Un día de la otoñal estación del vino, llegó a la capital, abriéndose paso entre los cipreses, olivos y viñas cargadas de racimos que aislaban su finca del mundo exterior, el rumor de que Sandre, duque de Astíbar, otrora señor de la ciudad y la provincia entera, había exhalado el último suspiro, poniendo fin con su muerte a un largo exilio.
Al fallecer no había a su lado ni un solo servidor de la Tríada que cantase en su honor los sacros rituales. No lo asistieron en su última hora ni los sacerdotes de Eanna, con sus blancas túnicas, ni los de la tenebrosa Moriana de las Puertas, ni las sacerdotisas de Adaón, el dios.
En la ciudad de Astíbar no causó la menor sorpresa la noticia de la muerte del duque, y mucho menos todo lo relativo a las circunstancias que la acompañaron. El encono demostrado por Sandre contra la Tríada y su clero durante los últimos dieciocho años, esto es, durante todo el tiempo pasado en el destierro, era naturalmente del dominio público. Por lo demás, Sandre d’Astíbar no se había abstenido nunca de proclamar su impiedad, y menos aún en los días en los que había poseído el poder.
La capital rebosaba de gente, venida desde los rincones más apartados de la distrada, y aun de más lejos, a celebrar la Fiesta de la Vendimia, que había de comenzar el día siguiente. En las tabernas y los salones de khav atestados de público, la gente trocaba verdades y mentiras en torno a la vida y milagros del antiguo duque, como si de lana o especias se tratara; lo de menos era que no lo hubiesen visto de cerca en su vida, o que en los días de su poderío más de uno hubiera palidecido de terror al recibir el requerimiento urgente de presentarse en el palacio ducal.
Durante todos los días de su vida, el duque Sandre había dado lugar a infinitas habladurías y conjeturas entre los habitantes de la península conocida como de la Palma, y en nada venía a alterar tal circunstancia el hecho de su muerte, pese a haber sido desterrado a la distrada dieciocho años antes, cuando Alberico de Barbadior llegó de su imperio ultramarino con un ejército imponente y lo derrotó. Una potencia puede llegar a desaparecer, pero su memoria perdura.
Tal vez por eso, y también, seguramente, debido a la cautela de que siempre había hecho gala en todas las medidas adoptadas, Alberico, que tenía férreamente sujetas a cuatro de las nueve provincias de la península, y que competía con Brandín de Ygrath por el dominio de la novena, optó por comportarse ante la novedad con el más absoluto respeto al protocolo.
El mismo día de la muerte del duque, a mediodía aproximadamente, se vio salir de la ciudad a galope tendido por la puerta de Levante a un mensajero del propio Alberico. En la diestra blandía el pendón de luto, de color azul plata, y sin duda llevaba el encargo de transmitir una fórmula de condolencia, cuidadosamente escogida, a los hijos y nietos de Sandre, reunidos en su finca rústica, a más de una legua de la ciudad.
En el Pelión, el salón de khav en el que solía reunirse por entonces la gente más ingeniosa de la ciudad, alguien comentó cínicamente que el tirano habría debido enviar una compañía entera de sus esbirros… Si los Sandreni que quedaban vivos no hubieran sido, como en efecto eran, una pandilla de poltrones. Aún no se había extinguido por completo la reacción de hilaridad provocada por el comentario, en la que a la cautela se mezclaba la atención a los posibles espías presentes en el local, cuando un músico ambulante —aquella semana los había a centenares en Astíbar aprovechó para apostar todas las ganancias que pensaba obtener durante los próximos tres días a que, antes de que acabaran las fiestas, habría llegado un mensaje de pésame en verso desde la isla de Chiara.
—La ocasión es demasiado buena para no aprovecharla —explicó el desconocido blandiendo una humeante jarra de khav mezclado con alguno de los más de doce licores distintos que se exhibían, cuidadosamente dispuestos, en el mostrador del Pelión—. Brandín no permitirá que se le escape la oportunidad de recordar a Alberico, y de paso a todos nosotros, que, pese a haberse repartido equitativamente entre los dos la totalidad de nuestra península, la balanza se inclina más bien hacia occidente, y en concreto hacia Chiara, en lo que a la cultura, el arte y la ciencia se refiere. Fijaos bien en lo que os digo, y el que quiera, que apueste: antes de que aquí en Astíbar cesen las músicas de la fiesta, tendremos que devanarnos los sesos para desentrañar el sentido de alguna copla rimada a golpe de martillo por el pesado de Doarde, o de algún estúpido acróstico de Camena, en el que el nombre de «Sandre» salga más de seis veces, y todas de forma distinta, lo mismo del derecho que del revés.
Todo el mundo se echó a reír, aunque, eso sí, guardando siempre las apariencias, pese a ser la víspera de las fiestas, fecha en la que, según una tradición respetada ladinamente por Alberico de Barbadior, estaban permitidos más excesos de lo habitual. Algunos individuos dotados para los números hicieron un rápido cálculo de las ganancias obtenidas durante la temporada de pesca y de las oportunidades que ofrecían en otoño las costas de Senzio y las del archipiélago, y al cabo de un instante el músico vio cubierta su apuesta. Las cifras fueron cuidadosamente apuntadas en el tablón que había en la pared frontera del local, colgada justamente con ese fin, debido a la proverbial afición que había por el juego en la ciudad.
Pronto quedaron olvidadas las apuestas y las chanzas, cuando un sujeto tocado con una curiosa gorra en la que destacaba una vistosa pluma abrió la puerta del salón de khav reclamando la atención de la concurrencia. Por si no lo sabían dijo, el
mensajero del tirano había regresado ya de su misión, pues algunos testigos lo habían visto entrar en la ciudad por la misma puerta por la que poco antes había salido. Según contó, su caballo corría a la vuelta más deprisa aún que a la ida, seguido a pocos kilómetros de distancia por el cortejo que acompañaba a los despojos del fallecido duque. Según su última voluntad, su cadáver debía ser expuesto con gran pompa durante esa noche y todo el día siguiente en la ciudad que antaño había gobernado.
La reacción del público que llenaba el Pelión no tardó en producirse, como era de prever. Los hombres se pusieron a vociferar de mala manera deseosos de hacerse oír a toda costa, por encima del griterío que ellos mismos provocaban. El ruido, la política y los esperados placeres de la fiesta contribuían a despertar la sed de todos los presentes, pese a lo temprano de la hora. Tan redondo le estaba saliendo el negocio al dueño del local, que empezó a servir, presa de la agitación, unas generosísimas raciones de licor en los ponches de khav que la clientela le solicitaba. Su esposa, sin embargo, haciendo alarde de una curiosa imparcialidad, seguía escatimándolo y sirviendo las copas con una parquedad inconmovible.
—¡Seguro que les hacen dar la vuelta! —exclamó a voz en grito Adreano, el joven poeta, al tiempo que derramaba su jarra de ponche sobre el oscuro tablero de roble que constituía la mesa más solicitada del local—. ¡Alberico nunca permitirá una cosa así!
Los amigos y gorrones que pululaban en torno a aquel lugar privilegiado lanzaron un rugido con el que venían a dar su aprobación al comentario. Adreano miró de soslayo al músico ambulante que había hecho aquella curiosa apuesta sobre la reacción de Brandín de Ygrath y su corte de poetas de Chiara. El sujeto, en cuyo rostro podía leerse la diversión que todo aquel revuelo provocaba, arqueó enigmáticamente las cejas y se repantigó en la silla que había tenido el descaro de acercar a la mesa de los parroquianos sin encomendarse a nadie. Adreano se sentía ofendido por su actitud, aunque ignoraba si su disgusto se debía más a la afirmación aparentemente gratuita que el individuo aquel había hecho respecto a la supuesta preeminencia cultural de Chiara, o a la afrenta infligida en presencia de todos al gran Camella di Chiara, a quien Adreano llevaba imitando desde hacía varios meses tanto en la composición de sus versos como en el manto recogido en tres pliegues, que llevaba día y noche.
Adreano era lo bastante despierto para percibir la contradicción inherente a las dos posibles causas de su malhumor, pero también era muy joven y había tomado demasiados khavs reforzados con coñac de Senzio. Era imposible, pues, que su capacidad de percepción lograra vencer a la pasión que le ofuscaba la mente en aquellos momentos.
Sus ideas se centraron, por tanto, en el presuntuoso patán que tenía frente a sí. Era evidente que el sujeto aquel había venido hasta la ciudad para pasarse en ella tres o cuatro días rascando algún instrumento rústico a cambio de unos cuantos astinos que
dilapidar luego en la fiesta. ¿Cómo se atrevía entonces semejante individuo a colarse de rondón en el salón de khav más elegante de toda la Palma Oriental y a asentar sus rústicas posaderas en una silla colocada junto a la mesa más buscada del local? Adreano aún guardaba dolorosa memoria del largo mes que le había costado a él —pese a haber publicado ya un volumen de versos— acercarse hasta allí, al principio con suma cautela, temblando íntimamente ante el eventual rechazo que su gesto pudiera suscitar, hasta que al fin se había visto admitido como miembro de pleno derecho del famoso y escogido círculo que se arrogaba la posesión de la mesa.
En su fuero interno estaba deseando que el músico se atreviera a contradecir sus opiniones: tenía ya preparado un finísimo epigrama en el que denostaba a aquella chusma nómada que osaba emitir juicios a tontas y a locas sobre quienes eran superiores a ella, y encima en su cara.
Como si con su gesto quisiera responder a esas ideas, el palurdo se arrellanó otra vez en su asiento, se rascó la cabeza prematuramente cubierta de canas y exclamó dirigiéndose al vate:
—Según parece, hoy es el día de las apuestas. Me juego todo lo que pueda ganar con la que acabo de hacer, a que Alberico es lo bastante cauto para no aguar la fiesta con una prohibición. Hay en estos momentos demasiada gente reunida en Astíbar y los ánimos se hallan excesivamente caldeados… pese a lo escasas que son las raciones de licor que sirven en este local, sin el menor respeto a la clarividencia de sus clientes —apostilló haciendo un guiño, con el que pretendía suavizar la pulla que contenían sus palabras.
Al tirano le resulta más conveniente mostrarse generoso —prosiguió—. Seguro que prefiere exponer el cadáver de su viejo enemigo con toda la pompa y el ceremonial exigidos por la tradición, y quedarse tranquilo de una vez, dando gracias a los dioses que, según el antojo de su dichoso emperador de allende los mares, sus súbditos deban adorar últimamente. Bienvenidas sean gratitud y lisonjas, se dirá, seguro como está de que los capones que deja tras de sí el duque no tardarán en abandonar las ansias de libertad, tan pasadas de moda, por las que se batió Sandre antes de que Astíbar fuera castrada.
Al terminar su parlamento, sus labios ya no sonreían y sus ojos grises, desmesuradamente abiertos, rehuían la mirada de Adreano. Y por primera vez en aquel lugar se escucharon unas palabras verdaderamente peligrosas. Pese a ser pronunciadas con toda suavidad, llegaron perfectamente a los oídos de todos los presentes. De repente, aquel rincón del Pelión se convirtió en un curioso remanso de paz, que contrastaba con el escándalo reinante en el local. La coplilla jocosa de Adreano, compuesta mentalmente con tanta rapidez, sonaba ahora del todo trivial e improcedente incluso para él mismo. El poeta guardó, pues, silencio, mientras, para mayor sorpresa, su corazón se ponía a latir a toda velocidad. No sin esfuerzo, logró dominarse y mantener sus ojos fijos en los del músico, que añadió entonces mostrando de nuevo su irónica sonrisa:
—¿Nos apostamos algo, amigo?
Mientras hacía un rápido cálculo de los astinos que podría obtener sableando a unos cuantos amigos pudientes, Adreano respondió intentando ganar tiempo:
—¿Te importaría explicamos cómo es que un patán de la distrada se juega tan alegremente el dinero que aún ha de llegarle, permitiéndose encima expresarse con tanta libertad sobre unos asuntos como éstos?
La sonrisa de su interlocutor era tan radiante que dejaba ver la espléndida blancura de sus dientes.
—No soy ningún patán —protestó sin alterarse— ni procedo de esta distrada ni de ninguna otra. Soy, para que te enteres, un pastor nacido en las montañas de Tregea. Y atiende ahora a lo que voy a decirte —agregó, abarcando con su mirada de burla a todos los presentes—: un vellón de oveja te enseñará más acerca de los hombres de lo que muchos están dispuestos a admitir. En cuanto a las cabras… Bueno, las cabras harán de ti un filósofo mucho mejor que cualquier sacerdote de Moriana; sobre todo si, cuando estás en el monte apacentándolas, se te echa la noche encima y estalla una tormenta.
Toda la concurrencia prorrumpió en sonoras risotadas, satisfecha de ver cómo se relajaba la tensión. Adreano intentó en vano mantener su gesto de adusta reprensión.
—¿Nos apostamos algo? —volvió a decir el pastor, en tono amable y relajado.
Adreano se libró de dar respuesta a su requisitoria, y varios de sus amigos se ahorraron un montón de disgustos y no pocos astinos, debido a la irrupción, no menos tempestuosa que la del chismoso del sombrero de plumas, de Nerone el pintor.
—¡Alberico ha dado su permiso! —se puso a gritar para que lo oyeran todos los presentes—. Acaba de decretar públicamente que el destierro de Sandre queda revocado con motivo de su fallecimiento. ¡El cadáver del duque será expuesto mañana por la mañana con toda la pompa en el viejo palacio de los Sandreni! Hace saber además que se le rendirán las honras fúnebres de rigor, conforme a los nueve ritos. Bueno, eso… —Hizo una pausa para subrayar la solemnidad de sus palabras—. ¡Bueno, eso si el clero de la Tríada es llamado a palacio para cumplir con su cometido!
La envergadura de todo aquel asunto era sencillamente demasiado imponente para que Adreano perdiera el tiempo preocupándose por el mal papel que había hecho hasta entonces; por otra parte, los poetas jóvenes y extremadamente impetuosos suelen verse en trances parecidos cada dos o tres horas más o menos. Aquello, en cambio… ¡Aquello sí que era un acontecimiento! Sin saber cómo, su mirada fue a caer de nuevo en los ojos del pastor. La expresión de éste era de absoluta calma y denotaba un profundo interés por todo lo que sucedía a su alrededor, pero, eso sí, no reflejaba la alegría del triunfo.
—En fin —comentó sacudiendo la cabeza con tristeza—. Supongo que el haber acertado en mis pronósticos me compensará de seguir siendo pobre. Mucho me temo que ésa sea la historia de mi vida.
Adreano se echó a reír. Puso una de sus manos en los robustos hombros de Nerone, que había llegado sin aliento debido a la excitación, y le hizo un sitio en la mesa principal.
—¡Eanna nos bendiga a los dos! —exclamó—. Te has ahorrado más astinos de los que puedas llevar en la escarcela. Pensaba recurrir a ti para cubrir una apuesta que, a tenor de las noticias que traes, habría acabado perdiendo.
Por toda respuesta, Nerone echó mano de la jarra de khav a medio consumir de su amigo y la apuró de un trago. Miró a su alrededor con expresión risueña, mientras los demás, conocedores de las costumbres del artista, se apresuraban a proteger sus jarras. Moviendo cachazudamente su cabeza morena, el pastor de Tregea le ofreció la suya. Como dice el refrán, Nerone no miró el diente de aquel regalo que inesperadamente le venía y trasegó el contenido de la jarra sin rechistar. Una vez calmada su sed, musitó un gracias y punto.
Adreano percibió el intercambio de finezas, pero su mente seguía extraños derroteros que lo conducían a unas conclusiones totalmente imprevistas.
—Con esto acabas de confirmamos una vez más —dijo al fin mirando a Nerone, aunque sus palabras iban dirigidas a toda la concurrencia— cuán sagaz es el hechicero barbadio que nos gobierna. Por obra y gracia del decreto que acaba de publicar, Alberico ha logrado apretar aún más el dogal del que tiene sujeto al clero de la Tríada. Ha puesto unas condiciones perfectas al cumplimiento de la última voluntad del difunto duque. Los herederos de Sandre no tendrán más remedio que avenirse a todo… Bueno, tampoco puede decirse que no estén ya acostumbrados a todo tipo de avenencias. ¡Como que ya me estoy imaginando la cantidad de astinos que va a costarles calmar los ánimos de sacerdotes y sacerdotisas, y convencerlos de que traspasen mañana el umbral del palacio de los Sandreni! Alberico pasará a la historia como el hombre que logró reconciliar con la Tríada al duque de Astíbar, el renegado, después de su muerte.
Echó una mirada a los asistentes, excitado por la contundencia de su propio razonamiento.
—¡Por la sangre de Adaón! Me vienen a la memoria las intrigas de antaño, cuando las cosas se hacían con aquella sutileza exquisita. ¡Los engranajes ocultos tras las ruedas que guiaban los destinos de la península entera!
—Muy bien, de acuerdo —replicó el tregeo, al tiempo que se hacía más grave la expresión de su rostro—, tal vez sea ésa la idea más inteligente que he escuchado en todo este derroche de palabrería. Pero dime una cosa —prosiguió, mientras el pobre Adreano se hinchaba como un pavo—: si el proceder de Alberico ha traído a tu memoria, y puede que a la de otros muchos, aunque seguramente no con tanta rapidez como a la tuya, el modo en que se hacían las cosas antes de que sus naves llegaran a nuestras costas y conquistaran el país, y antes también de que Brandín se apoderara de Chiara y las provincias occidentales, ¿no es posible también —su voz era muy baja, como si sus palabras fueran dirigidas sólo a los oídos del poeta en medio del escándalo reinante en el local—, no es posible, repito, que al final le hayan ganado la partida? ¿Y que precisamente haya sido un muerto el que se la ha ganado?
En torno a ellos, la gente se precipitaba a levantarse y a pagar sus consumiciones para salir cuanto antes a la calle, donde, al parecer, se estaban desarrollando a una velocidad inusitada unos acontecimientos cuya trascendencia era verdaderamente incalculable. La meta de todo el mundo era la puerta de Levante, por donde se esperaba que hiciera su entrada el cortejo fúnebre de Sandre. El duque regresaba a la ciudad al cabo de dieciocho años de destierro. Un cuarto de hora antes, Adreano habría sido uno de tantos, y estaría allí, envuelto en su manto de tres pliegues, corriendo hacia la muralla para coger buen sitio. Ahora, en cambio, era distinto. Ahora su cerebro intentaba seguir las razones del tregeo, que lo hacían deslizarse por aquel sendero desconocido, iluminándolo igual que una vela en medio de las tinieblas.
—Te das cuenta, ¿verdad? —murmuró su nuevo amigo.
Eran los únicos que quedaban en la mesa. Nerone se había entretenido un poco apurando los restos de ponche que habían dejado los demás en su afán por salir del local lo antes posible, pero no había tardado en seguirlos y en perderse entre la multitud que atestaba las calles iluminadas por un sol otoñal, por las que corría una ligera brisa.
—Creo que sí —respondió Adreano meditabundo—. Sandre sale vencedor perdiendo.
—Perdiendo una batalla que en realidad siempre lo tuvo sin cuidado —lo corrigió el otro, con sus ojos grises rebosando sagacidad—. Dudo mucho que el clero estuviera a su altura. No eran enemigos para él. Por sutil que sea Alberico, lo cierto es que ganó esta provincia, lo mismo que Ferraut, Tregea y Certando, gracias a sus ejércitos y a sus poderes de hechicero. Y es gracias a ellos que sigue manteniendo su poder sobre toda la Palma Oriental. Sandre d’Astíbar gobernó esta ciudad y su provincia durante veinticinco años, sobreviviendo a más de seis revueltas e intentos de asesinato, según tengo entendido. Y todo gracias a un puñado escaso de soldados no siempre leales, a su familia y a una astucia proverbial ya por entonces. ¿Qué te parecería si te dijera que anoche prohibió adrede que se acercaran a su lecho de muerte sacerdotes y sacerdotisas, con el solo propósito de inducir a Alberico a aprovechar dicha circunstancia para poder quedar hoy como un señor?
A Adreano no se le ocurría ninguna respuesta. Lo único que sabía era que sentía dentro de sí un entusiasmo y una excitación tales, que lo hacían dudar de si su deseo más acuciante era empuñar la espada o agarrar pluma y tintero y poner por escrito las palabras que empezaban a bullir en su interior.
—¿Qué crees que pasará? —preguntó al fin, con una humildad que habría dejado boquiabiertos a sus compañeros de tertulia.
—No estoy seguro —contestó el otro sinceramente—. Pero cada vez es más clara la sospecha que abrigo de que la Fiesta de la Vendimia de este año quizá marque el inicio de algo que ninguno de nosotros se habría atrevido ni siquiera a soñar hace algún tiempo.
Por un instante dio la impresión de querer añadir algo más, pero guardó silencio. Es más, se levantó y, arrojando un puñado de monedas sobre la mesa en pago de la jarra de khav que había consumido, añadió:
—Tengo que irme. Es hora del ensayo. Formo parte de una compañía de músicos con los que no he tocado nunca hasta la fecha. La peste del año pasado causó estragos entre los músicos ambulantes… Por eso me he tomado un descanso y he dejado a las cabras solas una temporadita …
Hizo un guiño y, tras echar un vistazo al tablón de las apuestas colgado en la pared, comentó:
—Di a tus amigos que, antes de que se ponga el sol dentro de tres días, estaré aquí de nuevo para saldar cuentas por lo del pésame en verso que ha de venir de Chiara. De momento, adiós.
—Adiós —respondió Adreano con aire meditabundo, mientras al fondo de la sala casi desierta veía alejarse la figura del tregeo.
El dueño del local y su mujer andaban recogiendo vasos y jarras, y pasando la bayeta por mesas y bancos. Adreano les hizo una seña deseoso de tomar un último trago. Al cabo de un instante, mientras apuraba su khav, sin licor esta vez, para que se le aclararan las ideas, cayó en la cuenta de que ni siquiera le había preguntado al músico cómo se llamaba.