IX

Aquella mañana del 6 de febrero de 1528, el aire era tan helado que parecía a punto de solidificarse en algunos rincones. Sin embargo, la plaza mayor de Feldkirch estaba repleta de gente. Todos los parroquianos de aquella ciudad austríaca, contenidos por una fila de soldados, se apretujaban alrededor de la pira levantada la víspera delante del atrio de la catedral.

De pronto se produjo un clamor:

—¡Vete a arder al infierno, brujo, demonio, sucio judío!

La carreta que llevaba al condenado se abrió paso entre la multitud. De ella bajó un hombre, empujado sin contemplaciones por los guardias. Tendría unos cuarenta años. Iba descalzo, vestido únicamente con una larga blusa escarlata y un sombrero cónico amarillo encasquetado en la cabeza; y su rostro, a pesar de aparecer desfigurado por morados y hematomas, conservaba una inmensa dignidad. Delante de él un monje, con la cabeza oculta bajo un capuchón y enarbolando un gran crucifijo, subió vacilante la precaria escalera que llevaba al poste plantado encima de la pira, junto al que esperaba el verdugo.

—¡Papá!

Al oír ese grito, el condenado, que acababa de poner el pie en el primer peldaño que ascendía hacia su suplicio, giró rápidamente la cabeza. Debajo de él, delante de la fila de soldados, un muchacho de catorce años, muy erguido y con una expresión llena de orgullo, estrechaba con fuerza contra su pecho a su madre arrasada en lágrimas. La triste pareja estaba flanqueada por dos monjes dominicos. El condenado gritó entonces con voz firme al chico:

—Joachim, hijo mío, no olvides nunca lo que te he enseñado.

No pudo decir nada más; el ayudante del verdugo lo empujó sin contemplaciones, y él tropezó y siguió su ascensión hasta el poste, al que fue atado. Cuando el monje le tendió el crucifijo, volvió la cara para no besarlo. La muchedumbre redobló sus insultos, y luego retrocedió: unos hombres que empuñaban antorchas rodeaban ahora la pira. Un viajero, seguramente un mercader rico, que había asistido a la breve despedida entre padre e hijo, preguntó entonces a su vecino, un herrador de caballos vestido con su delantal de cuero:

—¿Qué ha hecho ese pobre infeliz para merecer este castigo?

—Es el doctor Georg Iserin. Un médico estupendo, puede creerme, forastero. Mi chico lo sabe muy bien. Como pago por su curación, Iserin me pidió que le forjara un instrumento diabólico de lo más extraño, puede creerme. Porque ese impío, ese relapso como lo han llamado los jueces, intenta fabricar oro con hierro. Además, parece ser que adivina en las estrellas el porvenir que nos reserva el buen Dios. Por fuerza tiene que ser judío. Eso no le impide conchabarse con el hereje Zwinglio y sus cómplices de Zurich, al otro lado de la frontera, puede usted creerme.

—Le creo, buen hombre, ¡pero me parece demasiado para un solo hombre! —contestó el mercader, medio en serio medio en broma—. Y a su mujer y su hijo ¿qué destino les aguarda?

—¡Les expulsan! Que se vayan al diablo, o con ese Zwinglio, que es lo mismo, puede creerme.

—¡Buena idea! Estoy seguro de que Lutero y sus amigos encontrarán en ese muchacho un adversario temible.

Lo dijo de una manera tan irónica que el herrero dirigió una mirada suspicaz a su interlocutor. El abate Nicolás Schönberg prefirió eclipsarse. No era cuestión de comprometer con una broma la delicada misión que le había confiado el Papa ante el archiduque Fernando de Austria y la Liga católica de Feldkirch. Las llamas se elevaron, formando en el aire una espesa columna de humo negro. Pero Georg Iserin no lanzó un solo grito, para gran decepción de sus antiguos pacientes.

Después de ser obligados a presenciar el suplicio, el joven Joachim Iserin y su madre fueron expulsados de la muy católica Vorarlberg y acompañados por una nutrida escolta hasta la frontera con el cantón de Zurich, favorable a los reformados y dirigido con energía por el que era ya conocido como el profeta de Suiza: Ulrich Zwingli o Zwinglio. Con gran caridad cristiana, el tribunal eclesiástico de Feldkirch había autorizado a la viuda y el huérfano a conservar a su lado a un viejo criado, así como un asno y algunas ropas, de modo que los pastores que veían pasar a los proscritos recordaban de inmediato las vidrieras que narraban la huida a Egipto de María, José y Jesús. Todos los bienes del médico habían sido confiscados, y su considerable biblioteca arrojada a las llamas…, a excepción de los libros que se había quedado para sí el obispo encargado de dirigir el proceso por brujería.

El viaje fue largo y penoso. Apiadados de la madre y el niño, los campesinos les ofrecían pan, sopa y, al llegar la noche, el heno de sus granjas, en el que se desplomaban vencidos por la fatiga, de modo que apenas conseguían estorbar su sueño las vacas que dormían debajo de ellos. Por fin llegaron a la bella e industriosa ciudad de Zurich, cuyos altos edificios blancos y grises bordeaban un lago sereno. Joachim quedó maravillado. ¡Qué contraste con la helada Feldkirch, acurrucada en el fondo de su valle alrededor de la fortaleza y la catedral!

No les costó apenas esfuerzo encontrar la vivienda del doctor Gasser, astrólogo y alquimista, antiguo condiscípulo y amigo de Georg Iserin. Aquel hombre, uno de los notables de la ciudad, había sido informado de su condena por el difunto, que le había suplicado que acogiera en su casa a su esposa y su hijo. Petición innecesaria, porque la viuda y el huérfano fueron recibidos por aquella austera familia reformada como si formaran parte de ella desde siempre. Además, por precaución, el hombre quemado en Feldkirch había confiado desde mucho tiempo atrás al médico de Zurich algún dinero, que éste había hecho fructificar de forma juiciosa, de modo que Joachim pasó su adolescencia en un ambiente tan piadoso como impregnado de estudio y de cariño.

El mayor de los hijos del doctor descubrió muy pronto las cualidades del muchacho. Aquel pisaverde de veintitrés años, llamado Aquiles Pirmin, había concluido recientemente un curso en Wittenberg, en el que había tenido como profesor principal a Philip Melanchthon. Tenía que marcharse de nuevo unos meses más tarde para seguir sus estudios de medicina en la prestigiosa universidad francesa de Montpellier, porque tanto en Padua como en las demás facultades italianas, todo el que tuviera la más mínima relación con el luteranismo era persona non grata.

Desde el momento en que vio al joven Joachim, Aquiles quedó prendado de la belleza angelical del adolescente, de su larga cabellera rubia y rizada, los ojos azul celeste y el rostro pálido de labios muy rojos, con rasgos indecisos aún entre lo viril y lo femenino. Lo sondeó con delicadeza y se dio cuenta con estupor de que Joachim estaba dotado hasta un punto prodigioso para las matemáticas. Aquel guapo Antínoo le explicó con modestia que había sido su padre quien lo familiarizó con el arte de los números casi desde la cuna, pero Aquiles constató que las capacidades de aquella mente virgen iban mucho más allá de las lecciones aprendidas. Y además, le gustaba tanto oír salir de aquellos labios jugosos las cifras y los teoremas enunciados por una voz que todavía no había cambiado… Empezó a llamarlo «Patroclo» o «Alcibíades», apodos que a Joachim le parecían bellos y que enternecían a la señora viuda de Iserin, pero que el doctor Gasser escuchaba con el entrecejo fruncido.

En el corazón del muchacho, el joven fue reemplazando poco a poco al hermano mayor que no había tenido y al padre que había visto morir en la hoguera. La noche antes de su marcha, Aquiles fue a despedirse de su Patroclo en la habitación de éste. Por fin pudo acariciar aquellos bucles dorados y aquellas mejillas de doncella, antes de besar su boca con gusto de cereza.

Gracias a las reformas preconizadas por Melanchthon en las universidades luteranas, Joachim pudo entrar muy pronto en la facultad de Zurich, mientras su tutor, el doctor Gasser, le enseñaba el arte de leer los secretos de la historia de los hombres en los astros. Su camino estaba trazado: sería médico, como su padre. Iría a reunirse con Aquiles en Montpellier. Mientras tanto, iba aprobando exámenes con una facilidad portentosa, como sin querer.

Un día apareció, como un torbellino, un profesor de medicina que había enseñado un poco por todas partes de Europa y, se decía, incluso en la India. Los estudiantes de Zurich se abalanzaron en masa para asistir a las dos o tres conferencias que daba, aprovechando la ausencia de Zwinglio, que había partido al frente de sus tropas para guerrear contra los cinco cantones de la Confederación suiza hostiles a la Reforma. Philippus Aurelium Theophrastus Bombastus von Hohenheim, llamado Paracelso, no les decepcionó: dio su lección en alemán, y después salió al claustro y quemó delante de todos los libros de Galeno y Avicena, de los que llevaba una buena provisión. Luego gritó con voz de trueno:

—Os lo digo, el tolano que crece en mi cogote es más sabio que todos vuestros autores, los cordones de mis zapatos saben más que vuestro Galeno y vuestro Avicena juntos, y mi barba tiene más experiencia que todas vuestras escuelas. No quiero perderme el momento, futuros charlatanes, en que las marranas os arrastrarán por el barro. Ninguno de vosotros podrá esconderse en un rincón tan oscuro que no lleguen hasta él los perros para mearle encima.

El gesto y la diatriba maravillaron a Joachim. Tenía que hablar con aquel hombre a solas.

Nada ni nadie podía resistirse a su encanto, a la resplandeciente belleza de sus diecisiete años, a la pasión con que ardían sus ojos azules y vibraba su voz melodiosa de contralto, casi de castrato, merecedora de cantar bajo la bóveda de San Pedro de Roma. El vehemente y extravagante Paracelso cedió también, después de algunas reticencias: aficionado a la fisiognomía, desconfiaba de los tipos a los que llamaba «jetas de ángel». Él mismo no tenía un aspecto demasiado atractivo: bajo, grueso, rojo como un diablo, nadie se habría girado por él en la calle de no haber sido por la mirada ardiente bajo los párpados pesados, los labios gruesos con su eterna mueca de desdén hacia sus semejantes; y sobre todo de no llevar a rastras, rebotando contra los adoquines, la gigantesca espada que le había regalado un verdugo y cuyo pomo guardaba, según se decía, la piedra filosofal.

Sin embargo, Paracelso no pudo disimular su asombro cuando aquel hermoso joven le recitó pasajes enteros de su obra. Aquella idolatría no disimulada triunfó fácilmente sobre sus reticencias, y dedicó al efebo los seis últimos días y las seis últimas noches de su estancia en Zurich. En el momento de la despedida, aquel irascible curandero le dio algunos consejos:

—Olvídate de la medicina, guapo, déjasela a los charlatanes que la enseñan y la practican tan mal. Ve a la conquista de los secretos de la naturaleza, al corazón de las piedras, al tallo de las plantas, a las vísceras de los animales y de los muertos, y allá arriba, a las estrellas. Porque la piedra filosofal está en todas partes, en el fuego, en el aire, en el agua, en la tierra, y sobre todo aquí…, y aquí.

Su dedo índice gordezuelo y provisto de dos marañas de pelo rojizo señaló el pecho musculoso de Joachim, en el lugar del corazón, y luego su amplia frente blanca como la nieve.

—¡Viaja, hermoso niño, viaja, ve al encuentro de los grandes hombres de esta época! ¡Escúchales como me has escuchado a mí!

Joachim se echó a los pies de Paracelso, le tomó las manos y las inundó de lágrimas mientras decía entre sollozos: «¡Gracias, gracias!». Un tanto avergonzado, el otro se desasió del abrazo y gruñó:

—Ya basta…, vamos… ¿Qué mosca os ha picado a todos, que me tomáis por un nuevo Mesías? Y a propósito, mi bonito efebo de Israel, tal vez deberías cambiar de nombre. Ni Lutero ni Zwinglio aprecian demasiado a los judíos, desde que vuestros rabinos rechazaron sus propuestas.

—Sólo soy judío por mi padre, maestro, y eso quiere decir que para sus adeptos no lo soy. Mi madre es una Von Lauchen de nacimiento, la última de un linaje de nobles provincianos y sin dinero de mi país natal. Por lo demás, ése es el nombre por el que nos conocen en Zurich.

—Sí. Pues bien, créeme, nadie se andará con remilgos en estas pacíficas regiones en las que conviven mil y una cristiandades. Lutero y el Papa son dos putas que se pelean por la misma camisa. Para ellos, si has sido marrano una vez, lo serás siempre. Te conviene cambiar de nombre, muñeca. Elige un buen apodo latino, como todos nosotros; es lo que da prestigio.

—¿A mi edad? ¡Sería muy pretencioso!

—¡Al contrario, al contrario! Adoptas un estúpido patronímico teutón, y nadie se fija en ti. En cambio, si termina en «us», todo el mundo te presta atención. ¿Dónde naciste, gacela?

—En Feldkirch, en el Vorarlberg, pero…

—Feldkirchus… No, demasiado complicado. Espera un poco… Feldkirch, iglesia de campo…, Agrotemplum…, no, tampoco vale, demasiado largo… Veamos otra cosa…, si mi memoria no me falla, tus montañas fueron conquistadas hace siglos por el emperador Augusto, que dio a esa nueva provincia de Roma el nombre de Rhetia. ¿Eh? ¡Rheticus! Suena bien. ¡A la vez guerrero y sabio! ¡Ya estás bautizado, mi precioso chiquillo! Lo dicho, Rheticus, ahora mismo escribo unas letras para recomendarte a ese alegre camarada de Melanchthon. Lárgate a toda prisa a Wittenberg y te matriculas en la universidad. Matemáticas, astronomía, teología con salsa luterana, eso es lo que conviene para tu libertad y tu seguridad. Y un bonito título de caballero para disfrazarte aún mejor. Tienes que marcharte de Zurich, Zwinglio es un fanático. Gane o pierda contra los cinco cantones católicos, se revolverá contra las personas como tú y como yo.

—Pero no puedo abandonar a mi madre…

—¡Tonto, llévatela contigo! No hay nada que guste tanto en Wittenberg como las viudas de mártires de los papistas. Le conseguirás fácilmente un viejo mercader tan rico como solitario, agonizando sobre su saco repleto de oro. Bueno, tengo que marcharme ya. Delicioso momento, en el que no quedan atrás más que enemigos vencidos y corazones destrozados. Tal vez un día volveremos a encontrarnos, si el divino azar así lo quiere. ¡Adiós, Rheticus!

Y Paracelso montó en su caballo, casi tan pelirrojo como él mismo. «¡Querido viejo diablo!», murmuró Joachim al verle alejarse entre torbellinos de nieve en polvo, a lo largo de la avenida rectilínea, con su silueta redondeada a lomos de una montura esquelética.

Un diablo, sí, y quién sabe si, como en el cuento de Fausto, Rheticus no acababa de venderle su alma.

Aquel mismo día, el 11 de octubre de 1531, el profeta suizo de la Reforma, Ulrich Zwinglio, fue muerto por las tropas católicas en el curso de la batalla de Kappel. Mucho más al norte, en Frauenburg, Nicolás Copérnico confió al servicio de correos una veintena de copias de sus Revoluciones de los cuerpos celestes, que iban a diseminarse por las cuatro esquinas del mundo científico y filosófico, en las bibliotecas de los herederos de Hermes Trismegisto y Pitágoras.

Joachim Rheticus tenía dieciocho años cuando se instaló en Wittenberg para seguir los cursos de la prestigiosa universidad. Ahora que la Reforma estaba sólidamente asentada en Sajonia, el verdadero amo de la universidad, Philip Melanchthon, consideró que era hora de volver a su inclinación natural, que le empujaba más hacia el lado de Erasmo que al de Lutero. Así pues, permitió que la enseñanza, ya considerablemente aliviada de lastres medievales, libre de la retórica, de la escolástica y de otros estorbos, se abriese a todas las nuevas ideas. Salvo en las cuestiones religiosas, por supuesto, en las que después de algunos intentos fallidos de acuerdo con Roma, se dedicó ahora a edificar el nuevo dogma como una fortaleza.

Entre las ideas nuevas, estaban las de Copérnico. Fue así como Melanchthon hizo saber al gran duque Alberto de Prusia que su llamamiento a la condena a muerte del astrónomo polaco no era más que una figura retórica que no debía ser tomada al pie de la letra. Seguía fiel, sin embargo, a sus posiciones tolomeístas, y deseaba apagar la mecha encendida de ese barril de pólvora que era el heliocentrismo, al asegurar que la teoría del canónigo de Frauenburg no era otra cosa que un nuevo método de predicción de las posiciones angulares de los planetas. Pese a ello, autorizó a su antiguo alumno Erasmus Reinhold, al que acababa de nombrar profesor de matemáticas elementales, a enseñar la teoría copernicana, a condición de que fuera sometida a controversia.

El espíritu de tolerancia que reinaba por entonces en las universidades ganadas para la Reforma y reorganizadas gracias a sus cuidados, Wittenberg, Nuremberg y Tubinga, no estaba exento de segundas intenciones. En efecto, por la misma época sus competidoras italianas se anquilosaban en la vieja escolástica y los estudiantes extranjeros, empezando por los de la nación alemana, les volvían la espalda.

Cuando Rheticus se presentó ante él, Melanchthon no necesitó consultar las cartas de recomendación de Paracelso y de su antiguo alumno Aquiles Gasser para comprender que se encontraba frente a una perla rara, un muchacho de aptitudes extraordinarias que sólo hacía falta encauzar y desarrollar. ¿Le conquistó asimismo la belleza resplandeciente de aquel arcángel rubio? Es difícil saberlo. Si a su corpulento amigo Lutero le era imposible ocultar sus sentimientos y sus pensamientos, como un tigre siempre a punto de saltar, por el contrario Philip Melanchthon, detrás de su frágil apariencia, siempre sabía controlarse, con la vigilancia en reposo de un gato adormilado.

Después de tan sólo cuatro años de estudios, Rheticus se convirtió en maestro en artes y fue nombrado, a sus veintidós años, catedrático de matemáticas elementales de la Universidad de Wittenberg, mientras que su predecesor, Erasmus Reinhold, tres años mayor que él, pasaba a la de matemáticas superiores. Para alcanzar su maestría, había respondido con brillantez a la pregunta que le había planteado Melanchthon, sobre el fundamento de las predicciones astrológicas.

Su docencia le dejaba ocios suficientes para profundizar sus conocimientos en materia de astronomía. Melanchthon le había desaconsejado proseguir sus investigaciones alquímicas, con más virulencia aún que la utilizada por Paracelso para decirle que se olvidara de la medicina. Pero de una manera mucho menos histriónica y mucho más sibilina, y por consiguiente más amenazadora.

Así pues, Rheticus se resignó a no seguir, al menos de momento, el camino trazado por su padre, y aplazar por tanto el juramento que se había hecho al pie de la hoguera de Feldkirch: vengar al mártir sobrepasándolo.

Entre los dos jóvenes profesores de matemáticas de la Universidad de Wittenberg, las relaciones distaban mucho de ser fraternales. Y Melanchthon no hacía nada por arreglar las cosas: en efecto, su deseo era que Rheticus le sucediera en la defensa de la astronomía de Tolomeo, puesto que Erasmus Reinhold, que ya en el nombre que había adoptado no dejaba la menor duda acerca de sus convicciones religiosas y filosóficas, daba con mucha discreción a algunos estudiantes cuidadosamente seleccionados clases sobre las nuevas ideas de Copérnico. Los dos maestros en artes, cuya hostilidad mutua era casi palpable, aunque muda, se evitaban en la medida de lo posible. Únicamente se reunían para ponerse de acuerdo sobre sus respectivos programas de enseñanza en el inicio de cada nuevo curso universitario, y durante el resto del año para dilucidar algunos otros problemas estrictamente pedagógicos. Reinhold, que era ya padre de familia y un esclavo de su trabajo, encontraba a Rheticus superficial y demasiado afeminado; por su parte, Rheticus había clasificado al profesor de matemáticas superiores entre los trabajadores a destajo y de escasas luces. Sobre todo, le reprochaba el ser totalmente indiferente a la seducción y a la fantasía.

Un día en que Rheticus visitó a su colega para ponderarle los méritos de uno de sus estudiantes del año anterior, advirtió sobre la mesa de Reinhold un volumen con tapas de cartón grueso, anudado con un simple cordel. Mientras exponía su caso, con el rabillo del ojo leyó del revés el título latino, sin nombre de autor, escrito con un pincel grueso en una etiqueta que ya amarilleaba.

De revolutionibus orbium caelestium… ¿Está usted preparando un nuevo tratado de astronomía, querido amigo? —preguntó cortésmente.

Reinhold cometió la torpeza de apoderarse precipitadamente del grueso volumen encuadernado en tapas de cartón y colocarlo en una pequeña tarima, detrás de su sillón.

—Un manuscrito sin interés que me ha enviado un viejo canónigo papista medio loco, recluido en el último rincón de su Polonia natal, y con pujos de astrónomo. El tipo de pedantón que pretende redescubrir el mundo y sólo inventa la sopa de ajo. Seguro que usted también recibe elucubraciones parecidas, a montones, ¿no es así? Esas personas nos hacen perder un tiempo precioso, pero hay que leerles por fuerza… A veces se encuentra alguna perla en ese montón de basura.

Exageraba tan visiblemente su indiferencia y su fastidio, que el resultado fue que picó la curiosidad de Rheticus. Con el aire más desenfadado que pudo, respondió:

—¡Préstemelo, entonces! Esas estupideces me divierten. Y quién sabe si un día no reuniré un florilegio para ofrecérselo a mis estudiantes. Estoy profundamente convencido de que la risa puede ser una excelente forma de enseñanza.

—Por desgracia, me es imposible. Esta obra me fue confiada por el reverendo Melanchthon, y no existe más que un solo ejemplar en el mundo.

—¡Ah, vamos! Me había parecido entender hace un momento que ese canónigo polaco le había enviado la obra a usted —insistió Rheticus con desenvoltura.

Reinhold palideció: había sido cazado en una mentira flagrante. Acortó la entrevista todo lo que pudo sin faltar a la cortesía. Rheticus fue a continuación a casa de Melanchthon y, disimulando su ardiente impaciencia, le preguntó:

—Estoy a punto de acabar mis comentarios a La Esfera, atribuida a Proclo. Pero antes de entregarlos al impresor, quizá me sería útil disponer de informaciones complementarias. ¿Ha oído usted hablar, reverendo, de un canónigo polaco que ha dicho cosas interesantes sobre el tema?

—¿Copérnico de Thorn? ¿Quién le ha hablado de él?

—No me acuerdo muy bien. Tal vez el doctor Paracelso, durante nuestro encuentro en Zurich… Pero usted conoce mejor que yo las extravagancias de ese buen hombre y…, ni siquiera sé si fue ése u otro, el nombre que mencionó. Y además, los polacos tienen patronímicos muy difíciles de recordar…

El reformador, tan desconfiado casi siempre, no detectó la menor malicia. Había compuesto en secreto la carta zodiacal de su antiguo alumno y se había convencido así, tanto del genio de Rheticus, cosa que estaba muy lejos de ser falsa, como también de su candidez. En ese punto, la «jeta de ángel» de Joachim lo había engañado. Le dijo entonces, intentando hacer vibrar su cuerda sensible:

—Hijo mío…, permita que lo llame así, porque después de todo he sido un poco el progenitor del excelente profesor que ha llegado a ser. Hijo mío, deje esas nuevas teorías muy poco canónicas para Erasmus Reinhold. Él se deleita con ellas. Usted conténtese con remontarse a las fuentes, a los antiguos y a su sabiduría. Tal vez esa práctica temple un poco…, yo soy un optimista incurable…, su entusiasmo y sus ardores un tanto desordenados.

Rheticus conocía demasiado bien a su antiguo profesor de griego para saber lo que disimulaba detrás de aquella perpetua ironía cáustica. Se retiró muy contento: se había enterado del nombre del autor del misterioso manuscrito, y, con toda evidencia, aquellas Revoluciones no habían sido compuestas por un chalado. Por el contrario, se había dado cuenta de que bajo aquellas tapas de cartón se escondía algo mucho más importante de lo que habían dado a entender Melanchthon y Reinhold. Ahora era necesario dejar que pensaran que el incidente había quedado zanjado y olvidado, para después llevar a cabo su propia investigación, a solas y con la mayor discreción.

Esperó pacientemente hasta la clausura anual de la universidad, pero el nombre de Copérnico lo perseguía. Para intentar saber algo más, escribió a Montpellier a Aquiles Gasser, y a Paracelso, a quien envió una carta al azar, a Estrasburgo, Zurich, Nuremberg y Basilea, ciudades en las que el extraño médico errante le había dejado algunas direcciones. En respuesta, Aquiles le confesó su ignorancia; por parte de Paracelso, no hubo más que silencio. Mientras, no perdió el tiempo y publicó una tras otra varias obras de vulgarización: los Rudimentos astronómicos de Alfraganus, La Esfera de Proclo, un Cómputo y los tratados algo simplistas de Sacrobosco, que comentó firmando con su nuevo alias.

Por su parte, Reinhold hizo imprimir obras mucho más arduas, en particular tablas de cálculo extremadamente complejas y fastidiosas; era una guerra leal, y después de todo cada cual estaba en su papel. Matemáticas elementales en un caso, y superiores en el otro. Wittenberg se había convertido en la capital europea de las cifras, los números y las estrellas. Y Melanchthon se sentía en el séptimo cielo. En la medida en que podía sentirlo un hombre como él.

Aquel fin de curso del año universitario de 1536-1537, el caballero y maestro en artes Joachim Georg Iserin von Lauchen, alias Rheticus, solicitó del gran consejo de la facultad de Wittenberg un permiso ilimitado, que le fue concedido sin ningún obstáculo. Se proponía viajar de universidad reformada en universidad reformada, con el fin de espigar cualquier conocimiento astronómico útil, igual que un ebanista afiliado a su gremio iba de maestro en maestro y de ciudad en ciudad para aprender su arte antes de regresar a su país con el patrimonio de todos los conocimientos acumulados, para crear allí su obra maestra.

La idea le pareció a Melanchthon tan bella como provechosa, y pidió a su joven colega que redactara para él un informe detallado sobre las facultades visitadas y sus profesores. Como un enviado de tanto rango no podía viajar solo, dio a Rheticus un ayudante, un estudiante alsaciano de gran talento, Heinrich Zell, de dieciocho años. Melanchthon, aquel teórico extraordinariamente sutil de la Reforma, era un hombre de una gran inocencia en ámbitos distintos de la teología. No se dio cuenta de que Rheticus tenía, para aceptar gustoso como secretario a aquel guapo bachiller, razones diferentes de sus reales aptitudes para las matemáticas…

Partieron a finales de la primavera de 1537. En los campos y en los prados, las pastoras y las campesinas que veían pasar a aquellos dos caballeros jóvenes y bien parecidos, les dirigían piropos alegres y desvergonzados. En las ciudades, detrás de sus celosías cerradas, más de una joven soñó largo tiempo con un rapto al galope en sus fogosas monturas, lejos del viejo pretendiente al que había sido prometida.

En Ingolstadt, su primera etapa, Rheticus visitó al profesor de matemáticas Petrus Apianus, célebre autor de un Cosmographicus liber traducido en toda Europa, y hábil constructor de instrumentos astronómicos. Apianus recibió a su joven colega con afabilidad, y le mostró, no sin cierta fatuidad, las planchas preparatorias de la gran obra que escribía en homenaje a su protector Carlos V y a su hermano el archiduque Fernando, titulada de modo un tanto servil Astronomía de los césares. Al principio, Rheticus quedó muy impresionado: en cada plancha, Apianus utilizaba con mucha astucia unos discos móviles giratorios, «volvelas», que permitían calcular con una precisión asombrosa la posición y el movimiento de los cuerpos celestes. Esa especie de astrolabios de papel, utilizados para la determinación de las longitudes, eran extraordinariamente ingeniosos; una manipulación de escasos minutos permitía determinar, por ejemplo, la longitud de un planeta con un margen de error inferior a un grado. Pero, desde luego, Apianus se mantenía en el marco estricto del sistema tolemaico. Así, se necesitaban cinco volvelas giratorias para representar los movimientos centrales, excéntricos y epicíclicos de Marte, y tres hilos de seda, cada uno de ellos provisto de una pequeña perla corredera, fijados en diversos lugares, que servían de pauta para la lectura de las cifras que figuraban en los cuadrantes circulares. En la página opuesta, Apianus proyectaba imprimir las tablas que daban las posiciones básicas de los planetas en cada siglo transcurrido desde siete mil años antes de Cristo hasta siete mil después. «La fecha más antigua, precisó, es la calculada por Alfonso X el Sabio para la existencia de Adán y el inicio del mundo».

Fue entonces cuando Rheticus le preguntó por Copérnico. El rostro de su interlocutor, hasta ese momento jovial y marcado por esa luz que irradian con frecuencia los sabios o los artistas convencidos de haber concluido una obra inmortal, se oscureció de golpe. Luego se lanzó a una diatriba en la que trató al canónigo polaco de loco peligroso, ateo y blasfemo, condenado por lo demás tanto por Lutero como por Melanchthon…, tal fue, de hecho, su principal argumento de autoridad. Rheticus, muy decepcionado, se despidió con la idea de que su confianza ciega en Tolomeo había llevado a su anfitrión a malgastar muchas horas en construir lo que no era, en definitiva, más que un laberinto de hilos enmarañados, con gran número de nudos y de espirales. En suma, a pesar de su aparente belleza, un trabajo tan triste como para echarse a llorar…

En Tubinga, que sin embargo contaba con la escuela de astronomía más famosa, en la que había seguido sus estudios Melanchthon, cuando Rheticus preguntó de nuevo por Copérnico al eminente y sapientísimo Joachim Camerarius, la respuesta fue la misma: vano era intentar conocer la obra blasfema o tener acceso al menor escrito de aquel canónigo papista secuaz de Satán.

En Nuremberg encontró las mismas evasivas y salidas por la tangente, a pesar de que Johann Schöner, el director de la escuela, tenía también una reputación demoníaca e inconformista de alquimista y astrólogo, terrenos en los que Rheticus y él se entendieron bien. El joven profesor de Wittenberg se dio rápidamente cuenta de que aquel viudo ya en la sesentena, austero y virtuoso, no era insensible a sus encantos. Desde luego le costó un poco hacerle ceder. Ya en la cama, para fastidio de un Zell que lo esperaba solitario en su cuarto, intentó arrancar a Schöner el secreto del misterioso Copérnico, pero en vano.

Al día siguiente, mientras Joachim y Heinrich visitaban la espléndida ciudad, alguien les llamó frente a la casa del famoso pintor Durero, prematuramente desaparecido.

—¡Eh, Rheticus! ¡Von Lauchen! ¡Iserin! ¡O como quiera que te llames, César de las matemáticas, puesto que, como él, eres el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos!

Era Paracelso. El pequeño médico pelirrojo parecía rodar como una pelota por la calle en cuesta, y su inmensa espada rebotaba al chocar con cada adoquín. En la mano hacía girar un grueso bastón de madera de olivo, con un puño de marfil que representaba una esfinge. Los dos hombres se abrazaron efusivamente.

—¡Peste! Vaya un ayudante guapo te has buscado —exclamó Paracelso cuando Rheticus le presentó a Heinrich Zell—. No debe de ser de los más aburridos, tu viaje.

Rheticus había ganado en aplomo desde su primer y único encuentro, de modo que contestó:

—Zell tiene otros talentos, viejo sátiro; no conozco a nadie que sepa trazar un mapa geográfico tan bien como él.

Al oírse llamar «viejo sátiro», el orgulloso Paracelso dio un respingo que Rheticus no llegó a advertir. El médico errante pensó incluso, durante un breve instante, en azotar al insolente con su bastón. Sin embargo, se contuvo y dijo:

—Tengo la garganta seca. Vamos a esa taberna, sirven la mejor cerveza del país. Y además es un excelente diurético: bebes un litro y meas dos. Confía en el príncipe de las dos medicinas, la del cuerpo y la del alma.

«Con la edad se está haciendo cada vez más vanidoso y pagado de sí mismo —pensó Rheticus—. No le ofendamos. ¿Quién sabe? Este extravagante conoce a todo el mundo, y tal vez pueda darme alguna información acerca de lo que busco…». En la taberna en cuestión, se enzarzaron hasta bien entrada la noche en lo que Paracelso llamó «un torneo alcohólico». Hablaba y bebía, hablaba y bebía… ¡Pero sólo hablaba de sí mismo! De creerle, había viajado hasta la India, visitado Persia y Grecia, y en Egipto había subido hasta la punta de la gran Pirámide. Finalmente, condescendió en interesarse por su interlocutor:

—Y tú, sucio hijo de Israel, ¿qué has venido a hacer a Nuremberg? Te creía el devoto vasallo de ese meavinagres de Melanchthon, maestro en artes en la Wittenberg del clérigo gordo, ¡ese Lutero de mis partes blandas!

El recordatorio de su origen judío disgustó especialmente a Rheticus, que miró de reojo a Heinrich Zell. Pero su ayudante parecía no haberse percatado de la alusión, obsesionado como estaba por grabar en su memoria hasta el menor detalle de aquel encuentro histórico. Después de explicar su misión de inspección de las diferentes universidades reformadas, Joachim mencionó por fin la búsqueda que lo obsesionaba desde su partida:

—Tú que pretendes conocer a todo el mundo en la seudo Cristiandad, a lo mejor has oído hablar de cierto canónigo polaco que presume de astrónomo y…

—¿Copérnico? ¿Estás hablando de Nicolás Copérnico? ¡Es mi mejor amigo! En fin, uno de los mejores…, incluso me ha hecho el honor de enviarme su sublime obra: Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes.

—¿De qué trata?

—Nada menos, preciosa, que de colocar el Sol en el centro del Universo, y relegar la Tierra a la condición de un vulgar planeta, como los demás, que da vueltas a su alrededor. Lo que Paracelso es en la medicina, lo es Copérnico en la astronomía. Lo que Paracelso es respecto de Galeno, lo es Copérnico de Tolomeo: ¡su juez, su verdugo! ¡Copérnico y Paracelso han cambiado la faz del mundo!

Entonces, Rheticus se desmayó. Cayó de espaldas y su cabeza fue a chocar con las grandes losas grasientas de la taberna, mientras sus piernas quedaban enganchadas entre la banqueta y la mesa. No fue el océano de cerveza que había ingerido lo que le hizo perder de aquel modo el conocimiento. Asustado, Heinrich Zell le arrojó a la cara una jarra de agua. Paracelso lo apartó, diciendo:

—¡Paso al príncipe de las dos medicinas, efebo! —Y administró al joven desvanecido bastantes más bofetadas de las precisas en su estado. Así se vengó de lo de «viejo sátiro» de poco antes, que aún no había acabado de digerir por venir de aquel pipiolo. Rheticus volvió en sí. Se sentó de nuevo, hundió el rostro entre las manos y murmuró:

—El Sol, el gran tabernáculo, el alma del mundo…, en el centro… La Tierra, nosotros, girando a su alrededor. ¿Por qué nadie había caído en la cuenta, antes que él?

Alzó la cabeza. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Has planteado la gran cuestión, Rheticus —respondió Paracelso—. Y nadie puede responderla. Ni siquiera Copérnico. Ni siquiera yo. ¿Por qué es éste el primero, y no aquel otro? ¿Por qué Copérnico y no Regiomontano, por qué Erasmo y no Ficino, por qué Paracelso y no Fracastor?

—Tengo que encontrar a ese hombre. He de arrancarle su secreto. Tú, que lo conoces bien, recomiéndame a él. Dime cómo puedo…

Paracelso ocultó a la perfección su desconcierto ante aquel requerimiento. En efecto, había presumido demasiado al presentarse como uno de los íntimos del canónigo de Frauenburg. Era cierto que formaba parte de los pocos elegidos que habían recibido una copia de las Revoluciones, cuando practicaba su arte en Basilea, y que el genial médico había acusado recibo al astrónomo, y prometido darle más tarde su opinión, cosa que nunca hizo. Durante un tiempo se sintió tentado a ir a visitarlo a la lejana Ermland, pero pospuso el viaje una vez tras otra.

Después de simular una larga reflexión, acabó por decir:

—¿Encontrarte con él, tú? Difícil, muy difícil… Me han dicho que el buen hombre se encierra en su observatorio y no quiere recibir a nadie. Porque el heliocentrismo, como se llama su teoría, asusta a mucha gente. Incluso lo han amenazado de muerte. Y no un cualquiera: tu antiguo profesor, querido, tu superior en estos momentos, me refiero al estreñido de Melanchthon.

—Ahora lo comprendo todo.

—No me interrumpas, hazme el favor. El caso es que, cuanto más lo pienso, más delicado me parece el asunto. Quizá deberías hablar con el viejo Schöner…

—Salgo de su casa. Me ha asegurado que nunca ha oído hablar de Copérnico.

—¡Ah, el mentiroso, piojoso, cobarde! No hace ni tres días que me enseñó toda su correspondencia con el hombre de Frauenburg. No, nadie podrá decir que Paracelso se rebajó al nivel de ese rastrero. Bueno…, te lo confieso, he exagerado un poco al decirte hace un momento que era amigo íntimo de ese otro gigante.

—¿Otro? ¿Qué otro?

—¡Copérnico y yo, pardiez! ¿Quién quieres que sea? Nos hemos limitado a una cuantiosa correspondencia epistolar. Dos árboles tan gigantescos como Copérnico y Paracelso no pueden crecer el uno a la sombra del otro.

—Si tú lo dices… —contestó Rheticus, escéptico y un poco exasperado por la facundia de su antiguo amante.

—Sí, lo digo yo, yo lo grito a los cuatro vientos —prosiguió el autoproclamado príncipe de las dos medicinas—. ¡Y no me interrumpas a cada momento, te lo ruego! ¿Dónde estaba? —Paracelso vació su jarra de un trago y la tendió al tabernero para reclamar otra—. ¡La misma, pero llena hasta el borde esta vez, bruto infame, rey de los ladrones! ¿Nunca has oído hablar de la ley de la capilaridad? —Una vez servido, sopló con su desdeñoso labio inferior la espuma que coloreaba de blanco su mostacho pelirrojo—. ¿Dónde estaba? —repitió—. Sí, no te resultará sencillo llegar hasta Copérnico. Desconfía de todo el mundo, convencido de que intentan envenenarlo, como a su tío el obispo de Ermland. Entonces, si un reformado o alguien que pretende serlo, un discípulo de Melanchthon, se presenta a su puerta… Y además, por lo que me contó en Roma una dama a la que no nombraré pero que lo conoció muy bien, y por la que Ariosto suspiró largo tiempo, es totalmente insensible a los amores socráticos. ¡Qué lástima! ¡Un gran hombre como él! En fin, nadie es perfecto, ¿no es verdad, preciosidades?

Y extendió la pierna bajo la mesa hasta colocar la suela de su bota en la entrepierna del secretario de Rheticus, Heinrich Zell, que los escuchaba con los ojos desorbitados y la boca abierta, deslumbrado de admiración. Paracelso continuó:

—Pero… tengo una idea. Conozco bien a Dantiscus, el obispo de Ermland, su patrón, poeta menos que mediocre pero diplomático de gran inteligencia y erudición. Lo conocí en España… No, en Salzburgo… Compartíamos la misma querida, y…

—Por compasión, Teofrasto, al grano, por compasión… —suplicó Rheticus.

—Si no puedo decir nada será mejor que me calle, querido, y te apañas tú solo. —Y hurgó con más insistencia aún con su bota en la bragueta hinchada de Zell. Luego prosiguió—: Sí, Dantiscus, ésa es la solución. Desde luego las relaciones entre él y el canónigo distan de ser inmejorables. Hay de por medio una historia de faldas, según me ha parecido entender. ¡Ah, todavía en celo esos dos clérigos, a pesar de su edad! ¡Malditos sean los votos de castidad! Pero, a pesar de eso, Dantiscus no ahorra elogios a Copérnico y a su teoría. Bien es verdad que el astrónomo reverdece notablemente las glorias de su triste obispado. Además, y a pesar de que son opuestos en todo tanto en el plano religioso como en el político, ese diablo de católico, estoy hablando de Dantiscus, ha mantenido una buena amistad con el canalla luterano de Melanchthon. Los dos hombres se estiman. Hermosa filosofía, a fin de cuentas, la de la tolerancia, amigo mío, ¡la divina tolerancia! Es como una esquinita de cielo azul, un claro en medio de esta estúpida tempestad que no hace más que tronar, en este mundo de brutos que se destripan unos a otros discutiendo la doncellez de la madre de Cristo.

»¿Fue José quien desgarró el himen de María, o el arcángel San Miguel? ¿Le dieron por el culo o por la oreja? ¡Cuestión insondable! Y cuando digo insondable…

—¡No digas más barbaridades, te lo ruego!

—Voy a escribirte ahora mismo una carta de recomendación para Dantiscus. Eh, tabernero de mis cojones, trae acá tinta, pluma y papel, si es que existen tales objetos en este antro de analfabetos. ¡Y tres cervezas más, para mí y mis pequeños! ¿O es que quieres que me deshidrate, asesino, enemigo de la sapiencia y de la razón?

Y su pie se hizo aún más insistente, debajo de la mesa. Mientras veía la pluma de Paracelso trazar volutas sobre el papel, Rheticus sintió ascender en su interior una sensación extraña y voluptuosa. Era como si, después de recorrer caminos tortuosos, de resbalar en charcos enlodados y de torcerse los tobillos en las zanjas, llegara finalmente a una amplia avenida rectilínea, bordeada de sauces, al final de la cual se abría para acogerlo un palacio de techumbre de oro, extendiendo sus alas de ventanas inmensas en lo más alto de una escalinata de peldaños de mármol.

Mientras se secaba la tinta, Paracelso tomó su pesado y extraño bastón de madera de olivo, que colgaba del respaldo de su silla. Desenroscó el puño de marfil de figura de esfinge. El interior estaba hueco. Extrajo de él un largo y estrecho cilindro de seda roja, que abrió para sacar un rollo de pergaminos amarillentos. Cuidadosamente, envolvió su carta alrededor de ese rollo y lo colocó todo en la funda de seda, que luego introdujo en el bastón. Entonces volvió a enroscar el puño.

—Me harás el inmenso favor de explicarme… —preguntó Rheticus, tan intrigado como molesto por los aires de misterio que había adoptado su amigo.

—Este bastón que estás viendo es mi respuesta al envío que me hizo Copérnico de sus Revoluciones de los cuerpos celestes. Este objeto es sobremanera precioso. No lo pierdas, sobre todo, y entrégaselo la primera vez que os veáis. Te conozco lo bastante para saber que leerás su contenido tan pronto como yo haya vuelto la espalda. Comprenderás entonces por qué sólo un Copérnico puede recibir este regalo de Paracelso. Yo lo recibí de un viejo astrólogo persa agonizante que había instalado su observatorio en lo alto de una torre de las ruinas de Babilonia. Él decía que lo había heredado de un antepasado lejano, el famoso al-Farghani, alias Alfraganus, que a su vez… No, ese dato no puedo decirlo. Pero al parecer este bastón fue tallado a partir del palo con el que Euclides dibujaba sus figuras en la arena de las playas de Alejandría. Ah, ya me imagino la cara que pondrá el viejo canónigo cuando, al leer el manuscrito guardado en el bastón, se dé cuenta de que no es el primero. ¡Que nunca se es el primero!

Y Paracelso soltó una de sus enormes risotadas. Tendió el «bastón de Euclides» a Rheticus y luego, como despedida, cruzó los brazos sobre la mesa, posó la frente sobre ellos y se durmió de golpe, con unos ronquidos que hacían vibrar las paredes de la taberna.