Capítulo 2

Devin tenía mal día.

Al cumplir los diecinueve años casi había logrado reconciliarse al fin con su corta estatura y con el rostro lampiño y aniñado que la Tríada había tenido a bien concederle. Hacía ya mucho tiempo que había abandonado la costumbre de colgarse de los árboles boca abajo en los bosques que circundaban la granja de sus padres, perdida en un rincón ignorado de Ásoli, con la vana esperanza de estirar de aquel modo tan peregrino su esqueleto y ganar en altura.

La claridad de su memoria había constituido desde siempre para él fuente de orgullo y placer a la vez, aunque, eso sí, no podía decir lo mismo de algunos de los recuerdos que dicha facultad lograba reavivar. La verdad es que le habría encantado poder olvidar la tarde aquella en la que los gemelos le sorprendieron colgado boca abajo de una encina cuando regresaban de una montería con sendos haces de retama al hombro. Pese a los seis años transcurridos desde aquella fecha, aún le escocía el hecho de que sus hermanos, tan lerdos por lo general a la hora de entender las cosas, se hubieran dado cuenta inmediata de cuál era su propósito al adoptar aquella postura tan incómoda.

—¡Nosotros te ayudaremos, renacuajo! —había exclamado Povar con regocijo.

Y, antes de que pudiera enderezarse y salir huyendo, Nico le había agarrado por los brazos y Povar por los pies, y cada uno había tirado de sus pobres miembros sin dejar de lanzar sonoras risotadas, debido, entre otras cosas, a la amplitud y la precocidad del vocabulario obsceno que salía de los labios de su hermanito.

Pues bien, aquélla había sido la última ocasión en que había intentado hacerse más alto de lo que era. Esa misma noche, mientras los gemelos roncaban desaforadamente, Devin se deslizó en su cuarto y rebozó a los gigantones con el contenido de un cubo de excrementos previamente recogidos en la pocilga. Salió corriendo a toda prisa, como había hecho Adaón en sus montañas, y, cuando sus hermanos quisieron recordar, ya había él cruzado el patio y traspasado la cerca. Los berridos de los gemelos se oían a la legua.

Tardó dos días en regresar a casa. Cuando lo hizo, dispuesto a recibir una paliza de su padre, daba ya por sentado que lo primero que tendría que hacer sería lavar las sábanas de sus hermanos, pero curiosamente Povar se había encargado de hacerlo en su ausencia. Para mayor sorpresa, los gemelos, haciendo gala de su buen carácter, habían olvidado el incidente.

Devin, en cambio, dotado para bien o para mal de una memoria semejante a la de Eanna, la de los Nombres, no olvidaba nunca nada. Por mucho que los gemelos no

fueran capaces de guardar rencor a nadie, la verdad era que ello no disminuía la sensación de soledad que Devin tenía en aquella granja perdida en la marisma. Poco después de aquella peripecia, abandonó su hogar y entró de aprendiz de cantante con Ménico di Ferraut, cuya compañía pasaba por el norte de Ásoli cada dos o tres primaveras.

Desde entonces no había vuelto a pisar su casa natal, llegando incluso a tomarse una semana de permiso durante la gira que la compañía había realizado por el norte tres años atrás, y de nuevo la primavera pasada. No era que lo hubiesen maltratado en la granja, no; sencillamente, era que aquel ambiente no era para él. Los cuatro lo sabían. Las labores agrícolas no eran en Ásoli cosa de broma. El trabajo resultaba a veces insoportable debido a la constante lucha que habían de sostener los campesinos contra los embates del mar, y a la monotonía gris, casi angustiosa, de los días siempre iguales. Todo para luego obtener, por toda recompensa, un pedazo de tierra insalubre.

De haber vivido su madre, tal vez las cosas habrían sido distintas. Pero la granja de Ásoli en la que Garin di Corte la Baja se había instalado con sus tres hijos, era un lugar tristísimo, donde no había ni sombra de presencia femenina, circunstancia que acaso resultara soportable para los gemelos —ellos se tenían uno a otro—, o incluso para el tipo de persona en la que había acabado convirtiéndose su padre en aquellos parajes desolados. Pero para un jovencillo rápido e imaginativo, por muy corta que fuera su estatura, cuyas dotes, si es que alguna tenía, no eran precisamente las de un agricultor, aquel lugar no suponía ninguna fuente de inspiración ni de tiernos recuerdos.

Cuando Ménico di Ferraut hizo saber a la familia que la voz del pequeño estaba hecha para cantar algo mejor que unas cuantas baladas populares, todos sus miembros sintieron una especie de alivio. Y, así, una mañana de primavera le dijeron adiós a la puerta de la casa, bajo la consabida lluvia diaria. Su padre y Nico volvieron de inmediato a sus quehaceres, pues era necesario comprobar la altura que alcanzaban las aguas del río, casi sin acabar de despedirse. Povar, en cambio, se entretuvo algo más y hasta dio unas palmadas en el hombro a aquel hermanillo suyo tan raro, mientras decía torpemente:

—Si no te tratan bien, siempre puedes volver con nosotros, Dev. Sitio tenemos.

El muchacho recordaba ambas cosas: los golpecillos en el hombro, que por acumulación de sentimientos no expresados durante años habían acumulado una carga afectiva mayor de la habitual en un gesto semejante, y las torpes y breves palabras que lo siguieron. Realmente guardaba memoria de todo, excepto de su madre y de los días vividos en Corte la Baja. Pero la pobre mujer había muerto cuando él tenía menos de dos años, a raíz de las luchas que habían tenido lugar en la región, y, un mes escaso después de la desgracia, Garin decidió emigrar al norte con sus tres retoños.

A partir de ahí conservaba recuerdos prácticamente de todo lo sucedido.

Eso sí, de haberle tirado el juego —vicio que no le afectaba, desde luego, dada la impronta que Ásoli y sus constantes preocupaciones por el día de mañana habían dejado en su ánimo—, de buena gana habría apostado un chiaro o hasta un astino a que no podía recordar haberse sentido tan frustrado como aquel día en todos los años que llevaba rodando por el mundo. Al menos, en honor a la verdad, desde la época en que pensaba que no iba a poder crecer nunca.

¿Qué tenía que hacer un hombre, se preguntaba Devin d’Ásoli con desesperación, para tomarse tranquilamente una copa en Astíbar? ¡Y eso que era la víspera de las fiestas!

De hecho, su problema le habría parecido ridículo a cualquiera, si no fuera por lo exasperante que llegaba a resultar. Como enseguida pudo cerciorarse en la primera taberna en la que se negaron a servirle la botella de vino verde de Senzio que solicitaba, los causantes de su disgusto eran los sacerdotes de Eanna. ¡Menuda pandilla de aguafiestas! La diosa, pensaba Devin lleno de furia, merecía algo mejor de sus servidores.

El año anterior, y siempre, al parecer, debido a la interminable lucha que sostenían con los cleros de Adaón y Moriana por alcanzar mayor ascendiente sobre las capas altas de la sociedad, los sacerdotes de Eanna habían convencido al consejo de ministros del tirano —lo de consejo era un decir— de que el libertinaje estaba haciendo estragos en la juventud de Astíbar. Y, lo que era más importante, aquel libertinaje podía dar lugar a graves tumultos. Por consiguiente, y teniendo en cuenta que eran las tabernas y salones de khav los lugares en los que más pie se daba a dicho libertinaje …

Alberico no tardó ni quince días en promulgar una ley que o prohibía expender en Astíbar bebidas alcohólicas a los menores de diecisiete años.

Los rancios sacerdotes de Eanna celebraron —vaya a saberse qué curioso tipo de ascética celebración sería la que hicieran— el ridículo triunfo conseguido sobre sus compañeros del templo de Moriana y las elegantes sacerdotisas del dios, pues con estas dos deidades se hallaban asociadas las pasiones más turbias, y por tanto también la de la bebida.

Los taberneros estaban que trinaban, pero guardaban silencio (en Astíbar resultaba imposible manifestar a las claras el descontento, por hondo que fuera), no tanto por el descenso en las ventas que suponía la medida, sino por la insidiosa forma en que había sido puesta en vigor. En una palabra, la dichosa ley obligaba al dueño del local, la taberna, mesón o salón de khav, a verificar la edad de sus clientes antes de servirles. Por otra parte, si alguno de los omnipresentes esbirros de Barbadior se colaba repentinamente en un establecimiento y se le antojaba, aunque fuera arbitrariamente, que un determinado cliente tenía cara de ser demasiado joven… En fin, que la taberna en cuestión era cerrada por espacio de un mes y su dueño arrestado por ese mismo período.

Ello hacía, por tanto, que los menores de dieciséis años quedaran en Astíbar automáticamente excluidos de la fiesta y la jarana. Y lo mismo que ellos, por desgracia, según tuvo ocasión de ir comprobando durante toda la mañana, cierto cantor de Ásoli, de corta estatura y rostro aniñado, pese a tener cumplidos ya los diecinueve.

Después de que lo hubieron echado con cajas destempladas de tres locales situados en la parte derecha de la calle de los Templos, Devin tuvo por un instante la tentación de cruzar de acera y dirigirse a la capilla de Moriana dispuesto a fingir un trance místico a su puerta. ¡A ver si le daban una copita de vino verde de Senzio para que se le pasara! Otra de las ideas, todas a cual más peregrina, que se le pasaron por la cabeza, fue meterse por una ventana en el templo de Eanna y comprobar si alguno de aquellos imbéciles eunucos que lo cuidaban era capaz de cogerlo corriendo detrás de él.

Rechazó la ocurrencia, tanto por devoción a la diosa de los Nombres, como por la opresiva presencia de los esbirros barbadios, armados hasta los dientes, cuya presencia se hacía notar de una forma opresiva por las calles de la ciudad. Podían verse mercenarios barbadios en todos los rincones de la Palma Oriental, pero en ningún sitio resultaba su presencia tan inquietante como en Astíbar, donde se había instalado el propio Alberico.

Al final, deseoso de ingerir cualquier cosa que lo atontara un poco, Devin torció a la izquierda, en dirección al puerto, buscando el callejón de las Tenerías, sin más guía que la de su olfato, que, por desgracia, aún le funcionaba de maravilla. Una vez allí, a punto casi de perder el sentido debido a los efluvios hediondos que salían de los talleres de los curtidores, más penetrantes aún que los que despedía el mar, consiguió que le sirvieran una botella de vino verde, sin que nadie le viniera con preguntas inoportunas, en una taberna llamada El Pájaro Verde. El dueño del establecimiento era un sujeto amojamado, cuya vista no era probablemente la más indicada para percibir a la perfección todo lo que ocurría en la penumbra de su garito, angosto y carente por completo de ventanas.

Hasta aquel antro maloliente estaba lleno a rebosar. Toda Astíbar estaba atestada de gente debido a las Fiestas de la Vendimia, que habían de comenzar al día siguiente. La cosecha había sido buenísima en todas partes menos en Certando, y hasta en los lugares más inopinados aparecía alguien con los bolsillos llenos de astinos o de chiaros, dispuesto a derrochar su dinero.

Naturalmente, en El Pájaro Verde no había ni una sola mesa libre. Devin se apostó en un rincón de la sala, justo donde el mostrador de madera embreada se empotraba en la pared, y tomó ansiosamente un sorbo de su botella de vino; aguado, sí, pero no en exceso, concluyó.

Una vez saciada su sed, dispuso su ánimo para elaborar una larga disquisición en torno a la perfidia de las mujeres y a lo absurdo de su carácter, disquisición personificada concretamente en la actitud mostrada durante los últimos días por su compañera Catriana d’Astíbar.

Según sus cálculos, aún tenía tiempo hasta la hora del ensayo de la tarde, el último antes de la actuación prevista para el día siguiente en la mansión que poseía en la ciudad un pequeño vinatero de la región. Podía, por consiguiente, reflexionar sin prisas aquel asunto que tanto le interesaba ante una buena botella de vino, y presentarse después completamente sobrio en los ensayos. Al fin y al cabo era un profesional, se dijo indignado. Mejor dicho, todo un socio de la compañía. Se conocía al dedillo toda la rutina que acompañaba a las actuaciones. Ménico había convocado aquellos ensayos extraordinarios con el único fin de ayudar a los tres nuevos integrantes del grupo.

Entre ellos, a la antipática aquella de Catriana. Precisamente ella era la culpable de que hubiera abandonado precipitadamente el ensayo de la mañana, antes incluso de que Ménico lo diera por finalizado. Adaón santo, ¿cómo habría tenido que reaccionar ante las palabras que se había atrevido a espetarle en presencia de todos los compañeros aquella novata que pretendía saber cantar mejor que nadie? Y eso que se había mostrado amabilísimo con ella desde el primer momento, cuando la noche antes había sido admitida en el grupo.

La memoria, que pesaba sobre él como una maldición, le hizo revivir el momento en que los nueve integrantes de la compañía se habían reunido en la sala de ensayos, alquilada en la fonda con ese único fin. Los cuatro músicos, las dos bailarinas, Ménico, Catriana y él. Estaban interpretando la Canción de amor de Rauder, pieza que probablemente les pediría que cantaran la mujer del vinatero. Devin la llevaba en su repertorio desde hacía seis años y se sentía capaz de interpretarla incluso dormido.

Bueno, sí, quizás estuviera ya un poco harto, quizá se había distraído un poco y se acercara más de lo necesario a su nueva compañera, la pelirroja aquella, con una sombra de insinuación, en la expresión de su rostro y en su voz, pero, a pesar de todo, no había habido para tanto …

—Por la santísima Tríada, Devin —había saltado de pronto Catriana d’Astíbar, interrumpiendo bruscamente el ensayo—, ¿podrías dejar de pensar un poco con la entrepierna y acompasarte a los demás? ¡Tampoco es tan difícil lo que estamos cantando!

Su rostro blanco y lampiño cambió repentinamente de color, poniéndose como la grana. Hasta Ménico —¡lo había visto con sus propios ojos!— se había echado a reír, en lugar de tener el detalle de reñir a aquella descarada por su intemperancia, y su rostro se había puesto más rojo que el suyo propio. Igual que el resto de la compañía, desde el primero hasta el último.

Incapaz de darle la contestación que se merecía, por no comprometer más su dignidad, que bastante malparada había quedado ya, había reprimido su impulso y, en vez de darle una bofetada por deslenguada, había dado media vuelta y se había largado. Al marcharse había lanzado una mirada de reproche a Ménico, desde luego, pero de poco le había servido: la barriga del director de la compañía se meneaba lo mismo que un globo al compás de sus carcajadas, mientras su rostro congestionado y barbudo se desencajaba de la risa.

Ése era el motivo de que el pobre muchacho llevara la mañana entera buscando por toda la ciudad una botella de vino verde de Senzio y un rincón donde bebérsela tranquilamente. Tras encontrar el preciado licor, envuelto en la penumbra aquella de la taberna, esperaba que al fin se le ocurriera, una vez trasegado el contenido de media botella, la respuesta que debía dar a aquella pelirroja sinvergüenza en cuanto le echara la vista encima en los ensayos.

«Ojalá no fuera tan alta», pensó. Volvió a llenar su copa lentamente. Por un instante, al fijar sus ojos en las vigas de madera oscura que adornaban el techo del local, se vio a sí mismo colgado de una de ellas. ¡Boca abajo, naturalmente! ¡Malditos recuerdos!

—¿Puedo invitarte a un trago? —oyó decir a alguien a su lado. Devin suspiró y dio media vuelta dispuesto a enfrentarse a uno de los riesgos más naturales que acarrea el irse solo a tomar una copa en una taberna de marineros. Y más cuando se es bajito y se tiene cara de adolescente.

Sin embargo, no tardó en sentirse tranquilo. El entrometido era un hombre de mediana edad, vestido discretamente. Tenía el pelo canoso y en torno a los ojos unas arrugas que indicaban las largas horas dedicadas a las cavilaciones, a menos que fueran señal de su afición a reírse de todas las cosas.

—Muchas gracias —contestó el chico—, pero aún me queda más de media botella. Además, prefiero tener a una mujer a mi lado, que ser tomado como tal por un marinero cualquiera. Por si no lo sabe, soy mayor de lo que aparento.

Su interlocutor se echó a reír estrepitosamente.

—En tal caso —replicó con aire divertido—, invítame tú a mí, si lo prefieres, mientras te hablo de las dos hijas que tengo en edad de merecer, y de las otras dos que estarán en las mismas condiciones antes de que quiera darme cuenta. Me llamo Rovigo d’Astíbar y soy el patrón de La Sirena de los Mares. Aquí me tienes, recién desembarcado, después de recorrer todas las costas de Tregea.

Devin correspondió con una sonrisa y alargó el brazo para coger otro vaso del mostrador, pues el local estaba demasiado lleno de gente como para intentar atraer hacia sí la cansina mirada del propietario y conseguir que le sirviera como era debido. Además, tenía sus razones para no querer llamar demasiado la atención.

—Será un placer compartir la botella contigo —respondió—, aunque no creo que a tu esposa le guste mucho que cantes las alabanzas de tus hijas ante un humilde músico ambulante como yo.

—Mi esposa —replicó Rovigo sonriente— se daría con un canto en los dientes si consiguiera colocarle la mayor aunque fuera a un pastor de Certando.

Devin hizo una mueca de sorpresa.

—¿Tan mal están las cosas? —murmuró el joven—. Bueno, en fin, siempre podemos brindar una vez más por haber vuelto con bien de Tregea y encima justo a tiempo de celebrar las fiestas. Soy Devin d’Ásoli bar Garin. A tu disposición.

—Lo mismo digo, Devin, amigo. Sí, ya sé que eres mayor de lo que aparentas, pero te habrá costado lo tuyo encontrar donde te sirvieran una copa de vino, ¿no? —preguntó Rovigo haciendo gala de su gran perspicacia.

—Moriana de las Puertas no puede conocer tantos umbrales como llevo yo ya cruzados esta mañana. ¡Y de todas partes he salido tan seco como había entrado! —Devin aspiró a disgusto el aire enrarecido del establecimiento. Pese a los olores que despedía la multitud hacinada en él, y aunque la estancia carecía de ventanas, el hedor a pieles curtidas que dominaba el barrio entero se hacía sentir por desgracia incluso allí dentro—. Nunca se me habría ocurrido venir a semejante sitio por las buenas. ¡Ni por las malas, vaya! —añadió.

Rovigo esbozó una sonrisa.

—¡Naturalmente! ¿Te parecerá absurdo si te digo que, en cuanto atraco mi nave en el muelle, es aquí a donde me dirijo siempre antes de nada? No sé, pero este olor me dice que estoy en tierra; vamos, que estoy de vuelta.

—¿No te gusta el mar?

—Tengo el firme convencimiento de que quienes aseguran que les gusta el mar, mienten como bellacos. O tienen deudas en tierra o están casados con una bruja de la que quieren escapar… —Se interrumpió fingiendo que de pronto se le había ocurrido algo ingenioso—. Ahora que lo pienso… —añadió exagerando el tono reflexivo de sus palabras. E inmediatamente hizo un guiño de complicidad. Devin se echó a reír y volvió a llenar los vasos. —¿Entonces tú por qué navegas?

—El comercio está bien —contestó Rovigo con franqueza—. La Sirena es una embarcación pequeña, capaz de meterse en los puertos más escondidos del sur, o de adentrarse en las aguas septentrionales de Senzio o Ferraut, a las que nunca se les ocurre llegar a otros mercantes más grandes. Es además lo bastante rápida para que valga la pena bajar incluso más allá de los montes de Quilea. Naturalmente, a una embarcación como la mía no la afecta el embargo comercial al que está sometido ese país. Por otra parte, si tienes contactos en algún pueblecito lo bastante apartado y no te preocupas demasiado por los grandes negocios, no corres riesgos y siempre puedes sacar algún beneficio. Por ejemplo, yo compro aquí especias de Barbadior o seda del norte, y la llevo hasta los puertos de Quilea, donde a nadie se le ocurriría que pudieran llegar tales productos. A cambio, cargo allí alfombras o tallas en madera, alpargatas, navajas engastadas de piedras preciosas… A veces incluso alguno que otro barril de buinath que vendo luego aquí por las tabernas. En fin, cargo con cualquier cosa que consiga a buen precio. Como no puedo hacer grandes cargamentos, he de mirar bien los márgenes de beneficio que puedo sacar. Sea como sea, gano lo suficiente para ir tirando, gracias a que los seguros son bajos ya la protección de Adaón de las Olas. Antes de retirarme a casa pienso ir al templo a dar al dios las gracias por la travesía.

—¡Dáselas aquí primero, hombre! —dijo Devin sonriendo—. ¡Por supuesto!

Chocaron sus copas una vez más. Devin las volvió a llenar.

—¿Qué se cuenta por Quilea? —preguntó.

—En realidad, allí es donde he estado todo el tiempo —respondió Rovigo—. Tregea no ha sido más que una etapa intermedia en el viaje de regreso. Efectivamente, hay muchas noticias. Mario ha vuelto a ganar este año el combate del Encinar.

—Sí, ya he oído decir algo de eso —comentó Devin y sacudió la cabeza como admirándose de la proeza—. ¡Y eso que está tullido y debe de tener más de cincuenta años! ¿Qué lleva ya?, seis veces seguidas, ¿no?

—Siete —precisó Rovigo fríamente.

Se interrumpió un instante esperando alguna reacción de su interlocutor.

—Perdona —inquirió el chico—. ¿Tiene algo de particular?

—A Mario debió de parecerle que sí que lo tenía. Acaba de proclamar la abolición del desafío del Encinar. El número siete ha quedado consagrado para siempre. Según ha hecho saber, la Diosa Madre ha manifestado públicamente cuál es su voluntad al permitirle salir victorioso una vez más. Mario se ha nombrado rey de Quilea y ha dejado de ser el consorte de la Suma Sacerdotisa.

—¿Cómo? —exclamó Devin elevando tanto la voz que algunas personas volvieron la cabeza sorprendidas—. ¿Que se ha nombrado…? —añadió bajando el tono—. ¡Un varón!… ¡Pero si yo creía que allí tenían un régimen matriarcal!

—Eso creía también la Suma Sacerdotisa, que en paz descanse —replicó Rovigo.

Acostumbrados a recorrer la península de la Palma de extremo a extremo, desde la aldea perdida en las montañas más abruptas, a los castillos y mansiones más recónditos, los músicos no podían por menos que estar al corriente de las noticias más diversas y del chismorreo que suele acompañar a los grandes acontecimientos. Pese a lo corto de su experiencia, las conversaciones de las que Devin había sido

testigo no habían constituido hasta la fecha sino una forma más de pasar las frías noches de invierno en la lúgubre Certando, o un mero intento de causar sensación entre los caminantes refiriendo en cualquier mesón de Corte los rumores concernientes a la creación de un partido pro barbadio en las provincias de Ygrath.

Devin había llegado, por tanto, a una conclusión: para él todo aquello no era más que pura palabrería. Los dos hechiceros procedentes de ultramar, uno de oriente y de occidente el otro, que ahora regían la Palma, se habían repartido equitativamente la península entre ambos, dejando únicamente a Senzio, víctima de la más lamentable decadencia, en una situación de continuo sobresalto. Aunque formalmente no había sido ocupada por ninguna de las dos potencias, la provincia permanecía en un estado de constante intranquilidad, sin saber en qué momento ni por qué lado podría venirle la hora de la claudicación. Su gobernador se veía totalmente incapaz de decidir por cuál de los dos lobos iba a dejarse devorar, mientras éstos, por su parte, llevaban casi veinte años acechándose mutuamente, sin atreverse ninguno a dar el primer paso.

Devin tenía la sensación de que el equilibrio de fuerzas existente en la península estaba firmemente grabado en la piedra desde tiempo inmemorial, al menos desde que él tenía uso de razón. Hasta que no muriera uno de los dos brujos —y según se decía, los hechiceros eran de una longevidad increíble—, las cosas no podían pasar de ser más que pura materia de conversación, lo mismo en los salones de khav más modestos que en los salones de los ricos.

Quilea, en cambio, era otra cosa. Algo cuya definición excedía los límites de su experiencia. Devin ni siquiera era capaz de imaginar las consecuencias que podía tener la medida adoptada recientemente por Mario en aquel extraño país, situado al sur de las montañas; a qué podía dar lugar el hecho de que Quilea dejara de tener un rey transitorio, obligado a acudir cada dos años al Encinar para, desnudo y herido conforme a un curioso ritual, enfrentarse sin armas al rival elegido para matarlo con una espada y ocupar su lugar. Mario, sin embargo, no había muerto. En siete ocasiones había conseguido salir con vida de aquel combate inicuo.

Y encima había muerto la Suma Sacerdotisa. Por otra parte, la forma que había tenido Rovigo de darle la noticia daba mucho que pensar. Devin movió la cabeza dejando traslucir su inquietud.

Al levantar la vista, sin embargo, se sorprendió de la extraña mirada que le dirigía su nuevo amigo.

—Eres un joven muy reflexivo, ¿no? —comentó el mercader.

El músico se encogió de hombros percatándose súbitamente de su situación.

—¿Y qué remedio me queda? En fin, no sé. Desde luego, no es que entienda mucho, pero no oye uno noticias como ésta todos los días. ¿Qué crees tú que puede significar?

Su pregunta quedó sin respuesta. El tabernero que se las había apañado divinamente hasta ese momento para no ver los insistentes gestos de Rovigo solicitándole una botella más, se precipitó de pronto hasta el extremo del mostrador en el que se hallaban. Pese a la oscuridad reinante en el local, en sus facciones podía leerse la cólera que lo poseía.

—¡Eh, tú! ¿Te llamas Devin? —exclamó.

El joven asintió con aire desconcertado. La mirada del mesonero se volvía asesina por momentos.

—¡Fuera de aquí! —gritó—. Tu hermana está esperándote ahí fuera. ¡La Tríada os confunda! Según dice, trae órdenes de tu padre de que te vuelvas inmediatamente a casa y asegura (¡Moriana acabe con todos vosotros!) que piensa denunciarme por servir alcohol a un menor de edad. ¡Gusano asqueroso, ya te enseñaré yo a ponerme en evidencia de esa manera! ¡Como que por poco me cierran el negocio la víspera de la fiesta!

Antes de que quisiera darse cuenta, sobre el rostro de Devin aterrizó una jarra llena de vino negro medio echado a perder, que exhalaba un hedor nauseabundo. Llevándose las manos a los ojos, que le escocían terriblemente, el muchacho se tambaleó, y a punto estuvo de caerse, mientras profería mil juramentos. Cuando por fin recuperó la vista, el espectáculo que contemplaron sus ojos no podía ser más singular.

Pese a no ser especialmente corpulento, Rovigo había corrido al mostrador y había agarrado al tabernero por la solapa de su camisa pringosa. Sin hacer apenas esfuerzo, lo había medio sacado de detrás de la barra, mientras el hombre pataleaba intentando apoyarse de nuevo en el suelo. El cuello de su vestidura estaba ya tan retorcido y atenazaba de tal modo su garganta, que el tipejo tenía el rostro como la grana.

—Goro, no me gusta que insulten a mis amigos, ¿te enteras? —decía mientras tanto Rovigo sin alterar lo más mínimo el tono de su voz—. El padre del chaval no vive aquí y dudo mucho de que tenga hermanas —añadió guiñando un ojo a Devin, que se apresuró a confirmar sus palabras con vehemencia.

Como te iba diciendo —prosiguió el mercader sin que su respiración denotase el esfuerzo que estaba realizando—, no tiene ninguna hermana en la ciudad. Y, como puedes ver, no es menor de edad. Hasta un miserable tabernero se daría cuenta de ello, a menos que se haya puesto ciego a vinazo. Así que venga, Goro, a ver si haces que se me pase el enfado pidiéndole perdón por tu brusquedad a Devin d’Ásoli, mi nuevo amigo, y regalándole un par de botellas de tinto de Cenando en prueba de tu sincero arrepentimiento. A cambio, quizá me deje convencer y te venda un barril de buinath de Quilea, y eso que me quedan ya muy pocos en la bodega de La Sirena. A un precio razonable, por supuesto, teniendo en cuenta todo lo que puedes ganar con semejante gollería en estos días de fiesta.

El rostro amoratado de Goro empezaba ya a mostrar unos tintes verdaderamente peligrosos. Cuando Devin estaba a punto de interceder en su favor, el tabernero logró hacer un gesto convulso de asentimiento, y Rovigo aflojó un poco la presión de sus dedos. Goro aspiró una bocanada del fétido aire reinante en su establecimiento, como si del perfume de las flores de Chiara se tratase, y farfulló unas palabras de disculpa.

—¿Y el vino? —le recordó el mercader en tono amabilísimo.

Descendió a Goro, sin demostrar el menor esfuerzo, lo suficiente como para que éste tanteara detrás de la barra y volviera a asomar con lo que a todas luces parecía tinto de Certando.

—¿De reserva, supongo? —le preguntó caluroso. Goro asintió con la cabeza—. Bien —dijo Rovigo, liberando a Goro por completo de la presión—. Supongo —añadió dirigiéndose a Devin que ahora saldrás a ver quién es esa que se dice tu hermana.

—Ya sé quién es —repuso Devin con expresión grave—. A propósito, gracias por tu intervención. Estoy acostumbrado a librar yo solito mis propias batallas, pero resulta agradable tener un aliado de vez en cuando.

—Siempre resulta agradable tener un aliado —replicó Rovigo—. En fin, veo con claridad que no te mueres de ganas de ver a tu «hermanita», así que no te molesto más. Permíteme que de nuevo traiga a tu memoria los encantos de mis hijas. Pensándolo bien, han salido bastante buenas.

—No lo dudo —contestó Devin—. Y, si puedo devolverte el favor de alguna manera, cuenta conmigo. Formo parte de la compañía de Ménico di Ferraut y estaremos aquí mientras duren las fiestas. Tal vez a tu mujer le gustaría vernos actuar. Si me avisáis de que venís, me aseguraré de que tengáis un buen par de asientos en cualquiera de nuestras actuaciones.

—Muchas gracias. Y, si el azar o la curiosidad guían tus pasos al sudeste de la ciudad, lo mismo ahora que en otra ocasión, mis tierras están situadas a cosa de una legua a mano derecha, según se va por la carretera de la distrada. Poco antes de llegar, encontrarás una capillita de Adaón. A la puerta del jardín hay una enseña con una nave pintada. Obra de una de mis hijas. Las cuatro —añadió sonriente— han salido muy mañosas.

Devin se echó a reír. Los dos hombres juntaron formalmente las palmas de sus manos en señal de despedida. Rovigo se volvió al rincón que ocupaba junto a la barra y Devin se dirigió a la puerta con sus dos botellas de vino de Certando bajo el brazo. Por un momento le vinieron a la memoria las manchas de morapio maloliente que cubrían su jubón. Las salpicaduras le habían puesto perdidas incluso las calzas, pero ya no había remedio. Al cruzar el umbral de la taberna, la luz del sol deslumbró y

tardó unos segundos en descubrir a Catriana d’Astíbar, que lo aguardaba al otro extremo del callejón, con su cabellera rojiza lanzando destellos y un pañuelo entre las manos para proteger su pituitaria.

Devin se precipitó hacia ella y a punto estuvo de chocar con la carretilla de un curtidor que en esos momentos subía por la calleja. Se produjo un rápido intercambio de exabruptos entre los dos. El curtidor siguió su camino y Devin cruzó hasta el extremo en el que lo aguardaba Catriana jurándose para sus adentros que esta vez no iba a dejarse coger desprevenido.

—Yaya —dijo el joven con un deje irónico en la voz—, te agradezco que te hayas molestado en venir hasta aquí para pedirme disculpas, pero, si tu arrepentimiento fuese sincero, deberías haber elegido un pretexto más convincente para hacerme salir de la taberna. En fin, alguna razón que no incitara a la gente a echarme encima las jabonaduras de los vasos o el morapio echado a perder. Por si no lo sabes, no me gusta ir por la calle con la ropa empapada de porquería y apestando a la gente. Supongo, claro, que te ofrecerás a lavármela.

Por toda respuesta, Catriana se quedó mirándolo de arriba abajo, haciendo caso omiso de sus palabras.

—Desde luego que necesitas un baño y ropa limpia —dijo al fin sin apartar el pañuelo de su nariz—. No me figuraba que el tabernero fuera a reaccionar de esa forma, claro, pero, careciendo del dinero necesario para sobornarlo, no se me ocurrió ninguna otra manera de convencerlo para que te buscara entre la clientela.

Devin comprendió que se trataba de una explicación, pero era consciente también de que sus razones no significaban en modo alguno una disculpa.

—Perdona —repuso en tono de falso arrepentimiento—. Hablaré con Ménico… Aparte de otros agravios, no te pagamos, al parecer, lo suficiente. Su señoría merece mucho más.

Por vez primera la vio vacilar.

—¿Y vamos a discutir todo eso aquí, en medio de la calle? —exclamó al cabo la joven.

Sin despegar los labios, Devin esbozó una reverencia teatral y le indicó con un gesto que abriera la marcha. Catriana dio media vuelta, deseosa de alejarse de las tenerías y salir del puerto, y Devin la siguió. Durante unos minutos permanecieron en silencio. Por fin, lejos ya del hedor de los curtidos, Catriana retiró el pañuelo de su rostro.

—¿Adónde me llevas? —inquirió el chico.

Al parecer, había vuelto a agraviarla. Los ojos azules de la pelirroja echaban chispas.

—Por la Tríada santísima, ¿adónde iba a llevarte? —replicó Catriana con un deje de sarcasmo en la voz—. ¿Te parece que nos dirijamos a la fonda, a mi cuarto, y que pasemos un ratito haciendo el amor como Eanna y Adaón en la aurora de los tiempos?

—¡Ah, estupendo! —contestó Devin sintiendo que la cólera volvía a apoderarse de él—. ¿Por qué no hacemos un fondo común y nos compramos una esclava que haga el papel de Moriana? Vamos, para que no tenga que aburrirme a solas contigo, ¿sabes?

Catriana palideció, pero, antes de que pudiera proferir palabra, Devin la había cogido por el brazo y la había hecho volverse y mirarlo a la cara. Levantando ligeramente la cabeza, debido a su corta estatura, y maldiciendo el hecho de tener que hacerlo, clavó sus ojos en los azules de ella y le espetó:

—Catriana, ¿puede saberse qué te he hecho exactamente? ¿A qué vienen ese tipo de contestaciones? ¿O la andanada que me has echado esta mañana en los ensayos? Desde el primer día en que te contratamos me he mostrado amable contigo… Y si, como supongo, eres una profesional, no ignorarás que no siempre se comporta así la gente en las compañías ambulantes… Además, para que lo sepas, Marra, la chica a la que has venido a sustituir, era mi mejor amiga. Murió en Certando a causa de la epidemia. Yo podría haberte puesto las cosas muy difíciles… Pero no lo hice ni pienso hacerlo. Desde el primer momento dejé bien claro que te encontraba atractiva. No creo que semejante cosa sea un pecado imperdonable, a menos que se manifieste de forma grosera.

Devin soltó el brazo de la joven al darse cuenta de que lo estaba oprimiendo con fuerza y que además se hallaban en medio de la calle en plena siesta. No pudo evitar mirar de reojo a su alrededor. Por fortuna no había barbadios a la vista. En su pecho se insinuó un sentimiento al que, por desgracia, se hallaba acostumbrado, como si quisiera atacarlo de nuevo el dolor que acompañaba siempre al recuerdo de Marra. Ella había sido la primera amiga de verdad que había tenido. Ambos eran un par de criaturas abandonadas, a las que Eanna había concedido el don de una voz prodigiosa. Durante tres años, teniendo que dormir cada día en un sitio distinto, habían aprendido a comunicarse sus temores y sus sueños noche tras noche, recorriendo incansablemente los caminos de la Palma. Marra había sido su primer amor. Y había sido también su primera muerte.

Catriana permanecía inmóvil. En sus ojos, debido quizás a la mención de la muerte, había una mirada que obligó a Devin a dudar de la edad que le había calculado. Siempre había pensado que la chica era mayor que él, pero ahora no estaba tan seguro.

Permaneció unos instantes a la espera de su respuesta. Por fin, respirando con dificultad debido a aquel acceso repentino de sinceridad, la oyó decir en voz apenas perceptible:

—Cantas demasiado bien.

Devin sintió un sobresalto. Aquéllas no eran precisamente las palabras que se habría esperado.

—Yo, en cambio —prosiguió la muchacha—, tengo que trabajar mucho antes de cada actuación. —Era la primera vez que Devin la veía ruborizarse—. Rauder me resulta muy difícil…, todas sus piezas… Y tú esta mañana te pusiste a cantar la Canción de amor sin pensar, sólo para divertir a la concurrencia, intentando seducirme con ella… ¡Devin, yo tengo que concentrarme mucho cada vez que canto! Me estabas poniendo nerviosa y, cuando me pongo nerviosa, salto como picada por un tábano.

Devin suspiró y echó una ojeada a la calle vacía mientras reflexionaba. Por fin habló:

—¿Sabes…? ¿Nunca te han dicho… que se puede decir tranquilamente a la gente este tipo de cosas, y que incluso resulta útil en muchas ocasiones? Sobre todo si es un compañero de trabajo el que eliges como confidente …

Catriana sacudió la cabeza.

—Yo no puedo. Nunca he sido capaz de hablar de esa manera.

Nunca.

—¿Entonces por qué lo haces ahora? —se atrevió a decir Devin—. ¿Por qué me has seguido?

La respuesta se hizo esperar aún más que antes. En ese instante dobló la esquina un grupo de aprendices que salían del trabajo en un taller cercano. Al ver a la pareja en medio de la calle, se pusieron a dar voces y a decir obscenidades. Sus palabras, sin embargo, no encerraban malicia alguna y pasaron de largo sin molestarlos. De repente se levantó un remolino de aire que arrastró consigo las hojas muertas que cubrían el empedrado.

—Bueno, en realidad ha ocurrido algo imprevisto —contestó al fin Catriana d’Astíbar—. Y, según dijo Ménico, nuestra suerte dependía de ti.

—¿Ménico te mandó a buscarme? —exclamó el joven. Conociéndolo como lo conocía después de seis años trabajando juntos, a Devin le parecía casi imposible tal reacción.

—No —respondió sin tardanza la muchacha—. No. Dijo que llegarías a tiempo, como siempre. Pero yo estaba nerviosa. Era mucho lo que estaba en juego. No podía quedarme a esperar sin más. Al fin y al cabo te habías marchado un poco… trastornado.

—Sí, un poco —reconoció el chico con seriedad, notando que Catriana parecía al fin mostrarse arrepentida. Se habría sentido más seguro si al mismo tiempo no hubiese notado que seguía encontrándola muy atractiva. No podía dejar de preguntarse, incluso en aquellos momentos, cómo serían sus pechos cuando se libraran de la opresiva rigidez que les imponía su cerrado corpiño. Marra se lo habría explicado todo, seguro, y hasta lo habría ayudado a conquistarla. Muchas veces se habían ayudado de ese modo y luego se habían contado mutuamente sus aventuras. Sobre todo el último año, durante toda la temporada, hasta llegar a Certando, donde la pobre había hallado la muerte—. En fin, podrías decirme de una vez lo que ha pasado —exigió volviendo bruscamente al presente. Las fantasías y los recuerdos resultaban peligrosos por igual.

—El duque Sandre, el desterrado, murió anoche —respondió Catriana. La chica miró a su alrededor con aire preocupado, pero la calle estaba de nuevo vacía—. Por algún motivo desconocido (nadie sabe realmente por qué), Alberico ha permitido que el velatorio ardiente se instale en el palacio de los Sandreni y que se exponga el cadáver durante toda esta noche y el día de mañana, para después …

Se interrumpió, con los ojos brillantes. Devin, con el corazón palpitándole a galope tendido, acabó la frase:

—¿Celebrar los funerales? ¿Con toda la pompa? ¡No me digas!

—¡Con toda la pompa! ¡Y fíjate, han convocado a Ménico esta tarde para hacer una prueba! Tenemos la ocasión de realizar la actuación más famosa del año en toda la península.

¡Qué joven parecía en aquellos momentos! ¡Y qué hermosa! Realmente le hacía perder el sentido con aquella mirada brillante, como la de una niña.

—¡De modo que viniste a salvarme —musitó Devin moviendo la cabeza con aire reflexivo—, antes de que mis deseos frustrados me dejaran reducido a un pobre guiñapo empapado de alcohol!

Por primera vez era él quien tenía la sartén por el mango. El giro que habían tomado las cosas resultaba de lo más divertido en aquellos momentos y más teniendo en cuenta el carácter verdaderamente excitante de las últimas noticias. Echó, pues, a andar de nuevo, obligando a Catriana a seguir sus pasos. ¡Para variar!

—No es eso —protestó la muchacha intentando acompasar su marcha a la de él—. Lo que pasa es que es muy importante. Ménico dijo que nuestras esperanzas dependían por completo de ti y de tu voz, que tu especialidad eran precisamente los funerales.

—No sé si sentirme halagado por tus palabras u ofendido porque hayas podido figurarte que soy tan poco profesional que me fuera a saltar los ensayos el día antes de una fiesta.

—Ni una cosa ni otra —repuso Catriana d’Astíbar adoptando de nuevo un tono ligeramente áspero—. No hay tiempo para eso. Lo único que tienes que hacer es cantar bien esta tarde. Hacerlo como nunca.

Devin sabía perfectamente que no debía caer en la tentación, pero de súbito se sintió animadísimo y dijo sin poder contenerse:

—En ese caso, ¿no te parece que deberíamos primero pasar por tu cuarto? —preguntó con aire despreocupado.

Ni por asomo habría podido llegar a figurarse lo que en aquellos instantes sopesaba la chica en su interior. Finalmente Catriana se echó a reír con franqueza.

—¡Vaya! —exclamó Devin de buen humor—. ¡Eso está mucho mejor! A decir verdad, no estaba seguro de que tuvieras sentido del humor.

Catriana se calmó.

—A veces tampoco lo estoy yo —respondió con voz ausente, y añadió en otro tono—: Devin, deseo obtener este contrato mucho más de lo que tú puedas llegar a figurarte …

—Bueno, claro —dijo él—. Podría significar el futuro de nuestras carreras.

—Exacto —afirmó Catriana, y posando su mano en el hombro del chico repitió—: Lo deseo mucho más de lo que tú puedas llegar a figurarte.

Alguien menos perspicaz que Devin habría pensado que aquel gesto era toda una promesa. Por otra parte, el tono en que había pronunciado aquella frase no dejaba lugar a dudas: en sus palabras no había el menor rastro de ambición ni de deseo, al menos tal como él concebía estas pasiones.

Lo que en ellas percibió Devin fue un anhelo que penetró en sus entrañas hasta un punto desconocido incluso para él mismo.

—Lo haré lo mejor que pueda —contestó al fin, pensando, sin saber por qué, en Marra y en las lágrimas que había vertido por ella.

Su familia, allá en Ásoli, se dio cuenta enseguida de que el chico estaba dotado para la música, pero vivían en un rincón demasiado apartado y ninguna de las personas que conocían disponía de criterio suficiente para juzgar equilibradamente sus capacidades, o ponderar las perspectivas que podían abrírseles.

Uno de los primeros recuerdos que guardaba de su padre —y a menudo le venía a la memoria, pues constituía una de las pocas imágenes tiernas protagonizadas por aquel hombre tan duro—, era una especie de nana que Garin se había puesto a tararear una noche en que la fiebre lo consumía.

Devin, quien por entonces debía de contar apenas cuatro años de edad, se despertó sin fiebre al amanecer, tarareando la cancioncilla aquella que había oído a su padre la noche anterior. En el rostro de Garin se pintó de repente aquella expresión difícil de interpretar, que más tarde aprendería Devin a asociar con los recuerdos que en el hombre evocaba el nombre de su esposa. Aquella mañana, sin

embargo, Garin se limitó a darle un beso y no dijo nada más. Devin no recordaba que su padre lo hubiera besado en ninguna otra ocasión.

La melodía se convirtió en una posesión común. Era la llave que le permitía acceder a una relativa intimidad con su padre. De vez en cuando, se daba el caso de que los dos se ponían a tararearla al unísono e intentaban torpemente armonizar sus voces. Más tarde, en una de las dos visitas que anualmente realizaba al mercado de Ásoli, Garin compró a su hijo una pequeña syrenya de tres cuerdas. Devin conservaba en la memoria algún recuerdo agradable de aquella época, y aún se veía a sí mismo cantando con su padre y sus hermanos alguna balada marinera o pastoril, sentados al fuego, en las largas noches de Ásoli. Una de las pocas evasiones que permitía aquella provincia húmeda y llana.

A medida que fue creciendo, empezó a cantar en otras granjas vecinas con motivo de bodas u onomásticas. Una vez, con ocasión del Día de los Rescoldos de otoño, interpretó a dúo con un sacerdote errante de Moriana el himno de la diosa. El tipo intentó luego llevárselo a la cama, pero para entonces Devin ya había aprendido a rechazar ese tipo de requerimientos sin ofender a nadie.

Con el paso del tiempo, empezaron a llamarlo incluso de las tabernas vecinas. Al norte de Ásoli no había leyes que restringieran el consumo de alcohol. Allí un chico era un hombre en cuanto podía aguantar una jornada de trabajo en el campo, y una muchacha pasaba a ser mujer el día de su primera menstruación.

Precisamente en una taberna de Ásoli llamada El Río, justo el día en que cumplía los catorce, un tipo barbudo lo escuchó cantar La cabalgata de Corso a Corte y se mostró interesado por su arte. Resultó ser el director de una compañía de músicos llamado Ménico di Ferraut y acabó contratándolo. Esa misma semana dejó la granja paterna y con ello cambió su vida para siempre.

—Enseguida nos toca a nosotros —farfulló Ménico alisándose nerviosamente el jubón de satén.

Devin dirigió una sonrisa tranquilizadora a su patrón (en realidad su socio desde hacía unos pocos meses), mientras tocaba distraídamente su vieja canción de cuna en una syrenya.

Devin había dejado de ser aprendiz en cuanto cumplió los diecisiete años. Cansado de rechazar las ofertas de traspaso del joven tenor que recibía constantemente, Ménico acabó proponiendo a Devin que aceptara el ascenso a oficial y un salario fijo, tal como estipulaban las normas de su gremio, tras ponderarle encarecidamente cuán grande era la deuda que con él tenía contraída, y hacerle saber, por supuesto, que la única forma de saldarla era estarle por siempre agradecido. Devin, por su parte, era consciente de ello y por si fuera poco, el barrigón aquel le caía estupendamente.

Un año más tarde, en Corte, durante la temporada de bodas, se repitieron las ofertas de otras compañías interesadas en las facultades del muchacho, y Ménico se vio tan apurado que propuso a Devin hacerle socio de la compañía por un diez por ciento de los beneficios. No sin antes repetirle casi literalmente el mismo discurso del año anterior.

A Devin no le pasaba inadvertido en absoluto el honor que significaba aquel gesto. Únicamente el viejo Eghano, el percusionista, que tocaba también la viola de Certando, tenía el rango de socio, pues no en balde llevaba con Ménico desde que la compañía había sido creada. El resto de sus integrantes eran aprendices u oficiales y disponían tan sólo de un contrato temporal. Y ya podían darse por satisfechos, pues últimamente, a raíz de la epidemia que se había declarado la primavera pasada en el sur de la península, todas las compañías habían reducido su personal, y músicos, bailarines y cantantes se daban de bofetadas por conseguir un contrato, aunque fuera de corta duración.

La atención de Devin fue atraída repentinamente por el leve sonido, apenas perceptible, de una flauta de Tregea. El joven levantó la vista de su syrenya y sonrió al que producía aquellos sones. Era Alessan, uno de los nuevos músicos, que repetía suavemente la canción de cuna que había estado tocando él para distraerse. La melodía sonaba de un modo extraño en aquel instrumento, como si no fuera de este mundo.

Alessan era un tipo enjuto, de pelo moreno, aunque sus sienes empezaban ya a cubrirse de canas. Le hizo un guiño mientras sus dedos se movían con destreza sobre los agujeros de su instrumento. Flauta, syrenya y tenor concluyeron al unísono la melodía.

—Me gustaría conocer la letra —comentó Devin con aire melancólico una vez finalizada la pieza—. Mi padre me enseñó la música cuando era pequeño, pero no fue capaz de decirme la letra.

Alessan inclinó la cabeza con gesto meditabundo. El muchacho no sabía gran cosa de él. Al cabo de dos semanas de ensayos en común, lo único que había logrado descubrir era que procedía de Tregea, que tocaba la flauta maravillosamente, y que era bastante serio. Y, siendo como era socio de la compañía, eso era todo lo que debía importarle. No solía vérsele rondando por la fonda fuera de las horas de ensayo, pero cuando había que trabajar ahí estaba siempre, infalible como un clavo.

—Creo que esforzándome un poco podría recordar el texto —comentó el tregeo pasándose la mano por su cabellera negra en un ademán característico—. Aunque hace ya mucho de eso, hubo un tiempo en que la sabía —añadió esbozando una sonrisa.

—No te preocupes —replicó el joven—, yo no la he sabido nunca y aquí me tienes. No es más que una vieja canción que me trae a mi padre a la memoria. Si te quedas con nosotros durante el invierno, podemos intentar recomponer la letra. ¡Será todo un proyecto artístico de altos vuelos!

Devin estaba seguro de que Ménico habría aprobado semejante propuesta. Según le había oído decir en varias ocasiones, aquel Alessan di Tregea era todo un hallazgo, sobre todo teniendo en cuenta el sueldo tan bajo con el que se contentaba. El flautista torció la boca irónicamente.

—Las viejas canciones y el recuerdo de los progenitores son cosas muy importantes —murmuró—. ¿El tuyo ha muerto, por un casual?

Devin cruzó los dedos en ademán de ahuyentar el mal agüero y contestó:

—No, que yo sepa. Aunque hace más de seis años que no nos vemos. Ménico fue a visitarlo cuando pasó por el norte de Ásoli y le entregó unos cuantos chiaros de mi parte. Hasta ahí vale, pero a lo que no estoy dispuesto es a volver al campo.

—Terco como buen Ásolino, ¿no? —comentó Alessan, con aire reflexivo—. Claro, aquél no es el sitio ideal para un muchacho ambicioso dotado de una voz como la tuya —agregó dando un tono de sagacidad a sus palabras.

—Más o menos —reconoció el joven—. Aunque no diría yo que soy tan ambicioso. Más bien un poco inquieto. Por otra parte, mi familia no es originaria de Ásoli. Emigramos allí desde Corte la Baja cuando yo era aún un niño.

—Más a mi favor —respondió el otro moviendo la cabeza.

En opinión de Devin, el flautista se comportaba como el típico sabelotodo, pero no podía negarse que tocaba de maravilla la flauta de Tregea. Casi como debía de haber sonado en las montañas del sur, la tierra natal de Adaón. En cualquier caso no hubo tiempo para más conversación.

—¡Nos toca! —exclamó Ménico entrando precipitadamente en la sala del palacio de los Sandreni a la que los habían conducido mientras llegaba el momento de su actuación.

El pavimento y hasta las fundas que cubrían los muebles de la vieja mansión, vacía desde hacía lustros, estaban llenos de polvo.

—Cantaremos primero el Lamento de Adaón —comentó el director de la compañía. En realidad hacía ya horas que todos conocían el programa—. Devin —añadió limpiándose las manos sudorosas en la pechera del jubón—, es tu oportunidad. Déjame en buen lugar, muchacho. —Siempre decía lo mismo cuando quería darle ánimos a alguien—. A continuación intervendremos todos con La rueda de los años. Catriana, tesoro, ¿crees que podrás dar los agudos con facilidad o prefieres que bajemos la tesitura?

—Los daré —contestó simplemente la muchacha.

Devin pensó por un instante que el tono de su voz denotaba tan sólo nerviosismo, pero, cuando sus ojos se clavaron momentáneamente en los de ella, no pudo por menos que reconocer la misma mirada que había visto en ellos unas horas antes. En sus pupilas se reflejaba algo más que un mero deseo; aquella expresión lo transportaba a una región para él desconocida hasta la fecha.

—A mí también me gustaría mucho conseguir el contrato —terció en ese momento Alessan di Tregea, casi sin levantar la voz.

—¡Qué casualidad! —farfulló Devin traicionando al fin su estado de ánimo.

Alessan se echó a reír, lo mismo que el viejo Eghano, que caminaba a su lado. Eghano, que en sus largos años de músico ambulante había visto ya todo lo habido y por haber, y que, por tanto, no perdía los estribos por una simple audición, no necesitó decir ni una palabra para infundir de inmediato en el joven tenor una absoluta sensación de sosiego.

—Cantaré lo mejor que sepa —afirmó por segunda vez en aquella tarde, sin saber a ciencia cierta a quién iban dirigidas sus palabras ni por qué las decía.

Al final quedó claro, ya fuera por gracia de la Tríada o a despecho de ésta, como solía decir su padre, bastaba con hacerla lo mejor que pudiera.

El lugar preferente entre sus jueces lo ocupaba un curioso personaje vestido con suma extravagancia, del que emanaba un delicadísimo perfume. Se trataba del principal de los Sandreni, un hombre de unos treinta y tantos años, según calculó Devin, cuya actitud lánguida, resaltada por el exagerado maquillaje de los ojos, ponía de manifiesto los escasos motivos de preocupación que podían suponer para Alberico el Tirano los descendientes de Sandre d’Astíbar.

Detrás de aquel singular personaje estaban sentados un sacerdote de Eanna y otro de Moriana, vestidos uno de blanco y otro de gris, conforme a los colores de las diosas. Junto a ellos destacaba la figura de una sacerdotisa de Adaón, con un hábito rojo y el pelo cortado al rape.

A Devin no le chocó en absoluto aquel detalle. Estaban en otoño y dentro de poco serían los Días de los Rescoldos. Lo que sí le extrañó fue ver reunido para la audición a todo el clero. Aquellos personajes le hacían sentirse incómodo —otra característica heredada de su padre—, pero en aquellas circunstancias no podía permitirse semejante lujo y hubo de reprimirse como pudo.

Fijó, pues, su atención en el elegante hijo del duque, que era, en el fondo, quien importaba ahora. Permaneció en un compás de espera, tranquilizándose mentalmente, como Ménico le había enseñado a hacer.

El empresario dio paso a Nieri y Aldine, las dos bailarinas de la compañía, vestidas para la ocasión con una túnica de luto casi transparente, de color gris azulado, y las manos enfundadas en unos guantes negros. En cuanto las danzarinas iniciaron sus piruetas, Ménico miró hacia Devin, y el muchacho entonó para él y para todos los presentes el lamento por la muerte de Adaón, acontecida en un paisaje otoñal de cipreses y riscos, como nunca lo hiciera.

Alessan di Tregea lo acompañó todo el rato con el sonido agudo y lacerante de su flauta pastoril. Entre los dos parecían elevar a Nieri y Aldine por encima de la materialidad de su danza, convirtiendo los pasos que iban dando sobre el pavimento recién barrido de la sala, en un ritual ejecutado con la pasión y la solemne sencillez que exigía la pieza, y que casi nadie era capaz de conseguir.

Concluida su interpretación, mientras su mente regresaba de los montes cubiertos de cedros y cipreses de Tregea donde había muerto el dios —y donde, en efecto, volvía a morir todos los otoños—, al palacio ducal de Astíbar, Devin se dio cuenta de que el hijo de Sandre estaba llorando. El cuidadoso maquillaje de sus ojos se había corrido por efecto de las lágrimas, lo cual significaba, según pudo comprobar el muchacho, que ninguna de las tres compañías que los habían precedido habían conseguido emocionarlo de ese modo.

El tenor no ignoraba que Marra, llevada de su juventud y su celo profesional, se habría burlado de aquellas lágrimas diciendo: «¿Para qué comprarse un perro, si luego el que ladra es uno mismo?». Era el comentario que solía hacer cuando los familiares del difunto para cuyos funerales habían sido contratados, los obligaban a interrumpir su actuación debido a lo escandaloso de sus manifestaciones de duelo.

Devin había sido siempre menos intransigente. Y aún lo era menos desde la muerte de la joven, cuando aprendió lo que era tener que reprimir el dolor en público. Aún recordaba el sofoco pasado cuando la compañía de Burnet di Corte había actuado, por deferencia hacia Ménico, en los funerales de la muchacha, celebrados en Certando inmediatamente después de su fallecimiento.

Las ardientes miradas que lanzaba el retoño de los Sandreni, con los ojos convertidos en dos chafarrinones de pintura, y las no menos expresivas del rechoncho sacerdote de Moriana —¿Cómo era posible, con perdón fuera dicho, que la Tríada tuviera unos servidores tan viles?—, hicieron comprender a Devin que, pese a haber conseguido el contrato del funeral del viejo duque, él por lo menos no iba a poder bajar la guardia en todo el día siguiente. Y mentalmente se recomendó a sí mismo no olvidar coger un puñal antes de volver a pisar aquel palacio.

¡Habían conseguido el contrato! El segundo número apenas importaba, de ahí que Ménico comenzara astutamente su actuación con el Lamento de Adaón. El empresario tuvo buen cuidado de presentar al joven cantante como a su socio, cuando el hijo de Sandre le pidió que se lo hiciera conocer. Resultó que Tomasso, que así se llamaba el hijo del duque, no era su primogénito, sino el segundo en la línea de sucesión. El único, comentó con voz suave, que poseía oído para la música y vista para la danza, y, por tanto, el único capaz de seleccionar a los intérpretes que merecía una ocasión tan solemne como el funeral de su padre.

Devin, que ya estaba acostumbrado a aquel tipo de situaciones, retiró con cortesía su mano, mientras mentalmente daba a Ménico las gracias por el tacto demostrado en aquella ocasión. Al presentarlo como a su socio, le proporcionaba una cierta inmunidad frente a la agresividad con que pudieran hacerle ciertas proposiciones incluso algunos nobles. A continuación fue presentado al clero, arrodillándose él con prontitud ante la sacerdotisa de Adaón, vestida de rojo.

—Da tu bendición, hermana, a lo que acabo de cantar y a la interpretación que, si el dios quiere, realizaré mañana.

Mientras se postraba ante ella, vio por el rabillo del ojo que el sacerdote de Moriana pretendía pellizcarle la cintura con sus dedos gordezuelos y cubiertos de anillos.

Al levantarse, una vez recibida la bendición del dios y con ella su protección —la sacerdotisa había trazado con el índice sobre su frente la señal de Adaón—, se alegró interiormente de haber burlado la lascivia del tonsurado. Cuando se dio la vuelta, distinguió a Alessan di Tregea detrás del círculo de los prebendados, y vio que, en un gesto de complicidad, le guiñaba un ojo, haciendo caso omiso del peligro que pudiera entrañar semejante actitud en un momento como aquél. Devin logró reprimir la risa, pero no la sorpresa. ¡Qué perspicacia la del pastor aquel!

Tomasso d’Astíbar bar Sandre aceptó sin discutir el primer precio que propuso cobrar Ménico por su actuación. El joven tenor pensó entonces lo lamentable que era el hecho de que la ilustre sangre de una familia tan noble corriera por las venas de semejante tipejo.

Quizá le habría convenido saber —y acaso ello hubiera significado un paso importante en el arduo camino hacia la madurez que había emprendido recientemente— que el propio duque Sandre no habría dudado en aceptar el pago de esos mismos honorarios e incluso el doble, y que su comportamiento en semejantes circunstancias habría sido en todo y por todo idéntico al de su hijo. Sin embargo, Devin no había cumplido aún los veinte años y hasta el propio Ménico, casi tres veces más viejo que él, se maldijo a sí mismo, una vez de regreso en la fonda, con el contrato firmado y rubricado, por no haber pedido una cifra más alta que la estipulada, pese a haberla cobrado por adelantado en dinero contante y sonante.

Sólo Eghano, viejo ya y siempre satisfecho, comentó mientras repiqueteaba sobre la mesa con un par de cucharas:

—¡Déjalo, hombre! No hay que ser demasiado codicioso a la hora de pedir los honorarios. A partir de ahora, nos lloverán los contratos. Y, si fueras cuerdo, entregarías el diezmo correspondiente a cada uno de los templos en cuanto acabaran las exequias del duque. Ya nos resarcirán con creces cuando tengan que elegir una compañía para celebrar los Días de los Rescoldos.

Exultante de gozo, Ménico siguió echando venablos por la boca y juró estar dispuesto, por el contrario, a ofrecer al repolludo sacerdote de Moriana el cuerpo desvencijado de Eghano en calidad de diezmo. El viejo sonrió con su boca desdentada y siguió con su repiqueteo.

Ménico recomendó a todos los integrantes de la compañía que se recogieran en cuanto cenaran, pues al día siguiente, a hora muy temprana, habían de realizar la actuación más importante de su vida. Al ver que Aldine se iba precipitadamente a su habitación en compañía de Nieri, les dirigió una mirada de complaciente reconvención, pero no dijo nada. Devin tenía la seguridad de que iban a compartir el lecho, y casi habría jurado que iban a hacerlo por primera vez. Les deseó en silencio que pasaran una buena noche. Al fin y al cabo, aquella tarde habían bailado juntas de forma casi mágica, y sabía por propia experiencia el efecto que semejante circunstancia podía tener sobre unos artistas.

El tenor buscó con la mirada a Catriana, pero ésta se había retirado ya a su cuarto. Al volver del palacio de los Sandreni, le había dado un beso furtivo en la mejilla, justo después de que Ménico lo hubiera abrazado efusivamente. En fin, por algo se empezaba. Si es que aquello era el comienzo de algo.

También él se despidió de los demás y subió a su habitación. A la muerte de Marra, el único lujo que había pedido a Ménico sobre sus honorarios, había sido disponer de un cuarto para él solo.

Esperaba soñar con su añorada amiga, debido en parte a la música fúnebre interpretada aquella misma tarde, en parte a los deseos que no había logrado satisfacer, y en fin, debido a que casi todas las noches soñaba con ella. En aquella ocasión, sin embargo, lo que tuvo fue una visión del dios.

Vio a Adaón corriendo desnudo y majestuoso por los montes de Tregea. Vio cómo sus sacerdotisas, en un rapto de furor místico, derramaban su sangre y lo despedazaban, cegadas por su feminidad, que todos los otoños, siempre en un día preciso, las obligaba a rendir ese cruel servicio a su propio sexo. Arrancaban la carne del dios moribundo en honor de las dos diosas, que lo amaban y compartían sus gracias en calidad de madre, hija, hermana y esposa al mismo tiempo, año tras año, ininterrumpidamente, desde que Eanna diera nombre a las estrellas.

Lo compartían y lo amaban durante todo el año, excepto aquella sola mañana de la estación tardía. Aquella mañana destinada a convertirse en anuncio, en promesa de la futura primavera, del final del invierno. Aquella única mañana de los montes, en la que el dios, por el hecho de ser varón, debía recibir muerte. Muerto y despedazado, era luego depositado en el sitio que le correspondía, a saber, en la tierra, y se convertía así en las fértiles glebas que, a su debido tiempo, serían alimentadas por el llanto de Eanna, caído sobre ellas como lluvia, y el húmedo dolor de las infinitas corrientes subterráneas de Moriana, ansiosas ambas por recuperarlo. Moría, en fin, para renacer y ser amado de nuevo, más y más cada año, más y más cada vez que moría en aquellos collados cubiertos de cipreses. Hallaba la muerte para ser lamentado y erguirse de nuevo, cual se yerguen los trigos en los campos durante el verano, como se yergue un hombre, como se yergue un dios. Para erguirse en toda su potencia y acostarse después con las dos diosas, con su madre y su esposa, con su hermana y su hija, con Eanna y Moriana, bajo la luz del sol y las estrellas, bajo la luz de las dos lunas, la azul y la de plata, que giran por la bóveda celeste.

Devin soñó con aquella escena primitiva de las mujeres corriendo por los montes, con las melenas sueltas, persiguiendo al dios-hombre hasta el inmenso precipicio que se abría sobre el torrente del Casadel.

Las vio rasgándose los vestidos, gritándose unas a otras en su frenética cacería. Vio cómo sus manos se enganchaban en las ramas de los árboles, espinos y arbustos punzantes, cómo se desnudaban deliberadamente para que nada les impidiera proseguir su carrera, cómo devoraban las rojas bayas de sonrai que les permitían perder la conciencia y cumplir con su tarea en la cima del tajo abierto sobre las heladas aguas del Casadel.

Vio al fin cómo el dios daba media vuelta, con sus inmensos ojos negros desmesuradamente abiertos, fiero y consciente a la vez, erguido ante el abismo como un ciervo acorralado, en un lugar eternamente decretado por el destino para que muriera. Devin vio entonces a las mujeres lanzarse sobre el dios, con las melenas al viento y los cuerpos chorreando sangre, y a Adaón, que por fin agachaba su orgullosa cabeza y se entregaba a sus ávidas manos, a sus uñas y dientes.

Y allí, en el fondo del abismo, Devin contempló las fauces abiertas de las mujeres gritando de éxtasis o de dolor, por efecto de sus deseos desenfrenados, o quizás, enloquecidas y apenadas. Lo cierto, sin embargo, era que en su sueño no se oían sus gritos. Por el contrario, aquella escena terrorífica, representada en un paisaje agreste de cedros y cipreses, se desarrollaba únicamente al son de la flauta tregea que repetía los ecos febriles de la melodía de su infancia.

Finalmente, cuando las mujeres se precipitaron sobre el dios y rodearon su cuerpo lacerado al pie del abismo, Devin vio que la víctima tenía el rostro de Alessan.