VII

Hacía mucho tiempo que el capítulo de los dieciséis canónigos de Frauenburg no se reunía en pleno en la catedral. Con ocasión de la misa fúnebre en memoria del obispo Lucas Watzenrode, fue convocado incluso Andreas Copérnico, después de cuatro años más pasados en Roma para, según decía, hacerse cuidar. Más de uno había esperado que no volviese nunca. Pero Nicolás se había sentido obligado a comunicarle la muerte de su tío, en una larga carta enviada a la dirección del amigo alemán con el que vivía en Italia su hermano mayor.

Al llegar a Frauenburg dos meses después de su hermano, Andreas no se tomó la molestia de hacerle una visita y se instaló en la casa de campo a la que su cargo le daba derecho. Pero en esta ocasión, ya no pudo rehuirlo por más tiempo: el capítulo tenía que reunirse para redactar la lista de tres nombres que sería propuesta al rey de Polonia para que él eligiera el sucesor del obispo de Ermland. Y, sin embargo, Andreas se retrasaba, su sillón seguía vacío…

Los debates no se alargaron. Todo estaba arreglado desde hacía mucho tiempo. El nombre de Nicolás Copérnico ocupó el primer lugar, seguido por el de un antiguo caballero teutónico que había causado un gran revuelo al abandonar la orden y vivía pacíficamente, retirado en sus posesiones. Se sabía de cierto que el rey lo rechazaría. El tercer nombre era el de Tiedemann Giese, el benjamín de los canónigos de Frauenburg. Nicolás lo había conocido en Ferrara. Fue él quien lo recibió allí con tanto entusiasmo. Y cuando, una vez terminados sus estudios, había regresado a su ciudad natal de Danzig, Nicolás había conseguido que Lucas lo nombrara canónigo.

El capítulo se disponía a aprobar esa lista y enviar a Bernard Sculteti, cuyo talento como negociador estaba más que demostrado, a Cracovia, ante el rey. En ese momento la puerta se abrió con violencia, y en el umbral apareció un hombre doblado en dos que se apoyaba en un bastón, con la parte inferior del rostro tapada, que se puso a gritar con voz temblorosa:

—¿No os ha bastado el tío? ¿Ahora queréis enviar a la muerte al sobrino?

Sólo entonces, Nicolás reconoció a Andreas. Iba a ponerse en pie para abrazarlo, pero Sculteti, que estaba a su lado, le retuvo cogiéndole de la manga.

—No te muevas, sobre todo. No es a ti a quien toca intervenir, sino al abad. Y haz exactamente lo que yo te diga.

El abad canónigo, el único que tenía derecho a celebrar la misa, se levantó y, señalando al intruso con un largo dedo huesudo, rugió con una voz de trueno:

—Te hemos advertido muchas veces, Andreas Copérnico, que si volvías a empezar con tus escándalos y tu mala conducta, nos veríamos obligados a deshacernos de ti. Ha sido únicamente en consideración a monseñor por lo que autorizamos ese último viaje a Italia para que pudieras recibir tratamiento.

—Y ahora que ha muerto —se burló Andreas—, tenéis las manos libres, queridos señores, para deshaceros de su familia, ¿verdad?

Todo el capítulo empezó a gritar:

—¡Fuera, leproso! ¡Al lazareto!

Nicolás se levantó como un resorte, dispuesto a lavar con sangre la injuria hecha a su familia. Sculteti le hizo sentarse de nuevo, y le dijo al oído:

—Te lo contaré todo más tarde. El mal de Venus ha consumido su razón. Y monseñor Lucas tuvo que recurrir a toda su autoridad para que tu hermano no fuera expulsado ignominiosamente. Pero Andreas tiene razón en una cosa, y es que, ahora que vuestro tío ha muerto, van a desquitarse.

—Cuando desaparece el pastor, las ovejas ya no obedecen a los perros —dijo Copérnico con una risa amarga.

—Exactamente. Así pues, si quieres el obispado, vas a tener que sacrificar a tu hermano.

Se puso en pie otro canónigo, un petimetre pretencioso, para reclamar que tuviera lugar de inmediato el proceso de Andreas, y así acabar de una vez con la relajación de la etapa anterior.

—¿Quién es ese fatuo? —preguntó Copérnico a Sculteti.

—Alejandro Soltysi. No eres el único que tiene un hermano, por desgracia. El tuyo es un depravado, el mío un imbécil.

De pronto, Andreas se derrumbó y quedó tendido en el suelo boca abajo, con los brazos en cruz. Se hizo el silencio. Sculteti susurró rápidamente al oído de Copérnico:

—Sácalo de aquí, y escóndelo en algún lugar. Los demás no comprenderían que no hagas nada.

Nicolás se acercó a su hermano, se inclinó sobre él y murmuró un «Vamos, ven, es hora de volver a casa» como en la época de su infancia, en Thorn, cuando él era ya el prudente, y su hermano mayor el loco. Andreas se puso de rodillas con esfuerzo. Nicolás le tomó de la mano espantosamente flaca, lo ayudó a ponerse en pie y se lo llevó fuera de la catedral, estrechándolo en sus brazos. Ya fuera, ordenó al cochero de su carroza que corriera hasta su casa para confiar el enfermo a la señora Ana Schillings, su ama de llaves. Luego volvió a la amplia y oscura sala del capítulo, en la que los restantes catorce canónigos mantenían una discusión muy animada que dejó paso a un silencio avergonzado cuando reapareció él. A pesar de las miradas implorantes de Sculteti, decidió romper ese silencio:

—Gracias a vuestra benevolencia, he tardado demasiado tiempo en ocupar mi lugar entre vosotros. Pero, durante todo el tiempo que he pasado junto a monseñor el obispo de Ermland, nunca he dejado de defender en la corte de Polonia los intereses del capítulo de Frauenburg, del mismo modo que nuestro colega Sculteti los defendía en Roma. Sin embargo, en mi interior siento en estos momentos una voz terrible que me dice: «Caín, ¿qué has hecho con tu hermano?».

—Amén —dijeron a coro los catorce canónigos restantes.

—Comparto vuestro dolor y vuestro malestar. Lo asumo enteramente. Os prometo que nuestro desventurado Andreas no volverá a aparecer en el capítulo, ni en la ciudad.

—Eso sería demasiado fácil —intervino uno de los canónigos, que tenía el cargo de tesorero—. ¿Seguirá percibiendo Andreas Copérnico sus beneficios, muebles e inmuebles, sin rendir nunca cuentas? Es más, antes de su marcha a Roma le habíamos confiado mil doscientos florines de oro. ¿Qué ha hecho con ellos?

—Me los entregó, y ya he explicado al capítulo el uso al que los he destinado —respondió Sculteti.

Nicolás reprimió con esfuerzo una sonrisa. El papa Julio II agonizaba, y el protector de Sculteti, el cardenal Giovanni de Médicis, necesitaba muchos aliados en la curia para poder sucederle. Mil doscientos florines de oro nunca sobraban.

—El hecho —intervino el hermano de Sculteti— es que el leproso seguirá cobrando sus prebendas y beneficios.

—Os recuerdo que suspender su cobro es competencia exclusiva de la sede apostólica —intervino Tiedemann Giese, cuyo doctorado en derecho era mucho más reciente que el de sus colegas.

—Muy cierto, y nuestro próximo obispo formará parte de ella.

La alusión era clara: el próximo obispo en cuestión podía muy bien ser el «hermano del leproso». Era preciso jugar fuerte.

—Muy bien, pues que se retire mi nombre de la lista —dijo Copérnico, en tono quejumbroso y lleno de devoción—. El reverendo Alejandro Soltysi sabrá sin duda defender mejor que yo mismo a Ermland contra las huestes teutónicas.

Había dado en el clavo. Algunas risas burlonas mostraron que el hermano del representante del capítulo en Roma no era tenido en gran estima. El abad cortó la discusión: Andreas no podría disponer de su beneficio ni de la casa en la ciudad, ni de su servidumbre, ni de una de las dos casas de campo. Sin embargo, se le dejaría la otra casa con la servidumbre estipulada por el capítulo: dos criados y tres caballos. Para mantenerlos, se le pasaría una pensión equivalente a la décima parte de lo que cobraba hasta ahora, lo que era ya muy generoso. Su suerte definitiva la decidiría la sede apostólica, una vez que formara parte de la misma el nuevo obispo de Ermland.

—¡Pues bien! —dijo Copérnico a Sculteti, mientras paseaban del brazo, a la vista de todos, por la calle mayor de Frauenburg—. Para ser mi primera aparición en el capítulo, no puede pedirse más: no he parado de hacer amigos.

—Amigos, desde luego que no. La amistad no es un sentimiento que abunde aquí. En cambio, los has domesticado. La jauría de perros ha conocido a su nuevo amo. En cuanto a mi hermano Alejandro, no te inquietes. Ladra, pero no muerde. Y es que ha cometido, y comete aún, un buen número de estupideces. Sus parroquianos no lo han visto tanto como las prostitutas del puerto. Me voy tranquilizado, querido amigo. No volveremos a vernos en mucho tiempo, porque en cuanto el rey nombre al nuevo obispo, no puedo prometerte nada, no esperes demasiado, me iré a Roma. Cuando Segismundo I dé a conocer su decisión, te enviaré un correo para que lo sepas antes que los demás.

Una de las dos casas de campo estaba situada a media jornada a caballo de Frauenburg, sobre un cerro que dominaba la villa fortificada de Mehisack, cuya jurisdicción correspondía al canónigo Nicolás Copérnico. Cuando cruzó el puente levadizo de su mansión, encontró a sus criados y campesinos agrupados en el patio. Pero le volvían la espalda. Se apeó del caballo y Ana corrió hacia él, llorando, y se echó en sus brazos:

—¡Nicolás, Nicolás, es horrible!

Se libró sin contemplaciones de aquel abrazo inconveniente, delante de tantas miradas indiscretas.

—¿Qué ocurre?

Ella señaló la cima del torreón. Allí arriba, sujeto por una cuerda, oscilaba un cuerpo. Andreas acababa de ahorcarse.

Nicolás Copérnico nunca fue obispo de Ermland. El rey Segismundo I decidió otra cosa. Contrariamente a la costumbre, no tuvo en cuenta a ninguno de los tres nombres propuestos por el capítulo y optó por un cuarto nombre, uno de sus leales, miembro de la elite de la nobleza polaca. De ese modo daba a entender que el obispado perdería su estatuto ambiguo en el que se confundían los intereses de la Iglesia y los de la Liga prusiana, alejándose cada vez más de la corona hasta convertirse, de hecho, en una especie de república de la que el obispo Lucas había sido el dux. Por lo que respecta a los caballeros teutónicos, se mantuvieron extrañamente tranquilos. Desde luego, la orden se había empobrecido considerablemente: los campesinos libres, abrumados por unos impuestos demasiado gravosos, emigraban desde sus encomiendas hacia las tierras más ricas que generosamente les ofrecían los cuatro obispados prusianos. Y ya hacía mucho tiempo que los navíos mercantes no atracaban en su único puerto, Königsberg, y preferían los de Danzig o Frauenburg, mucho más acogedores. Así pues, el rey de Polonia esperaba que los teutónicos cayeran como una fruta madura. Y después, incluso podrían serle de utilidad ante la amenaza que constituía el gran príncipe de Moscú, Basilio III. Nicolás Copérnico comprendía perfectamente todo aquello. En Maquiavelo había tenido un excelente profesor de política. Y él mismo, de buen grado, reconoció ante el nuevo obispo de Ermland que, de haber sido él Segismundo I, habría hecho lo mismo.

Así acabó aquel año terrible de 1512. Copérnico se aproximaba a la vejez: iba a cumplir cuarenta años. Después de recuperar sus libros y sus instrumentos, que seguían en el palacio episcopal, se instaló en Frauenburg. Su residencia estaba adosada a las murallas que daban a la bahía del Vístula. Allí arriba, al llegar la primavera, se hizo acondicionar una torre de dos plantas que dominaba la ciudad y desde la que se podía ver, más allá de la laguna, el mar, perdido entre las brumas y el horizonte. Se instaló en aquel observatorio a principios de otoño, con sus instrumentos de medición y su biblioteca.

Se sentía como un oso herido que se refugia en su guarida para una larga hibernación, a la espera de que, con la llegada de la primavera, sus lesiones hayan cicatrizado. Pero no cicatrizaron. Andreas seguía presente en sus recuerdos, en sus sueños, en la escalera que subía a la torre, en la chimenea en la que crepitaba un gran fuego mientras Anna bordaba y canturreaba. Las primeras semanas después del suicidio de su hermano, sólo experimentó un alivio cobarde. Luego, cuando recibió la carta de Sculteti que le anunciaba que no iba a ser obispo de Ermland, el fantasma de Andreas el ahorcado penetró brutalmente en su interior y se convirtió en su zona de sombra. Se hizo más irritable. Cualquier fruslería provocaba en él furias terribles, que lo volvían una persona injusta.

—Ana, ¿vas a acabar de una vez con ese canturreo interminable? Se diría que es un escuadrón de mosquitos. ¿No tienes nada mejor que hacer que bordar almohadones? Ve a ver qué están trajinando en la cocina. No eres una princesa, qué diantre, eres mi ama. ¡Y harías bien si llevaras un poco mejor la casa!

Se volvió suspicaz, y se convenció de que el gran maestre teutónico, Alberto de Brandenburgo, intentaba vengarse de él. La primera petición que hizo al nuevo obispo fue que le cediera a Radom, que el prelado había conservado a su servicio. Fue así como el coloso se convirtió en el probador del canónigo. Nicolás se negaba a beber el menor sorbo de vino, a comer la menor migaja de pan, antes de que su criado probara los alimentos. Hacia el mes de agosto de 1513, recibió una carta triunfal de Bernard Sculteti: su protector Giovanni de Médicis acababa de ascender al trono de san Pedro con el nombre de León X, y le había nombrado su capellán y secretario. Ante aquella noticia, repicaron todas las campanas de Ermland. El antiguo preceptor de los hermanos Copérnico se había convertido en el orgullo del país. Su hermano, el canónigo Alejandro Soltysi, paseaba por la ciudad como si fuera el dueño de todo y latinizó su nombre, a imitación de su hermano mayor: Soltysi, que significa «campesino libre» o «villano» en polaco, se transformó, también para él, en Sculteti.

La novedad dejó indiferente a Copérnico. Envió unas palabras amables de enhorabuena al nuevo capellán pontificio, y no pensó más en ello. Había decidido consagrarse por entero a su cargo de canónigo. Podía haberlo considerado, a imitación de la mayoría de sus colegas, como una sinecura en la que el tiempo se repartía entre la caza, las recepciones, los banquetes y algunos viajes oficiales a Cracovia u otros lugares. Podía, como otros, ver en él la mejor manera de satisfacer sus ambiciones, un obispado, un cargo en la capital junto al rey, incluso el puesto de capellán de Su Santidad. No le faltaba el gusto por los placeres, ni mucho menos; y poseía tanta ambición como cualquier otro. Pero, parecido en esto a su tío, tenía demasiado rígido el espinazo, era demasiado consciente de su genio para rebajarse a la molicie y la indolencia, para hacer reverencias a este o aquel poderoso.

Por un momento, quiso dedicar sus esfuerzos en exclusiva a su futuro almagesto, a la gran obra prometida en el Resumen. Así pues, subió a su torre, que aún olía a mortero y a pintura. Solo con Ana, había clasificado cuidadosamente en cajas etiquetadas todas las tablas astronómicas recopiadas de los antiguos y sus propias observaciones, con gráficos y diagramas elaborados al principio con Novara y después en solitario. ¿Por dónde empezar?

Su perro, que lo seguía a todas partes, le dirigió una mirada implorante, como si se preguntara qué nuevo juego iba a inventar el amo para él. Nicolás abrió los postigos del amplio ventanal que había hecho abrir. Fuera, la lluvia había cesado y el arco iris lucía sobre la bahía del Vístula. Con un gesto maquinal, dio la vuelta a un gran reloj de arena y tomó un compás, que abrió y volvió a cerrar. Se sentó en el banco de piedra excavado en la muralla, y apoyó la cabeza en su puño cerrado. Su mirada se perdió en el horizonte. El perro dejó escapar un suspiro estremecedor, se acostó, se acurrucó sobre sí mismo y se durmió. Copérnico siguió largo tiempo así postrado. Ni siquiera se dio cuenta de que había caído la noche, y tampoco notó el frío. Ana fue a buscarlo para cenar. Le tomó la mano, le puso en pie, y secó con su pañuelo una gruesa lágrima que temblaba en su mejilla barbada.

Durante mucho tiempo Copérnico no volvió a subir al observatorio. Aquel lugar le espantaba. Retrasaba sin cesar el momento en que debía ponerse a redactar su gran obra. Su principal pretexto era la necesidad de un ayudante al que confiar los cálculos más engorrosos. ¿Pero dónde encontrarlo, en aquel rincón del fin del mundo? No hizo nada para buscarlo, y rehusaba una vez tras otra las invitaciones de otros canónigos para reuniones que se pretendían sabias, pero cuyos debates le parecían sin sustancia y estúpidos cuando los comparaba con las vigorosas discusiones de las academias italianas.

Decidió entonces tomarse su misión de canónigo muy en serio. Para quien se interesara en ella, una canonjía en Ermland podía convertirse en una tarea apasionante y que requería una actividad incesante. El capítulo estaba presidido por un abad o preboste, un hombre muy anciano que únicamente se ocupaba de oficiar la misa. Aun de haberlo querido, Copérnico no podía tener esperanzas de sucederle, porque nunca había sido ordenado sacerdote. El otro personaje importante era el administrador, designado para un término de un año, renovable. El responsable actual de aquel puesto clave no era otro que Alejandro Soltysi, el hermano de Bernard Sculteti. Pero, además de ser muy perezoso, tenía tendencia a confundir sus propios intereses con los del capítulo. Desde la muerte de Andreas, que oficialmente se atribuyó a su enfermedad, Soltysi, como los demás canónigos y el obispo, se mostraba lleno de solicitud y de compasión con Copérnico, como un hombre que «ha sufrido una desgracia».

Así pues, Alejandro aceptó de buen grado la ayuda que le ofreció Nicolás, pensando que eso le «distraería». De tanto mejor grado por cuanto así se veía descargado de trabajos que consideraba inadecuados para el hermano del capellán del Papa: andar siempre a campo traviesa por montes y valles para inspeccionar las numerosas propiedades y granjas del capítulo, hablar con los campesinos, los mercaderes o los marinos, que con frecuencia mienten sobre sus ingresos para eludir los impuestos; cosas, todas ellas, indignas de un hombre que se imaginaba ya cardenal.

Por el contrario, Copérnico extrajo de ellas un nuevo vigor. Ahora cabalgaba con más frecuencia, la espada al cinto golpeando la grupa de su caballo, Radom a su lado y la escolta siguiendo a ambos. A la vista de aquel grupo armado, los teutónicos que buscaran alguna granja que saquear se retirarían a toda prisa. Pero en general se mantenían tranquilos, bajo el mando enérgico de Alberto de Brandenburgo. Ni la menor nubecilla de polvo levantada por sus tropas empañaba las inmensas llanuras en las que crecían el centeno y el trigo, los bosques de abedules y pinos, o las marismas.

Lucas, en su época, había abolido la servidumbre en todo el territorio de su jurisdicción. También había incentivado a sus campesinos para que se agruparan en comunidades, en burgos fortificados. A cambio, había exigido de ellos una contribución mayor al esfuerzo común. Naturalmente refunfuñaban, maldecían, hacían trampas incluso; pero, a fin de cuentas, pagaban. Para atraerse a la pequeña nobleza local, y a petición del rey Segismundo, el nuevo obispo, Fabian von Lussainen, procuraba restituir poco a poco sus privilegios.

Lussainen ocultaba como si fuera una mancha su auténtico nombre polaco de Luzjanski, mientras que Nicolás exhibía con orgullo el suyo, Koppernigk, y su nombre de pila de Mikolái. De modo que los campesinos, cuando veían llegar el cortejo del canónigo, le recibían con agasajos. Se parecía cada vez más a su tío: la misma barba negra, la misma mirada severa bajo el ceño invariable que dibujaba profundos surcos en su frente, e incluso la misma nariz abultada: un puñetazo se la había roto en una pelea de estudiantes, tiempo atrás, en Cracovia, una noche en la que una banda rival le exigía el pago de una deuda de juego contraída por su hermano Andreas. Para ellos era la reencarnación de Lucas, temido, pero también justo y generoso. Por cálculo, sin duda, pero también porque aquello le gustaba, él no dudó en poner al servicio de los pobres su competencia como médico.

—Veamos, señora Shimanowitz, ¿cómo va el esguince de su hijo? —preguntó después de apearse del caballo en el patio de la granja y hundir sus botas en un barrizal.

—Corre como un conejo, monseñor, desde que le hizo ese «cric-crac» en la pierna. Pero la que me preocupa ahora es mi pequeña Rosalía. Desde hace una semana, no para de toser. Seguro que ha atrapado el mal de las marismas.

—Vamos a ver eso —dijo, y entró en la sala común, en la que cloqueaban las gallinas e incluso roncaba una marrana que daba de mamar a cuatro lechoncillos.

Un perro atado a una estaca ladraba enseñando todos sus dientes, para amenazar al intruso. Se calló después de la patada que le envió el granjero. El rostro de la pequeña Rosalía, de unos catorce años de edad, era de una belleza sublime. Un óvalo perfecto, una inocencia…, sus grandes ojos estaban rodeados por círculos violáceos. Ojos verdes. Copérnico sintió una inmensa piedad al tocar con el dedo la boca desgarrada por la fiebre, al oír latir el corazón detrás de unas tetitas pugnaces bajo la camisa abierta, en aquel cuerpo febril que nunca conocería el amor. En tres días, estaría muerta. No había nada que hacer. Preparó una cocción de esponja de Armenia, cinabrio, madera de cedro, díctamo, sándalo, virutas de marfil y azafrán, que le hizo inhalar, y repartió a la familia todo lo que llevaba en su bolsa, diciéndoles que en adelante todo sería más fácil. ¡La madre, besándole los pies! ¡El padre, con su jeta de buey húmeda de lágrimas, suplicándole que impidiera que la muerte se la llevara! Rechazó el conejo de campo que le ofrecieron en pago y se fue a hurtadillas como un ladrón.

Lo que más le gustaba era inspeccionar las defensas de las villas y los burgos de Ermland. Se convertía entonces en arquitecto y dibujaba, con tres trazos de carboncillo, delante de unos oficiales boquiabiertos, el plano de un reducto, una caponera o una barbacana; ordenaba su construcción y luego pasaba revista a las milicias burguesas, que, también ellas, veían en él la reencarnación de monseñor Lucas.

La pequeña villa de Frauenburg estaba situada sobre una colina privada de agua. Sus habitantes se veían obligados a caminar media legua para sacar agua del río Banda. Copérnico dibujó primero, e hizo construir después, un aparato mecánico para subir el agua del río hasta lo alto de la ciudad. En primer lugar, una esclusa condujo las aguas del río hasta el pie de la colina. Allí colocó un mecanismo ingenioso que, movido por la fuerza de la corriente, hizo subir el agua hasta la torre de la iglesia. A partir de entonces, los habitantes de Frauenburg ya no tuvieron que ir a buscar agua al río. En reconocimiento por aquel servicio, hicieron colocar al pie de la máquina una piedra en la que se grabó el nombre de su benefactor.

Viajaba con frecuencia a Braunberg, no tanto porque era el puesto más avanzado frente al feudo de los teutónicos, como porque el burgomaestre de la ciudad era nada menos que su primo Philip Teschner. Después de dirigir las maniobras de la tropa, los dos hombres pasaban la noche en una charla interminable, mientras vaciaban botellas y acababan por tener la impresión de que Lucas y Andreas bebían con ellos.

Con la misma frecuencia visitaba también la aduana del puerto, para inspeccionar los cargamentos. Al principio intentó entablar relación con los capitanes, para que alguno de ellos se encargara de hacer por él observaciones astronómicas en las riberas de Dinamarca o de Suecia. Recordaba que en Italia se leían, en las reuniones de la academia de Linceo, cartas del famoso navegante florentino Américo Vespucio, que dio su nombre al Nuevo Mundo. Eran muy pintorescas, pero carecían de cualquier dato numérico susceptible de interesar a un astrónomo, a pesar de que una de ellas mencionaba cuatro estrellas brillantes en forma de cruz, muy próximas al polo sur celeste. Copérnico tuvo una decepción aún mayor con los marinos del Báltico. En aquellas aguas peligrosas navegaban a la estima, y no conocían el uso de la brújula ni de la ballestilla. Pilotaban sus naves como los campesinos llevan sus carretas a la ciudad.

A pesar de todas esas actividades, Nicolás seguía sumido en una profunda melancolía, de la que sólo Ana conseguía sacarlo en ocasiones, con su cariño y su devoción. Un año después de la elección del papa León X, Sculteti le escribió para anunciarle que por fin iba a convocarse un nuevo concilio. Su Santidad deseaba que un astrónomo y matemático de tanta reputación como Copérnico participara en él, junto a los más grandes sabios de la época, con el objetivo de emprender una reforma total del calendario. ¡Volver a ver Italia! La oferta era tentadora. Sin embargo, dudaba, a pesar de las alegres súplicas de Ana, que quería viajar a su lado. Pero la idea de volver a estar a las órdenes de su antiguo preceptor hería su orgullo. Además, la perspectiva de una expedición tan larga le parecía demasiado pesada, se sentía viejo. Entonces, Sculteti cometió la torpeza de pedir a Tiedemann Giese que lo convenciera para viajar y salir del marasmo en el que se había sumido desde hacía ya tres años. Copérnico creyó ver en la insistencia de su antiguo condiscípulo de Ferrara una especie de conjura y se negó de plano, con el argumento, por lo demás exacto, de que mientras no se calculara con mayor precisión la duración del año solar, no sería posible ninguna reforma válida del calendario.

—¿Y si la calculas, durante este año? Yo te ayudaré, aunque no soy más que un matemático mediocre.

A pesar de todo el tiempo transcurrido, Tiedemann Giese no había perdido un ápice de su admiración por Nicolás. Y cuando éste fue a tomar posesión de su canonjía en Frauenburg, se regocijó por adelantado de lo que significaría la apertura de aquella academia de Ermland con la que habían soñado en otra época. Pero, después de la muerte de su hermano, Copérnico se emparedó en su torre y después se lanzó con un frenesí inquietante a sus actividades canónicas, negándose a que ni Giese ni cualquier otro canónigo le acompañara.

En esta ocasión, sin embargo, aceptó la propuesta. Después de todo, si estaba retrasando tanto la redacción de su obra ¿no era con el pretexto del que necesitaba un ayudante? Giese serviría.

Desde entonces, siempre que no estaban en campaña, recorriendo las cuatro esquinas de Ermland, Nicolás y Tiedemann se reunían en la torre situada sobre las murallas. En primer lugar tuvieron que abrir y volver a clasificar los cientos de grandes carpetas con papeles cubiertos de cifras, figuras y diagramas dibujados y medidos por Copérnico hacía veinte años, en Bolonia. Giese tenía una mente despierta y sólidos conocimientos de muchas materias, pero la extraordinaria rapidez de cálculo de su amigo lo dejaba siempre muy retrasado. Y el otro se impacientaba, obligado a frenar el curso de sus ideas, a «ponerse al pairo» como un navío más veloz que el mercante al que da conserva. Copérnico habría sido sin duda un pésimo profesor, en tanto que Giese, por el contrario, se reveló como un discípulo aplicado y concienzudo. Le habría gustado manejar más a menudo el astrolabio para observar el cielo nocturno, pero Nicolás le respondía en tono seco que aquello no era un juego, que la observación era por lo general inútil, y que nada podía reemplazar las tablas astronómicas acumuladas desde la noche de los tiempos.

Poco a poco, sin embargo, el oso se fue domesticando, rodeado por la ternura y el afecto con que lo trataban Ana y Tiedemann, como se trata a un convaleciente. Mientras, la construcción esbozada en el Resumen se ampliaba, tomaba cuerpo. Giese se daba cuenta de que estorbaba, más que otra cosa, el avance de los trabajos de su amigo, y prefirió ser el propagador de sus ideas, o más bien reanimar su recuerdo en aquellos que habían recibido, nueve años atrás, el primer esbozo. Propuso a Copérnico aumentar el número de sus lectores y sugirió hacer imprimir el fascículo en la recién instalada imprenta de Danzig. Nicolás se negó sin dar explicaciones. En cambio, aceptó que fueran distribuidas nuevas copias manuscritas del Resumen, con la condición, desde luego, de saber a quién se iban a enviar. Giese redactó entonces una nueva lista.

Mientras que los corresponsales de Copérnico habían sido sobre todo eclesiásticos ilustrados, italianos en particular, y personajes políticos importantes, o nombres famosos como los de Paracelso, Erasmo, Da Vinci o Maquiavelo, los de Tiedemann eran en su mayoría hombres que enseñaban matemáticas o lenguas antiguas en las universidades de Heidelberg, Tubinga, Wittenberg o Cracovia, muchos de ellos antiguos condiscípulos de la nación alemana en Ferrara o en Padua. De aquella lista, Copérnico sólo tachó a los que profesaban en el modesto colegio de Königsberg, en el feudo del gran maestre Alberto de Brandenburgo, que tenía al parecer la ambición de transformar su ciudadela teutónica en un centro de artes y ciencias, e intentaba atraer allí a los enseñantes descontentos con su cátedra.

Gracias a la abundante correspondencia de Giese, la fama de Copérnico renació con fuerza. Los antiguos estaban impacientes por conocer la gran obra prometida, y los nuevos le consultaron sobre este o aquel punto de matemáticas, o sobre alguna obra nueva que se habían procurado. Fue así como un canónigo de Cracovia, al que había tratado en otra época, le mostró un tratado astronómico del viejo e inagotable Johann Werner, discípulo póstumo de Regiomontano, y que seguía predicando en su Movimiento de la octava esfera sobre los descubrimientos de su maestro, falsificándolos según su conveniencia. Su lectura provocó en Nicolás una de sus frecuentes cóleras. En síntesis, Werner ponía en duda la validez de las observaciones de los antiguos, Tolomeo e Hiparco en particular, y proponía, para corregirlas, hacerlas coincidir con las grandes fechas de la historia antigua o de la Biblia: la caída de un imperio, el Diluvio, las siete plagas de Egipto o la destrucción de Sodoma y Gomorra.

—¡Vaya un pedante! —fulminó Copérnico, recorriendo a grandes pasos su biblioteca y gesticulando—. Todo el mundo sabe, por supuesto, que el riesgo de un error es grande, porque las copias del Almagesto se han multiplicado a lo largo de los siglos, en griego, en latín, en árabe…, pero es todo lo que tenemos. ¿Quién es esa rata de Werner para atreverse a afirmar que Tolomeo, ese gigante, el más eminente de los matemáticos, o que Hiparco, de sagacidad admirable, falsearon voluntariamente sus cálculos para hacer cuadrar su demostración? ¿Comprendes mejor ahora, Tiedemann, por qué me niego a imprimir nada hasta estar seguro de mis cálculos? A la menor inexactitud, esos zánganos vendrán a destruir mi colmena.

Giese hizo signos de aprobación con la cabeza. Se sentía feliz al ver a su amigo enfadarse así por buenas razones, y no por un poco de polvo en la chimenea que el criado no había limpiado, o por un papel mal ordenado en su mesa de trabajo. Pero no se engañó: en cierto modo, la ira de Copérnico estaba también dirigida contra sí mismo. Cuanto más avanzaba su trabajo, más se complicaba la armoniosa sencillez del sistema que había descubierto. Cierto, ahora los planetas, entre ellos la Tierra, giraban alrededor del Sol, que estaba exactamente en el centro; así, había desaparecido todo ecuante que flotara en algún lugar en el vacío, pero, para hacer coincidir la gigantesca hipótesis con las apariencias, es decir, con los datos suministrados por los antiguos, se había visto obligado a recurrir a todos los procedimientos, las «recetas de cocina» como los llamaba a veces, utilizados por Hiparco y Tolomeo. Tuvo que admitir deferentes y epiciclos, multiplicarlos incluso para algunos planetas, hasta el punto de que muy pronto su número iba a sobrepasar a los de Tolomeo. Para colmo de compromiso en quien deseaba hacer del Universo el más bello de los palacios, con el Sol en el centro, tuvo que admitir que el centro de la órbita terrestre, centro común a todos los deferentes, no coincidía exactamente con la posición del Sol… Tal era el precio que era necesario pagar para «salvar» las malditas apariencias. Pero se consolaba a veces pensando que, para levantar un edificio nuevo, es forzoso utilizar los viejos materiales de los monumentos del pasado…

Las ideas van más aprisa que un ejército en campaña, porque ningún obstáculo las detiene. Al modo de un vuelo de patos salvajes, forman en el cielo un triángulo isósceles y se dirigen adonde hace falta, como si siguieran el orden de las estaciones. Las ideas que, de súbito, invadieron los cielos europeos se habían incubado durante largo tiempo en sus nidos ocultos en el fondo de un monasterio, de una universidad, en el gabinete de un sabio, esparcidos por todos los rincones de la Cristiandad.

Wittenberg, a vuelo de pájaro, o mejor dicho a vuelo de ideas, está muy cerca de Frauenburg, y en Wittenberg cierto profesor de teología, Martín Lutero, hizo imprimir a finales del año 1517 sus Noventa y cinco tesis sobre la virtud de las indulgencias. Tres meses después, todo el capítulo de Frauenburg las había leído y las discutía. ¿Era o no escandaloso construir la nueva basílica de San Pedro, no mediante la penitencia de los fieles, sino con dinero contante y sonante?

Copérnico se abstuvo de entrar en la discusión: todos sus apoyos estaban en Roma, y lo único que le importaba ahora era que la Iglesia no condenara su anti-Almagesto, cuando éste estuviera acabado. Que lo aprobara incluso, del mismo modo que había aceptado sin problemas a Tolomeo y Aristóteles. En efecto, este último había propuesto la teoría del «Primer Motor», una especie de fuerza mística que, situada detrás de las estrellas fijas, causaba los movimientos circulares; y los teólogos se habían apresurado a interpretarlo como el trabajo de los ángeles, que darían vueltas a una manivela para poner en marcha, desde allá arriba, la rotación de las esferas celestes. Así se sabía dónde estaba el cielo: no demasiado lejos, justo detrás de las estrellas fijas…

Muy pronto, sin embargo, la polémica entre Lutero y Roma se amplificó. Copérnico, siempre con la mirada elevada hacia las estrellas, no veía en aquel asunto más allá de la punta de su nariz. Se mantuvo apartado de los debates que promovía el obispo ante el capítulo. El prelado estimaba que, en los proyectos de reforma de la Iglesia expuestos por Lutero, había muchas cosas buenas que el concilio de Letrán tendría que tener en cuenta. Las opiniones de nuestro canónigo astrónomo tenían un gran peso en el capítulo, y él era consciente de ello. Cuando le preguntaban sobre la cuestión, se contentaba con responder que, frente al poder de Roma, Lutero no aguantaría mucho tiempo, a pesar del apoyo que le daba el elector de Sajonia. Hoy podemos sonreír ante esa profecía, pero eran muchas las personas que en aquella época pensaban igual.

El capítulo de Frauenburg apenas tuvo tiempo de analizar la cuestión, mientras Lutero era convocado en aquel año de 1521 ante la dieta de Worms, para retractarse so pena de excomunión. En efecto, el gran maestre de los caballeros teutónicos, el fogoso Alberto de Brandenburgo, vio llegada la ocasión oportuna para apoderarse de Ermland. Aprovechando la tormenta desencadenada sobre la Cristiandad, decidió cortar sus lazos de vasallaje con Polonia y se alió sin escrúpulos con el príncipe de Moscovia, que guerreaba en sus fronteras contra Segismundo I Jagellon. ¿Por qué se juntaron aquellos guerreros de la Iglesia apostólica y romana con los cismáticos bizantinos, que tendrían que haber sido sus enemigos naturales?

En cualquier caso, los caballeros teutónicos, bien acoplados a sus poderosos caballos franceses que tanto habían atemorizado a los italianos en Marignan, y que con tanto regocijo les había ofrecido el rey Francisco I para fastidiar a su primo Carlos V; envueltos en hierro y acero; vestidos de blanco a excepción de una gran cruz negra en la espalda, irrumpieron en Ermland. Los canónigos de Frauenburg y su abad se desperdigaron como una bandada de gorriones y buscaron refugio en las fortalezas de Thorn y de Danzig. En cuanto al obispo, con el pretexto de que iba a buscar ayuda, se puso bajo la protección del rey de Polonia, en Cracovia. En su puesto quedaron únicamente Giese, Copérnico y Soltysi, cada uno de los cuales se ofreció como voluntario para seguir defendiendo los intereses del capítulo.

Como no contaban con un verdadero jefe militar, los caballeros teutónicos se contentaban con incursiones en campo abierto, y saqueaban e incendiaban las aldeas y las granjas aisladas. Acampaban sobre el terreno, o bien se replegaban a la otra orilla del Pregel, el río que marcaba la frontera entre la Prusia teutónica y Ermland. Pero con ese método acabaron por rodear todo el país.

La ciudad más amenazada era Allenstein, por ser la más meridional de Ermland. Copérnico se nombró a sí mismo su administrador. Cuando vieron llegar al sobrino del temible Lucas, las milicias burguesas lo recibieron como a un salvador y le eligieron comandante militar de la plaza. Luego esperaron, virtualmente asediados, a que los teutónicos se dignaran aparecer. Mientras, en Frauenburg, Giese reunía una flota con la intención de remontar el Pregel, desde la bahía del Vístula hasta los pies de la ciudadela de Königsberg. Por su parte, Soltysi organizó la defensa de la ciudad episcopal de Heilsberg.

Desde Braunberg, la ciudad mandada por el valiente Philip Teschner, se dio la señal para las tres ofensivas simultáneas. Fue el 1 de enero de 1521. La invasión teutónica había tenido lugar exactamente un año antes. El desprecio que sentían por la heterogénea tropa de burgueses y campesinos convirtió en una sorpresa total la ofensiva de la infantería en pleno invierno. Alberto de Brandenburgo había instalado su cuartel general en una mansión abandonada, situada una legua al sur de Allenstein. Copérnico y él se encontraron, pues, cara a cara.

Aquella mañana, muy temprano, con todo el paisaje circundante cubierto de nieve y mientras en los cuarteles todos dormían aún, el gran maestre estaba desayunándose con una sopa de pan y un vaso de vino, al calor de la chimenea y con sus dos lebreles tendidos a sus pies. Su intención era llevar sus tropas a maniobrar delante de las murallas de Allenstein, para recordar su presencia a aquellos patanes temblorosos de miedo en sus madrigueras. La vida militar le gustaba tanto por lo menos como las largas discusiones, en Königsberg, con filósofos, o como la lectura de las cartas de Erasmo. Incluso en ocasiones llegaba a lamentar que Nicolás Copérnico fuera su enemigo mortal, el presunto asesino de su tío Aquiles, al que no había llegado a conocer porque, cuando éste murió pretendidamente ahogado en el Vístula, él era aún sólo un bebé. Sí, le habría gustado hablar con el canónigo astrónomo del manuscrito que había llegado a sus manos y en el que afirmaba que la Tierra, como un planeta más, giraba alrededor del Sol. Estaba dispuesto a creerlo, porque aquella teoría satisfacía su sentido de la belleza y de la armonía. ¿Por qué fatalidad tenían que enfrentarse dos hombres de tan alta calidad como ellos, cuando él habría podido ser, para ese Marsilio Ficino de Prusia, un nuevo Lorenzo el Magnífico? Estaba perdido en esos ensueños cuando entró un guardián y gritó:

—¡Señor, nos atacan! ¡Están a un cuarto de legua, y los tendremos encima dentro de muy poco!

Alberto de Brandenburgo salió en camisón y subió a la atalaya. Allá abajo, sobre la inmensidad nevada que el sol naciente teñía de tonos rosados, avanzaba rápidamente una tropa multicolor. El gran maestre la estimó en quinientos hombres, en su mayor parte gente de a pie armada con hoces y bastones, pero también con arcos y ballestas. Iban precedidos por una treintena de jinetes, y Alberto no necesitó que se acercaran más para adivinar que a la cabeza, vestido de rojo y negro, cabalgaba la reencarnación de Lucas Watzenrode, el maldito canónigo que se creía Tolomeo y César a la vez: Nicolás Copérnico. Abajo, en el patio de la mansión, los caballeros teutónicos corrían en todas direcciones mientras sus lacayos intentaban, como podían, revestirlos con sus corazas, y los palafreneros sacaban de las cuadras los caballos aún sin ensillar. Fuera del recinto, los mercenarios habían plegado ya sus tiendas y corrían a refugiarse en el bosque vecino. Habían comprendido que la partida estaba perdida. Entonces Alberto de Brandenburgo se sorprendió a sí mismo maldiciendo a aquellos rufianes que no respetaban las antiguas leyes de la guerra. Tiritaba de frío. Si había de morir luchando, no sería en camisón. Bajó, y mientras su escudero le colocaba su armadura, tuvo la certeza profunda de que aquello era el fin de los caballeros teutónicos. Lo sabía desde hacía mucho tiempo, desde que su hermano lo había hecho entronizar como gran maestre de la orden cuando aún no tenía veinte años. Y los mercenarios acababan de recordárselo, con su huida en desbandada. No había nada que salvar, ni siquiera el honor. Nada excepto su familia, su dinastía, los Hohenzollern. Era necesario batirse en retirada.

Fue una cabalgada larga y terrible. Se había levantado el viento, portador de unas nubes negras que descargaron torbellinos de nieve. De los bosques de pinos y abedules surgían a veces hordas de fantasmas andrajosos que desarzonaban a los caballeros que no podían seguir el paso de la formación, los degollaban, les despojaban de su armadura y los abandonaban, desnudos, a los lobos hambrientos. Cuando por fin llegaron a Königsberg, vieron el río medio helado repleto de barcos, hasta debajo mismo de las murallas. Delante de la poterna principal, acampaba un ejército de mendigos. Alberto de Brandenburgo, con un trapo blanco colgado del arzón, se adelantó a lo que quedaba de sus tropas. Del campo enemigo avanzó hacia él otro caballero, al que reconoció enseguida y ante el cual hubo de contenerse para no atravesarlo con su espada: Philip Teschner, el bastardo del obispo Watzenrode. La familia Copérnico había vencido a los Hohenzollern.

Durante un año, el gran maestre se encerró en su fortaleza de Königsberg, mientras sus caballeros se marchaban de Prusia en busca de otras encomiendas, en Hungría o en Baviera.

Mientras, en Ermland, cierto canónigo tenía otros quebraderos de cabeza que la predicación de la Biblia en lengua vulgar. El país había quedado arrasado por la guerra. Era necesario reconstruir, ayudar a los campesinos a volver a instalarse en sus granjas. Y él, Nicolás Copérnico, doctor en artes y en derecho canónico, médico, burgués por su nacimiento, gentilhombre por su cargo, se sentía a gusto en medio de aquellos villanos, y lleno de compasión por su miseria. Al hablar con ellos, se dio cuenta muy pronto de que la guerra no era la única causa de su espantosa indigencia. Ya había pensado en ello cuando era más joven, pero ahora se sintió lo bastante fuerte para preconizar y llevar a la práctica una reforma de la moneda.

Las monedas, hechas con una aleación de plata y cobre, eran acuñadas, tanto en Prusia como en Polonia, en muchos talleres difíciles de controlar. El resultado era que la proporción de plata en la aleación disminuía sin cesar. Quienes tenían como misión controlar las cecas, por ejemplo los canónigos de Ermland, se embolsaban simplemente un generoso porcentaje de aquel fraude. Los orfebres, de Danzig a Cracovia pasando por Frauenburg, no depuraban la aleación: la fundían, simplemente, y la moneda se convertía en joya en sus talleres. Sólo las gentes del pueblo, que no comprendían esa malversación, seguían haciendo sus compras con las monedas antiguas. A medida que ese vellón hacía desaparecer la moneda de ley, los pobres se empobrecían más, los ricos se enriquecían y se anunciaba una crisis monetaria grave. La reforma que propuso Copérnico, en su Ensayo sobre la acuñación de moneda, no era más que simple buen sentido, y se practicaba ya en otros reinos. Se trataba de crear una única fábrica de moneda, bajo el control directo de la Dieta de Prusia, y por tanto del rey de Polonia; de prohibir la circulación de la moneda antigua y de sustituirla por una nueva, de menor valor pero que por lo menos sería estable. Determinó incluso la proporción fija que debería darse entre la plata y el cobre en cada pieza. Finalmente, propuso una paridad exacta entre el marco prusiano y el zloty polaco.

El capítulo le concedió permiso para defender su Ensayo ante la Dieta de Prusia, que se reunía, el 21 de marzo de 1522, en el palacio episcopal de Heilsberg. Alberto de Brandenburgo, recién salido de su enclaustramiento en el castillo de Königsberg, había acudido allí, antes de viajar a Sajonia para encontrarse con Martín Lutero. A su lado, el secretario del rey de Polonia, Johann Flachbinder llamado Dantiscus, que iba a acompañarlo en su viaje a Wittenberg. Era evidente que, debido a su conflicto con Carlos V, el rey Segismundo se aproximaba a Lutero, y todo hacía creer que Polonia se alinearía en el campo de los reformados. Por lo demás, en la Dieta se habló mucho más de las revueltas campesinas que estallaban por todas partes en Alemania, contra el emperador recientemente instalado en Madrid.

Copérnico no se interesó en el debate. Todo lo que veía, era, frente a él, a los dos hombres que habían asesinado a su tío: Alberto de Brandenburgo y Dantiscus. Cuando le llegó al canónigo el turno de palabra, el gran maestre de la orden teutónica se puso a rezar, transportado por la devoción, como si quisiera abstraerse de aquellas sórdidas cuestiones de dinero. En cuanto al embajador extraordinario del rey de Polonia, hacía signos visibles de aprobación y puntuaba la exposición de Copérnico con exclamaciones como «¡muy bien!», «lógico», etcétera. Como Dantiscus se había mostrado tan favorable, la exposición del canónigo de Frauenburg fue aplaudida por todos los presentes puestos en pie.

Naturalmente, su proyecto de reforma quedó en letra muerta. Todos los que lo escuchaban, todos los que lo aplaudieron, su enemigo Alberto de Brandenburgo y sin duda también su amigo Giese, rascaban cada marco, cada zloty que pasaba por sus manos, para extraer la plata y fundirla en lingotes o hacer con ella sus anillos, sus collares, sus coronas o la empuñadura de su espada de aparato.

¿Qué creías, Nicolás Copérnico? ¿Que todos eran tan honrados como tú? ¿Por qué te mezclaste en ese asunto en lugar de proseguir tu obra paciente en lo alto de tu torre, para intentar percibir al menos una vez Mercurio a través de las brumas del Vístula, o para enfrascarte en el examen de las tablas astronómicas, para corregir este o aquel error de un copista de Hiparco? ¿Esperabas atraerte la gratitud del rey y poder colocar por fin sobre tu cabeza la mitra de obispo? Cometiste un burdo error, porque cuando murió el sucesor de Lucas, al año siguiente, no fuiste tú quien lo reemplazó. Y cuando las demás sedes episcopales de Prusia queden vacantes a su vez, serán otros los nombrados, nunca tú. Si seguirás siendo canónigo hasta tu muerte, no será porque hiciste girar la Tierra sobre sí misma y alrededor del Sol, sino porque te atreviste a denunciar delante de los propios falsificadores aquella práctica delictiva que enriquecía a los ricos y empobrecía a los pobres. ¡Qué ingenuo fuiste, Nicolás Copérnico!