Capítulo 3

Antes incluso de que Alberico llegara de Barbadior y se instalara en Astíbar para gobernar el país con la cautela que lo caracterizaba, la ciudad, que se jactaba de ser «la mano que rige la península de la Palma», era famosa por su relativa sobriedad. A diferencia de las demás provincias, en Astíbar no se celebraban funerales de cuerpo presente. Semejante costumbre era considerada una exageración, una forma absurda de dar rienda suelta a las emociones particulares.

La ceremonia iba a celebrarse en el patio central del palacio de los Sandreni, y el público podría asistir a ella sentado cómodamente en los sillones y bancos dispuestos al efecto no sólo en el patio mismo, sino también en las balaustradas de los pisos superiores. En una de las salas de la primera planta, indicada por las numerosas colgaduras colocadas en su exterior —de color gris y negro, como era de rigor—, se había expuesto el cadáver de Sandre d’Astíbar. Sobre sus ojos se habían colocado sendas monedas, para pagar al guardián anónimo de la última de las puertas de Moriana. Le habían puesto asimismo una cesta de comida al brazo y lo habían calzado debidamente, pues nadie sabía cuán largo podía ser el viaje de un muerto hasta llegar a la mansión de la diosa.

El cuerpo había de ser trasladado posteriormente al patio para que los habitantes de la ciudad y del campo que así lo desearan —y que se atrevieran a desafiar la atenta mirada de los mercenarios barbadios apostados a la entrada del palacio— pudieran desfilar ante el féretro y arrojar plateadas hojas de olivo en el único vaso de cristal colocado desde primera hora de la mañana sobre un pedestal.

La gente de a pie —tejedores, artesanos, tenderos, agricultores, marineros, criados y menestrales de todo tipo— aún no podían entrar en el palacio, pero ya se escuchaba el griterío que formaban mientras aguardaban fuera a que comenzasen los cantos funerarios en honor del difunto duque. En cuanto a aquellos que habían obtenido el privilegio de entrar en el palacio, Devin pensó que no había visto en su vida una colección más extraña de pequeños hidalgos y grandes nobles mezclados abigarradamente con mercaderes enriquecidos.

La Fiesta de la Vendimia había congregado en la ciudad a todos los grandes señores del campo, que cada año por esas mismas fechas abandonaban sus posesiones y se concedían unos días de asueto en la capital. Era, pues, natural que, estando en la ciudad, acudieran a los funerales del duque Sandre, a pesar de que, mientras estuvo en el poder, muchos de ellos, si no la mayoría, le profesaran un odio

profundísimo. No cabe olvidar que los padres o los abuelos de alguno de esos curiosos habían llegado a sobornar, treinta años atrás, a cualquiera que osara deshacerse de él envenenándolo, apuñalándolo por la espalda, o por el medio que fuese, todo con tal que los ritos a los que ahora pretendía asistir todo el mundo desde un lugar privilegiado se hubieran adelantado unos cuantos decenios.

Los sacerdotes y la sacerdotisa de Adaón habían ocupado ya sus asientos. Al igual que la de todos los miembros de los colegios sacerdotales, sea cual sea la religión a la que pertenezcan, su actitud demostraba que estaban al corriente de un misterio ignorado por el común de los mortales, por cuyo secreto habían de velar precisamente ellos.

La compañía de Ménico aguardaba a que comenzase la función en una sala adyacente, que Tomasso había ordenado disponer al efecto. Se les había servido un pequeño refrigerio, con todos los manjares de rigor y aún otros totalmente insólitos en semejantes circunstancias: Devin no recordaba ninguna ocasión en la que a los músicos les hubieran ofrecido vino azul antes de su actuación. El gesto no podía ser en verdad más extravagante. No obstante, se abstuvo de probarlo, dado lo temprano de la hora y el estado de tensión en el que se hallaba. Se dirigió a donde estaba Eghano, que, como de costumbre, repiqueteaba distraídamente con los dedos sobre la superficie de una mesa.

La actitud del anciano pareció calmarlo. Al verlo a su lado, Eghano sonrió.

—No es más que una actuación como las demás —comentó con su voz ligeramente silbante—. Lo que vamos a hacer es lo de siempre: música. ¿Vamos?

Devin hizo un gesto de asentimiento e intentó sonreír. Pero tenía la garganta seca. Se dirigió a una de las mesas supletorias, donde uno de los criados le sirvió diligentemente un poco de agua en un vaso de oro y cristal que debía de valer más de lo que Devin hubiera podido ganar en toda su vida. En ese instante, Ménico les hizo una seña y toda la compañía se dirigió al patio.

Las bailarinas comenzaron su actuación al son de los violines y las flautas. Las voces, de momento, guardaban silencio.

Si Aldine y Nieri habían consumido velas y velas de amor durante la noche pasada, no había aquella mañana nada que lo demostrara; si acaso, sólo las traicionaban la concentración e intensidad de sus movimientos cada vez que habían de enlazar sus cuerpos en la danza.

A veces daban la impresión de que eran ellas quienes hacían avanzar a la música; otras, en cambio, parecía que ésta las arrastraba a ellas. En cualquier caso, sus rostros finos y empolvados de blanco, las túnicas grises y los guantes negros que les cubrían las manos, les daban un aspecto del todo inmaterial. Justamente lo que siempre había intentado conseguir Ménico de sus bailarinas. No se trataba de los movimientos incitantes y seductores con los que otras compañías interpretaban esta escena, ni de un gracioso preludio a la función propiamente dicha, como casi todos concebían el

pasaje. Las bailarinas de Ménico eran las guías que, con frialdad y fuerza, conducían al lugar propio de los muertos y del dolor por ellos. Poco a poco, inexorablemente, los movimientos graves y lentos de las danzarinas, sus rostros inexpresivos y casi inhumanos acabaron imponiendo en aquel público inquieto y presumido el silencio propio de la ocasión.

Fue así, en medio de aquel silencio, como hicieron su entrada los tres cantantes y los cuatro músicos, que empezaron a interpretar la Invocación a Eanna de las Luces, la hacedora del mundo, el sol, las dos lunas y las estrellas diseminadas por la bóveda celeste, que eran los diamantes de su diadema.

La atención y el arrobamiento con que la compañía de Ménico di Ferraut ejecutaba su cometido, haciendo uso de toda su habilidad profesional para dar una impresión de sencillez, consiguió arrastrar a aquel conjunto de caballeros, damas y mercaderes enriquecidos de Astíbar hasta la cima del dolor, imponiendo con su música una férrea disciplina sobre sus sentimientos. Al llorar a Sandre, duque de Astíbar, lloraban, como era de rigor, a todos los mortales hijos de la Tríada, los cuales, atravesando las puertas de Moriana, caminaban sobre la tierra de Adaón, iluminados por las luces de Eanna por un tiempo brevísimo: por un brevísimo número de días, dulces y amargos a la vez.

Devin oyó cómo la voz de Catriana alcanzaba la altísima tesitura a la que parecía llamada la flauta de Alessan, fría, precisa y austera. Oyó, o más bien sintió, cómo Ménico y Eghano los acompañaban con su bajo continuo. Vio a las dos danzarinas —ora cual inmóviles estatuas de un friso, ora retorciéndose en la trampa del tiempo—, y en el momento justo dejó que su voz, acompañada por las syrenyas, se elevara dentro del espacio que les había sido reservado, en el que viven y mueren los mortales.

Las cosas estaban saliendo justo como Ménico di Ferraut había dispuesto. Su forma de concebir las ceremonias fúnebres completas, que casi nunca se interpretaban en su integridad, hallaba al fin aquella mañana su realización más perfecta, coronando la labor y el esfuerzo de cuarenta años de arte y vida nómada. Cuando empezó a cantar, Devin sintió que el corazón se le henchía de orgullo y de sincero amor por su maestro, por aquel hombre rotundo y sencillo que los había guiado a todos hasta aquel lugar y les había enseñado a ejecutar la música de aquella forma.

Tal como estaba previsto, se hizo un intermedio al concluir el sexto movimiento, para no cansar a los oyentes y no forzar las facultades de los intérpretes. Tomasso se había puesto de acuerdo con Ménico y en ese momento debía realizarse en el piso de arriba el desfile de los nobles ante el féretro de Sandre. A continuación, la compañía ejecutaría los tres ritos restantes, que concluirían con el Lamento cantado por Devin, y, una vez finalizada su actuación, el cadáver del duque sería expuesto en el patio y se permitiría la entrada de la muchedumbre situada en el exterior, para que hiciera su ofrenda de hojas de olivo.

Ménico condujo a sus músicos fuera del escenario en medio del más absoluto silencio. Aquella actitud valía más que los aplausos más enfervorizados. La compañía se retiró a la sala que les había sido reservada. Presos de la atmósfera creada por ellos mismos, ninguno era capaz de pronunciar palabra. Devin corrió a ayudar a las bailarinas a ponerse las batas que solían utilizar durante los entreactos y se entretuvo luego contemplando el modo ágil y casi felino que tenían de moverse a través de la estancia. Aceptó una de las copas de vino verde que le ofrecía uno de los criados, pero no probó bocado. Intercambió una mirada con Alessan, pero no se sonrieron. Ahora no. Drenio y Pieve, los syrenyistas, estaban inclinados sobre sus instrumentos, afinando las cuerdas. Eghano, tan práctico como siempre, comía algo mientras con la mano que le quedaba libre seguía repiqueteando sobre la mesa. Ménico daba paseos por la sala, inquieto y distraído. Dio a Devin unas palmaditas en el brazo, pero no dijo nada.

El joven tenor buscó con la mirada a Catriana y la vio en el preciso instante en que se deslizaba fuera de la estancia por una arcada que conducía al interior del palacio. La cantante volvió la vista atrás. Por un momento sus miradas se encontraron, pero la joven no se detuvo. Un extraño haz de luz, procedente de una ventana invisible, situada en lo alto, vino a ocupar su lugar.

Realmente Devin no habría sido capaz de decir por qué hizo aquello. Ni siquiera después, cuando pasó todo, cuando las cosas se precipitaron en todas direcciones como las aguas de un torrente, nunca supo exactamente lo que lo había impulsado a seguir a Catriana.

Simple curiosidad. Una ansiedad compleja producida por la mirada que vio en sus ojos y por la extraña atmósfera de silencio y dolor que parecía haberse apoderado de todos ellos. Quizá no se debiera a ninguno de esos motivos, o quizás a todos ellos, o tal vez sólo a algunos. Lo cierto es que de pronto tuvo la sensación de que el mundo ya no era igual que antes, cuando las bailarinas no habían comenzado aún su actuación.

Apuró su copa, se levantó del asiento y salió por la misma arcada por la que Catriana había desaparecido. Al cruzar el umbral, también él volvió la vista atrás. Sintió la mirada de Alessan. En sus ojos no había sombra de crítica; sólo una expresión intensa que Devin no supo descifrar. Por vez primera en aquella mañana le vino a la memoria el sueño de la noche anterior.

Tal vez por eso, al cruzar el umbral murmuró una oración a Moriana.

Ante sí tenía una escalera, en cuyo rellano se abría una ventana estrecha y alargada, con cristales de colores. En medio del polícromo haz de luz procedente de la vidriera, creyó intuir la cola de un vestido azul plata que desaparecía por la izquierda, escaleras arriba. Sacudió la cabeza intentando aclarar sus ideas y librarse de aquella sensación misteriosa y ensoñadora. En ese instante se encendió en su cerebro una luz de inteligencia.

Devin lanzó mentalmente una maldición.

Catriana era de Astíbar. Como era natural, subía al piso superior a dar su último adiós al difunto duque. Ningún caballero ni ningún nuevo rico podría impedírselo, y menos después de su actuación de aquella mañana. En cambio, para el hijo de un labrador de Ásoli, procedente de Corte la Baja, penetrar en aquel salón del piso superior habría supuesto lisa y llanamente una intromisión imperdonable.

Vaciló un instante y habría sin duda dado media vuelta, de no haber sido por su memoria, bendición y castigo a un tiempo, que le hizo recordar un detalle curioso. Mientras cantaba en el patio, se había fijado en los estandartes que indicaban el sitio en el que se hallaba el cuerpo del difunto. Y la sala en cuestión quedaba a la derecha, no a la izquierda de aquella escalera.

Devin se decidió a subir. Sin saber bien por qué, puso sumo cuidado en no hacer ruido. Una vez en el rellano, torció a la izquierda, como había hecho Catriana. Ante sí vio una puerta y no dudó en abrirla. Penetró en una estancia, abandonada desde hacía tiempo, cuyas paredes estaban decoradas con tapices polvorientos. Pese a lo desvaído de los tonos, distinguió que representaban escenas de caza. En la pared frontera se abrían otras dos puertas, pero el polvo que cubría el pavimento lo ayudó a descubrir cuál era la que había traspasado la muchacha. Las huellas de sus menudos pies indicaban con claridad que había cruzado la de la derecha.

Devin siguió su rastro por aquel laberinto de salas vacías que constituía la primera planta del palacio. Distinguió un sinfín de esculturas y objetos preciosos, de una exquisita delicadeza, deslucidos por el polvo acumulado durante años y años de abandono. Casi no había muebles y los pocos que quedaban estaban envueltos en fundas. La luz era escasa, pues prácticamente todos los postigos estaban cerrados. Devin sintió que los caballeros y las damas de gesto altanero cuyos retratos decoraban las paredes clavaban sobre él sus miradas adustas.

Dobló en varias ocasiones a la derecha, siguiendo siempre las huellas de Catriana y con sumo cuidado de no acercarse demasiado a ella. Sus pasos procedían ahora rectos, atravesando los salones que daban a la fachada principal del edificio, no los que se asomaban al patio del palacio. La claridad era mayor allí. Devin oyó a su derecha un ruido de voces y comprendió que Catriana, dando un rodeo, se dirigía al extremo opuesto de la sala en la que se había instalado la capilla ardiente de Sandre d’Astíbar.

Finalmente el joven abrió una puerta que resultó ser la definitiva. Catriana estaba sola en una estancia amplísima, junto a una chimenea grandiosa. La campana estaba adornada con tres caballos de bronce y en las paredes, despojadas de cualquier ornato, no había sino tres grandes retratos. El techo estaba recubierto de oro y en la pared que daba a la calle habían sido dispuestas dos mesas alargadas cargadas de manjares. A diferencia de los demás salones, aquella estancia había sido limpiada recientemente, aunque las cortinas no habían sido descorridas e impedían que penetrase la luz del día.

Devin cerró la puerta tras de sí, dejando caer de golpe el picaporte, que resonó en el silencio de la estancia denunciando su presencia.

Catriana dio media vuelta y sofocó con la mano un grito de sorpresa. A pesar de la penumbra, Devin distinguió que en sus ojos brillaba la cólera y no el temor.

—¿Qué estás haciendo aquí? —susurró sin apenas poder contener la ira.

El muchacho dio un paso vacilante hacia ella. Intentó hallar un comentario jocoso, una nota suave capaz de conjurar el hechizo que parecía pesar sobre su persona y sobre toda aquella jornada, pero no pudo.

—No sé —replicó al fin encogiéndose de hombros—. Te vi salir y te seguí. No…, no es lo que te imaginas —concluyó torpemente.

—¿Y qué te supones tú que me imagino? —le espetó Catriana, y de inmediato, en lo que parecía un esfuerzo supremo por calmarse, añadió—: Yo sólo quería estar sola durante unos instantes… —Su voz sonaba falsa—. La actuación me ha impresionado mucho y necesitaba estar a solas. Ya me di cuenta de que tú también estabas bastante afectado, y ahora, ¿harás el favor de no molestarme?

Sus palabras fueron pronunciadas en tono sumamente cortés. Debería haberse marchado de inmediato, y en efecto, en cualquier otra ocasión así lo habría hecho, pero aquel día, de forma apenas consciente, Devin había cruzado una puerta más de Moriana.

—No es ésta precisamente una habitación para estar a solas, Catriana —replicó señalando las mesas cargadas de comida. Su comentario sólo pretendía ser la constatación de un hecho, y no una amenaza ni un desafío—. ¿Te importaría decirme qué haces aquí?

Cuando se preparaba ya a recibir una nueva andanada, la pelirroja volvió a sorprenderlo. Tras unos minutos de silencio, dijo:

—No tengo la suficiente confianza contigo para responder esa pregunta. Lo mejor sería que te marcharas, de veras. Lo mejor para ambos.

De repente se oyeron unas voces provenientes de la habitación situada a la derecha de la chimenea, justo detrás de los caballos de bronce. Aquella extraña sala, con sus mesas ricamente engalanadas y cubiertas de manjares, y los sombríos cuadros que adornaban las paredes, parecía despertar en él algo dormido. A su memoria vino la imagen de Catriana cantando en el patio del palacio, elevando su voz hasta el punto al que parecía llamarla la flauta de Tregea. Recordó sus ojos al detenerse por un instante en el arco que habían cruzado ambos. Tenía la sensación de no estar completamente despierto, de no hallarse en el mundo que siempre había conocido. De repente, haciendo un gran esfuerzo, dijo:

—¿Y no sería ya hora de que empezásemos a tenerla? ¿De que compartiéramos alguna cosa?

Una vez más Catriana vaciló. Pese a tener los ojos bien abiertos, resultaba imposible leer en ellos debido a aquella luz incierta. Finalmente se encogió de hombros y permaneció inmóvil, erguida y silenciosa, al otro extremo de la habitación.

—Me parece que no —respondió sin alterarse—. Al menos teniendo en cuenta el rumbo que he tomado, no hay nada que podamos compartir, Devin d’Ásoli. Te agradezco, no obstante, la sugerencia y no puedo negarte que una parte de mí desearía que las cosas fueran de otra manera. Pero ahora no tengo tiempo que perder. He de hacer algo muy importante. Por favor, vete.

Devin no habría creído nunca que pudieran dolerle tanto aquellas palabras, después de todo lo sucedido por la mañana.

Como no se le ocurría nada más que decir, asintió con la cabeza y dio media vuelta dispuesto a dejarla sola. Pero aquella mañana habían cruzado ambos una puerta definitiva en el palacio de los Sandreni y no cabía dar marcha atrás. Justo en el momento en que se disponía a abandonar la estancia, se oyeron de nuevo voces, pero esta vez a sus espaldas.

—¡Oh, Tríada santísima! —musitó Catriana cambiando súbitamente de tono—. ¡Todo lo que hago tiene que salirme mal! —La joven echó a correr hacia la chimenea y se puso a buscar frenéticamente algo debajo de la campana—. ¡Por el amor de las diosas, no hagas ruido! —susurró. El tono de sus palabras dejó helado a Devin, que sólo fue capaz de obedecerla—. Me dijo que conocía al constructor del palacio… —la oyó murmurar—. Debería estar aquí encima …

Catriana se detuvo. Devin escuchó entonces el rechinar de unos goznes. Lentamente se abrió ante ellos una parte del muro situado a la derecha de la chimenea, revelando en su interior un cuchitril minúsculo. El joven no podía dar crédito a sus ojos.

—¡No te quedes ahí como un pasmarote, idiota! —exclamó la pelirroja casi sin levantar la voz—. ¡Deprisa!

A sus espaldas se oía ahora una tercera voz. Devin se precipitó con Catriana en aquella puerta secreta y la cerró tras de sí. Inmediatamente oyeron abrirse la puerta situada al otro extremo de la sala.

—¡Moriana santa! —exclamó la cantante—. ¡Oh, Devin! ¿Por qué tendrás que estar aquí?

El joven se sentía incapaz de hallar una respuesta adecuada a semejante pregunta. Por una parte, no sabía qué lo había impulsado a seguirla hasta allí, y por otra, el escondite en el que se habían refugiado era demasiado pequeño y cada vez era más consciente de que el perfume de Catriana iba inundando aquel lugar minúsculo con un aroma embriagador.

Si un momento antes había creído hallarse medio en sueños, ahora se sentía despierto por completo y peligrosamente cerca de una mujer a la que llevaba deseando dos semanas enteras.

Y, aunque con retraso, también Catriana parecía haber llegado a la misma conclusión. De repente, Devin la oyó emitir un extraño sonido, en un tono completamente distinto del de hacía unos instantes. Pese a la oscuridad reinante en su refugio, el joven cerró los ojos, a sabiendas de que casi no le hacía falta más que mover levemente la mano para estrechar su cintura.

Procuró no moverse y permanecer lo más lejos posible de ella, conteniendo la respiración. Se sentía enormemente ridículo por haber creado aquella situación absurda, y no estaba dispuesto a aumentar la larga lista de sus errores alargando la mano hacia ella.

Se oyó el suave roce del vestido de Catriana que intentaba cambiar de postura. Su muslo rozó el del chico. Devin tragó saliva, pero con ello sólo consiguió aspirar aún más profundamente el aroma que exhalaba el cuerpo de la muchacha, y aquello no le hacía ningún bien, sobre todo teniendo en cuenta lo casto de sus propósitos.

—Perdón —musitó, aunque había sido ella quien se había arrimado.

Sintió que el sudor empezaba a empaparle la frente. Deseoso de distraerse, fijó su atención en los ruidos procedentes del exterior. A sus espaldas, un rumor constante y difuso de pasos le recordó que aún no había terminado el desfile de visitantes a la capilla ardiente.

A la izquierda, en la sala que acababan de abandonar, se oyeron tres voces que hablaban. Lo más curioso era que una de ellas le resultaba conocida.

—He colocado a unos criados al otro extremo del pasillo… Disponemos, pues, de unos instantes antes de que lleguen los demás.

—¿Te fijaste en las monedas que le han puesto en los ojos? —preguntó una segunda voz mucho más joven desde el extremo ocupado por las mesas en las que había sido dispuesto el refrigerio—. ¡Qué gracioso!

—Por supuesto que me fijé —replicó agriamente la primera voz. ¿Dónde había oído Devin aquel tonillo? Estaba seguro de que había sido últimamente—. ¿Quién te crees que se ha pasado la noche buscando por todas partes dos astinos de hace veinte años? ¿Quién te piensas que ha organizado todo esto?

Se escuchó una tercera voz que reía con suavidad.

—¡Qué mesa más ricamente dispuesta! —fue el único comentario que salió de sus labios.

—¡No era a eso a lo que me refería!

—Lo sé. Pero no me digas que no está ricamente dispuesta —repitió alegremente.

—Taeri, no es momento para chistes, y mucho menos cuando son malos. Sólo tenemos un instante antes de que llegue la familia. Escuchadme con atención. Sólo nosotros tres sabemos lo que está sucediendo.

—¿Sólo nosotros? —preguntó la voz más joven—. ¿Nadie más? ¿Ni siquiera mi padre?

—No, Gianno, no, y bien sabes por qué. He dicho que sólo nosotros lo sabemos. ¡No hagas preguntas y escucha, pequeño!

Justo en ese momento Devin d’Ásoli sintió que se le aceleraba el pulso de un modo inconfundible. Debido en parte a lo que estaba oyendo, pero sobre todo porque Catriana había cambiado otra vez de postura y, para sorpresa suya, el joven notó que se apoyaba directamente sobre su cuerpo y que uno de sus brazos le enlazaba el cuello.

—¿Sabes? —murmuró ella casi sin alzar la voz, pegando los labios a su oreja—. Se me está ocurriendo una idea. ¿Serías capaz de no hacer ningún ruido? —La punta de su lengua rozó por un instante el lóbulo de Devin.

El muchacho se quedó sin aliento, al tiempo que su sexo comenzaba a hincharse. La opresión que su ceñido calzón plateado ejercía sobre su erección le producía un dolor insoportable.

Fuera seguía escuchándose aquella voz conocida que explicaba en voz baja algo acerca de los porteadores del féretro y de un pabellón de caza. Pero tanto la voz como las explicaciones quedaron definitivamente relegadas a un segundo término, como si de algo superfluo se tratara.

Lo que sí despertaba su interés, y de forma vivísima, hasta revestir la mayor importancia en aquellos momentos, eran los labios de Catriana, ocupados en acariciar su cuello y sus orejas. Mientras sus manos iban descendiendo, como movidas por un resorte, hasta posarse en los abultados pechos de la joven, con los que tanto había soñado, Devin sintió que los dedos de ésta manipulaban con habilidad las trencillas que sujetaban sus calzones librándolo de la opresión.

—¡Por la sagrada Tríada! —se oyó exclamar al notar el frío contacto de sus manos en la ingle—. ¿Por qué no me avisaste antes que te gusta tanto el peligro?

El joven torció el cuello frenéticamente hasta que sus labios encontraron por vez primera los de Catriana. Al mismo tiempo se apresuraba a recoger los pliegues de su falda en torno a las caderas.

—Seremos seis —oyó decir en la otra habitación—. Cuando salga la segunda luna, quiero que estéis …

De repente sintió los dedos de Catriana aferrar con fuerza sus cabellos, en el instante mismo en que él conseguía introducir sus manos entre sus prendas íntimas y palpaba con la yema de sus dedos la puerta que tanto deseaba atravesar. La joven se estremeció, pero al instante su cuerpo se relajó entre sus brazos, mientras su garganta

emitía una especie de gorjeo nunca oído hasta entonces. Devin aprovechó para acariciar con sus dedos los pliegues más profundos de su carne. Catriana lanzó un suspiro y finalmente, apartándolo con suavidad de sí, guió su sexo dentro de ella. Sus dientes se clavaron en el hombro de Devin, quien, sorprendido por aquel movimiento, placentero y doloroso a un tiempo, permaneció inmóvil durante unos instantes sujetándola fuertemente entre sus brazos, mientras sus labios, sin saber qué decir, atinaban apenas a emitir un gruñido.

—¡Basta! ¡Ya están aquí los otros! —exclamó de repente la tercera voz al otro lado del tabique.

—No importa —añadió la primera— y recordadlo bien. Vosotros dos debéis salir de la ciudad por separado. ¡Juntos no! Nos veremos esta noche. En cualquier caso, aseguraos de que no os sigue nadie. De lo contrario, moriremos.

Se produjo un silencio. Inmediatamente se abrió la puerta situada al otro extremo de la estancia y, en el instante en que Devin comenzaba a agitar su cuerpo contra el de Catriana, reconoció la voz que había estado escuchando durante todo aquel rato.

En efecto, la persona en cuestión seguía hablando en la otra habitación, pero ahora su voz adoptaba el tono delicado y melifluo de la noche anterior.

—¡Por fin! —susurró Tomasso d’Astíbar bar Sandre—. Empezábamos a temer que os hubierais perdido entre tantos pasillos polvorientos y que no fuerais capaces de dar con el camino.

—¡Ni lo sueñes, hermano! —replicó una voz grave—. Aunque nada habría tenido de extraño al cabo de dieciocho años de no pisar el palacio. Necesito un buen trago de vino. ¡Después de pasarme toda la mañana oyendo cantatas, se me ha despertado una sed espantosa!

Devin y Catriana no pudieron evitar soltar una muda carcajada en su escondrijo, mientras sus cuerpos se fundían en un apasionado abrazo. El joven sintió de pronto que se apoderaba de él una nueva urgencia, compartida, al parecer, por Catriana, y, mientras aceleraba el ritmo de sus embates, pensó que no había nada en el mundo que le importara tanto como aquel movimiento de su cuerpo.

Notó que las uñas de la muchacha le recorrían la espalda de arriba abajo. Al sentir la proximidad del orgasmo, la presión de sus manos se aflojó, mientras Catriana, levantando las piernas, le rodeaba con ellas la cintura. La muchacha volvió a clavar los dientes en su hombro y en ese mismo instante Devin sintió que, silenciosamente, todo su ser estallaba dentro de ella.

Durante un espacio incalculable de tiempo permanecieron enlazados, con la ropa arrugada y empapada de sudor. Devin tenía la sensación de que las voces procedentes de la habitación contigua venían de un lugar lejanísimo, casi desde otra esfera. Lo cierto era que por nada del mundo hubiera deseado moverse de allí.

Al final, sin embargo, Catriana bajó lentamente las piernas y lo apartó de sí, mientras el joven le acariciaba las mejillas en la oscuridad.

Detrás de ellos, los nobles y mercaderes de Astíbar seguían desfilando ante el cadáver del duque, de aquel hombre singular, blanco de tantos odios y amado por tan pocos. A su izquierda, en cambio, la joven generación de los Sandreni comía y bebía, celebrando el final de su destierro. Devin, que seguía confortablemente refugiado en el seno de Catriana, era entretanto incapaz de hallar palabras que pudieran expresar sus sentimientos.

De repente, la muchacha aferró con sus dientes uno de los dedos de Devin y lo mordió con fuerza. Éste hizo una mueca de dolor, pero Catriana no dio ninguna explicación a su gesto.

En cuanto los Sandreni abandonaron la sala, Catriana abrió la puerta de su escondite y penetró en la estancia. Una vez arregladas sus ropas, abandonaron sin tardanza el escenario de aquella singular entrevista, aunque todavía aprovecharon para regalarse con alón de ave del refrigerio dispuesto sobre las grandes mesas. Sin más entretenimientos, rehicieron el camino de vuelta hasta dar con la escalera. Al llegar al rellano se encontraron con unos criados de librea y Devin, que de pronto se sentía más despierto y alerta que nunca, cogió a su acompañante de la mano y guiñó un ojo a los lacayos. En cuanto desaparecieron, Catriana apartó la mano violentamente.

—¿Qué pasa? —exclamó el joven, desconcertado.

—No tengo ganas de ser la comidilla de los lacayos de los Sandreni y la ciudad entera —respondió la cantante sin dignarse mirarlo.

Devin enarcó las cejas.

—¿Qué iban a pensar, si no, esos criados al vemos aquí arriba?

Mi actitud sólo pretendía corroborarles una explicación obvia y sin consecuencias. Ni siquiera se tomarán la molestia de contárselo a nadie. Este tipo de lances se dan cada dos por tres.

—No en mi caso, por cierto —replicó secamente la muchacha.

—¡No quería decir eso! —protestó Devin deteniéndose un instante.

Pero por desgracia estaban ya bajando las escaleras, de suerte que su gesto dio ocasión a la joven a que hiciera su entrada sola en la estancia de los músicos, pocos minutos antes de que llegara él.

Aún un poco confuso, Devin se situó al lado de Ménico, que se preparaba ya para salir de nuevo al patio y proseguir con su actuación.

Durante los primeros dos himnos, el papel del tenor era de mero apoyo, de suerte que su mente pudo volar libremente y reconstruir de forma pormenorizada los

detalles de la escena que había tenido lugar momentos antes. Así, retrocediendo con la imaginación una y otra vez hasta el minúsculo escondite, su memoria, único bien, al parecer, que el destino le había concedido, fue fijándose en todos los detalles de lo ocurrido, iluminando y aclarando en cada ocasión las circunstancias que en un principio pudieran haberle pasado inadvertidas.

De ese modo, cuando llegó su turno y hubo de interpretar la pieza que cerraba la ceremonia, al ver la mirada atenta de los sacerdotes y la postura de indolente atención que adoptaba Tomasso, Devin pudo cantar el Lamento de Adaón con su habitual maestría, pues su mente no estaba ya en absoluto confusa, sino, por el contrario, perfectamente decidida a llevar a cabo su tarea.

Comenzó su interpretación con suavidad, haciendo que su voz quedara bien encuadrada entre las dos syrenyas, mientras iba narrando la antiquísima historia del dios. A continuación, cuando empezó a sonar la flauta de Alessan, Devin subió de tono adecuándose a ella, cual si volara por los agrestes riscos hasta quedar al borde del abismo.

Interpretó la muerte del dios con una musicalidad que sólo podía proceder de la pureza de su espíritu, afinando los agudos hasta una altura tal, que, excediendo el marco de aquel patio y los muros incluso del palacio, resonaron con la más absoluta claridad por las calles y plazas de la ciudad entera, por todos los rincones de Astíbar, la bien amurallada.

Pero él mismo pensaba cruzar esas murallas por la noche, siguiendo el rastro que había de conducirlo a cierto bosque, en cuya umbría se levantaba un pabellón de caza; aquel al cual debía ser conducido el féretro del duque por los porteadores, y donde unos cuantos hombres —seis, para ser exactos, se encargó de aclararle su memoria— iban a celebrar una entrevista, de cuya realización había intentado por todos los medios Catriana d’Astíbar que no se enterara. En un último esfuerzo de su imaginación, Devin logró que el triste sabor que en su alma dejaba la comprobación de aquel hecho, se transformara en sincero dolor por la muerte de Adaón, de suerte que, guiado por ese sentimiento, pudo infundir su pena personal al Lamento por el dios.

«Será mejor para los dos», recordó que había dicho la muchacha, y en sus oídos volvió a resonar el tono suave con que habían sido pronunciadas aquellas palabras. No obstante, hay un tipo de orgullo que probablemente nunca sea más fuerte que a la edad que por entonces tenía Devin, y, en cualquier caso, el joven había decidido, antes incluso de empezar a cantar en aquel patio atestado de nobles y aristócratas, que iba a ser él, y no Catriana, quien juzgara lo que era mejor o peor para ambos.

Fue así como cantó la rendición del dios ante las mujeres, dando a aquella muerte ocurrida en un Soto de Tregea toda la intensidad que requería, haciendo de su voz un dardo dirigido al corazón de todos los oyentes.

Hizo caer a Adaón desde lo alto del despeñadero y cuando oyó que el sonido de la flauta iba bajando hasta dar las notas más graves, su voz fue descendiendo con el dios hasta el fondo del torrente Casadel, y dio por concluida su interpretación.

Así, aquella mañana pasó a constituir un punto decisivo en la vida de Devin. Pues, como todos saben, cuando se atraviesa alguna de las puertas de Moriana, no se puede volver atrás.