Palabra, joven, que incluso en el caso de que consiga entrar en la madriguera de ese viejo oso, sus dificultades no habrán acabado aún. Ni siquiera yo, su obispo, he conseguido entrar nunca allí. Y siempre ha rehusado, sistemáticamente, todas mis invitaciones a venir a verme aquí, en Heilsberg. Por otra parte, no entiendo por qué un reformado como usted, un discípulo de mi amigo Melanchthon, un profesor de matemáticas, se interesa por las elucubraciones de un oscuro canónigo medio loco.
Al oír esta declaración de monseñor el obispo de Warmie, Rheticus no pudo disimular una sonrisa. Si Paracelso había dicho la verdad, el conflicto entre Copérnico y Dantiscus se limitaba a una historia de faldas. Era curioso, sin embargo, pensó, tanto encarnizamiento en un prelado tan sutil y erudito.
—Poca cosa puedo hacer por usted, muchacho —prosiguió el obispo—, salvo darle un pasaporte que le permita circular a sus anchas por toda Polonia. Lo hago en nombre de mi antigua amistad con Melanchthon. Evite, se lo ruego, dejar demasiado patentes sus convicciones religiosas. Por esta región pululan los monjes fanáticos que muy bien pueden conseguir que el populacho lo despelleje vivo.
—En cuanto a eso, monseñor —respondió Rheticus con su exquisita frivolidad—, no tiene nada que temer. ¡Soy tan poco piadoso…!
Le tocó entonces a Dantiscus el turno de sonreír. Aquel joven vivaracho, vestido a la última moda de París, con su voluminosa gorguera, sus cintas y su sombrero emplumado, no le parecía ni mucho menos un luterano hosco y austero.
—Perfecto —respondió entonces—. Sin embargo, y esto tal vez va a sorprenderle al venir de mí, le sugiero que antes vaya a Königsberg a rendir homenaje a su alteza el gran duque Alberto de Prusia, uno de sus correligionarios. Encontraría chocante que un discípulo de Melanchthon no pasara a saludarlo. Como puede usted suponer, las relaciones entre el reino católico de Polonia y ese gran ducado que se pretende reformado no son muy brillantes, pero tenemos un enemigo común tan amenazador para el uno como para el otro: el gran príncipe de Moscovia. De modo que me atrevo a pedirle un pequeño servicio. Lleve este pliego al gran duque y vuelva a verme con su respuesta. Usted me parece un hombre excepcional, señor Rheticus. Pruebe usted un poco de diplomacia. Es un delicado placer de gourmet.
—Pero monseñor, usted apenas me conoce. Puedo haberme inventado de cabo a rabo este viaje y sus objetivos, y no ser sino un espía a sueldo de no sé quién, del emperador por ejemplo…
—¡Qué joven es usted, muchacho! Le ha precedido una carta del maestro Melanchthon, pidiéndome que hiciera todo lo posible por ayudarlo. Aprueba calurosamente su visita a Copérnico, a pesar de que las relaciones entre los dos hombres no han sido nunca idílicas.
Rheticus se mordió los labios. ¿Cómo lo había sabido su antiguo profesor? ¿Quién le había informado? ¿El borracho de Paracelso, el viejo mentiroso de Schöner, o simplemente Heinrich Zell, el guapo secretario que Melanchthon le había impuesto? ¡Tanto mejor, en el fondo! Aceptó la misión ante el gran duque de Prusia que acababa de confiarle el obispo de Warmie. Él, el hijo del médico judío quemado por brujería, se codeaba ahora con los grandes de este mundo. Bella venganza del destino, en verdad.
Dantiscus le tendió un gran sobre violeta lacrado con un grueso sello rojo, del que colgaba una cinta también violeta con las armas del obispado de Warmie. Rheticus se puso en pie, lo tomó y comprendió que la entrevista había terminado. Besó el anillo del prelado, y se disponía a cruzar la puerta cuando Dantiscus lo llamó de nuevo:
—¿Cómo no se me ha ocurrido antes? ¡Tiedemann Giese, por supuesto! El buen Giese. Es la única persona que podrá introducirle en casa de Copérnico.
—¿Quién es?
—Mi homólogo en el obispado de Kulm. Cuando vuelva a verme, le escribiré unas palabras de recomendación para él. Es el único amigo que le queda al viejo oso. ¡Una paciencia admirable! Hasta el punto de que a veces me pregunto…
Dantiscus se contuvo y no comentó el sucio rumor que corría sobre las costumbres de monseñor Giese, un rumor que presentaba la gran ventaja de salpicar también al canónigo astrónomo. En efecto, acababa de darse cuenta de que su demasiado guapo y encantador visitante muy bien podría ser también sospechoso del crimen de sodomía. ¿No era un amigo de Paracelso? Si la sospecha se confirmara, y si Rheticus prolongaba un tiempo suficiente su estancia en Frauenburg, ni siquiera el papa Paulo III, Alejandro Farnesio, podría seguir protegiendo a Nicolás Copérnico. El obispo no terminó su frase y se contentó con despedir al caballero con un gesto de su mano enguantada y cubierta de anillos.
Fue un camino largo y sembrado de trampas el que hubo de recorrer antes de encontrarse frente a aquel hombre misterioso que se había atrevido a colocar el Sol en el centro del mundo. El gran duque lo recibió muy bien en su castillo de Königsberg, advertido como estaba de su previa visita por Melanchthon. Ya no había la menor duda: Heinrich Zell había sido encargado por el maestro de Wittenberg de espiar los menores hechos y dichos de la persona a la que supuestamente servía de secretario. Alberto de Prusia, a su vez, habló pestes del viejo canónigo, al que trató de loco, impío, criatura del Papa e intrigante. Todo ello no hizo sino aumentar la impaciencia de Rheticus, que ahora comprendía que bajo el desprecio afectado de aquellos dos grandes señores se ocultaba un miedo sordo, un horror sagrado.
El joven viajero hubo de esperar una semana antes de que Alberto de Prusia le entregara la respuesta destinada al obispo de Warmie. Una respuesta muy vehemente puesto que Dantiscus le había enviado, con una carta de acompañamiento llena de tacto, una copia del decreto de expulsión de los luteranos de su obispado. El colmo era que su mensajero era asimismo un reformado. Rheticus no llegó a saber nada de aquel juego de príncipes y, como un peón en su casilla, nunca fue molestado durante su larga estancia.
A cambio de numerosos salvoconductos, el gran duque le ordenó trazar el mapa de toda Prusia que le había prometido hacer Copérnico muchos años atrás. Pero el canónigo siempre aplazaba la realización de aquel trabajo, con mil y un pretextos; sin duda, según el gran duque, para ocultar su incompetencia en materia de cartografía, como también escondía su ignorancia en astronomía negándose continuamente a dar a la imprenta su pretendido nuevo almagesto.
Rheticus fingió aprobar con fervor los argumentos del antiguo gran maestre de los caballeros teutónicos, ahora en el papel de príncipe ilustrado que presumía de poseer toda clase de conocimientos, según el modelo florentino. Pero era preferible tener de su lado a un personaje tan poderoso, sobre todo porque Alberto de Prusia le había insinuado la posibilidad de nombrarlo más adelante decano de la recién creada facultad de Königsberg.
—Nunca, nunca serviré a un príncipe —dijo Rheticus a Zell, cuando las torres de Königsberg hubieron desaparecido a sus espaldas—. Permaneceré libre, siempre libre, más libre incluso que Paracelso. Por otra parte, Heinrich, serás tú quien se ocupe de ese mapa de Prusia. Un excelente ejercicio para un aprendiz de matemáticas. Y además, un mapa…, eso realzará tus otros talentos ocultos, ¿no es verdad, doña disimulona, espieta?
De regreso en Heilsberg, Rheticus tuvo aún que esperar una semana: en efecto, el obispo se había ausentado para visitar en el palacio episcopal de Kulm a su homólogo monseñor Tiedemann Giese. Era como para creer que el mundo entero se había confabulado para impedirle conocer por fin a aquel maldito canónigo. Por un instante se desanimó y pensó en abandonar y regresar a Wittenberg. Después de todo, tal vez los otros tenían razón y Copérnico no valía el tiempo ni los esfuerzos que le estaba dedicando. ¡Pero no! Llegaría hasta el final, aunque sólo fuera para demostrarles a todos que nada ni nadie podían disuadirlo de conseguir la entrevista.
Dantiscus volvió por fin, y le dio como había prometido su carta de recomendación para Giese, que lo esperaba en Danzig, a varias jornadas a caballo de Heilsberg. Además, por superstición, Rheticus se obligó a sí mismo a dar un rodeo suplementario para evitar pasar por Frauenburg, la residencia del inalcanzable Copérnico…
—¡No, y mil veces no! No recibiré a ese individuo. ¡Mi pobre Tiedemann, tú siempre tan ingenuo! Un antiguo discípulo de Melanchthon, que hace de recadero entre Dantiscus y Alberto de Prusia; en una palabra, un servidor de mis tres peores enemigos… ¿Y quieres que venga a meter las narices en mis asuntos? Si no te conociera tan bien, acabaría por preguntarme si también tú conspiras en mi contra.
Cuando su amigo se encolerizaba de aquel modo, creyéndose la víctima de una conspiración universal, lo único que podía hacer Giese era acurrucarse y esperar que la tempestad pasara. Copérnico volvió a sentarse y se sumió en una larga meditación, de la que salió por fin para decir, con una voz considerablemente más suave:
—¿Me dices que ese muchacho viene recomendado por el loco de Paracelso? Yo le envié mi Resumen, hace tiempo, a Basilea, donde se encontraba entonces, y le pregunté por algunos puntos de medicina, que yo aún practicaba. Me respondió enterrándome en libros suyos y proponiéndome que llevara a imprimir mi trabajo a Froben, el editor de Erasmo, a lo que yo me negué. Luego, Paracelso se ha ganado una reputación muy mala. ¿No será ese joven…? Si resulta que me cuelgan el sambenito de…, bueno, ya sabes lo que quiero decir…
Copérnico se había metido en una situación muy embarazosa. No dudaba de la gran virtud de su amigo, al que jamás había conocido la menor relación femenina, ni siquiera en la época de Ferrara; pero no por eso ignoraba el rumor calumnioso que corría sobre las costumbres del obispo de Kulm, como por lo demás sobre las de todo aquel eclesiástico al que no se le conocieran bastardos ni una concubina oficiosa.
—¿Un profesor sodomita en Wittenberg, en casa del rígido y austero Melanchthon? ¡Vamos, eso es imposible! —replicó Giese, tal vez con un calor un poco excesivo—. Cuidado, Nicolás, con la edad empiezas a ver el mal en todas partes.
De hecho, la llegada a su viejo palacio episcopal de Rheticus y su ayudante de rostro de serafín había supuesto un torbellino de juventud y de entusiasmo que había conmovido profundamente al solitario prelado, rodeado únicamente por clérigos rancios y monjes ignorantes. Siempre que podía, Giese viajaba hasta Frauenburg, maravillado siempre por los conocimientos universales de aquel a quien proclamaba su único amigo, a falta de poder llamarle su maestro. Único amigo tal vez, pero que cada vez más se replegaba sobre sí mismo, desconfiado, impaciente, colérico, cuando intentaba inculcar algunas nociones de matemáticas a un Tiedemann Giese decididamente impermeable al arte de los números. Por lo demás, Copérnico se quejaba de no tener ya, en esa materia, las intuiciones fulgurantes de sus veinte años. De modo que, al comprobar los conocimientos juveniles de Rheticus, Giese se había dicho que un alumno así estimularía el genio adormecido de su amigo en mucha mayor medida que el viejo ignorante imposible de desasnar por el que se tomaba a sí mismo. Ahora sabía cómo convencerlo para que recibiera al joven matemático:
—Incluso en el caso de que Rheticus estuviera a sueldo de tus enemigos; incluso si hubiera sido enviado aquí para manchar tu reputación, el remedio sería peor que la enfermedad. Si no lo recibes te acusarán de cobardía, de superchería. Se voceará a los cuatro vientos tu miedo de que un oscuro maestrillo en artes pueda reducir a la nada tus Revoluciones.
¿Estallaría de nuevo Copérnico? No. Su rostro se oscureció un momento, y pasado ese instante dijo, con mucha calma:
—¿Cuándo vas a presentarme a tu joven prodigio?
—Está esperando en la taberna del puerto a que lo llame. —¡Bonita emboscada, Tiedemann! Retiro lo dicho, no eres tan ingenuo como pensaba. ¡Bien jugado! Envía a alguien a buscarlo. Ese antro no es digno de que lo visite un discípulo de Melanchthon. ¡Ah, una última cosa! ¡Que su secretario se quede donde está! No quiero más quebraderos de cabeza con otro pipiolo. ¿Tenía yo un secretario cuando visité por primera vez a mi maestro Novara?
Con la edad, Radom había engordado mucho, como si hubiera ido amontonando carne sobre sí mismo. De modo que, mientras lo seguía por la escalera que llevaba al último piso de la torre, Rheticus no se sintió en absoluto impresionado por aquel sirviente obeso que resoplaba en cada escalón y se aferraba a la cuerda fijada al muro que servía de pasamanos. En aquel final del mes de mayo de 1539 llegaba al último tramo de su búsqueda, y sentía miedo. Miedo de sentirse decepcionado por el hombre que había situado el Sol en el centro del mundo. Se lo figuraba como un viejecito encogido, dando vueltas continuamente a su única hipótesis, a su único timbre de gloria. Al joven viajero le costaría seguramente tan poco gustarle como a monseñor Giese, al que había entusiasmado más de lo razonable.
El hombre que apareció ante él, sentado negligentemente en un rincón de una larga mesa en el centro de una amplia biblioteca, con las piernas cruzadas, no se parecía en nada al que había imaginado apenas hacía unos instantes. De gran estatura, con una nariz grande y abultada, barba y cabellos entrecanos, ojos hundidos bajo unas cejas enmarañadas y profundas arrugas marcadas en su amplia frente, Nicolás Copérnico tenía más el aspecto de un viejo soldado de vuelta de mil y una batallas que de un sabio tímido, más o menos hombre de Iglesia, encerrado de por vida en la penumbra de su gabinete.
Rheticus sabía muy bien, y se valía de ello con habilidad, que su gracia y su aparente espontaneidad trastornaban más de una cabeza e iluminaban con más de una sonrisa el rostro de aquellos ante quienes se presentaba por primera vez. Ya desde que entró, Tiedemann Giese, hundido en una cómoda poltrona, empezó a babear. En cambio, no se movió ni un rasgo del rostro áspero de Copérnico. Su mirada dura y penetrante examinó de arriba abajo a su visitante, como el chalán calibra de un solo vistazo las cualidades de una caballería. Y Rheticus se estremeció. Aquel hombre era su padre, o por lo menos la reencarnación del médico judío quemado vivo en la gran plaza de Feldkirch en presencia del pequeño Joachim, hacía ya once años. Se le parecía de una manera turbadora. Incluso su voz grave y ligeramente velada por una extraña ironía le recordó al desaparecido:
—Aquí tenemos, pues, al protegido de Melanchthon que desea mi muerte, de Dantiscus que no cesa de atormentarme, y de ese energúmeno de Paracelso, que sin embargo no parece darse la menor prisa en reanudar su correspondencia conmigo. Sólo por consideración a este último, joven, he cedido a la insistencia de monseñor Giese y he consentido en recibirle, a pesar de que el tiempo no me sobra. Pero en primer lugar, le ruego que me aclare qué es lo que oculta detrás de ese apodo de Rheticus. Y hable fuerte, se lo ruego, soy un poco duro de oído.
—El reverendo Copérnico sólo es sordo para lo que no quiere oír —bromeó Giese, que se sentía de un humor juguetón.
Y mientras el canónigo lanzaba una mirada furiosa al obispo de Kulm, Rheticus contó su infancia errante entre Italia, Baviera y Austria, la instalación en Feldkirch, el martirio de su padre…
—Yo conocí, en Padua, a un estudiante de medicina llamado Georg Iserin —le interrumpió Copérnico, probando así que su sordera era muy relativa—. Una persona muy brillante, pero que, a mi entender, se dedicaba con excesiva imprudencia, en la academia que ambos frecuentábamos, a especulaciones peligrosas para su seguridad. Mis maestros y yo mismo le recomendábamos con frecuencia que fuera más reservado. Pero prosiga su relato, joven.
El joven en cuestión sintió que las piernas ya no lo sostenían. ¡Copérnico había conocido a Georg Iserin! Se prometió trazar algún día la carta astral del canónigo y compararla con la de su padre. El resultado, con toda seguridad, sería asombroso. Tragó saliva y reanudó su relato, aunque con algo menos de facundia que al principio: sus estudios en Zurich y luego en Wittenberg, sus diplomas, su acceso a la nobleza con el título de caballero, y sus visitas a todos los matemáticos y astrónomos notables de Alemania, aunque calló las cosas que ellos habían dicho de su interlocutor…
A cada nombre que pronunciaba, Copérnico inclinaba ligeramente la cabeza para indicar que conocía a todos aquellos eminentes profesores, pero Rheticus no podía saber si la mueca oculta a medias detrás de su espeso bigote era de aprobación o de desdén. Rheticus explicó después que el objeto de su búsqueda era encontrar, junto a todos aquellos sabios ilustres, un sistema del mundo más satisfactorio para la mente que el propuesto hacía tantos siglos. El visitante acabó con la mención de las audiencias que le habían concedido Dantiscus y Alberto de Prusia, sin ocultar lo que habían exigido de él, pero insistiendo en que se había visto obligado a obedecer a pesar suyo, porque era el único camino posible para llegar a Frauenburg.
—¡Pues claro! —dijo entonces un Copérnico sarcástico y furioso—. ¡El gran duque y su famoso mapa! Después de todo ¿qué me importan a mí Prusia, Polonia, Roma y la Reforma, y todas esas fieras que se despedazan entre ellas? Yo había preparado un esbozo, para darle alguna garantía a cambio de mi tranquilidad.
Debe de estar por algún lado…, mi secretario me lo buscará. Así me librará usted de esas cosas inútiles que vamos acumulando a medida que pasa el tiempo por no querer echarlas al fuego. Por otra parte, no estoy seguro de que ese bárbaro de Alberto sea capaz de descifrar una latitud.
Giese intervino entonces, no como amigo sino como obispo de Kulm:
—Nicolás, te prohíbo comunicar el menor dato topográfico sobre nuestros obispados a la persona que, te lo recuerdo, es el jefe de los reformados prusianos.
—¿Por quién me tomas, monseñor? No se trata más que de algunas mediciones tomadas en sus tierras. Algunas de ellas son intencionadamente falsas, por otra parte —añadió el astrónomo, con un guiño malicioso—. Pero yo creía que tenías una confianza absoluta en la rectitud del caballero Rheticus. ¿Es que ahora piensas que este muchacho es un espía de su alteza?
Mientras Giese farfullaba una protesta confusa, el joven visitante pensó que tendría que encontrar alguna brecha en la fortaleza de desconfianza que venía a ser el canónigo de Frauenburg. El bastón, por supuesto, que hacía girar maquinalmente entre sus manos. Y sobre todo su contenido. ¡La emoción que sentía le había hecho olvidarlo! Cuando los dos eclesiásticos acabaron de intercambiarse reproches agridulces, Rheticus intervino:
—El doctor Paracelso me ha encargado que os entregue esto en testimonio de su amistad y de su admiración por el gran filósofo que es usted.
—¿Paracelso, amistad y admiración por alguien que no sea él mismo? ¡Bah, nos lo han cambiado! Enséñeme eso. ¡Bonito bastón, a fe!
Entonces el viajero contó cómo había conseguido el médico vagabundo el grueso bastón de madera de olivo con puño de marfil, y su secreto.
—¡El bastón de Euclides! —ironizó entonces un Copérnico burlón—. ¿Y por qué no el orinal de Arquímedes, ya puestos?
Examinó la pequeña talla de marfil que representaba una esfinge, extrajo el estuche de seda roja y sacó de él un gran rollo de papiros que dispuso y alisó sobre la larga mesa de roble, ya abarrotada de papeles manuscritos, libros abiertos con puntos para señalar algunas páginas, una escribanía y una pequeña esfera armilar muy antigua y probablemente obsoleta. Con el corazón disparado, Rheticus observó el menor gesto, la menor expresión de su anfitrión. Copérnico dejó escapar un suspiro de cansancio y se puso unas gafas gruesas que agigantaron sus ojos de un negro profundo y lo envejecieron de golpe. Sus labios empezaron a moverse, pero de ellos no salió ningún sonido. Rheticus sabía que pronunciaba, en griego, el título y el autor del manuscrito: «Hipótesis, Aristarco de Samos». La lectura prosiguió durante mucho tiempo, puntuada tan sólo por algunos gruñidos, tal vez de satisfacción o tal vez de duda o de asombro. Giese, cada vez más hundido en su sillón, ahogó algunos bostezos. Pestañeaba y, en ocasiones, su cabeza se vencía, para de inmediato volver a alzarse con un sobresalto. La digestión del almuerzo, que había tomado allí mientras Rheticus esperaba en la taberna del puerto, le resultaba ardua. Por fin Copérnico, con una especie de pudor, se quitó las gafas antes de levantar la cabeza, con el rostro siempre impasible:
—Bah. Si la memoria no me falla, he leído algo sobre este Aristarco…, en Plutarco tal vez, o en una compilación dudosa del inencontrable Arenario de Arquímedes. Es usted muy joven para saberlo, señor caballero, pero en Italia, en mi época, era imposible llevar la cuenta de los pretendidos escritos inéditos de autores antiguos encontrados milagrosamente en los escondites más inverosímiles, y que no eran más que falsificaciones groseras, torpes apócrifos, nuevas cartas del Preste Juan… Alejandro Farnesio, que hoy es Su Santidad Paulo III, me enseñó un día un seudodiálogo de Platón, en el que Sócrates conversaba, en un latín aproximado, con Pablo de Tarso. ¡Cuánto nos divertimos, aquel día!
Y el canónigo soltó una enorme carcajada que hizo vibrar las paredes de su torre. Luego recuperó su expresión sombría y siguió diciendo:
—Así pues, tengo motivos para mirar con escepticismo este Aristarco que pretende haber descubierto Paracelso. No sería la primera superchería del buen doctor. Toma, Giese, lee esto y dime qué te parece, si aún guardas en la memoria alguna noción de la lengua de Homero. En cuanto a usted, joven, supongo que su visita no tenía como único objetivo el traerme este regalo dudoso.
Desconcertado e intimidado por aquel hombre extraordinario, Rheticus había perdido toda su ufanía y su soberbia. Balbuceó entonces que le habría gustado consultar las Revoluciones de los cuerpos celestes, porque la única persona que poseía una copia, Erasmus Reinhold, que la había recibido de Melanchthon, se había negado a prestársela.
—¡Ah, caramba! —replicó Copérnico, cada vez más cáustico—. Será que Johann Schöner de Nuremberg, Petrus Apianus de Ingolstadt y todos los eminentes doctores a los que ha visitado han perdido el ejemplar que les envié. Se dice que los astrónomos somos distraídos, pero hasta ese punto… Bien. Voy a prestarle…, antes, sin embargo, y sin que lo tome a ofensa el profesor de matemáticas que dice usted ser, me gustaría calibrar un poco su competencia y sus aptitudes en ese terreno. Comprenda, caballero, que no deseo que, una vez más, mi obra sea desfigurada por los sicofantes.
De haber venido de cualquier otra persona, la afrenta habría sido lavada con sangre de inmediato; pero viniendo de un hombre como aquél, ni siquiera fue tenida en cuenta. Rheticus, ya rendido, se prestó con entusiasmo a lo que tenía todas las características de un examen. Mientras Giese descifraba el manuscrito de Aristarco, el canónigo se convirtió en inquisidor. Álgebra, geometría, astronomía, filosofía, Platón, Tolomeo, Euclides, Pitágoras… Todo salió a relucir. Progresivamente, las preguntas se fueron haciendo más difíciles, y las respuestas menos y menos rápidas. Hasta el momento en que Rheticus se confesó vencido y dijo con una voz temblorosa:
—No lo sé.
Copérnico se arrellanó entonces en su sillón y pareció finalmente mirar a su interlocutor con cierta benevolencia.
—¡Mi enhorabuena, caballero! Las demás respuestas han sido exactas y muy bien presentadas, salvo algún detalle menor. Esta última ha sido la mejor. Si me hubiese dicho algo así como: «Lo he olvidado», le habría plantado en la calle de inmediato. Confesar la ignorancia es revelar la sabiduría. Está decidido, le voy a confiar mis Revoluciones, pero…
—¡Por fin, Nicolás, no eres el único!
Giese había saltado de su asiento y agitaba los papiros cubiertos de caracteres griegos con una tinta que el tiempo había hecho palidecer.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que Aristarco de Samos, ese astrónomo de la gran escuela antigua de Alejandría, dice lo mismo que tú… ¡Y que va a ser para ti lo que fue Platón para Ficino! ¿Qué podrán decir tus detractores, si en adelante puedes apoyarte en la sabiduría de un antiguo, más antiguo incluso que Tolomeo, del mismo modo que Aristarco se apoyó tal vez en el bastón de Euclides?
—Salvo que sea una falsificación, destinada a perjudicarme y cubrirme de ridículo. De Paracelso se puede esperar todo. Y además, Aristarco parece un santo patrón de mal augurio. Fue discípulo de Estratón de Lámpsaco, el autor de la excelente Sobre las dimensiones del Sol y de la Luna, y fue duramente criticado por Arquímedes y acusado de impiedad por Cleanto el Estoico. El famoso cabalista Zeitún de Olisipo contó, en su poema El canto de Linceo, que todos sus escritos habían desaparecido en el gran incendio de la biblioteca de Alejandría. Pero yo no lo creo. Más bien me parece que se convirtieron en humo bajo la antorcha de los jueces.
«Para ser una persona que hace un instante pretendía no saber apenas nada de Aristarco de Samos…», se dijo Rheticus. La estatua marmórea de Copérnico que había empezado a erigir se agrietó un poco. El canónigo se puso en pie para indicar que la entrevista había terminado; sacó de un estante de la biblioteca un pesado volumen encuadernado y cerrado con una lengüeta de cobre, y lo tendió a Rheticus.
—Se lo confío. Léalo, redacte sus comentarios y devuélvamelo dentro de tres semanas. ¿Dónde va a alojarse?
A decir verdad, el viajero no lo sabía. Había esperado vagamente que el astrónomo le propusiera alguna de las numerosas habitaciones de aquella amplia torre, para tenerlo a su lado. Giese se dio cuenta de su desconcierto mudo, y dijo:
—Acompáñeme a mi residencia de verano de Loebau, querido amigo; es un viejo castillo siniestro, pero ideal para el estudio. Además, allí me rodeo de gente de una conversación tan amena como erudita.
Rheticus se sobresaltó y se volvió a Copérnico. Como en sueños, había creído oír estallar de nuevo aquella risa estentórea. Pero no era así. El canónigo, que había permanecido impasible, se contentó con añadir:
—Las viejas piedras de Loebau tienen otra ventaja: es una fortaleza con centinelas muy vigilantes. Le costará mucho salir de allí. De modo que seré yo quien pase a visitarlo, dentro de tres semanas. La región es muy rica en especies animales, y una partida de caza servirá para desentumecerme las piernas.
A lo largo del trayecto, mientras el obispo de Kulm charlaba volublemente con Heinrich Zell, Rheticus, profundamente conmocionado por aquella extraña entrevista, empezaba a comprender el miedo sagrado que parecía invadir a todos los enemigos de Copérnico. Aquel hombre era un monstruo que irradiaba en ocasiones una deslumbrante luz solar, para luego sumirse en una opacidad mayor que la de una noche sin luna ni estrellas.
Rheticus se sumergió en las Revoluciones de los cuerpos celestes, y para él ya no contó nada más, a excepción de su Tolomeo, abierto a un lado y que consultaba de vez en cuando. Si aquella flamante edición impresa, en griego, del Almagesto se hubiese evaporado de pronto ante su vista por un efecto de magia, él no se habría extrañado lo más mínimo. En efecto, lo que hacía Copérnico era modificar de arriba abajo el orden del mundo tal como estaba establecido desde hacía catorce siglos. Para Tolomeo, en el centro del Universo estaba la Tierra, inmóvil; luego venía la Luna, que daba la vuelta a la Tierra en un mes; después, Mercurio, Venus y el Sol, que completaban sus revoluciones sobre el deferente en un año; luego Marte en dos años, Júpiter en doce años y Saturno en treinta años; y finalmente las estrellas fijas, que completaban sus revoluciones en un día. Copérnico, a partir del principio de que los orbes aumentan en tamaño cuanto más largas son las revoluciones, redefinía el orden de los planetas empezando desde arriba: «La más lejana de todas las esferas, la que contiene a todas las demás, es la de las estrellas fijas. Con ella se relacionan los movimientos y las posiciones de los demás astros, los planetas. Los antiguos astrónomos le atribuían un movimiento de rotación alrededor de la Tierra, pero yo demostraré que ese movimiento no es sino aparente, y que el movimiento de rotación pertenece a la propia Tierra. Por debajo está la esfera de Saturno, cuya revolución dura 30 años. Debajo de ella, la de Júpiter, que da la vuelta al cielo en 12 años; Marte, que da la suya en dos años, y después la Tierra, que completa su órbita en un año; Venus, que da la vuelta en nueve meses, y finalmente Mercurio, cuya revolución es de tan sólo 88 días. En el centro se sitúa el Sol, inmóvil, para poder iluminarlo todo».
La Tierra quedaba relegada al rango de simple planeta, y sólo la Luna giraba alrededor de ella. «Encontramos en ese orden admirable una armonía del mundo, así como una relación cierta entre el movimiento y el tamaño de los orbes, tal como es imposible encontrarlos de ninguna otra manera», proseguía Copérnico, e ilustraba el nuevo sistema del mundo con un esquema general, dibujado con pluma hábil y que, desde la primera mirada, no dejaba la menor duda acerca de la perfecta circularidad de las órbitas de los cuerpos celestes alrededor del Sol.
Rheticus copiaba con una pluma frenética pasajes enteros, y caía en éxtasis ante algunos de ellos: «En el centro reposa el Sol. En efecto, en ese templo espléndido, ¿quién colocaría una lámpara en otro lugar que no fuera aquel desde donde puede iluminarlo todo a la vez? En verdad, no ha sido impropia la expresión de quienes lo han llamado pupila del mundo, mientras otros lo han calificado de Espíritu del mundo, o Rector del mismo. Trismegisto lo llama Dios visible, y la Electra de Sófocles, “el que todo lo ve”. Y así es en efecto como el Sol, cual si reposara en un trono real, gobierna la familia de astros que lo rodea». Repasaba esta o aquella figura, este o aquel cálculo, sobre la base de las tablas astronómicas que había traído de Wittenberg y las recogidas, de escuela en universidad, a lo largo de su viaje.
Su trabajo de descubrimiento de aquella obra genial duró tan sólo una semana. Se hacía servir las comidas en sus habitaciones, y no salía de ellas sino en raras ocasiones, por cortesía hacia su anfitrión. Por lo demás, Giese no se sentía ofendido, antes al contrario: exultaba de gozo. Por fin una mirada nueva y entusiasta recorría sin prejuicios la obra de su incómodo amigo, al que desde Ferrara, y de aquello hacía ya casi treinta y cinco años, no había dejado de venerar y de proteger contra los ataques mezquinos del mundo exterior. Gracias a aquel joven matemático, se prometió a sí mismo, la gran Verdad revelada por el canónigo emergería por fin a la plena luz del día, y su gloria universal tal vez alcanzaría en una pequeña parte al obispo de Kulm. Por su parte, Rheticus estaba encantado de que lo dejaran en paz y no le obligaran casi nunca a participar en las insípidas conversaciones de los invitados del prelado, cuya intención era crear en aquella región siniestra una especie de academia.
Una vez concluido el desbrozado de las Revoluciones según el método que le era habitual, Rheticus emprendió una segunda lectura, más reposada, como si descubriera la obra por primera vez. Se dio cuenta entonces de su principal defecto: a excepción de unos pocos pasajes dispersos aquí y allá, como a disgusto, entre las demostraciones matemáticas, la obra sólo podía ser comprendida por unos pocos iniciados, por lectores que poseyeran tantos conocimientos como su autor. Copérnico no parecía tener la menor vocación pedagógica, y el profesor de Wittenberg pensó que incluso el mejor de sus alumnos, si le daba a leer aquello, no entendería una sola palabra.
Tuvo entonces una iluminación: él, Rheticus, era el elegido, el Galaad al que acababa de ser ofrecido el Santo Grial de la astronomía por el pecador que era el canónigo de Frauenburg. Si no, ¿por qué habría interpuesto el cielo tantos obstáculos en su camino, con el fin de disuadirle de su búsqueda? Sí, él enseñaría las Revoluciones, él las revelaría al mundo, tal era su misión y ahora estaba seguro de ello, tal era su destino, hacia allí le había guiado su estrella desde que su padre pereciera entre las llamas para reencarnarse en el cuerpo y el espíritu de Copérnico.
Luego, el pensamiento racional del universitario volvió a imponerse sobre la iluminación mística del apóstol.
—¡Método, Joachim, y sólo método! —murmuró, repitiendo así, sin tener conciencia de ello, los consejos de su padre, cuando éste le daba las primeras lecciones de cálculo.
Y apenas había otro método posible que el que practicaba en Wittenberg: el curso ex cathedra. Copérnico, el maestro, sólo se dirigía a sus pares, a los demás maestros; Rheticus, el discípulo, se dirigiría a los estudiantes, futuros discípulos del heliocentrismo. Siguió tomando notas, y acabó por componer con ellas catorce lecciones lo bastante claras para situarse al alcance de un bachiller estudioso. Para terminar, escribió una carta elocuente a Schöner, con la intuición de que el astrónomo de Nuremberg podría ser algún día útil para su misión: «Deseo, sapientísimo doctor Schöner, que te plantees como punto de partida que el hombre ilustre cuyas obras estoy estudiando ahora no es inferior a Regiomontano en saber ni en talento, no ya en la astronomía sino en ningún género de doctrina. Yo lo compararía más bien con Tolomeo. El célebre astrónomo griego tiene en común con mi maestro el haber podido, con la ayuda de la Providencia, acabar de desarrollar su teoría, en tanto que, por un cruel decreto del destino, Regiomontano vio concluir sus días antes de haber sentado las bases sobre las que debía elevarse su edificio. Cuando en tu casa, sapientísimo doctor Schöner, hace un año estudiaba yo los trabajos de Regiomontano sobre la teoría de los movimientos celestes, los de su maestro Peurbach, los tuyos y los de otros matemáticos ilustres, empecé a comprender cuán enormes habían de ser las investigaciones necesarias para reconducir a la astronomía, esa reina de las matemáticas, a su verdadera morada celeste, y para restablecer con dignidad la forma de su imperio. Pero Dios ha querido hacerme testigo de la realización de esos inmensos trabajos, muy superiores a la idea que de ellos me hacía yo de antemano, y cuyo peso sostiene mi maestro, superando con creces sus dificultades. Siento que ni siquiera en mis sueños había llegado a entrever la sombra de esta grandiosa tarea».
Pasaron así dos semanas más. Había perdido toda noción del tiempo. Por fin, un día vinieron a anunciarle, cuando acababa de terminar la última relectura de sus catorce lecciones, que el canónigo Nicolás Copérnico había llegado al castillo de Loebau. La visita estaba anunciada en esas fechas desde la entrevista en Frauenburg, pero Rheticus lo había olvidado. De modo que vio una nueva señal del destino en aquel segundo encuentro entre el rey pecador y el Galaad de la astronomía, en el momento preciso en el que este último había dado cima a su misión.
Después de guardar sus lecciones en el justillo, bajó de cuatro en cuatro los peldaños irregulares de la escalera y apareció como una exhalación en la gran sala que había servido antaño para las ceremonias de investidura de los caballeros teutónicos. Apoyado en la repisa de la chimenea monumental, con la mano derecha negligentemente posada sobre el puño del bastón de Euclides, Copérnico discurseaba puesto en pie ante un círculo de canónigos y clérigos, en tanto que, vuelto de espaldas al hogar, el obispo de Kulm, con la sotana subida hasta la cintura, exponía sus nalgas desnudas y peludas al calorcillo del fuego. Incluso en aquel hermoso mes de mayo de 1539, una sempiterna humedad impregnaba su residencia de verano. Copérnico, que sobrepasaba en una cabeza la estatura de la mayoría de quienes lo escuchaban, vio por encima del hombro que entraba en la sala un Rheticus sin aliento, y exclamó, dirigiéndose a Giese:
—¡Eh, monseñor! ¿No será este el diablo luterano al que obligas a hacer gárgaras en tu pila de agua bendita de Loebau?
Y se echó a reír él solo al ver la cara de inquietud con la que todos aquellos piadosos papistas se volvían hacia el recién llegado, que, sin embargo, les había deleitado durante las pasadas tres semanas con su brillante conversación. Rheticus, que no había oído la chanza, se precipitó hacia él, se echó a sus pies, le tomó las manos y exclamó:
—¡Ah, maestro, maestro! ¡Qué hermoso, qué grande!
Copérnico estaba por lo visto de un humor excelente, porque le preguntó:
—¿Qué es eso tan hermoso y tan grande, caballero? Seguro que no es el culo chamuscado de monseñor el obispo.
Giese, confuso y furioso, se bajó la sotana mientras gruñía:
—¡Nicolás, hay veces en que llegas a ser exasperante!
Copérnico hizo levantar a Rheticus y le susurró:
—Hablaremos de todo eso más tarde. Pero no aquí, muchacho, no delante de esta gente. No se echan margaritas a los puercos.
Y añadió, en voz alta:
—Ya ve, caballero, cuando ha llegado no estábamos hablando con estos señores de astronomía ni de teología, sino de cinegética. En efecto, mañana monseñor de Kulm nos invita a una partida de caza del oso que promete ser bastante interesante. Por lo menos para aquellos de nosotros que aún somos capaces de sostenernos sobre una silla de montar. ¿Lo es usted?
Rheticus aceptó la invitación con un entusiasmo forzado. En efecto, no era muy alegre la perspectiva de una expedición en compañía de una caterva de papistas, algunos de los cuales le parecían seniles, mientras él no soñaba más que con una cosa, ascender a las estrellas en compañía de aquel a quien en adelante llamaría siempre, para sí mismo, el maestro de los maestros.
La caza duró dos días. Y al atardecer del tercero, un Rheticus extenuado, dolorido en todos sus huesos, hizo entrega de sus catorce lecciones a un Copérnico que, por el contrario, parecía haber rejuvenecido veinte años, después de las largas cabalgadas por los bosques y las marismas: además de tres osos, había matado un uro y un bisonte.
A una hora ya avanzada de la mañana del día siguiente, el joven profesor de matemáticas, aún con la dolorosa impresión de que el diablo le había estado dando bastonazos mientras dormía, entró en un saloncito en el que el obispo y el canónigo charlaban delante de una botella de vino italiano a la que rendían adecuado honor.
—Y bien —le dijo Copérnico por todo saludo—, ¿se ha caído de la cama nuestro Nemrod de Wittenberg? He leído su escrito.
No está mal, pero tengo algunas cuestiones que plantearle y también ciertas objeciones, que no son de orden científico, puede estar tranquilo al respecto. Pero antes, sírvase un vaso de frascati, regalo del cardenal de Capua. No hay nada mejor para las agujetas, crea al médico que aún soy.
Rheticus se dejó caer en la silla que le ofrecían, y rehusó beber. Entonces, Giese ordenó al lacayo que prepararan para su invitado una sopa de coles con torreznos frotados con ajo y un puré de patatas, excelentes remedios contra toda clase de dolores, precisó el prelado con una solicitud casi maternal que irritó al joven más aún que los sarcasmos lacerantes del maestro.
—Sus catorce lecciones son un excelente trabajo de vulgarización —siguió diciendo Copérnico—. ¿Pero qué piensa hacer con ellas?
Antes de responder, y con la esperanza de encontrar en la copa algún ánimo, Rheticus se resignó a aceptar por fin un vaso de vino blanco del Lacio. Casi deseaba pedir por favor el posponer aquella conversación para más tarde. Finalmente gimió:
—Tenía la intención, maestro, y con vuestra autorización, de enseñar el heliocentrismo en la Universidad de Wittenberg en el próximo año escolar.
Giese exclamó entonces:
—¡Estás loco, hijo mío! Antes de que Melanchthon te autorice a decir una sola palabra habrás sufrido la misma suerte de tu padre, nuestro pobre y querido Georg Iserin.
¡También él había conocido al médico de Feldkirch! Rheticus se sintió por un instante asaltado por todas sus sombras, todos sus fantasmas. ¡Y por Dios que le fastidiaba el obispo, con sus carantoñas de enamorado que pretendían ser protectoras! Mientras que a Copérnico, constató con amargura, parecía importarle un pimiento la suerte que corriera. En efecto, mientras levantaba la copa hasta la altura de sus ojos para admirar la transparencia del vino, el canónigo dijo en tono neutro:
—Si quiere ir directamente al cadalso, señor caballero, es después de todo una decisión suya. Pero en ningún caso voy a permitirle que profese mi teoría delante de nadie. Si infringe usted esa prohibición, lo consideraré un abuso de confianza. Y en tal caso, puede estar seguro que de Roma a Londres, pasando por París, todas las puertas se le cerrarán.
—Pero maestro, jamás me permitiría robar su obra y apropiármela.
Copérnico golpeó con fuerza la mesa con el puño cerrado, y su frente enrojeció. Le invadió una de sus repentinas y brutales cóleras:
—¿Robarme? ¡Bromeas! No es mi obra, por los cuernos de Belcebú, no es propiedad mía. ¡Es la obra de Dios! Y Él no levanta más que para unos pocos elegidos, entre los cuales te contaba a ti, caballero, una punta del velo que oculta a los ojos de los ignorantes la belleza absoluta de la Creación. ¿En qué orejas de burro tienes la intención de verter el Gran Secreto, Rheticus, en qué nido de zánganos, delante de qué tribunal de sicofantes? ¿Conoces siquiera el barro con el que me han salpicado, a mí y sobre todo a los míos? ¿Sabes a qué albañal han querido arrojarme? ¿Sabes en qué tingladillo para bateleros han representado una farsa para manchar con sus risotadas inmundas a los seres más queridos por mi corazón?
Abrumado por aquella explosión, Rheticus lanzó una mirada desesperada a Giese, como un náufrago en busca de una tabla de salvación. El obispo le respondió con una mueca que quería decir: «Deja pasar la tormenta, luego te explicaré». Copérnico vació su vaso de un trago, y volvió a llenarlo hasta el borde. Su mano temblaba un poco y algunas gotas plateadas se posaron en el mantel. Se calmó casi tan brutalmente como había estallado antes:
—Sin embargo, Joachim…
¡Le había llamado por su nombre de pila! ¡Su maestro, su padre!
—Sin embargo, Joachim, me sentiría en cierto modo culpable si el excelente trabajo que has hecho fuera en vano. Un trabajo que me ha demostrado que eres el hombre que yo necesitaba. Un cerebro lo bastante virgen para no cargar con el lastre de los prejuicios antiguos, pero también lo bastante inteligente para llevar a cabo la tarea en la que me propongo ayudarte. Se trata de un viejo proyecto: reunir, clasificar y ordenar todas las tablas astronómicas que he podido reunir durante mi ya demasiado larga vida, y hacerlas imprimir para que sea posible procurarse esos datos con facilidad. Y entonces, como está escrito en Mateo: «¡Que comprenda quien pueda!». Pero te recompensaré, puedes estar seguro. Aceptaré el precio que me pidas.
—Llegar a ser su ayudante es para mí el más inesperado de los salarios. No pido otra cosa.
—¿Cómo? ¿Es que el querido obispo Dantiscus te ha hablado de mi legendaria avaricia? Es cierto que, desde que intento hacer vomitar sus monedas a uno de sus perros de presa, el más corrompido de los canónigos de Frauenburg, que me debe cierta cantidad de dinero…
A Rheticus le importaban muy poco aquellas riñas de viejos rancios. Lo había conseguido: había entrado en el sanctasanctórum.
Permanecieron dos semanas más en el castillo de Loebau, porque quedaban aún algunos problemas pendientes, en particular el de los mapas exigidos por Alberto de Prusia. Giese era partidario convencido de que se hicieran, para no irritar a su temible vecino. Así pues, Rheticus ordenó a su secretario y antiguo amante Heinrich Zell, al que con gusto habría mandado al diablo, que se encargara del trabajo. Tanto peor si aquel ferviente luterano iba más allá de lo que deseaba el obispo de Kulm y entregaba datos topográficos de la Prusia católica al antiguo gran maestre de los caballeros teutónicos. Más peligroso era el decreto de expulsión de toda su jurisdicción, lanzado contra los reformados por el obispo de Warmie, decreto agravado ahora con la amenaza de la pena de muerte. Así pues, Giese solicitó a Dantiscus una dispensa para su protegido. Más que una dispensa, era una exigencia, porque sugería que, si el documento de dispensa no se emitía en el más breve plazo, recurriría a Su Majestad Segismundo I de Polonia, partidario de la tolerancia religiosa en todo su reino.
Mientras, y hasta el fin de su estancia en Loebau, Copérnico se desinteresó de lo que llamaba asuntos de intendencia. Todas las mañanas salía a cazar y no regresaba hasta la noche, triunfante en ocasiones, blandiendo como trofeo un cuerno de uro, una caza que escaseaba: tantos ejemplares había matado tiempo atrás junto a su tío Lucas.
Por su parte, Rheticus y Giese conspiraban. El primero quería redactar un prólogo a las famosas tablas astronómicas, en el que presentaría la vida y la obra del canónigo. El otro encontraba excelente la idea, porque veía en ella un primer paso hacia la publicación impresa de las Revoluciones de los cuerpos celestes. Una publicación por la que batallaba desde hacía años contra la negativa de su testarudo amigo. El obispo explicó al joven profesor que la voluntad de Copérnico de no comunicar sus teorías más que a los iniciados era también una cortina de humo, detrás de la cual se escondía su temor a que la hipótesis heliocéntrica provocara reacciones en cadena que causaran tanta sangre y lágrimas como las tesis de Lutero.
—A Nicolás no le preocupa lo más mínimo su seguridad personal —precisó Giese—. Lo ha probado muchas veces en el pasado. Y me enorgullezco de haberle servido de escudo en ocasiones. No es el miedo lo que le hace negarse a difundir más ampliamente sus Revoluciones. Sólo se decidirá cuando su pasión de filósofo por la Verdad deje en un segundo plano su amor a la humanidad. Si usted lo desea, querido Joachim, le contaré su vida. Él, estoy seguro, no aceptará nunca hacerlo. Timidez y orgullo son hermanas gemelas.