los funerales. De esa forma tanto Devin como sus colegas habían obtenido permiso para pasar el resto del día y toda la noche libres. El empresario les entregó una bonificación de cinco astinos a cada uno, para que se los gastasen en las múltiples diversiones de la fiesta, y hasta les ahorró la habitual tanda de consejos y advertencias.
No tardaron en aparecer puestos de vino por todas las esquinas, y en los cruces más concurridos incluso varios. Todos los cosecheros de Astíbar y algunos venidos aun de Ferraut y Senzio, ofrecían los caldos de anteriores añadas como muestra de lo que podían dar de sí las uvas recién vendimiadas. Los mayoristas iban catando juiciosamente los más interesantes, mientras los juerguistas se dedicaban también a degustarlos, aunque con menos tino.
Se veían también numerosos puestos de fruta, que entre las cestas de higos y melones exhibían los jugosos racimos de la reciente cosecha, abigarradamente mezclados con las blancas ruedas de queso de Tregea o las bolas anaranjadas de queso de Certando. El ruido del mercado era ensordecedor. Los compradores urbanos y los venidos de la distrada discutían acaloradamente con los vendedores la calidad de las mercancías. Los estandartes de las casas nobles y los de los cosecheros enriquecidos ondeaban al viento, mezclando sus vivos colores con la atmósfera dulce del otoño. Devin se dirigió entre aquella multitud vociferante hacia el Pelión, el local más famoso de todo Astíbar.
La fama tenía también sus ventajas. Apenas puso el pie en el salón de khav, hubo quien se encargó de correr la voz, y en cuestión de segundos se vio sentado a la barra del local, rodeado de gente, con una jarra de khav mezclado con aguardiente entre los dedos. ¡Y, mira por dónde, a nadie se le había ocurrido preguntarle si tenía edad suficiente para ello!
No tardó más de media hora en enterarse de todo lo necesario en torno al difunto Sandre d’Astíbar. Sus preguntas sonaban de lo más natural, tratándose del tenor que había interpretado el lamento fúnebre en honor del duque. Devin tuvo así conocimiento de los largos años de gobierno de Sandre, de sus reyertas con los demás nobles, de su destierro y de la sórdida decadencia en que había pasado los últimos años, convertido en un triste cazador, borrachín y pendenciero, una auténtica ruina, comparado con el que había sido antaño.
Aprovechando la circunstancia, como si simplemente deseara conocer el detalle por curiosidad, preguntó cuál era la zona en la que solía el duque organizar sus cacerías. No tardó en obtener respuesta. Enseguida le dijeron dónde estaba situado su pabellón de caza favorito. Devin cambió prudentemente de tema y se puso a ponderar el vino de la provincia.
Era facilísimo. Se trataba del héroe del día, y los parroquianos del Pelión adoraban a los héroes, aunque sólo duraran unos minutos. Por fin lo dejaron marchar, dando por bueno el pretexto del tremendo cansancio que sentía tras la bravura de que había hecho gala por la mañana. Consciente de lo que ocurría a su alrededor, Devin fijó su atención en Alessan di Tregea, que ocupaba una mesa compuesta en su totalidad por artistas y poetas de toda talla. Celebraban escandalosamente unos versos de condolencia procedentes de Chiara, que aún no habían llegado. Intercambió con el flautista un saludo complicadísimo, propio de un artista de los escenarios, que causó las delicias de la concurrencia.
Una vez en la fonda, Devin logró escabullirse del grupo de admiradores más porfiados, que no habían renunciado a acompañarlo hasta su misma morada, y se retiró a su habitación, donde permaneció durante más de una hora, para asegurarse de que todos sus seguidores se hubieran marchado. Se cambió al fin de ropa poniéndose una túnica y unas calzas marrones, y, cubriendo su cabellera rubia con una ancha gorra, se dirigió a la salida sin llamar la atención. No olvidó llevarse una pelliza gruesa, en previsión del frío, y así, perdido de nuevo en el anonimato de las calles, se encaminó a la puerta de Levante.
Una vez fuera de las murallas, emprendió el camino del este, lo mismo que muchos campesinos que, después de vender sus productos en el mercado, regresaban a la distrada con las carretas vacías, pues preferían pasar la noche en sus granjas, cargar de nuevo sus carros y volver a la ciudad a primera hora de la mañana, que quedarse en la capital y gastarse en la fiesta todas las ganancias de la jornada.
Devin hizo la mitad del camino en compañía de uno de esos labriegos, que lo invitó a subir al pescante de su carreta. Los dos se lamentaron de los altos impuestos
con los que se había gravado la lana aquel verano, y de los bajos precios a los que se vendía en el mercado. Finalmente bajó de un salto de su asiento, haciendo gala de su vigor juvenil y, torciendo a la derecha, caminó cosa de una legua, sin apartarse mucho de la carretera.
No tardó en encontrar un templo de Adaón, descubrimiento que le hizo sonreír de alegría. Inmediatamente después, como estaba previsto, vio la figura de un barco, primorosamente trabajada, en la cancela de una modesta casa de campo. La finca de Rovigo —o, al menos, la parte de ella que dejaban ver los cipreses y olivos que la circundaban— parecía acogedora y bien cuidada.
El día antes se hubiera detenido en ella unos instantes, pero hoy era otra persona. Aquella mañana había ocurrido algo en las salas cubiertas de polvo del palacio de los Sandreni, que lo había hecho cambiar de arriba abajo. Pasó de largo.
Un quilómetro más allá dio con lo que andaba buscando. Después de asegurarse de que nadie lo veía, se adentró en el bosque apartándose del camino que conducía hacia el este, hacia la costa y la ciudad de Ardín.
Reinaba un silencio sobrecogedor y las ramas y el follaje polícromo del otoño no sólo impedían la entrada de la luz solar, sino que hacían bajar sensiblemente la temperatura. Entre los árboles se abría un sendero que Devin no dudó ni un momento en seguir. Al final del camino se hallaba el famoso pabellón de caza de los Sandreni. El joven redobló su cautela. Yendo por el bosque podía siempre fingir que era un caminante que había decidido disfrutar del paisaje otoñal, pero en aquel lugar no era más que un intruso, sin motivo alguno para encontrarse allí.
A menos que el orgullo y los acontecimientos ocurridos aquella misma mañana pudieran servirle de excusa. Y, en este sentido, no las tenía todas consigo. Por otra parte, aún estaba por ver si iba a ser él o cierta pelirroja amiga de manipular a la gente, quien dictara el cariz que habían de tomar aquella jornada y los días por venir. Si se creía que iba a resultar tan fácil engañarlo, que no era más que un joven desamparado, esclavo de las pasiones, incapaz de reconocer otra cosa que no fueran sus muchos encantos, estaba muy equivocada. Lo que estaba a punto de suceder se encargaría de demostrarle cuán arrogante y presuntuosa era.
Devin, sin embargo, ignoraba cuántas otras cosas iba a demostrar lo que estaba a punto de suceder aquella noche. Ni siquiera se había entretenido en considerar tal posibilidad.
Cuando llegó a la cabaña, aún no había nadie en ella, si bien permaneció un buen rato oculto en la arboleda para cerciorarse. La puerta estaba cerrada con candado, pero Marra le había enseñado no pocas cosas también en lo que a cerraduras se refería. Utilizando la hebilla de su cinturón a modo de ganzúa, forzó el candado y, una vez dentro del pabellón, abrió una de las ventanas. A continuación salió de nuevo a la explanada y, tras cerrar convenientemente la puerta por fuera, volvió a introducirse en la cabaña por la ventana, la cerró y echó un vistazo a la estancia.
En realidad no había mucho donde escoger. Los dos dormitorios situados al fondo resultaban demasiado peligrosos, y su utilidad dejaba mucho que desear si su intención era escuchar sin ser visto lo que se dijera en la habitación principal. Se subió entonces a un pesado sillón de madera y sólo tuvo que dar un pequeño salto para encaramarse a la galería superior.
Tras curarse por encima el ligero rasguño que se produjo al intentar subirse al cobertizo, tomó un cojín de los muchos guardados allá arriba y procedió a esconderse entre las colchonetas, en el rincón más oscuro que pudo encontrar, detrás de unos camastros y la cabeza disecada de un enorme ciervo. Allí, pues, tumbado sobre un costado, disponía de un sitio inmejorable para espiar cuanto pudiera suceder abajo a través de las hendiduras de las tablas del piso.
Una vez acomodado en su escondite, intentó calmarse y armarse de paciencia. Pero no tardó en percatarse de la mirada acusadora que le lanzaba el ciervo disecado. En vano intentó convencerse de lo absurdo de sus temores repitiéndose que no era sino un ojo de cristal. Por más que recurría a la lógica, no lograba calmarse. Al final hubo de levantarse y dar la vuelta a aquella cabezota rellena de paja, para, un poco más sereno, acomodarse de nuevo en su escondrijo.
Justo en ese momento, cuando la actividad frenética que lo había mantenido ocupado durante todo el día se relajó, Devin, enfrentado inexorablemente a la incertidumbre de la espera, empezó a sentir auténtico pavor.
No cabía hacerse ilusiones. Si lo encontraban, era hombre muerto. El sigilo y la tensión que había percibido aquella mañana en las palabras y la actitud de Tomasso bar Sandre no dejaban lugar a dudas. Ni siquiera habían logrado ocultárselo los esfuerzos de Catriana por impedir que los oyera, y después los consejos de ésta instándole a olvidarlo todo. Por vez primera el joven tenor tuvo clara conciencia del grave peligro en el que lo había puesto su orgullo herido.
Media hora más tarde, cuando llegaron los criados a preparar la sala para el velatorio, pasó unos momentos espantosos. Tanto que, por un instante, sintió deseos de hallarse otra vez en Ásoli, conduciendo el arado tirado torpemente por una yunta de búfalos de agua. ¡Qué animales tan deliciosos eran los búfalos de agua! ¡Tan pacientes y pacíficos! Les bastaba tirar del arado y con eso tenían ya bastante. Por si fuera poco, daban una leche estupenda, con la que podían fabricarse buenos quesos. ¡Y qué gusto también contemplar a veces los cielos bajos de Ásoli, sobre todo en otoño, siempre iguales, inalterables, lo mismo que su gente! Ninguna joven Ásolina, por ejemplo, se habría mostrado nunca tan insultantemente vanidosa como Catriana d’Astíbar. ¡En menudo lío lo había metido la condenada! Tampoco habría habido en todo Ásoli un solo criado, podía estar bien seguro, que se hubiera atrevido, como ese estúpido de ahí abajo, a subir al cobertizo a coger una colchoneta, por si a alguno de los señores se le antojaba descabezar un sueño durante el velatorio.
—¡No seas idiota, Goch! —oyó decir al mayordomo, que parecía leer sus pensamientos—. Si se quedan aquí toda la noche es para velar al muerto. Prepararles una cama supondría infligir un agravio a sus señorías. ¡Pareces del género tonto! ¡Menos mal que no tienes que ganarte la vida pensando! ¡Pues andaríamos listos!
Devin se repitió mentalmente esas palabras y rogó a la Tríada que concediera larga vida y prosperidad a aquel mayordomo tan prudente que le había salvado a él la suya. Maldijo una vez más a Catriana y a sí mismo, por haberse dejado enredar, y empezó a serenarse.
Finalmente, los criados se marcharon. No tardarían en volver con el cadáver del difunto duque. Las instrucciones del mayordomo no dejaban lugar a dudas. Si toda la servidumbre era tan despabilada como Goch, no podía ser de otra manera, se dijo Devin lleno de desprecio.
Desde su escondite podía notar cómo la luz del día iba amortiguándose. De repente se oyó a sí mismo tarareando la vieja nana de sus noches de fiebre y se apresuró a guardar silencio.
Repasó mentalmente los acontecimientos de la jornada: el largo recorrido por las salas vacías del palacio y el escondrijo aquel en que había logrado meterse. El recuerdo del suave tacto del vestido de Catriana le obligó a poner coto a tales desvaríos.
La oscuridad era por fin completa. Se escuchó a lo lejos el canto de una lechuza. Devin se había criado en el campo y aquellos sonidos le resultaban familiares. Sintió los pasos de algún animal que escarbaba en la hierba de la explanada. Un poco más tarde se oyó el murmullo de la enramada movida por el viento.
De repente, a través de las ventanas penetró un resplandor blanquecino y Devin comprendió que Vidomni estaba ya lo suficientemente alta para iluminar con sus rayos de plata el claro del bosque. Ello significaba que en ese momento empezaba a salir Ilarion. La comitiva no podía tardar.
En efecto, al poco rato vislumbró el resplandor inseguro de las antorchas y hasta su oído llegó un rumor de voces. Sintió el rechinar del candado y notó que abrían de par en par las puertas. El mayordomo de antes penetró en la estancia seguido de los ocho porteadores del ataúd. Pegando la vista a una de las rendijas, Devin vio con el corazón en un puño cómo depositaban el féretro sobre un tablado. A continuación oyó entrar a Tomasso y tras él a los dos caballeros de cuyos nombres y rancio abolengo había tenido conocimiento por los chismosos del Pelión.
Los criados prepararon la mesa con el refrigerio y salieron. Goch tropezó en el umbral y acabó lastimándose el hombro con uno de los batientes de la puerta. Antes de marchar, el mayordomo pidió disculpas por la torpeza de su subordinado y, haciendo una profunda reverencia, dejó solos a sus señorías.
—¿Una copa de vino, caballeros? —dijo Tomasso d’Astíbar con la misma voz que Devin le había oído emplear por la mañana—. Dentro de poco llegarán los otros tres.
Lo que vino a continuación y las palabras de que fue testigo, le hicieron comprender la magnitud de su descubrimiento y el peligro en que había incurrido.
De repente apareció Alessan por la ventana. Devin no podía verlo, por supuesto, pero reconoció su voz y apenas pudo dar crédito a sus oídos al escuchar que el flautista contratado pocas noches antes por Ménico para reforzar la orquesta, declaraba que no era de Tregea y que nunca en su vida iba a cejar en su odio hacia Brandín de Ygrath.
Si era indudable que Devin se había comportado de forma temeraria, y hasta cabría decir que su locura lo había conducido al borde del abismo, no menos cierto era que poseía una mente despejada y que era rápido cual centella. Un chico de Ásoli tan bajito como él por fuerza había de serio. Por eso, cuando Alessan pronunció su nombre y lo invitó a salir de su escondite, su mente perspicaz había ya colocado en su sitio un par de piezas de aquel rompecabezas misterioso y seguía sin dudar el sendero que ante él se abría.
—Me he pasado toda la tarde sin abrir el pico —declaró levantándose de entre las colchonetas. Saltó por encima del ciervo disecado y se acercó al borde del cobertizo—. Los únicos que estuvieron aquí fueron esos criados, pero no se puede decir que cerraran muy bien. No me costó el menor trabajo forzar el candado. Aquí arriba podrían haber estado dos ladrones y el propio emperador de Barbadior y no se habrían encontrado unos a otros.
Pronunció aquellas palabras con la mayor frialdad posible. Por fin, dio un salto espectacular y bajó al piso inferior. Se fijó en la expresión de sorpresa de los cinco caballeros —que, por supuesto, no tardaron en reconocerlo—, pero sobre todo se sintió aliviado al ver la breve sonrisa de aprobación que se dibujaba en los labios de Alessan.
Por lo pronto sus temores se habían disipado, siendo sustituidos por una sensación totalmente distinta. Había sido Alessan quien lo había llamado, dando con ello perfecta legitimidad a su presencia allí. Era evidente, pues, que tenía algo en común con el hombre que parecía controlar la situación, y ésta era tal, que toda la península parecía estar en vilo. Devin hubo de esforzarse de mala manera para dominar su excitación.
Tomasso se dirigió por fin a la mesa y lentamente le sirvió una copa de vino. Su sangre fría impresionó al tenor, pues la exagerada cortesía de Bar Sandre y el brillo de sus ojos ponían de manifiesto que, por mucho que su voz atiplada no fuera sino un engaño, Tomasso seguía siendo en todo lo concerniente a sus deseos y tendencias lo que el resto del mundo afirmaba que era. Devin recogió la copa de sus manos poniendo buen cuidado en que sus dedos no rozaran los del hijo del duque.
—Y yo me pregunto —terció monseñor Scalvaia con su espléndida voz—, ¿no será que nos van a deleitar con un nuevo concierto durante el velatorio? Porque ¡qué barbaridad! ¡Cuántos músicos se han juntado aquí esta noche!
Devin no respondió, pero siguiendo el ejemplo de Alessan sus labios tampoco esbozaron la más leve sonrisa.
—¿A vos os gustaría que os calificaran de vinatero de provincias, monseñor? —replicó el flautista. Su voz denotaba auténtico disgusto—. ¿O que a Niévole le adjudicaran el título de cosechero de la distrada? Todo lo que hagamos fuera de los muros de esta cabaña poco tiene que ver con lo que aquí nos ha congregado esta noche, excepto por dos razones —declaró. Y, levantando un dedo delgadísimo, añadió—: En primer lugar, dada nuestra condición de músicos, disponemos de una excusa magnífica para recorrer arriba y abajo la península entera, lo cual nos proporciona una serie de ventajas que ahora no vale la pena molestarse en enumerar. —Y, levantando otro dedo, prosiguió—: Y, en segundo lugar, la música, como las matemáticas o la lógica, ejercitan la mente acostumbrándola a la previsión del detalle.
Una previsión, caballeros, que nunca nos habría permitido cometer tantos descuidos como los que se han visto aquí esta noche. Si Sandre D’Astíbar siguiera con vida, discutiría con él el asunto, y probablemente sometería estos juicios míos a una larga reflexión.
Hizo una pausa mientras clavaba su vista en los rostros de todos los presentes. Por fin, suavizando el tono, añadió:
—Tal vez lo hiciera o tal vez no, pero lo cierto es que lo hecho, hecho está y no hay vuelta de hoja. Tal como están las cosas, lo único que cabe decir es que, si vamos a colaborar en algo, he de pediros que aceptéis mis normas.
Sus palabras iban dirigidas sobre todo a Scalvaia, que continuaba cómodamente sentado en su sillón con actitud indolente. Sin embargo, fue Niévole quien se encargó de responder lisa y llanamente.
—No tengo por costumbre entretenerme en formar el juicio que me merece una persona, pero creo que tienes razón en lo que dices y que estás más versado en estas lides de lo que nosotros lo estamos. De acuerdo. Por mí, estoy dispuesto a seguir tus directrices. Con una única condición.
—¿Cuál?
—Que nos digas tu nombre.
Devin, ansioso por no perderse ni una sola de las palabras del flautista, clavó su mirada en el semblante de Alessan y vio cómo sus ojos se cerraban por un instante, como si de esa forma pretendiera reprimir una emoción que, de otro modo, habría
quedado indefectiblemente reflejada en su expresión. Alessan habló al fin, moviendo lentamente la cabeza.
—Vuestra condición me parece perfectamente justa, monseñor. Dadas las circunstancias, debo confesar que lo es. Sin embargo, he de rogaros que no me pidáis semejante cosa. Con harto dolor de mi corazón (y no os podéis figurar cuánto), he de deciros que no puedo acceder a vuestros deseos.
Daba la impresión de que por vez primera ponía buen cuidado en elegir sus palabras.
—Como sabréis —prosiguió—, los nombres tienen un poder especial, y sin duda también lo saben los dos tiranos, hechiceros venidos de ultramar. También a mí me lo han hecho saber de la forma más cruel que imaginarse pueda. Monseñor, conoceréis mi nombre en el momento en que se produzca nuestro triunfo, si es que se produce, y no antes. Debo deciros que así ha de ser por fuerza, y no porque yo lo desee. Podéis llamarme Alessan, nombre por lo demás corrientísimo en la Palma y que precisamente es el que me pusieron al nacer. ¿Me haréis la gentileza de admitir que no añada nada más, monseñor? De lo contrario, habremos de separamos para siempre.
Esta última frase fue pronunciada en un tono carente por completo de la arrogancia de que había hecho gala el desconocido desde el instante mismo de penetrar en la sala.
Del mismo modo que el temor de Devin se había disipado para dar lugar a una sensación de excitación, ésta se disipó para dar lugar a una nueva emoción, que de momento el joven no era capaz de identificar. Clavó su vista en Alessan, que parecía ahora más joven, como si no pudiera ocultar el apuro en que se hallaba.
Niévole carraspeó ligeramente, intentando cancelar el eco de una presencia extraña que parecía haberse introducido en la sala como la luz de las dos lunas que brillaban en el exterior. Se oyó otra lechuza cantar en la espesura. Niévole abrió la boca dispuesto a responder a Alessan, pero nunca se supo lo que iba a decir, ni tampoco cuál habría sido la respuesta de Scalvaia.
Más tarde, durante las noches en las que, incapaz de conciliar el sueño, se dedicó Devin a contemplar los discos de las lunas ascender por el cielo, o a contar las estrellas de la Diadema de Eanna en la oscuridad, se entretendría en recordar aquel momento solemne, intentando —por motivos difíciles de explicar, incluso para él mismo— imaginarse lo que habrían hecho aquellos dos ilustres caballeros, si su destino hubiera seguido un camino distinto del que los condujo a aquel lugar.
Por más que se esforzara, por más que analizara y estudiara mentalmente el asunto, nunca pudo saberlo. Aquella verdad incontrastable se convertiría durante los terribles sucesos que tuvieron lugar poco después, en un extraño dolor que afectaba a la parte más íntima de su ser, en un símbolo, en un presentimiento de toda esa tristeza. Pasaría a ser todo un recordatorio de lo que significa ser efímero, de lo que
significa estar obligado por el destino a seguir un único camino ineludible, hasta que Moriana se acordara del alma del pobre mortal y las luces de Eanna se perdieran para siempre. Nunca podrá uno saber adónde conducía el sendero que no se tomó.
Los senderos que habían de tomar los hombres congregados en aquel pabellón, cruzando cada uno una puerta distinta hacia metas ignotas, fueron trazados por el grito de aquella lechuza que cantó por segunda vez justo cuando Niévole se disponía a hablar.
Alessan levantó repentinamente la mano deteniendo al caballero.
—¡Atención! —exclamó secamente—. ¿Baerd?
La puerta de la cabaña se abrió violentamente. Devin vio dibujarse en el umbral la figura de un hombre alto, cuya larga cabellera rubia iba ceñida por una correa de cuero. Al cuello lucía otra del mismo material, y llevaba una zamarra y las polainas típicas de los montes del sur. Sus ojos brillaban en la penumbra con un fulgor azul y en su mano derecha empuñaba una espada. Desenvainar la espada tan cerca de Astíbar estaba castigado con la muerte.
—¡Vámonos! —exclamó el recién llegado—. ¡Mi muchacho y tú debéis salir de aquí de inmediato! Los otros que se queden, como es su obligación. En cuanto al hijo menor y al nieto, no será difícil encontrar un pretexto. Venga. Deshaceos de los vasos.
—¿Qué pasa? —preguntó Tomasso d’Astíbar abriendo desmesuradamente los ojos.
—Se acercan veinte jinetes por el sendero. Continuad con el velatorio y mostraos tranquilos. Nosotros no estaremos lejos. Luego volveremos. ¡Vamos, Alessan! —insistió el desconocido.
El tono de su voz obligó a Devin a correr hacia la salida. Alessan, sin embargo, aún no se decidía a marchar. Por alguna razón inexplicable sus ojos se clavaron en los de Tomasso con una expresión que quedaría grabada para siempre en la memoria del tenor, pues jamás llegó a entender su significado.
Durante unos instantes —larguísimos, a juicio del muchacho, que mentalmente veía a aquellos veinte jinetes acercarse a la cabaña a pasos agigantados—, no despegó los labios ninguno de los presentes, hasta que al fin Tomasso bar Sandre, haciendo gala de una contención admirable, murmuró:
—Según parece, habremos de continuar esta entrevista tan interesante en otra ocasión. ¿Queréis tomar un último trago antes de marchar? ¡A la memoria de mi padre!
Alessan sonrió con franqueza, rechazando con disgusto la invitación.
—Espero que podamos brindar más tarde —dijo—. Estaré encantado de beber a la memoria de tu padre, pero tengo una costumbre que, según creo, no podrías satisfacer en este momento.
Tomasso sonrió irónicamente y replicó:
—He satisfecho las costumbres de muchos a lo largo de mi vida. No tienes más que decirme qué es lo que deseas.
La respuesta del otro no se hizo esperar.
—Las noches que bebo, la tercera copa que tome ha de ser siempre de vino azul —dijo Alessan—. Tomo siempre vino azul en tercer lugar en memoria de algo que perdí. Ni una sola noche olvido cuál es el motivo que me hace seguir vivo.
—Esperemos que la pérdida no sea irremediable —contestó Tomasso con una voz igualmente amistosa.
—Desde luego que no. ¡Así lo he jurado por la salvación de mi alma y por la de mi padre, doquiera que haya ido a parar!
—Pues bien, la próxima vez que brindemos, lo haremos con vino azul —afirmó el hijo del duque—, si es que en mi mano está el poder ofrecértelo, y brindaremos por las almas de nuestros padres respectivos.
—¡Alessan! —insistió el rubio llamado Baerd—. ¿Quieres venir de una vez?
—¡Ya voy! ¡Que la Tríada os guarde! —saludó a los cinco caballeros.
Enseguida arrojó su copa y la de Devin por la ventana y salió a la explanada, seguido por Baerd y el joven tenor.
Los tres hombres se alejaron corriendo del pabellón de caza, procurando apartarse lo más posible del sendero que conducía al camino principal. No habían andado mucho, cuando Devin vio que sus dos compañeros se echaban a tierra precipitadamente. El tenor imitó su gesto con el corazón latiéndole a galope tendido. Ocultos cuidadosamente entre los matorrales que crecían al pie de los árboles, podían distinguir con toda claridad el pabellón de caza. Por las ventanas se veía el reflejo del fuego.
Unos minutos más tarde, el corazón del joven dio un vuelco, como una nave ante el embate de las olas, cuando escuchó de pronto el chasquido de una rama al romperse.
—¡Son veintidós jinetes! —musitó la voz de una tercera persona que se echó al suelo aliado de Baerd—. El que va en medio va encapuchado.
Devin volvió la cabeza y a la luz de ambas lunas vio que se trataba de Catriana d’Astíbar.
—¿Encapuchado? —repitió Alessan—. ¿Estás segura?
—¡Por supuesto! —replicó Catriana—. ¿Por qué? ¿Qué significa eso?
—¡Que Eanna nos proteja! —murmuró Alessan a modo de respuesta.
—Yo no contaría con eso ahora —zanjó secamente el llamado Baerd—. Creo que deberíamos alejamos de aquí lo antes posible. Batirán toda la zona.
Durante unos minutos dio la sensación de que Alessan iba a oponerse al plan, pero justo en ese instante se escuchó el galopar de los jinetes que se acercaban por el sendero del pabellón de caza.
No hubo tiempo para más discusiones. Los cuatro se levantaron y se alejaron sigilosamente.
—La noche está resultando de lo más movidito, ¿verdad? —murmuró Scalvaia.
Tomasso agradeció la elegancia con la que el caballero volvió a imponer la calma entre los presentes. Hasta él se sentía nervioso. Miró a su hermano Taeri, que no daba muestras de alteración. Herado, en cambio, estaba palidísimo.
—Tómate otra copa, sobrino —le aconsejó Tomasso—. Estás mucho más guapo con un poco de color en las mejillas. No hay nada que temer. Tenemos permiso para hacer lo que estamos haciendo.
Se oyeron los cascos de los caballos en la explanada. Herado se acercó a la mesa, llenó su copa y la apuró de un trago. En el momento en que la volvía a dejar sobre la mesa, la puerta se abrió con violencia y cuatro enormes soldados barbadios, armados hasta los dientes, penetraron en la cabaña. Por un instante la sala dio la impresión de ser pequeñísima.
—¡Caballeros! —exclamó Tomasso adoptando el tono melifluo que le era habitual—. ¿Qué es esto? ¿Qué os trae aquí? ¿Por qué interrumpís el velatorio? —Intentó que sus preguntas sonaran llenas de irritación para no traslucir el temor que lo embargaba.
Los mercenarios no se dignaron ni siquiera mirarlo y, por supuesto, no dieron respuesta alguna. Dos de ellos se precipitaron a los dormitorios laterales para registrarlos, mientras un tercero cogía la escalera de mano y subía a inspeccionar el cobertizo en el que se había ocultado Devin. Tomasso comprobó con inquietud que otro grupo de soldados se apostaba fuera del pabellón. Los caballos armaban un jaleo espantoso, y por el hueco de la puerta se veía un constante ir y venir de luces y antorchas.
—¿Qué significa todo esto? —chilló dando una patada en el suelo. Los esbirros se obstinaban en hacer caso omiso de sus requerimientos—. ¡Decidme! Iré a protestar ante vuestro señor. Tenemos permiso expreso de Alberico para celebrar el velatorio durante toda la noche. ¡Aquí lo tenéis, con su sello y todo! —exclamó mostrándoselo al capitán situado a la entrada.
De nuevo sus palabras no obtuvieron respuesta. La actitud de aquellos sayones era un completo ultraje. Entraron otros cuatro soldados que inmediatamente se situaron en las cuatro esquinas de la habitación. La expresión de su rostro era de todo punto impenetrable.
—¡Esto es intolerable! —protestó Tomasso retorciéndose las manos para dar mayor énfasis al papel que estaba representando—. ¡Pienso ir a ver a Alberico y contárselo todo! ¡Le exigiré que os devuelva de inmediato a vuestras barracas de Barbadior!
—No será necesario.
La voz procedía de un encapuchado cuya ominosa figura se recortó de pronto en el marco de la puerta. Dio unos cuantos pasos más y, quitándose la capucha, añadió:
—Puedes exigirme todas esas niñerías aquí mismo.
Era Alberico de Barbadior, el tirano de Astíbar, Tregea, Ferraut y Certando. Tomasso se llevó una mano a la garganta al tiempo que se hincaba de rodillas. Los demás imitaron su gesto; hasta Scalvaia con su pierna enferma. Un manto de terror se cernió de repente sobre Tomasso, incapaz de controlar su mente y sus palabras.
—Monseñor —murmuró—. No creía… ¿Cómo podía yo…?
¿Cómo podía figurarse nadie…?
Alberico permanecía en silencio, mirándolo torvamente. Tomasso intentó dominarse y acertó a exclamar:
—¡Bienvenido! ¡Bienvenido seáis! —murmuró al tiempo que se incorporaba no sin esfuerzo—. Nos sentimos honradísimos, monseñor. Nos hacéis un gran honor asistiendo a las exequias de mi padre.
—Desde luego —repuso Alberico con sequedad. Tomasso aguantó como pudo el duro examen al que lo sometieron los ojillos semicerrados y penetrantes del hechicero. El resplandor del fuego de la chimenea formaba una aureola en torno al cráneo rapado de Alberico—. Dadme una copa de vino —exigió sacando una mano del embozo de su manto e indicando la mesa con impetuoso gesto.
—¡Por supuesto! ¡No faltaba más!
Tomasso obedeció sin rechistar, intimidado como de costumbre por la mera presencia física de Alberico y sus esbirros. Era consciente de que lo odiaban, a él y a todos los de su especie, por encima incluso del desprecio que sentían por todos los naturales de la Palma Occidental, por ellos conquistada y ahora en su poder. Siempre que miraba a Alberico, Tomasso tenía la sensación, o mejor dicho, la seguridad absoluta de que el tirano habría sido capaz de romper todos los huesos de su esqueleto con sus propias manos sin el menor remordimiento.
Aquellas ideas no resultaban muy tranquilizadoras. Sólo los dieciocho años de férrea disciplina lograron que su mente dominara a su cuerpo y que sus manos
dejaran de temblar al ofrecer a Alberico la copa llena de vino. Los soldados no perdían de vista ni uno solo de sus movimientos. Niévole se había acercado de nuevo a la chimenea grande, y Taeri y Herado se hallaban junto a la pequeña. Scalvaia, apoyado en su bastón, permanecía de pie junto al sillón que había ocupado hasta ese momento.
Debía mostrarse más confiado, pensó Tomasso, no podía seguir dando la impresión de que lo habían cogido in fraganti.
—Me perdonaréis, señor, por haberme dirigido con tanta intemperancia a vuestros soldados. Al no saber que veníais con ellos, sólo pude deducir que actuaban sin conocer cuáles eran vuestros designios.
—Mis designios pueden cambiar de un momento a otro —repuso Alberico imperturbable con su voz de bajo profundo—. Y lo más natural es que ellos tengan noticia de esos cambios antes que tú, Bar Sandre.
—Por supuesto, señor, por supuesto. Siempre …
—Me gustaría echar un vistazo al ataúd de tu padre —lo interrumpió Alberico de Barbadior—. Echar un vistazo y reírme un buen rato. —El tono de su voz no traslucía las menores ganas de ponerse a reír.
Tomasso sintió que la sangre se le helaba en las venas. Alberico pasó junto a él sin mirado y se detuvo ante los restos del duque.
—Este —dijo al fin— es el cuerpo de un viejo vanidoso, malévolo y fatuo, que decidió en vano cuál había de ser el momento de su muerte. Totalmente en vano. ¿Verdad que es divertido?
Y entonces se echó a reír. Tomasso no había escuchado en toda su vida un sonido más inquietante y amenazador que aquellas carcajadas. ¿Cómo podía haberse enterado?
—¿No os hace gracia también a vosotros? ¿Qué me decís, Sanfrell? ¿Y tú, Niévole? ¿O tú, mi pobre Scalvaia, cojo e imposibilitado? —¿No os hace reír que os haya conducido hasta aquí la locura senil de un desgraciado? ¿De un viejo que vivió demasiado para, en último término, ni siquiera darse cuenta de que el retorcimiento propio de su mente caduca podía ser reducido hoy día a la nada de un simple puñetazo?
Y descargó su mano sobre la tapa del sencillo ataúd del duque, haciendo saltar parte del escudo de los Sandreni que la adornaba. Scalvaia se hundió de nuevo en su asiento dando un suspiro.
—Pero señor —se apresuró a decir Tomasso gesticulando con exageración—, ¿qué queréis decir? ¿Qué habéis…?
No pudo completar la frase. Dándose inesperadamente la vuelta, Alberico le descargó una sonora bofetada sobre el rostro. Tomasso dio un traspié y se llevó una mano a la mejilla herida. Por la comisura de los labios corría un hilillo de sangre.
—Usa tu voz natural, imbécil —dijo el tirano. Sus palabras resultaron tanto más terribles por cuanto habían sido pronunciadas en el mismo tono inexpresivo de antes—. Te agradará al menos saber lo fácil que me ha resultado todo esto y enterarte de que Herado bar Gianno lleva informándome mucho tiempo de todo lo tuyo.
Aquellas palabras fueron como si de pronto se le echara la noche encima. Por fin caía sobre él el negro manto de terror y angustia del que Tomasso había intentado desesperadamente librarse hasta ese mismo instante. «¡Padre mío!», pensó con el corazón oprimido por la pena al comprobar que habían sido traicionados por un miembro de su propia familia. ¡Por la propia familia! ¡La familia!
En ese breve espacio de tiempo vinieron a coincidir tantos acontecimientos que nadie hubiera creído que pudieran caber en un solo instante.
—¡Señor! —exclamó Herado con voz angustiada—. Me prometiste… ¡Me aseguraste que nunca lo sabrían! ¡Me prometiste!
No pudo seguir hablando. Difícilmente habría podido hacerlo con una daga clavada en la garganta.
—Los Sandreni se bastan solos para lavar los trapos sucios de su casa —murmuró su tío Taeri, que había sacado el puñal que llevaba oculto en la bota sin que nadie tuviera tiempo de apercibirse.
Y, mientras pronunciaba estas palabras, extrajo la daga del cuello de Herado y con una tranquilidad pasmosa, como si formara parte del mismo movimiento, la hundió en su propio pecho.
—¡Ya tienes un Sandreni menos para tus ruedas celestes, barbadio! —musitó al expirar—. ¡Ojalá la Tríada mande un tabardillo que te arranque la carne de los huesos! —En ese mismo instante cayó de rodillas. Sus manos, cubiertas de sangre, seguían sujetando la empuñadura del cuchillo. Buscó con la mirada a Tomasso—. ¡Adiós, hermano! —murmuró—. Permita Moriana que nuestras sombras se encuentren un día en su mansión.
Tomasso sintió una opresión en el pecho, como si alguien se lo apretara sin compasión, al ver a su hermano agonizando a sus pies. Dos de los guardias, acostumbrados a proteger a su señor de otro tipo muy distinto de ataques, se acercaron al moribundo y lo echaron al suelo de un puntapié.
—¡Imbéciles! —gritó Alberico dando muestras por vez primera de perder los estribos—. ¡Lo quería vivo! ¡Los quería vivos a los dos!
Los soldados palidecieron al ver la furia escrita en sus facciones. Pero de pronto el blanco de todas las miradas cambió de sitio y se trasladó a otro rincón de la sala.
Con el rugido propio de un animal acorralado, en el que se mezclaban la rabia y el dolor, Niévole d’Astíbar juntó sus poderosas manos y las descargó, como si de una maza se tratara, sobre el rostro del guardián situado a su izquierda. El golpe le aplastó los huesos de la cara, como si fuera una liviana cáscara de nuez. La faz del esbirro se cubrió de sangre y cayó pesadamente sobre el ataúd de Sandre.
Niévole se precipitó sobre la espada de su víctima sin dejar de rugir. Llegó incluso a sacarla de la vaina y ya la empuñaba decidido a vender cara su vida, cuando su pecho y su garganta fueron atravesados por cuatro flechas. En cuestión de segundos su rostro mostró una expresión incierta y como de sorpresa, pero enseguida sus ojos se abrieron desmesuradamente y sus labios dejaron ver una sonrisa macabra de triunfo. Por fin se desplomó.
Entonces, cuando los ojos de todos los presentes se hallaban puestos en la figura moribunda de Niévole, monseñor Scalvaia hizo algo que a nadie se le habría ocurrido. Durante todo el rato había permanecido hundido en su sillón, tan inmóvil que casi nadie recordaba su presencia. Pero de pronto el anciano patricio levantó su bastón con pulso firme y, apuntando directamente al rostro de Alberico, apretó un resorte oculto en su empuñadura.
De todos es sabido que un hechicero no puede ser envenenado, gracias a unas artes triacales aprendidas en su más tierna juventud. Lo que no le es dado evitar, sin embargo, es perecer bajo la acción de una espada o de un dardo, o de cualquier otra arma violenta. De ahí la prohibición dictada por Alberico de utilizar las armas allá donde él pudiera hallarse presente.
Conocida es asimismo la verdad concerniente a los hombres y sus dioses, ya se llamen la Tríada en la Palma, o cualquiera de los curiosos nombres que ostenta el panteón adorado en Barbadior, ya sea la diosa madre o el dios que nace, muere y vuelve a renacer eternamente, el señor de las órbitas celestes, o el tremendo poder unipersonal que regía a todos ellos en cierto mundo primigenio, cuyos ecos resuenan todavía en la memoria, perdido al fin en la inmensidad del espacio.
Pues bien, según esa verdad, los mortales no pueden entender los motivos que tienen los dioses para concatenar los acontecimientos del modo en que lo hacen. Resulta incomprensible por qué ciertos hombres y mujeres pierden la vida en la flor de la edad, mientras otros permanecen vivos hasta convertirse en una triste sombra de lo que un día fueron. Por qué en ciertas ocasiones la virtud se ve pisoteada y humillada, y el mal prospera en cambio, cual una flor maldita entre las bellas flores de un jardín. Por qué el azar, el azar puro y simple, juega un papel tan primordial en el curso de las vidas y los destinos de los hombres.
Pues bien, fue el azar el que salvó a Alberico de Barbadior en aquella ocasión, cuando su nombre ya casi había sido pronunciado por los labios de la muerte. Sus hombres se habían precipitado a atender a los heridos y a sujetar a Tomasso bar Sandre, cuyo rostro aparecía completamente cubierto de sangre, de suerte que nadie se fijó en la figura decrépita del caballero que se encontraba hundido en su sillón.
Fue obra del azar que el capitán de la guardia penetrara en ese mismo instante en la cabaña por la puerta situada junto al lado del sillón de Scalvaia, y fue tal circunstancia la que contribuyó a cambiar el rumbo de la historia no sólo en la península de la Palma, sino también allende sus fronteras. Tales son los detalles, a veces dolorosos, que conforman la vida de los hombres.
Alberico, que en ese instante se volvía pálido de ira hacia su capitán para dictarle una orden perentoria, vio cómo Scalvaia levantaba el bastón y accionaba el resorte secreto. Si no se hubiera girado, habría muerto irremediablemente, con el cráneo atravesado por un proyectil.
Pero quiso la suerte que volviera la vista hacia Scalvaia y que fuera el hechicero más poderoso de toda la península, superado tan sólo por el que tenía su corte en Chiara. Pese a ello, su reacción —no pudo hacer otra cosa— le exigió emplear todos los recursos a su alcance y casi más incluso de los que poseía. No tuvo tiempo de pronunciar ningún conjuro ni de hacer gesto alguno, pues ya había sido disparado el golpe que pretendía acabar con su vida.
Alberico dispersó la energía que mantenía su cuerpo unido.
Tomasso vio, en una mezcla de terror e incredulidad, cómo el arma letal atravesaba el aire enrarecido del lugar que hasta entonces había ocupado Alberico, para ir a clavarse en la pared frontera.
En ese mismo instante Alberico volvió a juntar los elementos conformadores de su ser, consciente de que, si aguardaba un segundo más, habría sido demasiado tarde, de manera que su cuerpo se habría disgregado para siempre y su alma, ni viva ni muerta, habría quedado reducida a un grito de impotencia en el mundo irreal que está reservado para quienes se atreven a ensayar un hechizo de tal magnitud.
A punto estuvo de ser así.
A partir de ese día, el párpado de su ojo derecho quedó irremisiblemente caído, y nunca volvería a recuperar en su integridad su antigua fuerza física. En adelante, cada vez que se sintiera cansado, su pierna derecha tendería a descoyuntarse, como si aún guardara el recuerdo de aquella extraña disgregación mágica de su ser. Le quedó una cojera más grave aún que la que padecía Scalvaia.
Mientras sus ojos intentaban acostumbrarse de nuevo a la visión normal, Alberico de Barbadior vislumbró cómo la canosa testa de Scalvaia volaba por los aires para chocar, con un ruido ominoso, contra el suelo recién encerado de la habitación. El capitán de la guardia lo había decapitado. El bastón asesino, fabricado con un material desconocido para el tirano, cayó también al suelo. El aire parecía más espeso y viscoso que antes, con una densidad artificial. Alberico sintió que su respiración iba acompañada por un rumor vago, casi anhelante, y que un temblor extraño se apoderaba de sus huesos.
Tardó unos segundos en romper el rígido silencio reinante en la sala, hasta que al cabo se decidió a articular palabra.
—¡Eres un inútil! —increpó duramente al capitán—. ¡Eres una basura! Menos aún: no eres más que un montón de inmundicia, una rata de alcantarilla. ¡Mátate! ¡Quítate ahora mismo la vida! —ordenó sintiendo la boca llena de una saliva terrosa, que apenas era capaz de tragar.
Haciendo un esfuerzo feroz por dominar sus miembros y conseguir recuperar la vista, Alberico vislumbró cómo la recia figura del capitán, con una profunda reverencia, desenvainaba su espada y se cortaba la yugular. El hechicero sentía que la cólera lo desbordaba, como si su mente fuera un caldero de agua hirviente. En vano intentó dominar el temblor de sus manos.
La sala estaba llena de cadáveres y poco había faltado para que también el suyo se contara entre ellos. Aún no se sentía vivo del todo: tenía la impresión de que su cuerpo no había recuperado por completo su anterior cohesión. Se restregó el párpado derecho, que no era capaz de abrir del todo. Le costaba trabajo respirar. Necesitaba salir de allí, alejarse de aquella madriguera de enemigos, que de repente le resultaba sofocante.
Nada había salido como él había esperado. Sólo quedaba en pie uno de los elementos del plan por él trazado; una cosa tan sólo era capaz aún de proporcionarle cierto placer, de resarcido de los fracasos sufridos. Lentamente se dio la vuelta y clavó sus ojos en el hijo de Sandre, en aquel maldito pederasta. Hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa, sin darse cuenta de lo desagradable que llegaba a resultar.
—Lleváoslo —dijo secamente a sus esbirros—. Maniatadlo y lleváoslo de aquí. Podemos hacer con él muchas cosas antes de quitarle la vida. Muchas cosas que podrían incluso resultarle agradables.
Aunque todavía no podía ver bien del todo, vislumbró la sonrisa que esbozaba uno de los soldados. Tomasso bar Sandre cerró los ojos. Tenía el semblante y los vestidos cubiertos de sangre, y aún vertería mucha más antes de que acabaran con él.
Alberico volvió a ponerse la capucha y salió cojeando de la cabaña. Sus soldados recogieron el cadáver del capitán y ayudaron a levantarse al esbirro golpeado por Niévole. Tuvieron también que echar una mano a su señor para que pudiera montar en su cabalgadura. Aquello suponía casi una humillación para él, pero poco a poco, mientras regresaban a Astíbar, fue recuperándose del todo. No obstante, se había quedado sin poderes. Pese al embotamiento de los sentidos producido por la desintegración de su naturaleza, notaba el vacío dejado en su ser por la magia perdida. Tardaría por lo menos quince días, probablemente más, en recuperada. El encantamiento realizado en fracción de segundos aquella noche había exigido de él el empleo de más poderes de los que había usado nunca.
Pero seguía vivo, y había conseguido aniquilar a las tres familias más peligrosas que había en la Palma Occidental. Es más, tenía al mediano de los Sandreni como
prueba palpable de la conspiración tramada contra él, al pervertido aquel que, según se decía, disfrutaba con el dolor. Alberico se permitió incluso sonreír protegido por la sombra de su capucha.
Todo se haría conforme a la ley y bien a las claras, tal como había sido su costumbre desde el primer momento de acceder al poder. No estaba dispuesto a permitir que prosperara el menor disturbio provocado por el ejercicio arbitrario de la autoridad. Podían odiarlo, sí, y sin duda lo odiaban, pero no iba a tolerar que ni un solo ciudadano de las cuatro provincias por él administradas dudara ni un momento de su justicia, o negara la legitimidad de su respuesta a la conjura de los Sandreni. O ignorara el alcance de esa respuesta.
Con la cautela que lo caracterizaba, Alberico de Barbadior se puso a meditar las medidas que debían ser tomadas en las próximas horas. Los dioses del imperio no ignoraban que aquella península remota era un lugar lleno de peligros constantes y necesitado de una vigilancia estricta, pero tampoco eran ciegos y, por lo tanto, verían que él, Alberico, sabía hacer lo que era menester, y cada día resultaba más factible que los consejeros del emperador, cuya vista no era peor que la de los dioses, ni mucho menos, lo vieran con la misma claridad que éstos, y el emperador estaba ya muy viejo.
Alberico abandonó aquella línea de pensamiento, demasiado halagadora. De nuevo se centró en los detalles que ahora le interesaban. En situaciones como aquélla, los detalles lo eran todo. Montado en su caballo, veía cómo los diferentes pasos que pensaba dar iban formando el plan global de su actuación, del mismo modo que los diversos hilos de un tapiz componen la figura completa del dibujo. Con precisión implacable fue calculando las órdenes que debía dictar. Las únicas que le producían alguna emoción íntima eran las concernientes a Tomasso bar Sandre. Al fin y al cabo, no tenían por qué ser del dominio público y él, desde luego, no estaba dispuesto a poner un pregón. Lo único que debía conocerse fuera de los muros de palacio era su confesión y todo lo relativo a la conjura. Lo que sucediera en ciertas dependencias subterráneas debía, naturalmente, permanecer en secreto. Se sorprendió a sí mismo regodeándose con estos pensamientos.
De repente recordó que al abandonar el pabellón de caza, había deseado verlo arder. Poco a poco fue ajustando sus ideas a ese pensamiento. Sí, que el resto de los Sandreni y sus criados encontraran en él todos aquellos cadáveres cuando regresaran al amanecer. Que se llenaran de miedo y estupor. No tardarían mucho en salir de dudas. Después, ya se encargaría él de ponérselo en claro.