El viento procedente del mar azotó el rostro de Rheticus cuando, siguiendo a Copérnico, salió a lo alto de la torre, a la amplia terraza que dominaba la laguna. El observatorio parecía el castillo de popa de una nave de altura presta para aparejar. En el centro se alzaba, como un mástil, una gran ballestilla de quince pies de alto, con la base barnizada y calafateada. Aquel instrumento de medición de la altura de los astros estaba, además, tallado en la misma madera que utilizan los carpinteros de ribera para construir los navíos. Fijado encima de la puerta de la garita, un cuadrante solar orientado al norte, hacia el mar, cuyas cifras habían sido repintadas recientemente. El tiempo era bueno, y la sombra de la aguja señalaba exactamente la hora del mediodía. En el interior de la pequeña garita de base circular, una gran esfera armilar de bronce, con el pequeño globo terrestre, de cobre dorado, ocupando el centro, mientras los círculos planetarios encajados unos en otros que lo rodeaban representaban, como por ironía, el viejo sistema de Tolomeo; adosado verticalmente a la pared del fondo, un cuarto de círculo de madera de diseño muy antiguo, graduado para medir los ángulos de separación; finalmente, colocado con cuidado sobre una mesilla y dentro de un estuche de terciopelo rojo, un astrolabio de cobre en perfecto estado, aunque algunas manchas de color verde gris en el disco-madre y algunas puntas dobladas en las agujas de la segunda placa delataban sus largos años de uso.
—Los fabrican mucho mejores ahora —dijo Copérnico al tenderlo a Rheticus—, pero a éste le tengo tanto cariño como a un primer amor: me lo regaló el viejo lobo de mar Martin Behaim, de Nuremberg, al que conocí durante mi largo viaje a Italia.
Por un instante, el nuevo ayudante del canónigo imaginó aquel prodigioso encuentro. Luego se dijo que en el fondo Giese, que presumía de saberlo todo de la vida de su amigo y la describía como enteramente lisa, consagrada al estudio, ignoraba muchos de sus aspectos. O tal vez los ocultaba.
—Ya lo ve, caballero —seguía diciendo Copérnico—, mi observatorio es muy pobre. Con la excepción del astrolabio, no debe de ser muy distinto del de Tolomeo. Ay, tal es más o menos la suerte de todos los astrónomos de nuestros días. Y no consigo entender una cosa. Desde hace medio siglo, cientos de navíos surcan todos los mares del mundo, guiándose por medio de las estrellas; y, sin embargo, ningún mecánico, ningún ingeniero ha inventado para nosotros unos aparatos más fiables y precisos. ¡Ah! Si yo pudiera reducir mis errores de observación a un arco de diez minutos, me sentiría más feliz aún que Pitágoras cuando descubrió su teorema.
Rheticus bebía cada una de sus palabras, y pensaba que en el fondo su maestro no había necesitado un gran instrumental para descubrir lo que había descubierto. Le habían bastado el rigor matemático, un conocimiento profundo de los antiguos y la fuerza gigantesca de su mente.
Luego, las cosas cambiaron. A medida que pasaban las semanas, las confidencias de Copérnico se hicieron más raras, y se volvió más y más autoritario con su ayudante, llegando incluso a humillarlo en ocasiones y a tratarlo como un criado o como un perro. Por ejemplo, dejaba caer conscientemente al suelo un folio manuscrito y le ordenaba: «¡Recógelo, caballero, recógelo!». Rheticus obedecía, e incluso le divertían aquellas novatadas, pero nunca sabía si se trataba de una torpeza o de un juego perverso, o tal vez de una simple expansión que se concedía el maestro después de una larga y dura jornada de trabajo.
Lo mismo ocurría con el continuo apelativo de «caballero» que le dedicaba: ¿era tan sólo una cortesía anticuada, o burla por lo reciente del título? Copérnico le exigía que repitiera todos los cálculos hechos por él mismo, corregidos y verificados innumerables veces a lo largo de cuarenta años. A ello se añadían las tablas que Rheticus había reunido durante su viaje, y que era necesario contrastar con las otras. El joven matemático ponía en ello todo su entusiasmo y su virtuosismo, sin saber que su maestro recuperaba de ese modo el vigor y la agudeza desgastados con el tiempo.
Poco a poco, sin embargo, las Revoluciones de los cuerpos celestes adquirían más y más claridad en la mente de Rheticus. Y ya no deseaba exponerlas ante sus alumnos sino ante sus colegas, para barrer de sus mentes todo el polvo acumulado por el transcurso de los siglos. Se convertiría en el san Pablo de la palabra copernicana, pero no sería a Corinto donde enviaría sus epístolas, no sería en el areópago ateniense donde se burlarían de él, no sería en Roma donde sufriría el martirio; sino en Prusia, en Sajonia, en Baviera, en Suiza…
Apasionado, casi en trance, Rheticus había hablado así un atardecer del verano de 1539, en la residencia que poseía el monje en el interior de sus propiedades. Copérnico había decidido huir de las miasmas del calor pesado y brumoso que se abatía sobre Frauenburg, donde los mosquitos zumbaban día y noche bajo una pesada capa de nubes negras siempre presentes porque no soplaba la menor brisa marina para dispersarlas.
La mansión de Mehisack, encaramada en lo alto de la colina, se abría a un paisaje encantador de bosques y ríos. A sus pies se acurrucaba el burgo fortificado. Y Rheticus se preguntaba por qué el cazador inveterado que era Copérnico no había instalado su observatorio allí, en lo alto de un imponente torreón cuya puerta estaba siempre cerrada. Allí quedaban muy lejos el estruendo ensordecedor de las campanas de la catedral y las iglesias de Frauenburg, lejos los gritos de los pescadores, de las vendedoras de pescado, de los boyeros, de los mercachifles, de las gaviotas; lejos, sobre todo, las nieblas que se elevaban al atardecer de la laguna y tapaban el cielo.
En el curso de la cabalgada matinal que les había llevado hasta allí, mientras caracoleaba al lado de Rheticus, Copérnico había ido rejuveneciendo a ojos vistas. Ninguna referencia al menor epiciclo, al más mínimo logaritmo, sino anécdotas, con frecuencia alegres y contadas con placer, sobre su juventud en Italia, como las que se cuentan a un compañero de ruta. O a un hijo en edad de escuchar de su padre otra cosa que consejos y reprimendas.
Rheticus comprendió la metamorfosis del canónigo cuando, en el patio de la mansión, fue presentado a la decena de personas que esperaban al amo del lugar. Nunca habría imaginado que un hombre como Copérnico pudiera tener una familia. Empezando por una hermana de la más rancia aristocracia de Danzig, provista de un marido con ademanes de armador, que en su juventud había navegado por todos los mares del mundo, y de un batallón de hijos y de nietos; un primo, antiguo burgomaestre jovial y rubicundo, llamado Philip Teschner, provisto él también de una numerosa descendencia; el inevitable pariente pobre, Alejandro Soltysi, un antiguo canónigo que compensaba su falta de medios con una gran erudición y una conversación brillante, pero al que el caballero Joachim Rheticus Iserin von Lauchen encontró la pega de una esposa de una vulgaridad de patrona de burdel. Sin olvidar a otro primo, acompañado de su hijo destinado a convertirse en coadjutor de Copérnico en la canonjía de Frauenburg, y por tanto en su sucesor designado, pero que de hecho descargaba ya al astrónomo de todas sus obligaciones de canónigo. Rheticus encontró al joven muy agradable, y advirtió un parecido asombroso con el amo de la mansión. Hasta el punto de preguntarse si por casualidad los lazos de parentesco entre ellos no eran mucho más estrechos que los existentes entre dos primos. Por si fuera poco, el futuro coadjutor mostraba algunos rasgos de otra prima de Copérnico, su ama de llaves, que llevaba la casa con mano de hierro.
En otro lugar, y tratándose de otras personas, Rheticus se habría preguntado por qué Ana Schillings, a la sazón una cuarentona de formas apetecibles y redondeadas, permanecía así a la sombra y en el lecho de un viejo canónigo colérico y caprichoso. Porque sus relaciones no dejaban lugar a dudas. Nicolás y Ana se comportaban como marido y mujer. Con frecuencia, durante la velada sus manos se posaban la una en la otra, y las miradas que se cruzaban eran aún las de dos recién casados. No hacía falta un Petrarca para comprender que entre ella y él la edad, el tiempo transcurrido y las pruebas soportadas no habían podido alterar la inmensidad de su pasión, suavizada ahora por la complicidad y la ternura. Rheticus sabía que, si gustaba a Ana, destruiría las últimas reticencias de Copérnico con respecto a él. Le gustó, en efecto, e incluso él se preguntó un momento, no sin fatuidad, si no había llevado demasiado lejos sus maniobras de seducción.
La primera semana transcurrió entre salidas al campo, a cazar o a pascar, y largas y eruditas conversaciones junto al fuego. Rheticus, en la soledad de la hermosa habitación que habían dispuesto para él, intentaba trabajar, pero lo llamaban continuamente, para una partida de ajedrez o de bolos, desde el más canoso de los ancianos hasta el más travieso de los niños de aquella parentela cuyo patriarca era Copérnico. Maldijo entonces a sus padres por no haberlo engendrado feo y bizco, un clérigo con la sotana blanqueada por la caspa, de conversación aburrida y aliento fétido. «¡No gustar, Señor, dadme el don de no gustar!», se divertía en rezar sin tomarse en serio a sí mismo ni un solo instante.
Finalmente, un día le informaron de la llegada de monseñor Giese y su séquito. «No faltaba más que el viejo obispo: ahora el cuadro de familia está completo», maldijo Rheticus. En efecto, empezaba a sentir un hormigueo en las piernas. No había hecho todo aquel largo viaje para vivir la vida de los nobles provincianos. Por ello, tomó la decisión de dar un gran golpe que despertara a aquel Hércules de la astronomía, dormido a los pies de su Ónfale.
La misma noche de la llegada de Giese, durante la velada, tuvo la audacia de presentarse como el profeta de un Copérnico deificado. Las damas habían subido ya a acostarse, a excepción por supuesto de Ana. Formaban su auditorio únicamente el obispo, el burgrave de Danzig, Alejandro «el pariente pobre», el joven futuro coadjutor, el burgomaestre Philip y, claro está, Copérnico, observándolo todo desde su gran sillón, con las manos posadas en el puño del bastón de Euclides, y con Ana a su lado, hombro con hombro. Un patriarca, sí, que parecía del todo indiferente al ditirambo que le dedicaba su ayudante.
—Si alguna vez se ha propuesto un sistema audaz, es el suyo, maestro. Era preciso contradecir a todos los hombres que no juzgan sino a través de los sentidos; era preciso convencerlos de que lo que ven no existe. En vano, desde que al nacer sus ojos se abrieron a la luz del día, han visto el Sol avanzar de oriente a occidente, y cruzar el cielo en su carrera luminosa. En vano han visto a las estrellas seguir el mismo camino por la noche; Sol, estrellas, todo parece inmóvil, no hay movimiento sino en la pesada masa que habitamos. Pero es preciso olvidar el movimiento que vemos y creer en el que no advertimos. Y no es eso todo: es necesario destruir un sistema que nos ha venido dado, aprobado por las tres partes del mundo, y derribar de su trono a Tolomeo, que había recibido el homenaje de catorce siglos. Esa revolución está en marcha, y quien se atreve a proponerla es un hombre solo, un espíritu sedicioso que ha dado la señal, ¡usted, maestro!
Después de aquel discurso de un lirismo arrebatado, la asistencia rompió a aplaudir, con la excepción del principal interesado. Los ojos de Ana se llenaron de lágrimas, y para gran satisfacción del orador, el guapo coadjutor se puso en pie dando, a la italiana, voces de «¡Bravo!». Giese fue el primero en calmarse, muy en su papel de personaje más importante de aquella pequeña asamblea.
—Ya que se propone usted como apóstol de la nueva teoría, escriba su evangelio, y después vaya por carreteras y caminos, de ciudad en ciudad, de universidad en universidad, a dar a conocer al mundo el heliocentrismo. Sea la vanguardia, antes de que llegue el grueso de los batallones, el gran ejército: Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes.
—Ya ves, Tiedemann, que tengo razón —intervino Copérnico—. Los dos habláis de evangelio, cuando se trata de un Apocalipsis. Y ahora, además, te refieres a mi obra en términos militares. Eso es lo que yo no quiero. Cuando hablas de ejército, hablas de guerra, y cuando hablas de guerra, hablas de sangre, de dolor, de muerte. ¿Quién fue el que escribió, hace ya mucho tiempo, «Rehusó el combate», tú o yo?
Copérnico había pronunciado aquellas palabras con una voz serena y grave. El sempiterno debate entre los dos viejos eclesiásticos estaba a punto de recomenzar una vez más. Era necesario cortarlo por lo sano, y sobre todo no dejar que decayera el entusiasmo que había provocado el discurso de Rheticus. Éste sacó de su jubón un rollo de papeles y dijo, en un tono fanfarrón imitado de Paracelso:
—Ese evangelio del heliocentrismo, para expresarlo en los términos de monseñor de Kulm, ya lo he escrito. Aquí está.
—¡Pues bien, léalo, Joachim! —exclamó Giese.
—Lo siento, señora —respondió el ayudante volviéndose a Ana—, lo he redactado en latín y…
—La señora Schillings comprende a la perfección la lengua de Cicerón —le interrumpió con sequedad Copérnico—. ¡Lea, caballero!
El burgomaestre Philip Teschner se puso entonces en pie, y dijo:
—Por lo que a mí respecta, el latín no es mi fuerte. Y, si monseñor me da su venia, el viejo soldado que soy prefiere los brazos de Morfeo a los de Urania.
Cuando hubo salido el burgomaestre, seguido de cerca por el burgrave de Danzig, Rheticus, después de excusarse por no haber encontrado aún título a su obra, se acodó con gracia a la mesilla situada frente a la chimenea, y empezó a leer:
—«Al ilustre Philip Melanchthon, primera exposición de los libros sobre las revoluciones del hombre sapientísimo y muy eminente maestro Nicolás Copérnico de Thorn, canónigo de Ermland, por un joven matemático».
—Empiezas mal, caballero —le interrumpió Copérnico—. ¡Dedicas tu libro al peor de mis enemigos, al hombre que me condenó a muerte!
—Déjale leer —se irritó Giese—, esos detalles ya los arreglaremos después. ¡Que nadie interrumpa al caballero hasta el final de la lectura!
Durante una hora, el orador leyó su texto, como un actor su papel, en el silencio más absoluto, porque era el obispo quien lo había ordenado, no el amigo.
—«… Pero que triunfe la verdad, que triunfe el mérito, que todas las artes sean honradas y que todo maestro de su arte saque a la luz del día lo que es de alguna utilidad, y que lo practique de tal forma que aparezca como alguien que busca la verdad». —Rheticus hizo una pausa como para recuperar el aliento, y concluyó—: «Pues es preciso que aquel que desea filosofar tenga libertad de juicio».
—Platón, Didaskalós, 1-3 —recitó entonces Copérnico.
Luego, sintiéndose de pronto muy viejo, se puso en pie con la ayuda del bastón de Euclides y sostenido por Ana.
—Se hace tarde. Vamos a dormir. Volveremos a hablar de esto en otra ocasión.
Y encorvado sobre su bastón, doblado, del brazo de su ama de llaves, se marchó sin más despedida.
Sin embargo, al día siguiente apareció fresco, descansado y dispuesto a la batalla. Que fue larga y disputada. Rheticus aparentó resistirse largo tiempo acerca de la dedicatoria a Melanchthon, para ganar con ello alguna ventaja en otros puntos que le parecían más importantes. Como político sutil, Giese propuso sustituir al maestro de Wittenberg por Alberto de Prusia, puesto que lo que iba a llamarse Narrado prima, la Primera exposición, redactada por un reformado, había de partir a la conquista de los países luteranos, a pesar de la oposición feroz al heliocentrismo de sus fundadores. Melanchthon y Lutero, argumentó al obispo, tendrán que ceder si se lo pide su poderoso correligionario, el gran duque. Copérnico estalló entonces en una de sus terribles cóleras. Para él, estaba totalmente fuera de lugar rendir el menor homenaje a quien trató de bribón, de bárbaro teutónico y de asesino. Sin comprender las razones de aquel odio, Rheticus se dio cuenta de que aquel era un punto de ruptura. Tuvo entonces una idea que él mismo juzgó inspirada.
—Nos equivocamos los tres —dijo—. Como muy sabiamente ha dicho usted, maestro, la Primera exposición sobre las revoluciones de los cuerpos celestes no debe ir dirigida sino a quienes son capaces de apreciar la grandeza de su teoría, y con quienes no corremos el riesgo de que tomen a burla su genio. A los discípulos de Pitágoras, que responderán a su obra con razonamientos, incluso si la critican. Para parodiar a Platón, nadie que no sea geómetra leerá ese libro.
Copérnico y Giese buscaron entonces nombres de profesores de matemáticas de todas las universidades de Europa, pero uno había muerto mucho tiempo atrás, el otro chocheaba, y el de más allá había sido siempre un imbécil y seguía siéndolo, según todas las apariencias.
—Johann Schöner, de Nuremberg, me parece la persona adecuada —susurró entonces Rheticus—. Y además ha sido mi segundo maestro de astronomía. Es un profesor muy notable.
—¡El querido Johann, claro que sí! —gritó Giese dándose una palmada en la frente—. ¿Cómo no se me había ocurrido? Lo conocí en Ferrara en 1504…, no, en 1507. O tal vez en Padua en…
—Schöner me parece, en efecto, la persona ideal para la dedicatoria —le cortó Copérnico en tono seco—. Si no me falla la memoria, fue uno de los pocos que contestó de manera más o menos pertinente a mi Resumen, y después a mis Revoluciones. Además, se da la feliz circunstancia de que no es ni luterano ni papista, sino erasmista, como yo. Sin embargo, creía que estabas peleado con él, caballero.
—Lo cierto es que se negó a enseñarme su obra, y alegó que no tenía el menor interés. Al dedicarle la Primera exposición, le obligo a salir de su prudente reserva y a elegir su campo.
—¡Su campo! ¡Siempre la guerra! —gruñó Copérnico—. Pero, estúpido, ¿no comprendes que al negarse a enseñar mis escritos a un cualquiera, Schöner no ha hecho sino seguir mis consignas de discreción?
—Gracias por lo de «un cualquiera», maestro —contestó Rheticus, un poco picado—. Entonces está decidido, Schöner es el elegido. Eso me permitirá utilizar un tono más ameno, menos rígido que con Melanchthon.
—No reniegues de lo que has adorado, hijo mío —sermoneó en tono de broma Giese, encantado de encontrar un terreno de coincidencia en aquel punto.
Porque hubo muchos más puntos controvertidos. Empezando por la IV Parte, titulada Sobre los cambios de los imperios debidos al movimiento del centro de la excéntrica. Basándose en las profecías de Elías y en las demostraciones de Copérnico, Rheticus se había atrevido a deducir que los reinos situados bajo la ley de Mahoma serían derribados al cabo de cien años exactamente, en 1639 o 1640.
—¿Quieres que la posteridad se ría de nosotros, caballero, en el caso de que, oh divina sorpresa, tu profecía no se cumpla? —ironizó Copérnico—. ¿No te parece que tenemos ya bastante con nuestros contemporáneos?
—¿Cómo, maestro? ¿No cree que el curso de los planetas y de las estrellas influya en el destino de los hombres y de los imperios? Pero si es en ese tema, maestro —se exaltó Rheticus—, en el que su teoría va a revolucionar el mundo, va a ofrecer a las Sagradas Escrituras, al Apocalipsis de Juan y a la Cábala una lectura límpida que iluminará el futuro, que nos dará la fecha exacta del fin de los tiempos, del retorno del Mesías, de la Parusía.
Copérnico lanzó entonces una de sus enormes carcajadas, que muy pronto se transformó en sarcasmo:
—¡Te lo había dicho, Tiedemann, te lo había dicho! ¡Ya empezamos! ¡Mis propios discípulos están locos! Te presento en la persona del caballero Rheticus al primero de los charlatanes que se van a precipitar como una jauría sobre mis pobres cálculos y que los descuartizarán con sus agudos colmillos para vomitar después sus delirios enfermizos. ¡Época de locos! ¡La razón sumida en la oscuridad! ¿Me preguntas, caballero, si creo en la influencia de los astros sobre el destino de los hombres? Pues lo ignoro, yo no soy más que un pequeño fabricante de logaritmos, un medidor de estrellas. No sé qué sofista ha intentado diferenciar entre el astrólogo, que según él tiene la noble misión del profeta, del sabio, del poeta y yo qué sé cuál más, y el astrónomo, el oscuro obrero que se contenta con medir los ángulos entre Marte y el horizonte, con alinear columnas de cifras hasta quedarse ciego, con levantar y bajar de nuevo las reglas graduadas de su ballestilla, mientras tirita por el viento invernal o es acosado por los mosquitos en las noches de verano. Pues bien, caballero, yo soy uno de estos últimos, soy un obrero de estrellas.
Copérnico discutió mucho tiempo, solo contra los otros dos, o más bien solo contra todos. Porque todos, Rheticus, Giese, Melanchthon, Dantiscus, Lutero, Schöner, los reyes, los príncipes y los papas del pasado, el presente y el futuro, están convencidos de que la finalidad de la astronomía es descubrir las claves de la historia y predecir el futuro. Todos excepto él, Copérnico, a quien le traía sin cuidado. Costó mucho llegar a un compromiso. Cada palabra de aquel pasaje sobre los imperios fue sopesada, discutida y modificada, de modo que el lector comprendiera bien que aquella opinión y aquellas predicciones pertenecían al autor del libro, y no al «excelente maestro» cuyos descubrimientos y trabajos evocaba.
Por fin, al cabo de quince días, la Primera exposición satisfizo a las tres partes. Rheticus consideró que aquel era el momento oportuno para presentar a los dos viejos eclesiásticos el homenaje que rendía a su hospitalidad, un «Elogio de Prusia» del que se sentía muy orgulloso.
—En este elogio he abandonado a Urania, musa de la astronomía, para colocarme bajo la égida de la de los himnos, Polimnia, y la de la historia, Clío —explicó con falsa modestia, antes de empezar su lectura.
No había acabado la primera estrofa cuando Copérnico rompió a reír:
—¡Prusia la nueva Rodas, hija de Venus y el mar, amante de Apolo! ¡Ah, caballero, no son ni Polimnia ni Clío las que te inspiran, sino Talía, la musa de la comedia!
—Déjale continuar —protestó Giese—. Además, tú nunca has tenido el menor gusto por la poesía y las bellas letras.
—Ni el menor gusto, te lo concedo, pero sí un gran disgusto.
Rheticus reprimió su cólera y siguió su lectura, evitando mirar el temblor de los hombros de su maestro y las lágrimas que corrían por sus mejillas y su barba canosa, a fuerza de contener la risa. El resto del elogio era del mismo género: un empacho mitológico, en el que los más prominentes católicos de Prusia eran descritos como el Areópago ateniense, y el capítulo de Frauenburg como una nueva Academia cuyo Sócrates era, por supuesto, Copérnico, lo que daba a entender que él mismo, Rheticus, era Platón. Aquel galimatías revelaba, sin embargo, una gran habilidad, una pillería sutil. Al describir a los luteranos los obispados de Prusia como un oasis de paz y prosperidad, un paraíso de las artes y las letras en el seno de una Cristiandad desgarrada, demostraba que el heliocentrismo no era ni papista ni reformado, sino que se situaba en otro lugar, por encima de los conflictos, en un Olimpo no situado en Roma ni en Wittenberg.
Giese lo comprendió muy bien, como comprendió también que el conjunto iba además dirigido a Copérnico para incitarlo a llevar por fin a la imprenta las Revoluciones. Porque no iban a provocar la guerra, sino la paz universal en una Tierra que giraría feliz alrededor del gran Sol, tabernáculo de Dios.
Copérnico, por su parte, fingía no haberse dado cuenta de ello. Se empeñaba en discutir cuestiones de detalle y abrumaba a su infeliz discípulo con sus sarcasmos, con el objetivo de ganar algo de tiempo y retrasar puerilmente el momento fatal en el que habría de dar su imprimatur.
—¿Por qué firmas la dedicatoria con el nombre de Antínoo? ¿Es que Schöner es tu emperador Adriano y tú su efebo? Hace tiempo que he comprendido, caballero, que no amas a las mujeres. Peor para ti, no sabes lo que es bueno, y mejor para nosotros, que nos aprovechamos de lo que tú desdeñas. Con todo, respeto tus inclinaciones, sin compartirlas en lo más mínimo. Pero no me gustaría nada que ese «Antínoo» inoportuno me convirtiera en sospechoso de ser, no sólo tu «excelente maestro», como me haces el honor de llamarme, sino además tu amante vieja. La calumnia me ha salpicado en más de una ocasión, a lo largo de mi vida, y empiezo a estar cansado de ella.
Rheticus hubo de morderse los labios hasta hacerse sangre, para retenerse y no saltar al cuello de aquel viejo odioso. Por fin respondió, con voz temblorosa:
—No se alude aquí ni a Adriano ni a su favorito. El Antínoo que evoco era el mejor y más fiel discípulo de Platón. Como yo me enorgullezco de ser el suyo.
Copérnico hizo un gesto con la mano para indicar que el asunto carecía de importancia. Ése fue su único imprimatur, y después se desinteresó de la cuestión. Rheticus quería dar a imprimir su Primera exposición en el taller de Wittenberg que había editado antes las Noventa y cinco tesis de Lutero. Giese la convenció de que no lo hiciera: aunque Melanchthon diera su aprobación, sería Roma entonces la que sospechara de las simpatías religiosas del canónigo de Frauenburg, que corría el riesgo de perder la amistad y el apoyo del Papa. Así pues, el obispo convenció al caballero de que editara la obra en la imprenta de Danzig. Después de todo, argumentó, mostrar que las imprentas prusianas eran por lo menos tan buenas como las demás ¿no era abundar con un ejemplo en el elogio final de la obra?
Lo que Giese se guardó de comunicar a Rheticus era que él mismo había contribuido generosamente a la fundación de aquel taller, y que ahora percibía los dividendos.
A partir de ese momento, las cosas fueron muy deprisa. Mientras Copérnico volvía a recluirse en su torre y Giese en su palacio episcopal, Rheticus se puso en campaña y recorrió en todas las direcciones los grandes caminos prusianos. Acudió primero a Danzig, donde fue alojado por el burgrave, amigo de Giese y admirador de Copérnico, y allí negoció con el único impresor de aquel gran puerto, que le confesó, en confianza, que seguía profesando a Lutero en secreto, y le ofreció encargarse gratuitamente de la impresión separada de cinco ejemplares de los dos primeros cuadernos. Para obtener más ventajas de él, Rheticus le contó que su padre era judío, seguro de que el del otro lo era también. Lo era. Pero el autor de la Primera exposición no se atrevió a buscar con el artesano más puntos en común que los religiosos o los relativos a la adhesión de ambos al heliocentrismo: el impresor era un prudente y virtuoso padre de familia. Cuando salieron de la imprenta los tirajes separados, Rheticus envió dos de ellos a Nuremberg para Schöner, uno a Montpellier para Gasser y uno a Wittenberg para Melanchthon. Luego ordenó a Heinrich Zell que vigilara la buena marcha de la impresión del resto. Al menos en aquello podía confiar en él. Colocó entonces en sus alforjas los restantes escritos, así como el mapa de todas las Prusias admirablemente trazado por su ayudante, y marchó hacia el este para difundir el pensamiento copernicano.
En Heilsberg, Dantiscus lo acogió como a un hijo ausente desde hacía mucho tiempo. Leyó con avidez los dos cuadernos de la Primera exposición, se esponjó de felicidad con la lectura de la predicción sobre los imperios, le hizo trazar su carta astral y le confió una nueva embajada para el gran duque de Prusia. Antes de despedirle, le pidió también que intercediera ante Copérnico para que éste le enviara por fin una copia de las Revoluciones. La petición era sincera, Rheticus se convenció de ello. Sobre todo porque el obispo de Ermland había dado una garantía importante: cerraría los ojos en adelante sobre el escandaloso concubinato de su canónigo de Frauenburg. Dantiscus se había pasado al campo del heliocentrismo, sin más segunda intención que el conocimiento de que el propio papa Paulo III era su más ferviente partidario. Rheticus juró al prelado que haría algo mejor que enviarle una copia del manuscrito: arrancaría a su maestro la autorización para hacer imprimir el nuevo almagesto. El obispo exhibió entonces los remilgos de una señorita que enseña a su vieja nodriza su primera labor de bordado:
—Tal vez usted ya lo sabe, mi querido caballero, pero en ocasiones me dejo tentar por la poesía. Y he compuesto una pequeña oda a la danza de los planetas, que tal vez ponga una nota de fantasía en la ardua obra del gran sabio que es honra de mi obispado…
Rheticus leyó el poema, se asombró de su belleza, «digna de Horacio y el Ariosto juntos», y prometió publicarla en el frontispicio de las Revoluciones, mientras se preguntaba cómo iba a imponer aquel bodrio a Copérnico.
En Königsberg, la hospitalidad fue igualmente calurosa, sobre todo porque Alberto de Prusia quedó muy satisfecho del mapa trazado por Zeli, pero que él creía obra de Rheticus. Contrariamente a lo que había insinuado Copérnico, interpretó a la perfección el documento. Y también comprendió, después de la lectura de las predicciones sobre los imperios, la importancia de la nueva teoría del movimiento de los planetas. El gran duque prometió entonces a Rheticus que presionaría a Melanchthon —el gordo Lutero, ahogado en cerveza y en sus peleas con el diablo, ya no contaba para nada—, para que éste no pusiera trabas a la difusión de las hipótesis del canónigo de Frauenburg. También el último gran maestre de los caballeros teutónicos había sido conquistado.
Rheticus regresó triunfante a Danzig. Allí lo esperaba su Narratici prima, su Primera exposición, perfectamente compuesta, olorosa aún a tinta fresca, a cola de pez y a papel satinado. Mientras tanto Georg Vogelinus, un filósofo y médico célebre al que Aquiles Gasser había remitido uno de los ejemplares impresos aparte, había enviado unos versos muy elocuentes, que fueron colocados en el frontispicio de la obra de Rheticus: «Este opúsculo encierra cosas que fueron desconocidas a los hombres destacados de la Antigüedad y que serán admiradas por los genios de nuestra época. Se muestra en él, a través de consideraciones novedosas, la razón de la armonía que reina en los movimientos celestes, y se asigna movimiento a la Tierra, antes considerada inmóvil. Que la Antigüedad docta sea celebrada, a justo título, por la invención de las artes; pero no se niegue los elogios, ni la gloria, a los descubrimientos recientes o a los estudios nuevos. Las modernas investigaciones no temen el juicio ni la crítica severa de las mentes ilustradas. Su único obstáculo es la malignidad de la envidia. ¡Pero qué importa la envidia! Si este trabajo cuenta con un número de personas que lo aprueben, por pequeño que sea, ¡eso será suficiente, si ha gustado a los verdaderos sabios!».
Mejor aún, Zell le tendió una carta de Melanchthon que le comunicaba su nombramiento para el cargo de decano de la Universidad de Wittenberg, donde tendría plena libertad para enseñar lo que deseara, incluso las teorías más heterodoxas. Joachim Rheticus emprendió entonces el camino de regreso. Su búsqueda había concluido.
Pese a todo, dio un rodeo para pasar por Frauenburg y permaneció allí una semana. Fueron siete días deliciosos. Rheticus se creía casi vuelto a su hogar, entre papá y mamá. En efecto, Ana Schillings se había vuelto a instalar allí, después de dos años de clandestinidad en la mansión de Mehisack. Su viejo amante sabía que en adelante Dantiscus la dejaría en paz. Una semana de felicidad junto a ella y junto a Nicolás, que ya no le llamaba caballero, sino Joachim. Le dolió tener que dejarlos, al acercarse la fecha de la apertura del nuevo curso universitario. En el umbral de la torre, cuando ya la calle mayor se llenaba de mercaderes ambulantes y abrían sus puertas los comercios, Rheticus se postró a los pies de Copérnico, le tomó las manos, que humedeció con sus lágrimas, y le suplicó:
—Padre, padre, publique sus Revoluciones. El mundo aguarda, el mundo espera. Sin usted, la Tierra seguiría inmóvil sobre las rodillas de Tolomeo.
El viejo canónigo posó la mano sobre su cabeza, como para bendecirlo, y le dijo en tono suave:
—Déjame reflexionar sobre eso, Joachim. Tenemos tiempo, y es todo lo que tenemos. El tiempo. Pero tú, sigue tu camino. Enseña. Enseña la Verdad. Vete ahora, hijo, y haz lo que debes.
Cuando su discípulo se hubo marchado, Copérnico dijo a Radom que subiera dos sillones a la terraza de la torre y sirviera allí el almuerzo para Ana y para él. En aquel mediodía de verano de 1540 el aire era particularmente templado, gracias a una suave brisa que venía de tierra. Con las piernas extendidas sobre unos taburetes persas, y protegidos del fresco por capas de piel, dándose las manos, Ana y Nicolás se divirtieron como dos niños compitiendo a ver quién escupía más lejos los huesos de las olivas que les había enviado el cardenal de Capua, su eminencia Schönberg. Cuando se cansó de aquel juego, Copérnico suspiró, soltó la mano de su compañera y dijo:
—Ya lo ves, mi dulce amiga, no soy de este tiempo, no pertenezco a esta época. Dios tendría que haberme hecho nacer en Sanios o en Crotona, al lado de Pitágoras; en Siracusa, en compañía de Arquímedes, o en Egipto. Theón de Alejandría me habría ofrecido a su hija, que se parecería extraordinariamente a ti, mi tierna Hypatia. No, ni soy de este tiempo ni lo entiendo. Hermes Trismegisto maldijo la invención de la escritura, que, decía él, mata la memoria, que es lo que caracteriza al hombre. Se equivocó. Yo digo que la imprenta es la más terrible de las armas que el hombre vuelve contra sí mismo. Y me equivoco, es Rheticus quien tiene razón. Ya no sé nada. Ana, mi Hypatia, desde la primera vez que te hablé, nunca te he preguntado lo que pensabas: ¿he de hacer imprimir las Revoluciones, a riesgo de arrasar el mundo a sangre y fuego, o debo continuar callado y dejar que corran los rumores, que la calumnia crezca, que la necedad multiplique las elucubraciones? Piénsalo despacio, sopesa el pro y el contra, y dámelo por escrito si no te atreves a decírmelo de viva voz.
—Ya está pensado. Imprime, mi amor, imprime —respondió Ana—. Haz lo que debes.
Nicolás se levantó con esfuerzo de su sillón, bajó la escalera hasta su biblioteca, y escribió un corto mensaje para Rheticus que confió, tan pronto como se secó la tinta, a Radom, por temor a arrepentirse de su decisión. Luego, como Cortés después de quemar sus naves, informó a Giese, a Dantiscus, a Schönberg y también al Papa de la próxima impresión de las Revoluciones de los cuerpos celestes.
Rheticus no tardó en regresar. Su cargo de decano en Wittenberg le dejaba plena libertad, de modo que confió sus cursos a su colega y competidor vencido, Erasmus Reinhold, al que Melanchthon había dado asimismo autorización para enseñar la teoría de Copérnico, con la única condición de no pronunciarse a favor ni en contra del canónigo polaco frente a Tolomeo.
Tan pronto como se hubo instalado en la torre de Frauenburg, Rheticus escuchó durante largo rato las instrucciones de su maestro. Fueron prolijas. Copérnico no había realizado en persona más que veintisiete observaciones fiables, jalonadas a lo largo de un período de treinta y dos años. Y nunca había podido ver Mercurio, demasiado cercano al Sol al amanecer o en el crepúsculo, y cubierto por las nieblas de la laguna. Así pues, Copérnico exigió a Rheticus, para empezar, que buscara todas las observaciones planetarias en las tablas de los autores antiguos, para ver si, al copiarlas, no había cometido ningún error; y otro tanto le pidió de las de los demás astrónomos de la época, como Waltherus y Schöner. Después, había de calcular la longitud de Marte durante un período de quince siglos, desde el presupuesto de que el planeta rojo giraba alrededor del Sol en el cuarto lugar, detrás de la Tierra, y ya no alrededor de la Tierra en quinto lugar, detrás del Sol.
—Y además —le dijo Copérnico con desenfado—, si pudieras eliminar alguno de sus epiciclos, caballero, tendrías derecho a mi gratitud eterna.
Fue una pesadilla que duró dos largos meses. El caprichoso astro vagabundo parecía pasearse sin ningún objetivo por el espacio, alejarse, volver, retroceder, detenerse en su camino. Y el infeliz Rheticus, para salvar las apariencias, no podía sino multiplicar los epiciclos en lugar de reducirlos. Una noche estuvo a punto de volverse loco, y mientras en la torre todos dormían, creyó que un espíritu maligno le asía de los cabellos y le golpeaba la frente contra el dintel de la puerta, hasta hacerle perder el sentido. Cuando despertó, tenía la frente tumefacta y con moretones.
—Mira que te avisé de que prestaras atención, caballero, que la puerta de tu habitación es demasiado baja. Agáchate al salir, ¿cuántas veces tendré que repetírtelo? Ana, frótale la frente con alcohol de centeno. Hay que cuidar de que esas heridas no se infecten.
Y mientras el ama le hacía las curas con un gran cariño, Rheticus se preguntaba si Copérnico no veía con un placer maligno sus tormentos. Había vuelto a empezar con sus «caballero» y sus novatadas. Pero lo peor fue el comentario de su maestro cuando, por fin, el discípulo creyó haber terminado con el maldito planeta:
—No está mal. Pero… obligas a dar muchas volteretas, quiero decir epiciclos, a nuestro encantador vecino. Después de todo, los antiguos eran personas como nosotros. Falibles. Hiparco y Tolomeo no tenían, a fin de cuentas, unos instrumentos de medición tan buenos como los nuestros, y pudieron cometer errores en sus datos. Bastaría con reducir algunos ángulos en un puñado de minutos por un lado, y aumentar otros, para ofrecer a Marte una órbita más armoniosa y mucho más digna de él.
No era tan sólo un cinismo inaudito. Hablaba como un pintor que explicara a su alumno un error en las proporciones o en la perspectiva. Copérnico no buscaba la verdad del mundo, sino su belleza.
—A propósito, mientras te peleabas con el dios de la guerra, he compuesto un prefacio que me propongo dedicar a Su Santidad Paulo III.
Rheticus empezó a leer en un estado casi febril: «Vuestra autoridad —decía Copérnico— me servirá de escudo contra los malvados, a pesar del proverbio que reza que no existe ningún remedio contra la mordedura de un calumniador. Estoy seguro de que los matemáticos sabios aplaudirán mis investigaciones si, como conviene a los verdaderos filósofos, examinan a fondo las pruebas que aporto en esta obra. Si hombres ligeros o ignorantes quisieran abusar de ciertos pasajes de las Escrituras cuyo sentido desfiguran, yo no les prestaría atención. Desprecio por adelantado sus temerarios ataques. Las verdades matemáticas sólo deben ser juzgadas por matemáticos».
El resto era del mismo tenor, un texto admirable, escrito en un latín muy puro; una llamada vibrante a la tolerancia, a la confrontación de las ideas, y sobre todo un alegato en favor de su teoría con una dignidad de gran señor, completamente desprovisto de la humildad que cabría esperar de un oscuro canónigo al dirigirse al primero de sus obispos. Y con la misma dignidad justificaba sus dudas en cuanto a publicar. Decididamente, Nicolás Copérnico era un príncipe.
—Oh, maestro… —empezó a decir Rheticus.
—Lamento, caballero, no haberte mencionado entre las personas que me han incitado a publicar, cuando lo cierto es que lo mereces más que ningún otro, pero habría estado mal visto que, en un escrito dirigido al Papa, apareciera el decano de la Universidad reformada de Wittenberg, del brazo por así decirlo de un cardenal como Nicolás Schönberg y un piadoso obispo llamado Tiedemann Giese. Te habría perjudicado, más que otra cosa. No deseo la muerte del pecador.
—De haber mencionado mi nombre, yo le habría suplicado que lo tachara. Más bien soy yo quien debe agradecerle mil y mil veces el haberme iluminado con la luz de la verdad. Y además, no es costumbre que un maestro dé las gracias a su discípulo por su ayuda.
—¡Oh, las costumbres y yo nunca nos hemos llevado muy bien…! A propósito, respecto de la elección del impresor, vamos a divertirnos un poco. Ya que hemos editado tu Primera exposición en la muy católica imprenta de Danzig, haremos componer mis Revoluciones con los plomos muy luteranos de la imprenta de Wittenberg.
—Pero corre un gran riesgo. Si Melanchthon se niega…
—¿Si se niega? Pues bien, demostrará así que su fe es cien veces más obtusa que la de los monseñores Giese y Dantiscus. No se negará, créeme. Es demasiado astuto, el muy hipócrita. Al hacerlo así, querido caballero, estaremos removiendo el hormiguero con el bastón de Euclides. Les demostraremos a todos que mezclar las cosas de la religión con las de la filosofía de la naturaleza es tan absurdo como peligroso. El heliocentrismo no tiene nada que ver con sus riñas entre capillitas. Está en relación directa con Dios. Canta la belleza y la armonía de su creación, y desdeña las querellas sobre el sexo de los ángeles, el ombligo del primer hombre o la virginidad de María. —Se puso en pie e hizo seña a Rheticus de que se acercara a uno de los paneles de la biblioteca—. Mira esto, caballero, mira este aguafuerte. Fue grabado hace ya mucho tiempo por mi difunto amigo Durero, y me lo envió como muestra de agradecimiento por mi Resumen. ¿Sabes lo que me escribió como acompañamiento, el pobre Alberto? «Someter la belleza absoluta a medida es algo que no corresponde sino a Dios». Este aguafuerte, caballero, es el heliocentrismo.
Rheticus se levantó y se acercó a la Melancholia de Durero, de la que ya había visto reproducciones en Nuremberg. Pero ahora la comprendía mejor. Comprendía de dónde venía su terrible belleza. El rostro sombrío del arcángel era el de Copérnico, hacía cuarenta años tal vez, pero el suyo. Su postura, la cabeza apoyada en el puño izquierdo, la mirada clavada en el cielo, la mano derecha olvidada de que sostenía el compás, era la postura de Copérnico cuando se perdía en meditaciones insondables; la extraña construcción ante la que estaba sentado, en uno de cuyos lados había una escalera apoyada y de la que colgaban un reloj de arena, una campana y una balanza, era la garita de la terraza del observatorio; el perro dormido, era el perro de Copérnico; la extensión de agua que brillaba bajo el sol poniente coronado por el arco iris, era la bahía del Vístula. «¡Y el angelote soñoliento que aprieta entre los brazos el tintero, soy yo, soy yo!», pensó Rheticus en el colmo de la exaltación. Carraspeó, tomó un aire desenvuelto, y dijo por fin:
—Nunca —contestó Copérnico en un tono neutro—, y eso es lo más extraordinario.
Hubo un largo silencio, que acabó por pesar como un malentendido. Para disiparlo, Rheticus dijo, risueño:
—Me ha hablado hace un momento de monseñor Dantiscus. ¿Sabe que se ha convertido en uno de los más fervientes partidarios del heliocentrismo? La buena influencia de Su Santidad Paulo III tiene sin duda mucho que ver. No he visto su nombre entre los agradecimientos, y eso no es muy amable por su parte, maestro. Sobre todo porque le gustaría tanto figurar en las Revoluciones. ¿Sabe lo que le suplica? Que haga un hueco para incluir en alguna parte…, hum, esto.
Rheticus tendió a Copérnico el poema que le había confiado el obispo de Ermland. El viejo canónigo lo leyó, imitando a la perfección el tono pedante de su obispo:
Febo travieso, del mundo en el centro
Nos mueves como una peonza que
Gira hacia afuera y hacia adentro
En torno a tu radiante quinqué.
Atados a ti por el éter,
¿Tienes miedo de que nos perdamos?
Y como astros sin vida rodamos…
Una vez acabada la lectura, Copérnico soltó su carcajada de gigante, se secó los ojos con su gran pañuelo, y dijo por fin:
—Voy a escribirle para alabar su «elegante y pertinente epigrama», y le prometeré que figurará en un lugar destacado en las Revoluciones.
—¡Cómo, maestro! —se inquietó Rheticus—. ¡Desfigurará su obra, hará naufragar su bello navío!
Por toda respuesta, Copérnico miró fijamente a los ojos a su interlocutor y, con un júbilo mudo, rompió el poema en mil pedazos. El pedantón de Dantiscus había añadido además a sus ripios algunos consejos astrológicos: «Habréis de dominar la doctrina que estos principios despliegan ante vosotros si queréis saber qué destinos gobiernan los acontecimientos futuros, y qué desastres acarrean para el pueblo las estrellas hostiles».
Entonces Copérnico volvió a sentarse en su sillón y sus párpados se cerraron. Su rostro expresaba una intensa satisfacción. Y crueldad, también. Por fin había encontrado el punto débil de su antiguo enemigo: la poesía. Se deleitó de antemano en el estupor y la decepción de Dantiscus cuando, al abrir el libro, buscara en vano alguna mención de su nombre. Había humillado a Copérnico en aquello que más quería en el mundo: Ana. Pues bien, a su vez, ahora iba a ser herido en su talón de Aquiles: la vanidad del vate.