XII

Rheticus se marchó de Frauenburg después de una estancia que duró un año entero, en septiembre de 1541. Un año extraordinariamente fructífero, puesto que en sus alforjas se llevaba, además del manuscrito definitivo de las Revoluciones de los cuerpos celestes, una Corografía, que exponía los métodos y los medios para trazar mapas geográficos, escrita con la ayuda de Zell, y también una Vida de Nicolás Copérnico, redactada con Giese a escondidas del maestro de maestros.

En Wittenberg, el recibimiento de Melanchthon fue glacial. Doce meses de ausencia cuando se acaba de ser nombrado decano de la universidad era demasiado en cualquier caso. Rheticus hubo de soportar una censura pública ante el gran consejo, del que solicitó el perdón. Después, Melanchthon recuperó su afabilidad habitual para con él. El refundador de la Universidad de Wittenberg no deseaba perder a ningún precio al que consideraba, con justicia, el mejor matemático de su época. Sabía muy bien que, si lo coartaba demasiado, Rheticus no tendría ningún escrúpulo en ir a buscar fortuna a otro lugar, ya fuera Cracovia, la Sorbona o Padua, aunque eso significara convertirse en el más ferviente de los papistas. Hubo, sin embargo, un punto en el que no transigió: se negó categóricamente a que las Revoluciones fueran impresas en el mismo taller del que había salido la obra de Lutero, desde la Biblia en lengua alemana hasta sus Charlas de sobremesa, en donde reiteraba su condena del heliocentrismo impío y de su inventor. Además, dijo, nadie habría comprendido que la principal imprenta reformada se permitiera editar una obra dedicada a quien el mismo Lutero señalaba como el Anticristo: el papa Paulo III.

Para mostrar que los países luteranos estaban por lo menos tan abiertos a las nuevas ideas como sus enemigos católicos, Melanchthon propuso a Rheticus que llevara a publicar la obra del canónigo polaco a Nuremberg, donde el impresor Petreius se había especializado en la publicación de obras matemáticas y astronómicas. La sugerencia era buena: fue en Petreius donde Rheticus había publicado años atrás su tesis magistral. Y además, como entre ambas ciudades había una distancia de casi noventa leguas, Schöner podría supervisar en su lugar la buena marcha de la impresión. El viejo profesor de la facultad de Nuremberg se lo debía. ¿No había contribuido la Primera exposición a la fama de la persona a la que fue dedicada?

Después de concluir aquel acuerdo satisfactorio con Melanchthon, Rheticus se vio obligado a aplazar el viaje a Nuremberg. El nuevo decano de la Universidad de Wittenberg estaba obligado a ofrecer garantías, y esas garantías iban vinculadas a su profesión: la enseñanza. Así pues, enseñó, y disfrutó al hacerlo. Sus lecciones versaban, como antes de su ausencia, sobre la astronomía del persa Alfraganus y de Tolomeo, pero ahora se habían hecho críticas porque siempre las contrastaba con el heliocentrismo y con su descubridor: Nicolás Copérnico, cuyo anti-Almagesto iba a ser publicado en breve. Los estudiantes se agolpaban para escuchar sus clases, las aulas estaban llenas, con gente amontonada por todas partes, en las repisas de las ventanas, compartiendo una silla entre dos, o sentados sencillamente en el suelo. No era sólo la extraordinaria novedad de lo que decía lo que hacía acudir a cientos de oyentes, sino la magia de su verbo, la gracia que lo iluminaba como la aureola de un santo, el lirismo que empujaba a su auditorio hacia lo alto antes de devolverlo a la tierra con un rasgo de ingenio o con una sonrisa.

Citaba de memoria pasajes enteros de las Revoluciones, los más bellos y, por fuerza, los más fáciles, y los salpimentaba con ocurrencias propias:

—Y así el Sol es el pensamiento de Dios, y cada planeta un modo de ese pensamiento. ¡Oh, conocer el pensamiento divino! ¿Qué hacen los astros? ¿Qué dicen los números? ¿En torno a qué dan vueltas las esferas? ¡Dicen, cantan, dan vueltas en torno a nuestros destinos!

Un día, uno de los asistentes expresó su entusiasmo gritando: «¡Eres el Orfeo de la astronomía!». La frase se hizo popular. La Universidad de Wittenberg también, y Melanchthon se frotaba las manos. No podía negar nada a su antiguo alumno, sabedor de que las universidades de Heidelberg y Leipzig intentaban atraerlo. Por esa razón consintió a pesar de todo en dejar imprimir en la ciudad dos capítulos del primer libro de las Revoluciones, los que estaban enteramente dedicados a las matemáticas. Al corregirlos por última vez, Rheticus constató, no sin orgullo, que era muy superior en los cálculos a su maestro. Una pequeña revancha muy dulce, después de las humillaciones que había infligido el viejo canónigo al joven «caballero».

Poco importaba. En su prefacio a la obra trigonométrica de Copérnico, hizo un gran elogio de éste, rodeándolo de misterio y acrecentando así la impaciencia del público por procurarse por fin aquel nuevo almagesto que tardaba tanto en aparecer. Cuando por fin apareciera, inundaría el mundo y compensaría con creces a Rheticus por sus trabajos.

Al finalizar el curso universitario 1541 - 1542, pudo por fin trasladarse a Nuremberg para supervisar la impresión del libro tan esperado. Necesitó más de diez días para llegar a la ciudad de Durero y de Behaim. Los caminos eran peligrosos, porque, aunque la famosa guerra de los campesinos había sido aplastada diez años antes, la convocatoria de un concilio por parte del papa Paulo III y la creación de una nueva Inquisición habían suscitado temores en todo el imperio de Carlos V. Revueltas, motines y sublevaciones campesinas se sucedían a lo largo y ancho de Alemania, dirigidas por nobles provincianos émulos de los caballeros Hutten y Sickingen.

A pesar de todo, llegó a Nuremberg sin tropiezos y se dirigió directamente, sin sacudirse el polvo del camino, al taller del impresor Petreius. El trabajo estaba muy avanzado, la mitad de la obra ya había sido compuesta. No había nada que objetar. Ni una sola errata, o tan sólo las que incluso la mirada más atenta no puede detectar sin la ayuda de una segunda revisión más atenta.

—Es perfecto, maestro Petreius. No desmerece en lo más mínimo su reputación. Y constato también que el profesor Schöner no ha perdido su agudeza.

—¿Schöner? Pero si ese latoso no ha puesto los pies en mi taller —replicó el impresor, con la franqueza del hombre que conoce el valor de su oficio y sus límites, así como los de los demás—. Encargó al doctor Osiander la supervisión de esta obra maestra.

—¿Osiander? ¿Qué clase de bicho es ése?

Petreius, que ocultaba una mente muy sutil detrás de sus maneras rústicas de artesano, se golpeó repetidamente el muslo cubierto por su delantal de cuero, con una mano manchada de tinta, y rompió a reír:

—Si Osiander fuera un bicho, querido señor, sería una serpiente o un escorpión. O un burro. Ese teólogo liante es a Melanchthon lo que fue Savonarola para los Médicis. Pero ¡ay!, además presume de matemático. Y ahora anda pavoneándose y lee a todo el que está dispuesto a escucharle las cartas que ha recibido de ese gigante inspirado por Urania, me refiero a Nicolás Copérnico de Thorn, su maestro. Y, sin embargo, le juro que el Tolomeo de Polonia no se anda con muchas contemplaciones con nuestro Torquemada nuremburgués. ¡Si supiera usted los piropos que le dedica al querido Osiander!

Presa del pánico, Rheticus pidió a Petreius que se explicara con más claridad. Y el impresor le contó lo siguiente: cuando Schöner le entregó el manuscrito de las Revoluciones, alegó que su mala salud no le permitiría supervisar su composición, y que dejaba ese trabajo en manos del famoso Osiander. El pastor, muy orgulloso al ver que se le confiaba la obra de quien todos alababan como el mayor astrónomo de la época, se puso a la tarea lleno de celo. De ahí el impecable resultado de las pruebas que Petreius había mostrado a Rheticus. Pero un día, Osiander acabó por comprender cabalmente el significado y el alcance de las Revoluciones. Entonces, se le metió en la cabeza convencer a Copérnico de que relativizara su teoría heliocéntrica y la redujera a una hipótesis teórica, sin más fundamento; un simple divertimento del espíritu. Y le anunció que quería «convertirlo». La respuesta del canónigo fue lacónica, y venía a decir más o menos: «Ocúpese únicamente de cazar las erratas tipográficas, y no se meta en lo demás». Lo que no disuadió a Osiander de proseguir su misión de evangelización, con la dulce y sonriente obstinación del fanático, tanto si es mártir como verdugo: salvaría a Copérnico de la condenación eterna, a su pesar si era necesario. No hay nada peor que las personas que se empeñan en salvar a otras a su pesar. Y saboreaba como si fueran ambrosía las retahílas de injurias que volcaba sobre él su célebre corresponsal.

—¡Maldición! —exclamó Rheticus cuando el impresor concluyó su historia—. ¿Por qué Copérnico no me lo ha advertido? Y ese viejo imbécil de Schöner también se ha callado. ¡Va a enterarse de qué pie cojeo! Voy corriendo a hacerle una visita.

—Pronto las campanas van a tocar la medianoche —sugirió en tono plácido Petreius.

—Aunque fuera la noche de las brujas, iría a sacudirle las pulgas.

—¡Lo acompaño! No me lo perdería por todo un imperio.

La casa del viejo astrólogo estaba a dos pasos del taller. Rheticus empezó a golpear como un martillo la puerta y a gritar: «¡Abrid los de dentro, abrid!». Por fin, se abrió la mirilla y asomó por ella una cabeza. Era la del hijo de Schöner, Andreas, aún no bien despierto.

—¡Joachim! ¿Qué vienes a hacer aquí, a estas horas?

—Quiero ver a tu padre inmediatamente.

—Imposible, está durmiendo. ¡Y además, ya le has hecho bastante daño, infame sodomita!

Por toda respuesta, Rheticus abrió de par en par la puerta de un empujón, y estrelló su puño contra la cara del otro, que se derrumbó sobre el suelo del vestíbulo. Luego subió de cuatro en cuatro los peldaños que llevaban a los dormitorios, seguido por un Petreius que se frotaba las manos anticipando el espectáculo del que iba a ser testigo. Schöner apareció ante ellos, lívido, en camisón. Pero no era el frío penetrante lo que le hacía temblar. Balanceaba a un lado y a otro la borla de su gorro de noche calado hasta las cejas, como el péndulo de un zahorí.

—Joachim, Joachim, puedo explicártelo todo. No es culpa mía, sino de Melanchthon. Fue él quien me obligó a tomar a Osiander como supervisor de las Revoluciones.

—Vamos, señor profesor, no es usted razonable —intervino el impresor, jovial—. ¡Todo el mundo sabe, de Nuremberg a Wittenberg, que nuestros dos grandes pensadores de la Reforma no hacen precisamente buenas migas!

—Déjele terminar, se lo ruego, maestro Petreius —le cortó Rheticus. Esto se pone interesante.

Schöner balbuceó entonces que Melanchthon le había pedido insistentemente que dejara a Osiander el cuidado de supervisar la impresión de la obra de Copérnico, dándole a entender que, si no le obedecía, era muy posible que perdiera su puesto de profesor de matemáticas en la escuela de Nuremberg. ¡A su edad!

—Y además —añadió entre gemidos—, las locuras heliocéntricas de tu Copérnico me obligarán a revisar toda mi obra, todas mis predicciones, todas mis revelaciones astrológicas sobre el pasado y el porvenir del mundo.

—¡Sí! ¡Pero eso, vieja buscona, es tu problema, no el mío! —contestó Rheticus, y añadió—: Quiero veros mañana, en cuanto salga el sol, a Osiander y a ti, en el taller del maestro Petreius. Discutiremos algunas cuestiones de detalle.

Las mencionadas cuestiones de detalle quedaron zanjadas rápidamente. Osiander no escribiría la menor nota a Copérnico, y en cambio dirigiría todas sus críticas, si las había, al «Orfeo de la astronomía», que eventualmente haría el papel de intermediario con el maestro de Frauenburg. Si era preciso modificar la más mínima coma del texto, Osiander se lo diría en primer lugar a Petreius, que en adelante tenía carta blanca para resolver cualquier dificultad. Osiander aprobó con una vehemencia devota las decisiones del joven profesor. Algún día conseguiría convertirle también a él.

Rheticus salió de allí más tranquilo. Ya nada detendría la aparición de las Revoluciones. En adelante podía dedicarse a pensar en sí mismo y en sus intereses. La universidad reformada de Leipzig acababa de hacerle una oferta prometedora para ocupar allí el cargo de profesor de matemáticas. Decidió aceptar: Leipzig era mucho más prestigiosa que Wittenberg, y él formaría parte de la dirección colegial, que tenía una reputación de gran tolerancia; ganaría mucho más dinero, y también fama. Pero sobre todo, también se libraría de la engorrosa tutela de Melanchthon y le haría pagar con su deserción todos sus tejemanejes.

De todos aquellos proyectos, Osiander nunca llegó a saber nada. Petreius había descrito muy bien al personaje: era un reptil, frío y viscoso. Al despedirse de él, Rheticus había evitado estrechar su mano. Es bien sabido que las serpientes no tienen manos.

El recadero dejó sobre la mesa el enorme paquete, y retrocedió un paso para verlo mejor, como si él mismo hubiera compuesto aquel gran cubo de cartón repleto de sellos y de firmas diversas, prueba de que las aduanas habían aceptado su paso a través de diferentes fronteras. Para librarse de él, Radom puso en su mano abierta un puñado de calderilla no demasiado escueta. El recadero desapareció, después de mil y una reverencias, y no sin haber vaciado de un trago la jarra de cerveza que le había ofrecido el coloso.

—Amiga mía, el honor es tuyo, abre eso —dijo Nicolás, al tiempo que tendía a Ana un par de tijeras de plata.

—Rehúso, cariño. No me corresponde a mí, sino a monseñor de Kulm.

Ana puso una rodilla en tierra, y con una graciosa reverencia pasó las tijeras a Giese, como se ofrecen las llaves de una ciudad a un rey vencedor, y le dijo con un murmullo cantarín:

—A usted le corresponde el honor, mi muy querido Tiedemann.

—Oh amigos de la ciencia, fervientes sostenedores de la filosofía natural y de la Verdad —clamó entonces el obispo, como si le escuchara una asamblea de mil personas, y no un auditorio que se reducía, además de Nicolás y Ana, a Alejandro Soltysi, Radom y el joven coadjutor del amo de la mansión—. Oh amigos de la Verdad absoluta, he aquí por fin el Libro.

Con gestos solemnes, desgarró el papel de embalaje y aparecieron cuatro pilas de cinco volúmenes cada una. Copérnico tomó uno de ellos, acarició la cubierta de cuero fresco, lo abrió por el centro, lo olfateó como se hace con un buen vino, y dijo con un vago pesar en la voz:

—A pesar de todo, qué hermoso es un libro impreso. —Luego buscó la primera página—. Toma; ¿qué es esto? «Al lector, sobre las hipótesis de esta obra». Habrían podido informarme, por lo menos…

Entonces, empezó en pie la lectura de aquel prefacio. Cuanto más leía, más se enrojecía su frente y mayor era su ceño, síntomas de que iba a estallar una de sus grandes cóleras. Al final, rugió:

—¡Ah, Rheticus, Judas, me has traicionado!

Su rostro se congestionó, los ojos quedaron en blanco y cayó cuan largo era. Su cráneo resonó al chocar con el suelo.

No recuperó la conciencia hasta dos horas más tarde, en su cama. ¿Pero podía llamársele conciencia? Toda la parte derecha de su rostro estaba paralizada en un rictus horrible que dejaba al descubierto los dientes hasta los molares, y el ojo cerrado. Tampoco podía mover la pierna y el brazo derecho. Cuando por fin pudo hablar, fue para emitir unos gruñidos inarticulados, en los que Giese creyó interpretar una de sus palabras favoritas para señalar a sus enemigos: «¡Los zánganos, los zánganos!». El obispo le tendió papel y pluma para que escribiera con la mano izquierda; el enfermo se negó, con un ladrido. Luego se encerró en su silencio.

Cuando Giese leyó a su vez la advertencia al lector, también él señaló a Rheticus como el responsable de aquel texto infame pero hábil, que destruía toda la credibilidad de las Revoluciones: «No es necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera verosímiles; una sola cosa basta: que ofrezcan cálculos conformes con la observación. El filósofo exigirá tal vez una mayor verosimilitud; pero nadie podría alcanzar, ni enseñar nada que sea enteramente cierto, a menos que le haya sido revelado por Dios. Dejemos, pues, que estas nuevas hipótesis sean conocidas junto a las antiguas, que no son más verosímiles, por cuanto éstas son a la vez admirables y sencillas, y llevan consigo el inmenso tesoro de las observaciones más eruditas».

Tan pronto como regresó a Kulm, el obispo escribió con su estilo más virulento una carta incendiaria al presunto culpable de aquella Advertencia al lector, acusándolo nada menos que de haber matado a Copérnico. Le reprochó también el no haber publicado, en lugar de aquella vileza, la Vida de Copérnico, tal como habían quedado ambos de acuerdo, para dar con ella una feliz sorpresa al principal interesado. Declaró también que, para que nadie ignorara lo sucedido, repetiría las mismas acusaciones ante Dantiscus, el gran duque Alberto de Prusia, Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, cuya carta de 1536 aparecía reproducida en las primeras páginas de la obra, y ante el mismo papa Paulo III. Giese añadía finalmente que su corresponsal era en adelante persona non grata en todos los obispados prusianos, y que cuidara de no aparecer por ellos, porque podría ocurrirle una desgracia.

Fue esa razón por la que Rheticus no asistió a los funerales de Copérnico, que se celebraron a finales de mayo de 1543, después de más de siete meses de espantosa agonía. Una vez que se hubo apagado aquel sol, quienes gravitaban a su alrededor se apartaron de su órbita y se convirtieron en astros errantes, estrellas fugaces, cometas cuya trayectoria ningún Copérnico habría podido predecir ni calcular. El más extraviado de todos fue Rheticus. Cuando recibió su ejemplar impreso de las Revoluciones, corrió furioso de Leipzig a Nuremberg, firmemente decidido a estrangular a Osiander con sus propias manos. Pero, por supuesto, después de perpetrar su hazaña, el devoto pastor había desaparecido de la ciudad y había marchado a Basilea, donde tenía lugar una importante reunión de los reformados. Schöner, por su parte, se había atrincherado en su casa, y su hijo había contratado a algunos mercenarios fuertemente armados. Querens quem devoret, Rheticus quiso entonces emprenderla con Petreius. El impresor lo recibió con gestos de desconsuelo y le explicó que Osiander le había impuesto en el último momento la sustitución de la Vida de Copérnico por su desastroso prefacio, amenazándolo con cerrar su taller si no obedecía. Tenía influencia suficiente sobre el consejo de la ciudad para cumplir su amenaza. La serpiente sonriente había escupido ya su veneno sobre las Revoluciones. Y le había tomado el gusto: Petreius aconsejó a Rheticus que huyera a toda prisa de Nuremberg, porque Osiander había sugerido al hijo de Schöner que interpusiera una demanda contra él, por sodomía.

De regreso en Leipzig, Rheticus leyó la terrible carta de Giese y sintió por un momento la tentación de poner fin a su vida. Luego se recuperó, escribió al obispo un largo alegato en su defensa, y le explicó las circunstancias en las que se había producido la publicación de la advertencia. Juró que sería en adelante el defensor más ardiente de la causa de su maestro, y para terminar dijo estar decidido a abrazar la fe católica.

No tuvo respuesta hasta varios meses más tarde. Giese le anunció la muerte de Copérnico, ocurrida el 24 de mayo de 1547, sin escatimar detalles sórdidos sobre la agonía de su amigo y la pérdida de su inteligencia, como si aún deseara culpabilizar a su corresponsal. Rheticus se hundió entonces en una profunda depresión. Sus cursos se hicieron aburridos, y ya nadie reconocía en él al «Orfeo de la astronomía».

Fue su antiguo amante y secretario Heinrich Zell, que se había convertido en un geógrafo reconocido y estimado por todos, quien acabó por convencerlo de que pidiera una excedencia ilimitada. Zell había movilizado para ello a toda la joven guardia de la nueva astronomía, empezando por su antiguo rival Erasmus Reinhold, que profesaba ahora la teoría de Copérnico en Tubinga; Caspar Peucer, un antiguo alumno de Rheticus que había ocupado su plaza en Wittenberg; o Aquiles Gasser, que había iniciado al joven Joachim en Zurich y que, por un feliz capricho del destino, ejercía la medicina en Feldkirch, que había sido la residencia del padre de Rheticus antes de morir en la hoguera. No faltó a la llamada más que el atrabiliario Paracelso: había muerto dos años antes que Copérnico, en circunstancias que siguen hoy rodeadas de misterio.

Era en verdad una extraña coalición la que intentaba reanimar la llama vacilante del Orfeo de la astronomía. Todos eran partidarios fervientes del heliocentrismo, y todos también, a excepción tal vez de Reinhold, practicaban en secreto los amores socráticos. ¿Hay alguna relación entre los dos fenómenos, opuestos ambos, a primera vista, a las apariencias?

Rheticus cedió ante la presión conjunta de sus amigos y, a falta del bastón de Euclides, tomó el de peregrino y fue de ciudad en ciudad a predicar la palabra copernicana. Estuvo en París junto a Ramus, y en Milán al lado de Cardano. Creía buscar discípulos, y en realidad no buscaba sino nuevos maestros. Sus huellas se perdieron al cabo de año y medio, y más tarde lo encontraron extraviado y medio loco en una isla del lago de Constanza, minado por graves problemas de salud. Se repuso lo bastante para enseñar durante tres meses en Constanza, y luego marchó a estudiar medicina en Zurich.

Cuando, después de cuatro años de errancia, regresó por fin a Leipzig, se había metamorfoseado. Volvió a ser el «Orfeo de la astronomía». Pero sus enemigos no lo habían olvidado. El padre de uno de sus alumnos entabló un proceso contra él. ¡Siempre lo mismo! Lo habían sorprendido en maniobras contra natura con el muchacho, un primo del hijo de Schöner, al que había emborrachado para mejor pervertirlo. No faltó durante el proceso la mención de que, ya en 1528, el padre del culpable había sido juzgado y ejecutado por brujería. Eran detalles significativos: el Maligno se había instalado en aquella familia.

Rheticus se vio obligado a huir. El proceso tuvo lugar en su ausencia, y concluyó con una sentencia de ciento un años de exilio. ¡Ciento un años! Era casi ridículo. Vagó entonces de universidad en universidad, expulsado de unas, reclamado por otras, y acabó por encallar en las murallas de Cracovia.

Fue allí donde yo, Michael Maestlin, entonces muy joven, asistí a sus lecciones. El mundo había cambiado. Europa ardía y se desgarraba por las cuestiones de religión. El papa Paulo III que, con la apertura del Concilio de Trento, había intentado iniciar una profunda reforma de la Iglesia, se había dado cuenta demasiado tarde de que la teoría de Copérnico era contradictoria con lo que él deseaba: podía llevar a la gente del pueblo a pensar que formaban parte, simplemente, del orden natural, en lugar de ser los amos de la naturaleza, el centro alrededor del cual se ordenan todas las cosas. Y sobre todo, el lugar de la Encarnación de Cristo y de la Redención, la Tierra, se veía banalizado, apartado de su papel único y privilegiado.

Además el Papa, como Pandora cuando abrió su caja, había restablecido el Santo Oficio de la Inquisición. Su tribunal vio de inmediato en la teoría heliocéntrica una antorcha nueva que se elevaba desde el seno de las tinieblas, y, siguiendo su misión, se apresuró a cubrir aquella llama con su apagavelas tradicional. Copérnico ya no tenía un lugar en aquel mundo pasado a sangre y fuego. Era preciso abolirlo, olvidarlo. Los sucesores de Alejandro Farnesio no se quedaron con los brazos cruzados, por más que utilizaron con profusión los cálculos del maestro de maestros para el famoso calendario instaurado por Gregorio y que nosotros, los reformados, rechazamos. ¡Qué estupidez! En Cracovia, antaño un oasis de tolerancia, se mataba en masa a los judíos y se perseguía a los luteranos. Rheticus, a pesar de todo, me enseñó a Copérnico en secreto.

Pero cuando le hice en una ocasión la pregunta de por qué no había gritado al mundo entero la gran verdad descubierta por el canónigo de Frauenburg, y la había reservado únicamente para unos pocos discípulos como yo, Michael Maestlin, el Orfeo de la astronomía me respondió, con una risa que quería imitar la de Copérnico y que habría podido ser la de Dioniso…