VIII

El sucesor de Lucas en el obispado de Ermland, Fabian von Lussainen, murió en 1523. Había sido sensible a las tesis de Martín Lutero, como por lo demás muchas personas en Prusia y en Polonia, en los medios científicos y eclesiásticos, que pensaban como Erasmo que había muchas cosas en las reflexiones del monje de Wittenberg que la Iglesia no debía rechazar. El nuevo obispo de Ermland, Mauritius Ferber, fue mucho menos indulgente. Su primera declaración fue lanzar un anatema sobre cualquier persona que se uniera a la Reforma. Y aquel mismo año, despreciando la amenaza, el gran maestre Alberto de Brandenburgo decretó la secularización de los caballeros teutónicos y convirtió sus feudos de Königsberg al este y de Brandenburgo al oeste en el gran ducado de Prusia, reconociendo al fin, con la firma de la paz de Cracovia, la soberanía del rey de Polonia en el terreno político, pero adoptando en lo religioso la reforma de Lutero.

Por lo que se refiere al enviado de Segismundo I ante los reformados, Dantiscus, se declaró encantado con Melanchthon, un hombre prudente y sabio según su expresión, que le pareció en desacuerdo en muchos puntos con Lutero. Este último, por el contrario, le pareció demasiado rígido y colérico para poder resistir mucho tiempo frente a Roma. Ocurre a veces que los diplomáticos más sutiles cometen errores de juicio… ¡Por exceso de sutileza!

No sin regocijo, Dantiscus contó también a sus numerosos corresponsales que, con ocasión de aquel encuentro, habían mencionado la teoría de cierto canónigo polaco, según el cual la Tierra gira alrededor del Sol. Lutero había exclamado que ese hombre tenía que ser un loco o un idiota por oponerse de ese modo a las Sagradas Escrituras. En cuanto a Melanchthon, que sin embargo era profesor de matemáticas en la Universidad de Wittenberg, se había abstenido de todo comentario.

Al regreso de su embajador, Segismundo I decidió condenar la Reforma. En efecto, sus alianzas acababan de cambiar: se había aproximado a Carlos V después de saber que Francisco I estaba en tratos con Solimán el Magnífico, cada vez más amenazador en los confines de su reino, en Bohemia y Hungría. Para compensar, no protestó cuando su peligroso vasallo Alberto de Prusia proclamó que se unía a Lutero. Encendía de ese modo una vela a Dios y otra al Diablo, con el alivio añadido de ver desaparecer a los caballeros teutónicos.

¿Qué valor podía tener Ermland desde aquel momento, rodeada como estaba por el gran ducado? No gran cosa…, una posesión secularizada por Segismundo I, que amplió aún más sus posesiones al heredar, como un Carlos V del Vístula, el gran ducado de Mazovia, sin herederos directos, y su poderosa ciudad de Varsovia. Se había acabado la época del obispo soldado y gran señor Lucas Watzenrode. Su sucesor Mauritius Ferber, tan fanáticamente hostil a los luteranos, lo era sin duda por orden del rey de Polonia, del cual no era más que un ministro.

En cuanto al canónigo de Frauenburg, Nicolás Copérnico, no tuvo la menor participación en todos aquellos grandes cambios. Sin embargo, recibió un día una carta de su antiguo enemigo vencido, convertido en el gran duque Alberto de Prusia, que le pedía una traducción al alemán de su Ensayo sobre la acuñación de moneda y un mapa de los ríos, las ciudades y las costas de las regiones prusianas. El ex gran maestre afirmaba que sería su deseo, cuando por fin pudiera abrir una universidad en Königsberg, tener a su lado al mayor filósofo del país. Se excusaba por su indiscreción, porque había pasado una copia del Resumen al profesor de griego y matemáticas de la Universidad de Wittenberg, Philip Melanchthon.

La edad y los desengaños habían hecho desconfiado a Copérnico; dio vagas promesas de empezar a levantar un mapa completo de la geografía prusiana, pero afirmó que se trataba de un trabajo de largo alcance y que sus múltiples actividades de canónigo le dejaban poco tiempo. Sospechaba que Alberto quisiera comprometerlo, al pedirle que le entregara informaciones estratégicas importantes.

En cuanto a aquel Melanchthon, Copérnico sabía muy bien que era el amigo más íntimo de Lutero. Si se convertía en un partidario público de su teoría, el canónigo perdería el apoyo y las muestras de ánimo que recibía de Roma. En cambio, envió gustoso la traducción de su ensayo sobre la moneda. Estaba orgulloso de ese escrito, tal vez más que de sus trabajos astronómicos, porque le daba la sensación de ser útil para la mejora de la suerte de los hombres.

La Reforma tenía sus más firmes partidarios polacos entre los comerciantes de Danzig, que se había convertido en el más próspero de los puertos del país. El rey Segismundo les dejaba hacer: los necesitaba demasiado. Y además, aquella ciudad siempre rebelde se mostraba celosa de sus libertades, arrancadas a los teutónicos y confirmadas después por Cracovia. Pero la situación se hizo más delicada cuando el prelado de la diócesis pidió al clero que tenía bajo su mando que rezara y bautizara en lengua vulgar. El monarca decidió no intervenir en persona, sino valerse del papista exaltado de Ferber. El obispo de Ermland empezó por utilizar la fuerza, al enviar allí a su tropa, es decir, a monjes fanáticos, que arrastraron con ellos a la hez de los suburbios y de los campos. Hubo varios días de terror, en los que las principales víctimas fueron mujeres, niños y ancianos. Aquella horda fue rechazada por fin, y las milicias burguesas los persiguieron y mataron en masa. Toda Prusia y Polonia corrían el peligro de quedar sumergidas en un baño de sangre. Prudentemente, Segismundo I llamó al orden a Ferber, le ordenó que no saliera de su palacio episcopal de Heilsberg y luego pidió al capítulo de Frauenburg que hiciera olvidar las violencias cometidas por su obispo.

Con el argumento de su anterior experiencia de la diplomacia junto a su tío, Copérnico propuso entablar negociaciones. Al abad le pareció excelente que uno de sus canónigos, cuyo gran renombre como sabio repercutía sobre todo el conjunto de la diócesis, ocupara una posición destacada. Fue entonces cuando, en contra de todo lo que cabía esperar, Bernard Sculteti, que había viajado desde Roma con motivo de aquella cuestión, intervino:

—No estamos hablando de tratos entre embajadores. De lo que se trata es de devolver al obispo de Danzig al seno de la Iglesia. Por consiguiente no necesitamos a un diplomático, a pesar de la habilidad que pueda tener el reverendo Nicolás, sino a uno o varios teólogos. Y por lo menos en esas materias, uno de nuestros excelentes amigos no nos supera…

Hubo algunas sonrisas. Fue Tiedemann Giese el elegido, y Nicolás se sintió traicionado por sus dos mejores amigos, con la sensación de que querían arrojarlo en marcha a la cuneta de la historia, de que querían arrinconarlo entre sus cálculos y su astrolabio. «¡Que se divierta haciendo juegos malabares con los planetas, y deje de entrometerse de una vez en las cosas serias como son las creencias, las guerras y la vida de los hombres!».

Bernard Sculteti, después de la muerte de León X y con el intervalo de los veinte meses que duró el efímero Papa de Carlos V, el holandés Adriano VI, había recuperado sus funciones de capellán junto a su sucesor; cambió de amo pero no de familia, porque Clemente VII era también un Médicis.

—Compréndelo, Nicolás —explicó a un Copérnico despechado—, no debes exponerte en este momento. Sé muy bien que Giese y tú coincidís con las personas que, como Erasmo, piensan que es posible aún lograr un compromiso entre Lutero y Roma. Pero es demasiado tarde, querido. La ruptura se ha consumado. El monje de Wittenberg ha sido expulsado de la Cristiandad. Erasmo, dicho sea de paso, lo ha entendido perfectamente y parece que se inclina más hacia la Iglesia. Se ha acabado. Vivimos un cisma, sufrimos la mayor herejía de todos los tiempos. Si después de Sajonia y Brandenburgo, Polonia cae a su vez, nadie puede saber qué ocurrirá. Pero tú, Nicolás, ten cuidado. Tu viejo enemigo Alberto de Prusia ha intentado atraerte hacia los luteranos a través de los distintos trabajos que te encargó. Tu respuesta evasiva no ha hecho sino aumentar su resentimiento hacia ti. Si no te mantienes al margen de este asunto, tu vida no valdrá mucho.

Sculteti había aceptado con entusiasmo la invitación a instalarse en casa de Copérnico durante su estancia en Frauenburg. Después de la reunión del capítulo relativa al obispo de Danzig, él, Nicolás y Tiedemann Giese habían vuelto a reunirse en la biblioteca de la torre de las murallas, donde Ana les había servido una colación. Copérnico se había tranquilizado al escuchar las explicaciones de su antiguo cómplice en las «campañas italianas», como decían bromeando. Sin embargo, seguía pareciéndole desagradable el verse marginado, él a quien nada le gustaba tanto como la acción.

—En resumen —refunfuñó—, en mi lugar tú habrías rechazado categóricamente las propuestas del gran duque. Incluida esa maldita traducción de mi ensayo sobre la moneda.

Tiedemann Giese intervino. Su opinión era importante, porque siempre se mostraba más prudente y ponderado que sus dos fogosos mayores:

—No te hago ningún reproche, Nicolás, porque ese ensayo significaba mucho para ti. Yo te habría aconsejado que enviaras una respuesta muy respetuosa a su alteza, que incluyera la observación de que un canónigo de Ermland, y muy católico, no puede permitirse, a menos de traicionar su cargo y a sus superiores, ponerse al servicio de un príncipe seguidor de la Reforma. Al aceptar una cosa y rehusar la otra, no sólo lo has disgustado, sino que además la diócesis sospecha que sientes alguna simpatía por los reformados.

—¡Y es el prudente Tiedemann el que me reprocha haber hecho demasiados remilgos entre la cabra y la col! Tendríamos que haberle llevado hace tiempo al Ramo de Violetas, ¿no te parece, Bernard?

A Giese le molestaba aquella complicidad y unas alusiones sexuales de las que no entendía nada, y se encogió de hombros. Sculteti aprobó las palabras del más joven de los tres, e insistió:

—No han tardado ni un segundo en informar de esa correspondencia a Roma, Nicolás. Allá abajo, uno de tus ilustres admiradores ha llegado a preguntarme si por casualidad no te inclinabas hacia el bando de los cismáticos. Lo que ahora tenemos delante es una guerra, no una discusión entre los luteranos y nosotros. Y nadie puede quedar al margen: es necesario que cada cual elija su campo.

—Pues bien, yo me niego a combatir —replicó Copérnico con énfasis—. Y créeme, somos muchos los que nos negamos, entre los filósofos y los artistas. La correspondencia que mantengo con ellos es la prueba. Puesto que no queréis escuchar nuestra voz, la voz de la razón, pelead entre vosotros, destrozaos como fieras salvajes. Al menos las fieras salvajes sólo se matan entre sí por hambre.

Giese sacudió la cabeza en señal de aprobación. Por su parte, Sculteti hizo una mueca dubitativa: en Roma no se veían las cosas de la misma manera que en Frauenburg. Allá abajo se sabía que la Reforma estaba extendiéndose por toda Europa como una mancha de aceite, mientras los otomanos de Solimán el Magnífico aprovechaban la situación para penetrar más y más en la Cristiandad. Desde Frauenburg no se veía más allá de un pedacito de Prusia, y la única preocupación era devolver a un oscuro obispo de Danzig al seno de la Iglesia. Para el capellán de Clemente VII, Copérnico tenía un papel modesto que desempeñar en aquella gigantesca partida: ya que los luteranos soñaban con regresar a una impensable Iglesia primitiva, el Papa había decidido que, muy al contrario, era necesario emprender también reformas, pero reformas enfocadas hacia el futuro, en un mundo trastornado por la multiplicidad de descubrimientos y de novedades. Lo más duro iba a ser convencer al canónigo de Frauenburg, cuyo espinazo era en exceso rígido. Sculteti lo sabía por experiencia; de modo que tanteó el terreno, después de carraspear para aclararse la garganta:

—Ya ves, para tranquilizar sobre tus opiniones a muchos personajes importantes de Roma, entre ellos los cardenales Farnesio y Schönberg…

—¿Schönberg? ¿Cardenal?

—Cardenal de Capua, sí. ¿No lo sabías? ¿Es que no forma parte de tus corresponsales? Espero que no hayas reñido con él, por lo menos, porque siente por ti una admiración sin límites. Además, se ha convertido en un personaje de moda, en Roma.

Al oír esa respuesta, Copérnico se mordió los labios. Otro que no fuera su antiguo preceptor habría tenido que sufrir una de las cóleras violentas que le asaltaban cuando se sentía cogido en falta. En efecto, desde hacía varios años, sin darse cuenta, por negligencia o por orgullo, se había aislado del mundo. Consciente de que había dado en la diana, Sculteti prosiguió:

—A Schönberg le preocupa saber si no te inclinas hacia el bando de Lutero. Para tranquilizarlo, decía, así como a Farnesio, tienes que acabar tu gran libro de astronomía, imprimirlo y dedicárselo a ellos.

—Es imposible por el momento. Estoy atascado con los epiciclos de Marte, y…, bueno, es demasiado largo para explicártelo.

—Podrías por lo menos enviarles la versión completa de tu Resumen —sugirió Giese.

Copérnico se encogió de hombros: contentarse con enviar un borrador sería tan descortés para los destinatarios como insatisfactorio para él. Sculteti propuso entonces:

—Permíteme exponer yo mismo tu teoría cuando esté de vuelta en Roma.

Copérnico se puso aún más rígido, y preguntó desdeñoso:

—¿Qué sabes tú de astronomía?

—Lo bastante para haberte enseñado hace años algunas nociones de álgebra y de geometría, si no me equivoco —replicó a bote pronto el antiguo preceptor de Nicolás y Andreas.

Esta vez, Copérnico se declaró vencido. ¡Que hicieran lo que quisieran, a fin de cuentas! ¿A él qué le importaba?

Sculteti marchó de nuevo a Italia. Pero el capellán del Papa no tuvo ocasión de exponer ante Su Santidad y un grupo selecto de cardenales la teoría de su amigo. En efecto, los lansquenetes de Carlos V, aliados con las tropas de los Colonna, familia rival de los Médicis, asaltaron la Ciudad Eterna y la saquearon. La ocupación duró dos años, en los que la rapiña sucedía al pillaje mientras Clemente VII estaba encerrado en el castillo de Sant’Angelo con su séquito, del que formaban parte Sculteti y Schönberg. Mientras unos príncipes cristianos se destrozaban entre ellos, y otros, como el rey Luis de Hungría, caían bajo la cimitarra de Solimán el Magnífico; mientras se consumaba la ruptura entre los reformados y la Iglesia romana; mientras en el resto del mundo se descubrían sin cesar nuevas riquezas y a otros seres humanos que vivían y creían de modo distinto, Copérnico decidió que no tenía derecho a turbar más aún las almas inquietas de sus contemporáneos. ¿Por qué añadir otro tizón encendido a las llamas, anunciándoles que no eran sino hormigas corriendo en todas direcciones sobre una bola suspendida en el vacío y girando alrededor del gran Sol?

Intentó en cambio, como algunos otros hombres de buena voluntad, verter un poco de agua sobre aquel incendio. El obispo de Danzig, a pesar de todos los esfuerzos de Giese, había acabado por unirse a la Reforma, y fue excomulgado. Pero ahora las ideas de Lutero se habían introducido también en el capítulo de Frauenburg. Uno de los canónigos, Félix Reich, defendió insistentemente ante sus colegas la necesidad de celebrar la misa en lengua vulgar, y sobre todo criticó los escándalos del papado. Podía permitírselo: con Giese, era el que llevaba una vida más irreprochable de los dieciséis miembros del capítulo, pero alardeaba de ello con una ostentación agresiva muy distinta de la indulgencia del amigo de Copérnico. Reich acabó su discurso atacando con virulencia a los restantes quince canónigos por vivir en pecado, refiriéndose sobre todo, sin nombrarlos, a Copérnico, en concubinato notorio con Ana Schillings, y a Alejandro Soltysi, alias Sculteti, hermano del secretario del Papa, cuyas aventuras y bastardos eran incontables. Recordó que, si la carne es débil, por lo menos Martín Lutero no había tenido la hipocresía de ocultarlo, y había contraído matrimonio ante Dios, el año anterior.

Copérnico pensó entonces que Reich estaba en lo cierto. Hacía ya casi veinticinco años que Ana y él vivían juntos, a la vista de todos aunque sin hacer alarde de su relación; de alguna forma estaban casados ante Dios, pero no ante la Iglesia. En su interior sentía un vago malestar por haber quebrantado así sus votos de celibato. ¿Era ésa la razón por la que siempre se había negado a tener el hijo que Ana, sin embargo, tanto deseaba?

Por otra parte, Reich nunca le había gustado: le recordaba demasiado a aquel monje florentino, Savonarola, del que Maquiavelo había trazado años atrás un retrato a punta seca. La misma fiebre, la misma manera de flagelarse a sí mismo con tanta voluptuosidad como a los demás. El debate duró mucho tiempo. Copérnico no quiso intervenir, a pesar de que se lo solicitaron con insistencia. No tanto por la voluntad de mantenerse neutral, sino porque consideraba aquello tan aburrido como inútil. Giese se esforzaba por todos los medios en encontrar un terreno de acuerdo, pero era demasiado tarde. El precipicio era ya demasiado ancho para que nadie pudiera tender un puente sobre él. Además, Alejandro Soltysi se había convertido en el partidario más fanático de Roma, y el resto del capítulo se sentía incómodo. El ambiente se caldeó tanto que Reich prefirió abandonar la sesión y encerrarse en su casa de Allenstein. Desde allí, escribió e hizo imprimir algunos libelos en los que llamaba al clero polaco y prusiano a unirse a la Reforma. El cisma alcanzó así también al capítulo de Frauenburg. Como el obispo Ferber se mantenía en una posición papista inflexible, seguido por la mitad del capítulo encabezada por Alejandro Soltysi, que defendía sobre todo sus propios intereses suntuarios, y familiares, el tema tenía forzosamente que envenenarse.

El bando de los moderados, capitaneado por Copérnico y Giese, se sintió muy aislado. Decidieron apelar al propio rey de Polonia, porque Segismundo I era partidario de cierta libertad de culto para los luteranos, si bien con cierto número de limitaciones y restricciones. Así pues, el monarca envió a uno de sus representantes a los dos canónigos. Y Copérnico tuvo la muy desagradable sorpresa de ver llegar a su casa de Frauenburg a quien él llamaba con mucha justicia «el Glimski de Segismundo», del que sospechaba que había proporcionado a Alberto de Prusia el boticario que envenenó a su tío Lucas: el caballero Johann von Flachsbinder, alias Dantiscus.

A los dos hombres les costó un gran esfuerzo dar a su conversación un tono normal. Por fortuna, apareció Giese e hizo con habilidad el papel de bichero o de cojín para que el poderoso navío de Dantiscus no se rozara demasiado con el áspero rompeolas de Copérnico. Este último condujo hasta el observatorio a su visitante, que demostró tener algunos conocimientos de astronomía y le propuso enviarle una esfera armilar y un reloj que le había regalado tiempo atrás el emperador Maximiliano. Por toda respuesta, Copérnico recordó de pronto que su canonjía le obligaba a viajar con urgencia a Elbing, para juzgar un pleito sobre lindes. Tendría que salir al alba del día siguiente, de modo que sería mejor debatir ahora el tema que había traído a Frauenburg al emisario real.

Giese, que no sabía nada del contencioso entre los dos hombres, había estado a punto de decir a su amigo que él mismo podía suplantarle como presidente del tribunal de Elbing, pero al instante comprendió que la manera brutal como Nicolás había cambiado de conversación era un modo de mostrar que no quería tener nada que ver con Dantiscus. Así pues, los tres hombres tomaron la decisión de escribir una carta abierta al canónigo Reich, que sería una llamada general a la tolerancia y a la reconciliación. La epístola en cuestión se imprimiría en Cracovia, y no en Danzig.

—La firmaré yo solo —dijo Giese, acordándose de las palabras de Sculteti—. El genio del reverendo Copérnico ha provocado ya demasiados odios y celos. Sería malo para su seguridad y para sus trabajos el aparecer de ese modo a la luz pública.

—Te agradezco la atención, Tiedemann, pero no tengo ninguna necesidad de que me protejan. Firmaremos los dos.

—Pero Alberto de Prusia…

—Su alteza el gran duque —intervino Dantiscus— aprueba sin reservas este proyecto, que va en el sentido de la paz y la prosperidad. Pero es cierto que el nombre de Copérnico puede avivar en él recuerdos desagradables. Con todo, ese nombre posee tal prestigio de sabiduría tanto en Polonia como más allá de sus fronteras, que dará más fuerza al escrito.

Giese, que conocía demasiado a su amigo y su terquedad, propuso una solución intermedia: firmaría solo, pero señalaría con claridad en el incipit que Nicolás Copérnico había intervenido en la redacción de la carta. Así se hizo. El texto, escrito a cuatro manos por los dos amigos, era un verdadero canto a la tolerancia y la comprensión mutua. Todos los filósofos y hombres de buena voluntad que había en Polonia se lo quitaban de las manos. «Rehúso el combate», afirmaba de entrada. Y el canónigo Félix Reich, al que iba dirigida la epístola, respondió que lo que él deseaba no era la lucha con las armas, sino el debate de las ideas, la confrontación pacífica con las palabras. Ermland pareció entonces apaciguarse, y toda Polonia, con ella, elegir no a Lutero ni a Roma, sino a Erasmo.

El sabio de Rotterdam acababa de publicar Del libre arbitrio, una obra en la que preconizaba, más allá de las tortuosas querellas teológicas, el retorno a la sencilla moral cristiana. Copérnico y Giese habían leído la obra y se habían inspirado en ella, pero no habían tenido conocimiento de la mordaz respuesta de Lutero, Del siervo arbitrio. Debido a que consideraba muy debilitado al papado, y en tanto que su enemigo más temible, Carlos V, estaba absorbido en su conflicto con Francisco I de Francia, el monje de Wittenberg decidió clarificar las cosas con aquellos que, anteriormente, habían aprobado una parte de sus ideas e intentado llegar a un compromiso que permitiera evitar la guerra. Así pues, situó a Erasmo y a quienes compartían su punto de vista en el campo enemigo, y los calificó de escépticos y, en la práctica, de ateos. Entre ellos, incluyó a Nicolás Copérnico.

Con su lenguaje florido y voluntariamente popular, tronó en sus sermones contra un astrólogo polaco que intentaba probar que la Tierra se movía y pivotaba sobre sí misma, en lugar de hacerlo el firmamento, el Sol y la Luna; lo cual iba en contra de todos los escritos sagrados. Y se interrogó en voz alta, con una ironía rústica, si aquel Copérnico era un secuaz de Satán o simplemente un imbécil; por caridad, prefería la segunda alternativa. Luego, como se sabía incompetente en ese género de materias, prefirió lanzar contra el canónigo de Frauenburg a su principal lugarteniente, el profesor de griego y de matemáticas Philip Melanchthon, encargado por él de dialogar con cuantos sabios, profesores, artistas y filósofos había en Europa, al tiempo que emprendía la hermosa y excelente reforma de las universidades partidarias de Lutero, reforma de la que aún nos beneficiamos en nuestros días.

Melanchthon decidió entonces dar personalmente conferencias sobre astronomía en las que defendió, con su gran erudición, las teorías de Tolomeo. Contrariamente a lo que podía esperarse de una persona a la que todos calificaban de amable, prudente y moderada, Melanchthon, al concluir sus clases, exponía rápidamente y en tono de burla las tesis de Copérnico, «como si alguien que viajara en coche o en barco creyera estar inmóvil y en reposo, y fueran la Tierra y los árboles los que se movieran. Tal es la época en que vivimos: quien desea brillar tiene que inventarse algo original y convencerse de que es el mayor descubrimiento de todos los tiempos». Peor aún: dijo repetidamente en público que rezaba todos los días para que apareciera un príncipe lo bastante buen cristiano para hacer ahorcar a ese astrónomo que se atrevía a contradecir las Sagradas Escrituras.

Pese a cuanto se ha dicho y repetido, aquello no fue un efecto de estilo, una broma, un «chiste» a la manera de los que solía hacer Lutero. Era nada menos que una amenaza de muerte, un anatema. Y el príncipe en cuestión, todo el mundo lo entendió así, no podía ser sino el gran duque Alberto de Prusia y de Brandenburgo. A Tiedemann Giese le asustó aquel desafío. Suplicó a su amigo que pusiese fin de inmediato a sus observaciones astrales, que se hiciera invisible, que hiciera todo lo posible para que lo olvidaran. Naturalmente, por llevar la contraria, Nicolás decidió que la mejor defensa era el ataque, según la consigna de su amigo florentino Maquiavelo. No se contentó con reemprender la redacción de su anti-Almagesto, muy olvidado en los últimos tiempos, sino que, en un súbito frenesí de correspondencia, anunció la inminente finalización de su obra a los profesores de matemáticas de todas las universidades de Alemania y de Polonia, reformados o no, teniendo buen cuidado de incluir entre ellos a Melanchthon, como un desafío. Adjuntaba a su mensaje, para aquellos que no lo conocieran, su Resumen, y unas tablas astronómicas más completas. No olvidó a los italianos, en particular a Sculteti, a quien dio autorización para exponer ante quien quisiera su visión del mundo. Sculteti le contestó que se dedicaría a ello tan pronto como lo permitieran las circunstancias: las tropas imperiales ocupaban aún la ciudad.

¡Qué importaba! El contraataque de Copérnico contra la ofensiva de los reformados triunfó. Desde Nuremberg, Alberto Durero le informó de que con el nuevo profesor de matemáticas de la ciudad, Johann Schöner, había conseguido convencer a Melanchthon de que se expresara con más comedimiento. De hecho, éste dejó pura y simplemente de dar sus cursos de astronomía. Había encontrado un arma mucho más temible que la incitación al asesinato: el ridículo.

Un bello día de junio, mientras, encerrado en su torre, Copérnico revisaba y corregía a fondo la obra que ya había titulado Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes, Ana, acompañada por una joven sirvienta y por el impresionante Radom, volvía de la feria de Frauenburg, que tenía lugar semanalmente detrás del puerto y la lonja, con los cestos repletos de provisiones. Pasaron junto a un estrado ante el cual se había reunido una multitud risueña de ociosos para ver a los comediantes.

—Señora, señora —suplicó la criadita—, ¡parémonos un momento! La gente parece estar divirtiéndose mucho.

Ana no tuvo inconveniente en complacerla; desde hacía algún tiempo, Nicolás se encerraba con su trabajo, y no le prestaba ya la atención tierna del amante ni el afecto tranquilizador del padre. Pero muy pronto dejó de reírse. La farsa contaba la historia de un grueso canónigo, sentado sobre un saco de oro, que cenaba con el Diablo. Hasta ahí, todo muy banal, porque al pueblo le gustaban las bromas soeces sobre quienes recolectaban los impuestos. Pero el canónigo de la comedia se llamaba Gabin, nombre de una aldea vecina de la pequeña ciudad de Koppernigk. Iba vestido de rojo, con una cimitarra turca al costado, un sombrero puntiagudo de médico constelado de estrellas en la cabeza, y unas gafas enormes. Incluso el más tonto de Frauenburg sabría al instante de quién se trataba.

—Tiene usted buen apetito, canónigo Gabin —decía el Diablo—. Devorar una tras otra todas las estrellas del cielo después de asarlas al calor de mi sol, es demasiada glotonería.

—Es que, gran Lucifer, mi buena Nana es insaciable, y no me deja descansar ni una sola noche, siempre abierta de piernas mientras yo me esfuerzo en adivinar el futuro del mundo, arriba en mi palomar, y no debajo de su refajo.

—Si me prestas a tu puta, yo a cambio te permitiré que vayas a buscar en el astro del día todo el oro que oculta.

—A fe que no voy a negarme. He exigido tanto dinero a mis parroquianos, que ya no tienen ni un solo zloty que darme. Nana, bastarda de obispo, ven acá y probarás la verga de Belcebú. La mía está exhausta.

Entró entonces un actor disfrazado de prostituta ridículamente pintarrajeada, y gritó con voz de verdulera:

—¿Qué es lo que oigo, Gabin, monje vicioso, vas a ir a tostarte al sol ese culo gordo? ¡Mira que ya tu hermano, el leproso paniaguado del Papa, reventó por haber viajado demasiado del lado de Venus!

Radom colocó su manaza sobre el hombro de una Ana petrificada de horror y de humillación:

—Vámonos de aquí, señora, antes de que alguien nos reconozca.

Volvieron a casa a toda prisa. Ana subió a la carrera las escaleras de la torre. En la biblioteca, conversaban Copérnico, Giese y uno de sus colegas. Ella se derrumbó a los pies de su amante, ocultó el rostro entre sus rodillas y empezó a sollozar. Él le acarició con cariño los cabellos y le pidió que se serenara un poco y le contara la razón de aquel disgusto. Cuando ella acabó de hablar, Nicolás saltó de su asiento, con tanto ímpetu que a punto estuvo de atropellar a Ana, y empezó a dar vueltas por la habitación, agitando el puño, rugiendo:

—¡Víboras, zánganos! ¡Cobardes! No han podido destruirme, de modo que atacan lo que me es más querido en el mundo, la memoria de mis muertos y la mujer a la que amo. ¡Qué lodazal! ¡Los aplastaré! Voy de inmediato a enviar a la guardia y a encerrar a esos histriones en el calabozo…

—Sobre todo no hagas eso —intervino Giese—. Toda Prusia se reiría de ti. Yo mismo he firmado la autorización a esa compañía para que presentaran su espectáculo. Me dijeron que se trataba de la fábula del doctor Fausto. En el fondo, sólo me mintieron a medias…

—¡Cómo! ¿Qué es lo que estás diciendo?

—Bromeo, Nicolás. ¿Sabes de dónde vienen esos comediantes? De Königsberg, amigo mío. Representan con mucha frecuencia ante la corte del gran duque Alberto. Un gran duque aficionado a las letras, que ha escrito algunas obras de teatro. ¿Comprendes mejor, ahora? Cierto que esa manera de ensuciar lo que te rodea es infame. Pero no hay que responder a la risa con la cólera y la fuerza. Hay que responder con la risa.

—¿Qué me estás sugiriendo? ¿Que escriba una farsa llena de groserías? ¡Vaya idiotez!

Giese replicó:

—Figúrate que en la época de mi loca juventud, escribí un entremés sobre los caballeros teutónicos. Se representó en Cracovia. Ahora que lo pienso, era bastante divertido.

Y Giese se puso a caminar echando atrás los hombros con aires de fanfarrón, de un modo tan cómico que Ana se echó a reír en medio de sus lágrimas. Luego, con un fuerte acento bajo alemán, el ingenioso canónigo recitó:

—Capitán Koppernigk, nadie en Ermland ha olvidado la manera como derrotasteis a nuestros ejércitos en Allenstein. El pueblo os está agradecido. Y tampoco olvida al generoso médico de los pobres. —Volvió a sentarse y siguió diciendo, en tono normal—: Voy a adaptar mi inmensa obra maestra a la actualidad. Me siento muy inspirado, para clavar algunas pullas al bueno de Alberto de Prusia. Y no tendrás que desembolsar grandes sumas para que estos faranduleros, y si no ellos, otros, respondan con risas a las burlas.

Y así fue. La terrorífica historia del canónigo Gabin, comedor de estrellas desapareció de los escenarios de Ermland. En adelante se representó El teutón arrepentido.

En octubre del año 1531, Nicolás Copérnico acabó por fin su Revoluciones de los cuerpos celestes. Mandó hacer una decena de copias y las envió a sus colegas más queridos y sabios. También envió una copia a Melanchthon. Éste sólo le respondió con unas frases amables, pero no repitió sus ataques. Se confesaba vencido. En cuanto a Lutero, se contentó con repetir en sus Charlas de sobremesa lo que había dicho desde el púlpito a propósito de «ese loco que quiere poner patas arriba el arte de la astronomía». Así pues, el asunto estaba cerrado. Y allá abajo, en Roma, Sculteti consiguió que un secretario del Papa experto en matemáticas diera una lección sobre su sistema ante Clemente VII y un grupo selecto de cardenales, entre ellos Alejandro Farnesio.

Unos meses más tarde, el Papa murió. Y fue Alejandro Farnesio quien lo sucedió con el nombre de Paulo III. En adelante, al resguardo de su antiguo protector en Italia, Copérnico no tenía nada que temer del bando católico. Y podía esperarlo todo. La púrpura cardenalicia, por ejemplo…

Pasaron varios años. Desde todas las universidades de Europa, con la excepción de España, se consultaba a Copérnico sobre los más mínimos detalles de astronomía. Él se había apaciguado con la conclusión de su obra. Sin embargo, todavía volvía con frecuencia a sus cálculos, siempre insatisfecho con el resultado. Quería demostrar que su sistema era más sencillo que el de Tolomeo, pero para salvar las apariencias se había visto obligado a multiplicar los epiciclos. Pero las dudas se habían disipado, y ahora estaba seguro de tener razón: había abolido el ecuante, la trampa inadmisible contra el movimiento circular uniforme.

Le habría gustado que alguno de sus corresponsales le discutiera, o que sugiriera algo que lo incitara a ir más lejos, a corregirse incluso. Pero su aldabonazo había sido demasiado fuerte. Sobre las revoluciones aparecía ahora, ante la élite de la astronomía, como una fortaleza sin grietas, y su autor como el más sabio de los astrónomos de todos los tiempos. Así pues lo consultaban, pero no sobre los temas que él habría deseado. Él quería mantenerse en el terreno de la matemática pura, y sus corresponsales se entregaban a todo tipo de especulaciones astrológicas. Ahora bien, esa habilidad de la astrología para penetrar el velo oscuro que oculta los destinos humanos era totalmente extraña al pensamiento de Copérnico, y él se negaba a estudiar nada que no estuviera basado en el cálculo. Así respondía a quienes le pedían su opinión sobre tal o cual relación entre un fenómeno astral ocurrido en un pasado lejano y la caída de un imperio o el nacimiento de otro. Esperaba que acabaran por cansarse de escribirle sobre esos temas, pero fue en vano. Su pesimismo acerca de la naturaleza humana no hizo sino fortalecerse.

En el año 1537, murió el obispo Ferber. Contrariamente a la costumbre, en esta ocasión fue el rey quien envió una lista de nombres al capítulo para su sucesión. Entre ellos figuraban su antiguo secretario Dantiscus, nuevo obispo de Kulm, un canónigo de Frauenburg agobiado por las deudas, y un disoluto notorio. Giese se responsabilizó entonces de viajar a Cracovia acompañado por otro canónigo, Dietrich von Rheden, para suplicar al rey que retirara a ese último candidato y lo sustituyera por Copérnico, que había dado recientemente una conferencia ante el Papa. Segismundo I aceptó gustoso la sugerencia: de todos modos estaba firmemente decidido a nombrar a Dantiscus, su favorito, y Copérnico le servía de pantalla. Fue así como el antiguo cómplice de la muerte de Lucas entró a gobernar el obispado de Ermland. Y el rey no se privó de cometer una pequeña perfidia suplementaria: hizo que, en Kulm, a Dantiscus lo reemplazara Tiedemann Giese. La audiencia que había concedido a este último podía aparecer, así, como una transacción en la que Copérnico resultaba el único perdedor. De modo que el nuevo obispo de Kulm corrió a casa de su amigo para explicarle que él no había tenido nada que ver en la decisión.

Por toda respuesta, Copérnico lo felicitó calurosamente, y le dijo que aquello no era más que la justa recompensa por su hermosa epístola a Reich. Giese no percibió ninguna malicia en la frase: había olvidado que fue Nicolás quien escribió prácticamente la totalidad del texto que él se limitó a firmar.

—El juego ha concluido, querido Tiedemann, mi carrera eclesiástica se estancó hace ya veinte años a las puertas del capítulo de Frauenburg. En eso coinciden mis enemigos y mis amigos. Los primeros tiemblan aún, después de dos decenios, cuando se acuerdan de la inmensa sombra de Lucas Watzenrode. Los segundos, como tú o Von Rheden, deseáis que yo no sea otra cosa que un astrónomo con la nariz metida en las estrellas, un espíritu puro encerrado en su torre, repasando una y otra vez sus cálculos abstrusos y esotéricos, un icono cuya gloria se derramaría sobre todos los que me rodean. ¡No, no, no protestes! Lee la carta que acaba de enviarme, desde Roma, nuestro querido Schönberg…, ¡perdón!, su eminencia el cardenal de Capua.

Giese leyó en voz alta la carta de su antiguo condiscípulo de Ferrara, entre exclamaciones de alegría. Estaba fechada el 1 de noviembre de 1536: «Me he enterado de que no sólo conoces admirablemente los descubrimientos de los matemáticos de la Antigüedad, sino que incluso has construido una nueva doctrina del mundo según la cual la Tierra se mueve, mientras que el Sol ocupa el lugar más bajo y, en consecuencia, central del Universo; que el octavo cielo permanece fijo y eternamente inmóvil; que sobre todo ese sistema astronómico has escrito unos Comentarios, y que, después de calcular los movimientos de los astros errantes, has compuesto unas tablas para gran admiración de todos. Por esa razón, hombre sapientísimo, te ruego con el mayor apremio que comuniques a los sabios ese descubrimiento tuyo, y que me envíes tan rápidamente como te sea posible los frutos de tus meditaciones nocturnas sobre la esfera del mundo, con las tablas y todo cuanto te parezca oportuno acerca del tema. Y he encargado a Von Rheden que haga copiar todo eso y haga que me lo envíen, a mi costa. Y si quieres hacer tal como yo te lo pido, comprobarás que tratas con una persona que tiene tu nombre en la mayor estima y que está llena de deseos de hacer justicia a tu genio. Hasta pronto».

Tiedemann levantó la vista y dijo:

—¿Es que no le enviaste tus Revoluciones?

—Lo olvidé. O más bien, minusvaloré sus conocimientos de astronomía, al pensar que no entendería nada. Al parecer, no es el caso. ¿Ha sido Von Rheden, al que cita en la carta, o tú, quien ha cometido la indiscreción de hablarle de mi obra?

—Los dos, querido, los dos. Nos hemos conjurado para proteger tu renombre tanto, si no más, como Alberto de Prusia, Dantiscus y Melanchthon se conjuran para difamarte. ¿Quién iba a hacerlo, si no? ¡Tú no, viejo oso, tú no! Presumes de haber sido un diplomático hábil en la época de tu juventud. Pues parece que tus dotes se han gastado con la edad. ¿Has entendido por lo menos lo que significa la última frase de Schönberg: «Comprobarás que tratas con una persona que tiene tu nombre en la mayor estima y que está llena de deseos de hacer justicia a tu genio»?

—¡Claro que sí! —exclamó Copérnico—. Está agitando la púrpura cardenalicia delante de mis narices, como se pone la zanahoria delante del asno para conseguir que camine. ¿Cardenal, yo? Hace diez años, soñaba con serlo. Hoy, imitaría a Erasmo y rechazaría el cargo. Por las mismas razones que él: nadie me forzará a elegir mi bando entre católicos y reformados. Igual que el que se llama a sí mismo «el más sabio de los hombres», yo me encuentro en otro lugar: en el bando de la libertad.

—De todas formas —protestó Giese—, ese mensaje de Schönberg se parece muchísimo a un imprimatur pontifical. O por lo menos, a la promesa de obtenerlo. Hay que imprimir, Nicolás, hay que imprimir las Revoluciones.

—Imprimir…, dar a los zánganos y a los calumniadores otra ocasión para picarme… Sabes de sobra que no existe remedio contra su picadura. ¿Recuerdas la carta de Lisias a Hiparco, que yo traduje hace años?

—Me la sé de memoria —se enorgulleció Giese—: «No conviene divulgar a todo el mundo lo que hemos adquirido con tanto esfuerzo, del mismo modo que no se permite admitir a las gentes ordinarias a los misterios sagrados de las diosas de Eleusis». Pero los tiempos han cambiado, Nicolás. El mundo no es más que un gran barullo, y Pitágoras no puede guardar silencio.

Copérnico dejó escapar un irónico silbido admirativo:

—¡Bravo, monseñor Giese! ¡Cómo cambia a un hombre una mitra de obispo! Pero la cita en que yo pensaba era otra. No poseo tu prodigiosa memoria, pero venía a decir, más o menos, que revelar la verdad desconsideradamente y sin que importe a quién, era como si…, eso es, ahora lo recuerdo…, «como verter agua pura en un vaso lleno de inmundicias: sólo se consigue remover la basura y estropear el agua». No, Tiedemann, deseo «reformar» la astronomía ¡pero no seré su Lutero! No colgaré mis tesis en el tablón de mi observatorio. ¿Puede alguien saber si gritar a voz en cuello que la Tierra gira alrededor del Sol y de su propio eje no provocará tantos odios y hará verter tanta sangre como una traducción de la Biblia a la lengua vulgar?

Giese no se atrevió a responder que una disputa entre sabios y filósofos casi nunca había causado la muerte de un hombre. Pensó en Sócrates, en Abelardo o en el hermano de Domenico Novara, Giorgio, quemado en la hoguera en Bolonia en 1500, o en el médico Georg Iserin, un antiguo condiscípulo de Padua, que había sufrido la misma suerte en Austria, hacía ahora ocho años… Pero no se abstuvo de remedar en tono cómico su futuro papel como obispo de Kulm, tronando como lo haría desde el púlpito contra los pecadores:

—¡No creas que vas a librarte a tan poco precio, Nicolás! ¡Te aseguro que algún día te arrancaré de las manos tus Revoluciones y yo mismo haré funcionar la prensa en la que nacerá tu gran obra!

Y se sirvió otra copa de frascati, el vino blanco del Lacio, suave y ligero al paladar, que su eminencia Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, había enviado, acompañando su carta, a sus antiguos camaradas de la nación alemana.

En cuanto se tocó con la mitra de obispo de Ermland, el amable y espiritual diplomático Dantiscus, cuyas innumerables amantes andaban dispersas por todos los rincones de la Cristiandad, se metamorfoseó en un prelado rígido y austero. ¿Era sincera aquella conversión, o seguía las órdenes de su amo Segismundo I? ¿Quién habría podido decirlo, de no ser su confesor? En todo caso, mientras en el resto de Polonia las dos religiones vivían, si no en armonía, al menos ignorándose mutuamente, en Ermland, y únicamente en Ermland, que los documentos oficiales llamaban ahora con su nombre polaco de Warmie, los libros y los panfletos venidos de los países reformados empezaron a arder bajo la antorcha de los prebostes.

Pero antes incluso de arremeter contra lo que llamaba «los lugares envenenados por la herejía», el antiguo amigo de Melanchthon decidió limpiar su propia casa, es decir, la catedral de Frauenburg. Sus canónigos administraban muy bien el obispado, unidos bajo la dirección de Copérnico, y no desviaban el menor zloty de los impuestos que percibían. La marcha de Giese a la vecina Kulm no les había debilitado, antes al contrario: se había convertido en su principal apoyo. Aliados con la Liga burguesa de Prusia, combativamente apegada a sus libertades, muy bien podían formar un frente común contra su nuevo obispo, como habían sabido hacer tiempo atrás contra los caballeros teutónicos. Aunque buen número de ellos eran nuevos, las costumbres adquiridas bajo el puño enérgico de monseñor Lucas se habían convertido para ellos en una segunda naturaleza.

Sin embargo, el capítulo tenía un eslabón débil: Alejandro Soltysi, alias Sculteti, hermano del capellán del Papa. Pero después de encabezar la oposición a Nicolás, se había unido a él en el momento de la última guerra teutónica. Y se había hecho más prudente. Él, que antes llevaba una vida de gentilhombre disoluto, ahora convivía con una mujer de la que se decía que había sido moza de posada o algo peor, pero que después se había transformado, como sucede con frecuencia, en una madre de familia irreprochable. El caso es que el canónigo aparecía demasiado en público con ella y sus hijos, como cualquier hidalgüelo de provincias. Giese y Copérnico le recomendaban más discreción, pero él no hacía caso, convencido, no sin razón, de que su hermano, el capellán del Papa, lo protegería de cualquier crítica.

Pero ocurrió que Bernard Sculteti murió, tal vez de decepción: para romper con la era Médicis, Paulo III iba desembarazándose poco a poco de la corte de sus predecesores León X y Clemente VII. Le tocó el turno a Sculteti. No lo soportó, y su corazón se paró. Copérnico sintió un dolor inmenso: su antiguo preceptor, convertido en el mejor de sus amigos, pero sobre todo en su sostén más ferviente, iba a faltarle cruelmente y a dejarlo solo frente al obispo de Ermland, Dantiscus. Y se reprochó además no haberse interesado lo suficiente en los asuntos vaticanos. Tal vez habría podido solicitar para Sculteti la benevolencia del Papa, su antiguo protector Alejandro Farnesio.

Dantiscus conocía perfectamente los lazos que unían al nuevo pontífice y al canónigo. De modo que intentó congraciarse con el astrónomo, y llegó incluso a ofrecerle globos terrestres, instrumentos de medición a la última moda, mapas, entre ellos el del Nuevo Mundo que le había enviado el conquistador Cortés, y sobre todo dos magníficos planisferios celestes que Alberto Durero, asesorado por los astrónomos Stabius y Heinfogel, había grabado en 1515 en la corte del emperador Maximiliano.

Copérnico le había expresado su agradecimiento, pero de un manera rigurosamente protocolaria. Luego el obispo lo invitó varias veces a comer en Heilsberg, y en todas ellas recibió como respuesta una negativa acompañada por toda clase de testimonios de devoción acendrada y por excusas centradas en lo pesado de las obligaciones de un canónigo, cosa que le habría hecho sonreír si no hubiese significado, en lenguaje llano: «Déjame en paz en mi torre».

Dantiscus era un diplomático experto pero demasiado convencido de que cada acto y cada palabra encerraban una intención secreta, y por esa razón no podía imaginar que el astrónomo era sincero y que había abandonado toda ambición salvo la de sus investigaciones astronómicas. Y el caso es que Tiedemann Giese, el nuevo obispo de Kulm, no dejaba de repetírselo a su homólogo de Ermland en cada ocasión en que se encontraban los dos prelados, lo que ocurría con bastante frecuencia. El principal partidario del astrónomo lo repetía incluso demasiado a menudo, lo que no hacía sino aumentar las sospechas de Dantiscus: Copérnico estaba preparando algo contra él, y ese «algo» no podía ser otra cosa que alcanzar la púrpura cardenalicia para luego desprestigiarlo a los ojos del Papa. Habría sido fácil: a pesar de todo lo que les separaba, Melanchthon y él seguían siendo amigos. Y la mano derecha de Lutero, quizá por cálculo, no dejaba de alabar en todos los tonos las grandes cualidades del obispo de Ermland, lo que tenía molesto al rey Segismundo I y era motivo de regocijo para el gran duque Alberto de Prusia, su vecino.

Entonces Dantiscus, hombre habituado a las soluciones drásticas, decidió asestar a Copérnico un golpe bajo. Fue el Papa quien le proporcionó la ocasión. Paulo III seguía, sin embargo, llevando una vida de príncipe y de amante de las fiestas, la caza y las artes. ¿No acababa de dar a Miguel Ángel Buonarroti carta blanca para acabar su gran fresco del Juicio Final, en el muro situado detrás del altar de la Capilla Sixtina? Pero el hecho de haber prebendado a sus tres bastardos y casado a su bastarda con el mejor postor, no le impidió tomar la decisión de exigir a su clero una vida más virtuosa, para no seguir con ese flanco descubierto a las pullas de Lutero y Melanchthon. Se limitó a una declaración de principios, pero Dantiscus encontró divertido tomarla al pie de la letra. La emprendió en primer lugar con Alejandro Soltysi, al que exigió devolver de inmediato a Danzig a su seudoama y a los cuatro hijos que había tenido con ella, y después contratar para su casa a un servicio más adecuado a su edad y a su función.

Después de la muerte de su hermano el capellán, la audacia y la capacidad para la intriga de Alejandro se habían hecho mayores. Se negó con altanería, y afirmó que, si el obispo persistía, no dudaría un instante en convertirse en el discípulo más fervoroso de Lutero, que, por lo menos, había sabido aliar sin hipocresía el amor a su esposa y el amor de Dios.

Copérnico comprendió muy pronto que aquel golpe no iba dirigido contra Alejandro, sino contra él mismo. Y por consiguiente, contra Ana. Alertó a Giese pero no se atrevió, por miedo al ridículo, a recurrir a su antiguo protector Paulo III. Fue a ver a Alejandro Soltysi y le pidió sencillamente que fuese a esconder a su familia numerosa a una de sus casas de campo, además de aconsejarle que tergiversara, mintiera y disimulara antes que recoger el guante, como pensaba hacer él mismo en el caso de que Dantiscus la tomara con Ana y él. Porque era eso precisamente lo que quería el obispo: obligar a bascular a Copérnico hacia el campo de la Reforma por razones tan mediocres como el celibato de los clérigos, y así desacreditarlo por completo ante Roma. Además, al salpicar de esa forma a dos de sus miembros, y no de los menos importantes, se prometía domar por fin a aquel capítulo rebelde que siempre había hecho gala de una gran independencia respecto del rey de Polonia. Ya había aprovechado las vacantes dejadas por el difunto Bernard Sculteti, por Giese y por él mismo, para incorporar a hombres leales, muy próximos a la corona.

Copérnico y Alejandro Soltysi se conocían muy poco. Hasta entonces se habían evitado: Nicolás, sin admitírselo del todo a sí mismo, veía a Alejandro como uno de los responsables del suicidio de Andreas; y en cuanto a Alejandro, siempre había tenido celos de la amistad y la complicidad que había existido entre su hermano mayor, el difunto capellán del Papa, y el astrónomo. Pero después de aquella reunión, esa pugna sorda en torno a sus dos hermanos muertos desapareció. De todos modos, Alejandro se asombró de que Nicolás predicara la retirada, el perfil bajo, ante el asalto de Dantiscus:

—¿Cómo? ¿Usted, el vencedor de los teutónicos, el sobrino del gran Lucas, el compañero de armas de mi hermano, el gigante que ha colocado el Sol en el centro del Universo, usted me pide que ceda delante de un aborto como Dantiscus? ¡No puedo creerlo!

Copérnico se dio cuenta entonces de que Soltysi ya no lo envidiaba: lo veneraba. La frontera entre la envidia y la admiración es muy tenue. Pero, a riesgo de decepcionarle, suplicó casi a su colega que fuera lo más discreto posible, que escondiera a su familia en un lugar seguro para no provocar al obispo. Soltysi no escuchó aquellos prudentes consejos. Cansado después de estar tanto tiempo a la sombra de su hermano, y de paso a la de Copérnico, se lanzó con ardor a la batalla. Una batalla perdida de antemano, porque ahora se encontraba solo. Los demás canónigos que habrían podido apoyarlo en su defensa de los privilegios del capítulo de Frauenburg eran ya demasiado viejos para responder a la gran ofensiva de Dantiscus. El que habría debido ser su jefe de filas, Nicolás Copérnico, se encerraba en su torre y en su función de administrador del capítulo escrupuloso, inatacable, incluso puntilloso. En cuanto a la Liga prusiana, desde la desaparición de los caballeros teutónicos no era más que una cáscara vacía cuyas milicias se contentaban con desfilar en las fiestas y cuyos jefes estaban divididos, al tomar algunos partido por el gran duque Alberto y los reformados, y otros, los más, por el muy católico rey de Polonia.

Mientras tanto, Dantiscus multiplicaba las exhortaciones, cada vez más firmes y amenazadoras, para exigir que Soltysi se separara de su ama. Pero el canónigo resistía. Un día, como todos los meses, el obispo vino desde su palacio episcopal de Heilsberg para asistir a la reunión del capítulo de Frauenburg. Como de costumbre, la población de la villa se había agrupado a lo largo de la calle mayor que conducía a la catedral, para ver pasar el fastuoso cortejo. De pronto, sonó una voz chillona de mujer desde detrás de la fila de soldados que contenían a la multitud:

—¡Mirad a ese hombre, esa mitra dorada, ese obispo que se dice cristiano! ¡Quiere arrojar a la calle, a la miseria, a una madre y sus cuatro hijos, mientras él derrocha el dinero que le damos para ofrecer palacios en España a sus innumerables bastardos!

La mujer fue detenida de inmediato. Era el ama concubina del canónigo Alejandro Soltysi. La ocasión era demasiado buena. En cuanto acabó de celebrar la misa, y después de un sermón en el que denunció las costumbres disolutas de una parte del clero, Dantiscus erigió en tribunal el pleno del capítulo y colocó en el banquillo al hermano del antiguo capellán pontificio. Copérnico, a pesar de sentirse a sí mismo en peligro, quiso presentarse voluntario para defender al hermano de su amigo. La causa estaba perdida de antemano, porque el escándalo público provocado por la compañera del acusado se había propagado ya por toda la diócesis. Nicolás abogó por que se concediera a Soltysi una pequeña renta. Su intento fracasó. El culpable fue expulsado del capítulo, a la espera de la excomunión del Papa; todos los bienes a que tenía derecho por su condición de canónigo le fueron confiscados, y se le retiró la prebenda que percibía. Era dejarlo desprovisto de todo y con cuatro hijos a su cargo, porque su compañera tardaría en salir de la prisión.

Una vez dictada la sentencia, Dantiscus convocó en su residencia al administrador del capítulo para consultar los libros de registro con él. Así pues, al atardecer Copérnico sufrió la humillación de tener que esperar largos minutos en el vestíbulo helado del palacio episcopal, con los pesados cuadernos de tapas de cartón sobre las rodillas. Disimulando su ira, se preparó a ser, ante su superior, el más humilde de los canónigos, y el más cazurro también, consciente como era de que se estaba jugando la vida apacible que tanto le había costado construir, en compañía de una mujer hacendosa y de algunos compañeros atentos: una vida consagrada por encima de todo al estudio.

Dantiscus salió a recibirlo en persona, bajó la escalera, se excusó con amabilidad por su retraso, ordenó a su secretario que cargara con los registros de su invitado, no dejó que Copérnico le besara el anillo, le tomó del brazo y lo condujo a un saloncito en el que había servido un refrigerio. Luego el obispo empezó a hablar de temas anodinos, sin referirse ni una sola vez al proceso que acababa de tener lugar. El calor de aquel recibimiento fue tal que Copérnico sintió un pánico repentino y se preguntó de qué lado llegaría el golpe.

—¿Sabe que tuve ocasión, en otro tiempo, de asistir a una de sus conferencias, en Padua? ¡Fue magnífico!

—Ignoraba que monseñor hubiese estudiado allí…

—Era muy joven, entonces, y su renombre era tan grande que un humilde bachiller como yo jamás se habría atrevido a presentarse a usted. Más tarde, con ocasión de la boda de su majestad, no me habría perdido ni por un imperio sus charlas. ¿Qué edad tenía usted entonces?

—Andaba por la treintena, creo… Tengo ahora sesenta y cuatro, y…

—Es decir, que yo tengo doce menos que usted. ¿Sabe que el año pasado, cuando cumplí el medio siglo, decidí cortar de modo tajante con mis locuras de juventud? No hay nada más ridículo que un viejo que sigue presumiendo de jovencito.

La alusión era clara, pero el ataque llegaba a destiempo. El canónigo recuperó de golpe todo su orgullo, y paró el ataque con facilidad:

—Apruebo calurosamente a monseñor. Hace ya mucho tiempo que yo también puse mi alma en paz con Dios y mi vida de acuerdo con la función que desempeño. Consagro todo mi tiempo a alabar las bellezas de la Creación y a mejorar la suerte de su rebaño, como su secretario podrá constatar cuando verifique mis registros.

Dantiscus decidió llevar su ataque un poco más lejos. Era exactamente lo que esperaba Copérnico.

—Su casa está perfectamente atendida, por lo que me cuentan. ¿No es su ama una pariente lejana suya?

—¿Quién no es pariente más o menos lejano, en nuestra pequeña Ermland?

—Warmie, reverendo —rectificó Dantiscus en tono seco, porque notaba que su adversario se le escapaba—. En nuestra Warmie, que no es tan pequeña como eso.

Entonces, no sin malicia, Copérnico pasó como sin darse cuenta de hablar en alemán, al polaco, sabedor de que el obispo se desenvolvía con dificultad en la lengua oficial de su obispado.

—En Warmie, exacto. Perdone ese error grosero, monseñor, y esa falta involuntaria a lo que disponen los nuevos decretos del obispado. Mi única excusa son las manías propias de mi edad avanzada. Volviendo a mi ama de llaves, a decir verdad la señora Ana Schillings no es una pariente lejana. Es mi prima, una de las hijas naturales de mi tío, el difunto monseñor Lucas. Se diría que los saludables aires de Ermi…, perdón, de Warmie, son especialmente beneficiosos para el temperamento de los eclesiásticos… Esa señora es, pues, de buena cuna y posee una excelente educación. Estoy enteramente satisfecho con ella. Pero supongo que monseñor no me ha convocado para que le cuente mis problemas de intendencia.

La respuesta rozaba la insolencia. Dantiscus dudó un instante acerca de si debía encolerizarse y exigir que el ama de llaves en cuestión saliera de inmediato fuera de la cocina y de la cama del canónigo. Pero aquel diplomático sutil temía el ridículo más que cualquier otra cosa. De modo que prefirió declararse momentáneamente vencido delante de aquel viejo luchador, cuya capacidad de resistencia había menospreciado. Volviendo al alemán, respondió con su sonrisa más afable:

—Tiene razón, querido amigo. Si he utilizado el feo recurso de la convocatoria oficial, ha sido para dejarle sin excusas para rehusar mis invitaciones. Había acabado por creer que me guardaba rencor por el hecho de que su majestad me haya preferido a mí para regir los asuntos de Warmie.

—Muy al contrario, monseñor. No siento hacia vos el menor resentimiento por eso. Mi amigo el obispo de Kulm, Tiedemann Giese, creyó actuar en mi favor al proponer mi candidatura, pero el cargo habría resultado demasiado pesado para mis viejas espaldas.

Subrayó con fuerza aquel «por eso», cargándolo de sobreentendidos.

El obispo palideció un poco, seguro ahora ya de que Copérnico conocía, de una manera u otra, su implicación en la muerte brutal de Lucas Watzenrode, veinticinco años antes.

—Vamos a cenar —dijo, poniéndose en pie. Y añadió en tono de broma—: Ahora que le tengo aquí, no pienso dejarlo escapar. Quiero que me hable de sus Revoluciones de los cuerpos celestes, de la que en toda Polonia me cuentan maravillas. Y le ordeno, me oye bien, señor canónigo, ¡le ordeno que me envíe una copia de esa obra!

Copérnico salió feliz de aquella cena, convencido de que el obispo no volvería a entrometerse en su vida privada. Cantaba victoria demasiado pronto. En efecto, cometió la imprudencia de adjuntar al envío de sus Revoluciones la petición de una pequeña pensión para Soltysi, refugiado en una minúscula vivienda fuera de las murallas de la ciudad, así como la puesta en libertad de la compañera del canónigo depuesto. La respuesta de Dantiscus fue lacónica y conminatoria: no iba a cambiar de opinión, y exigía que, en lugar de ocuparse de las ovejas descarriadas, el astrónomo barriera delante de su propia puerta y despidiera a aquella ama de llaves que arrojaba el descrédito sobre un hombre que por lo demás se había labrado una reputación universal como sabio y como filósofo. Si no tomaba las disposiciones pertinentes, el canónigo de Frauenburg correría la misma suerte que su escandaloso excolega.

Nicolás Copérnico se había hecho viejo. Cierto que su aguda inteligencia y su apetito de conocimientos seguían intactos. Había conservado buena parte de su vigor físico y todavía se dedicaba con placer a la caza y a la esgrima. Pero había llegado a la edad en la que se aspira sobre todo a una vida regular, rutinaria incluso, en la que cada instante de la jornada tiene su empleo definido y sus ritos. Si al levantarse, en el comedor la sopa estaba demasiado caliente o más tibia de lo acostumbrado, o si faltaba la cuchara, se evaporaban de golpe las ideas que había empezado a hacer funcionar su mente al disiparse las brumas del sueño. Si al entrar en su biblioteca, se daba cuenta de que el criado había movido un par de centímetros el tintero y la escribanía para quitar el polvo de la mesa, sentía una irritación infantil que explotaba más tarde con el menor pretexto. Aquellas manías, aquellas jornadas reglamentadas con la exactitud de un reloj, le resultaban indispensables para el trabajo de reelaboración y corrección permanente de sus tablas astronómicas, a las que añadía el fruto de sus raras observaciones desde la terraza de la torre, o de las aportaciones hechas por sus corresponsales.

Por esa razón, el mensaje hiriente del obispo Dantiscus lo llenó de desesperación. Él, que antes tardaba apenas un segundo en tomar la mejor decisión, ahora no sabía qué hacer. Por orgullo, no quiso consultar a Giese, ni alertar al cardenal Schönberg, en Roma, del encarnizamiento con que lo trataba el obispo de Ermland. Al final, Copérnico decidió no decidir nada. Para él estaba descartada la opción de despedir a Ana, no sólo porque llevaba la casa a la perfección, cuidando de que ningún obstáculo lo distrajera de sus trabajos, sino también y sobre todo porque ella era la última parcela de ternura y de alegría que le quedaba en medio de su reclusión. Sin ella se secaría, como un árbol que ya no da fruto. De modo que tendría que tergiversar, prometer todo sin importarle qué, y esperar a que un día Dantiscus se cansara de hostigarlo. Ya que su obispo se enfrascaba en unas disputas tan sórdidas, él se colocaría a su mismo nivel.

Su respuesta fue una verdadera parodia del estilo de un viejo canónigo timorato ante su superior: chato, redundante, obsequioso, tembloroso por el temor de perder sus prebendas y privilegios. Voluntariamente, acumuló detalles domésticos, y afirmó haber encontrado una colocación para su ama de llaves junto a su hermana, superiora de un convento de Danzig; pero pedía un plazo hasta la Navidad para despedirla definitivamente, porque, «ya sabe, ¡es tan difícil, en nuestros días, encontrar personal competente…!». Al humillarse así, rebajaba a su interlocutor. No pudo reprimir, sin embargo, una pirueta final, al datar su carta no en Frauenburg, sino en la traducción al griego del nombre alemán: Gynopolis, la ciudad de las mujeres. Tanto peor si Dantiscus no entendía la lengua de Homero.

Luego esperó. Cada semana, salía de la ciudad para visitar la miserable casucha de Soltysi. Uno de los hijos del canónigo expulsado estaba enfermo, y el antiguo médico de Lucas ponía todo su celo en intentar curarlo. No sólo se negaba a recibir ningún pago, sino que además se las arreglaba para «olvidar» a menudo su bolsa encima de la mesa. Consideraba esa ayuda y sus visitas regulares como un deber respecto del hermano de su amigo difunto.

Un mes antes de Navidad, recibió una nueva carta impaciente y más claramente amenazadora de Dantiscus. El obispo le pedía también que no visitara al expulsado Soltysi, porque eso perjudicaba la reputación de toda la diócesis. De nuevo Copérnico prometió, juró que todo se cumpliría en el plazo previsto. Pero supo también que Dantiscus lo espiaba, sin duda por medio de uno de los canónigos que le eran adictos. ¿Hasta qué punto se envilecería el prelado con la intención de aplastarle? Apenas acababa de enviar su respuesta, cuando Radom le anunció la visita de monseñor Giese, obispo de Kulm.

Tiedemann, al entrar, apretó las manos de Nicolás con una solicitud inquieta.

—Amigo mío, amigo mío, estás metido en un mal asunto. Me encontré con Dantiscus hace unos días. Ese hombre, tan cortés de ordinario, está loco de rabia contra ti. Me dijo que te niegas a aceptar su autoridad, que te muestras insolente, hostil a la jerarquía, y que das a Frauenburg un nombre de burdel. ¿Qué sucede? ¿Aún le guardas rencor por haberte quitado el cargo? Un obispado, querido, no es un patrimonio hereditario.

Copérnico se encogió de hombros, pidió a Radom que les sirviera algo de comer, y luego le contó el viejo conflicto existente entre Dantiscus y él, a partir del asesinato de monseñor Lucas. Cuando hubo terminado, Giese permaneció largo rato pensativo y silencioso. Su amigo acaba de introducirlo en un mundo que siempre le había sido desconocido. Finalmente, apartó las manos de su boca y dijo, como hablándose a sí mismo:

—No, no es por esas viejas historias por lo que Dantiscus os persigue, a ti y a nuestra querida Ana. Si te teme, no es por esa razón. Es el astrónomo amigo del Papa quien le da miedo, no el sobrino de Lucas. Tu prestigio le hace sombra, Nicolás. Y sobre todo… Imagina por un instante que, en mi obispado de Kulm, uno de mis subordinados se llamara Miguel Ángel, Erasmo o… Copérnico. Yo me sentiría en el mayor de los embarazos. Sobre todo, si yo mismo sintiera afición por la filosofía, el arte o la poesía, y tuviera alguna reputación en cualquiera de esos terrenos. La única solución que se me ocurriría para imponerle mi autoridad sería exigirle que trazara una frontera lo más nítida posible entre el canónigo y el genio. Si te comportas como el más humilde de los canónigos y le obedeces en todo, créeme, él dejará que tu genio brille aún más. En ese terreno, no se atreverá a enfrentarse a ti.

—¡Nunca me separaré de Ana!

—En ese caso, por lo menos salva las apariencias, haz algunas concesiones. Me ha parecido que Dantiscus está bien predispuesto para llegar a un acuerdo. Ese antiguo embajador ante los más grandes príncipes del mundo no me ha parecido que se sintiera demasiado orgulloso por haberse enredado en una disputa tan mezquina. Quiere que cedas, canónigo Copérnico. Cede, pues, para crecer más, Nicolás, nuevo Tolomeo. Escucha lo que te propongo…

Al día siguiente, parte de los enseres de Ana fueron enviados al convento de Danzig, y el canónigo espía de Dantiscus tomó buena nota de ello. Pero el ama de llaves se había marchado discretamente, la noche anterior, a la casa de campo en lo alto de cuya torre se había colgado Andreas años atrás, y que Nicolás había recomprado al capítulo, tanto en recuerdo de su hermano como para contar con un lugar propio al que retirarse si le quitaban sus prebendas o su cargo. Ella fue allí acompañada por Soltysi y sus hijos. La mansión, situada en la cercanía de unos terrenos y de un burgo fortificado que quedaban bajo la responsabilidad del canónigo Copérnico, se encontraba a tan sólo media jornada a caballo desde Frauenburg.

¿Desconocía Dantiscus aquel subterfugio, o cerró los ojos, satisfecho por haber obligado a ceder a su molesto subordinado? En cualquier caso, el burgo de Mehisack nunca tuvo, en el recuerdo de sus habitantes, a un canónigo mejor dispuesto a arbitrar sus pleitos de lindes.